La abadía de los herejes, Eugeni Verdú

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Capitulum II

El prendimiento de Jean Duver

Limoux, junio del mismo año 1379

L a tarde desfallecía, y el último haz de luz luchaba por no extin-

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guirse en el horizonte, tiñendo de rojos, naranjas y rosas las nubes. Había llovido intensa y brevemente, como acostumbra en el albor del estío, y el cielo amenazaba con los colores del viento. Una procesión de faroles y candiles serpenteaba por el camino que la dirigía a las afueras de Limoux. El alguacil y su séquito, en perfecto silencio, zarandeaban las luminarias en un intento inútil de esquivar los charcos de aquella senda embarrada. Se dirigían a la casa de Jean Duver. Claude Gog, el alguacil, se preguntaba qué estupidez podría haber cometido Jean para que a esas horas le hubieran ordenado su apresamiento. No es que le importara mucho, pues, en definitiva, aquella orden significaba unas monedas más a su paupérrimo sueldo; una propinilla siempre era bien recibida si, tal como pretendía, quería abandonar esos empleos estacionales de pastor y segador, e instalar de una vez por todas su propio negocio. ¡Dios, qué harto estaba de levantarse al alba y acatar las órdenes de los terratenientes! Él había nacido para mandar y ser obedecido, y no para cuidar cabras y ovejas, ni para deslomarse de sol a sol rodeado de remolachas. Aquel hombre, de mediana edad, seco y carente de todo rastro de pelo, siguió caminando de mala gana. Conocía poco a Jean, pero tenía entendido que, habiendo enviudado de su primera mujer, contrajo nuevo matrimonio con Anne, una joven y bella hembra, con la que, en unión de los hijos habidos con su primera esposa, se trasladó a Limoux. Debería tener cuarenta y tantos


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