Revista delatripa. Narrativa y algo más. No. 38

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NĂşmero 38. Noviembre 2018.


Revista

No. 38. Nov. 2018. Es un proyecto de la Catarsis Literaria.

Editada en Matamoros, Tamaulipas. Revista de Circulación Mensual. Dirigida por: Adán Echeverría. Edición: Larissa Calderón. Colaboraciones a romeolobos@yahoo.com.mx / Consejo Editorial: Paty Rubio, Cristina Leirana, Blanca Vázquez, Roberto Cardozo, Mario Pineda Quintal y Waldo Contreras López.

Contenido

Mis primeras tres horas.

Ya es navidad, la puta navidad.

Adán Echeverría.

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La subversiva Paquita en el infierno. Beatriz M. Mejía.

Sorpresa.

Aída López.

Me dejé llevar. David Salazar.

Los designios del dios gato. Joshua Abimal Kú Pérez.

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David Salazar.

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En la urdimbre de un viejo telar.

Marta Aragón R.

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El Ojo en la acera de enfrente. Waldo Contreras López.

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Los orígenes del Centro Yucateco de Escritores.

Dando vueltas con Silvia.

Tres piedras blancas.

Sofía Garduño Buentello.

Cristina Leirana.

Iliana Hernández Partida.

Uróboros.

Juan Machín.

El quinqué de la abuela. Rocío Prieto Valdivia.

Condición Santana. Paty Rubio.

Los funerales de Rulo.

Demersales en A mayor.

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Mi punto de risa.

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La Niña TodoMePasa dice:

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Incipit.

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Desvaríos de la freaky neurosis.

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Nos vemos en el slam.

Oveth Hernández Sánchez

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Jorge Eduardo Núñez.

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El viaje.

Mar de fondo. Uriel Martínez.

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Amores lejanos. Addy Castillo Espínola.

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Paty Rubio.

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Perforados.

El reino de Zaachila. César Rito Salinas.

Narraciones.

Rocío Prieto Valdivia.

El mimo.

Zindy Abreu.

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La casa del mirador. Marta Aragón R.

Silvia Polanco Euán.

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Roberto Cardozo 101 Jéssica de la Portilla Montaño Blanca Vázquez

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Gema E. Cerón Bracamonte Mario E. Pineda Quintal

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Mis primeras tres horas. Dr. I: Hola. Espero se encuentre bien de salud. Por ahora no tengo teléfono celular, y seguimos escondidos en un hotel a las afueras de la ciudad, en la salida de la ciudad, rumbo a Victoria. No sé qué está pasando y estoy terriblemente golpeado. Te cuento: A las 8.00 de la mañana, del jueves 25 de octubre de 2018, mientras estaba esperando para abordar la pesera (camión), junto con mi esposa, mi hijo de un año, y nuestra perra, justo en la esquina de la Avenida Lauro Villar; del lado de la escarpa a las afueras de la clínica del Seguro Social sucedió. Abordé el camión, y de inmediato me percaté que, desde la escarpa, mi esposa me llamaba a gritos, pidiéndome que me bajara. Detuve al camionero y me bajé de inmediato de la pesera, mientras mi esposa me gritaba que habían atropellado a nuestra perrita y señalaba hacia la corriente vehicular. Corrí entre los automóviles que se habían detenido, y tomé a la perra entre mis brazos, la recogí de en medio de la calle; caminé hacia mi esposa y mi hijo, y una joven mujer, muy amable, se acercó a ayudarnos, se ofreció para llevar a la perra con un veterinario. Abordamos su camioneta; íbamos la mujer, mi familia y yo, aún con la perra entre los brazos. Ella temblaba, tenía los ojos abiertos, y los músculos de las cuatro patas tensos, demasiado tensos. Yo iba hablándole quedito, y besándole la cabeza, acariciándola para que se calmara. Avanzamos unas cinco cuadras sobre la misma Avenida Lauro Villar, y justo en la esquina donde se encuentra una gasolinera, doblamos a la izquierda para llegar a la clínica.

Adán Echeverría.

El médico atendió a la perrita, estaba solamente asustada por el suceso, pero fuera de peligro. Luego de haberla atendido, nos regresamos caminando hacia la casa. Para ello tuvimos que cruzar la Avenida Lauro Villar, y caminar por la entrada del Coppel, el Soriana, en la puerta de las salas de Cinépolis, y cruzar el amplio estacionamiento, hasta llegar a la Avenida División del Norte. Cruzamos la avenida, pues como la perra estaba lastimada, decidí acompañar a mi esposa e hijo, junto con la perra lastimada y asustada, o por lo menos encaminarlos hacia la casa. Atravesamos la avenida División del Norte, para entrar por una calle del fraccionamiento Fresnos, y caminar hacia nuestra casa en el fraccionamiento Las Arboledas. Como tenía que alcanzar a llegar a la Universidad, porque debía impartir una conferencia a las 10 de la mañana, y al medio día, me era necesario participar en una reunión a la que el rector había convocado, para hablar sobre la maestría en ciencias en la que estoy dando clases; así que me despedí de mi familia luego de haberlos encaminado, y regresé a tomar de nuevo la pesera para ir hacia la universidad donde laboro, que se encuentra al otro lado de la ciudad de Matamoros, Tamaulipas, como usted recuerda. Caminé de nuevo por el estacionamiento del Soriana de la Lauro Villar, y en la puerta de la tienda Coppel me abordaron dos sujetos, cerrándome el paso. Uno cargaba un bate de béisbol, era un tipo moreno, poco más alto que yo, delgado, de delatripa 38

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cara redonda, llevaba un pasamontañas, pero lo traía levantado como si llevara solo puesto un gorro de color negro. Abrió su chaqueta y me enseñó el bate que llevaba en la mano derecha. El otro era de piel blanca y cabello amarrillo, traía barba crecida rubia, y tenía los ojos verdes, él fue quien hablaba, llevaba un arma, y me pidió acompañarlos sin oponer resistencia, porque lastimarían a mi esposa e hijo. Me subieron a un carro, me pasearon por varias calles, me quitaron el celular, la computadora, mis memorias usb, mi cédula profesional (¡qué ladrón se lleva tu cédula profesional!); tres horas y media después, cuando me liberaron, me devolvieron mi cartera y mis tarjetas bancarias. En la cartera no tenía ni un solo peso, pues justo antes de que me atraparan hablaba por el móvil con una maestra, mi alumna de literatura, y le estaba explicando la situación del atropellamiento de mi perra, para que me depositara 1200 pesos, y así poder pasar a pagarle al veterinario que nos la había atendido; el dinero me lo iba a dar por concepto de un libro que le estoy haciendo; pero los sujetos me quitaron el celular, justo cuando hablaba con ella. Los comentarios de los sujetos, al abordarme y durante todo el trayecto, fueron que me había metido con una mujer y le había faltado al respeto, y ella pidió que me levantaran, para matarme u obligarme a que de manera inmediata me fuera de Matamoros. “Tenemos orden de levantarte, tomarte fotos, mandárselas, y ella y nuestro jefe decidirán qué cosa haremos contigo”. Huelga decir que yo llegué a Matamoros invitado por una mujer para trabajar en un centro de investigación, que está siendo financiado por el consejo nacional de ciencia y tecnología (conacyt), y que esta mujer me pidió 4

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dejar mi lugar de residencia, donde tenía trabajo, y venir a Matamoros, con la finalidad de que yo ocupara una plaza de investigador que ella me ofrecía. Fue justo eso, lo que me ofreció, y me motivó a dejarlo todo en Baja California. Llegué a Matamoros en el mes de julio. Y desde mi llegada, ella (esta mujer que dijeron dio orden de golpearme), decidió que yo me integrara al Núcleo Académico Básico de la Maestría que comienza a desarrollarse en el centro de investigación. Pero desde ese mismo mes comenzaron a ocurrir sucesos que me parecieron extraños respecto del comportamiento y liderazgo de dicha mujer (que pertenece al Sistema Nacional de Investigadores y es SIN, Nivel 1): En primer lugar, no me ofreció una plaza como había dicho por teléfono, sino apenas un contrato por tres meses, por lo cual me trajo a Matamoros con mentiras. Yo había dejado todo para trabajar en la plaza que me ofreciera, pero no había tal plaza. Luego ella, en reuniones hablaba de las golpizas que habían sufrido algunos otros doctores antes de que yo llegara a Matamoros, tú los conociste Dr I. Incluso, en el informe de la tercera etapa del proyecto, que entregó al conacyt, en el Apartado de Riesgos a Futuro, esta mujer señala: “En realidad existe el riesgo constante y latente de la integridad física de los recursos humanos comprometidos en el Proyecto. La situación de inseguridad ha provocado bajas en el personal por situaciones de 1 levantamiento a uno de los investigadores, 3 situaciones de asaltos a tres investigadores más. Dentro de los terrenos de la Universidad se han vivido 2 persecuciones y balaceras, esta situación ha mermado el rendimiento y la estabilidad de los investigadores.”


Lo cual, a todas luces, se nota que es una forma de querer culpar a la ciudad y la zona de Tamaulipas, de todo aquello que le ocurre al personal que trabaja con ella. Pero es muy interesante que dichas acciones violentas no le ocurren a otros trabajadores ni maestros del plantel que trabaja en el centro de investigación, ni le ocurre a ella. Tampoco le suceden a todos los otros profesores que trabajan en la universidad donde compartimos terreno. Sino que solamente a los doctores y doctoras que trabajan con esta mujer. Doctores y doctoras que esta misma mujer hace que lleguen a Matamoros, a los que luego busca desprestigiar y lastimar, con el fin de que se vayan de la ciudad, y con el fin de decirle al conacyt, que todo lo que no logra cumplir, es por cosas ajenas, y de violencia, en el que ella tiene que trabajar, para así no tener que cumplir con los objetivos que están marcados en el proyecto. Aquellos doctores la habían acusado de pertenecer al grupo delincuencial de la ciudad. Pero esta mujer, lo contaba en reuniones como si se tratara de una broma, y se reía, haciendo sus cómplices a todo el personal de ingenieros y bachilleres que trabajan con ella, y a quienes les dice que ella es quien les paga. Toda vez que no se le ha podido probar nada a ella, los doctores se han ido, las doctoras se han ido igual, unos golpeados, ellas desacreditadas, acusadas de infidelidades, cuando nada de eso sucede en realidad. Los sujetos que me levantaron me estuvieron paseando por la ciudad, yo no sabía dónde estaba, pero me di cuenta que me sacaron a la carretera y luego entramos en algunas brechas. Les pregunté si me matarían, y ellos me golpeaban. Escuchaba y me daba cuenta de que dejamos atrás la ciudad, se metieron en brechas fuera del camino, me llevaron a una

bodega, donde me bajaron a golpes, me pusieron un suéter en los ojos para que yo no viera donde estaba, y me llevaron atrás del automóvil. De pie, me hicieron poner mi frente en la cajuela del auto, extender las manos, y me golpearon salvajemente con un bate, y a golpes y patadas, la espalda, la nuca, los glúteos, las piernas, los muslos, y las costillas. Me desmayé del dolor, cayendo al suelo. Siguieron golpeándome, y me sacudieron para despertarme. Uno de ellos a cada rato decía que tenían que matarme, y me puso una pistola en la cabeza; hablaron por el teléfono móvil con una mujer —escuchaba el sonido de su voz desde el aparato—, le enviaron fotos de mí antes de golpearme y después de golpearme. Se tomaron fotos abrazándome, como si yo golpeado fuera motivo de orgullo para ellos. Así estuve, amarrado mientras ellos siguieron con los golpes. Me tomaron videos, y se los enviaban a su contacto. Sacaron mi celular, estuvieron revisando mis contactos, revisando mis fotos, donde tenía imágenes de mis hijos, hablando vulgaridades de las fotos de las chicas que tengo de contacto. Me pidieron la clave de mi computadora, se llevaron mis memorias usb. Dijeron que si aquel que los había enviado encontraba algo que fuera comprometedor, me matarían y estaban esperando órdenes. Volvimos al auto y seguimos andando por la carretera, me di cuenta por el ruido del tráfico que iba haciéndose espaciado en el paso de carros o camiones, y porque dejó de escucharse el barullo de las personas, y por esos ruidos que regresearon, igual pude darme cuenta que volvíamos a la ciudad. Me delatripa 38

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llevaron a casa de alguien, entramos en un garaje, uno de ellos se bajó con mis cosas y las entregó. Volvieron al auto y seguimos dando vueltas. Les volví a preguntar si iban a matarme, pero ellos en respuesta me pegaban e insultaban. Dijeron que ellos harían lo que les ordenaran hacer. Que yo ya estaba viejo y que ya había vivido demasiado para andar preocupándome. “Con alguien te metiste, a alguien le faltaste al respeto, y por eso te agarramos, así que tú sabes bien lo que hiciste. Ésa persona no quiere verte en Matamoros, así que te conviene ir y pedir dinero, consigue dinero, y yo te recomiendo que te vayas de Matamoros, pero hoy mismo.” Me dijeron que tenían a una de mis compañeras. Me mostraron la foto de una mujer que estaba golpeadísima, y me decían: “Es tu amiga, tú sabes quién es, mira como la han puesto, en cambio a ti, apenas te dimos una paliza”. Me dijeron luego: “Ya la libraste. Te vamos a llevar a la puerta de tu casa. Sabemos todo de ti —y me describieron el accidente de mi perrita, la ropa de mi esposa, el color de la ropa de mi hijo, la carreola; dijeron qué carros había estacionados cerca de mi casa—, si no te vas hoy, mañana volveremos por ti. Si vemos a la policía o al ejército rondando tu casa, vendremos por ti. No tienes escapatoria, porque te conocemos muy bien, porque sabemos todo de ti, donde vives, donde trabajas”. Yo ya estaba enterado, querido Dr. I., como tú y todos en el centro de investigación, y enterados por la misma mujer-coordinadora, sobre lo que algunos decían: que ella pertenecía a La Maña, al crimen organizado de 6

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Matamoros, y ella solo se reía, mientras lo contaba como si se tratara de un chiste. Era evidente verla llegar siempre acompañada a las reuniones, por dos mujeres, y un sacerdote que sólo verlo causa mala espina, muy aficionado al alcohol. Sus dichos, y comportamientos, sus avisos, ahora comprendo que eran una forma velada de amenazar. Es sabido, y por ella misma que no para de decirlo, así como por otros trabajadores del centro, que dos doctores, Dr. E…, Dr B., e incluso tú, Dr I., que estaban en este centro de investigación antes que yo, acá en Matamoros, que igual fueron asaltados y golpeados en su momento, además de acosados por esta mujer-coordinadora que además trabaja en la universidad Juárez del estado de… Los que me atacaron sabían dónde yo vivía. Me dijeron exactamente todo lo que hice en la mañana, cómo estaba vestida mi esposa, que atropellaron a mi perra, que una enfermera nos llevó a un veterinario, que regresamos, que dejé a mi esposa, que en mi casa estaban otros compañeros de ellos esperándome, y que si encontraban cualquier rastro comprometedor en mi celular y en mi computadora portátil, entonces volverían por mí. Tengo mucho miedo, no sé qué hacer, y hago responsable a quien dio esta orden (y a todos los que estén involucrados), de cualquier cosa que me pase a mí o a mi familia. (He pasado ya los nombres de todos los que trabajan en el centro, a mis familiares y a mis amistades, así como a la prensa local y nacional, y a los contactos de las otras universidades donde he trabajado, para que los contacten a ustedes, para exigir una explicación que permita llegar a la justicia, si algo me pasara). Por eso agradezco su correo, Dr. I., y que pueda contarme todo lo que usted vivió y le hicieron.


Quiero saber si aquellos que le brindan la oportunidad de trabajo a esta mujer, pretenden mantenerla en su puesto toda vez que su comportamiento como líder (ha contratado y despedido a más de 15 personas para el centro de investigación, en menos de un año, y a muchos de ellos los ha acosado laboralmente, difamado, desacreditado, acusado de robarse equipo, pero jamás presenta demandas por robo ni nada; solo dice todo esto una vez que los doctores y doctoras se han ido). Estimado Dr, esto me pasó a mí, y ya le ha pasado a otros tres doctores más del centro de investigación; a dos doctoras que esta mujer ha corrido, las ha intentado desacreditar: diciendo que se robaron cosas, equipos, cables de los equipos científicos, que se acostaron con todo el personal masculino. Esta mujer-coordinadora incluso ha enviado a sus sirvientes (los jóvenes que trabajan para ella), para que construyan historias respecto de mí, con tal de desacreditarme. Han ido a contar a otros que Yo fui agredido porque me metí en problemas con mis vecinos de Las Arboledas. En Matamoros, solo estamos mi esposa, mi hijo de un año y yo; ¿a quién acudir? Estos personajes han llegado al cinismo de anunciar a viva voz, que otros de sus compañeros han sufrido asaltos, y luego se leves risueños, y sanos, caminando por el centro de investigación. ¿Acaso esperan que los que dieron la orden de golpearme hagan que les pase a otros doctores igual, para reaccionar, en Matamoros, en Durango, en Coahuila, sitios todos donde aquella mujer se desenvuelve? Sé que la misma mujer que me ofreció trabajo es responsable de estas golpizas, pero no hay forma de probarlo aún. ¡Ayúdame!, quien hizo esto es un sicópata, porque nada, ninguna razón hay para lo que ha

hecho, tiene que ir a la cárcel, se le tiene que detener, y jamás debe estar a cargo de ningún grupo de investigación, deberían quitarle su licencia para ejercer como científica. El jueves 25 de octubre era la auditoria de la maestría donde trabajo y solo no quisieron que yo llegara a la reunión. He hablado con personal de la comisión de derechos humanos, y con organizaciones sociales que trabajan contra los secuestros, porque necesito protección para mí y mi familia. Enviaron a golpearme y a amenazarme con matar a mi familia. Ahora, pregúntate doctor: ¿si lo que me hicieron es algo que deseas les ocurra a otros doctores o a tu propia familia? ¿Acaso por una cuestión de diferencias en el trabajo, o porque te niegas a hacer bullyng a otros doctores, a participar del descrédito que quiere imponer a otros, es justo que una persona te mande golpear? ¿O acaso porque te das cuenta que los alumnos de la maestría no cumplen ni con el perfil para estudiar la maestría, ni con las capacidades mínimas, y se les está dando becas y aprobando las materias, sin que tengan los méritos, porque la jefa así lo dispone, y si tú te niegas a servir de comparsa, acaso es motivo para que sufras un atentado? ¿Acaso alguna de estas ideas es razón suficiente para que se de orden de que te asalten, golpeen o amenacen de muerte?

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La subversiva Paquita en el infierno. Paquita no recordaba cómo había llegado a ese pasillo, lo único que sabía es que tenía que ir a tientas, pues la luz que provenía del fondo a lo lejos, era tan intensa que lastimaba sus ojos; estirando los brazos para poder guiarse, caminó en aquel suelo frio, lo supo porque hasta ese momento se dio cuenta que andaba descalza. Todo era como lo había imaginado o porque lo había imaginado, así era. Recordó, que después de un concierto, había entrado al hospital para una operación de vesícula. —Ya no pude salir— reflexiono resignada. Por ello mismo, después de caminar lo que pareció una eternidad, no le sorprendió ver a un hombre barbudo en una especie de túnica blanca que venía a recibirla con un semblante pacifico en su rostro. —¿Cómo estás Pedrito?— saludó para mostrar un estado de ánimo casual, aunque sinceramente aún no sabía cómo sentirse, pero algo en ella le decía que estaba ante la única ocasión en la que nada tiene remedio. Pedrito, que en realidad no se llamaba Pedrito, no la corrigió, sería mejor no contradecirla; sabía que su andar había sido pesado y seguramente aún no tenía claro qué estaba pasando. De todos modos el falso Pedrito tomó una silla y la invitó a esperar. —Señora Paquita, Paquita la del… —Paquita a secas por favor— Dijo con humildad, porque ya en esos momentos nada te llevas, pensó Paquita. —Bueno Señora Paquita —repitió aquel hombre de barba y semblante angelical— debo decirle que éste es un lugar de transición, y para poder salir de aquí será necesario que se le realice un pequeño examen para saber el sitio en el que podrá descansar.

Beatriz M. Mejía

Paquita ya no pudo escuchar lo que aquella alma buena le decía. Como dicen las abuelas, en los momentos críticos toda tu vida pasa en un segundo por tu memoria. Recordó su niñez en aquella ciudad de la costa, y el olor a verde después de la lluvia. Su primer amor lo tuvo muy joven, apenas de 15 años. Pero más que amor, había sido dolor que había tardado en superar. —¿Para qué me van a hacer un examen, qué me pueden recriminar?— Pensaba ofendida, le molestaba que intentaran cuestionarla. Su vida no había sido fácil, pero sí hubiera cometido errores ya los había pagado en la tierra. Paquita tenía un radar imaginario para ser consciente que cada castigo sufrido tenia sello personal del pecado del que dependía. Así, si Paquita un día sufría un engaño, recordaba otro engaño que había provocado ella. Si Paquita estaba carente de amor, recordaba a quienes había despreciado. Si de pronto los planes no salían como ella quería, no culpaba a Dios, mejor recordaba cuántas veces había echado a perder los planes de otros. Y así, sucesivamente, fue husmeando en los rincones de su alma, hasta que después de un rato se cansó y dijo en voz alta: —Lo vez Chuchito, estamos a mano—. Y se sintió satisfecha consigo misma. De algún lugar desconocido de su consciencia surgió una idea: Son mis canciones. —Son las canciones que canto. Canciones de desamor y en contra de ellos. Alguien aquí arriba se siente amenazado, pero ¿Qué culpa tengo yo? Si algunas mujeres, bajo el pretexto de que están delatripa 38

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adoloridas utilizan mis canciones como bandera para ponerse groseras; se embriagan sin medida y permanecen con rencor, como quien mastica un chicle repetida y compulsivamente, sin fijarse que ya tiene adolorida la mandíbula. Aquella atribulada mujer imaginaba que había dado en el clavo y lo había descubierto por ella misma. Quizá porque así era como trabajaban en el purgatorio. Había llegado por un túnel, era verdad, pero el purgatorio no era como lo imaginaba. Aquel lugar no parecía tan amenazante, más bien se le figuraba la antesala, donde no te juzgan sino que tú mismo reflexionas para encontrar tus fallas. ¿Cuantos años habrá pasado como alma en pena? Lo que ella concibió como unos minutos debieron ser décadas, quizá siglos. Sin duda aquella cantante de arrabal iba derechito al infierno por incentivar el alma apasionada de las mujeres sin rumbo. Paquita no pudo más ante lo que se le avecinaba, y estuvo a punto de desfallecer si no fuera porque el mentado Pedrito llego a auxiliarla: —Señora Paquita, está usted muy pálida, enseguida vendrá la enfermera a realizar los exámenes que le comenté. —Exámenes— pregunto Paquita al fin, mientras abría los ojos confundida. —Así es, le dije hace un rato que se le realizarían unos exámenes para poder tener claro a qué sala llevarla a descansar. —Pero San Pedro, discúlpame, no sé de qué me hablas. —Primero deje de llamarme Pedrito, San Pedro o de cualquier otra forma que se le ocurra, o me veré en la necesidad de hacerle exámenes sicológicos aparte de los bacteriológicos reglamentarios. Mi nombre es Dr. Arturo Kurtz. Usted se encuentra en el hospital Norte, llego aquí por una operación de vesícula. A este hospital llegó un paciente con un virus tropical; afortunadamente no es mortal, pero los reglamentos nos obligan a poner a todos los pacientes en cuarentena, incluyéndola a usted. Así que en cuanto se le realicen los exámenes reglamentarios podrá regresar a su casa. Paquita no dijo más, se quedó quieta como se le pidió, se dejó hacer los exámenes. Asintió o negó con la cabeza cuando algo se le preguntó. Pero pasó mucho, mucho tiempo, para que Paquita pudiera aceptar que su viaje había sido solo mental.

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Sorpresa. Aída López.

Aquella noche Orión aulló como cuando la muerte ronda. La gente del pueblo se alistó para acudir al funeral, no importaba de quién fuera, todos se reunían en torno al féretro para darle el último adiós al difunto y consolar a los dolientes. El viejo Lucas Macías acudió a dar constancia; llegó saludando a los concurrentes, quienes no repararon en su presencia. Se deslizó por la multitud hacia el cadaver entre rezos y sollozos para despedirse. Su perro Orión permanecía al pie del ataúd. Finalmente el anciano llegó con dificultad al cajón de madera, solo para darse cuenta que estaba presenciando su último acto público.

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Me dejé llevar. David Salazar. Me dejé llevar por su piel suave, que yo no alcanzaba a tocar, pero que desde lejos se sentía. Solo imaginarse estar junto a ella era hermoso, maravillosamente hermoso. Era imposible no desearla, era imposible dejarla ir. No me bastó con ver sus ojos claros, su cabello enchinado. Su blusa casi transparente permitía imaginar la topografía de su piel, pero aunque era joven, su sonrisa tenía una coquetería producto de larga experiencia en la calle. -grita perra, grita perra – le ordenaba mientras trataba de arrancarle la piel con mis dientes y con mis uñas, después con un cuchillo y unas tijeras. Después, cansado, satisfecho, me fui a casa dormir Me levanté de la cama sin decir una palabra, llevaba encima un hedor a sangre que no me hizo dudar en meterme bajo la regadera y recibir el agua en fría sin abrir los ojos. Después de un par de minutos me animé a pensar en lo que había pasado, y con una toalla encima, me tumbé otra vez sobre la cama, encendí un ventilador que estaba en el buró y grité con una mezcla de asombro y dolor al darme cuenta de que me faltaba la piel.

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Los designios del dios gato.

Leo estas líneas inmerso en el pánico; me imagino que todos ustedes experimentan de igual manera esta emoción, pues hoy el gato sale a recorrer los sitios oscuros de este auditorio, pasando entre los pies de cada uno, mientras nos eriza la piel y nos pone nerviosos. No importa si lo vemos o no. Hoy es el día selecto para su aparición. No hay escapatoria, somos discípulos del gato. No perdamos el tiempo creyendo en falsas esperanzas de redención; con cada maullido el supremo gato nos recuerda nuestra vulnerabilidad y culpabilidad humana. Bien merecido tenemos la condena al sufrimiento eterno. El llanto nuestro es más alarido que el de una gata en celo. Lloremos en lo que nuestro derredor se despedaza lentamente; gritemos mientras los espíritus poseen cada cuerpo; desangrémonos hasta que no quede recuerdo alguno de quiénes somos. ¿Quieres huir? Está de más intentarlo. Las puertas se han cerrado; los pasillos son interminables; y estás lejos de casa. Aún si lograras salir, no se garantiza tu integridad. Nuestro padre gato se ha fijado ti y en mí, nos seleccionó para estar aquí juntos en su santuario. Su espíritu te seguirá en cualquier rincón. No vayas a correr por las escaleras, podrías caerte y morir en el intento. No bajes por la rampa, allí es más fácil resbalar. Evita tensionarte, la carne tensionada no sabe bien. Mejor solo relájate y disfruta los últimos segundos de tu existencia. Piensa bien en qué invertirás cada latido y esfuerzo. Recuerda que se agotan. Sécate el sudor, no, mejor déjalo, al gato ha de gustarle la carne salada, además, por la humedad, se vuelve más suavecita y suculenta. Deja que tu piel se humedezca como un gato bajo la lluvia, o como

Joshua Abimael Kú Pérez.

la lluvia bajo un gato, o como un bajo lluvia la gato. No lo sé, estoy muy nervioso porque ya puedo sentir su esencia que se aproxima. El inmaculado nos llama a él. Este es el gran momento; nuestra espera terminó. Regocijémonos, queridos hermanos. Ya entró, lo siento. Nos está mirando. Está justo detrás. No se muevan, podrían ahuyentarlo. Camina hacia aquí, se dirige a la mesa. Sus pasos son lentos pero certeros. Inspecciona a cada uno, pues él es bastante exigente. No cualquiera forma parte de su clan, solo los más aptos y puros. En lo que camina, va deshaciéndose de su pelaje; cientos de pelos se elevan por el aire, hasta detenerse encima de nosotros. Nuestros poros comienzan a absorberlos. Nuestro rostro se deforma. Un fuerte dolor impacta la parte trasera, una cola monumental ha brotado en la zona baja de la espalda. Evita tocar tu rostro, las garras podrían herirte. El tiempo se ha consumado. Es momento de ser gatos. Ahora nos resta juguetear entre los pies ajenos y llevar nuestros maullidos por todos los rincones. Podemos iniciar al llegar la noche, pues en la oscuridad, los maullidos se aprecian mejor.

Texto leído en la presentación de la colección Cuentos de suspenso y horror. Vol. III (autoría de asistentes al taller: Café con piquete, dirigido por la escritora Melba Alfaro), de la editorial El gato bajo la lluvia, el 4 de octubre de 2018, en el marco del XLVIII aniversario de la Facultad de Ciencias Antropológicas, de la UADY.

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Los orígenes del Centro Yucateco de Escritores. Cristina Leirana.

La razón de contar este pequeño pasaje de la historia literaria de Yucatán es porque recientemente se ha publicado un atlas de infraestructura cultural en el cual, Jorge Esma Bazán se atribuye la fundación del Centro Yucateco de Escritores. En parte, los miembros de la Asociación hemos sido responsables de que Esma Bazán se atreva a publicar algo así: hace dos años, durante una rueda de prensa, relativa al Festival de la Cultura Maya, que él dirigía, yo escuché de su voz que dijera que él le sugirió a Beatriz Rodríguez que fundara el Centro Yucateco de Escritores. Yo estaba representando a la institución donde laboro, así que creí que lo pertinente era contener mi azoro y no desmentir en ese momento al “festejado” de la tarde, pero lo comenté a los miembros y no pasamos de lamentarnos que Jorge Esma Bazán, quien fundó instituciones, ahora quisiera adjudicarse todo cuanto existe en el estado de Yucatán. Cuando lo dijo por escrito, igual, empezamos a planear un desmentido, que hasta ahora sigue en veremos. Se propuso a una comisión para que lo redacte. Cuando salga ese documento, será la versión consensada de los miembros del CYEAC. Entre tanto yo relato cómo surgió, con base en mi memoria y apoyada en los documentos que pude rastrear. Agradezco a Adán Echeverría, la iniciática de proponer la idea y el espacio para aclarar estos hechos. La creación del Centro Yucateco de Escritores, A. C. (CYEAC) fue un intento por agrupar a la mayoría de los escritores del estado. Los que más adelante integrarían el Centro Yucateco de Escritores se conocieron en los talleres literarios que empezaban a ofrecerse en Yucatán:

De octubre de 1982 a junio de 1983 funcionó por primera vez el Taller Literario de la Universidad coordinado por el narrador y cuentista Joaquín Bestard Vázquez (Sin autor, 1985: 2). Este taller tenía el objetivo de “orientar actualizar, estimular y mejorar a los futuros escritores” la convocatoria, pues, no era exclusiva para universitarios. Los mejores trabajos, producto del primer año del taller, fueron publicados en el primer número de los Cuadernos del Taller Literario; en esa ocasión los trabajos seleccionados fueron de la autoría de Juan Trejo, Javier España, Alejandrina Viera y Jorge Lara (íbidem: 5). Al ciclo siguiente (1983-1984) “se vio aumentado el grupo con los trabajos de Lía Josefina Pomar C., Jorge Gabriel Pech Casanova, Luis F. Rodríguez Reyes y Jesús Víctor Garduño Centeno” (íbidem: 5). Esta generación de escritores, a la cual se fueron agregando otros nombres, siguió participando en el Taller Literario de la Universidad con la coordinación de Joaquín Bestard Vázquez hasta 1991. Los Cuadernos del Taller Literario llegaron al número 15, en los siguientes publicaron Carolina Luna, Jorge Lara, Jorge Pech Casanova, Jesús Víctor Garduño Centeno, Claudia Sosa, Arnaldo Avila y Manuel Calero (Bestard, 1987: 2-3; Pech Casanova y Lara Rivera, 1989; Garduño Centeno y Lara Rivera, 1989; Lara Rivera, 1990a; Avila y Calero, 1991; Luna y Sosa, 1991; Calero, 1992). Cabe hacer notar que a partir del cuaderno número 6, las publicaciones adquieren un carácter más de reconocimiento autoral: el número doble 6-7 se presenta como portada en ambas caras, en delatripa 38

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la carátula correspondiente al 6 lleva el título Bajo un velo de llama, de Jorge Pech Casanova y en la portadilla, además del título contiene el subtítulo Relatos y versiones (1986-1988). En la portada correspondiente al Cuaderno del Taller Literario 7 encontramos el título Defensa del adiós de Jorge Lara Rivera; el Cuaderno 8 lleva el título Vivirás como si fuera cierto, de J. Víctor Garduño Centeno; en ese mismo ejemplar, siguiendo la técnica ya comentada de presentar un número doble con dos portadas, encontramos el Cuaderno 9 que corresponde al poemario La fundación del alba de Jorge Lara Rivera (Garduño Centeno y Lara Rivera, 1989); el Cuaderno 10 corresponde al volumen El sueño, poemario de Jorge Lara Rivera (Lara Rivera, 1990a). El volumen 13 de los Cuadernos del Taller Literario incluye el cuentario Límites de sangre de Carolina Luna y el poemario Agua nocturna de Claudia Sosa. En 1986 es publicado Pequeño brindis por el día (Consejo Editorial de Yucatán), poemario de Rubén Reyes Ramírez. Durante el ciclo escolar 1986-1987, el Instituto de Cultura de Yucatán ofrecía un taller literario y uno de periodismo. El taller literario dedicaba un día a la semana a la poesía y otro a la prosa; el taller era coordinado por Raúl Cáceres Carenzo y Roldán Peniche Barrera, poeta y cuentista, respectivamente. El taller de periodismo era impartido por Gerardo Landa, quien trabajaba como corrector de textos en el Diario de Yucatán. Producto del taller (de poesía y narrativa, pues el de periodismo se suspendió por falta de quorum y su única integrante se unió al literario) fue la revista Arcana, en la que publicaron Raúl Cáceres Carenzo, Manuel Cabal Naranjo, Víctor Garduño, Gerardo Rafael Rodríguez, Jorge Pech, Brenda Alcocer, Cristina Leirana, Arturo Bravo, Virginia Pimentel, Jorge Mijangos, Gerardo Pérez, Rodolfo Fonseca y Carolina Luna. El diseño 26

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estuvo a cargo de Manuel Cabal Naranjo (Arcana, S/F). A finales de 1987 Jorge Pech Casanova y Jorge Cortés Ancona impartieron un taller de apreciación poética los viernes en la Biblioteca Central Estatal “Manuel Cepeda Peraza”, a él asistían varios de los escritores que acudían al Taller Literario de la Universidad, así como los que asistían a los talleres literarios del Instituto de Cultura. Durante el ciclo escolar 1987-1988, Jorge Cortés impartió un taller literario en el ICY, producto de este fue la publicación de la revista Códice (1989) en la que publicaron Gustavo Barajas, Brenda Alcocer, Manuel Calero, Cristina Leirana, William Casanova, John Ash (en traducción de Jorge Pech), Honorato I. Magaloni (“La hoja”, probablemente enviado por Jorge Cortés). La portada era una foto del Chilam Balam de Chumayel, la contraportada un dibujo de José Tello y las ilustraciones de interiores de Daniel Rosel (Códice, 1989). En 1989, el taller de poesía impartido por Francisco Lope Ávila congregó a autores que más adelante obtendrían reconocimiento local, regional y nacional. Otro evento importante ocurrido ese mismo año (1989) fue el Diplomado de Creación Literaria, que en el marco del Programa Cultural de las Fronteras impartieron el Consejo Nacional para la Cultura y las Artes (CNCA o Conaculta), el Instituto de Cultura de Yucatán (ICY) y la Sociedad General de Escritores Mexicanos (Sogem). Fue inaugurado el 18 de septiembre de 1989, por el escritor y psiquiatra José María Fernández Unsaín, quien como presidente de la Sogem tuvo a su cargo la conferencia magistral de apertura. Comunicadores de radio, prensa, televisión, poetas, críticos y narradores confluyeron en este curso. A lo largo de tres meses (12 semanas) vinieron reconocidos escritores en su género, 12 de prestigio


nacional y 12 del medio local. De 18 a 20 horas impartía curso el escritor local y de 20 a 22 horas el que venía de fuera. Emmanuel Carballo (crítico literario, hizo una revisión por el panorama de la narrativa mexicana), Nikito Nipongo (narrador, dibujante, ensayista, impartió el curso “Arte de escribir”), Carlos Illescas (poeta, presentó un análisis de la literatura local de Yucatán), Eugenio Aguirre (novelista), Teodoro Villegas (Medios audiovisuales y de comunicación masiva: prensa, cine, teatro, televisión, fotografía ), Jesús Gardea (cuentista), Gerardo Cornejo (narrador y ensayista, cuyo curso versó sobre el cuento), Carlos Olmos (dramaturgo y guionista para televisión), Tomás Mojarro (periodista radiofónico), Eraclio Zepeda (narrador oral, cuentista y novelista, se avocó a analizar la narración tanto oral como escrita), Héctor Anaya (periodista de prensa y de televisión, explicó los fundamentos del periodismo en general y las especificidades de cada medio de comunicación) y Federico Campbel (periodista de prensa, abordó la historia del periodismo en México y las características del periodismo impreso), fueron quienes con sus exposiciones infundieron nuevos bríos en los creadores literarios de Yucatán. Algunos de los asistentes a este curso fueron: Jorge Pech Casanova, Gerardo Rodríguez, Silvia Canto, Martha Capetillo, Mauricio Quijano, Carolina Luna, Brenda Alcocer, Jorge Lara Rivera, Melba Alfaro, Elvia Rodríguez Cirerol, Cristina Leirana, Wilberth Smith Centurión, Francisco Lope Ávila, Beatriz Rodríguez Guillermo, Javier Otero Rejón, Carlos Arcila, Víctor Garduño, Arnaldo Avila, Oscar Sauri Bazán, Jorge Cortés Ancona, Rubén Reyes Ramírez y Joaquín Tamayo, entre otros. Hubo dos resultados importantes del Diplomado en Creación Literaria, el ciclo de lecturas “Signos y Trayectorias” y la creación del Centro Yucateco de Escritores AC, ambos

organizados por Beatriz Rodríguez Guillermo, Jorge Lara Rivera, Jorge Pech Casanova y Jorge Cortés Ancona. El ciclo “Signos y trayectorias” tuvo lugar entre octubre y diciembre de 1989, en la Casa de la Cultura de Yucatán. Se trataba de una lectura pública semanal (se realizaba los sábados) en la cual un narrador y un poeta leían una muestra de sus trabajos, después, el público tenía la oportunidad de cuestionarlos o dialogar con ellos. Entre otros autores participaron en este ciclo Beatriz Rodríguez, Brenda Alcocer, Elina Romero y Oscar Sauri. El Centro Yucateco de Escritores como asociación civil quedó constituido el 5 de noviembre 1990. Beatriz Rodríguez Guillermo fue su primera presidenta, siendo secretario Francisco Lope Ávila y tesorero Jorge Lara Rivera. En sus inicios el CYEAC era muy activo, como lo veremos en la siguiente cronología de eventos literarios; para empezar, tenía un taller que, originalmente sesionaba dos veces a la semana: sábados en la mañana y lunes en la noche, en un salón que está en el segundo piso de la Casa de la Cultura, que el Gobierno del Estado nos dio en comodato por 99 años. Luego (como cinco años después, ha de haber sido en 1995), la afluencia de participantes disminuyó en las sesiones sabatinas, y se quedó únicamente la de los lunes por la noche. Este taller duró como 18 años, en él se iniciaron muchos escritores que actualmente han fundado nuevas asociaciones, sus últimas sesiones fueron en 2008. El domingo 22 de diciembre de 1990 el CYEAC llevó a cabo, a manera de protesta por la censura que imponía la presidenta municipal a las artes, la lectura pública colectiva “Erotismo en la plaza”. Poetas y delatripa 38

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narradores contaron con tres minutos para leer en voz alta (con micrófono) textos eróticos de su propia autoría. Entre 1990 y 1991 la colección Ediciones de la Gorgona publicó cinco volúmenes: Noción de infierno (Cuentario, de Víctor Garduño, 1990); Nocturno (Cuentario de Carolina Luna, 1990); Sostener la luz (poemario de Jorge Lara Rivera, 1990b); Hacia el fin de la noche (cuentario de Manuel Calero Rosado) y Roja edad (poemario de Jorge Pech Casanova, 1991). Los autores aglutinados en el CYEAC lograron una interlocución con los medios de comunicación: Mario Renato Menéndez convocó a los escritores de esta agrupación, antes de inaugurar el Por Esto! Invitándolos a participar. También el Diario del Sureste fue vehículo para poetas y narradores, especialmente El Juglar (suplemento semanal que aparecía los jueves) aglutinó a una importante cantidad de escritores y artistas plásticos entre 1990 y 2002 (año en que fue retirado de la circulación el Diario del Sureste). La coordinación editorial de dicho suplemento recayó todos estos años en el poeta y periodista cultural Jorge Lara Rivera. Los ángeles rotos de nuestro señor, libro de cuentos de Arnaldo Avila, tesorero del CYE entre 1998 y 2000, fue el ganador del Premio Estatal de Literatura “Ermilo Abreu Gómez” en 1991. En la antología Entre el silencio y la ira (1992, Talleres Gráficos del Sudeste), Jorge Lara Rivera reunió una selección de cuentos publicados en El Juglar, como parte de las conmemoraciones del aniversario del Diario del Sureste, ahí encontramos trabajos de: Carolina Luna, Sergio Salazar, Celia Pedrero, Cristina Leirana, Víctor Garduño, Adolfo Fernández, Jorge Pech Casanova, Wilberth Manzanilla, Pablo Tec Ruiz, Manuel Calero, Brenda Alcocer, Arnaldo Avila y Melba Alfaro. 28

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Baúl de sueños de Fernando Muñoz Castillo, obtuvo el Premio Estatal de Teatro Infantil en 1992 y fue publicado en 1993 por el ICY; lo mismo ocurre con la obra El último Chilam Balam de Santos Gabriel Pisté Canché: en 1992 obtuvo el Premio Estatal de Teatro “Wilberto Cantón” y fue editada al año siguiente. En 1992 aparecieron las plaquettes de poesía Es verdad vivimos, de Luis Alcocer Martínez, y Poéticas, de Oscar Sauri Bazán, ambas en la colección La Hoja Murmurante, de editorial La Tinta del Alcatraz. En abril de 1993 el CYEAC realizó otro ciclo de charlas “Signos y trayectorias”, la apertura de estos trabajos la hicieron los escritores Emmanuel Carballo (ensayista y crítico literario) y Oscar Oliva (poeta), que vinieron para asesorar a los jóvenes creadores que habían recibido becas en 1992 y estaban por entregar el producto de su trabajo (El promotor, 1993, números 8/9: 21). Para esas fechas la redacción del Unicornio (suplemento dominical del Por Esto!) estaba a cargo de Jorge Cortés Ancona, Ramón Díaz Escamilla, Gabriel Ramírez, Beatriz Rodríguez Guillermo y Lorenzo Salas González, el diseñador era Gildo González Angulo (Unicornio, 1993, número 115: 2). El 2 de octubre de 1993 salió a la luz la revista Navegaciones Zur, cuya vida ha llegado hasta 2009, lapso comparable al de Yikal Maya Than, que circuló de 1939 a 1955. En ella desde 2002, en la Comisión Editorial participábamos Manuel Calero, Oscar Sauri, Arnaldo Ávila, Reyna Echeverría, Will Rodríguez, Melba Alfaro, Carlos Martín, Roberto Azcorra, Jorge Lara, Roger Metri y la que esto escribe. En la mesa de redacción: Carmen Méndez, Ernesto Aké y Adán Echeverría. Navegaciones Zur puso en circulación textos locales, regionales, nacionales. Fue un importante polo literario,


muchos de nosotros fuimos reconocidos en otras ciudades por nuestro trabajo en esta revista. Entre los logros de los miembros del Centro Yucateco de Escritores tenemos: Me morderé la lengua, novela de Melba Alfaro, publicada en 1993, fue ganadora del Premio Estatal de Novela “Justo Sierra O´Reilly” 1992. Nostalgia del Sol, poemario de Roger Metri, apareció en Talleres Gráficos del Sudeste en 1993. El 13 y 14 de septiembre de 1994 se realizó el “Encuentro de Cuento II” en las instalaciones de la Casa Internacional del Escritor, organizado por el Consejo para la Cultura y las Artes a través del Programa Cultural de las Fronteras y del Circuito Artístico de la Frontera Sur. Asistieron narradores de Yucatán, Campeche, Quintana Roo, Tabasco, Chiapas. Por Yucatán participaron Brenda Alcocer, Reyna Echeverría, Cristina Leirana y Carolina Luna (Chávez, 1994, número 62: 7). El 10 de octubre de 1994 se entregó el premio del Primer Certamen Estatal de Poesía ISSSTE-ICY '94. Los triunfadores fueron: Francisco Javier González, Fernando Várgas Conde, José Enrique Argoytia, Reyna Echeverría y Lourdes Rangel. Ese mismo día, se presentó el libro Horas a salvo, una antología que contiene textos de nueve autores: Luis Alcocer, Reyna Echeverría, Jorge Lara, Roger Metri, Luis Ortega, Jorge Pech, Lourdes Rangel, Beatriz Rodríguez y Sergio Salazar. En 1995 es publicado el libro La patita y otras historias de Sergio Salazar, que obtuvo el primer lugar en el Premio Estatal de Literatura Yucatán 1988. En abril de 1995, el Centro Yucateco de Escritores AC coauspició, con el Instituto de Cultura de Yucatán, el Ciclo de Conferencias “Sor Juana, 300 años en la inmortalidad”. De estos trabajos resultó el volumen homónimo al

evento (Lara y Pech, 1995). Las plaquettes El color del cristal, con relatos de Cristina Leirana, y Naufragio de la luz, con poemas de Roger Metri fueron editadas por la colección La Hoja Murmurante en 1995 (Toluca: La Tinta del Alcatraz). En 1996, como parte de la colección Seis de Poesía, el ISSSTE, el ICY y la Escuela Normal Superior de Yucatán, publicaron Mariposa la vida un libro con poemas de tres autoras: Brenda Alcocer, Guadalupe López y Hortensia Sánchez. Con Cartas para una sombra azul obtuvo Lourdes Rangel, en 1996 el Premio Nacional de Poesía Novísima convocado por la revista Etcétera. Ese mismo año (1996) Oscar Sauri Bazán obtuvo el Premio Estatal de Poesía “Clemente López Trujillo” por su libro Otras lluvias (Sauri Bazán, 2000). En 1997 se instaura el premio de poesía joven “Jorge Lara Rivera” cuya emisión inició siendo anual y luego se volvió bianual. Ese mismo año (1997) en el número doble, 136-137 correspondiente al período julio- diciembre de la revista El Cuento apareció “Tal vez pronto” de Brenda Alcocer. Sensualidad, paisaje y cuerpo, se hacen presentes en Cartas prohibidas para Miguel, de Reyna Echeverría, así como el amor (y el desamor) escondido(s), que trastocan por dentro a la hablante lírica, quien no exterioriza arrebato También en 1997 aparecen las plaquettes de poemas Sílaba nocturna del alma para no olvidar el instante, de Saulo de Rode Garma Pool y Claustro obligatorio de Víctor Alcocer Vidal (Mérida, Ediciones Presagios).

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Oficio de gaviota (Luis Alcocer, 1998) es el libro de poemas que obtuvo el primer lugar en el Certamen Estatal de Literatura, categoría de poesía, en 1997 En 1999 La promesa infinita, poemario de Roger Metri, obtiene el Premio Nacional de Poesía “Luis G. Ledesma”, convocado por el Municipio de Fresnillo, Zacatecas, México; al año siguiente es publicado por el Consejo Municipal para la Cultura y las Artes de Fresnillo y la Editorial Mantis. En noviembre de 2000, en el marco de la reinauguración de la Biblioteca ISSSTE /Conaculta, número 9, fue presentada en ese recinto la colección de cuentos para niños La Rana Feroz. Los escritores Roberto Azcorra y Cristina Leirana hicieron los comentarios. Se trata de siete títulos de cuentos para niños: Brenda Alcocer, Luis Alcocer Guerrero, Jorge Lara, Reyna Echeverría, Roger Metri, Patricia Garma y Cristina Leirana, son los autores incluidos en esta colección. Seis de ellos financiados por el Programa de Apoyo a las Culturas Municipales y Comunitarias, y el séptimo por el Instituto de Seguridad Social para los Trabajadores del Estado de Yucatán (ISSTEY), en todos los casos co-editados con Ediciones Zur. Ese año aparece también el poemario de Luis Alcocer Martínez, Remembranzas del fuego (Toluca: UAEM/La Tinta del Alcatraz) Tiempo azul, de Ena Evia (ICY/UADY), y dos de Oscar Sauri Bazán: Otras lluvias (ICY) y Erótica (Toluca: UAEM/La Tinta del Alcatraz). En 2001 la Universidad Autónoma del Estado de México publica Vocación de la flama de Reyna Echeverría. En 2002 José Juan Cervera Fernández publica “Preceptos divinos y contradicciones racionales: el primer movimiento espiritista en Yucatán, 1869-1879” en el libro Los aguafiestas. Desafíos a la hegemonía de la elite

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yucateca 1867-1910 coordinado por Piedad Peniche Rivero y Felipe Escalante Tió. El ropero del suicida, poemario de Adán Echeverría García ve la luz por Editorial Dante también en 2002. Para el año 2003 fue publicado El Sol alrededor del parque de Beatriz Rodríguez Guillermo, libro premiado en el Certamen Estatal de Cuento para Niños 1993, con ilustraciones de Iván Ramírez Castillo, Gabriela Díaz Isaac y Diana Valle Graniel. Ese mismo año fue publicado Eso de andar en la mar (y otras aventuras con los cabellos revueltos) de Melba Alfaro Gómez. Se trata de 15 cuentos. Es notable la versatilidad de la narradora; pues varía la voz en cada caso, y en todos es verosímil. José Armando Pacheco Barrera gana el Premio Estatal de Poesía Joven “Jorge Lara Rivera” también en 2003. Saulo de Rode Garma Pool publica el poemario Círculos de sangre, editado en 2005 por el Instituto de Yucatán. El año 2006 fue un buen año para las letras yucatecas: Los mártires del Freeway y otras historias (Martín Briceño, 2006) apareció en la prestigiada editorial Ficticia. José Armando Pacheco Barrera obtuvo por segunda ocasión el Premio Estatal de Poesía Joven “Jorge Lara Rivera”. Aparece la antología personal de Oscar Sauri Bazán Erótica de las lluvias, publicada por la Unión Nacional de Escritores y Artistas de Cuba; el libro de cuentos Fuga de memorias de Adán Echeverría García; también es relevante mencionar La otredad editada por Melba Alfaro Gómez (2006), una antología que ofrece la semblanza de 56 autores yucatecos o avecindados en el estado de Yucatán, y una muestra de su obra. El libro está dividido en cuatro apartados: narrativa, poesía, teatro y ensayo, como su nombre lo aclama La otredad representa mundos diversos, cómo se viven,


cómo se sienten y cómo al fin y al cabo los percibimos, nos afecten o no. En 2006 se edita por segunda vez Los otros misterios (Garduño Centeno, 2006). De Jorge Lara Rivera tenemos Los encendidos flancos del éter en 2007, poemario representativo de la formación discursiva mestiza letrada. Ese mismo año encontramos, de Melba Alfaro, Aventura en Kichigar. Chansamito contra el brujo Lupérvolo, coeditado por el DIF (Dirección para la Atención a la Infancia y la Familia) y el Centro Yucateco de Escritores, AC. El texto expone metafórica, pero muy claramente, cómo enfrentar los abusos cuando se es niño; está pensado como material de trabajo para talleres de prevención contra la violencia infantil; poéticamente está bien logrado, y el diseño de Carlos Tamayo hace que el libro en su conjunto resulte atractivo para sus lectores. También fue en 2007 cuando José Armando Pacheco Barrera ganó una beca del Fondo Estatal para la Cultura y las Artes con el proyecto Diálogos mortuorios, y José Juan Cervera Fernández publicó el libro La gloria de la raza. Los chinos en Yucatán. Se trata de un ensayo histórico de amena lectura. En 2009 Atemporia, en coedición el ICY, publica Arena, novela de Adán Echeverría García, prolífico escritor que en 2009 dio también a la luz los poemarios Tremévolo y Detrás de la sombra; en 2011 el poemario La confusión creciente de la alcantarilla (Madrid, Efori Atocha Ediciones) y en 2012 la novela Seremos tumba (Ayuntamiento de Mérida). También de 2009 es Lebreles y Albas (o el Horizonte de espejos) de Jorge Lara Rivera; igual que El Cuartel de Dragones de Brenda Alcocer, con ilustraciones de Lucina Castillo publicado por el Instituto de Cultura de Yucatán. La primera presentación del libro

de Brenda Alcocer fue el 26 de febrero de 2010 en el Centro Cultural del Niño Yucateco (Cecuny) y estuvo a cargo de Melba Alfaro y Beatriz Rodríguez. A partir de este año José Armando Pacheco Barrera funda y dirige la revista digital Letras en Rebeldía. A principios de 2010 se presenta Disparados a la Luna (2009) de Roberto Azcorra Cámara, publicado por Editorial Ficticia. De 2010 y de la misma editorial es Caída libre de Carlos Martín Briceño. En 2011 fue seleccionada para su publicación por parte del Ayuntamiento de Mérida la novela Las guardarrayas del horizonte, de Raúl Marraquech FerreraBalanquet. El 12 de mayo de ese año, en la Video Sala del Edificio Central de la UADY se desarrolló la mesa panel Arte mediático: narrativa fronteriza de Raúl Moarquech Ferrera Balanquet, como un reconocimiento a la labor multimediática y docente de este autor, tras lo cual se proyectaron sus trabajos Caminamos sobre las olas, La vida que nunca fue y Soldados de la memoria. En 2012 el cuento Montezuma's Revenge de Carlos Martín Briceño ganó el XXVI Premio Internacional de Cuentos “Max Aub”. Aunque ya no sesiona el taller literario del Centro Yucateco de Escritores, sus miembros han fundado otros talleres, como es el caso de “Café con Piquete” dirigido por Melba Alfaro, que cada año presenta libros resultado del trabajo colectivo, y de “Hipogeo Taller de Cuento” coordinado por Víctor Garduño, que tiene una antología; o se han incorporado a otras agrupaciones, por ejemplo, yo soy miembro de “Café con Piquete” y de “Atorrantes Escritores”, este último liderado por Iván Espadas, en el cual también participa Patricia Garma Montes de Oca y cuenta con una compilación de delatripa 38

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narraciones. Estos son, diríamos, los talleres permanentes y gratuitos. Otros miembros, de manera continua ofrecen cursos cortos, con temáticas específicas, con costo de recuperación; yo he asistido a algunos de narrativa impartidos por Roberto Azcorra, Carlos Martín, y Raúl Ferrara. Celia Pedrero se ha especializado en promover la autobiografía. Muchos artistas plásticos, desde siempre, colaboran con nosotros, Jorge Méndez, Alfredo Lugo, Gildo González, Oscar Ortiz, Soco Chablé, Elena Martínez, Teresa Loret de Mola, entre varios otros. También colabora muy de cerca en la promoción literaria Jorge Gutiérrez Caraveo, dueño de Le Cirque, Galería y Centro Cultural. Los presidentes del CYE han sido: Beatriz Rodríguez Guillermo 1990-1993 Jorge Lara Rivera 1994-1995 Roger Metri Duarte 1996-1997 Víctor Garduño Centeno 1998-2000 Reyna Echeverría 2000-2002 Manuel Calero Rosado 2003-2012 Luis Alcocer Martínez 2013-2018 Muchos personajes yucatecos o avecindados en Yucatán han colaborado con los trabajos del Centro Yucateco de Escritores. Y por más que escarbo en mi memoria, y en la documentación que tengo, a Jorge Esma Bazán lo recuerdo como funcionario, como director del ICY al que nos dirigíamos para gestionar facilidades para nuestra labor (espacios para eventos, transportación para autores invitados a coloquios o seminarios, igual que nos comunicábamos con la Ingeniera Yolanda Lara Barrera, Directora de Cultura de la UADY, con el licenciado Miguel Madrid, director del MACAY, o con Javier Quero, Coordinador del Circuito Cultural de la Frontera Sur del Conaculta), y recientemente, director del Instituto de Historia y Museos de Yucatán,

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nunca como uno de los nuestros en algún taller o en una fiesta, siempre como una autoridad a la espera de que le rindan pleitesía.

Mínimas Referencias:

ALFARO, Melba (editora, 2006): La otredad, Mérida Yucatán, ICYCRIPIL/Foecay/CYEAC/CAIYAC, 18-19. AVILA M. Arnaldo y CALERO, Manuel (1991): La vigilia de los demonios /El visitante de la tarde, Mérida, Yucatán, UADY (Cuadernos del Taller Literario, número 11). CALERO ROSADO, Manuel (1992): La noche junto al muro, Mérida Yucatán, UADY (Cuadernos del Taller Literario, número 15). GARDUÑO CENTENO, VÍCTOR J. y LARA RIVERA Jorge (1989): Vivirás como si fuera cierto/La fundación del alba, Mérida Yucatán, UADY (Cuadernos del Taller Literario, números 8/9). LARA RIVERA, Jorge (coordinador) (1992): Entre el silencio y la ira. Narrativa Contemporánea de Yucatán, Mérida Yucatán, Talleres gráficos del Sudeste. LARA RIVERA, Jorge (1990a): El sueño, Mérida Yucatán, UADY (Cuadernos del Taller Literario, número 10). LUNA, Carolina y Claudia Sosa (1991): Límites de sangre/Agua nocturna, Mérida Yucatán, UADY (Cuadernos del Taller Literario, número 13). SIN AUTOR (1985): “Prefacio” en BESTARD VÁZQUEZ, Joaquín (coordinador) Cuadernos del Taller Literario 2, Mérida Yucatán, UADY, 2-5.


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Tres piedras blancas

Iliana Hernández Partida Mis héroes no tienen nada especial. Tienen algo que decirles a otras personas pero no saben cómo, así que hablan para sí mismos. H. M.

El señor Murakami colocó tres piedras blancas en la tierra, en la entrada de su casa. Había poco viento y ruiseñores esa mañana de octubre. Una nube le confirmó lo que temía desde hace años, la fortuna que invocó con esas piedras blancas se le escapó. Después de escuchar las noticias internacionales, el señor Murakami pintó las piedras con una tinta negra y las arrojó al río. Sus pies desnudos se percataron del frío (le agradaba) caminaron a la cocina, transportaron al señor Murakami y al whisky sobre sus manos. Se recostó en el sillón pardo y se bebió con el alcohol todas las expectativas del mundo, sonrió a medias ignorando a su gato que llevaba minutos rasgando la cerradura de la ventana. Un escritor detesta ser interrumpido en sus placeres. La tristeza es uno de ellos, quizá el más puro, aderezado con algunos grados de ansiedad y silencio, es mejor. Los árboles hicieron lo imposible por no despertarlo, soportaron todo rumor; el aumento del vendaval, una lluvia cruzada que mordía las hojas secas, los dálmatas evitaron ladrar a las ardillas. Todos se callaron a propósito para dejar dormir al señor Murakami, quien hacía semanas no se olvidaba de las letras y del insomnio. Varias luces naranja le trazaron el rostro, luego la negrura se le recostó sobre el cuerpo. La noche. De mañana el frío le apuró a servirse un café negro, lo bebió a medias y luego se puso unos tenis, salió a correr por el bosque. Nadie con quien hablar ni cruzar miradas, una canción, Norwegian Wood, le empezó a palpitar en el pecho mientras trotaba. Respiraba trozos de poemas, esencias de eucalipto, escarabajos enterrados odiando al universo, acordes de una guitarra vieja, las cartas del tarot (donde el ermitaño le cierra un ojo), respiró en paz por regresar entero a la tierra. Por la tarde, el señor Murakami bebió una cerveza oscura, se recostó en el suelo e ignoró a todos sus libros que esperaban por sus ojos. Él brindó por todos los premios que no tendrá, la nueva senda por la que correrá mañana, por la música que le crece dentro y las palabras para detenerlas. Se pintó la cara de negro y cerró los ojos para regresar a una mesa donde un tazón de misoshiru humea sobre su rostro de niño. Su gato lo contempla y espera por los restos de sopa.

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Uróboros.

Un cuento sobre Coatlán del Río. Hasta el año pasado y hasta donde sé, no conocía a nadie de Coatlán del Río. Coatlán, es un municipio de Morelos que colinda con el Estado de México, y su nombre proviene del náhuatl Coatl: serpiente, y tlan: lugar donde abunda. Así que es el lugar donde abundan las serpientes. Como saben, nací en la ciudad de México, en el viejo barrio de Mixcoac, que proviene del náhuatl Mixtli: nube; coatl: serpiente, y co: en. O sea, en el Lugar de la Nube de Serpiente o de la serpiente de nubes. Paradójicamente, a mí me repugnan los reptiles, en particular los ofidios. Durante muchos años viví anfibio entre la ciudad de México y Cuernavaca, pero en mis cincuenta y seis años, nunca había pisado las tierras de Coatlán y, como dije antes, tampoco conocía a ninguna persona nacida allá. Pero todo cambió hace unos meses, cuando en un evento en El Manojo (sí, en uno de los famosos trueques eróticos o en la presentación de un libro) Eduardo, el Tigre, me presentó a Ana. Ana estudiaba el último semestre de la carrera de Biología en la UAEM, era poeta talentosa y poseedora de una belleza poco común, nació en Coatlán y era anfibia desde hace algunos años entre Cuernavaca y Coatlán. Como ya dije, tengo aversión hacia las serpientes, por lo que me sorprendió mucho saber que esa preciosa y delicada muchacha estuviera trabajando en una tesis basada, precisamente, en experimentos con víboras. A Ana desde pequeña le gustaban los reptiles, pero en particular estaba fascinada con el extraño fenómeno de la autofagia de algunas serpientes. En algún lugar, de niña, Ana leyó un libro donde hablaban del antiguo y extraño símbolo Uróboros, del griego ουροβóρος, que se come la cola, representado como una serpiente que se devora a sí misma. Para Platón, el Uróboros fue el primer ser viviente e inmortal, que se come a sí mismo y permite la existencia

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Juan Machín En el mismo río no nos bañamos dos veces. Heráclito

del universo mismo con su sempiterno movimiento circular de destrucción y creación. Según la alquimia, el Uróboros representa el infinito, la inmortalidad y la eternidad, expresando seguramente los procesos cíclicos del cosmos, formando un bucle extraño como los que creaba Escher, por ejemplo, en el famoso grabado de una mano que dibuja la mano que la dibuja… en un perfecto sistema de retroalimentación y autopoiesis. Topológicamente equivale a una botella de Klein que no tiene adentro ni afuera, y lógicamente a la sentencia “Yo miento”, que es verdadera si es falsa y es falsa si es verdadera (expresión sintética de la pregunta de Eubúlides de Mileto y la frase de Epiménides). Al poco tiempo de conocer y enamorarme de Ana, me enteré que Mario, el novio de Mariposa, también era, para mi sorpresa, de Coatlán. Amablemente, Mario me invitó a dar una conferencia sobre la influencia de la ciencia en la literatura durante las quintas Jornadas de ciencia y arte, organizadas por CiriÁn, un colectivo que promueve y difunde tanto el arte como la ciencia en su municipio. El día acordado (el primero de tres que duraban las Jornadas) llegué muy temprano para conocer, finalmente, Coatlán del Río, mi futura suegra y futuros cuñados. Mario y Ana comenzaron a presentarme a sus amistades y familiares de Coatlán, y éstos, a su vez, a otros más, y éstos en una “bola de nieve” humana a otros más. Mi participación estaba programada para el último día de las Jornadas, poco antes de la clausura. Tuvo tal éxito mi charla, que, al finalizar, me invitaron a quedarme unos días más y me nombraron “Huésped distinguido”. En esos días, terminé por conocer y entablar amistad con todos y cada uno de los casi doce mil habitantes, y el cabildo decidió por unanimidad otorgarme la distinción


de “Coatlense Honoris Causa”. Ineluctablemente, pronto comenzaron los preparativos para la boda con Ana y, según la tradición, me llevaron a purificarme en las aguas cristalinas de su afamado río. Al momento de sumergirme en el diáfano líquido sentí un escalofrío de muerte, como si el agua que fluía tranquilamente fuera un auténtico dispositivo criogénico. Según la leyenda fui devorado por una serpiente enorme que desperté de su sueño ancestral, pero la verdad es que, de alguna extraña manera, me engullí a mí mismo y terminé siendo tan sólo un cuento.

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La casa del mirador. En una esquina al pie del cerro se alzaba sobre la barda que rodeaba la casa y el jardín que crecía desmañado en la parte frontal. Era cuadrada, de paredes de grueso adobe, la coronaba un techo de cuatro aguas como un sombrero de tejamanil. Tenía un respiradero en forma de palomar y una especie de barda de tubos demarcaba el corredor al que se llegaba por una escalera de cemento sin pasamanos. Aquella construcción tenía dos aspectos sobresalientes: las puerta-ventanas de cristales enmarcados de blanco, siempre cubiertas por los mismos visillos de encaje también blancos, que aún siguen allí, y el mirador que se alzaba en el fondo y al costado derecho de la edificación. Pasé por aquel sitio todas las veces que fui al colegio durante el Jardín de Niños, la Primaria y la Secundaria. Siempre lucía igual: pintada de un color azulverde con base de agua, con ventanas y puertaventanas protegidas por visillos de encaje blanco. Jamás vi un alma que anduviera en el jardín o entrando a la casa o de menos asomándose por las ventanas. Lo mismo pasaba con el mirador, cuyas ventanas parecían las cavidades de una calavera, porque allí no había visillos y tampoco nadie se asomaba por ellas. La casa emanaba un silencio extraño, como de viento entre las ramas, como arrastrar de hojarascas secas, crujidos de ramas adornado con ojos de lechuzas entre las sombras. ¿Quién vivirá en la casa?, me pregunté de niña y de adolescente, pero nadie contestó a mi pregunta y el tiempo siguió. Me hice adulta, conocí otros lugares, formé una familia, envejecí. Fue cuando regresé y la casa seguía allí. El mismo azulverde descascarado, los mismos visillos, las ventanas vacías del mirador, el jardín seguía enmarañado, aunque el guayabo y la morera que dejaban caer sus frutas a la banqueta, envejecieron, junto con el pirul de espeso follaje. La verja de metal cerrada y aquel silencio rumoroso continuaba presente.

Marta Aragón R.

He vuelto a pasar, aunque ahora con pasos torpes y cansados. La casa sigue igual como la miraba de niña. Soy una abuela y me visitan los nietos y aquel sitio no ha cambiado.¿Quién vive en la casa del mirador? Nadie sabe, todos se alzan de hombros. En la penumbra de una tarde pasé de nuevo por la casa del mirador. La verja estaba abierta, apenas entornada. La curiosidad sobrepasó los límites de la prudencia y me metí con la intención de husmear por los visillos. Me adentré entre la profusión de bugambíleas policromas que formaban enramadas con racimos de colores mezclados; subí la escalinata y me asomé entre los visillos, nada, no había rendijas ni en ventanas ni en las puerta-ventanas. Le di la vuelta a la casa hasta que llegué a un porchecito en la parte trasera, que imaginé daría a la cocina, Las sombras escurrían en la casa porque el anochecer se acercaba. Continué en aquella obstinación, aunque sentía que el corazón iba a salirse por mis orejas y tenía la boca seca y amarga por la excitación, no desistí de mis intenciones y sin pensarlo mucho, empujé la puerta trasera, que inesperadamente se abrió. Entré a la casa junto con los restos de luz que aún quedaban. Di el primer paso y mi cuerpo quedó dentro de aquella habitación. Esperé a que mis pupilas se adaptasen, y cuando pude ver, el contenido de la casa del mirador apareció ante mis ojos: aquella casa era como un huevo huero sin el menor rastro de vida en su interior. El vacío era aterrador, más siniestro que una noche sin luna ni estrellas o que un pozo sin fondo. El silencio era escalofriante y tan duro que parecía taladrar mi cerebro. No di un paso más,.desde donde estaba miré hacia afuera, una niña pasaba y se detuvo, la escuché preguntar:: ¿Quién vivirá en esa casa?

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El quinqué de la abuela.

Rocío Prieto Valdivia.

Llovía mucho, y los niños asustados se escondían bajo las cobijas. Afuera, los campos anegados de agua parecían una laguna, los árboles se estremecían con el fuerte viento. La casita de adobe empezó a caerse a pedazos. Y los adultos, asustados, corrían de un lado a otro, buscando a los niños en las habitaciones separadas. En la orilla del camino la camioneta Ford, con las luces delanteras encendidas, alumbraba la gran casa de adobe a punto de caer. Las vacas mugían y sus cencerros se oían a lo lejos. Los niños varones corrieron al establo a refugiarse; el abuelo intentaba empacar un poco de despensa. Aurora, una de las niñas, no aparecía por ningún lado. Los gritos desesperados de su abuela, eran un lamento en esa escabrosa noche. Las muchachas tapadas con sus cobijas también corrieron al establo; don Carlos, el ganadero, les ofreció un vaso de leche caliente. Los abuelos resignados veían su casa caerse y, abrazados, oraban por la pequeña Aurora. Las horas pasaron y los dos ancianos se asomaban del estable, guarecidos bajo el olivo, y permanecían en espera de que la lluvia terminara. El viejo quinqué de la abuela se encendió dentro de los escombros de lo que aún quedada de la cocina. La abuela entonces corrió hacia la casa derrumbada. Empezó a musitar la melodía de la nana que en las noches de tormenta le cantaba a la pequeña Aurora, mientras juntas prendían aquel antiguo quinqué. La abuela le había dicho a la niña que el quinqué era mágico. De entre las paredes y las grandes viguetas caídas, se escuchó el débil canto que a manera de respuesta entonaba la pequeña. El abuelo corrió a la casa. Con las pocas fuerzas que aún le quedaban, por la larga noche tormentosa, intentó quitar cada vigueta lo más rápido que pudo. Todo esfuerzo fue en vano. La niña murió de frio, abrazando a un oso de peluche en busca de calor. A su lado el quinqué de su abuela aún le iluminaba el rostro.

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Condición Santana,

Paty Rubio.

Como todos, Rina sufría la onda de calor. Sentía su cuerpo deshacerse con lentitud. Se asomó por la ventana y vio a quienes caminaban por la calle. Su vecina de enfrente, escoba en mano, para disimular la costumbre de salir a chismear, ahí parada observando hacia su casa. —¡Vieja chismosa —dijo Rina en voz alta para escucharse a sí misma— ha de tener vista de rayos X para adivinar qué estoy haciendo. Se retiró de la ventana, y antes de tirarse despatarrada en un sillón, encendió el abanico del techo, para refrescarse un poco. Fue inútil. El calor no lo permitía. Después de largo rato, se levantó de nuevo y volvió asomarse a la ventana. Le pareció ver los mismos los mismos rostros, a la chismosa de la cuadra y algunos más. Notó algo que le pareció extraño, no solo la mitotera de la escoba veía fijamente hacia su casa, sino que lo hacían todos los que alcanzaba a ver. —¿Qué tanto miran? ¿Les estará afectando el calor en la calle? ¡Deberían irse a sus hogares y dejarse de estar de chismosos! ¡Este pinche calor nos está afectando a todos! Se retiró un poco de la ventana para tomar el teléfono y hablarles a sus amigas para platicar, y saber cómo les estaba yendo con tanto calor, pero el teléfono no dio línea. Se percató de un fuerte olor a quemado y escuchó la sirena del carro de bomberos. Se acercó a la ventana de nuevo para ver hacia donde se dirigían. Con razón el olor a quemado. Seguro algo muy cerca se quemaba. El carro de bomberos estaba frente a su casa. Pensó que su vecino era quien tenía problemas. Quiso salir corriendo, prestar ayuda, pero notó que los rostros de todos estaban con la mirada atenta en su casa. Sintió pánico y justo antes de acertar a moverse, vio que derrumbaban su puerta de entrada y escuchó a uno de los bomberos. —Pobre mujer se debe de haber quedado dormida y ni cuenta se dio que se incendiaba. Sólo terminen de ahogar los escombros.

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Los funerales de Rulo.

Oveth Hernández Sánchez. “Esto del tiempo es complicado, me agarra por todos lados” –El perseguidor (Johnny Carter), de Julio Cortázar

El corredor frontal de la casa era la parte más amplia, como era entonces preferente en el diseño de las casas de rancho en los acahuales de Comalcalco. Y por ser espacioso don José Sebastián Espigal le había mandado a reconstruir el tapanco de la sala, que se enganchaba entre el nacimiento de las dos aguas del tejado, ampliándolo desde el corredor hasta adentro de la sala, para mantener viva la nostalgia. Pegado a la pared del corredor, contiguo a la puerta principal, don Tano (como le llamaba a don Sebastián el gremio rezador católico) fijó un grueso tronco de coco al que le quitó boquetes en forma de escalones, y era ahora éste el acceso principal hacia el compartimento superior. Le encantaba la casa porque estaba cercada de madera de Roystonea regia, mejor conocida como palma real por los chontalpeños; además, porque el contraste con las otras casas hechas de latón y de madera de caoba era maravilloso. El techo estaba amarrado en simétricos trazos horizontales de pencas que provenían de las mismas palmas. Don Tano había cortado en el verano de 1952 todas sus palmas para renovar las vestiduras de su ecológica casa, misma que le había heredado su padre, don José Cruz Espigal, y en vez de ellas había sembrado en el alto campo abierto una amplia franja de maíz. Esto, unos meses después del fallecimiento de don Cruz. Ese día del funeral, la sala estaba repleta de amigos, de familiares y de rezadores. El párvulo Rulo estaba arriba en el tapanco, y desde allí y sólo él alcanzaba a ver hacia abajo por una rendija entre las tablas de piso de caoba a su padre, don Tano, detrás de la puerta principal hecha igual de caoba, roto en lágrimas quedas, quien apretaba sus puños sobre las cuencas de sus ojos. Veía correr los hilos de lágrimas por debajo de su mentón. En los tiempos de don Cruz, por el 1910, cuando el levantamiento de su paisano vecino, don

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A Phoebe M. Kammerer A Zacnicté Irazuh B. Vega

Ignacio Gutierrez Gómez, como el maderista revolucionario que fue (el General Gutierrez), en tal época se imponían otras costumbres en la arquitectura de una construcción hogareña. Habían ya superado los diseños arcaicos de chozas hechas de ceto de jahuacte y techo de penca; ahora, la necesidad de un refugio resistente a las fuerzas climáticas de la naturaleza le imponía los recursos de maderas de caoba, de cedro, de ceiba y techos de pencas de palma con mejores urdimbres o de lámina de zinc. Una primera casa en 1910, de don Cruz. Una segunda en 1952, de don Tano. Una temporalidad que curiosamente recoge y junta entre las cuencas de las palmas de las manos juntas el inicio y el final de los recuentos de la Revolución. Justo aquí una brecha donde el tiempo se abre hacia otra generación, como la del niño Rulo que vive entre recuerdos fúlgidos del pasado familiar y los temores del efímero presente. Era al presente efímero de Rulo donde pertenecían las descripciones arquitectónicas de la casa extensa de los Espigal, de que damos cuenta. Siguiendo con sus dimensiones, la casa medía diez metros de anchura por veinte de longitud. Afuera, en el patio trasero, la asediaba una caleta bastante amplia, donde se erguían unos árboles de limón dulce intercalados con otros de cacao -y unos que otros surcos de hoja de too, abrazados todos en una extraña y armoniosa enredadera, a donde los niños concurrían a menudo para arrojar las moneditas de menor valor haciendo trueques con el destino. En los días lluviosos, este pequeño palote de mar desbordaba siempre sus aguas a los lados, escupiendo tamos podridos y desechos de frutos. Y el encanto no se agotaba en el paisaje acuático. Por ambos lados de la casa se erigían


arrogantes otros linderos de plantas de momo, de chaya, de plátano y de surcos de hojas de too, máxime deleite de las tías cuarentonas. Así, entre la casa, el patio trasero y los lados –en uno se estrechaba el callejón principal que en cuchilla hacia la izquierda retomaba la calle principal a Comalcalco– había una especie de borde o de banqueta como de tres metros alrededor, costado exhibido de tierra, al igual que el piso en el interior de la edénica casa, no faltando el elemento sublime de una terraza frente a su corredor recién forrada toda en una manta de granos de cacao acabados de cosechar, arrojados allí para atraer la furia del sol. Fue la víspera de navidad de 1952, mismo año de la restauración de la icónica casa, que el niño José Rulo Espigal, hijo único de don Tano y de doña Carmen, ordenado por sus tías –hermanas de aquél–, subió al tapanco para cruzar amarres alrededor de una caja de cartón que se encontraba detrás de una de las dos pilas de sacos de elotes recién escorados. Una vez atada la gran caja y jalada hacia él, comenzó a empujar a través de la calle entre los bultos de elotes, y cada vez que él empujaba hacia el hueco de la escalera, abajo las tías desde el corredor abatían la soga, jalando con todas sus fuerzas el embalaje de cartón hacia sí. El plan estaba maniobrado. El niño Rulo debía empujar la caja en alternancia con las tías y darles nítida señal en cuanto la caja llegara cerca del borde de la abertura de donde se afianzaba la escalera de descenso. Las tías debían jalar la cuerda, estar atentas al chiflido de Espigal para entender que la caja había llegado al punto de referencia. Pero, la fantasía que le sobrevino justo en ese momento marcó su fugaz existencia. Llegado casi al límite, Rulo comenzó a chiflar quedo mientras ellas se aferraban a la cuerda jalando y jalando solo por jalar. Al percatarse de la necedad de las tías fue que esta vez tocó alarmado toda la nota musical de la partitura de su chifle. Aunque en vano, porque fue en ese burdo jaloneo que la caja se movió con fuerza llegando de un solo jalón hasta el hueco y, desde allí, Rulo, acuclillado y con los ojos expandidos y mirando hacia el vacío inferior, vio cómo la caja se abría en una caída estrepitosa, y cómo de su interior se extendían pedazos de yeso haciéndose polvo por todo el

corredor. Sintió horror. Quiso morir. Optó por ser la esencia del fetiche profanado al muchachito profanador. Comenzó a auto extinguir su existencia en un juego de espejismos. Agazapado allí arriba, por el borde de las escaleras, mirando hacia abajo, los ojos de Rulo reflejaban un funeral compuesto por dos desechas tías que gritaban de espanto, de dolor y de coraje. También se reflejaba en el espejo visual la caja y los pedazos que antes componían al niño Dios, que desde justo una semana antes de noche buena debía ser arrullado por todos los brazos beatos de madres y abuelas de Villa Tecolutilla. En esos segundos el tiempo se transfería. Los llantos desgarradores; el reacomodo en la caja de las sacras fracciones esparcidas; el panorama de gente voceada que al instante concurría desde lo lejos del callejón visto por la ventana izquierda del tapanco; la lluvia vista desde el otro lado de la ventana que se desparramaba sobre los plátanos, el momo, las hojas de chaya, las hojas de too; el mar que enrollaba inmensas olas de lodo en la caleta; la efigie dentro del ataúd de cartón recompuesto allí abajo; la baba del cacao semi seco estimulada por la lluvia visto sobre el corredor desde la ventana frontal; el lejano paisaje de todo un campo alto de maíz donde antes era palmar visto apenas como retrato sobre el copete de la caleta. Todo eso se imprimía en la mente de Rulo como una sola imagen panorámica ante sus ojos. Pero, Rulo seguía acuclillado en el tiempo en la orilla del tapanco mirando a los deudos dentro de la casa y las bondades de la naturaleza allá afuera. Un ligero programa funeral de alimentación había sido predispuesto: desde revolver los huevos con chaya, freír los plátanos, colar el café recién molido, hornear el pan, sancochar las castañas, moler el maíz junto con el cacao tostado y atinar la sazón del caldo lampreado de pochitoques que la caleta recién había escupido hacia la casa de palma, de donde también habían levantado unos limones dulces para el paladeo.

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Entretanto, las tías habían salido de la casa a cortar unas de hojas de momo, a levantar del suelo unos manojos de plátano macho cuasi podridos y a traer algunos atados de hojas de chaya. Habían organizado a las madres y a las abuelas de entre la concurrencia para inmiscuirse en las ingenierías de la cocina. Ese día toda la casa se mantuvo predispuesta a los recorridos indiscretos del público. Unos niños que jugaban al juego de las escondidas entre los plátanos y hojas de too en los lados de la casa; unos adolescentes que desenterraban moneditas descontinuadas en una tenebrosa remembranza de caleta; unos jóvenes que se columpiaban en mecedoras de llantas de coche sujetadas entre unos ramajes de árbol de mango; unas señoras –entre ellas unas tías nonagenarias– que lloraban con amargos suspiros detrás de una cortina; un conjunto de adultos que hacía una fila para dejar caer en turno una cadena de lágrimas sobre un rostro opaco y una boca risueña que había emitido el último aliento de vida con satisfacción plena, sobre unos ojos que se apagaron y que nadie quiso cerrar, el rostro del difunto Rulo. Una tercera casa en 2012, de don José Rulo Espigal. Unos dicen que lo mató la nostalgia, porque por las tardes desde cuando era niño subía al tapanco y, sentado en el borde de la escalera se perdía por horas en una mirada infinita, frontal y oblicua, hasta por los 90, cuando la espiritual casa de palmas era reemplazada por los diseños posmodernos de concreto. Eso mismo aseguraban de su padre, que una nostalgia severa había acabado con don Tano en los 80, que eso era hereditario. Aunque otros alegan que un lóbrego vacío de mente se había apoderado de Rulo, como los prolongados silencios de los patitiesos Demián y Siddhartha. Mientras, una fila que avanzaba como si de dentro del ataúd la estuvieran jalando con una cuerda; una bulla de chiquillos que lanzaban avioncitos de papel en los juegos de la terraza de enfrente; un tintinar de lluvia que comenzaba a arreciar sobre el tejado de asbesto de la otrora casa de palmas, chubasco que también rebotaba sobre algunos plátanos, chayas y hojas de too desproporcionados y macilentos en los lados; un

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conjunto de personas que a lo lejos se le miraba correr hacia adentro de la casa; unas tías que chasqueaban violentamente sus narices de tras de la cortina; unas damas que repartían otra ronda de café acompañado de unas castañas cocidas sin pelar; un ataúd colocado con el rostro del difunto viendo hacia el dintel izquierdo de la puerta principal en el nuevo amplio corredor de la casa, justo frente a donde antiguamente se erigía una escalera de madera de caoba y de tronco de coco, sucesivamente, que llevaba hacia un tapanco de almacenajes. Un cuerpo reacoplado por el personal de la funeraria dentro del ataúd; un rostro pálido con una remembranza de contemplación; unos ojos ya vidriosos de tanta absorción de lluvias de lágrimas caídas de los nublados ojos de los deudos, ojos fúnebres desde donde se proyectaba toda la forma de la casa panorámicamente, y desde los que se podía ver en el frente hacia arriba, hacia el lado izquierdo de la puerta, una silueta de un niño acuclillado en el borde de la abertura de un tapanco, unos ojos párvulos que también reflejaban debajo de sí a un hombre llorando detrás de una puerta de caoba, cubriéndose las cuencas de sus ojos con sus puños y dejando caer sus lágrimas por el mentón, a la vez que a un niño Dios recompuesto allí abajo por las rezadoras de Villa Tecolutilla; a él mismo dentro del ataúd allí abajo. Lo miraba con la misma contemplación con que el muerto lo hacía hacia él.


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El viaje.

Jorge Eduardo Núñez.

Ramiro trastabilló al poner el primer pie en esa lancha, como si se tratara de un mal presagio. Y volvió a tropezar descendiendo por la escalerita de madera que lo introdujo en un habitáculo cubierto, repleto de pasajeros. Julián, que lo acompañaba, se sintió contrariado por su torpeza. Este amigo ya venía arrastrando su mala onda con él, porque Ramiro había llegado tarde a la cita de embarque, siendo él quien portaba los boletos previamente reservados. A la fila habían llegado retrasados y por eso mismo no pudieron acceder a los primeros lugares que les permitirían elegir donde acomodarse. Estarían condenados a viajar, por culpa de Ramiro, en las estrechas banquetas laterales de los pasillos del centro de la embarcación, donde estaba enclavado el ruidoso motor de la nave, y sobre éste, montada la cabina abierta del timonel, comandante y dueño del transporte fluvial. El pasaje, en algún caso, compuesto de paseantes, y asentados permanentes de las islas, era inusualmente excesivo ese día. Miércoles por la tarde, era un servicio adicional inusitado, previo al jueves de Semana Santa. Muchos habían optado, como era costumbre para estas fechas, ir de pesca a las islas, o cruzarse cambiando de costa para renovar un poco el aire rutinario. Retornar al lugar de donde eran originarios. Julián, familiarizado con este tipo de circunstancias, no ocultaba su malestar a Ramiro, a quién todo parecía resbalarle. El disgustado había extendido todos sus bártulos, todo lo que llevaba, sobre la caja que cubría el mecánico generador de impulso de la lancha. Era su manera, desde su molestia, de bautizar como los perros su sector de pertenencia. Disponer de una gran mesada sobre la que desplegar mantel, equipo de mate, y su juego de ajedrez. Una verdadera expresión de su necesidad compulsiva de acaparar lo que sea, lo que él subjetivamente considerara escaso. Ese día... el espacio. Ciertamente estaría en disputa durante todo lo que se dilatara el viaje. Julián había asumido con exagerado fastidio que tendrían que ladearse a cada rato, soportando con simulada actitud amable, las idas y vueltas de las personas localizadas en la sección de proa dirigiéndose al baño ubicado junto a la escalerilla de salida, y acceso que ya habían transpuesto al llegar, en la parte trasera de la embarcación. Y también a todos aquellos sentados en las butacas posteriores, repitiéndose en sus

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búsquedas de reaprovisionamientos, por refrescos y pebetes de jamón y queso hacia el buffet de proa. La gente que es frecuentadora de este medio fluvial de transporte, una vez asegurada en su lugar, no espera ni a arrancar, y baja las mesitas colgantes del respaldo del asiento que les antecede y prepara sobre éstas sus enseres de pic-nic; y comienza sin más ni más a cebar mates, y echar mano a todas sus vituallas como si les resultara imposible soportar la espera y el encierro de otra manera. Un cuarto de hora después se encontraban navegando en un rio muy picado y bastante intimidante para los desacostumbrados viajeros y turistas de tierra firme. La "cáscara de nuez" era azotada con rudeza por las olas que llegaban desde ambos flancos en todo momento. Se zamarreaba como coctelera, cambiando la distensión de todos a intranquilidad y luego a zozobra. En cortísimo lapso, mayormente. Los viajes al baño comenzaron antes de lo usual. Algunos recorrían el pasillo sumamente urgidos por las descomposturas y ya transitaban el corredor pálidos y tapándose la boca con las manos al pasar junto a Ramiro y Julián. Ninguna ventanilla pudo permanecer abierta, negándoles la renovación del aire, porque sendos baldazos de agua fría habían recibido quienes osaron resistirse a cerrarlas, y el viento que producía esos violentos vapuleos se sentía muy gélido. Ramiro resignó rápidamente también su ánimo dicharachero y empezó a ponerse blanco como papel. Sus despreocupadas sonrisas habían virado a una inocultable mueca de miedo. Julián en cambio, se divertía con el desdibujado rostro de su amigo. Acompañaba los barquinazos con su cuerpo como si se sintiera partícipe de algún copadísimo juego del Ital-Park. Pero... que Ramiro fuera alcanzado de pronto por las náuseas, significó para Julián un imprevisto que lo tomó mal parado cuando lo empujó, sin verlo incorporarse de su asiento siquiera. Lo observó, atónito, correr desesperado en dirección al único baño de la lancha, que se encontraba en ese momento recientemente ocupado. Golpeó esa puerta con vehemencia muchas veces, sin respuesta, y finalmente sucedió lo inevitable, todo ese tramo del pasillo se convirtió en un chiquero. Un resbaloso y maloliente vertedero sin drenaje, y la ropa de Ramiro, en una apestosa hilacha para desechar. Nadie toleraba, desde allí, su cercanía. Tampoco Julián, que abandonó amigo y lugar, y se retiró bien distante. El sol afuera se demostraba en un ocaso espectacular. Ramiro nunca perdonó a Julián semejante falta de templanza y solidaridad. Julián tampoco se sintió impelido a pedirle disculpas por ello. Al fin y al cabo a Ramiro ese día había estado resbalándole todo desde un principio. No había motivos de peso para que terminara de otro modo. 54

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Mar de fondo. Finalmente se lanzó la convocatoria en las redes sociales: era una invitación a los escritores nacidos en el pueblo, residentes en el país y fuera de éste. Una convocatoria para concursar con obra en prosa, ya novela, ya testimonio. No había límite de edad ni de lugar de residencia; la única condición era presentarla en español. El premio único y no compartido de 25 mil dólares en efectivo. 2 La convocatoria apareció simultáneamente en el Facebook de los organizadores, los clubes de paisanos residentes dentro y fuera del país. Apareció no con un mapa del Estado de fondo -se evitó que luciera como un suceso "oficial"- sino con el perfil del águila real con las alas desplegadas. Se emitió en noviembre. 3 Para fines de enero había llegado una decena de obras en igual número de paquetes. El plazo para la recepción se cerraba en abril, esto es, el compás se había abierto por seis meses, en consideración a que era la primera convocatoria en su tipo y de corte internacional. 4 Aunque el uno de mayo ya había expirado el plazo, se decidió ensanchar la espera por dos semanas ante la posibilidad del arribo de obras depositadas en el correo a última hora. No pasó nada, ningún servicio de mensajería dio señales de vida. 5 Éramos tres los integrantes del jurado, entre quienes se repartieron los doce manuscritos que registró el notario. La metodología propuesta fue

Uriel Martínez.

que cada uno se ocuparía de cuatro originales: de uno mismo dependía si leía cada propuesta completa -hubo manuscritos de más de 400 páginas--, o sólo una parte; la calidad del original daría la pauta para leerla totalmente o suspenderla a las cien o más páginas. 6 Todavía no terminaba mayo cuando leí de un tirón la obra que yo consideraba sería la ganadora. El original me quemaba las manos, latía en la mesa de noche como un corazón recién extirpado. Era un thriller sicológico. Era la primera de las cuatro obras que leía completa. Ignoraba si el autor (a) era primerizo o si el libro enviado a concurso formaba parte de un tríptico o un mosaico de gran aliento; de una saga. 7 El protagonista era el típico antihéroe, el tipo criado en la calle de padres desconocidos, el prófugo de reformatorios, de los centros penitenciarios para chicos sin hogar, el que a los dieciséis se inyecta por vía intravenosa; el líder natural que encabeza motines desde siempre.. Empecé a imaginarlo a retazos y en distintas circunstancias: en un asalto bancario, en un descarrilamiento de trenes, ante una autoridad de cualquier tipo, en un museo, en una catedral. Creo que me empezaba a enamorar de este muchacho. La fecha del fallo estaba en puerta. 8 Para semblantear el terreno, decidí invitar a casa a los otros miembros del jurado una semana antes de vencido el plazo. Les delatripa 38

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ofrecí café, bocadillos y un trago. Era una tarde soleada. Pronto me percaté que llegaban con las pilas bajas. Era un punto a mi favor, a mi carácter optimista. Uno de ellos, profesor universitario de literatura, propuso declarar desierto el premio; y duplicarlo para el siguiente concurso, a celebrarse cada dos años. Pero sentaría un mal precedente y levantaría sospechas, le dije, era el primero que se organizaba. La otra integrante, la directora de nuestra escuela, le había dedicado poca atención a los cuatro manuscritos turnados con tiempo. Alegó que en casa atiende a un enfermo crónico, su padre. Ella nos propuso ampliar el plazo del fallo, con la promesa de ponerse al corriente. Me tocó mi turno, les hablé de la novela con vehemencia; sin confesarlo les hablé de la obra ganadora. 9 Sin avisarle a nadie, fui a hablar con el notario: lo convencí de abrir las plicas de identificación; ahí estaban los datos del autor de Mar de fondo. Vivía en Arizona, tenía 38 años, era un preso del orden federal; era natural de La Enramada, un pueblo fantasma como hay tantos en Dogville; dos veces divorciado y sin hijos. Estaba emplazado a inyección letal por tráfico de indocumentados, entre otros delitos. 10 Corrí a buscar más datos en Google. En un diario de Los Ángeles leí que desde chico sumó ingresos a correccionales en el país vecino; que a una edad temprana viajó y llegó solo al norte. Había sido ejecutado el pasado diciembre, después de cerrada la convocatoria; apenas había alcanzado a enviar su novela, quizá había encomendado el encargo a alguien desde la misma prisión: un paisano, una enfermera, un predicador o una trabajadora social. Sentí que el mundo se derrumbaba. 11 Cuando me repuse de la impresión, sentí el compromiso de publicarla. Nadie más que yo tenía copia de la obra inédita y póstuma; sólo yo sabía el valor del manuscrito; sólo a mí me interesaba la literatura. Mis colegas eran el modelo del burócrata que trabaja por un salario, por acumular puntos curriculares antes de su jubilación. Les propondría invertir el monto del premio en la edición de lujo de Mar de fondo, mi primera novela.

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Amores lejanos. La sala de espera del hospital comunitario está a reventar. El sopor del calor de ese principio de otoño aun hacía pensar en el verano recién concluido, el sudor y el vaho de las personas amontonadas a las puertas de los consultorios lo hacían sentir aún más. Rebeca está sentada en uno de los bancos puestos ex profeso para los derechohabientes y acompañantes, como para hacer mas cómoda la espera. No parece funcionar; el murmullo del vocerío se ha ido incrementando con las horas y se siente el disconfort que acompaña a la enfermedad. A su derecha hay dos empleados de la institución con los uniformes azules que los identifican como personal de intendencia; la vieron llegar con su pantalón de mezclilla azul, sus zapatos de tacón numero 7, la blusa blanca suelta, y el cabello desordenado y húmedo por el sudor y la humedad del ambiente. Siguieron su caminar hasta la banca a un lado de ellos y, sonriendo entre sí , murmuraron algo que los hizo voltear la mirada torva y lujuriosa hacia ella. Caminó con paso firme hacia la banca y ocupó el lugar, percatándose de esos dos. Nada raro; se había acostumbrado hace mucho a que la miraran por donde fuera, sola o acompañada la mirarían y murmurarían igual. Hace mucho le preguntaron: —¿Y qué harás cuando yo no esté contigo? La respuesta surgió en el tiempo. Hubo que ir de compras, tuvo que acudir a juntas de litigio, acudió a consulta, entró al cine, se fue de viaje, ocupó un cuarto de hotel, acampó, exploró una gruta, trabajó en lugares lejanos a casa, se hizo el amor… todo sola, y sobrevivió. Sus encuentros esporádicos solo duraban algunas horas, a veces se tocaban, a veces se besaban, a veces solo se saludaban y despedían. Siempre hablaban y se ponían al día en un breve

Addy Castillo Espínola.

monólogo por turno, donde cada uno contaba y el otro escuchaba. No necesitaban consejos, solo escucharse; no había alternativas de solución, solo el recuento de los hechos recientes y antiguos, todo lo ocurrido en el lapso de tiempo que se habían mantenido sin contacto. Rebeca apreciaba esos momentos robados a su vida. Se entregaba al momento con él, de tal forma que incluso dejaba el celular en la bolsa y lo apagaba, algo difícil en los últimos años. No importaba nada cuando llegaba él a su lado y se sentaba en la misma banca, le plantaba un beso, y poniendo su brazo sobre sus piernas, acababa ahuyentando tan solo con su presencia, a los dos intendentes que se retiraron sin hacer ningún avance. Sus ojos cafés claros la miraron burlones y su risa, harto conocida, la llenó de alguna inquieta paz que hacía mucho no sentía. La misma que le acompañó mientras le enseñó a suturar borrachos alguna noche de guardia y a poner sondas Foley a través de uretras estenosadas. Mayor que ella y con más experiencia en la vida y el trabajo, se había forjado a si mismo para salir de una casa disfuncional, acabar una carrera larga y costosa y erigirse como un médico honesto, trabajador, confiable y a la vez hosco, cínico y malhumorado. Ese humor lo reservaba para los pacientes groseros y prepotentes, los malos estudiantes y los colegas mediocres. Las mujeres de su lista, de todas las categorías, conocidas por Rebeca a través de los relatos de él, todas con el mismo perfil y ubicadas por él en cada contexto de su historia, solo eran parte del tema de conversación recurrente que sostenían.

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Algunas eran nombradas con lástima, otras como zorras sinvergüenzas, y algunas más recibían algo de compasión de parte de Rebeca; él solo hablaba de ellas, sin aparente sentimiento, solo como parte de su historia y depositarias de un poco de él, a veces. Nunca como Rebeca. Esta vez Rebeca le contó del macho irreverente, del eterno enamorado y del lento avance de un recién llegado a su vida. Desconocidos entre sí, cada uno tenía su momento con ella. Momentos que llenaban algunos vacíos en su vida y le permitían funcionar más o menos con estabilidad en ese loco y violento rumbo que su vida tomaba a veces. Deprimida crónica de clóset, fue el nombre que alguna vez le diera una amiga más vieja y sabia que ella. Y sí, tenía razón. Se mantenía a flote en el trabajo, con los amigos, con los libros y la música; la fotografía se volvió su aliada, y los viajes que le permitían acceder a esas imágenes de lugares increíbles cuando menos una vez al año, le daban a su mente una tabla salvavidas que mantenía a raya a la depresión. Inconfesable, como cualquier enfermedad (significaría reconocer su debilidad y nada era tan odiado para ella, como la debilidad y la cobardía). —El macho me da todo el sexo que necesito, sin presiones, el enamorado me hace sentir mariposas en el estómago de vez en cuando, y sin comprometerme; y el nuevo, el nuevo solo hace que mi autoestima se refuerce un poquito sin tener que darle nada a cambio— intentó explicarle. Notó que no hubo sonrisas de parte de él, pero aún así no la calló ni la regañó ni opinó al respecto. Solo le dejó continuar. No había nada que decir. Ni por qué decirlo. Ella se preguntaba si era el equivalente femenino de él. Sin darle nombres, le dijo que el lado sexual, emocional y psicológico de su vida, estaba satisfecho. Ambos han huido de relaciones

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formales, no hay sentimientos en sus relaciones con otras personas de la actualidad, más allá de la confianza de desnudarse frente a alguien, del perder las fronteras del espacio personal para tomar la mano a alguien, de dejar que alguien les coquetee y ser recíprocos. Nada significa nada, además del momento y las sensaciones efímeras que eso provoque. Deprimida crónica de closet, se recordó Rebeca, mientras regresaba a su compañía y le buscaba la sonrisa entre las nuevas arrugas de ese rostro tan querido y extrañado. Se preguntó quiénes serían si hubieran hecho una vida en pareja, si hubieran mantenido esa extraña amistad y esa confianza más allá del amor y del sexo. No estaba segura. Sin conocerse, en el sentido bíblico, robaban momentos de la vida de cada uno de ellos para pasar esas horas a solas en un restaurant, un bar, una sala de espera hospitalaria o en una conferencia. Solo se sentaban uno junto al otro y Rebeca era feliz. Esta vez, de nuevo él le contó que necesitaba cada vez más medicamentos para mitigar los dolores nocturnos, que la sudoración era constante y que el apetito siempre voraz había desaparecido. Nada aliviaba esa sensación inmediata de muerte que le acechaba desde hacia unos años. Su especialidad le daba toda la información necesaria para saber que hasta el día de hoy no habría cura para eso que lo carcomía por dentro. Sus ojos cafés le miraban entre esas nuevas arrugas, ya descubiertas por Rebeca en el saludo de encuentro, y por primera vez la sonrisa burlona con la que la miraba se le hizo vacía y sin la fuerza vital que siempre le inyectaba al mirarla. Quiso besarla, para atraparla con los dientes e impedir que desapareciera de esa boca amada, y al acercarse, apenas vislumbro la maldición oscura que habitaba en el interior de ese cuerpo, siempre fuerte para ella, eterno refugio y bastión de voluntad, fuente de paz y certezas. Tampoco esta vez haría comentarios de consuelo ni daría respuestas, sabía por qué la


había citado ahí y porque le contaba eso. El ruido de la sala de espera desapareció ante el fuerte aullar interno de Rebeca que tapó sus oídos y desgarró silenciosamente aquel silencio interno; sintió cómo caía en el foso sin fondo de la depresión a la que siempre intentaba mantener a raya. Quiso gritar y alzar los brazos hacia los oídos, y cerrarse a la voz que le decía: Ya no quiero más de esto, ya no puedo más con esto. Veía su boca moverse mientras pronunciaba cada palabra de su solicitud. Hasta entonces notó sus dedos adelgazados y afilados, sus labios pálidos y el olor a podrido que emanaba de todo su ser. El preámbulo de la muerte, el olor de la enfermedad le llegó entonces, desde la realidad y no le permitió ver al eterno amigo como lo había conocido hace 20 años. Lo vio más allá de las arrugas en la comisura de los ojos, más allá de la sonrisa burlona dedicada a ella, más allá de las palabras sobre sus amantes, más allá de aquel “¡qué gusto verte!” con él cual llegó hasta ella. En ese momento lo vio y tuvo ganas de asirse a él como para mantenerlo fijo a la tierra, junto y dentro de ella. Era tan etéreo, incorpóreo; tanto, que le costó reconocerlo al abrir de nuevo los ojos, después de un breve parpadeo voluntario hecho como para espantar a la pesadilla. Despertó de ella y se encontró con que el espectro que tenía enfrente no encontraría alivio en el montón de pastillas, inyecciones y pomadas que le llenaban los escuálidos brazos. Caminó a su lado y se acomodó las cajas en la bolsa de mano, le sostuvo del brazo y se acomodó a su paso. Lentamente abandonaron la sala de espera. En silencio abordaron el auto de Rebeca y después de mirarse fijamente, los ojos, la boca, se enfrascaron en un largo beso lleno de todo lo que no se dijeron ni hicieron en su juventud. El pacto quedó sellado y la despedida inició. Condujo el auto hacia el motel mas cercano, la puerta automática les daría la privacidad que necesitaban. Nunca antes compartieron la cama y 4. The Ottawans.

no lo harían ahora, encendió las luces del baño para darle un poco de visión sin deslumbrarlo; lo ayudó a acostarse y le acomodó las almohadas para dejarlo cómodo. Le quitó los zapatos y se sentó a su lado mientras le tomaba de la mano. Rebeca sentía cómo el mal avanzaba dentro de él, y como el parásito vil de Alien, lo sentía moverse a través de su flujo sanguíneo y se llevó su mano a la boca como para succionarlo a través de la arteria radial. Quiso convertirse en una depredadora de película de terror, seductora y maligna, arrebatarle la vida y el mal de un solo chupete. Quiso ser antídoto y entrar a su torrente sanguíneo para, una vez adentro, convertirse en un batallón de inmunoglobulinas y glóbulos blancos, guerreros, todos juntos contra el enemigo mortal. Quiso ser un dios y con un toque de manos, alejar tanto dolor de ese cuerpo tan amado. La voz de él, la regresó de su propio dolor: —Mi tiempo se acabó aquí. Solo ayúdame con este dolor que me carcome con cada latido, cada movimiento respiratorio, con cada contracción muscular. Libérame. Tú sabes como. La carrera de Rebeca se vio frustrada después del secuestro de aquel sicario herido que llegó a su hospital. Junto con el delincuente, los secuestradores se la llevaron a ella y un botiquín con lo básico para continuar la atención del paciente. A punta de pistola la obligaron a atenderlo en condiciones subóptimas, en una recóndita casa de seguridad. Le dieron baño y comida rápida de vez en cuando, y apenas notaron mejoría de su líder, se turnaron para violarla al lado de la cama del paciente. La mente de Rebeca se refugió en el recuerdo de los ojos cafés y en sus palabras: —¿Qué harás cuando no esté contigo? La respuesta llegó sola: Sobrevivir para volverte a ver.

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No solo recuperó al paciente, si no que se volvió la amante del jefe, ningún subalterno de aquel se atrevió a tocarla de nuevo; aprendió a disparar, a pelear, las estrategias para asalto, huida y planeación. Se convirtió en una pieza de ajedrez muy importante en aquella organización. El Rey sin la Reina es nada. Líder actual de uno de los principales carteles de drogas, concluyó sus estudios con un alias y ejerció en el interior de su organización como mejor cirujano de guerra. Implementó hospitales con la mejor tecnología para la atención de sus hombres y sobre todo aprendió a matar. Tan podía devolver la vida y la función, como podía quitar ambas. Nunca sospechó que él conocía sus nuevas habilidades. Ligó el brazo, la vena protruyó a través de la piel pálida, pulsando débilmente la guió sin necesidad de luz, la jeringa en su mano goteó un líquido blanco y lechoso. La promesa de alivio y paz llenaba el instrumento, y los ojos de él brillaron ante esa promesa. La punción fue rápida y precisa, la sangre inundó la jeringa y una gota se escapo del vaso manchando la sábana blanca. Instiló el líquido dentro de la vena y, fija la mirada en los ojos de él se percató de cómo recuperó su brillo burlón y lo reencontró en el fondo de sus pupilas; las noches de guardia y las malas cenas en la calle, las reanimaciones juntos, la ropa blanca y el estetoscopio colgado al cuello, el tipo asediado por mujeres a las cuales dejaba plantadas para ir al cine con ella después de una guardia agotadora. Lo vio espantándole a los acosadores y sintió sus dedos apretando su brazo. Retiró la jeringa vacía, y se acomodó a su lado, la cabeza en su pecho, sus brazos entrelazados y las lágrimas mojando la camisa bien planchada de él. Se aferró al cuerpo deteriorado que aún contenía la esencia de ese hombre. —Gracias— musitó él en un hilo de voz, y partió. Rebeca permaneció asida a él toda la noche. Al llegar la madrugada, se levantó, se peinó, abrió la puerta y caminó hacia la salida. Las pocas luces del amanecer mantenían entre sombras su rostro, no la reconocerían, el auto era robado, y solo dejó atrás la identificación de aquel cuerpo que ya no era nada para ella, cada huella que revelaba su paso por el lugar, había sido borrado ya. Se perdió en la tenue oscuridad del camino, y avanzó en sentido contrario al amanecer, sin voltear, sin pensar en lo que quedaba atrás. Nada quedaba ya La terrible pregunta la acompañaría el resto de sus días: ¿Qué harás cuando no esté contigo más? Y la nueva respuesta: Sobrevivir hasta volverte a ver.

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Perforados. —¡Siempre estamos en la quinta pregunta!— Jovita se quejaba con quien le preguntara cómo le hacían con los gastos. Su marido Lorenzo, aunque trabajador, no lograba tener solvencia. De manera constante arañaban el hambre, y con dificultad comían “decentemente” dos días a la semana. Sobre todo, después de haber tenido tantos hijos, la poca educación y cultura de Lorenzo, le dejó la idea de tener “los hijos que Dios mande”, porque era lo que siempre decían su mamá y abuela. Así que Lorenzo no aceptó que su mujer llevara a cabo ningún método de cuidado para no quedar embarazada. —No te preocupes vieja, Dios proveerá, al cabo que donde come uno, comen dos. Le decía a su esposa cuando veía en ella un rostro compungido a causa de la preocupación, al no saber de dónde sacarían dinero para los gastos que se avecinaban. —¡Estamos jodidos! y para colmo, perforados de en medio— y los dos reían para no llorar. A Jovita ya no le dolía tanto lo duro, sino lo tupido. Lorenzo de nuevo se había quedado sin empleo ¡y ella estaba esperando a su octavo hijo! Hacía nueve años que se habían casado. Ese día su marido iría a trabajar como albañil en un edificio que se construía a tres cuadras de donde vivían. —Solo mientras consigo algo más —le había dicho— ya vez el gasto que se nos viene con el parto. Mira vieja, ya verás que es temporal, hoy voy a conocer al ingeniero de la obra, y le pediré que me dé una oportunidad en la oficina; ya sabes que soy muy bueno en eso. Dios nunca nos abandona. A pesar de sus esperanzas, Lorenzo ya tenía dos años trabajando, de construcción en construcción, y cada vez era menos lo que les duraba el gasto. Después de parir a su octavo 66

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Paty Rubio.

hijo, “gracias a Dios”, a Jovita le habían tenido que sacar la matriz. Ese día en especial, ella se levantó de la cama más harta que nunca, con una idea que no la dejó dormir dando vueltas en la cabeza, sería la única solución para terminar con esa vida que ya le resultaba intolerable. Hacía año y medio que a Lorenzo le había dado por llegar ebrio a la casa, y por consiguiente, menos dinero para el gasto. Para colmo desde que comenzó a beber, golpeaba a su mujer cuando le reclamaba por gastar en el alcohol que se bebía, lo que debería ser para la comida de sus hijos. Jovita dijo no haber sido feliz, que se casó para salir de casa. El único aliciente que tuvo fue haber parido a sus hijos, ocho seguiditos, uno cada año, a quienes amaba a pesar de todo, y que si no fuera por haber tenido un tumor en la matriz "sabe Dios cuantos más hubiera traído a este mundo tan jodido". Que, aunque nunca supo lo que era un orgasmo, se había visto en la obligación de coger con su marido, lo que la llevó a parir más hijos. Lorenzo había sido buen hombre, pero desde que le dio por golpearla, la vida le resultaba imposible de soportar. Desde que se casó vivió como nómada, y se fastidió de andar para todos lados, de no echar raíces… como "Dios manda". —Licenciado, yo sé bien que no nací para conocer el amor, pero mucho menos para ser maltratada por un borracho. Conseguí veneno para ratas y terminar con esta vida que ya no aguanto.—- dijo sentada ante el funcionario del ministerio público.


El reinado de Zaachila.

César Rito Salinas. A través de la ciudad corre un riachuelo ¡y los sauces! Shiky

En barrio se puebla de una tristeza fruncida como una nata de desperdicios que se arrastra junto a la playa del río; que inunda todo, casas y ventanas, puertas y muros, la calle, que trepa al cielo y se pierde entre el polvo a la espera de la historia que traiga asuntos de nuestro interés. El momento previo de la narración está sobre el tiempo detenido, denso y sin salida que puede durar un instante o toda una vida de persecución; el descolocado estado de alerta, la anticipación. Mientras esto ocurre en la historia, el cambio de signo con su interés, pasa el viento, la luz de la tarde y los mosquitos, zancudos (todos juntos contra el cuerpo transpirado de angustia y ansiedad) junto al rostro de quien mira la carretera internacional Cristóbal Colón donde estalla el polvo en miles de formas imperceptibles que avanzan sobre la tarde bermeja, caliente, mientras el sol que muere esparce monedas sobre la tierra, tostones de luz oblicua. La pareja caminaba por la vereda que conducía a la colonia Emiliano Zapata, del municipio de Zaachila, en los Valles Centrales, antiguo reinado zapoteca. — Como una pintura –dijo la chica y levantó la mirada hacia las lejanas colinas ocres que se distinguían entre el azul del cielo, las nubes gordas; disparó su cámara fotográfica, luego cubrió la lente con el protector y la regresó a su pecho. — Apúrate –dijo el hombre que la acompañaba—, la carreta nos llenará de polvo. El hombre que caminaba junto a la joven fotógrafa volvió el rostro y levantó la mano en señal de saludo al viejo campesino que volvía al pueblo arreando con la puya a los agotados bueyes, el campesino contestó el saludo con una inclinación de la cabeza cubierta con el sombrero de palma, entre polvo y chirriar de ruedas que chocaban contra las piedras. La chica levantó la cámara y enfocó la espalda del viejo campesino sobre la carreta, oprimió el obturador. Como estrategia de vinculación universitaria

la chica ingresó a un curso de fotografía sobre vida cotidiana, estudiantes y profesores eran recibidos por una familia del lugar y ellos se encargaban de registrar imágenes de la vida diaria, desde la mañana hasta el oscurecer, antes de acostarse. El sitio había sido ocupado en varias ocasiones por los universitarios para desarrollar ensayos fotográficos a partir de la convivencia diaria. — El polvo –dijo el hombre. Una tarde en que se vieron la chica preguntó al hombre, hombre mayor, si podía dar en la colonia Emiliano Zapata una lectura de sus poemas; el hombre aceptó encantado, hacía tanto tiempo que deseaba salir de la ciudad. Habían hecho el viaje en camión desde la capital al municipio, en la cabecera municipal abordaron el taxi colectivo que los llevó a la casa de la familia donde harían lectura y fotografías. En el taxi atravesaron por terrenos de alfalfa y maíz, jitomates; hasta el hombre llegó el suave perfume de azahares de la chica. El traslado duró más de una hora, abordaron cuatro pasajeros más, cargaban gallinas y guajolotes, pero el tiempo se les hizo corto. Al terminar la lectura salieron a caminar, ella adelantó unos pasos por la vereda, hizo fotos de las lejanas montañas y sembradíos que se extendían como un mar en calma, entre ligeras ondulaciones; la luz de la tarde daba una atmósfera de despedida a las imágenes, personas y bestias que retornaban a las viviendas al concluir sus labores, con la luz de la tarde flotaban entre un aire de despedida. —Mi mamá ya lo sabe –dijo chica y bajó los párpados.

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Narraciones.

Rocío Prieto Valdivia.

Jusnai* y el navegante. Al sur del municipio de Ensenada, en esa lengüeta arenosa, aún se pueden escuchar sus cantos. Se cuenta que una joven paipai se enamoró de un navegante español, cuando desde los acantilados lo observó descender del barco, con esa confianza en la que asentaba cada uno de sus pasos, en esta tierra que por primera vez pisaba. Jusnai corrió hacia el embarcadero para ver a los extranjeros llegar. En cuanto su mirada coincidió con los ojos de aquel marino, sintió de inmediato el flechazo que nunca antes había atravesado su corazón. Por todos los lugares de esta bendita tierra hay parajes que cuentan de su inmenso amor. Aquella pasión tuvo su mayor auge en San Antonio de las Minas, donde los amantes se encontraban cada luna para inundarse de las risas que brotaban de ella, tan mágicas al grado de hacer florecer las huertas. Algunos cuentan que Jusnai era tan dulce como el almíbar de las naranjas. Con su figura delgadita, los cabellos azabaches, ojos verdes como los sarmientos creciendo en los viñedos. Esa mágica sonrisa cautivó a Sebastián desde que la vio aparecer en el embarcadero. Pero el padre de Jusnai, cuando descubrió sus amoríos con aquel mozuelo, lo mandó matar. Mientras Sebastián trabajaba en el viñedo una lanza atravesó su corazón. Los ríos de sangre cubrieron los surcos labrados por sus manos, impregnando de borgoña las vides. Cuando Jusnai se enteró se quiso volver loca; montó su caballo que corrió desbocado rumbo al mar. Al llegar a esa lengüeta arenosa, donde por vez primera se vieron, decidió lanzarse a las agua del océano, que apagaron sus risas en borbotones de sal sobre las rocas. Conmovido, el dios Neptuno, por verla tan desdichada, decidió convertirla en sirena, y hacerla parte de su corte, como guardia de esta escarpada costa, para que ningún otro navegante pudiera enamorar a las mujeres de esta región. En las noches de tormenta, cuentan los lugareños, aún se le escucha cantar, arremolinando las aguas contra las paredes rocosas. Sus lamentos son tan fuertes y sus lágrimas saltan mojando a todo barco o persona que pasa en sus cercanías. *Ojos bonitos, en la lengua originaria paipái.

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La hermosa voz. Las penumbras ensombrecían los alrededores del viejo convento, ahora convertido en una escuela para varones; las paredes recién pintadas, el silencio de la noche se hacía presente. Los ladridos de los perros, el siseo del viento, los graznidos de los cuervos sobre los densos ramajes, que con los fuertes aires rasgaban sus paredes; sonidos todos que ya parecían los lamentos más lastimeros, y adentro del edificio principal quedaban aún algunos cuantos jovencitos, los cuales caminaban muy de prisa. —Apúrate José, ya casi van a dar las ocho, y es la hora en que se aparece la monja. —Patrañas Emiliano, esas son puras patrañas, que han inventado los más grandes para que no los descubramos cuando salen. —Pues yo no quiero quedarme mudo, como Ramiro. —Ramiro sufrió un ataque epiléptico, y se mordió la lengua el muy tarugo. —Pero se lo provoco la monja, la oyeron gritar. Los muchachos siguieron su marcha, pero el largo pasillo se les hizo más tedioso y, para colmo de males, José había olvidado su libro verde en el salón de literatura, por lo que alcanzó a retroceder unos cuantos pasos. Las campanadas del viejo reloj empezaron a sonar, tan, tan, tan, tan, tan, tan, tan, tan. Y las manecillas marcaron las ocho. José se paró en seco, en medio del pasillo, el aroma de vainilla inundó todo a su alrededor, y de pronto una voz angelical los llamó por su nombre. Primero intentó con Emiliano. —¡Emiliano, sigo aquí! Pero Emiliano no volteó, y del miedo caminó más aprisa. La voz le volvió a hablar. —¿Por qué, te olvidaste ya de mí? —Padre nuestro, que estás en los cielos, santificado sea tu nombre… El jovencito se hincó, y empezó a rezar una plegaria. José, que estaba a unos pasos de Emiliano, se empezó a reír, cuando escuchó abrirse la puerta de la sala de música, donde se decía que la monja había muerto de tristeza.

Y la voz le habló; era tan hermosa que José sin darse cuenta volteó buscándola. Ahí estaba el rostro resplandeciente de la mujer. El aroma a vainilla se iba desprendiendo a cada paso que daba, y el joven quedó impávido, sin poder emitir un solo sonido. —¿José háblame, por qué me no cumpliste tus promesas? Pero era tanta la belleza de la mujer que José no le contestó. Le dio tanta rabia a la mujer que se fue trasformando su rostro en formas horripilantes. Y desde ese día José no volvería hablar. Emiliano, desconsolado, le hablaba cada tarde: “Te dije que nos apuráramos, y tú te reíste de mí; mírate ahora, has quedado peor que Ramiro; de perdida aquel gritó, y si no habla es por vergüenza a que se rían de él; pero tú aquí, tan impávido, ya vez que dijo el matasanos que era mutismo selectivo; que va ser eso, si yo vi a la mujer, pero me dio miedo y quien no le va a dar miedo una mujer tan bonita; pobre, aquí dice que murió de tristeza por culpa de un hombre que no volvió por ella; si ella hubiera sabido que se lo mataron los cristeros, otro gallo nos cantara; ya vez, primo, te dije que no era buena idea entrar a este pinche colegio; ah, pero tu terco que querías ser poeta”. Y en efecto, la joven había entrado al convento para estar al cuidado de las madres superioras, mientras el hombre con quien se iba casar arreglaba unos asuntos; pero en el camino de regreso a verla, los cristeros lo asaltaron. Bernardo se resistió y lo mataron. Ahí, junto al cuerpo quedó el vestido de novia, el velo y los azares que usaría el día de su boda. La joven, al no tener noticias de su amado, se dejó morir de tristeza, y por las noches su alma en pena merodea los pasillos en busca de su amado.

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El mimo En medio de un túnel oscuro e interminable te encuentras parado. De la bóveda caen gruesos goterones que salpican tu cabeza. Con la mano limpias el líquido caliente que escurre por los rizos de tu cabello. Olfateas las yemas de tus dedos pegajosos. Es sangre. Los músculos de tu cuerpo desnudo tiemblan sin control. Unos chillidos hacen eco en las paredes de concreto. Tus ojos se esfuerzan por distinguir las pequeñas sombras de ojillos chispeantes que corren atropelladamente hacia ti. Intentas escapar pero tus pies resbalan y caes sobre una pila de esqueletos que crujen y se desbaratan con tu peso. El filo de los huesos se incrusta en tus brazos y piernas desgarrando piel, músculos y arterias. Un alarido se escapa de tu garganta cuando miras a cientos de ratas subir por tu entrepierna. Con un grito de dolor abres tus ojos a la realidad. La luz amarilla del único foco en la habitación te pega de lleno en la cara. Te cubres hasta la cabeza con la sábana. Respiras agitado. Maldices la estúpida pesadilla que te obliga a permanecer despierto. El sudor de tu cuerpo adherido al plástico del colchón te obliga a levantarte. Te sientas a la orilla de la cama junto a ella, la única compañera de calvario. Ignoras su mirada inquisidora. Seis envases de caguama ruedan por el suelo tapizado de colillas de cigarro. Son la decoración entre estas cuatro paredes de hotel, verdes y descascaradas. Con tu puño golpeas el colchón. Maldices a la puta vida. Tu compañera, con enfado se desliza hacia el baño. Siempre lo mismo. Sólo esperarás a que amanezca para largarte de aquí, lo más lejos posible. Desesperada por terminar mi relato corro para verte actuar, en medio de la Plaza Grande. 70

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Zindy Abreu

El brillo de tus ojos verdeazules resalta en tu cara maquillada de blanco con tres lágrimas negras en tu mejilla derecha. Tu camiseta negra pegada a los músculos del abdomen y ese aire indiferente, atrae a delgadas, gordas, rubias, trigueñas; todas revolotean a tu alrededor, como mariposas cautivadas por la luz de neón. Con ágiles movimientos subes y bajas escaleras imaginarias. Inflas globos de colores que obsequias a los niños a cambio de sonrisas. Me miras. Sonríes y caminas hacia mí. Con una reverencia me ofreces una invisible y olorosa flor. Dos hoyuelos adornan mis mejillas. Con un pie detrás del otro, me inclino para recibirla. Tus ojos delinean en mi escote la hendidura de mis pechos y las letras azules en mi uniforme: Alma Uit. Centro de Creación Literaria INBA. Aprietas con ambas manos tus sienes palpitantes. Con un gruñido te levantas de la cama. Prendes un cigarro de marihuana entre tus dedos temblorosos. Aspiras profundamente el humo que envuelve tu realidad. Una tos violenta sacude tu cuerpo. Tienes sed. Ella, aparta con su mano algunos rizos húmedos de tu frente. Sin mirarla, caminas hacia el baño. Lo que menos quieres son más problemas. Abres la llave y mojas por largo rato en el lavabo tu rostro perlado de sudor. Tu compañera se acerca y desliza su mano por tu espalda mojada. Un escalofrío sube por los huesos de la columna y te eriza la piel. El sol se oculta detrás de las torres de la Catedral. La música regional que se escucha por las bocinas instaladas frente a Palacio de Gobierno se mezcla con la algarabía de los pájaros. Al final de la función, casi todo el gentío que se reunió a tu alrededor deposita una moneda en tu boina roja, que agradeces con un


apretón de manos. Poco a poco, la Plaza se va quedando vacía. Sentada al borde de la fuente de aguas saltarinas observo todo lo que escribiré acerca ti. Bajo una banca jalas tu mochila de lona verde y te la colocas a la espalda. Prendes un cigarro pensativo. Con la mano alisas tus cabellos. Nuestras miradas se entrelazan. Aplastas bajo la bota lo que queda del cigarro y caminas sonriendo a mi encuentro. Extiendes la mano y caminamos juntos por las calles del centro. Mi cuerpo se estremece cuando de la cintura me abrazas para cruzar a comprar un helado. El aire fresco de Octubre enrojece mis mejillas. Te miro, después al cielo y suspiro. Contemplan en el espejo tu semblante demacrado, sin pintura. Pocas te han visto así. Comes, viajas y duermes con el rostro pintado de mimo. Eso te hace sentir seguro. A través de tus profundas ojeras observas el rostro pálido de tu compañera parada en silencio a tu lado. Las hebras de su cabello pintado de rojo caen desaliñadas sobre sus hombros. Su mirada triste, fragmentada, como paño de cristal templado que se estrella en tus ojos. Parpadeas. Tomas el jabón entre tus manos y con la espuma restriegas tu rostro. Subimos las escaleras de una casa antigua, cerca de la Iglesia del Parque de Santiago. Entramos abrazados a un antro de luces fosforescentes. Casi todas las mesas están ocupadas. Nos sentamos en la barra. El sonido de los vasos llenos de cerveza chocando uno contra el otro, las risas, voces, la música cadenciosa, el humo del cigarro, tu voz gruesa y el calor de la cercanía de tu cuerpo embriagan mis sentidos. Ignoro el zumbido insistente de mi celular y lo apago. Un grupo de rock se dispone a tocar. Las percusiones y el afinar de guitarras empieza. Acercas tus labios a mi oído y susurras: vamos a seguirla a mi casa, quiero platicar contigo, conocernos mejor. Retiras con la toalla la espuma del jabón que queda en la cicatriz de tu mejilla derecha. El

agua fría que resbala por tus cabellos refresca los recuerdos. Te inclinas a tomar un poco de agua de la llave. De una bofetada, con su anillo de graduación, te hirió la cara tu padre. La misma noche que tu madre entró a media noche a la habitación. Cuando abrió la puerta, un haz de luz iluminó la grotesca escena. Con un grito que retumbó las ventanas la corrió tu padre. La que te trajo a la vida, agachó la cabeza y te abandonó en la obscuridad. Tus ojos de niño, enrojecidos, se fueron prendidos en la sombra de su falda que se deslizó bajo la puerta. Mareados de dicha salimos del antro. Las diez de la noche, anuncia la voz de la radio en el camión ruta 3 al que nos subimos. El urbano recorre las calles hasta llegar a una colonia popular en las afueras del Periférico. Unos cuantos pasajeros cabecean arrullados por la música de la incondicional de Luis Miguel. Miras absorto pasar las calles poco iluminadas y las albarradas de las casas recién ocupadas. Recuesto mi cabeza en tu hombro. Sonrío. No sé si podré resistir la tentación de sentir tus labios carnosos pegados a los míos cuando me platiques de tu vida. A los trece años huiste de casa. Como rata creciste durmiendo en las alcantarillas. Tus recuerdos se ahogan con el agua del lavabo que escurre y chorrea en tus pies. Das un paso hacia atrás y cierras la llave. Escuchas el rugido de los camiones que llevan la gente al trabajo. Sales, casi golpeando su hombro. Dejas que ella se encargue de limpiar el regadero. Metes los brazos en tu camisa negra. Checas en tu celular la próxima hora de salida del ADO para la Ciudad de México. Debajo de la cama jalas tu mochila, la abres y sacas un frasco de plástico transparente. Lo acercas a

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tu rostro. Sonríes. Son pezones. El zumbido de la alarma de tu celular te alerta. Debes apurarte si quieres llegar a la terminal a tiempo. Estás seguro, querrá ir contigo. Sabes que ella te acompaña a donde quiera que vayas. El camión hace su última parada frente a un lote baldío. Bajamos. El viento levanta mis cabellos, la cabeza me da vueltas estúpidamente contenta, lejos de las reprimendas de mis padres y la escuela. Me tomas de la mano para caminar hacia tu casa que señalas a mitad del monte. El sonido del motor del camión alejándose rompe el silencio de la noche. A mitad del camino volteas a ver hacia un lado y otro. Te detienes frente a mí sonriendo. Tus ojos de gato resplandecen iluminados por la luz de la luna llena que se asoma entre las nubes. Mis manos se posan en tu pecho. Acercas tu rostro pintado al mío, buscas mis labios y los cubres con un beso aplastante y húmedo. Tus dedos se enredan entre mis cabellos. El silencio escucha nuestra respiración agitada. Con la otra mano acaricias mi espalda. La deslizas dentro de mi pantalón, aprietas mis nalgas y restriegas mi pubis contra tu pene tieso y palpitante. Con los puños golpeo tu pecho. Incrustas tus dientes en mis labios. Una oleada de dolor y sangre sube a campanadas a mi cerebro. Me sacudo frenética entre tus manos que atenazan mi cuello. Intento jalar aire, inútilmente. Mis uñas rayan surcos de piel blanca de tu rostro. Por un momento me libro de tus brazos. Abro la boca para gritar pero tu puño se estrella contra mis dientes. Voy flotando en el aire junto a los globos de colores de la Plaza, la sonrisa de los niños, mis padres, las hojas escritas con tu nombre, mis sueños; todo pasa, como el relámpago filoso que clavas en mi vientre.

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Ya es navidad, la puta navidad. Ya es navidad, la puta navidad, terminó la puta nochebuena sin la mierda del pavo o los tamales. Ya pagué la puta cuenta, ya se llevaron las putas botellas vacías, ya me mandaron a la verga, ya estoy en la puta calle valiendo madre. Atrás, el par de putas puertas del antro se cerraron. A la chingada el puto calor del humo de los cigarros, a la verga los mamones albures del que dirigía el desfile de las putitas desvestidas, de tetas libres, de putos pezones grandes, de putos pezones pequeños, de putas pubis geométricamente depiladas, de putas vaginas mostradas en fugaces abrir y cerrar de las piernas. A la chingada la música culera y las danzas en el escenario alrededor de un puto tubo métalico que probaba la piel de todas las putas artistas, chingaron su madre los tacones de las putas viejas que dejaban su estela perfumada entre los densos mares manos largas, a la madre las sonrisas complacientes de las putos labios que parecían conocerte de toda la vida, terminó la chingada complicidad de sus caricias que buscaban la puta propina. Ni madre de música, las sillas y las mesas se quedaron putamente mudas, las copas babeadas, abandonadas, y en los ceniceros, las cajetillas de Malboro vacías. No hubo una puta despedida, me encabrona, fue como un sueño bruscamente interrumpido, a lo puto, a la chingada todos. Si, la calle está de la chingada, fría, la navidad está putamente fría. Llevo los labios secos, putamente secos y los ojos arden hasta la madre, parece que estoy borracho. No sé a dónde chingados voy, sigo de pie con la ayuda de las putas paredes, aún en contra de los deseos del vómito que nada en mi

David Salazar.

cerebro. En el puto camino escupo los putos ácidos gástricos que queman el pecho, la garganta y la lengua. El viento frío choca contra mi puto abrigo. En la calle solitaria sólo se escucha el movimiento de mis intestinos pariendo chayotes. Con el sudor alcohólico provoco a los moscos culeros que insisten en posarse en mi jodida cara. Trato de no pelarlas para que dejen de joderme Lluvia culera, la calle está encharcada. Frente a mi, un putito lago verguero, me enfrenta chingón con mi cara. Estiro las jodidas piernas lo más que puedo para cruzarlo, y lo cruzo. Chingón volteo a festejar mi hazaña, y en el puto charco sigue mi cara. Me dejo caer en el puto piso, sin importar que se humedezcan mis nalgas, estoy valiendo madre, me siento putamente, jodidamente, como una mierda, como una pinche mierda abandonada. Quiero escuchar que el charquito me diga feliz navidad y alguna otra mamada de las que dicen en los putos comerciales de la tele. El aire es una puta cobija fría, sin aroma, y en el cielo no hay ni una jodida estrella. Yo sigo echado en el piso, esperando escuchar al culero charquito que tiene mi puta cara, porque por mi, no hay ni una puta espera.

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En la urdimbre de un viejo telar. Echamos a caminar por la vereda. Las primeras gotas de aquella lluvia veraniega caían inundando al ambiente de un penetrante aroma a tierra mojada que alivió un poco el horror que alojaba en mi corazón y que me acompañaría el resto de mi vida. Atrás había quedado la casa, cuya silueta destruida por el fuego, se recortaba contra las colinas iluminadas a medias por el incipiente día. Restos de ceniza del incendio cubrían los arbustos y el pasto seco que tapizaba el terreno. La eminente lluvia los desharía en poco tiempo. Mi abuela y yo caminábamos en silencio. El latir de la sangre retumbaba en nuestras sienes y un ligero sudor, junto con la llovizna, impregnaba nuestras caras enrojecidas por la caminata. Flashazos de recuerdos sin control ni concierto, aumentaron el hermestismo de aquella caminata. El fin de aquella experiencia espeluznante. De la boca de la anciana salía baba cristalina que montaba en el viejo telar, en aquel momento vacío, una urdimbre transparente. Un temor se adueñó de mí, algo tendría que ver conmigo en la trama de aquella urdimbre incolora, que era la razón de mi presencia en aquel sitio. Quedé atrapada como mosca en telaraña. Y no pude evitarlo. Desde el puerto de Ensenada seguí el camino, era rumbo al sur, hasta los inicios del valle de Maneadero; ahí se entronca con la carretera transpeninsular por una brecha que apunta hacia el este y termina en el rancho San Carlos, famoso por sus aguas termales y por los enormes encinos de fronda oscura que bordean un arroyuelo que busca llegar hasta el Pacífico. Allí trabajaba mi abuela, y yo acostumbraba pasar las vacaciones con ella. Un sitio adecuado para veranear, con cabañas rústicas para dormir y enramadas con asadores para los que gustan pasar el fin de semana. Hay un cañón estrecho rodeado de cerros cubiertos de piedras calcinadas por el sol y por cactus. Las enramadas y cabañas corren paralelas hasta donde finaliza el cañón, y en ese

Marta Aragón R.

punto, hay una hilera de baños donde los visitantes disfrutan un vigorizante baño de aguas calientes olorosas a azufre. Mi abuela, Guadalupe Montes, era la encargada de llevar las riendas de este sitio de recreo. Apuntaba a los visitantes y cuidaba que el lugar funcionara durante las dos temporadas del año: la más alta en el verano y la más baja en el invierno cuando se volvía un lugar solitario y silencioso. Vivía al fondo del cañón como a medio kilómetro del sitio turístico; poseía dos hectáreas de terreno en donde tenía una casita y una gran huerta que cuidaba con esmero. Con las ocho patas abiertas la araña se descolgó hasta el piso, desde la parte superior de la ventana. Veloz se perdió en un resquicio de una de las esquinas de la habitación. Por los cristales penetraba la luz del día coronando un cielo que se llenaba de nubes. Seguí contemplando el lugar. Los tapices se me antojaban muy vivos por el colorido y las escenas representadas. Misses Morgan aún no regresaba de la cocina. Mi abuelo vivía en el estado de Washington, donde acostumbraba trabajar en los files de manzana y desde allá mandaba dinero para realizar mejoras a la propiedad. Mis abuelos pasaban juntos apenas los inviernos. Mi abuelo tenía un buen puesto como capataz en uno de tantos campos que producían manzana. Eran felices separados durante largos meses. Y era la razón de su largo y feliz matrimonio, porque así evitaban las rutinas, los roces desgastantes y el aburrimiento. Se veían con gusto cuando mi abuelo, Moisés Rodríguez, regresaba luego de meses de ausencia. Entre ellos existía confianza plena. Jamás nos enteramos de la existencia de algún otro, y si lo hubo, fue en el más absoluto de los secretos. Mi abuela adoraba a su marido, su casa, su huerta, a

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sus hijos y nietos; sobre todo me adoraba a mí, lo que era la razón de mis constantes visitas a San Carlos. En estas vacaciones mi mayor deseo era encontrar un especimen de Paeonia californica, aunque no era su época de floración; en esas fechas estaba a punto de entrar el período de dormancia, pero quería encontrar algunas vainas secas que contuvieran semillas. Mi intención era hacer un pequeño vivero de plantas nativas y me había topado con las bellísimas flores de la Paeonía californica al finalizar febrero: florecillas de pétalos apretados en un rojo intenso que resaltaban entre el follaje bajo, antes de iniciar la primavera. Hermosa flor de invierno, encarnada como atardecer para enero. Pequeña, casi rastrera, de corolas apretadas como ranúnculos, una joya que resplandecería majestuosa en cualquier jardín. Durante mis recesos escolares yo era compañía y ayudante de mi abuela, cuando el balneario se saturaba de visitantes. Cursaba la carrera de biología en la universidad, campus de Ensenada. Y aquel semestre no tuve que presentar ningún examen extraordinario, por lo que el primer sábado del mes de junio me fui con mi abuela. Trabajaba en el telar. Parecía dar fin a un tapiz que representaba un mundo de sombras y cielos magentas. Sentí la impresión de conocerlo muy bien. Que detrás de aquel contraste de colores se escondía un mundo aberrante y vivo, cuyos colores y formas no estaban a la vista. Luego de cruzar una vereda se subía a una colina en cuya cumbre se alzaba una casa antigua, rodeada de grandes árboles y una barda protegida en la parte superior por malla ciclónica, sostenida sobre firmes soleras de metal. La casa siempre lucía silenciosa como si nadie la habitara, pero estaba segura que no estaba vacía pues alcanzaba a distinguir los cortinajes oscuros que cubrían los ventanales, y llegué a observar un hilillo de humo salir de una de las chimeneas. Aquella casa me intrigaba y no había podido sacarle alguna información a mi abuela de a quién pertenecía. El jardín era fascinante, aquel reborujo de plantas me atrapó de inmediato. Distinguí ejemplares poco comunes, de propiedades extravagantes: flores blancas de estramonio salían

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como trompetas calladas de plantas de hojas cenicientas, y bajo las sombras de algunos árboles las flores púrpuras de unas mandrágoras mostraban el esplendor de su belleza, y los oscuros frutos de la belladona se escondían misteriosos entre las frondas de las plantas. Era la primera vez que tenía la oportunidad de verlas con mis propios ojos. Desde la casa de mi abuela se alcanzaba a ver aquella casa. Se apreciaba la techumbre, sus ventanales, los tubos de las chimeneas y aquella franja de oscuros árboles que la ensombrecía y rodeaba con un aura de misterio. Había algo en aquella construcción tan discorde con el entorno que me intrigaba. Era un edificio muy bien levantado y se adivinaba, en la parte que dejaban ver los sombríos árboles, un bello estilo arquitectónico con altos ventanales, tejados de cuatro aguas, y aquel mirador cuyas ventanas parecían ojos que contemplaban el horizonte. Nadie sabía nada de los supuestos habitantes. Las respuestas eran vagas, contradictorias y poco probables. Decían haber visto entrar por la verja a un viejo Cadillac conducido por una mujer muy entrada en años. Otros decían que pertenecía a un anciano o a una pareja. Mi abuela se alzaba de hombros, y mi abuelo, cansado de sus pesadas jornadas de trabajo, medio abría los ojos cuando le preguntaba, pero los volvía a cerrar sin ofrecer respuesta. La única persona que tenía genuino interés en aquella construcción, era yo. Me sentí tan laxa. Comencé a extenderme como un hilo azul turquesa, que la anciana convertía en madeja con un huso y una rueca. Una imagen bizarra por su antigüedad y rareza; como si fuera una pesadilla o el sueño febril provocado por el beleño. En un chispazo de lucidez comprendí que me encontraba ante una gran conocedora de las plantas que alivian o dan muerte. Plantas para hechiceras, ensalmos y aquelarres. Brujas con cara de araña. Un miércoles en que la asistencia al balneario era muy baja, con la anuencia de mi abuela salí a recoger especímenes por los alrededores. Preparé algo para beber y comer, así como periódicos para envolver las muestras; cargué con mi cuaderno de registro, bitácora, lápices, borradores y plumas, y


con la mochila al hombro, bien equipada para protegerme del sol y los insectos, salí a tomarme un día para mí sola. —Ven, Miranda. Te llevaré al taller para que veas mis tapices y conozcas mi telar; son herencia de mis abuelas celtas, esas mujeres sabias me legaron su conocimiento. Mi propósito era encontrar algunos especímenes para deshidratarlos; sobre todo buscaría semillas para el vivero de plantas nativas. Me interné en el chaparral que rodeaba al cañón de San Carlos, que se esparcía por las faldas de las colinas, y encontré Mimulus aurantiacus que florecían entre el ramaje de los arbustos con sus colores escarlatas o durazno y cogí algunas muestras. Encontré una planta florecida de la amapola blanca con su centro amarillo yema de huevo. Siempre me ha fascinado esta flor de pétalos banquísimos semejantes a la seda corrugada. Me encanta verlas resaltar entre el oscuro follaje desde mayo hasta principios del verano. Absorta, me adentré en la espesura siguiendo vereditas entre arbustos de trompo, Aesculus parryi, saladito, Rhus integrifolia, islaya, Prunus ilicifolia, lilas, Ceanothus leucodermis, chollas, Cilindropuntia prolifera, crucecilla Fraxinus dipetala, cenizo Artemisa tridentata, y variedades de salvia y lentiscos, Rhus ovata. De cada una de ellas recolecté muestras; de las que tenían semillas, guardé algunas cuantas y tuve la enorme fortuna de encontrar un ejemplar de Rosa minutifolia cuyas florecillas color fuscia brillaban entre la maraña de hojas y espinas que prosperaban entre matorrales. Logré algunas semillas que guardé dentro de mi mochila, registrando todo en mi diario de campo. Cuando menos lo pensé, estaba ante la verja de la casona misteriosa al pie de la colina, con su valla de malla metálica cubierta de espesa hiedra. ¡Era mi oportunidad! Mi conciencia flotaba en un punto lejano que sólo me permitía saber o recordar que existía. Era como estar en un bloque de acero, pesado y sin el menor movimiento. Todo sucedía lento, como si hojeara un libro de ilustraciones coloridas, hasta que entré a la trama verde que se tejía en la urdimbre que estaba en el telar y entonces todo cambió. Un perro tiraba la cuerda del tallo que

ocultaba una raíz. Sacó la mandrágora, y gritaba la mujer; el can se acercaba a comer un hueso de babilla. ¡Ven perro por el hueso! ¡Tira, tira! El animal dio un salto queriendo alcanzar el trozo de canilla, y la tierra vomitó la raíz con forma humana. Un hombrecillo vegetal, un engendro. Los ladridos taladraban mis oídos. La mujer pateó al perro, que aullando se fue por el hueso, y entonces se apoderó de la extraña raíz; la puso en un talego de cuero y vi al perro que agonizaba en medio de convulsiones y chillidos espantosos. Me arrojó polvo en la cara y entré a un torbellino que me arrastró por un túnel largo y oscuro, hasta caer en una habitación de piedra erosionada por el tráfico. La gente que había andado por aquel sitio, toda junta daba vueltas sin parar a mi alrededor. No sin temor me acerqué a husmear a través de los claros de la valla. A la casa la rodeaba un jardín enmarañado y medio seco. Crecían plantas y malezas juntas. El fondo era de madera y tenía una puerta oscura, luego de una escalera que daba a un pequeño pórtico de columnas desvencijadas. Las ventanas alargadas cubiertas de oscuros cortinajes, como párpados que ocultaban su mirada. La torrecilla se alzaba al fondo, a la izquierda. Las ventanas parecían mirar el horizonte. De la casona y del solar manaba un aire misterioso que se movía entre el follaje con un silencio calentado por el sol y que zumbaba sobre las ramas y el constante chocar de la verja abierta. Ante mí estaba un bellísimo tapiz recién terminado en el telar. Una profusión de tonos de azules, que representaban el mar en calma a la vista de un templo de columnas de mármol, seguida por la imagen de un joven bailarín, esbelto y de cintura breve, de la que pendía un diminuto faldellín que dejaba al descubierto sus gráciles piernas danzantes. Coronaba la imagen un tocado de plumas policromas, a sus pies se extendía, profuso, un jardín de lirios del color de la amatista. Mi curiosidad fue mayor que mi prudencia y sin pensarlo mucho me decidí a entrar por aquel acceso. La puerta se abrió con un ruido oxidado dejándome ante una vereda flanqueda

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de piedras que alguna vez fueron blancas, ahora cubiertas de maleza y de una especie de líquenes oscuros. A los lados sobrevivía un enmarañado jardín que se mantenía en pie gracias a las lluvias. Había desde rosales macilentos con raquíticas rosas de diversos colores y maraña de hojas secas, flores multicolores de los geranios se negaban a morir, así como espesas enramadas de las buganvileas que se mantenían firmes y entrelazadas con las flores de distintos colores. Había igual plantas de ornato y otras para alimento, o medicinales revueltas entre la grama, zacates y colas de zorra. Las plantas de lavanda crecían desparramadas y con flores abundantes, llenas de abejas. Árboles raquíticos de ornato y frutales con escasos y mustios frutos. Pese el abandono, el jardín era fascinante. En él proliferaban enormes telarañas, algunas con la tejedora presente, muy quieta con las largas pata extendidas y el abultado abdomen pálido y siniestro. —Así que se interesa en las plantas, señorita Granados. Interés compartido por lo visto; para mi desgracia las reumas ya no me permiten cuidar del jardín como antes; me vuelvo vieja. Ahora pongo toda mi atención en el invernadero. Este sol me mata, me agobia. A mi viejo jardín lo cuida la escasa lluvia que cae por estas tierras de Dios. Había visto tantas veces imágenes de las plantas de las brujas que no me costó ningún esfuerzo reconocerlas: Datura stramonium, Atropa belladonna, Datura innoxia y Mandragora autumnalis: estramonio, belladona, toloache y mandrágora, famosas en medicina y por usarse en hechizos de brujas medievales y mexicanas. Plantas bellas, pero peligrosas; el dueño de estas matas debía ser una persona de grandes conocimientos. Levanté la vista al escuchar un ruido, al fondo del jardín, junto al garage, que guardaba en su interior un vetusto Cadillac Eldorado, 1955, convertible, habían construido un invernadero. Me pareció percibir un ligero movimiento. Una persona se movía en el interior. Me acerqué con la intención de llamar a la persona que trajinaba dentro. No tuve que hacerlo. La puerta se abrió y na mujer muy vieja cubierta con sombrero de alas muy anchas, apareció cargando una canasta llena

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de hierbas y vegetales. La mujer se detuvo y me miró. Parecía una estatua de piedra y sus inquietantes ojillos azules me miraron sorprendidos. —Buenas tardes, señora –dije con voz entrecortada y con el temor anudado en la boca del estómago–; soy estudiante de biología y ando recogiendo muestras de la flora local. Pasé por aquí y vi abierta la entrada. Como se me acabó el agua, me atreví a entrar a pedirle algo para beber, señora… —Morgan, Misses Rosemary Morgan… ¿y tú eres?– dijo mirándome directo a los ojos como si quisiera escudriñar mis visceras. Su mirada era distinta, había dejado de estar a la defensiva para volverse interesada. —Soy Miranda Granados. Estoy de visita con mi abuela quien administra el balneario de San Carlos. La mujer guardó silencio unos instantes. Luego dijo con marcado acento inglés: —Se hospeda aquí cerca, señorita Granados. Le invitaré a que se refresque en el interior de la casa para que me acompañe a tomar una tizana. ¿Le parece? Por la pequeña ventana entraba el día, calmo y silencioso, con un sol que doblegaba las escasas flores. La mujer trajinaba en la cocina, encendió la hornilla con leños delgados y puso agua en una calentadera de aluminio. Urgó en la alacena entre una hilera de frascos llenos de hierbas secas que agregó a la tetera. De afuera me llegó una sombra que se movía cerca del invernadero. Figura encorvada que empujaba una carretilla colmada de tierra o leña. La mujer no vive sola, pensé, y continué en aquella placentera lasitud que me hundía en el sillón muelle y cómodo. La anciana vació el agua hirviendo en la tetera. La luz filtró a través de la miel dorada. Me llegaron los chirridos de la carretilla, los golpes de las ramas en las paredes. Los colores del tapiz en el telar parecían moverse alocados y un vapor picante y poderoso me hizo abrir los ojos. —Beba, Miranda; le caerá de perlas, ya lo verá. Bebí. Primero un trago, luego otro, hasta no dejar una sola gota en la taza. Era delicioso. Un


hormigueo recorrió mi cuerpo; me hundía en el sillón como si estuviera hecha de piedra. Sentí que cambiaba la consistencia de mi materia. Me reblandecí, sentí alargarme como una hebra que tocaban unas manos extrañas con dedos agudos y fríos. La curiosidad estremeció mi cuerpo: ansiaba entrar en aquella casa. Me sentí afortunada por mi atrevimiento. Asentí con la cabeza y la anciana me indicó que la siguiera. Pasamos junto al garage, el destartalado cadillac parecía soñar en los gloriosos 50's, cuando ser un carro de lujo era el sueño de jóvenes y viejos. Era tan grande que apenas cabía en la cochera. Un clasico, diría mi tío Carlos, hermano de mi difunto padre, fanático empedernido de los autos. Entró el compañero de la vieja Morgan; su presencia inundó la habitación de un olor amargo, como de ponzoña, de pócima hirviente en caldero de bruja. Apenas tenía forma, sus movimientos eran pesados y dificultosos. Ayudaba a la vieja en algo que no acababa de comprender. En el tapiz los diversos azules se movían como olas, también los delfines. La diosa parecía viva, en su danza de serpientes y desde allí me miraba. Todos me miraban. Estaba dentro de un sueño pesado de esos de los que no se puede despertar. La puerta chirrió un poco al abrirla, la vieja madera del pórtico crujió como si tuviera reumas, parecía que iba a quebrarse bajo nuestro peso. Entramos a un vestíbulo oscuro, cuyas paredes estaban tapizadas con un papel estilo victoriano, descolorido y razgado en algunos sitios. El vestíbulo daba a una sala espaciosa cuyas ventanas conducían al jardín, pero estaban cubiertas de oscuros y pesados cortinajes. En una esquina estaba empotrada una amplia chimenea que aún conservaba restos de fogatas del invierno. El polvo estaba presente en todas partes, las telarañas también. Los muebles eran de terciopelo muy gastado, de un tono verde seco y desvaído. En ese estado de deterioro estaba la alfombra persa que se extendía aburrida en el centro de la sala. Un viejo piano negro se recargaba de una de las paredes, cubierto con una mantón de seda; servía como aparador a dos jarrones chinos y antiguas figuritas de porcelana. El esquinero mostraba colección de

bellísimas teteras llenas de polvo. Las telarañas colgaban de cuadros con fotografías viejas en las que se veían personajes que parecían ser del continente europeo. Sobre las mesillas, hermosas lámparas de petróleo con las bombillas manchadas por el tizne, y junto al piano un candelabro de siete brazos tenía velas a medio consumir, con la cera escurrida y seca, formando pequeños charcos solidificados en el piso. Pero no denotaba abandono, sino que la vida que proyectaban era sobrecogedora. Una de las paredes estaba cubierta de tapices tejidos a mano en colores brillantes que mostraban escenas llenas de vida por su realismo. El humo me ahogaba y mis piernas parecían un par de hilachos que no me permitían avanzar con rapidez. Escuchaba el crepitar de la madera arder, y los gritos de la vieja y su ayudante. Apenas respiraba, a duras penas introducía el poco oxígeno que quedaba. Allí estaba la puerta. Cada uno de aquellos tapices parecía contar una historia. La fascinación no me permitió darme cuenta cuando Misses Morgan salió de aquella habitación y tampoco la sentí regresar: —Tome asiento para que beba esta tizana que le quitará el cansancio y la refrescará. La anciana me miraba con ojillos escudriñadores. —Se ha dormido señorita Miranda. Está insolada. El sol es inclemente. Tendré que darle un bebedizo para que se recupere. Descanse, ahora vuelvo. Miré el telar y en el tapiz inconcluso aparecía la techumbre de una selva de un verde profundo y espeso. Me dejé caer en el sillón y volví a dormir. Mi cuerpo ardía afiebrado. —Tome asiento para que beba esta tizana que le quitará el cansancio y la refrescará. Aquella repetición me regresó al presente. La anciana colocando una charola que portaba una tetera de porcelana azul turquesa con una amapola rosa en el centro. Un platón, con una linda servilleta orillada con ganchillo contenía unos delicados bollos que chorreaban mantequilla. El aroma dulce se esparció por la

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habitación. El frasco con miel transparente llamó mi atención, también las relucientes cucharillas de plata y las servilleta impecables de fino lino con las letras R.M. bordadas en seda. Estaba sorprendida por el contraste: el polvo, el descuido y abandono de la habitación con la pulcritud del servicio de té. Misses Morgan era la única habitante de la casa. El silencio parecía chorrear de las paredes y el techo, como la cera de las velas que la mujer acababa de encender. El silencio era interrumpido por el crujir de la vieja madera de la casa, y el viento soplaba sobre las ramas que golpeaban exangües la fachada. Avanzaba por laberintos y pasadizos, entre los muros que comunicaban sótano con sótano, torre con torre, muralla con muralla, y galerón con galeron. No daban a otra parte que no fuera la soledad endrina y silenciosa. La sonrisa de cobre se agrandaba al burlarse de mí y mis pobres intentos por atraparla. Mi mente se iluminaba policroma y multiforme, se diluía la oscuridad y por espacios fugaces me llenaba de rumores como de agua entre guijarros; rodar de cantos en la arena, olas que revienten en sí mismas, fragorosas y estallantes; rumores frescos de hojas recién nacidas. La anciana tomó un respiro antes de continuar. La escuchaba con toda atención. Sus ojos no me miraban, estaban perdidos en otro lugar y otro tiempo. Eran de un azul exquisito, pequeños, redondos y bordeados de arrugas infinitas; le daban cierto candor inofensivo a su cara sonrosada, enmarcada en una cabellera alborotada y blanquísima. Debió ser bella en su juventud, pensé, y de inmediato quise saber en cuál de aquellas fotografías estaba su marido Luego de aquel suspiro largo y profundo, ella pareció regresar de aquel lugar misterioso y fijando la vista en mí, continuó: —Mis intereses no sólo están en el jardín. Mi verdadera ocupación es tejer tapices artesanales en telares primitivos. Viejo arte que aprendí de mis abuelas celtas en Irlanda. Me encontraba tan relajada por la tizana que me costaba trabajo hablar y sólo la escuchaba sin hacer preguntas. —Trabajo en el fondo de la casa, al pie del mirador. Allí tengo un telar muy antiguo en el que

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tejo mis obras; son muy solicitadas en Europa y en ciertas regiones de Estados Unidos y Canadá. De su venta me sostengo. A veces salgo en auto a hacer los envíos. Cruzo la frontera y desde Chula Vista o San Diego envío los pedidos. El servicio postal es más efectivo en el Otro Lado. Desde aquí tardan meses en llegar. Fascinante la variedad de plantas. Verlas, producía un placer curioso. Un revoltijo impresionante. Sólo se salvaba el espacio en el que crecían las plantas prohibidas; era el único sitio que dejaba ver los expertos cuidados de buen jardinero. El parterre libre de malezas, bien regado; se notaba el cultivo frecuente que le daban a las plantas: beleños, mandrágoras, digitales, mariguana, estramonio, mandrágoras y belladonas; toda la farmacopea medieval, arsenal de las hechiceras de entonces. Puse los ojos en un tapiz que mostraba a un perro tirando con una cuerda de una raíz de mandrágora que tenía la forma de un hombre desnudo. Bastante realista. La frase ciertos grupos daba vueltas a mi cabeza; me preguntaba de qué grupos estaría hablando. En otro tapiz una mujer desnuda con la cara en éxtasis volaba en una escoba; en otra, una mujer preparaba pócimas en un caldero de tres pies. Brujas o hechiceras, quién podría saberlo; yo sonreía sin razón alguna, feliz de estar allí, sin miedo. —Beba, señorita Granados, la refrescará –dijo al tiempo que servía más té en la tacita de porcelana azul turquesa; que se agrandaba en mi mente produciendo plácidas olas de mares tropicales. Seguí bebiendo y mordisqueando un bollo, la mantequilla escurría en mi barbilla. El sabor me inundaba la existencia, pude ver las flores que habían dado su polen a las abejas que elaboraban la exquisita miel que acompañaba a la mantequilla. Campos floridos, dorados trigales de donde había salido la harina de los bollitos blandos y esponjosos. Era el paraíso. La noche avanzaba sin el menor cambio ni en el silencio ni en la quietud. Las imágenes surgían siniestras cuando el gajo de luna cobriza aparecía y revelaba aquel mundo aberrante. La duración de las fugaces apariciones aumentaba y pude ver todo con más claridad. Aquel mundo era orgánico en


estructuras y movimientos, respiraba acompasado, como el latido de una bestia descomunal. Las formas indefinidas se arrastraban restallando bocas hambrientas; se pegaban a las paredes como enredaderas, se escuchaba el siseo del rechinar de dientes. y el chasquear de las lenguas en medio de aquella respiración única, húmeda y pegajosa. Me estremecí y avancé en la oscuridad con el temor de que la bestia despertara y me engullera. Reptaba por una torre almenada cuando la luna de cobre se detuvo dentro de mi mente y me dejó ver la inmensidad de materia comestible. Hervidero de seres vivos se retorcían pegados al suelo, tenían raíces y crecían desmesurados queriendo alcanzar la estructura firme en dónde prender sus órganos trepadores, pero no existía la inmovilidad, todo estaba vivo, hambriento. Me arrastré desesperada con los ojos fijos en la quieta luna de cobre que sonreía. Llevaba los ojos físicos cerrados, tenía miedo de abrirlos. Sentía ligeros roces en mi cuerpo, rasgaduras de espinas sutiles que me daban un escozor intenso, un vaho viscoso y caliente caía sobre mí. —La llevaré a mi taller para que vea mis tapices y conozca mi telar, herencia de mis abuelas celtas, mujeres sabias que me legaron sus conocimientos. Sentí sus manecitas que tiraban de las mías. Tomaron mis muñecas como si fueran tenazas. Pasamos el largo corredor al que daban muchas puertas cerradas, habitaciones que no se dejaron ver. Nuestros pasos hacían crujir la madera. Nos detuvimos frente al final del pasillo. La mujer sacó una llave de la bolsa de su delantal y la abrió en medio de chirridos de bizagras sin lubricar. Tosí con fuerza cuando la frescura de la noche entró por mi nariz inundando mis pulmones. Tosí hasta caer de bruces en el suelo. La noche estaba sola y tranquila. Soplaba una brisa fresca que olía a salvia y a matorrales. De los cerros me llegó el ladrido de un coyote solitario al que se le unieron otro y otro; aquello me trajo algo de tranquilidad y sosiego; mi corazón dejó de correr y mi respiración, poco a poco, se volvió regular. Entramos al recinto. Un enorme telar de madera se alzaba majestuoso en el centro, junto con una cómoda silla acojinada. A un lado un sillón

reclinable junto a una gran canasta llena de madejas de hilos de colores. En una esquina una pequeña hornilla de leña con un tubo por donde expelía el humo al exterior. —Siéntese, Miranda, que voy a preparar la habitación porque soy friolenta– dijo pronunciando las erres de mi nombre como si fueran rizos de olas. La cara de Misses Morgan pegada a la mía. Su boca era como las fauces de una araña, salían hilos de baba cristalina que se mezclaba con mi nueva naturaleza: hilo verde que enredaba en un huso. Era un recinto largo y vacío, entraba la luz por los orificios de la puerta y las ventanas sin cristales. El piso de bloques de piedra muy gastados. No había un solo mueble ni un solo ruido ni vestigios de algún ser viviente; sólo una capa de hojas secas cubría el piso, y por puerta y ventanas, habían ramas secas de una enredadera fenecida. Por los orificios abiertos entraba una luz macilenta de un cielo lechoso. Me incorporé con la intención de salir de aquella habitación. Huir y correr, saltar, lo que fuera. La entrada daba a una terraza balaustrada y más allá se extendía una selva oscura y lujuriosa que terminaba en el brumoso horizonte del mar lejano. Caminé por la ruinosa terraza con los pisos y balaustres reventados por viejas raíces que habían abierto las piedras. Los siglos habían erosionado la construcción que se extendía a lo largo de dos plantas sostenidas por gastadas columnas. La vista era de un verde profundo y húmedo, era una selva espesa y callada. El silencio se rompía cuando pisaba las hojas secas. El olor a humus impregnaba al ambiente. Pesado, apenas respirable. Recorrí aquella explanada rodeada también de balaustres erosionados por los siglos; lo mismo pasaba con las estatuas que hacían las veces de columnas danzantes, hasta llegar a una fuente que se alzaba solitaria en medio de la plaza. Estaba seca, llena de restos vegetales. Ranas de piedra desgastada, cuyas bocas abiertas indicaban que allí fluyó agua en otros tiempos. Fatigada, me senté en el brocal, me costaba respirar aquel ambiente.

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Quería ordenar mis pensamientos. Ignoraba la razón de mi presencia en aquel lugar tan extraño. Mi recuerdo era Misses Morgan dándome de beber aquella tizana de sabor picante y olor intenso. Unas fauces babeantes, armadas de pálidos colmillos se agrandaba en mi visión interna. Cerré los ojos y empecé a escuchar un ruido que se agrandaba. Un latido salía del interior de la tierra junto a un aliento húmedo y caliente que empezaba crecer como si llenara pulmones gigantescos. Algo despertaba. Siniestro e inquietante, se agazapaba en la espesura de aquella selva que me ponía intranquila. Me quedé quieta con la esperanza de que aquel ruido cesara; por breves lapsos se adormilaba y creía que aquello sólo era producto del terror ingobernable que dominaba ya mi cuerpo. Los latidos y aquel respirar poderoso regresaban; el miedo se volvió irracional y huí de aquel lugar sin saber en dónde encontraría refugio o a qué horas sería devorada por aquel ente demencial. Corrí y corrí por aquella terraza que se unía a otra y luego a otra. El verde de la espesura salía a encontrarme, cómplice de aquel ente invisible. No me di cuenta cuándo la explanada se volvió selva. La maleza me azotaba dejandome razguños en la piel desnuda. Seguí corriendo con mucha dificultad: la maleza espesaba y los latidos y la respiración crecían, crecían, hasta el punto que me encontré abrazada por la selva y dentro de aquel hálito espeso. Un ejército de hombrecillos se acercaba en dirección contraria a la mía. Como raíces vivas, raíces de mandrágora; se acercaban a mí en persecusión. Cerré los ojos, no quise ver cómo terminarían mis días. Una oleada de calor me recorrió el cuerpo y empecé a sudar antes de caer en un vacío, completamente lacia. Flotaba a la deriva en un mar traslúcido y turquesa. Las olas me arrastraban con suavidad hasta que me depositaron en una playa larga y caliginosa bordeada de médanos y lejanos farallones diluidos por la bruma. Estuve tirada sobre la arena húmeda por un rato; la lengua del mar me acariciada con su vaivén; sobre mí volaban aves marinas y hasta mí llegaban sus gritos, junto el fragor lejano de las olas y la algarabía de los delfines. Me incorporé y eché a andar por la arena,

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hasta llegar a un sitio en que la playa se volvió rocosa. En la cumbre del acantilado se alzaba un templo de columnas de mármol que miraba, quieto y silencioso; el horizonte a esa hora despejado, el sol cubría al templo con una pátina dorada. Hasta mí llegó el eco de música de címbalos y un canto monótono que se perdía en el estruendo de las olas. La tarde se alargaba con la luz solar que decaía y las olas tomaban un matiz de acero con el lento ritmo de la tarde que las hacía alejarse de la orilla. Un olor penetrante me despertó, Misses Morgan me daba una tizana a cucharadas que bebí por instinto. ¿Cuánto había bebido? El sabor era fuerte y angustioso. Me llené de un miedo sutil que luego dio paso a un letargo profundo. “Beba, señorita Miranda, la hará restablecerse. El sol de estas tierras es aterrador”, la voz entró en mis oídos como clavo punzante. Las palabras “beba, señorita Miranda” se repetían en mi cabeza como eco interminable que empezó a girar en mis internos; “beba señorita Miranda, beba”, las letras giraban cambiando de color del magenta al negro y de éste al magenta. Las patas de las letras se alargarom como cuerdas, como hilos que se torcían vertiginosos y me envolvieron hasta sumirme en una oscuridad espesa. Llegué al planeta de las sombras; repté en las densas paredes que se dibujaban contra un cielo magenta donde ardían siete lunas negras que danzaban giros en aquel cielo sin estrellas que se expandía por un universo casi vacío, de luz estrafalaria. Púrpura y sombras, ambiente sofocado, formas abigarradas e intrincadas: laberintos, escaleras, túneles, pasadizos secretos, torres almenadas. Murallas por las que me movía como si fuera una serpiente, me arrastraba por paredes y escalinatas, pasillos y umbrales. Allí no soplaba el viento ni la brisa. No había eco que repitiera mis pensamientos o mi respiración. Me corría un sudor viscoso que se adhería a mis ropas negras, a mis brazos negros, a mi cara negra sin sombra; reptaba sin meta ni motivo. Apenas pensaba, con grandes esfuerzos quería atrapar aquello que salía por una esquina de la mente. Algo que se vislumbraba antes de desaparecer para volver a emerger fugaz y esquiva como trucha arcoiris que sortea habilidosa los anzuelos.


La noche se cernió sobre mí justo al cruzar el umbral del templo. Cerré los ojos y caminé en total oscuridad. Cuando los abrí la luz de las antorchas encendidas iluminó mi presencia. Nadie pareció percatarse de mi llegada. Las teas pendían de argollas pegadas en las paredes ennegrecidas por el hollín, y pegado al muro del fondo se alzaba un altar de piedra en el que ardía un pebetero bajo la imagen de mármol de la diosa madre que extendía sus brazos enroscados por serpientes. Era policroma y con los enormes ojos bordeados de negro, igual que los rizos profusos que caían sobre sus hombros. En aquel momento un grupo de sacerdotisas danzaban al compás de crótalos de bronce, y en los brazos de una de ellas, al igual que la diosa, se enroscaban un par de serpientes con movimientos sinuosos. Los pechos los tenían al aire, salían de un corpiño negro que los ponía al descubierto; estaba unido por medio de un cinturón que acentuaba la cintura, a una falda larga de holanes multicolores ribeteados con hilos de oro. Los asistentes las contemplaban extasiados, eran vivas representaciones de la diosa madre. Acompañaban la danza con letanías y palmadas rítmicas. Movían sus cuerpos como parte de aquella coreografía ritual dedicada a la diosa tutelar del templo, que no ocultaba sus motivos en los grandes senos que saltaban del corpiño como inequívoco símbolo de fertilidad. Me di cuenta que estaba en un mundo bicolor y espiralado, que empezaba en un punto, pero jamás llegaba a un destino en un girar infinito como de hilos torcidos y aciagos. Un sitio en el que no paraba de avanzar, siempre hacia adelante, sin retroceder. Reptando como serpiente sin dar un paso por aquellos pasadizos estrechos y asfixiantes; una lluvia de espesa luz purpurina caía de cuando en cuando en los claros de las covachas y túneles, en las junturas de una galería a otra, de una torre a otra, de muralla a muralla. Sin facciones, yo sólo era una sombra aglutinada que se deslizaba por aquellos oscuros vericuetos queriendo atrapar al huidizo gajo cobrizo que emergía de la profunda penumbra de mi mente. En el cielo bailaban las lunas negras de espesa luz, espiraladas como siete ojos de la noche

purpurina Bailaban sobre de mí, como volutas de narguilé en un palacio de mármol. Contemplé aquella danza hipnótica mientras cruzaba una explanada de piedra bajo el cielo raso. “¿Será de noche o de día? ¿Soles o lunas girando en este lugar grotesco?” La pregunta detuvo mi avance. Mis resuellos diluían los latidos de mi pecho. ¿Sera de noche o de día? ¿Cambiará de color el cielo, se diluirán las sombras y podré ver la extensión absoluta de esta soledad ignorada? El gajo cobrizo apareció por una esquina de mi mente y quise atraparla, pero fue más ágil que un pez en el agua. Mi atención regresó al punto anterior: apoderarme de aquel gajo de luna huidiza. Extrañas formas aparecían paralelas a las fugaces apariciones. Las sombras adquirían movimientos como si estuviesen vivas. Era tan rápido que no podía distinguir con claridad aquellas figuras cuyos movimientos me dejaban en claro que estaban vivas, una realidad orgánica y amenazadora. Me sentí aterrada por el conocimiento que tenía sobre la toxicidad de la mandrágora: La Manzana de Satán que cura y mata. Envenenaba por el simple contacto. Aquel ente horroroso se acercaba. Era claro que la vieja me convertiría en un capullo de telaraña; pero antes, el hombremandrágora me produciría un sueño del que no despertaría. Pese a la lasitud de mi estado, un grito profundo salió de mi garganta: escuché en mi interior. Era la voz de mi abuela que me llamaba. La luna se agrandó en mi mente como si fuera un ojo gigantesco que me obligara a ver la espeluznante realidad que me rodeaba. Abarcó la totalidad de mi visión interna como si me ordenara que abriera los ojos para enfrentarme a la vista de un mundo palpitante, descolorido y monocromo. Los abrí y la cara de Misses Morgan apareció ante mí con sus ojos descoloridos que me miraban con fijeza. Detrás de ella se alzaba el telar. Mostraba un mundo de sombras bajo un cielo magenta con siete lunas negras danzantes. Me estremecí antes de caer de nuevo en una lacia somnolencia. En mi lengua ardía el picante sabor de la tizana que acababa de darme Misses Morgan.

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Me despertó el ulular de un búho que estaba parado en la rama de un árbol en espera de alguna presa para cazarla. Una claridad lechosa invadió al ambiente. No tardaría en amanecer. Me acurruqué junto a una gran piedra para protegerme del frío del amanecer. Miré el fuego que consumía la casa; se había consumido hasta convertirse en brasas que ardían lentas en los maderales de la construcción en medio de aquellos lamentos ahora apagados. —Beba, señorita, le hará bien. ¡Este sol es capaz de enloquecer al más fuerte! Con diminuto faldellín sostenido por un cinturón de bronce que se ajustaba a su brevísima cintura. Brazaletes de oro adornaban brazos, y sus pies descalzos se movían elásticos por el piso, sosteniendo largas y esbeltas extremidades. Penacho de plumas largas salía de una tiara de oro sobre sus largos y rizados cabellos negros. El dominio de su cuerpo era absoluto. Se elevaba sobre el piso como si fuera un ave de vistoso plumaje. Se movía con elasticidad felina. Los músculos danzaban debajo de la piel lustrosa y blanca como el alabastro; pero lo más llamativo eran sus ojos, que resaltaban en su pequeño rostro, sobre la boca que mostraba la perfecta dentadura debajo de la boca encendida y carnosa. Decidí encumbrar el acantilado. En la cima, antes de alcanzar el templo, me detuve a contemplar el mar. Una orca jugaba junto a enormes peces dorados que movían sus colas y aletas como si fueran garzas ondulantes, jugaban dentro del útero traslúcido con exquisita armonía y tranquilidad. Lejos reverberaban cardúmenes de peces plateados, el sol teñía de rojo el horizonte. Hasta mí llegó el olor a incienso, la estridencia de los crótalos de bronce y las voces chillonas de las letanías. Encaminé mis pasos rumbo al atrio empedrado del templo de mármol. En el cielo occidental brilló un delgado gajo de luna plateada y la estrella de la tarde resplandecía como diamante. Luces rosadas cubrían las columnas del templo, eran los restos del sol de la tarde que moría. Una brisa suave movió mis cabellos y mis pies tocaron la frescura del mármol de la entrada. Me invadió una oleada de cantos suplicantes y el ritmo acompasado de pies que danzaban y manos que aplaudían.

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Un murmullo acompañaba a la danza ritual. Eran los fieles quienes, sentados en círculo, salmodeaban un canto monótono alrededor de las sacerdotisas. Con los ojos cerrados soñaban al compás del ritmo de los crótalos que poco a poco subía en intensidad, al tiempo que cantos y danza se volvían frénéticos, para dar paso a un éxtasis místico que dio entrada a un joven esbelto que se situó en el centro del templo con movimientos alados. Toda la concurrencia estaba poseída. Parecían viajar por lugares ignotos. Una mujer pasaba entre los fieles ofreciendo trocitos de carne vegetal que todos comían con reverencia. Un rumor profundo inundó al templo, salía de las gargantas de los asistentes. El joven sacerdote continuó danzando y poco a poco, con sus giros gráciles se fue acercando hasta que de golpe se paró frente a mí. Acercó sus manos a mi boca y me introdujo un trocito de aquella carne vegetal, que tenía sabor amargo. Todo empezó a tener vida, las paredes, el altar, los pisos, la diosa que instantes atrás estaba estática y muda, empezo a danzar y lanzar profecías que los presentes escuchaban aterrados. Cada uno conoció su principio y su fin. Lloraban con gritos angustiados. El joven danzante se revolcaba por el suelo, suplicaba a la diosa el perdón de sus pecados. Las palabras de la diosa eran desgarradoras, parecían salir de las grutas del averno. Miré sus ojos vidriosos y transparentes. Su piel era escamosa como reptil, sus grandes pechos de diosa madre salían del negro corpiño abierto. La diosa me miró. Su mirada viperina penetró hasta mis entrañas. Ante mí apareció mi principio, mi origen, me vi como célula en un caldo caliente y espeso. Éramos millones. Fui alga, larva, molusco, crustáceo, pez, cetáceo. Helecho, árbol, bosque, mariposa, reptil, ave y mamífero. Fui hombre y fui mujer. Vi el millon de caras que me conforman, el millón de cuerpos, hasta llegar al momento presente, frente a los ojos de la diosa; abrió la boca, una fauce enorme con dientes afilados, que se acercaban para devorarme. El olor era fétido: era el olor de la maldad y del sufrimiento de todos aquellos que habían sucumbido en aras del arte siniestro de Misses Rosemary Morgan.


Aquello duró horas. Los gritos que salían del fuego no eran de dos personas, sino multitud. Me estremecí y empecé a temblar por el arte de aquella mujer. No me fijé cuánto dormí. Cerré los ojos y al sentir el vaho húmedo, caliente y un olor fétido y podrido, volví a abrirlos y frente a mí estaba Misses Morgan. Muy cerca, con la boca abierta de la que salían hilos de baba espesa y cristalina que con dedos ágiles enrollaba en mis piernas. Pero no estaba sola, junto a ella estaba el hombre que tiraba de la carretilla en el jardín; como los hombrecitos de raíz de mandrágora que iban a destruirme. Como si fuera la sombra de Miss Morgan, quien ahora tenía una apariencia de arácnido, amarillento y transparente; de sus fauces fluía aquella baba transparente que volvía hilos largos con sus habilidosos dedos para enrollarlos en mis extremidades. La sombra de mandrágora, con pesados movimientos, empezó a acercarse. Era ya la claridad del día y los gritos de alguien llamándome: —Miranda, Miranda… ¿En dónde estás? Yo era una mujer joven. De un empujón aventé a la vieja que chocó e hizo tambalearse al hombre-raíz. En mi carrera tumbé candelabros y palmatorias; pebeteros donde quemaban sahumerios de aroma enajenante. Todo fue a dar al suelo y empezó a arder por su calidad inflamable: madera, hilos, y los tapices comenzaron a incendiarse. No fue difícil abrir la verja auxiliada por la luz de aquel día que se anunciaba nublado; probablemente era la cola del algún ciclón sureño que llegaba hasta estas tierras del norte. La vieja y el ente que la acompañaba eran muy torpes y tenían grandes dificultades para incorporarse. Cuando lo hicieron, la ropa que los cubría estaba prendida en llamas. Trataban de apagar el fuego que avanzaba, que parecía incontrolable. Aquello estaba llenándose de humo con rapidez. Abrí la puerta y salí corriendo. Seguí corriendo y escuché que la casa empezó a crujir como si llorara; eran unos chillidos como los que emiten los insectos al sobar con las patas su exoesqueleto. Me escondí en un hueco junto a la malla que servía de cerco. Ví arder aquella casa con sus habitantes dentro. La construcción crujía por el fuergo con lamentos dolorosos.

Junto a mí un arriate florecido de hermosas flores blancas con violeta, y de algunas salían pequeños frutos rojos: las manzanas de satán, el fruto de la mandrágora. En la claridad del día, los gritos de alguien llamándome: —Miranda, Miranda… ¿En dónde estás? Era mi abuela. Estaba detrás de la cerca. Todo el horror fluyó con el torrente de lágrimas silenciosas que no podía contener. Mandragora autumnalis, conocía bien su nombre científico, sus propiedades: beneficios y peligros. Conocía las leyendas, las fantasías que la rodeaban. Me estremecí. —Miranda, ¿qué haces en esta casa? ¿No sabías que nadie viene aquí jamás? —¿Por qué? —Date de santos que estás viva… Si yo te contara lo que se dice, si te contara… —No te esfuerces, abuela; y sí, date de santos que estoy viva. —Creí encontrarte muerta. —Ardió la casa de la colina y yo estaba atrapada. —¿Qué hacías aquí? —Buscaba plantas … Echamos a caminar por la vereda. Las primeras gotas de aquella lluvia veraniega empezaron a caer inundando al ambiente de un penetrante aroma a tierra mojada que alivió un poco el horror que alojaba en mi corazón.

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El ojo en la acera de enfrente. El Jesús Malverde de carne y huesos. Han sido tantas veces que hemos escuchado enunciados como: “el inmortal Pedro Infante”, “el Centauro del norte”, “el Caudillo del sur”, “El libertador”. “El poeta eléctrico”. Todo ente mítico ha de llevar un epíteto o un calificativo que lo caracterice o fundamente. La conciencia colectiva ha hecho mito hasta de las aguas de los ríos o los vientos del norte. El ser humano siempre ha atisbado entre los porqués de la historia, cataclismos o meteoros para encontrar algo que lo identifique; y este punto de encuentro se transforma de repente en un ente, un motivo, un verbo y un resultado que cambió el rumbo de lo que se esperaba. Algunos seguidores de estos mitos fundamentan sus actos en base a lo que se cuenta de su personaje o el resultado de sus quehaceres o andanzas. Otros depositan su fe en los alcances del personaje mitificado. Debido a todo esto, hay entes humanos que son historia, hay otros que son un mito. Y hay otros que de repente, se vuelven leyenda. Alguien por ahí habló alguna vez del “bandido generoso”, alguien mencionó en un teatro de un tal “jinete de la divina providencia”; varios por ahí se quejaron de un bandido que asolaba las riberas de un rio que fundó con sus aguas una ciudad. Alguien por ahí dio en deplorar la existencia temeraria de un tal Jesús, el “mal verde”.

Antes que mito y leyenda, Jesús Malverde fue un hombre de carne y huesos, más común que extraordinario. Fueron más las casualidades y coincidencias las que doraron su nombre y actos, más que sus actos mismos. Según consta en las actas de registro civil de Sinaloa, Jesús Juárez Mazo vio la luz ardiente del sol humayense el dìa veinticuatro de diciembre de 1870. De origen humilde, el joven Jesús vio morir a sus padres de inanición y maltrato por parte de los terratenientes de la zona; motivo por el cual, se volvió salteador de caminos. La versión oficial de su muerte es la que puntualiza que el entonces gobernador Francisco Cañedo giró la orden de aprehensión en su contra, asediado por los caciques locales los cuales tenían bastante influencia y lazos políticos con el tristemente célebre Porfirio Díaz. Juárez Mazo fue apresado y ejecutado el día tres de mayo de 1909. Su cabeza tenía precio y hoy, la historia-mito lo pone al nivel de los enemigos más encarnizados de “la acordada” al lado de nombres como el de Heraclio Bernal. Nada que ver. delatripa 38

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Hay quien afirma que fue colgado por el cuello. Quienes aseguran que fue decapitado y su cabeza fue colgada de un mezquite. Ambas versiones coinciden que no fue sepultado sino que fue expuesto hasta que los animales carroñeros lo devoraron. Hay todavía algunos ancianos que afirman que Jesús Malverde fue un indígena de aspecto feroz, amante de su pueblo y bienhechor asaltante de caminos, y que ese busto tan afamado que se exhibe en la capilla junto a las vías, no tiene que ver con la imagen de mirada milenaria del verdadero “mal Verde”. Dicen que ese busto es una combinación de Jorge Negrete y Pedro Infante, ídolos del pueblo en los años en que se fundara la capilla de Malverde, en Culiacán, Sinaloa... así se empezó a forjar el mito que lo doraba como el insigne y victorioso Heraclio Bernal, este último uno de los personajes más destacados de la revolución en Sinaloa. Hay también quienes documentan que un tal Jesús Malverde nació el 15 de enero de 1888, hijo de Guadalupe Malverde. No hay pruebas que muestren con certeza si alguno de los dos, Jesús Malverde o Jesús Juárez, es el portador de la leyenda y mito que ha llegado hasta un altar en Colombia y es reconocido como ánima milagrosa en Tijuana, todo Sinaloa, y buena parte del centro del país, Ciudad de México incluida.

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Dando vueltas con Silvia Migrar, ¿para qué?

No me hallo en mi tierra natal, es casi un pecado para los de por acá, pues el orgullo del estado lo debes llevar en alto. Pero es que ya no hallaba felicidad, sentía que vivía en una desazón permanente. He de buscar otros rumbos, me dije, nuevos horizontes, quizá caras nuevas o no, en realidad éso poco me importaba. Anhelaba un respiro en mi cotidianidad. Sin escuela, sin libros, y casi sin deseos salí de mi hogar. Migré hacia el estado vecino. Fue entonces, que me encontré. Fue algo impactante, porque déjame decirte que el lugar fue lo último que me trajo paz. Empecé por cambiar mi actitud, en vez de pedir y luchar, me dediqué a recibir y a escuchar, a aprender. Los primeros años, aún no sonreía, aún no dejaba que otros se acercaran a mí. ¿Quién eres?, ¿qué buscas?, ¿cuál es tu destino?, ¿para qué estar acá?, me preguntaban. Entonces me di cuenta que estaba buscando un significado que durara al menos para antes de llegar a la senectud. No sabía bien qué ni cómo buscar un propósito. Ni si quiera conocía la Semiótica ni la Telelología, pero estaba practicándola.

Entonces, la vida surgió, no sé bien cómo, pero en mi trabajo cotidiano, en mis andanzas, fui descubriendo el valor de mi identidad, fui enraizando las ganas con el coraje. Tenía una nueva familia, y poco me importaba de dónde yo venía. Yo era uno de ellos, empecé a vivir como ellos e incluso me enamoré de alguno de ellos. Al término de mi carrera, pasadas unas circunstancias deplorables, retorné a mi pueblo. Era ya otra que ni yo misma me reconocía. Había aprendido lo nuevo, pero nunca resolví lo viejo. Creo que era hora de encontrarme con mi pasado, ligarlo a mi presente y mirar hacia el futuro. Yo no soy de acá ni de allá. Mi vida es una constante migración. Voy y vengo. Pero ¿para qué?, me sigo preguntando. Si es mi propio ser el que piensa, ríe, cree, teme, actúa, se detiene y nunca se va de mí.

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¿Acaso me seguiré buscando?, ¿no ya me había encontrado? Voy, vengo, cambio, me transformo. No sé si algún día me halle en algún lugar y esté ahí hasta mi entierro. Lo único que sé es que me muevo en mi tierra, en la misma tierra que compartimos los humanos, el mismo sitio, el cual aún necesita de mí, pues no soy un objeto muerto; puedo colaborar, puedo crear, inventar, dirigir, no soy esclava de este mundo ni soy tirana para él, soy un respiro más que busca un día contemplar un buen hogar y pertenecer a él.

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Demersales en A mayor. Pensamientos sobre la locura. La locura solo es una visitante ocasional que se toma su tiempo e intenta conocer a todos personalmente. Darynda Jones.

La locura es un antídoto que, en la familia, se ha heredado de mujer en mujer. Y digo antídoto porque cura el mal de ojo, el mal sexo, las malas palabras. La locura curó a mi madre, a mi abuela, a la bisabuela de mi abuela. Nos corre en la sangre y nos salva de todo pronunciamiento esclavizante. En mi familia decir que uno está loco es el más grande de los cumplidos. Quiere decir, en otras palabras, que uno es libre, que es capaz de desaprender lo aprendido y de reestructurar el pensamiento desde los primeros pisos de construcción. Y es que ser loco no es cosa sencilla, es trabajo de 24 horas los 7 días de la semana, hay que trabajar la locura y hacerla a nuestro favor porque también es autónoma y al igual que la luna o los astros podría salirse de control e irse a darle la vuelta al universo en un dos por tres. Sin embargo, no se trata de domarla, sino de encauzarla. Es fuerte y vigorosa por lo que nunca hay que encararla de frente, como diría Nietzche: “podría devolvernos la mirada” y hacer que su verdad cegadora nos llenara los ojos del color amarillo por siempre. La locura, bien saben los niños, habla por la risa y por el llanto. No conoce de hablar en las inmediaciones de un estado animal mediocre. Debe estar muy en lo alto de los

árboles o en el subsuelo donde se mueven ratas y otros seres de alcantarilla. Nunca se anda con rodeos. Mi bisabuela Elena y la locura se conocían bien. Dormía con cuchillos bajo la almohada y hablaba de judíos (demonios), princesas y otros cuentos que vibraban tenuemente sobre el lienzo de la realidad colectiva. Mi abuela María también se ha atrevido a mirarla a los ojos y por eso la ha ido dejando de a poco sin habla y aprisionada dentro de sí. La locura es un ser autónomo que debe estar en constante comunicación con el exterior. De no ser así, sería posible que se construya una alambrada y que se fuera apoderando de nuestro cuerpo como casa en que decide exiliarse definitivamente. Así, debemos usarla para la creación. Si es que existe o existió alguna vez un creador o creadora primigenia, seguramente estaba loca de atar; quien sino un loco pudo habernos creado, un loco que nos dio manos por armas de doble filo para crear o destruir delatripa 38

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a nuestro antojo, ojos con que amar y llorar simultáneamente, labios que pueden decir la poesía más inofensiva o la herida más profunda y lacerante. La locura no debe ser tomada a la ligera, nadie esta exento de su presencia, nadie puede decir que jamás ha tomado el poder, dejándonos indefensos dentro de nuestra piel, aislados, totalmente solos y sin la posibilidad de compartir nuestros ojos con el otro. Debemos dejar que la locura hable, que diga su discurso a veces panfletario a veces histérico e incomprensible o semejante a una epifanía, a la revelación de algo que siempre estuvo ahí. De lo contrario, podría transformarse en violento arrebato al volcarse sobre sí misma. La violencia es locura que se retuerce y se come las tripas en su imposibilidad de comunicarse. Es la manifestación última de la locura, cuando el portador ha decidido anular todas sus posibilidades de expresión. La locura es este quejido largo y hondo de la piel y de lo que se esconde dentro la frente. La locura es la impotencia permanente, el aislamiento, el encierro. Quien ha sido visitado por la locura sabrá que es difícil abrirle los brazos y dejarse ir en ella. La primera acción instintiva es la de forcejear, resistirse, luchar por el control, pero como en arenas movedizas nos ahogamos cuanta más fuerza apliquemos al vano impulso de recobrar el poder. La locura es un ser autónomo que cuando decide visitar a algún desconocido se queda hasta aburrirse del cuerpo habitado. Es la vecina indeseable y la única manera de tener algún tipo de libertad en su presencia es elegir disfrutar la mala experiencia a fuerza de humores negros.

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Mi punto de risa Tras las bambalinas del paraíso. Haber crecido cerca del agua, primero en Tabasco en la zona de los pantanos de Centla, y después en la costa yucateca, me ha llevado a tener siempre en mi memoria las imágenes de los pescadores preparando sus lanchas para salir a pescar, así como sus regresos de esta actividad tan interesante como peligrosa. Del mismo modo, mi incipiente formación artística se ha visto influida por estos temas; mismos que van permeando, en ocasiones de manera sutil y otras de forma más abierta y descarada, en el trabajo que he venido realizando en los últimos dos años. Pero lo de verdad importante, lo que quiero contar, es que a partir de mi creciente interés en los temas de relevancia social entre la vida de los pescadores, he estado observando con mayor puntualidad las dinámicas sociales, culturales y económicas de esta vida tan específica de la costa. Esta observación me llevó a conocer sobre la problemática en general, a través de casos específicos que van marcando mi forma de entender el mundo y ver la vida. Cuando uno llega de visita a la costa, primero piensa en el pescado frito y la cerveza, en el mar y los paseos en lancha, en la arena y el traje de baño; en la fiesta paradisíaca que supone vivir a la orilla del mar. Vemos a la gente tan sonriente, tan feliz, que pensamos que debe ser algo maravilloso vivir para siempre en ese lugar. Y así vamos muchos, conociendo pueblos de

pescadores y deseando no regresar jamás a la ciudad. Atrás del edén soleado de bronceadores y postres de coco, se encuentra una realidad muy difícil de creer para los turistas de vista somera; claro, ¿quién se quiere enterar de lo que sucede en realidad tras las bambalinas del paraíso? Esta realidad es la que no me ha dado tranquilidad en los últimos meses. Pareciera que, a manera de sarcasmo universal, tanta perfección natural atrae tanta impureza social y esto, por lo que he notado, es una constante en, al menos, las costas de Yucatán y la zona sur de México. Estas observaciones me hicieron recalar (nótese el argot costeño) y analizar el concepto de vulnerabilidad, del que no sabía nada, lo confieso. Y es que, desde una mirada interna se van normalizando ciertas dinámicas sociales que no son necesariamente correctas y que ponen a las personas involucradas en estados de delatripa 38

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indefensión y vulnerabilidad, de forma que se convierten en víctimas de un entramado que las lleva a pensar que todo lo que ocurre en su realidad es porque así son las cosas. El caso que me ha llamado más la atención es el de los grupos de, generalmente, mujeres que reciben a los pescadores a su llegada al puerto de abrigo después de la jornada de pesca y los ayudan a descargar el producto y limpiar las embarcaciones. Estas mujeres, llamadas en algunos puertos “gavioteras” y en otros “pachocheras”, se dedican a ayudar al pescador a cambio de algún pescado o el producto de la temporada, como el pulpo de julio a diciembre. Hasta acá todo parece idílico, como en esas novelas rosas en las que la mujer espera en el muelle el regreso del ser amado. Cosa tan alejada de la realidad. En la práctica, estas mujeres sufren de distintos grados de violencia, como el “código de vestimenta sugerido” por los pescadores para que las acepten como ayudantes en el barco, fenómeno que incluye niñas y jovencitas y que se ha normalizado de tal manera que es común sus presencias en las zonas de desembarco. Del mismo modo, poco a poco se han ido incorporando otros “servicios” de las “gavioteras” o “pachocheras” que incluyen lo sexual en el mismo sitio de desembarco. Los pescadores, por su parte, desde antes de que sus pies toquen tierra firme al regreso de la jornada de trabajo que empezó temprano en la madrugada, mientras desembarcan su producto, ya empezaron a consumir bebidas embriagantes a manera de incentivo por la buena pesca, a veces otorgado por el propio patrón o capitán de la embarcación. O, quizá, para olvidar un poco el ardor de la piel, mordida por los rayos solares y curtida a la sazón de la sal, en medio de ese vals enloquecedor de la marea. Por último, pienso en que muchos de ellos podrían estar celebrando el haber sobrevivido a la incertidumbre del regreso, luego de enfrentarse a ese monstruo de horizonte infinito sin saber siquiera nadar. Así hay muchas formas de violencia y vulnerabilidad cotidiana, de la que me gustaría seguir desarrollando más adelante. Es difícil de imaginar, cierto, pero es esa la realidad cotidiana de las personas de la costa. Es más fácil pensar en lo romántico de ser un pescador que se lanza, como dicen las canciones, en su alijo al mar, armado con su atarraya mientras su amada lo espera en la puerta de la cabaña mirando fijamente al mar mientras arregla su cabello con corales y caracoles. Es más fácil pensar en el traje de baño, la cerveza y el ceviche. Hoy me quedo con el ceviche y la cerveza en la mano. Salud.

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La Niña TodoMePasa dice: La locura de la experiencia mística (II). Ocho meses sin trabajar desaniman a cualquiera. Y no porque uno extrañe a los maravillosos jefes que están chingue y chingue como lluviecita, o a esos compañeros que uno saluda sin saber cómo se llaman… Sino porque es cierto: con dinero baila el perro. Y también Sergio Mayer y anexos. Y hablando de perros y otros animales: Tras hacer muchas cuentas, mi esposo y yo llegamos a la conclusión de que daba lo mismo que yo buscara o no empleo en otra oficina, porque prácticamente salía tablas entre pagar niñera, comidas en la calle, transporte y todo lo demás. Así, por lo menos uno de nosotros podría darse el lujo de ver crecer a Arancita. La cartulina de “Lectura de cartas” afuera de mi casa no me estaba jalando mucha clientela que digamos, así que en un momento de inspiración decidí crear mi fanpage de Tarot Adivinatorio y Terapéutico en Facebook, más o menos en el mes de noviembre. Pero igual, pasó, no se me ocurrió hacer gran cosa con ella además de copiar y pegar mis publicaciones de Instagram. Y no sé si antes o después fue que encontré la novena del trabajo de mis sueños al arcángel Chamuel. Seguramente ya la había leído hace miles de años en la misma página donde la mitad del contenido trata de estupefacientes y la otra mitad es sobre cuestiones místicas. Decidí que igual, no perdía nada con hacerla, ¿por qué no? Escribí mis peticiones, que eran solamente dos: el primer trabajo de mis sueños era estar en

mi casa leyendo las cartas mientras cuido de mi hija Aranza, y el segundo era que algún periódico o revista o página web me pagara por escribir. La novena dice que al terminarla no hay que hacer nada más, así que literalmente no hice nada más: ni escribir, ni buscar nuevos clientes, absolutamente nada de nada de nada… Poco antes de finales de año me escribió una persona que deseaba que le leyera las cartas en enero. Como mi super precio de promoción finalizaría el treinta y uno de diciembre, me depositó antes de las fiestas. Iniciando 2018 mi esposo me llevó a la cita, aprovechando que aún estaba de vacaciones, así que mientras él paseaba con Aranza, yo atendí a esta persona. Y pasó. Y ya. … Seguí con mi vida, como siempre. Muchos curiosos; en algún momento una mujer me mandó solicitud de amistad en Facebook y de pronto me vi llena de solicitudes de amigos en común, hasta que Si te gustó este artículo, no olvides compartirlo en tus redes sociales. Síguenos en la página de Facebook de TodoMePasa Ediciones. Twitter @todomepasa

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terminé con, literal, con dos mil contactos nuevos que a fin de cuentas bloqueé al poco tiempo tras recibir al menos cinco fotografías no solicitadas de sus respectivos micro amiguitos Plankton. “Nunca pongas en tu perfil personal nada sobre tu trabajo”, me reprendió Enzo, amigo y asesor tecnológico. Puse una foto familiar y ya, solucionado el asunto. El domingo 18 de febrero de 2018 se perdió mi perrito Domi. Yo, por supuesto, ya sabía que se iba a perder, incluso un día antes me quedé con el pendiente de comprar placas de identificación para él y para su novio el Tifón. Nunca regresó. Cuando por fin pude reaccionar, me tiré el Tarot y no venía ninguna tragedia, pero tampoco nada útil para encontrarlo. Durante días caminé con mi pobre hija de tres años bajo el sol del Bajío, preguntando a desconocidos si de casualidad habían visto al perrito más hermoso, tierno, obediente, adiestrado y pequeño… Durante un par de meses lloré a mares por Domi, culpé a mi esposo amenazando con la palabra divorcio, ahogué mi remordimiento de la forma usual, etcétera, las ridiculeces de siempre. Decidí continuar con mi vida una ocasión que regresé a casa con los hombros casi calcinados mientras a mi niña no le pasó absolutamente nada (ella es blanca porque abueleó, yo estoy bien prieta)… Pero esa noche Arancita agarró el gel del cabello de su papá y se lo puso en las piernas que porque le dolían. Entonces decidí que no podía seguir deprimida por el resto de la vida de mi hija, todo por un perro del que ya no supe nada más excepto que un desconocido lo encontró en una

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avenida cercana, atropellado por un malnacido que no se detuvo a ayudar a su víctima. En algún momento ese buen samaritano me marcó por teléfono para decirme que había llevado a Domi a una veterinaria y ahí una persona de una asociación animalista le dijo que se lo iba a llevar a Salamanca para ver si podían salvarlo, pero que lo más seguro era que lo sacrificaran. ¿Nombre de quien se lo llevó? Ni idea. ¿Datos de la asociación animalista de Salamanca? En blanco. “Si logro localizarlo y está vivo, yo le marco. En caso contrario ya ni la molesto, señorita”… Y, en efecto: ya no me molestó. Pero decidí no darme por vencida. Un par de veces subí fotos del Domi a mi Facebook. En algún momento recordé mi fanpage y que podía pagar anuncios baratos segmentados por ciudad para que más personas en Salamanca y León vieran la foto y los datos de mi perrito, tal y como hice una o dos veces con publicaciones de mi otra fanpage, TodoMePasa Ediciones. Habré invertido unos cuantos cientos de pesos, ya había seleccionado anuncios solo para mujeres porque son quienes reenvían más ese tipo de información y, en algún momento, una chica me mandó un inbox no para decirme nada sobre mi Dominó, sino para preguntar si acaso yo le podía leer las cartas por videollamada y que a dónde me depositaba poco más de la cantidad que invertí en los anuncios y que recuperé así, de una forma totalmente inesperada… Continuará.


Incipit. Somos la memoria. “Somos nuestra memoria, somos ese quimérico museo de formas inconstantes, ese montón de espejos rotos. Jorge Luis Borges.

Todos somos poseedores de una memoria cuya transmisión y conservación se centra en el acto de comunicación verbal; luego la hacemos extensiva cuando plasmamos por escrito y logramos verba volant, scripta manent de la que hablaban los latinos. Casi siempre somos inconscientes de que nuestro proceso identitario se va construyendo con pequeños relatos e historias, somos entonces, el cúmulo de experiencias que día con día vamos formalizando a través de estructuras narrativas. Pensémoslo así, somos una alegoría desde que nacemos y en alegorías también nos vamos cimentando en nuestra realidad. Y digo nuestra porque todos tenemos una realidad, existen una multiplicidad de realidades, sí, en este mismo espacio y en este mismo tiempo. Esteban Hernández Ortiz escribe El Paraíso, Municipio de Atoyac de Álvarez, Guerrero. Un libro que habla de la experiencia personal y colectiva, esto es lo que le brinda sentido a la información documental y oral. Se van narrando historias del Paraíso; narrar debe tener significación para quien escucha o lee y la significación la construimos de manera cultural. “Recuerda el señor Emilio Reyna Morales que él fue uno de los jóvenes que iban a traer la “valija” a Atoyac. La valija era una bolsa que traía las cartas y algunos paquetes del correo.”… “Dice que a veces, venía dentro de la valija un balón de basquetbol, desinflado y aquí lo inflaban con una pequeña bomba que compraban entre todos los jugadores.” John Dewey comenta que La vida primaria de la memoria es emotiva más bien que intelectual y práctica. Nuestra mirada se orienta hacia diversos espacios, pequeños rincones, instantes, gustos, olores, roles que por mucho tiempo fueron excluidos del análisis científico debido a que se consideraron elementos del ámbito privado y que no representaban

veracidad en el estudio. Sin embargo, se han ido recuperando la dimensión de lo privado ya que “…la vida cotidiana es histórica…no puede pensarse al margen de las estructuras que la producen y que son simultáneamente producidas…por ella” como menciona Rosana Reguillo. Se logra la amalgama entre lo público y lo privado; inciden uno en el otro, en tiempo y espacio. En el apartado 8 El Basquetbol, el deporte más practicado el autor nos comenta cómo es que este deporte norteamericano tuvo y tiene un gran arraigo, el cómo se conformó la cancha en el Paraíso en 1958 y cómo se consolidó el tradicional torneo desde 1962 en el mes de noviembre. Llama mi atención cómo en esta constante de mandatos culturales se van nombrando un sin fin de nombres masculinos (muchos de ellos conocidos porque jugaron y juegan también en el torneo de la colonia del PRI de esta capital) pero en la página 95 narra cómo fue tratada una mujer que participó en un equipo femenil de Atoyac y al ser miembro del grupo LGBT “…se escuchó una voz masculina muy fuerte entre las gradas lanzando vacilaciones e improperios para la chica lesbiana…” Hablar del acoso y hostigamiento sexual femenino en los diferentes espacios sociales, de la presencia de la mujer en el deporte, del papel de las redes de empleadas domésticas, de las madres solteras, de las acciones y ritos de las mujeres indígenas y afromestizas, del trabajo y proceder de las docentes, de los disímiles gustos y temores en los diferentes rangos de edad; muestran que las

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mujeres son distintas a pesar de que todas pertenecemos al género femenino porque cada una vive su vida cotidiana, cada una expone su desiderátum (como mencionaba Daniel Cazés) y del mismo modo lo viven los hombres, quienes a pesar de pertenecer al género masculino tienen diversas apreciaciones del hogar, desemejantes aspiraciones y contrastadas opiniones acerca de su actuar en la comunidad. El libro El Paraíso, Municipio de Atoyac de Álvarez, Guerrero está escrito con honestidad, quiero decir con esto que está escrito desde lo que se conoce y lo que se vive parafraseando a Pessoa. Hernández Ortiz escribe desde su territorio, evoca a otros en el tiempo y va hilvanando voces, porque hilvana épocas. Recupera sus memorias identitarias, sus narraciones fundacionales, evocaciones testimoniales, hace entonces un trabajo importante de divulgación que los habitantes del Paraíso pueden leer como anecdotario, recordemos que la Identidad social necesita ser aprendía y reaprendía. Las nuevas generaciones deben saber de dónde vienen, cómo se conformaron porque Cómo puede quererse algo que se desconoce, menos en este momento álgido de desconcierto y desmemoria provocada por el sistema que pretende borremos de nuestra mente el quién y qué somos. Las primeras panaderías, la llegada del cine (el papel del Cácaro y la función de la cinematografía que enarbolaba los hitos y mitos de mujeres sublimes o femme fatal hasta machos tira balazos) la práctica del box, el café tradicional, la fuerza de las guerrillas, la idea del ecoturismo, la fotografía, la literatura, los mercados, las taquerías y hasta de la política que envuelve al Paraíso se encuentra en este texto que hoy presentamos; es entonces la Cultura que guarda este espacio geográfico. Importante que salga a la luz porque no la escribe desde un puesto de poder, recordemos la memoria oficial siempre es la de la clase gobernante y nosotros, los de a pie, los cotidianos, los del día a día recuperamos la memoria no sólo individual sino colectiva de la vida cotidiana. El recobro del ser social como elemento primordial de las situaciones cotidianas obliga a virar la mirada hacia adentro y hacia fuera de sus acciones y lleva a “…la compresión del otro, la comprensión espontánea, la intersubjetividad” como nos indica Alicia Lindon. Se incluye una amplia temática que

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suele incluir la historia de la cotidianidad, lo interno, la sociabilidad, los afectos; que explora sobre las representaciones sociales del apego, la pareja, la niñez, la sexualidad, la familia, el honor o el gusto, tratando de revalidar y explicar sus transformaciones; ofreciendo a la historia de la sociedad la facultad de advertir las prácticas, valores, aficiones, de vincular aspectos simbólicos e imaginarios con las condiciones materiales y relaciones sociales en situaciones y articulaciones concretas. La vida cotidiana se observa, metafóricamente con cristal o lente imaginario, estudiarla es introducirse en el modo de actuar de cada ser humano, es dilucidar lo que se piensa normal y entender aquello subjetivo; permitiendo que se entrelacen redes sociales que muestran las diferencias aún en la semejanza. Susan Sontag comentaba que “ser espectador de calamidades es una experiencia intrínseca de la modernidad”, del mismo modo exponía que esa adversidad puede interpretarse bajo diferentes ópticas y por lo tanto el actuar sería heterogéneo, lo que produciría una cotidianidad más intensa, llena de perspectivas individuales y sociales. Quiero comentar que el estilo narrativo se inscribe en lo coloquial, un anecdotario que nos hacen pensar en el autor al lado de una taza de un buen café del Paraíso platicando estos pasajes que nos hacen el llamamiento de sabernos e identificarnos, Somos la memoria que tenemos y la responsabilidad que asumimos. Sin memoria no existimos y sin responsabilidad quizá no merezcamos existir como bien lo decía el lusitano José Saramago.

Itasavi1@hotmail.com Facebook: Blanca Vázquez Twitter: @Blancartume Instagram: itasavi68


Desvaríos de la freaky neurosis. Vivir con miedo.

Tengo la fortuna de residir en una de las ciudades consideradas más seguras dentro del país. Eso no significa que en mi estado no ocurran actos delictivos o violentos. Se suscitan a menor escala y, cuando acontecen, consternan a toda la población; por lo salvaje o brutal de las circunstancias. Debido a la tranquilidad respirada en las calles, muchos fuereños deciden mudarse a esta ciudad. Hay quienes sustentan que esta aparente calma se debe a que algunos miembros del crimen organizado, trajeron a sus familias a vivir aquí. Y si en algún momento decidieran mudarse a otro lugar, el crimen se dispararía en nuestro estado. Justo como sucede en el resto de la República. Esto, a pesar de ser una simple teoría, asusta, más que cualquier leyenda urbana o historia de terror. No sólo se trata de los encabezados en los periódicos, o las noticias de la televisión hablando de nuevos feminicidios, levantones, sicarios o tiroteos. En lo particular, he conocido casos de secuestros, matanzas, abuso sexual o encuentros violentos con los mentados grupos de autodefensa del país. Episodios sufridos por gente cercana que me llenan de rabia, tristeza e indignación. Simplemente no puedo entender, cómo es posible que alguien de buenas a primeras se robe nuestra más sagrada posesión: seguridad e integridad. Una amiga me contaba por ejemplo, que a causa del trabajo de su esposo, debía mudarse constantemente de ciudad. A ella le había tocado

ver cuerpos tirados por las calles a plena luz del día, los toques de queda, e incluso realizar guardias en la primaria de sus hijos, pues se suscitaban casos de abuso sexual cometidos por otros alumnos del mismo plantel. O el caso de una amiga residente de Cancún, que un día paseaba tranquilamente por el centro comercial y de la nada, surgió una balacera. También aquel de un pariente cercano, quien sufrió un violento acoso por parte de un grupo de autodefensas del Estado de Morelos, mientras viajaba en autobús. Y cómo olvidar cuando me dijeron cómo encañonaron a mi sobrina de diez años en el transporte público de la Ciudad de México, porque unos delincuentes buscaban dinero; y la policía, al darse cuenta, no hizo nada al respecto. Incluso hace algunos días se viralizó el video de unos niños jugando a ser sicarios, donde encañonaban y amordazaban a sus compañeras en plena calle. Esa es la realidad de nuestro país. delatripa 38

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¿Cómo se puede vivir así?, ¿cómo recuperas la tranquilidad y la confianza?, ¿cómo sales a la calle sin temor a ser asesinado, torturado o desaparecido?, ¿cómo? Cuando tienes familia a quien cuidar, personas que dependen de ti. Viendo a plena luz del día actos abominables y sentirte amordazado, porque no puedes hablar o denunciar, por miedo a que te ocurra lo mismo que al vecino. En nuestro país la gente vive con miedo, deseando que hoy no sea ese día. Aquel donde te despidas de tu familia y jamás vuelvas a verles, donde encuentres un arma encañonando tu cabeza, donde tus hijos no regresen a casa, donde las mujeres que conoces se conviertan en una más en la estadística de feminicidios. ¿Quién es el responsable de tanta violencia, tantos abusos? Acaso sea el gobierno que no combate abiertamente a los delincuentes, que no legisla para terminar con el crimen organizado. Acaso sea el crimen organizado, cuyo poder es tal que corrompe las más altas esferas del gobierno y a la policía. Acaso seamos cada uno de nosotros que permitimos todo tipo de abusos. Todo va de la mano, son ciclos repitiéndose, ciclos de violencia e impunidad. ¿Es mejor vivir con miedo o morir acribillado? Cualquier cosa es mejor que morir, pensamos. Aquellos valientes que alzan la voz, que denuncian, corren el riesgo de ser levantados, golpeados, vejados o desaparecidos. A veces me pregunto cómo sería la vida en mi ciudad si la violencia se disparara, al igual que en otros estados. Siempre termino pensando lo mismo. Haría cualquier cosa para sobrevivir y mantener a salvo a cada miembro de mi familia. Entonces comprendo que preferiría vivir, aunque sea callada, cobarde y con miedo.

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Nos vemos en el slam. Nos faltan rockeros. Y a unas horas de cumplirse el milagro, la maldición aparece de la nada con su clásico “Concierto pospuesto para nueva fecha”. Esta es la situación de Mérida, una ciudad donde se han cancelado varias tocadas de rock que en cartel presentaban como protagonista a alguna banda legendaria o construyéndose un buen presente. Hace unos días, volvió ocurrir esta desgracia. La banda Deep Purple estaba programada para armar la fiesta el 21 de noviembre en el centro de espectáculos Carta Clara. Pero al mediodía del 19 comenzó a correr el rumor de que se cancelaba, algunos no creían esto y confiaban que era solo una fake news. De hecho, ese mero día estaciones de radio o portales de noticias culturales y artísticas aun rifaban boletos, pero esto tuvo que frenarse en seco cuando salió publicado el comunicado oficial de la suspensión del evento. Por un lado, se decía que fue por falta de logística el concierto no era viable para su realización, pero por otro se decía que no se vendieron suficientes entadas. Yo creo que ésta fue la causa. Ante la cancelación (es una mamada decir suspendido o pospuesto) en redes sociales varias personas que aman el buen rock comenzaron a quejarse y decían que si en vez de Deep Purple, fuera la Arrolladora o algún reguetonero, hasta otra fecha se hubiera abierto con lleno asegurado. La neta, dicen la verdad. En Mérida y en gran parte de Yucatán no existe la cantidad de personas suficientes para agotar los boletos de un concierto masivo de rock, las cancelaciones lo demuestran. Y de ese poco, algunas exigen la entrada gratuita, creen que la banda debe hacer honor a la “fidelidad” de sus seguidores. Por la película Bohemian Rhapsody volvió a sonar con más fuerza Queen, al grado que superó al reggaetón en Spotify. A partir

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de esto, empezó a circular un meme en el que se decía que poner a Queen en cualquier plataforma, sea de las viejitas o digitales, es como si se estuviera reforestando el planeta. En Mérida no hace falta ese “reforestación musical”, falta sembrar más primeras semillas. En vez de obligar a gente que cambie sus preferencias, mejor hagamos crecer nuevas generaciones con el gusto de música bien hecha que aprecien la diferencia entre letras y sonidos inigualables y una fórmula musical que tiene como objetivo ser “pegajosa”. En Mérida y en gran parte de Yucatán sí existe la banda que ama el buen rock y otros géneros que ponen el baile en el movimiento alternativo, pero no la suficiente para asegurar un lleno en un concierto masivo en donde el protagonismo en el escenario iba a ser alguna banda legendaria y aun viva

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