MIL LATIDOS DEL CORAZÓN
Kiera Cass
LA HISTORIA LOS DIVIDE. EL DESTINO LOS UNE. ¿PODRÁ EL AMOR MANTENERLOS JUNTOS?
EL AMOR TIENE UN SONIDO PROPIO, ES COMO MIL LATIDOS DEL CORAZÓN AL MISMO TIEMPO.
La princesa Annika ha tenido una vida llena de comodidades, pero ningún lujo puede cambiar el hecho de que no tiene el control de su propia vida. El rey, una vez su amado padre, se ha vuelto frío, y Annika pronto se verá obligada a casarse con un hombre al que no ama a cambio de privilegios políticos para su desalmado padre.
A varios kilómetros de distancia, Lennox disfruta de muy pocas comodidades. Ha dedicado su vida al ejército de Dahrain, con la esperanza de algún día ayudarlos a re cuperar el trono que les fue arrebatado. Para Lennox, la idea del amor es simplemente una distracción: nada se interpondrá en el camino de luchar por su pueblo.
Pero cuando el amor, contra viento y marea, los encuentra a ambos, quedan atrapados por su llamada. Es imposible que estén juntos, pero el irresistible sonido de mil latidos del corazón no les permitirá permanecer separados.
ACERCA DEL AUTOR
Kiera Cass es la autora best seller internacional de la serie La Selección, La sirena, La prometida, La traicionada y Mil latidos del corazón. Es esposa, madre y muchas otras cosas más. Si pudiera hacer una corona con cualquier cosa, sería con las lágrimas interminables de sus lectores. www.kieracass.com
Mil latidos del corazón
Mil latidos del corazón
Kiera Cass
Traducción de Jorge Rizzo
Título original: A Thousand Heartbeats © 2022, Kiera Cass
Edición publicada en acuerdo con The Laura Dail Literary Agency a través de International Editors & Yañez’Co.
Primera edición: noviembre de 2022
© de la traducción: 2022, Jorge Rizzo © de esta edición: 2022, Roca Editorial de Libros, S.L. Av. Marquès de l’Argentera 17, pral. 08003 Barcelona actualidad@rocaeditorial.com www.rocalibros.com
Impreso por Liberdúplex
ISBN: 978-84-19283-19-1 Depósito legal: B-18697-2022
Todos los derechos reservados. Esta publicación no puede ser reproducida, ni en todo ni en parte, ni registrada en o transmitida por, un sistema de recuperación de información, en ninguna forma ni por ningún medio, sea mecánico, fotoquímico, electrónico, magnético, electroóptico, por fotocopia, o cualquier otro, sin el permiso previo por escrito de la editorial.
A Teresa, por todas las razones y ninguna en particular
PRIMERA PARTE
En el mismo momento en que Annika alargaba la mano en busca de su espada, oculta bajo la cama, Lennox limpiaba la sangre de la suya.
Lennox echó un vistazo a la ladera de la colina, jadeando. Otras tres almas que sumar a una larga lista. Ya no llevaba la cuenta, hacía mucho tiempo que había dejado de contar. Con todos los que habían caído ante su espada, nadie en el ejército de Dahrain podría dispu tarle su autoridad. Annika, por otra parte, solo contaba una víctima. Y había sido puramente accidental. Aun así, tampoco había muchos que pudieran poner en entredicho su autoridad.
La gran diferencia era que los que podían lo hacían.
Annika se puso en pie lentamente, aún le dolían las piernas. Dio unos pasos para intentar recuperar la desenvoltura de antes; cuando su doncella entró, ambas decidieron que se movía con suficiente na turalidad. Se sentó ante el tocador, con la mirada puesta en el borde de la cama, que se reflejaba en el espejo. Su espada —oculta bajo la cama— tendría que esperar un día o dos más, pero no veía la hora de romper una de las pocas normas que aún podía saltarse.
Lennox, por su parte, enfundó su espada y bajó por la silenciosa ladera. Kawan estaría encantado con las noticias. Y él, que solo deseaba mantener la seguridad, se aseguraba de no desairarle nunca. Cuando acabara la guerra —si es que llegaba a estallar—, todo un reino se vería obligado a rendirse, y Lennox lo tendría bajo su bota.
Annika y Lennox se concentraron en el día que tenían por delan te, sin que ninguno de los dos fuera consciente de la existencia del otro, ni de lo mucho que podían llegar a influir recíprocamente en los cambios que registrarían sus vidas.
Aunque quizá ya lo hubieran hecho, sin darse cuenta e irrevo cablemente.
LENNOX
Volví caminando al castillo, intentando decidir adónde ir primero: si a mis aposentos o si a la cantina. Bajé la mirada, me miré la casaca y las botas y me limpié la mejilla. El dorso de la mano se me manchó de polvo, sudor y sangre, y observé que también tenía restos de las tres cosas en la camisa.
Pasaría primero por la cantina, pues. Que todo el mundo lo viera.
Me dirigí hacia la entrada este, que era la menos vigilada del castillo de Vosino. Aunque lo cierto era que la vigilancia no era mu cho mayor en el resto. Vosino podría considerarse un castillo abandonado, una reliquia de algún reino olvidado en el que nosotros nos habíamos instalado. No se hacían grandes labores de mantenimiento. Al fin y al cabo, se suponía que iba a ser solo un refugio temporal.
Al entrar vi a Kawan sentado a la mesa principal. Como de cos tumbre, mi madre estaba a su lado.
Nunca había nadie más a su lado. Ni siquiera a mí me habían invitado a su mesa.
El resto del ejército estaba repartido por la cantina, la tropa mez clada con los oficiales.
Todos los ojos se posaron en mí en el momento en que entré, re corriendo a paso tranquilo el pasillo central, con la muñeca apoyada en la empuñadura de mi espada. Las conversaciones se convirtieron en susurros y algunos estiraron el cuello para verme mejor.
Mi madre fue la primera que me vio, y me escrutó con sus ojos azules, bajo un ceño fruncido. Cuando la gente se integraba en nues tras filas, abandonaban los vestidos y los oropeles y se ponían una especie de uniforme, quedando despojados de gran parte de sus efec tos personales. De ello se beneficiaba mi madre, que se presentaba
a cenar con vestidos antes propiedad de alguna otra habitante del castillo: era la única mujer del castillo de Vosino que gozaba de tal privilegio.
A su derecha estaba Kawan, con el rostro cubierto por el cáliz del que estaba bebiendo. Lo posó en la mesa de un golpetazo y se limpió la enmarañada barba con la manga, ya sucia de antes. Me miró y soltó un suspiro profundo.
—¿Qué significa esto? —dijo, señalando mis ropas cubiertas de sangre.
—Esta mañana ha habido tres intentos de deserción —le infor mé—. Quizá quieras enviar carros para que recojan los cadáveres antes de que vengan a comérselos los lobos.
—¿Eso es todo? —preguntó Kawan.
«¿Que si eso es todo?»
No, no era todo. Era la más reciente de una serie de misiones que había llevado a cabo por el bien de nuestro pueblo, en nombre de Kawan, para ponerme a prueba a mí mismo. Y ahí estaba, en silencio, cubierto de sangre, esperando que él reconociera mis esfuerzos por una vez.
Me quedé inmóvil, esperando que tomara nota.
—A mí me parece que no es poca cosa someter a tres jóvenes re clutas bien entrenados en plena noche, sin contar con ninguna ayu da. Conseguir mantener en secreto nuestra ubicación y salir ileso. Pero podría equivocarme.
—Sueles equivocarte mucho —gruñó, a modo de respuesta—. Trista, dile a tu hijo que se calme un poco.
Miré a mi madre, pero ella no dijo nada. Yo ya sabía que Kawan quería provocarme: era uno de sus pasatiempos favoritos, y estaba muy cerca de conseguirlo. Me salvó el alboroto procedente del ves tíbulo.
—¡Dejad paso! ¡Dejad paso! —gritó un chico, entrando a la ca rrera.
Un grito así solo podía significar una cosa: la misión más reciente había concluido y nuestras tropas habían regresado.
Me giré y vi a Aldrik y a sus lacayos entrando en la cantina, cada uno de ellos tirando de dos vacas.
Kawan chasqueó la lengua, y yo me eché a un lado. Mi momento ya había pasado.
Aldrik era todo lo que buscaba Kawan. De anchas espaldas y vo luntad maleable. Su enmarañado cabello castaño le cubrió la frente al arrodillarse en el mismo lugar en el que había estado yo un mo mento antes. Tras él iban otros dos soldados, elegidos personalmente por él para que le acompañaran en la misión. Estaban cubiertos de barro rojo, y uno de ellos llevaba el torso descubierto.
Me crucé de brazos y observé la escena. Seis vacas en la cantina del castillo.
Las podría haber dejado fuera, pero era evidente que Aldrik sabía que era, con mucho, la mejor y mayor conquista que habíamos obte nido con nuestras misiones.
¿La peor? Un cuerpo en un saco de arpillera.
—Poderoso Kawan, he vuelto con media docena de reses para el ejército de Dahrain. Te presento mi ofrenda, esperando demostrar con ella mi lealtad y el valor de mi servicio a la causa —dijo Aldrik, con la cabeza gacha.
Unos cuantos de los presentes aplaudieron, agradeciendo las provisiones. Como si bastaran para alimentar siquiera a una fracción de los habitantes del castillo.
Kawan se puso en pie, se acercó y examinó las vacas. Cuando acabó, le dio una palmada en el hombro a Aldrik y se giró hacia la multitud.
—¿Qué decís? ¿Os place esta ofrenda?
—¡Sí! —gritaron todos.
Bueno, casi todos.
Kawan soltó una carcajada gutural.
—Estoy de acuerdo. Levántate, Aldrik. Has servido bien a tu gente.
Estallaron los aplausos, y la multitud rodeó a Aldrik y a su equi po. Aproveché la ocasión para escabullirme, meneando la cabeza, preguntándome a quién se las habría robado. Le habría reprendido con gusto por vanagloriarse de aquel modo, pero luego miré mi camisa, recordé exactamente quién era yo y lo dejé estar.
No era más que un trabajo, y yo ya había acabado el mío, así que me fui a dormir un poco. Bueno, eso si la única chica que me impor taba en este castillo me lo permitía.
Abrí la puerta y al momento Thistle se puso a soltar gañiditos de alegría. No pude contener una sonrisa.
—Sí, sí, ya sé —dije, acercándome a mi cama mal hecha y acari ciándole el pelo de la nuca.
Había encontrado a Thistle cuando no era más que una cacho rrita. Estaba herida, y por lo que parecía su manada la había abandonado. Si alguien podía entenderla, era yo. Los zorros grises eran eminentemente nocturnos —algo que llegué a aprender por las ma las—, pero ella siempre se desperezaba al verme llegar.
Se subió a la cama y se tiró panza arriba, mostrándome el vien tre. Yo se lo rasqué y luego desplacé los tablones que cubrían la ven tana a modo de postigos.
—Lo siento —le dije—. Es que no quería que me vieras con una espada en la mano. Ahora ya puedes salir, si quieres.
Se quedó en la cama mientras yo me miraba en el pequeño es pejo roto de mi escritorio. Estaba peor de lo que pensaba. Tenía la frente sucia de tierra y la mejilla manchada de sangre. Respiré hondo y mojé una toalla en mi bacinilla para limpiar el rastro que me había dejado en la cara la misión de la noche.
Thistle se puso a caminar arriba y abajo sobre la cama, mirán dome con un gesto que habría jurado que era de preocupación. Los zorros grises son de la familia de los cánidos. Thistle tenía los senti dos desarrollados como un lobo, y no tenía duda de que ahora mismo había identificado todos los olores que llevaba encima. Tenía la sen sación de que sabía qué tipo de persona era yo exactamente, y lo que acababa de hacer. Pero era libre de entrar y salir, y siempre volvía, así que esperaba que no le importara demasiado.
En cualquier caso, no era eso; la cosa es que a mí sí que me im portaba.
ANNIKA
Y a está, mi señora, es la última —dijo Noemi mientras me prendía la parte delantera del vestido a la pechera. Apretó los labios, como si estuviera dudando si decir algo o no.
Yo intenté mostrar mi sonrisa más tranquilizadora.
—Sea lo que sea, dilo. ¿Desde cuándo hay secretos entre tú y yo?
Se pasó la mano por sus oscuros rizos, nerviosa.
—No es ningún secreto, mi señora. Simplemente me preguntaba si ya estaría lista para verlo otra vez. Para ver a nadie.
Noemi se mordió el labio. Era uno de sus muchos gestos entrañables. Le cogí la mano.
—Mañana es el Día de la Fundación. El pueblo también necesita ver a su princesa. Mi presencia en la corte anima a nuestros súbditos, y ese es mi papel principal. —Incliné la cabeza.
Si Noemi fuera mi hermana de verdad, quizá hubiera discutido. Como doncella, se limitó a responder:
—Sí, señora.
Ya peinada y con el vestido a punto, Noemi me ayudó a colocar me mis zapatos más resistentes y me puse en marcha.
Aunque había vivido allí toda mi vida, el castillo de Meckonah seguía impresionándome con sus amplios ventanales, sus suelos de mármol y sus numerosas galerías. Pero no solo era un lugar bonito: también era mi hogar.
Mi madre y mi padre habían renunciado a una boda en la iglesia para poder intercambiar sus votos en el campo frente al castillo.
Yo había nacido aquí. Mis primeras palabras, mis primeros pasos, todo lo había aprendido aquí. Y estaba orgullosa de ello, enamorada de este palacio y de esta tierra. Para mí lo eran todo. De hecho, haría prácticamente cualquier cosa por Kadier.
Me acerqué lentamente al comedor. Justo antes de llegar a la puerta hice una pausa: quizá Noemi tuviera razón; quizá fuera demasiado pronto. Pero ya me habían visto, ya era demasiado tarde.
Escalus me vio antes que mi padre, y enseguida se puso en pie y cruzó el comedor para recibirme. Me abrazó, y sonreí con ganas por primera vez desde hacía varias semanas.
—Estaba deseando verte, pero Noemi me dijo que no estabas en condiciones de recibir a nadie —me dijo en voz baja.
Levantó la mano y se apartó un mechón de cabello del rostro. Escalus y yo teníamos el mismo cabello castaño claro que nuestra madre, Evelina, y sus ojos de un marrón luminoso, pero no había dudas de que Escalus era quien más recordaba a Theron Vedette.
—No te has perdido nada, te lo aseguro. Un aburrimiento. Ade más, estoy segura de que tenías cosas mucho más importantes que hacer —dije, intentando adoptar un tono desenfadado, aunque tenía la sensación de no estar consiguiéndolo.
—Se te ve diferente —dijo él, apoyándome una mano en el hombro.
Me encogí de hombros.
—Sí, me siento diferente.
Tragó saliva.
—Entonces…, ¿está todo arreglado?
Asentí y bajé la voz:
—Ahora todo depende de lo que decida papá.
—Ven a comer algo. Con canela las penas son menos penas.
Echamos a andar y sonreí, pensando en las palabras de nuestra madre. Ella tenía muchos remedios para aliviar el espíritu: la luz del sol, la música, la canela…
Pero mi sonrisa duró poco, hasta que llegué al otro lado de la mesa, para hacerle una reverencia a mi padre. ¿Con qué me encon traría hoy?
—Majestad —saludé.
—Annika. Me alegro de que te hayas recuperado —dijo, mar cando las palabras. Con esas siete palabras supe que la oscuridad que en ocasiones se apoderaba de él se extendía sobre su mente como un denso manto que lo cubría todo.
Desanimada, ocupé mi lugar a su izquierda y paseé la mirada por los cortesanos que desayunaban en silencio. En cierto modo era
como una música, el contacto de los tenedores y los cuchillos con los platos de porcelana, creando un tintineo que se mezclaba con el murmullo grave de las voces. La luz entraba a raudales por las ventanas de arco, anunciando un bonito día.
—Ahora que estáis aquí, tenemos que hablar de algunas cosas —dijo mi padre—. Mañana es el Día de la Fundación, así que Nicko las llegará esta noche. He pensado que será una ocasión estupenda para que le propongas matrimonio.
—¿Esta noche? —Yo ya me había resignado en la medida de lo posible, pero pensaba que tendría más tiempo—. ¿Cómo sabías siquiera que iba a volver a la corte hoy?
—No lo sabía. Pero tenía que ocurrir de todos modos. Él rara mente acude a la corte sin motivo, y cuanto antes, mejor. Se lo pue des pedir después de la cena.
Bueno, estaba claro que lo tenía bien pensado.
—Y… ¿tengo que ser «yo» quien se declare?
Mi padre se encogió de hombros.
—Protocolo. Tienes un rango superior —dijo, sin apartar los ojos de mí, aún enfadado por el hecho de que le plantara cara—. Y tienes un… carácter más duro de lo que imaginábamos. Así que no creo que te suponga un gran problema llevar la iniciativa.
Habría querido gritarle, rogando que volviera a ser el dulce pa dre de antes, papá. Tras aquellos ojos había un hombre que me com prendía, que veía la imagen de mi madre en mi rostro. Y le echaba tanto de menos que hacía todo lo posible para no detestar al hombre que ahora tenía delante.
Pero seguía siendo la hija de mi madre. Así que, por ella, man tuve la sonrisa en el rostro, decidida a proteger lo que quedaba de nuestra familia.
—No, mi señor. No será un problema.
—Bien —dijo él, y volvió a su comida.
Escalus tenía razón. Había unos bollitos de canela glaseados allí mismo, sobre la mesa. Pero por tentadores que resultaran, yo había perdido el apetito por completo.
Me desperté varias horas más tarde con el morro de Thistle pe gado a la pierna. La miré, preguntándome por qué no habría salido corriendo allá donde soliera ocultarse la mayor parte del día. Quizá se diera cuenta de que la necesitaba.
Me saqué las bayas que había recogido en el bosque aquella mis ma mañana del bolsillo del cinto y se las dejé en un montoncito al borde de la cama mientras me vestía otra vez para lo que quedaba del día. Pantalones negros encajados en botas de cuero negras, cami sa blanca y chaleco negro. Y, aunque no tenía ninguna intención de montar a caballo, me puse la capa.
Emergí de las profundidades del castillo y me encontré con la luz de un día brumoso. Sentí la brisa del océano en el cabello mientras caminaba hacia los campos.
Un sendero pedregoso descendía hasta el mar, donde había gen te pescando con grandes redes, usando el puñado de barquitas que teníamos. Otros estaban en los campos, cosechando los cereales. En los bosques y en la montaña crecían bayas y frutos secos de forma espontánea, y el terreno era cultivable; solo hacía falta la mano de obra. La lástima era que se necesitaría mucha mano de obra.
A lo lejos oí el entrechocar de espadas, y me acerqué al campo de combate para echar una mano con el entrenamiento. No obstante, una vez allí observé que ya se estaba encargando de ello el hábil Inigo, así que mi ayuda resultaba innecesaria. Me subí a la grada en torno a la arena, y eché un vistazo en busca de nuevos talentos.
—Es ese —oí que susurraba alguien—. Esta mañana ha matado a tres que intentaban huir. Dicen que es los ojos y los oídos de Kawan.
—Si capturan a alguien importante, es el único que puede… ocuparse de ellos —respondió otra voz en voz baja—. Ni siquiera
los guardias de Kawan son lo suficientemente fríos como para ma tarlos.
—Kawan es fuerte, pero no despiadado —intervino un tercero.
—¿Tú crees que nos puede oír?
—Si soy los ojos y los oídos de Kawan, lo lógico sería suponer que siempre puedo oíros —dije yo, sin girarme a mirarlos.
Entonces cometí el error de mirar hacia la pista de combate. Cada vez que establecía contacto visual con alguien, se apresuraban a apartar la mirada.
Sabía lo que era que te reconocieran. Me pregunté cómo sería que te conocieran realmente.
Entonces afloró una idea aún más dolorosa: me pregunté cómo sería que te perdonaran.
Seguí observando los combates sin inmutarme, pero los pensa mientos se me arremolinaban en la mente, solapándose unos con otros.
—¿Alguien destacable?
Al oír la voz de Kawan erguí el cuerpo y me arriesgué a mirar lo, esperando que no se me notara en los ojos el desprecio que me suscitaba.
No se había preocupado lo más mínimo en vestirse para impre sionar. Llevaba varias capas de cuero viejo y el oscuro cabello atado hacia atrás, pero no se lo había cepillado, y una larga trenza le caía sobre el hombro derecho. Mis ojos eran un vínculo evidente con mi madre, pero mi cabello a veces engañaba a los reclutas, que suponían que también era hijo de él.
—No sabría decir.
Él respondió con un gruñido.
—Esta semana han llegado dos chicos de Sibral.
Aquella última palabra quedó flotando entre los dos. Sibral esta ba tan al oeste que prácticamente quedaba a las puertas de la fronte ra con el enemigo.
—Es un largo camino —observé.
—Sí que lo es. Resulta que no iban buscándonos. No sabían ni que existíamos. Pero pasaban por los confines de nuestro territorio, y accedieron gustosamente a unirse a nosotros a cambio de un techo y ropa de abrigo.
—No sabían ni que existíamos —murmuré.
—No te preocupes. Muy pronto todos lo sabrán. —Bajó las ma nos y se subió los pesados pantalones—. En cuanto a tu misión de esta mañana, tres contra uno no es poca cosa. Pero mejor que darles caza, preferiría que impidieras que escaparan. Sería más útil. Necesitamos los efectivos.
Me mordí la lengua. No era culpa mía que su pequeño «reino» no estuviera a la altura de las expectativas de la gente.
—¿Qué sugieres?
—Que se les advierta convenientemente. —Levantó la vista al cielo—. He oído que vas a dar otra clase esta noche. Encárgate de que se enteren de las consecuencias.
Aparté la mirada y suspiré.
—Sí, señor.
Él me dio una palmada en la espalda.
—Buen chico. Echa un vistazo por aquí. Si alguien apunta ma neras, infórmame —dijo, y echó a andar por entre la gente, que se apartaba a su paso.
Era una reacción similar a la que mostraban conmigo, aunque con él resultaba mucho más evidente. Me quedé mirando cómo se alejaba, pensando que quizás aquello ya era algo. Si no conseguía que me conocieran, o que me perdonaran, quizá fuera suficiente con que me temieran.
ANNIKA
E n cuanto abrí las puertas de la biblioteca, me llegó el olor a libros viejos, y me hizo sentir que el lastre que cargaba sobre los hombros se volvía algo más liviano, aunque solo fuera un poco. Examiné la estancia, fijándome en cada detalle, disfrutando de la sensación de paz que me transmitía aquel lugar.
Aquella estancia contenía mucha información, muchas histo rias. En la parte delantera había unas estanterías bajas que formaban prácticamente un laberinto y espacios abiertos con escritorios para estudiar. Cuando la luz de la tarde atravesaba aquellas ventanas, era espectacular; estudiar allí me permitía a la vez leer y disfrutar del calor del sol, como si fuera un gato. Una bendición.
Además era un espacio enorme, con una pasarela que formaba un segundo nivel en la parte trasera y escaleras que solo de mirar hasta dónde llegaban hacían que me diera vueltas la cabeza. Algunos de los libros más antiguos estaban encadenados a las estanterías; si alguien quería llevárselos de la biblioteca, tenía que contar con el permiso expreso del rey y luego persuadir a Rhett —que cuidaba de la biblioteca como si fuera un ser vivo— para que ejecutara la orden. Nuestra colección de libros era tan grande que los reinos vecinos a veces nos pedían títulos prestados. Había incluso cubos de arena ocultos bajo los bancos de madera tallada, para salvar todo lo posible en caso de incendio. Por suerte, nunca se había producido ninguno.
Mientras paseaba la vista por la sala, disfrutando de aquella sensación de paz, Rhett salió de detrás de una estantería alta, chasqueando la lengua.
—¡Me preguntaba dónde estarías! —exclamó, apoyando un montón de libros en un escritorio cercano y acercándose a darme un abrazo.
Rhett era la única persona del palacio que no se molestaba en guardar las formas conmigo. Quizá fuera porque nos conocíamos desde que éramos niños, o porque había empezado como mozo de cuadras y estaba acostumbrado a verme sucia y soltando improperios, pero Rhett me trataba como si la tiara que llevaba sobre la ca beza no fuera más que un pasador de pelo.
—Últimamente no me he encontrado muy bien —le dije.
—Espero que no fuera nada serio —dijo, echándose atrás y mos trándome una gran sonrisa.
—No, en absoluto.
—¿Qué te apetece leer hoy? —dijo, con una sonrisa pícara.
—Algún cuento de hadas. De esos en los que se consigue todo lo que se desea, en los que son felices para siempre jamás.
Siguió sonriendo, y me hizo un gesto con el dedo como diciendo «sígueme».
—Por suerte para ti, la semana pasada recibimos algo nuevo. Y, como te conozco tan bien, mi señora, sé perfectamente que no has leído esto… —dijo, echando mano de un libro situado en un estante elevado—… en mucho mucho tiempo.
Me puso la raída novela en la mano, y me pregunté si alguien más que yo la habría leído. A veces tenía la impresión de ser la única de todo el palacio que se pasaba por la biblioteca.
—Será perfecto. Reconfortante.
—Coge también un título nuevo —dijo, poniéndome otro libro encima del primero—. Lees extraordinariamente rápido.
—No tanto —dije, sonriendo.
Se me quedó mirando un momento, y en sus ojos vi un destello extraño.
—¿Quieres quedarte a tomar un té? O, mejor aún, he encontra do otra cerradura que podrías probar a abrir…
Suspiré. Me habría gustado quedarme, pero el día siguiente iba a ser agotador. Y la noche sería aún peor.
—Guarda la cerradura para la próxima vez. Uno de estos días lo haré mejor que tú.
—¿Serás mejor como líder? Sí. ¿Más rápida leyendo? Por su puesto. Pero ¿conseguirás abrir una cerradura más rápido que yo? ¡Nunca! —dijo, fingiéndose profundamente ofendido.
No pude evitar reírme como una tonta.
—En primer lugar, eso ya lo veremos. Y en segundo, nunca seré líder de nada; viviré feliz bajo el reinado de mi hermano. Algún día.
—Lo mismo da —replicó, sin dejar de sonreír.
—Gracias por los libros.
—Cuando quieras, alteza.
Me puse en marcha. Era consciente de que las piernas podrían darme problemas durante el día, pero el mero hecho de estar de pie me dolía más de lo previsto. Cuando los libros se me resbalaron de las manos, a medio subir las escaleras, eché la pierna hacia delante con demasiada rapidez… y supe que algo iba mal.
Apreté los dientes al notar esa sensación de que se me rompía algo en la parte trasera del muslo izquierdo, y miré a todas partes apresuradamente, dando gracias por estar sola.
Me puse en marcha cautelosamente, tomándome mi tiempo, in capaz de moverme más rápido. Por fin llegué a mi habitación y abrí la puerta.
—¡Alteza! —exclamó Noemi, acudiendo a la carrera y cerrando la puerta a mis espaldas.
Me subí la falda con una mueca de dolor.
—¿Cómo es de grave?
—Parece que se ha abierto una herida. La buena noticia es que es solo una. Vuelva a la cama —dijo. Pasó la cabeza bajo mi brazo y yo erguí el cuerpo apoyándome en sus hombros—. ¿Qué es lo que ha hecho?
—He desayunado. Y he ido a la biblioteca. Ya sabes lo temeraria que puedo llegar a ser.
Noemi contuvo una risita mientras me dejaba en la cama, boca abajo.
—Es agradable oírle hacer bromas otra vez.
Pensé en ello; me pregunté si volvería a reír con ganas.
—¿Me quieres traer los libros, por favor, para que tenga algo que hacer?
Volvió atrás y recogió los libros, que dejó sobre mi mesilla. Ob servé la raída cubierta de uno, que contrastaba con el impecable volumen nuevo, agradecida porque Rhett hubiera insistido en que me llevara ambos. Iba a tener que quedarme en la cama toda la tarde.
—Ha llegado un mensaje de su majestad, para recordarle que tiene una importante reunión esta noche. Quería que le preparara su
mejor vestido. Yo habría optado por el plateado, pero, en vista de que la herida se ha abierto, quizá sería más seguro algo en rojo oscuro, ¿no cree?
—Muy bien pensado, Noemi. Gracias.
—Esto le dolerá.
—Lo sé.
Intenté no hacer ningún ruido mientras ella hacía lo que tenía que hacer. Cuanto menos supiera cuánto me dolía, mejor. Me quedé ahí tendida, intentando pensar en cómo formular mi propuesta de matrimonio. Teniendo en cuenta, sobre todo, que iba a declararme a alguien con quien no tenía ningún interés en casarme.
Suspiré, intentando no pensar en ello. El matrimonio de mis pa dres había sido acordado, y se habían querido tanto que, cuando aca bó, mi padre se quedó destrozado. Cuando mi madre desapareció, no había quien lo consolara.
Así que sabía que un matrimonio de conveniencia no tenía por qué ser algo tan terrible. Además, el palacio era tan grande que probablemente podríamos pasarnos la mayor parte de la semana vién donos solamente en las comidas. Continuaría teniendo mi habitación y mi biblioteca, a mi hermano y a Noemi. Seguiría contando con los establos y con las caras de todas esas personas que quería y en las que confiaba. Solo que además tendría un marido. Eso era todo.
Mientras Noemi acababa con su trabajo, cogí uno de los libros y me dejé transportar a un mundo en el que la gente veía realizados todos sus sueños.
LENNOX
N o os entretengáis —ordené, dirigiéndome al grupo de jóve nes reclutas que avanzaban por la cuesta, evitando intencionada mente la zona donde había acabado con los desertores esa misma mañana.
El viento golpeaba el agua del océano y agitaba la hierba del pra do, obligándome a levantar la voz para que me oyeran. Pero eso no era un problema. La gente estaba acostumbrada a oírme gritar.
—Replegaos hacia aquí —les dije a la docena de soldados con centrados en lo alto de la colina.
—Pongamos que estáis en una misión a campo abierto y que os habéis separado del grupo. Estáis perdidos en ese bosque, sin brújula. ¿Qué hacéis? —pregunté, y la única respuesta fue un silencio tenso—. ¿Nadie?
Se quedaron allí, sin reaccionar, con los brazos cruzados sobre el pecho, temblando de frío.
—Muy bien. Si es de día, resulta bastante fácil. El sol viaja del este al oeste. —Miré al suelo y encontré lo que buscaba casi al mo mento—. Coged un palo de medio metro más o menos y plantadlo en el suelo en vertical. —Clavé el palo en el suelo, a modo de pos te—. Cuando salga el sol, o en cuanto veáis la luz, colocad una piedra donde acaba la sombra del palo. Cuando la sombra se mueva, colo cad otra piedra al final de la nueva sombra. —Coloqué una segunda piedra en el suelo—. La línea imaginaria entre estas dos piedras es la línea este-oeste. Si avanzáis hacia el este y luego giráis al norte, acabaréis llegando al castillo. O al mar. Espero que seáis lo suficien temente avispados para distinguir el uno del otro.
Nada. Bueno, al menos a mí el comentario me había parecido gracioso.
—Si os movéis de noche, la cosa cambia por completo. Tendréis que aprender a orientaros por las estrellas.
Ellos seguían temblando y agarrándose el cuerpo con las manos. ¿Por qué no se daba cuenta ninguno de lo importante que era esto? Había un reino esperando al otro lado. Y lo único que les preocupaba a aquellos tipos era el frío.
—Levantad la vista. ¿Veis esas cuatro estrellas que componen un cuadrado irregular?
Más silencio.
—¿Nadie?
—Sí —respondió alguien por fin.
—¿Todos lo veis? Si no, es importante que me lo digáis. No pue do enseñaros nada si ya estáis perdidos antes de empezar. —Silen cio—. Muy bien. Esa es la Osa Mayor. Si trazáis una línea uniendo esas últimas dos estrellas, deberíais llegar a la estrella más brillante del cielo: la Estrella Polar. ¿Todo el mundo la ve?
Un murmullo se extendió entre mis estudiantes, que no parecían tenerlo muy claro.
—La Estrella Polar apunta casi exactamente al norte. Está inmóvil en el firmamento; las otras estrellas giran a su alrededor. Si miráis directamente hacia arriba y fijáis el punto justo por encima de vosotros y luego trazáis una línea de ahí hacia la Estrella Polar, os indicará el norte. Si seguís hacia el norte, deberíais poder encontrar el castillo sin problemas.
Miré a mi alrededor para ver si lo habían entendido. A mí me parecía algo bastante obvio, pero yo llevaba estudiando el cielo desde antes de que supiera leer —cuando había cosas que leer—. Nadie hizo preguntas, así que seguí adelante.
—Otra opción es coger dos palos, escoger una estrella luminosa del cielo y alinearlos a un metro de distancia, más o menos, bajo la estrella elegida. Luego, al igual que hemos hecho con el sol, espera mos veinte minutos a que las estrellas se muevan. Si nuestra estrella se eleva directamente sobre los palos, estamos mirando al este; pero si se oculta tras ellos, estamos mirando al oeste. Si la estrella se mueve hacia la derecha, estamos de cara al sur; y si es hacia la izquierda, estamos mirando al norte. No confundáis estas indicaciones, u os perderéis irremediablemente.
»Durante las próximas noches, vuestra misión es salir aquí fue
ra y practicar, aunque esté nublado. Dentro de menos de un mes deberíais dominar la técnica. Ahora miradme —ordené, y todos los soldados me miraron muy atentos—. Os he explicado cómo orienta ros mirando el cielo. Pero os voy a dejar una cosa muy clara. —Hice una pausa para mirarlos fijamente a los ojos—. Si usáis estos co nocimientos para intentar huir, os encontraréis conmigo. Y si nos encontramos, lo lamentaréis.
—Sí, señor —respondió algún espíritu valiente.
—Bien. Podéis retiraros.
Cuando la última de las sombras desapareció tras la cresta de la colina, resoplé y me tendí sobre la hierba, mirando al cielo.
A veces, incluso en mi propia habitación, los sonidos del castillo me resultaban insoportables. El resonar de los pasos, las discusiones por tonterías, las risas innecesarias… Pero ahí fuera…, ahí fuera po día pensar.
Un ruido entre la vegetación me sobresaltó, hasta que me di cuenta de que era Thistle, que me había encontrado.
—¡Ah! ¿De caza? ¿Has encontrado algo bueno?
Intenté rascarle la cabeza, pero ya estaba correteando otra vez, así que volví a fijar la vista en el cielo.
Había belleza allí arriba, un inquietante recordatorio de lo pe queños que somos. Mi padre solía mostrarme todas las formas del cielo, me hablaba de los personajes y las historias relacionados con las líneas de las estrellas. Yo no sabía hasta qué punto tomármelo en serio, pero ahora me gustaba pensar que, en algún otro lugar, otro padre le estaría contando a su hijo las mismas historias, y que ese hijo estaría pensando en las posibilidades que le planteaba la vida y que podría llegar a ser de esas personas que se convierten en leyen da, de esas que la gente luego ve en las estrellas.
Ese pobre chico… Un día sus ilusiones se verían pisoteadas. Pero aun así esperaba que las disfrutara, aunque solo fuera por una noche.
ANNIKA
La luna estaba elevándose en el cielo, y las estrellas brillaban a su alrededor como diamantes, aunque resultaba evidente que no eran todas blancas. Algunas eran azules o amarillas, otras, rosadas. El cielo nocturno era la dama mejor vestida de la corte; las estrellas, su mejor vestido, y la luna, su corona perfecta.
La sala estaba llena de música y de gente contenta, y la pista de baile estaba atestada de parejas de todas las edades. Y yo estaba junto a la pared, mirando por la ventana.
El primo Nickolas estaba allí, tal como estaba previsto, tieso como un clavo y con cara de aburrimiento. Aunque no es que tuvie ra muchas otras caras.
Nickolas —conocido para el público general como el duque de Canisse— era alto y delgado, de cabello castaño, y tenía la mira da de un hombre precavido que se guarda sus pensamientos para sí mismo. Para mí, acostumbrada a contar casi todo lo que me pasaba por la cabeza, aquello resultaba un rasgo admirable. Tenía muchos talentos, era educado y miembro de la única familia que importaba algo, según mi padre.
Tanto su padre como su madre habían sido ejecutados por or den de mi abuelo, que los acusó de querer arrebatarle la corona. Su madre, lady Leone, era de sangre real por algún pariente muy lejano, de una rama remota del árbol familiar. Nickolas se había sal vado porque en aquel entonces no era más que un bebé, y una vez que alcanzó la edad necesaria juró lealtad a nuestra familia. Quizá tuviera partidarios entre el pueblo, pero por lo que yo sabía nunca había renegado del apoyo mostrado a la dinastía de los Vedette. Aunque eso no impedía que la gente cuchicheara, y esos cuchicheos podían bastar para que mi padre reaccionara. Ya hacía tiempo que
tenía los ojos puestos en el futuro, tanto en el de Escalus como en el mío.
Las opciones de Escalus de cara al matrimonio eran complicadas; cada novia potencial comportaba unos vínculos o unos beneficios específicos para el reino. ¿Y yo? El único chico digno de obtener mi mano suponía una amenaza para mi posición. Unir nuestras familias supo nía poner fin a cualquier posibilidad de que Escalus tuviera compe tencia. No había que hacer ningún cálculo complicado, ni un discurso elaborado. Era muy sencillo… para todo el mundo, salvo para mí.
Yo no tenía una respuesta mejor que dar a mi padre que una rotunda negativa. Pero mi rotunda negativa había sido desestimada sin más. Así que ahí estaba yo, con Nickolas siguiéndome por todo el salón, incluso cuando me alejaba para intentar hablar con los invita dos. Pasados unos minutos enseguida me encontraba y se me pegaba a la espalda, demasiado cerca para mi gusto.
—Tú sueles bailar —comentó.
—Sí, pero me he encontrado mal y aún estoy recuperándome —respondí.
Él hizo un ruidito nasal que no decía nada y se quedó a mi lado, observando a la multitud.
—Te gusta montar, ¿verdad? ¿Mañana vendrás a dar un paseo con su majestad, el príncipe, y conmigo?
Siempre hablaba así. Con aseveraciones que aderezaba con una pregunta para parecer educado.
—Me gusta montar. Si me encuentro bien, iré, sin duda.
Muy bien.
Solo que, si tan bien le parecía, ¿por qué no sonreía? ¿Por qué no sonreía nunca?
Paseé la mirada por la sala, intentando imaginarme toda una vida así. Tal como solía hacer en cada situación, me pregunté qué habría hecho mi madre. Pero no podía pensar en lo que habría hecho en ese mismo momento sin pensar en lo que habría hecho durante los acontecimientos que habían llevado hasta ese momento. En pri mer lugar, se habría puesto de mi parte. Eso lo tenía claro. Aunque significara enfrentarse a mi padre, aunque se arriesgara a convertirse en diana de su ira, me habría secundado. En segundo lugar, si perdíamos, habría visto el lado bueno de las cosas, buscando por doquier la parte positiva.
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Observé al primo Nickolas otra vez. Sí, tenía un gesto severo, frío, pero quizás eso indicara un profundo sentido de la responsabilidad. Probablemente dedicaría la vida entera a proteger lo importan te. Y, como esposa, sin duda yo sería una de esas cosas importantes para él.
En cuanto al amor…, no sabía hasta qué punto sería capaz de sentir esa emoción. Yo solo lo había sentido de manera fugaz cuando era niña. Sonreí, pensando en aquella excursión a caballo con mi madre y en la casa junto al camino. Echaba de menos esas aventuras fuera de casa. Añoraba su mano, que me guiaba.
Mis ojos se encontraron con los de mi padre, que me miró como apremiándome a que me decidiera a acabar con aquello. Tragué sali va y erguí la cabeza.
—¿Nickolas?
—¿Quieres que te traiga algo de comer? —se ofreció—. En la cena apenas has comido.
Caramba, desde luego me observaba de cerca.
—No, gracias. ¿Quieres venir conmigo un momento?
Frunció el ceño, desconcertado, pero me siguió de todos modos por un pasillo desierto.
—¿Cómo puedo ayudarte? —me preguntó, mirándome atenta mente.
«Desapareciendo», pensé.
—Confieso que no sé muy bien cómo iniciar esta conversación, pero espero que seas tan amable como para escucharme.
Odiaba el sonido de mi propia voz. Sonaba distante, impersonal. Pero no parecía que Nickolas se diera cuenta. Asintió brevemente, como si hablar supusiera un derroche innecesario de energía.
Sentí que la frente se me perlaba de sudor. ¿Cómo iba a declarar me mintiendo?
—Perdóname, pero el protocolo dicta que sea yo quien haga la pregunta —me aclaré la garganta; las palabras no parecían querer salir—. Nickolas, ¿querrías casarte conmigo? Si no, lo entenderé, y no lo tomaré…
—Sí.
—¿Sí?
—Sí. Es evidente que es lo más sensato que podemos hacer. «Sensato.» Sí, esa es la primera palabra que le viene a una chica
a la cabeza cuando se plantea el matrimonio. No palabras de libros románticos como «pasión» o «fuerza del destino».
—Muy cierto. Y creo que será una gran alegría para nuestro pueblo. Solo comparable con la del compromiso del propio Escalus.
Él asintió.
—Pues le serviremos de ejemplo.
Y, sin aviso previo, me besó. Debía de haber imaginado que si su boca no tenía la mínima idea de cómo curvarse para sonreír, tampoco se le daría bien besar. En un momento despaché dos de las expe riencias más importantes de mi vida: mi compromiso de boda y mi primer beso. Y ambas resultaron igual de decepcionantes.
—Vamos dentro —dijo él, tendiéndome la mano—. Su majestad querrá saberlo.
—Desde luego, de eso no hay duda.
Apoyé mi mano sobre la suya y volvimos al baile. Mi padre es taba observando, y me hizo la pregunta con los ojos. Yo le respondí con los míos.
¿No se daba cuenta de que mi corazón se estaba desplomando? ¿No veía lo que había provocado? Yo no sabía qué era peor: pensar que no hubiera podido evitarlo o aceptar que en realidad no le im portaba.
No. Me negaba a creer algo así. Seguía ahí. Estaba convencida. Escalus acudió enseguida.
—Perdóname, primo Nick, pero…
—Nickolas —le corrigió—. Nunca Nick —dijo, con una cara que dejaba claro que un nombre de una sola sílaba no podía estar a su altura.
Escalus disimuló para que no se le viera sonreír.
—Por supuesto, Nickolas. Permíteme que os interrumpa, por fa vor. Hace muchísimo tiempo que no bailo con mi hermana.
Nickolas frunció el ceño.
—Pero es que tenemos noticias…
—Seguro que eso puede esperar lo que dura una canción. Ven, Annika —dijo Escalus, tirando de mí. Y en cuanto estuvimos a una distancia prudencial, habló rápido—: Parece que estés a punto de llorar. Intenta contenerte, aunque solo sea unos minutos más.
—No te preocupes —dije yo—. Tú distráeme.
Nos pusimos a dar vueltas, y aunque yo sonreía… ya no estaba
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segura de nada. Sentía un extraño vacío, casi peor que el que me había dejado la muerte de mi madre.
—¿Alguna vez te he hablado de cuando intenté escapar? —pre guntó Escalus.
Fruncí el ceño.
—Eso no pasó.
—Pues sí —insistió—. Tenía diez años, y de pronto descubrí que un día sería rey. ¿No es gracioso? Se supone que tendría que haber pensado en ello antes. ¿Por qué tenía que ser el único con un futuro escrito? ¿Por qué no podía hacerme amigo de quien quisiera? ¿Por qué hablaban ya nuestros padres de mi boda?
—Sí que es curioso —reconocí—. Yo siempre he pensado que ya sabía que serías rey antes incluso de que aprendiera a hablar.
—Bueno, yo nunca he dicho que fuera tan listo como tú. En mi caso, no lo supe hasta que mi padre me hizo sentarme ante un ár bol genealógico y me mostró el lugar donde estábamos tú y yo. La tinta de nuestros nombres brillaba más que las otras, eso también lo recuerdo. Porque las otras inscripciones eran viejas, y las nuestras eran nuevas. Tuve miedo. Había oído hablar a mi padre de defender las fronteras y firmar tratados, y había un montón de cosas que me parecían enormes para alguien tan pequeño como yo.
Levanté la cabeza y le miré con cariño.
—Nadie esperaba que te pusieras a gobernar el reino a los diez años, tontorrón.
Él sonrió y paseó la mirada por la sala.
—¿Sabes?, había otra cosa que tampoco entendía muy bien. En cuanto supe que la corona iba a ser mía, de pronto parecía que todo iba a ser inmediato. Tenía la sensación de que debía dominarlo todo. Y no quería hacerlo, así que decidí huir.
»Eso debió de ser unos seis meses después de que llegara Rhett, y él también era un crío. Pero confiaba mucho en él; me ayudó a poner cuatro cosas en una bolsa y decidimos qué caballo me llevaría.
—Un momento —dije, sacudiendo la cabeza, confusa—. ¿Me estás diciendo que Rhett intentó ayudarte a huir cuando tenías diez años?
—Sí. No vaciló ni un momento. Aunque no creo que ahora fuera capaz de algo así.
Solté una risita.
—Desde luego, ahora tiene la cabeza mejor amueblada.
—Estoy de acuerdo. El caso es que me estaba ayudando a hacer el equipaje, y mientras tanto yo estaba escribiéndoles una carta a papá y a mamá, pidiéndoles disculpas por marcharme. Y en la carta escribí: «Aseguraos de que la corona va a parar a Annika. De todos modos, ella lo hará mucho mejor que yo».
—No, no me lo creo —dije yo, apartando la mirada.
—Sí que lo hice. Pensé que tú, que no tenías más que siete años, podrías hacerlo mucho mejor que yo a los diez. Y aún pienso que podrías gobernar si tuvieras que hacerlo, Annika. Yo creo que el pueblo te seguiría hasta caer por un despeñadero si se lo orde naras.
—No seas ridículo.
Tiró de mí, abrazándome con más fuerza para que le escu chara.
—Annika, el motivo por el que yo seré un buen rey es porque tú estarás conmigo. Sé que siempre me dices cuándo hago tonterías; si se me olvida algo, sé que tú te acordarás. Y sé que esta noche te sientes como si hubiera muerto una parte de tu ser, lo he visto cuando has asomado por la esquina.
Aparté la mirada. Escalus tenía razón, mi rostro siempre me de lataba.
—Pero tienes que encontrar esa fuerza en tu interior y apoyarte en ella. Aún te necesitamoss, yo te necesito.
Me llevó bailando por toda la pista, con gran delicadeza, mien tras reflexionaba sobre sus palabras. Me daban ganas de llorar por un motivo completamente diferente. Nickolas y las cadenas del deber suponían la ausencia de esperanza; Escalus y la fe que tenía en mí me ayudaban a recobrarla por completo.
—Un momento: ¿conseguiste salir del palacio? ¿Mi padre fue a por ti?
Escalus suspiró.
—Cometí el error de decirle al cocinero que necesitaba algo de comida, pues iba a escaparme. Él se lo contó a mamá…, que me en contró en los establos y me convenció para que me quedara.
—Claro. Cómo no.
—Cómo no —repitió él—. Así que, sea lo que sea lo que sientas
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ahora, que sepas que te estoy agradecido y que, pase lo que pase, yo sigo aquí, a tu lado.
Levanté la vista y miré a mi absurdo, valiente y maravilloso her mano.
—Yo también sigo aquí.
LENNOX
La cantina estaba como siempre. Llena de ruido, caótica y más os cura de lo que debería en pleno día. Entré, y mientras caminaba qui se apoyar la muñeca en la empuñadura de mi espada, pero entonces recordé que no me la había colgado del cinto para el desayuno. Al examinar las numerosas caras que me miraban como si quisieran acorralarme, de pronto me pareció una mala idea.
Siempre que podía, comía antes o después de que la cantina estuviera llena. Y si no podía, solía coger algo que pudiera comer con las manos y me iba enseguida. Me quedé un momento en un extremo de la sala, pensando en la posibilidad de tomar un trozo de pan y marcharme, aunque con gusto habría comido bastante más que eso.
Pero al final no llegué a ninguna conclusión. Una niña se me acercó, temblorosa, y se me quedó mirando con sus ojos de cervatilla.
—¿Qué? —le pregunté.
Abrió la boca, pero no le salió nada.
—No te preocupes. No te mataré por que me traigas un mensaje.
Ella no parecía demasiado convencida, y respiró unas veces más antes de conseguir hablar.
—Kawan le está buscando —dijo.
—¿Ah, sí? —respondí, incrédulo.
La niña asintió. Y a continuación, una vez completada su misión, se marchó todo lo rápido que pudo sin echar a correr.
¿Por qué demonios me buscaría? Suspiré, dejé el desayuno y me dirigí hacia sus aposentos, los que suponía que pertenecerían al rey cuando construyeron este castillo.
Entonces me vinieron tres cosas a la mente. En primer lugar, que él había mandado llamarme a mí, que no era yo el que me arrastraba
ante él. En segundo lugar, que más valía que mantuviera controlado mi orgullo de momento. Y, por último, que debía obedecer las normas.
Nunca huir, ni apartar la mirada, ni dar explicaciones. Así era como sobrevivía yo.
Llamé a la puerta, y él esperó unos instantes antes de enviar a al guien a abrir. Fue Aldrik quien me recibió, con gesto petulante. Abrió la puerta de par en par y vi a Kawan sentado frente a su escritorio. Tras él estaban sus guardias personales, siempre vigilantes: Slone, Illio, Maston y —ahora uniéndose de nuevo al grupo— Aldrik.
Cabría esperar que yo ocupara ese lugar destacado, ¿no? Al fin y al cabo era el hijo de la mujer que solía ir cogida de su brazo. Tam bién era quien le hacía casi todo el trabajo sucio. Era la persona más temida por muchos de los habitantes del castillo.
Pero si quería algo de Kawan, tendría que pedirlo. Y me negaba a caer tan bajo.
—¿Me ha llamado, señor? —pregunté, haciendo hincapié en la última palabra para dar una mayor impresión de respeto.
Como único descendiente del antiguo líder de nuestro pueblo, Kawan debería ser llamado rey, aunque él decía que ese título lo adoptaría cuando realmente dominara su reino. Cada vez que me imaginaba a Kawan con una corona de oro sobre su enmarañado cabello, no podía evitar pensar que con eso no bastaría para que pa reciera realmente un rey.
—Sí —me miró, y tuve la clara sensación de que estaba a punto de ser castigado—. Ha llegado el momento de que demuestres tu valía. Voy a enviarte a una misión.
Estuve a punto de sonreír. Una misión. ¡Por fin!
Las misiones eran el modo que tenía Kawan de poner a la gente a prueba, de descubrir su grado de lealtad. Solo se planteaba la po sibilidad a los que estábamos seguros de que no huirían, y todo el que regresaba se convertía en una especie de… intocable. Yo prácticamente había alcanzado el mismo resultado usando la espada, pero quería contar con el respeto de la gente, no solo que me temieran.
Cada candidato escogía a su equipo y se trazaba su propia mi sión. El único requisito era que el resultado debía suponer un beneficio para el pueblo. A veces suponía traer comida, a veces más ganado, a veces incluso más soldados.
Sin embargo, yo tenía la impresión de que, fuera lo que fuera lo que se consiguiera…, nunca cambiaba nada.
Conmigo sería diferente.
—Acepto, señor. Encantado.
—Tal como sabes, puedes elegir la misión que quieras. No obs tante… —añadió, haciendo una pausa deliberada. El temor a que me castigara volvió a crearme un nudo en las tripas—, yo seleccionaré a los soldados que deberán acompañarte.
—¡¿Qué?!
Kawan esbozó una sonrisa. Estaba disfrutando. Yo miré a mi ma dre, que, como siempre, guardaba silencio, y ni siquiera me devolvió la mirada.
—Tienes que demostrar tu valía, pero eres demasiado temera rio. Te mandaré con un grupo de hombres cuidadosamente escogido, gente que se encargará de que no te pases de la raya —dijo.
«Gente que se convertirá en un lastre», pensé yo.
—En primer lugar, Andre.
Arrugué la nariz.
—El que… ¿El que apenas habla?
—Griffin.
Puse los ojos en blanco.
—Ese nunca se toma nada en serio.
—Sherwin.
—No tengo la mínima idea de quién es ese.
—Blythe.
—¿Una chica?
—E Inigo —añadió, y al pronunciar este último nombre se mos tró encantado. ¿Cómo no iba a estarlo? Si ningún otro conseguía arruinar mi misión, Inigo se encargaría. Inigo tenía en el rostro una cicatriz que yo mismo le había hecho. No aceptaría órdenes mías.
Slone, a sus espaldas, se tapó la boca, intentando ocultar la risa. Después de todo lo que había hecho, tras todas las vidas con las que había acabado, ¿por qué tenía que seguir demostrando mi valía ante esa gente?
Volví a mirar a mi madre.
—¿No vas a decir nada? Una misión chapucera se llevó a tu marido, y ahora él se asegura de que la mía también fracase. ¿No tienes ningún comentario que hacer?
Ella no parecía afectada en lo más mínimo. La fría melena le caía sobre un hombro, y en sus labios había una sonrisa.
—Si eres el líder que sabemos que eres, no debería costarte mu cho gestionar ese grupo. Yo tengo fe.
Una vez más, había trazado una línea en la arena. Y una vez más, yo había tenido que retroceder.
—Muy bien. Pues os enseñaré de qué soy capaz.