Título original: Flodskörden © 2016, Simon Stålenhag y Fria Ligan AB Publicado en acuerdo con Salomonsson Agency. Primera edición en este formato: octubre de 2021 © de la traducción: 2021, Julia Osuna Aguilar © de esta edición: 2021, Roca Editorial de Libros, S.L. Av. Marquès de l’Argentera, 17, pral. 08003 Barcelona actualidad@rocaeditorial.com www.rocalibros.com Impreso por Egedsa ISBN: 978-84-17968-91-5 Depósito legal: B 13454-2021 Código producto: RE68915 Todos los derechos reservados. Esta publicación no puede ser reproducida, ni en todo ni en parte, ni registrada en o transmitida por, un sistema de recuperación de información, en ninguna forma ni por ningún medio, sea mecánico, fotoquímico, electrónico, magnético, electroóptico, por fotocopia, o cualquier otro, sin el permiso previo por escrito de la editorial.
DESPUÉS DE LA INUNDACIÓN Simon Stålenhag Traducción de Julia Osuna Aguilar
Cuadros oscuros en el agua, alguien los descolgó. Como juguetes de nuestra infancia que se han hecho gigantes y nos acusan por lo que nunca fuimos. Tomas Tranströmer, «Syros» en El cielo a medio hacer, trad. de Roberto Mascaró, Nórdica, 2010
Suecia estaba despidiéndose de la era de los grandes proyectos gubernamentales. Tanto las instalaciones tecnológicas como sus deterioradas máquinas pasaron a manos de nuevos promotores, que soldaron puertas para no volver a abrirlas y envolvieron las máquinas en plástico, con otros propósitos en mente. Tras las casas, por encima de los bosques, se elevaron las torres de telecomunicaciones y, en los claros, con un zumbido continuo, los nuevos centros de procesamiento de datos fundían el hielo y la nieve. Las parabólicas brotaron de los muros de las casas mientras en el interior aparecían enchufes eléctricos nunca vistos. Los niños de la zona nos reuníamos en torno a ordenadores personales o aparatos de televisión (que de pronto empezaron a programar dibujos animados a mediodía). Al otro lado de los precintos de seguridad, de los sembrados y las marismas, deambulaban como perros vagabundos las máquinas abandonadas. Daban vueltas impacientes, agitadas por el nuevo viento que barría el país. Algo olían en el aire, algo desconocido. Tal vez nosotros también lo habríamos notado si hubiéramos prestado más atención. Podríamos haber oído el sonido que se elevaba de las cavernas olvidadas y selladas en las profundidades: el aporreo amortiguado de algo que intentaba salir.
PRÓLOGO En mi libro anterior, Historias del Bucle, relaté lo que supuso crecer en la re gión del Bucle a finales de la era de la Riksenergi. En él cubrí desde princi pios de la década de 1980 hasta el cese de actividades del Bucle en el otoño de 1994, cuando la Agencia Nacional de la Energía cayó en manos privadas, en concreto, las de la empresa Krafta. Pero ahí no acabó la historia del Bucle. Ya mientras trabajaba en el libro anterior, supe que los años que iban de 1995 a 1999 y los extraños acontecimientos que siguieron al cese del Bucle iban a requerir un volumen propio. Se ha escrito mucho sobre el vertido del Mälarö y el posterior escándalo de la Krafta. Tuvo una presencia diaria en los periódicos durante los tres últimos años del pasado milenio. Mi propósito al escribir este libro no es ni explicar los acontecimientos ni contribuir a las especulaciones y las teorías conspirativas que han ido surgiendo con los años. Al igual que en Historias del Bucle, más bien me gustaría describir mis propios recuerdos de lo que significó crecer en las inmediaciones de esos acontecimientos.
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En este libro se recogen hechos que tuvieron lugar a finales de la década de 1990. Desde entonces, se han sucedido cambios revolucionarios que los li bros de historia no dudan en considerar responsables del fin de una era y del comienzo de otra. El de mayor repercusión fue el repentino deslizamiento del polo en el invierno de 2001, que inutilizó en el acto las rutas comerciales magnetrínicas de todo el hemisferio norte y generó el cementerio de barcos que conocemos hoy como el Cinturón de la Muerte y que se extiende por todo el planeta. El vertido del Mälarö y el consiguiente desmantelamiento del Bucle son, al menos en lo referente a la historia sueca, otros aconteci mientos de envergadura similar que sin duda marcaron el fin de una era. En el día a día, lo que nos rodeaba fue transformándose muy lenta y su tilmente, en detalles como el diseño renovado de los picaportes o de los botones de alarma, un leve cambio de color en el resplandor de las farolas y las bombillas o la nueva tipografía de los letreros del metro; igual que se renovaban baños, se quitaban tarimas flotantes y se repintaban armarios de
cocina. Cada uno por separado era un cambio menor, pero, cuando se mi ran ahora en su conjunto, saltan a la vista con el descaro de un derrumbe industrial repentino. El cambio es la dinamo que impulsa, lenta pero inevitablemente, a nuestra sociedad, mientras los días pasados se nublan cada vez más entre el miste rio y el mito. La dinamo solo gira en un sentido: no hay billete de vuelta a la tierra que desaparece en las brumas a nuestras espaldas. El único pasaje entre nuestro mundo y el pasado está enterrado en lo más hondo de nues tro subconsciente, en algún punto de las tierras fronterizas emborronadas que hay entre la imaginación y los recuerdos, que es donde espero poder llevaros a continuación.
señalan el paso de esas dos décadas, y cuesta separar los recuerdos de la realidad, mientras mi mente rellena todas las partes difusas. A la luz del atardecer el campo parece un lago recubierto de hielo. Casi podría creerse que ha vuelto la inundación. Simon Stälenhag, Kungsberga, febrero de 2016
Al otro lado de mi ventana cae la noche y, envuelto en el ocaso, sigue es tando el mismo paisaje que quedó asolado por la inundación de hace vein tiún años. En las horas del crespúsculo cuesta distinguir los detalles que
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MANCHAS OSCURAS Ocupados como estaban envolviendo regalos y componiendo ingeniosas ri mas navideñas, ninguno de los habitantes de Mälaröarna se fijó en las man chas oscuras que surgieron en la nieve por detrás de la iglesia de Färentuna. Ni tampoco en que fueron haciéndose cada vez más grandes después del segundo domingo de Adviento. Tampoco nadie reaccionó a los extraños sonidos y los olores pestilentes que estuvieron surgiendo de las cañerías y los grifos durante todo el mes de diciembre, ni reparó en que el «sombrero de campo» de Sätuna llevaba convertido en una extraña escultura de hielo marrón desde antes de Navidad. Hasta que llegó el día de Nochebuena. A primera hora de la mañana se hizo evidente para la mayoría de los habitantes del norte de Färingsö que la Na vidad de 1994 pasaría a la historia por razones muy distintas a las canciones navideñas. La mayoría de los hogares se despertaron y se encontraron con que un agua marrón y gélida les había inundado el sótano.
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MASAS DE AGUA Nadie dudó de que se trataba de un vertido procedente de las entrañas del Bucle. No podía ser lluvia: el invierno había llegado a principios de diciembre y la tierra estaba ya helada. Parecía que las enormes instalaciones subterrá neas se hubieran inundado por completo: manaba agua de todos los túneles y cámaras, de cada apertura y conducto, por pequeño que fuera, del Bucle. Cuando me paro a pensar en ese día, lo que más recuerdo es mi euforia ante lo ocurrido. A mí me parecía todo flipante, y me puse a dar vueltas por la casa asimilando hasta el último detalle del caos. Lo más interesante eran las escaleras del sótano, que desaparecían en un mundo luminiscente de pro fundidades marinas, iluminado por la tira de bombillas de plástico con la que habíamos envuelto el pasamanos el día anterior (un milagro había que rido que no se produjera un cortocircuito). En las profundidades del agua del sótano flotaban papeles y periódicos medio disueltos, como si alguien hubiera puesto en suspenso la gravedad. Mi madre estaba plantada en el pasillo con el abrigo y las botas puestas, el teléfono sujeto entre la oreja y el hombro, gritándole a alguien de los ser vicios de emergencia mientras, al mismo tiempo, metía ropa en una bolsa. El día no hizo sino mejorar cuando el barco de la brigada de bomberos de Corsair amerizó en nuestro patio trasero y los bomberos entraron como una estampida, con sus botas y sus máscaras antigás, hacha en mano. Seguramente, de haber sabido que pasarían tres años antes de poder volver a ver mi cuarto, no habría sentido ese cosquilleo de excitación cuando los motores diésel del barco nos elevaron por encima del paisaje anegado.
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BERGGÅRDEN Llegamos a Berggården sobre las tres de la tarde. Después de someter nos a varios exámenes médicos y análisis, mi madre y yo acabamos aloja dos temporalmente en la biblioteca del pueblo. He de reconocer que como campo de refugiados era bastante bonito —lleno de luz, comida, vecinos que compartían historias sobre la inundación, y todos los chicos de la zona correteando entre las estanterías—, pero no nos quedamos mucho tiempo. El día después de nuestra llegada, mientras disfrutábamos de una cena de Navidad improvisada, Lars Ribbing irrumpió en la biblioteca vestido con su uniforme de policía. Era el nuevo novio de mi madre, así como el único agente residente del sur de Färingsö. Cuando estábamos llevando nuestras cosas a la casa de Ribbing, vi cómo aparecían los barcos gigantes sobrevolando el norte de Färingsö. Aquella vi sión me hizo detener en seco: rara vez se veían barcos tan grandes viajando hacia el sur, pero ahí los tenía: ¡tres enormes cargueros a la vez! Sentí que algo que no presagiaba nada bueno se movía dentro de mí. En el mundo se había producido un cambio, y se me antojaba raro y aterrador, pero no conseguía decidir si se debía a los barcos grandes o a la risa estruendosa de Lars Ribbing que llegaba desde el interior de la casa.
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EL TONTO DE LOS ORDENADORES Y EL HIPOPÓTAMO Cuando las clases del norte de Färigsö se fundieron con las clases de Ber ggården, la escala social se rehízo de cero. Las viejas jerarquías desapare cieron de la noche a la mañana, y me quedé sin saber cómo comportarme. En el autobús me dedicaba a ir de un lado para otro incordiando a mis com pañeros de clase. «¡boing, boing!», chillaba mientras les daba golpecitos en la cabeza. Algunos se enfadaban y gritaban: «Para ya, anormal». Nudillos, el matón personal de Jimmy Kraftling, se dio la vuelta, alargó la mano por encima del asiento, me subió la camiseta y me tiró de los michelines con fuerza. «¡Morsaaa!», chilló con los labios apretados. En el autobús reinaba una especie de consenso: allí estaban esas veintiocho almas condenadas a aguantar a un individuo que no tenía remedio. Ni los profesores me sopor taban cuando me ponía así; cuando Rolf venía con nosotros en el autobús, me agarraba del brazo y bufaba: «¡Siéntate de una vez!». Lo peor de todo era cómo reaccionaba Jimmy Kraftling ante mi comporta miento: se quedaba mirándome con sus bonitos ojos de Bambi, en los que se leía claramente: «Eres un insecto y das asco». Aquella mirada me dejaba fuera de juego y casi conseguía que parara de hacer el tonto durante un rato. El trance exigía una acción rápida, y yo no debía, bajo ningún concepto, dar a entender que me importaba, así que me lanzaba por el pasillo entre los asientos y corría con la camiseta levantada, persiguiendo a la gente con mi barrigón hinchado.
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Todo cambió cuando empecé a juntarme con Lo, un chaval bajito con las paletas muy grandes al que llamaban el Tonto de los Ordenadores. Resultó ser mi vecino de al lado. Es raro cómo pasan las cosas. Al principio creía realmente que tenía algún tipo de retraso mental o algo por el estilo; me parecía que tenía una pinta rara con esos dientes de conejo, por no hablar de la cantidad de tics extra ños que hacía al hablar, entre palabra y palabra. Incluso evitaba salir de casa cuando lo veía merodeando por el patio de al lado. Hasta que una noche Lars y mi madre me llevaron a tomar café a la casa de Lo y este me enseñó su ordenador y sus libros sobre robots. Así de fácil. A la media hora éramos los mejores amigos.
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LA TORRE-TRAMPOLÍN DE HÄGERSTALUND Los fines de semana los pasaba con mi padre en Hägerstalund. Mi padre se había mudado allí cuando el Bucle cesó su actividad y lo que quedó de su departamento se fundió con Krafta Systems, la división de Krafta que desa rrollaba y gestionaba los sistemas informáticos de las instalaciones de la empresa en todo el país. Su piso estaba en la parte de abajo de la torre de Hägerstalund, una de las doce ciudades verticales que había en Mälardalen. Se construyeron entre 1965 y 1970 como parte de un importante programa de vivienda pública, y solo la de Hägers talund contenía unos mil quinientos pisos. En la planta baja había una estación de metro, una biblioteca, un colegio, una guardería y tiendas. El edificio estaba coronado por el típico depósito de agua. Una vez escuché a un grupito de chicos mayores hablando en el autobús sobre la torre de Hägerstalund y la cantidad de suicidios que en teoría había habido durante la época del Bucle. Se contaba que todas las víctimas trabajaban para la Riksenergi y se habían visto aquejadas por el llamado «trastorno de Bucle» por pasar demasiado tiempo cerca del Gravitrón, en el núcleo de las instalaciones. Había sido una epidemia: por lo visto no les daba tiempo a limpiar del suelo los sesos de uno cuando ya otro pobre desgraciado se aplastaba contra la acera. Des pués de oír aquello, siempre levantaba la vista nervioso hacia la torre cada vez que atravesaba la explanada. Pero, aparte de eso, me gustaba pasar allí los fines de semana. Tenía la sensación de poder descansar: mi padre se pasaba la mayor parte del tiempo fumando en la cocina y me dejaba usar su ordenador a mi aire.
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LOS OSITOS RUSOS Los «ositos rusos» eran unos peluches dotados de Inteligencia Artificial sencilla y una unidad de voz sintética. En teoría eran capaces de mantener una conversación y tener personalidad, o al menos en apariencia. Como en Suecia estaba prohibido el uso de la IA en productos comerciales, la mayor parte de la tecnología con IA provenía de Rusia, donde tenían una visión muy distinta sobre la inteligencia ar tificial y los individuos sintéticos. El osito ruso de segunda mano que me compró mi padre resultó funcionar poco o nada. Intenté de todo para obtener algún tipo de respuesta, pero nunca produjo más que un débil sonido como de arañar, y eso solo cuando lo apretabas con fuerza. Así que un sábado de aburrimiento, mientras jugueteaba con el viejo revólver de bolsillo de mi abuelo, tuve una idea. Le daría al osito la última oportunidad para demostrar que poseía algún tipo de raciocinio. Saqué el osito y lo coloqué en el suelo debajo del cuadro de la luz. «Bicho inútil», pensé, o puede que incluso lo dijera en voz alta. Saqué el arma del bolsillo y apunté a la frente del peluche. Y entonces conseguí la reacción que deseaba. El oso pegó un grito desgarrador que se elevó en un crescendo electrónico horripilante. Me apresuré a apartar el arma y le pegué un puntapié al peluche. El chillido declinó hasta un balbuceo en lo que asumí que era ruso. La situación empezaba a ser vergonzosa: el galimatías desgarrador del osito reverberaba entre los edificios. Cogí al oso del suelo y logré sacarle la tapa de las pilas, pero lo único que conseguí fue que se enrabietara aún más, de modo que tiré con fuerza del cordoncillo y las pilas salieron volando y re botaron contra el asfalto. Se hizo un silencio mortal. Miré a mi alrededor, nervioso. Algunos vecinos miraban por las ventanas para ver qué estaba pasando. Recogí las pilas y el oso con manos temblorosas, y lo metí todo en la mochila. Lo peor de todo era que yo era realmente mayor para andar jugando con peluches. Y luego pasó aquello. Y la gente me vio.
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