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La orden de los mimos, Samantha Shannon

Los mimos, hechos a imagen del dios de las alturas, musitan y rezongan por lo bajo, y corren de acá para allá. Meros muñecos que van y vienen al mando de vastos e informes seres.

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Edgar Allan Poe

C H A R I N G C R O S S R D

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STACEY STREET

N E W COM P T ON ST R E E T

EARLHA M STREET

TOWER ST

S H A F T E S B U

N U

R Y A V E

MERCER STREET

MON M OUTH ST

E

MON MOUTH ST

3

2

MERCER STREET

1

NEA L STREET

SHORTS GARDENS

EARLHA M STREET

SHEL T ON ST

Mimetocapo: el Vinculador Blanco

1 2 3 4 5 6 7 8

Guarida del Vinculador Blanco Chateline’s Neal’s Yard Mercado negro de Covent Garden Entrada al mercado negro Covent Garden Viejo auditorio Book Mews

SHORTS GARDENS

BETTERT ON STREET

DRUR Y LANE

7

UN DISTRITO DE LA

COHORTE I

Sección 4 (I–4)

ARNE S TREET

E N D E L L S T

SHELTON ST

LONG ACRE

NEAL S TREET

E

4

L O N G A C R

F L OR AL ST R E E T

56

CHISWELL STREET

1

2

UN DISTRITO DE LA

COHORTE I

Sección 5 (I–5)

AL DER SGATE STR EETAL DER SGATE ST

LONDO N WALL

N OB LE ST

WOOD STREET

GRESHAM ST REE T

3

Mimetocapo: Ognena Maria

1 Grub Street 2 Barbican 3 Torre de Wood Street 4 Bow Bells y sala del Juditheon 5 Banco de Scion en Inglaterra 6 Old Paul’s

6

CHEAPSID E

4

5

TH READNE E DLE ST

UN DISTRITO DE LA

COHORTE II

Sección 4 (II–4)

3

HAR TLAND ROAD

CH AL K FAR M

4

R OAD

H AW L E Y

ST R EE T

LEYBOU RNE ST

HAWL EY ROAD

Mimetocapo: el Ropavejero

1 2 3 4 5

Intercambiador de Camden Hoyo del Perro Muerto Boutique de Agatha Mercado Stables Mercado de la esclusa de Camden

5

CAM DEN HIGH S T

2

1

OVAL R OAD

GR AN D CAN AL

L

a

COHORTE I

1. EL SUBSEÑOR Hector de Haymarket y su honorable dama, Caracortada

2. La Abadesa 3. Mary Bourne 4. El Vinculador Blanco 5. Ognena Maria 6. Jack Piesligeros

COHORTE II

1. Jimmy O’Goblin 2. La Duquesa de Cristal 3. Ark Ruffian 4. El Ropavejero 5. Nudillos Sangrientos 6. La Dama Perversa

—2059—

COHORTE IV

1. Boina Roja 2. El Rey Enterrado 3. La Reina Perlada 4. Sinrostro 5. Lord Costermonger 6. El Filósofo Pagano

COHORTE V

1. La Sílfide Abyecta 2. El Cuervo Fiel 3. Charley Veraz 4. El Tipo 5. Capitán Carta Afilada 6. El Barquero

COHORTE III

1. El Ejecutor 2. El Príncipe de las Cloacas 3. Señora Portavoz 4. La Quinta Hermana 5. Tom el Rimador 6. Lord Glym

COHORTE VI

1. El Vidente Verde 2. Liebre de Marzo 3. La Dama del Señorío 4. Matarrocas 5. Jenny Dientesverdes 6. La Reina del Invierno

Se encontrará un listado de los honorables caballeros y damas de Londres en la biblioteca privada deE l Spiritus Club

PRIMERA PARTE

Bajos fondos

¿No somos los antinaturales enormemente superiores a ellos, pues? Porque aunque escarbemos entre los huesos de la sociedad, aunque reptemos por las cloacas y tengamos que rogar por un pedazo de pan, somos un conducto al más allá. Somos la prueba de una existencia auxiliar. Somos catalizadores de la energía definitiva, del éter eterno. Dominamos la propia muerte. Derribamos de su pedestal a la parca.

Autor misterioso, Sobre los méritos de la antinaturalidad

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Incendio

E s raro que una historia empiece por el principio. Viéndolo en perspectiva, en realidad yo aparecí hacia el principio del final de esta. Si se piensa bien, la historia de los refaítas y de Scion comenzó casi doscientos años antes de que yo naciera, y las vidas humanas, para los refaítas, son algo tan efímero como un simple latido.

Algunas revoluciones cambian el mundo en un día. Otras requieren décadas, siglos o más, y otras no llegan a dar fruto. La mía empezó con un momento y una elección. Al abrirse una flor en una ciudad secreta, en la frontera entre dos mundos. Tendréis que esperar a ver cómo acaba. Bienvenidos otra vez a Scion.

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2 de septiembre de 2059

Cada uno de los diez vagones del tren estaba decorado como si fuera un pequeño salón. Tupidas alfombras rojas, relucientes mesas de palisandro, el ancla —símbolo de Scion— bordada en oro en cada asiento. A través de un altavoz sonaba música clásica.

En la parte trasera de nuestro vagón iba sentado Jaxon Hall, mimetocapo del I-4 y líder de mi banda de clarividentes en Londres, con las manos apoyadas en su bastón y mirando hacia delante, sin parpadear.

Al otro lado del pasillo estaba mi mejor amigo, Nick Nygård, agarra do a un aro de metal que colgaba del techo. Tras seis meses lejos de él, ver su amable rostro era como contemplar mis recuerdos.

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Tenía la mano surcada de gruesas venas, y la mirada fija en la ventana más cercana, observando las luces de seguridad que pasaban de vez en cuando. Otros tres miembros de la banda estaban tirados sobre sus asientos: Danica, con una herida en la cabeza; Nadine, con las manos ensangrentadas; y su hermano Zeke, agarrándose el hombro lesionado. Solo faltaba Eliza, que se había quedado en Londres.

Desde mi posición, apartada de ellos, observé cómo desaparecía el túnel detrás de nosotros. Tenía una herida reciente en el antebrazo, en el punto del que Danica me había extraído el microchip que tenía bajo la piel.

Aún podía oír la última orden que el Custodio me había dado: «Corre, pequeña soñadora». Pero ¿adónde correría el Custodio? Centinelas armados habían rodeado la puerta de la estación, que estaba cerrada. Para ser tan corpulento podía moverse como una sombra, pero ni siquiera una sombra habría podido escabullirse por aquella puerta. Nashira Sargas, su exprometida y líder de los refaítas, no escatimaría en esfuerzos para darle caza.

En algún lugar de la oscuridad estaba el cordón áureo que unía el espíritu del Custodio con el mío. Me sumergí en el éter, pero no percibí ninguna respuesta desde el otro lado.

Era imposible que las noticias del alzamiento no hubieran llegado a Scion. Algo les habría llegado antes de que los incendios destruyeran los sistemas de comunicaciones. Un mensaje, una advertencia; habría bastado una palabra para alertarlos de la crisis que había estallado en la colonia. Estarían esperándonos con flux y pistolas, dispuestos a enviarnos de vuelta a nuestra prisión. Que lo intentaran. —Tenemos que hacer un recuento —dije, poniéndome en pie—.

¿Cuánto tiempo nos queda para llegar a Londres? —Veinte minutos, creo —dijo Nick. —No sé si quiero saber dónde acaba el túnel… —En el Arconte —respondió, con una sonrisa preocupada—. Hay una estación justo debajo. Se llama S-Whitehall. Se me cayó el corazón a los pies. —No me digas que pensabais escapar atravesando el Arconte. —No. Vamos a parar el tren antes y buscar otra salida —dijo él—. Debe de haber más estaciones en la línea. Dani dice que incluso puede que haya una salida a la red de metro, a través de túneles de servicio.

la orden de los mimos

—Pero esos túneles de servicio podrían estar plagados de metrovigilantes —objeté, girándome hacia Danica—. ¿Estáis seguros de que es la mejor opción?

—No estarán vigilados. Son para los ingenieros —dijo ella—. Pero los túneles más antiguos…, no sé. Dudo que nadie del SciORI se haya adentrado en ellos.

La SciORI era la división de robótica e ingeniería de Scion. Si alguien sabía algo de los túneles, sería alguno de ellos.

—Debe de haber otra salida —insistí. Aunque consiguiéramos penetrar en la red del metro, nos detendrían en la salida—. ¿Podemos desviar el tren? ¿O hay algún modo de subir a la superficie?

—No hay modo de ponerlo en control manual. Y no son tan tontos como para que haya accesos a la superficie desde este nivel. —Danica se levantó el trapo empapado con el que se había cubierto la herida de la cabeza y echó un vistazo a la sangre. Daba la impresión de que había más sangre que tela—. El tren está programado para volver directamente a S-Whitehall. Tenemos que accionar la alarma de incendios y salir por la primera estación que encontremos.

La idea de llevar a un grupo de personas numeroso a través de una vieja red de túneles sin luz no parecía muy sensata. Todos estaban débiles, hambrientos y agotados; teníamos que actuar rápido.

—Debe de haber una estación bajo la Torre —comenté—. No usarían la misma estación para transportar a clarividentes y a personal de Scion.

—Pues eso está a un buen trecho —intervino Nadine—. La Torre está a kilómetros del Arconte.

—En la Torre tienen a clarividentes encerrados. Parece lógico que haya una estación debajo.

—Si suponemos que hay una estación en la Torre, tenemos que calcular con precisión cuándo activar la alarma —dijo Nick—. ¿Alguna idea, Dani? —¿De qué? —¿Cómo podemos determinar dónde estamos? —Ya os he dicho que no conozco esta red de túneles. —Pues adivina. Danica tardó algo más de lo habitual en responder. Tenía los ojos rodeados de moratones. —Puede…, puede que pusieran postes indicadores en las líneas

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para que los obreros no se desorientaran. En los túneles de Scion los hay. Placas que indiquen la distancia a la estación más cercana. —Pero tendríamos que bajar del tren para verlas. —Exacto. Y solo tenemos una oportunidad para pararlo. —Decididlo vosotros. Yo iré a buscar algo para hacer saltar la alarma —dije yo, y los dejé debatiendo. Eché a caminar hacia el siguiente vagón. Jaxon me apartó la cara.

Me detuve delante de él. —Jaxon, ¿tienes un encendedor? —No. —Vale. Los vagones estaban separados por puertas correderas. No podían cerrarse herméticamente, y el cristal no era blindado. Si quedábamos atrapados ahí dentro, no habría modo de huir.

Una multitud de rostros se alzaron para mirarme. Los clarividentes supervivientes, amontonados unos sobre otros. Albergaba la esperanza de que Julian hubiera subido al tren sin que yo lo viera, pero no había ni rastro de mi compañero de conspiración. El corazón se me encogió de pena. Aunque Julian y su grupo de actores sobrevivieran el resto de la noche, al despuntar el día Nashira ya les habría cortado el cuello a todos.

—¿Adónde vamos, Paige? —Era Lotte, una de las actrices. Aún llevaba el vestido para el Bicentenario, la celebración que acabábamos de arruinar con nuestra huida—. ¿A Londres?

—Sí —dije—. Mirad, vamos a tener que parar el tren antes e ir caminando hasta la primera salida que encontremos. El tren se dirige al Arconte. Muchos cogieron aire, sobresaltados, y se miraron entre sí. —Eso no suena muy seguro —observó Felix. —Es nuestra única oportunidad. ¿Alguno de vosotros estaba despierto cuando lo metieron en el tren en dirección a Sheol I? —Yo —contestó un augur. —¿De modo que en la Torre hay una salida? —Sí, seguro. Nos llevaron directamente de las celdas a la estación.

Pero no vamos a pasar por ahí, ¿no? —Sí, a menos que encontremos otra estación. Mientras murmuraban entre sí, los conté. Sin incluirme a mí y al resto de la banda, había veintidós supervivientes. ¿Cómo iban a so-

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brevivir esas personas en el mundo real después de tantos años tratados como animales? Algunos de ellos apenas si recordaban la ciudadela, y sus bandas se habrían olvidado de ellos. Aparté aquella idea de la mente y me arrodillé junto a Michael, que estaba sentado a varias butacas de distancia de los demás. El encantador y siempre afable Michael, el único humano, aparte de mí, que el Custodio había acogido bajo su ala.

—¿Michael? —Le toqué el hombro. Tenía las mejillas sucias y mojadas de lágrimas—. Michael, escucha, sé que da miedo, pero no podía dejarte en Magdalen.

Asintió. No es que no hablara, pero usaba las palabras con mucho cuidado.

—No tienes que volver con tus padres, te lo prometo. Intentaré encontrarte un lugar para vivir. —Aparté la mirada—. Si salimos de esta. Se limpió la cara con la manga. —¿Tienes el encendedor del Custodio? —dije, bajando la voz. Michael metió la mano bajo la chaqueta gris y sacó el encendedor rectangular que yo ya había visto en otras ocasiones. Lo cogí. —Gracias. Ivy, la palmista, también estaba sentada sola. Era la muestra evidente de la crueldad de los refaítas, con la cabeza afeitada y los pómulos hundidos. Su guardián, Thuban Sargas, la había tratado como un saco de boxeo.

Había algo en su modo de mover los dedos y en el temblor de su mandíbula que me decía que no debía dejarla demasiado tiempo sola. Me senté delante de ella y observé los moratones que tenía por toda la piel. —¿Ivy? Asintió casi imperceptiblemente. De los hombros le colgaba una sucia túnica amarilla.

—Ya sabes que no podemos llevarte a un hospital —dije—, pero quiero que sepas que vamos a un lugar seguro. ¿Tienes alguna banda que pueda ocuparse de ti?

—Ninguna banda —dijo con un hilo de voz—. Yo era… aprendiza en Camden. Pero no puedo volver allí. —¿Por qué? Meneó la cabeza. Camden era el distrito del II-4 que concentraba

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la mayor comunidad de clarividentes, un animado barrio comercial en torno a un tramo del Gran Canal.

Apoyé el encendedor en la reluciente mesa y junté las manos. Tenía medias lunas de roña bajo las uñas.

—¿Allí no hay nadie en quien puedas confiar? —pregunté, aún en voz baja.

No había nada que deseara más que conseguirle un alojamiento, pero Jaxon no aceptaría que una extraña invadiera su guarida, sobre todo porque yo no tenía intención de volver con él. Ninguno de aquellos clarividentes duraría demasiado en la calle.

Se presionó el brazo con los dedos, frotándoselo. Tras una larga pausa, dijo: —Hay una persona. Agatha. Trabaja en una tienda en el mercado. —¿Cómo se llama la tienda? —La Boutique de Agatha, sin más. —Del labio inferior le cayó una gota de sangre—. Hace un tiempo que no me ve, pero se ocupará de mí. —Vale. —Me puse en pie—. Le diré a alguien que te acompañe. Tenía los ojos hundidos y la vista puesta en la ventana, muy lejos. Se me hacía un nudo en el estómago pensar que posiblemente su guardián seguiría con vida.

La puerta se abrió y los otros cinco entraron. Agarré el encendedor y fui a su encuentro. —Ese es el Vinculador Blanco —susurró alguien—. Del I-4. Jaxon estaba detrás, de pie, con su bastón-espada. Su silencio me ponía de los nervios, pero no tenía tiempo para jueguecitos. —¿De qué lo conoce Paige? —Otro suspiro asustado—. ¿Tú crees que será…? —Estamos listos, Soñadora —dijo Nick. Ese nombre confirmaría sus sospechas. Me concentré en el éter lo mejor que pude. A mi alrededor revoloteaban numerosos onirosajes, como un enjambre de abejas. Estábamos justo por debajo de Londres.

—Aquí tienes —dije, lanzándole el encendedor a Nick—. Haz los honores.

Él lo levantó, acercándolo al panel, y levantó la tapa. A los pocos segundos, la alarma de incendios se iluminó de rojo.

— «Emergencia —dijo la voz de Scarlett Burnish—. Fuego detectado en el vagón trasero. Sellando puertas. —Las puertas del úl-

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timo vagón se cerraron de golpe y se oyó un zumbido agudo cuando el tren empezó a frenar—. Por favor, vayan a la parte delantera del tren y permanezcan sentados. Se ha enviado un equipo de apoyo vital. No bajen del tren. No intenten abrir puertas ni ventanas. Accionen el mecanismo de la rampa en caso de requerir una mayor ventilación.»

—No engañaremos al sistema por mucho tiempo —señaló Danica—. En cuanto vea que no hay humo, el tren se pondrá otra vez en marcha.

Al final del tren había una pequeña plataforma con una barandilla. Pasé por encima.

—Pásame una linterna —le dije a Zeke. Cuando lo hizo, apunté a las vías con el rayo de luz—. Hay espacio para caminar al lado. ¿Algún modo de desviar el tren, Furia? —Me resultó natural usar su nombre en clave del sindicato. Aquel era uno de los motivos por los que habíamos logrado sobrevivir tanto tiempo en Scion.

—No —dijo Danica—. Y hay una posibilidad nada desdeñable de que nos ahoguemos ahí abajo. —Genial, gracias. Sin perder de vista el tercer raíl, me dejé caer desde la plataforma y aterricé en la grava. Zeke empezó a ayudar a los supervivientes para que bajaran.

Nos pusimos en marcha en fila india, evitando pisar los raíles y las traviesas. Mis mugrientas botas crujieron al pisar el suelo. El túnel era enorme y frío, y parecía no tener fin. En los largos tramos entre balizas de seguridad estaba muy oscuro. Nosotros teníamos cinco linternas, una de ellas con poca batería. El sonido de mi propia respiración me resonaba en los oídos. Por la parte trasera de los brazos tenía la piel de gallina. Mantuve la mano apretada contra la pared y me concentré en pisar bien.

Diez minutos más tarde, los raíles temblaron y nosotros nos lanzamos contra la pared. El tren vacío que habíamos usado para salir de nuestra cárcel pasó junto a nosotros con un gran estruendo, una imagen confusa de metal y luces que se dirigía al Arconte.

Para cuando llegamos a un cartel indicador de cruce, donde brillaba una única luz verde, las piernas me temblaban del agotamiento. —Furia —dije—. ¿Esto te dice algo? —Me dice que hacia delante la pista está despejada, y que el tren

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estaba programado para tomar el segundo desvío a la derecha —dijo

Danica. El desvío a la izquierda estaba bloqueado. —¿Tomamos el primero? —No tenemos mucho donde escoger. El túnel giraba, y más allá se ensanchaba. Echamos a correr. Nick cargaba con Ivy, que estaba tan débil que me sorprendía que hubiera llegado siquiera al tren.

El segundo pasadizo estaba iluminado con luces blancas. Sobre una traviesa habían grabado una inscripción que estaba roñosa y que decía westminster, 2500 m. El primer túnel se abría ante nosotros, de un negro profundo, con una placa que decía torre, 800 m. Me llevé un dedo a los labios. Si había una patrulla esperando en el andén de Westminster, ya les habría llegado un tren vacío. Puede que incluso estuvieran ya en los túneles.

Una rata flaca y parduzca pasó corriendo por entre el grupo. Michael dio un paso atrás, pero Nadine la enfocó con la linterna. —Me pregunto de qué viven. Lo descubrimos, por supuesto. A medida que avanzábamos, encontramos cada vez más ratas, y oímos el ruido de sus chillidos y el rechinar de sus dientes. A Zeke le tembló la mano cuando el haz de luz iluminó el cadáver y vio las ratas que se alimentaban con lo poco que quedaba de carne. Aún se distinguían los restos de la casaca de un bufón, y estaba claro que la caja torácica había sido aplastada por las ruedas de los trenes más de una vez.

—Tiene la mano sobre el tercer raíl —observó Nick—. El pobre desgraciado debió de llegar hasta aquí sin linterna.

—¿Cómo pudo llegar tan lejos solo? —se preguntó una vidente, meneando la cabeza.

Alguien contuvo un sollozo. A ese bufón le había faltado muy poco para llegar a casa, después de conseguir huir de su prisión.

Por fin las linternas iluminaron un andén. Crucé los raíles y subí haciendo fuerza con los brazos; cuando levanté la linterna hasta la altura de los ojos, los músculos me temblaban. El haz de luz penetró en la oscuridad, mostrando unas paredes de piedra blancas idénticas a las de la estación en el otro extremo de la línea. El olor a peróxido de hidrógeno era tan fuerte que me lloraban los ojos. ¿Es que pensaban que les podíamos transmitir la peste? ¿Se lavaban las manos con lejía después de me-

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ternos en el tren, temiéndose que nuestra clarividencia pudiera hacerles algún daño? Casi me imaginaba a mí misma atada a una camilla, aquejada de fantasmagoría, sujetada por médicos vestidos con batas blancas.

No había ni rastro de vigilantes. Movimos las linternas para iluminar en todas direcciones. Había una señal gigantesca clavada en la pared: un rombo rojo cortado en dos por una barra azul, con el nombre de la estación escrito horizontalmente con letras blancas.

Torre de Londres

No necesitaba un mapa para saber que Torre de Londres no era el nombre de ninguna estación de la red de metro.

Debajo de la señal había un pequeño cartel. Me acerqué algo más y soplé para hacer volar el polvo que cubría las letras en relieve. línea péntada, decía. Un mapa mostraba la ubicación de cinco estaciones secretas situadas bajo la ciudadela, con unas líneas de texto minúsculas que informaban de que las estaciones habían sido creadas durante la construcción del Ferrocarril Metropolitano, antiguo nombre del metro de Londres. Nick se situó a mi lado. —¿Cómo permitimos que sucediera esto? —murmuró. —A algunos nos tienen en la Torre durante años antes de enviarnos aquí abajo. Me apretó el hombro con delicadeza. —¿Tú recuerdas que te trajeran aquí? —No. Me habían inyectado flux. Una ráfaga de minúsculas imágenes me pasaron por delante. Levanté los dedos y me los llevé a las sienes. El amaranto que me había dado el Custodio había curado la mayor parte de los daños sufridos por mi onirosaje, pero aún tenía cierta sensación de malestar en la cabeza, y de vez en cuando me fallaba la vista.

—Tenemos que ponernos en marcha —dije, viendo que los otros trepaban al andén.

Había dos salidas: un gran ascensor, lo suficientemente grande como para meter varias camillas a la vez, y una pesada puerta de metal con la indicación salida de incendios. Nick la abrió.

—Parece que vamos a tener que subir por las escaleras —dijo—. ¿Alguien conoce la distribución del complejo de la Torre?

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