HACERSE MAYOR ES UNA MIERDA Filipa Beleza TRADUCCIÓN DEL PORTUGUÉS DE REGINA LÓPEZ MUÑOZ
HACERSE MAYOR ES UNA MIERDA Filipa Beleza «A LOS 16 LO SABÍA TODO Y A LOS 26 YA NO SÉ NADA.» Aquí estamos. Emborrachándonos con vino ecológico. Malgastando los ahorros en tostadas con aguacate. Emperrados en que los pantalones de tiro sobaquero vuelvan a ser una prenda sexi. Moviéndonos a salto de mata, en vuelos low cost, entre países, curros, pisos, parejas, terapeutas y expectativas. Trabajando a tiempo parcial y sufriendo ataques de pánico a tiempo completo. Y, cuando se terminan el vino y la batería del móvil, nos trincamos otro ansiolítico y volvemos a liarnos con nuestros ex. Aquí estamos, no hay más que vernos. Hacernos mayores no se nos puede dar peor.
ACERCA DE LA AUTORA Filipa Beleza (Braga, Portugal, 1992). Desde muy pequeña se apuntó a clases de ballet para poder vestir de color rosa, pero pronto se dio cuenta de que su futura pasión requeriría menos coordinación motora y estudió Diseño y Comunicación en la Facultad de Bellas Artes de Oporto. Ya en Barcelona pasó por el prestigioso máster en Cómic e Ilustración de la Escuela Elisava y fue allí donde se le ocurrió esta historia. A Filipa le gusta dibujar sus propias crisis existenciales, pero las de los demás también le sirven. Este es su debut en el cómic.
HACERSE MAYOR ES UNA MIERDA UNA BREVÍSIMA INTRODUCCIÓN
Aquí estamos. Emborrachándonos con vino ecológico. Malgastando los ahorros en tostadas con aguacate. Emperrados en que los pantalones de tiro sobaquero vuelvan a ser una prenda sexi. Moviéndonos a salto de mata, en vuelos low cost, entre países, curros, pisos, parejas, terapeutas y expectativas. Cotilleando sin ganas la galería de fotos de ese «viaje de mi vida» que alguien más decidió hacer el mes pasado. Trabajando a tiempo parcial y sufriendo ataques de pánico a tiempo completo, a veces con resaca incluida. Y, cuando se terminan el vino y la batería del móvil, nos trincamos otro ansiolítico y volvemos a liarnos con nuestros ex. Aquí estamos, no hay más que vernos. Hacernos mayores no se nos puede dar peor.
EL BESAR SE VA A ACABAR UN CAPÍTULO SOBRE EL AMOR
Desde que me enamoré por primera vez, mi idea del amor consistía en una cama con olor a tabaco y sudor. Una cama cargada de sexo, conversaciones y caricias en el pelo. La cama de la que no salíamos en todo el fin de semana, durante muchos fines de semana, mientras la cosa duraba. Mis amigos salían, bailaban y se enrollaban con desconocidos, pero a mí me importaban un pito las fiestas que me estaba perdiendo por estar en aquella cama, encoñada perdida por otro tío de pelito rizado. Sus sábanas olían a mí, yo olía a él y a nosotros dos juntos. Para mí, era suficiente. Casi no había citas románticas ni planes especiales, solo sexo, y vino, y tabaco, y nosotros dos charlando, tumbados, con los brazos y las piernas entrelazados. Por aquel entonces, la cama simbolizaba el centro de mi universo emocional, el espacio supremo para la intimidad y la complicidad. Veía a mis amigos ir al cine, cenar a la luz de las velas o planear escapaditas de fin de semana y me preguntaba por qué perdían el tiempo con aquellas excursiones tan innecesarias cuando podían estar en bolas
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escuchando por enésima vez un vinilo de los Beatles y bebiendo tinto peleón. El amor también significaba muchas otras cosas. Significaba ir corriendo del trabajo a casa para depilarme y darme un baño antes de quedar con el objeto de mi interés amoroso, y actuar como si me hubiera levantado así de divina, o, mejor todavía, como si hubiera conseguido mantenerme exactamente igual a lo largo de todo el día, sin un solo pelo en todo el cuerpo y oliendo a una mezcla de leche corporal de coco y Calvin Klein. Significaba cambiar la ropa casual por ropa casual sexi, porque, obviamente, yo siempre iba sexi a la par que casual. Significaba adoptar una postura estúpidamente rígida porque pensaba que me daba un aire de femme fatale, cuando, en verdad, parecía una esnob con reflujo. Tres copas de vino bastaban para que aflorase mi verdadero yo, para que la fresca vaharada de perfume se transformara en Camionera N.º 5 y mis patosos pasos de baile me arrebataran cualquier posibilidad de ser la nueva Monica Bellucci. A los veintitrés empezaron a quitárseme esas tonterías de la cabeza. Había experimentado por primera vez la sensación de despertar al lado de alguien y despreciarlo por no ser otra persona. El amor ya no era una cama. Sumida en un desengaño amoroso, no conseguía sentir nada aparte de deseo, una fiesta para la que no hacía falta sacar mis mejores galas. El bote de crema de coco seguía encima de la mesilla de noche y, la mayoría de los días, mis piernas aún lucían suaves como la seda; sin embargo, el significado de la palabra «sexi» había cambiado. Mi lenguaje corporal ya no proclamaba «soy demasiado guay para bailar», sino «soy lo bastante guay para bailar mal». Los largos fines de semana en la cama con los mismos rizos castaños de la semana
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anterior habían dado paso a echar ratos de palique en las zonas de fumadores, bailar con idiotas, citas románticas con tíos ciertamente educados, y a la inevitable recaída con un ex. Esta era la realidad de casi toda la gente que me rodeaba, y yo la descubría después de muchos años saltando de una relación apasionada a otra. La fórmula para una vida sin complicaciones se resumía en mantener a los hombres lejos de mis sábanas y abandonar las de ellos cuanto antes. En aquella etapa, la mitad de mis amistades estaba embarcada en relaciones serias y estables, relaciones de un vaso con dos cepillos de dientes, e incluso de enviar las primeras invitaciones de boda, mientras la otra mitad todavía andaba entretenida con ligues ocasionales o, en algunos casos, durmiendo con todos los capullos que se cruzaran en su camino. Es raro percatarte de que tu vida pasa de seguir exactamente el mismo camino que tus amigos a virar hacia una dirección completamente distinta, pero celebrábamos con idéntico entusiasmo la noticia de que una pareja estaba decorando su primer piso y las anécdotas que daban el Tinder o los rollos de una noche. Los veinticinco trajeron consigo un gran cambio en nuestras vidas. La adolescencia, que apenas doce meses atrás parecía tan lejana, regresaba con fuerza. Un día nos despertamos y descubrimos que éramos adultos con empleo y facturas que pagar, algo contra lo que nuestras hormonas decidieron rebelarse a golpe de crisis existenciales; y nosotros empezamos a obrar en consecuencia. Algunos amigos se aferraban a sus parejas como a un clavo ardiendo, incluso cuando se trataba de relaciones consolidadas por el miedo a la soledad, a lo desconocido y, lo más importante, por la incapacidad de pagar solos el alquiler de esos
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pisos tan instagrameables, con cactus, carteles de cine vintage y tocadiscos. Las incómodas manifestaciones públicas de cariño o las misteriosas desapariciones en plena noche durante las salidas en grupo empezaron a dar paso a la clase de discusiones pasivo-agresivas que hasta entonces yo solo había presenciado en cenas con los amigos de mis padres, casados desde hacía siglos y cuya idea de una noche sexi era dormir en la misma habitación durante las vacaciones anuales en familia en el Algarve. Conque hacerse mayor era esto: sustituir los gritos y lágrimas de las cuatro de la mañana de un sábado en la puerta de una discoteca por ataques mediante indirectas entre sorbos de gin-tonic en una sunset party cualquiera. Tantos de nosotros teníamos miedo de la soledad, y al mismo tiempo nos sentíamos solos en las relaciones que manteníamos, que empezó a ser un tema recurrente en nuestras conversaciones. Es curioso cómo una generación tan dispuesta a luchar por el trabajo ideal, y a cambiar de país tantas veces como sea necesario con tal de hacer realidad sus sueños, puede ser tan conservadora con respecto a la idea de encontrar el amor como algo con fecha de caducidad. Muchos conocidos habían llegado a la conclusión de que ya era demasiado tarde para conocer a otra persona —o para conocer a alguien, sin más—, y se habían apoltronado en relaciones que no las satisfacían de lunes a viernes y de las que se desquitaban corriéndose juergas durante el fin de semana. Las redes sociales proporcionaban la plataforma perfecta para gritar: «¡Eh, miradme! ¡Tengo pareja, lo conseguí!», lo que, básicamente, significaba: «Bueno, puedo estar hecha una porquería, pero es verdad que pocas mujeres pueden lucir un vestido de novia palabra de honor cumplidos los treinta». Más
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importante aún: las redes sociales actuaban como el pincel perfecto para crear un concepto ideal de uno mismo y su vida, un cristal insonorizado detrás del cual poder desgañitarse en las broncas de pareja y, aun así, mantener las apariencias siempre y cuando ambos conservaran la sonrisa. Nuestros móviles eran el mejor recordatorio de nuestra soledad: centenares de contactos, pero nadie especial a quien mandar un mensaje cuando has tenido un día malo. Sin embargo, los teléfonos móviles ofrecían también nuevas formas de conocer gente, y enseguida me sentí presionada para bajarme el Tinder. Al final, después de años ligando en la zona de fumadores de los bares más cutres, decidí instalar una aplicación de citas. Siempre había creído en la determinación que transmitía la combinación de ambiente nocturno, alcohol y, en fin, el olor de mis hormonas enloquecidas y fértiles, y vivía conforme a la creencia personal de que la autoconfianza y la actitud valían más que el maquillaje y una melena limpia. El Tinder era todo lo contrario, una parodia disfrazada por la seguridad que transmiten la distancia y las pantallas. Nada de miraditas desde puntos opuestos del local, solo un constante repaso a galerías de selfis, postureo en bañador en Tailandia y, de vez en cuando, alguna presunta foto sexi. A partir de estos elementos yo debía dilucidar cuál de las opciones me habría hecho desear haberme depilado algo más que la franja entre el dobladillo de los pantalones y los calcetines en un bar abarrotado un viernes por la noche. Más importante aún, el Tinder se resumía en la elección perfecta de GIFs, lo más parecido a hacer alarde de inteligencia y sentido del humor online. Era, también, la segunda vez que me sentía vieja en mi vida; la primera fue cuando una niña chocó conmigo en la
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piscina y soltó un: «¡Usted perdone, señora!», mientras se apartaba para seguir nadando con sus manguitos. Una cosa de la que me di cuenta mientras descartaba una interminable serie de fotos en Tinder es de que la aplicación agudizaba mi idea preconcebida del tipo de hombre con el que me apetecía salir. Como una maníaca no intolerante pero, aun así, obsesionada con llevar una dieta sin gluten, me dedicaba a repasar el menú de citas del día y a encontrar toda clase de excusas para no pedir nada. La prueba más extrema es lo que bauticé como «tíos con camisetas amarillas». Un día, tirada en el sofá con mis compañeros de piso, uno de ellos me preguntó cómo podía desechar perfiles tan rápidamente, en cuestión de segundos. «¡Ni siquiera te has molestado en mirarlo bien!», exclamó, ofendido por mi más reciente decisión de dejar pasar al posible amor de mi vida. El problema, le dije con la confianza de una académica que ha dedicado años de su vida al tema y que tiene siempre a mano una ristra de artículos científicos que respaldan su tesis, es que todos esos hombres usan camisetas de colores, y eso, de entrada, revela que es imposible que tengamos algo en común. Estaba segura de la infalibilidad de mi sistema en una plataforma en la que se nos anima a juzgar a los usuarios por su aspecto físico y, si acaso, por su historial de Spotify. Una ojeada desde el punto de vista de mi armario, compuesto por un abanico tonal de tres colores, me confería toda la lucidez que yo necesitaba, y el mensaje era claro como el agua: nada de ropa de colorinchis. Si el orgulloso dueño de una camiseta amarilla me cantaba «come on baby light my fire» en la puerta de un bar de mala muerte en una noche gélida después de tres cervezas, lo mismo podíamos terminar decidiendo nombres de bebé, pero, en Tinder, ninguno
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pasaba de ser un soseras con camiseta amarilla en la pantalla de mi móvil mientras yo esperaba que se me secara la crema de las piernas. En cuanto superé mis prejuicios sobre conocer gente por internet, las cosas fueron a mejor, en el sentido de que, efectivamente, empecé a usar el Tinder para lo que servía —ligar— y abandoné el perpetuo descarte de perfiles. ¿Acaso no nos sentimos como la supermodelo de la fiesta cuando rechazamos a todos los pretendientes porque nos da la gana? En fin, tuve mi momento Gisele Bündchen, pero había llegado la hora de seguir avanzando. Por fin podía empatizar con todas esas figuras que había visto a lo largo de los años en la puerta de bares y cafeterías, con los ojos inquietos dentro de las órbitas, en un estado de angustiada expectación por la llegada de otra persona, ansiosos por el alivio de superar la incertidumbre inicial. Veía por todas partes esas primeras citas, ese enfrentarse con torpeza a la triste realidad de que la mayoría de nosotros estamos haciendo lo que siempre juramos no hacer jamás: publicar fotos en las que parecemos considerablemente más atractivos de lo que somos en realidad. Las primeras citas se habían convertido en una yincana para descubrir todos esos detalles que en circunstancias normales nos habrían llevado a decidir salir con alguien, y enseguida me encontré en esos mismos bares y cafeterías, con los ojos inquietos dentro de las órbitas, en un estado de angustiada expectación, mientras me preguntaba cosas como: «¿Será más alto que yo?», «¿Será tan divertido como cuando nos escribimos?», o, más importante aún: «¿Y si esta vez es el bueno?». Todavía estaba muy arraigada dentro de mí la esperanza de ser guay, y el Tinder estaba succionando los últimos vestigios de ese deseo más deprisa que un
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aspirador de teletienda a las dos de la mañana. De momento, el Tinder no me ha dado amor, pero me ha proporcionado buenas risotadas y noches divertidas, y, en su peor faceta, algunas anécdotas buenísimas para contar a mis amigos en nuestras tertulias. Lo que, para ser sincera, también ocurre cuando das palique en las zonas de fumadores de bares cutrones... Por aquel entonces, estaba tan enfrascada en mi novela personal que todavía no me había parado a pensar que, de algún modo, se esperaba de mí que ya me hubiera embarcado en una relación estable. Aparentemente, tendría que haber recibido el aviso, solo que debió de ir directo a la carpeta de spam, porque allí estaba yo, veintiséis años, soltera, vivita y coleando, con las cuatro extremidades pegadas al cuerpo, y sin entrar en combustión espontánea ni desaparecer de la faz de la tierra, ¡gracias! En mi cabeza, solamente estaba siendo sincera conmigo misma: aspiraba al entusiasmo en vez de conformarme con la seguridad, un impulso que notaba reptando bajo mi piel a diario y que me llevaba a pasar de una cita a otra de la misma manera que me había llevado a la misma cama noche tras noche muchas veces en el pasado. No me oponía a la idea de tener pareja estable y construir una vida con alguien, pero me frustraba que me criticaran por ser una mujer de veintimuchos todavía soltera y despreocupada. He perdido la cuenta de las veces que oí comentarios como: «No entiendo cómo una persona como tú no encuentra a alguien», lo que básicamente significaba o que nadie me quería o que era imposible que yo estuviera bien sola, y por voluntad propia. Identificaba un sexismo subyacente en aquellas observaciones, porque el problema no parecía ser tanto que yo estuviera soltera como
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que fuera una mujer soltera, y que mi belleza y mi fertilidad iban desintegrándose cada minuto un poco más. Yo quería pasión y diversión; no podía conformarme con las mariposas en el estómago, quería que me salieran por la boca en una explosión de color. Me daba miedo envejecer, no en el sentido de hacerme vieja, sino en el de reproducir un estilo de vida que siempre asumí que llegaría como consecuencia de una hipoteca, hijos y, muy sinceramente, resacas cada vez más difíciles de aguantar, y quería aprovechar mientras el cuerpo me pidiera salir de fiesta hasta el amanecer y explorar mi sexualidad con quien me apeteciera. Con veintiséis años quería estar sola, y la sociedad parecía querer que me emparejara. Peor aún: la sociedad quería convertirme en otra persona. Había llegado el momento de dejar de salir con pseudomúsicos greñudos y emocionalmente tarados para empezar a asistir a catas de vino los domingos con contables en pantalones chinos color caqui.
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Título original: Somos uma merda a crescer Texto e ilustraciones: © 2021, Filipa Beleza Primera edición: abril de 2021 © de la traducción del portugués: 2021, Regina López Muñoz © de esta edición: 2021, Roca Editorial de Libros, S. L. Av. Marquès de l’Argentera 17, pral. 08003 Barcelona www.sapristicomic.com Dirección editorial: Octavio Botana Maquetación: Àngel Solé Impreso por Egedsa ISBN: 978.84-949808-9-3 Depósito legal: B-4599-2021 Código IBIC: FX Código del producto: RS80893 Todos los derechos reservados. Quedan rigurosamente prohibidas, sin la autorización escrita de los titulares del copyright, bajo las sanciones establecidas en las leyes, la reproducción total o parcial de esta obra por cualquier medio o procedimiento, comprendidos la reprografía y el tratamiento informático, y la distribución de ejemplares de ella mediante alquiler o préstamos públicos.