El Ă ngel Negro
EL ÁNGEL NEGRO John Verdon
Angus Russell, un poderoso hombre millonario, aparece muerto en su mansión de Harrow Hill con la garganta cortada de lado a lado. Las huellas dactilares y el ADN encontrado en la escena del crimen señalan como culpable a Billy Tate, un bicho raro del pueblo relacionado con temas de brujería y con un conocido rencor contra la víctima. Pero hay un problema. Tras caer desde un tejado, Tate fue declarado muerto el día anterior al asesinato de Russell. Cuando la policía revisa la morgue donde está el cuerpo de Tate dentro de un ataúd sellado, descubre que el cadáver ha desaparecido. Enseguida se desata un circo mediático, con titulares que proclaman: «Hombre muerto caminando», «El asesino del infierno», «Los asesinatos del zombi». El pueblo entero entra en pánico: empiezan a correr todo tipo de teorías de conspiración, comienza una literal caza de brujas y, para echar más leña al fuego, un apocalíptico predicador amante de las armas alienta a sus seguidores a una batalla contra Satán. Mientras Dave Gurney se adentra en la realidad de Harrow Hill, las víctimas mortales aumentan rápidamente. Gurney descubre una red de relaciones enfermizas, resentimientos enconados y amargas luchas de poder. Cada capa de engaños que destapa le lleva a otra más. Pero finalmente Gurney hallará la extraña verdad en el fondo de los asesinatos, una verdad tan espeluznante como los titulares con los que se topó al inicio de la investigación.
ACERCA DEL AUTOR John Verdon trabajó en varias agencias publicitarias en Manhattan como director creativo hasta que, como su protagonista, se trasladó a vivir al norte del estado de Nueva York en un entorno rural. Esta es la séptima entrega de la serie protagonizada por Dave Gurney. #johnverdon #davegurney
ACERCA DE LA OBRA Vuelve John Verdon, el autor del best seller mundial Sé lo que estás pensando, con un nuevo caso en el que el exdetective Dave Gurney arriesgará incluso su vida para poner punto final a las macabras ambiciones del asesino más peligroso al que jamás se ha enfrentado.
El ร ngel Negro John Verdon Traducciรณn de Santiago del Rey
Título original: On Harrow Hill © 2021, John Verdon (año de la edición original) Primera edición: noviembre de 2020 © de la traducción: 2020, Santiago del Rey © de esta edición: 2020, Roca Editorial de Libros, S. L. Av. Marquès de l’Argentera, 17, pral. 08003 Barcelona actualidad@rocaeditorial.com www.rocalibros.com Impreso por Liberdúplex ISBN: 978-84-17968-25-0 Código IBIC: FF; FH Depósito legal: B-18275-2020
Todos los derechos reservados. Esta publicación no puede ser reproducida, ni en todo ni en parte, ni registrada en o transmitida por, un sistema de recuperación de información, en ninguna forma ni por ningún medio, sea mecánico, fotoquímico, electrónico, magnético, electroóptico, por fotocopia, o cualquier otro, sin el permiso previo por escrito de la editorial.
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A Naomi
El defecto mรกs funesto de la naturaleza humana es la capacidad de mantener una opiniรณn inquebrantable basada en pruebas incorrectas. Anรณnimo
Primera parte
Resurrecciรณn
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E
— scuchen atentamente esta descripción de un asesinato. La hizo un testigo ocular del crimen —dijo Dave Gurney. Estaba en la tarima de una sala de conferencias de la academia de la policía del estado, dando un seminario titulado «Evaluación de declaraciones de testigos oculares». A su espalda, en un estrado de poca altura, había una pantalla de proyección. En la mano tenía un formulario de una sola página. Algunos cadetes se inclinaban hacia delante con avidez. Todos tenían los ojos fijos en él. —Esta declaración, tomada por un agente de tráfico del Departamento de Policía de Nueva York, la realizó María Santiago, una maestra auxiliar de veintidós años de una escuela pública del Bronx. Yo estaba en el andén dirección norte de la estación de metro de la calle 138. Volvía a casa del trabajo, así que eran alrededor de las cuatro de la tarde. No estaba muy a tope. Había un adolescente moreno y flacucho que iba de guay. Con ropas estrafalarias, como las que llevan ahora los chavales. Cerca de él, había cuatro tipos anglo mayores. Como obreros de la construcción. Empezaron a mirar al chico. A mirarlo mal. Uno de ellos, un grandullón con una chaqueta negra de cuero y vaqueros negros sucios, dijo algo de la ropa del chico. Él replicó. No sé qué dijo, pero tenía acento puertorriqueño, como yo. El grandullón se sacó de repente una pistola del bolsillo de la chaqueta y le pegó un tiro. La gente empezó a correr y a gritar. Todo el mundo pareció enloquecer. Luego vino la poli.
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»La declaración completa de la señora Santiago es más larga —añadió Gurney, alzando la vista—, pero estos son los detalles principales. ¿Alguien quiere que vuelva a leerla? Una cadete de la primera fila levantó la mano. —¿Podría, por favor? Él volvió a leerla. —¿Alguien quiere oírla por tercera vez? Nadie dijo nada. Gurney cogió del atril otro informe. —El siguiente ejemplo también procede de la policía de tráfico de Nueva York. Y describe igualmente un homicidio en un andén. La declaración la realizó John McIntyre. Un hombre de cuarenta y cinco años, propietario de una gasolinera:
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Era la hora punta y el andén estaba a reventar de gente. Yo no soporto el metro, pero de vez en cuando tengo que cogerlo. Está asqueroso. Apesta. La gente escupe en el suelo. El caso es que había un tipo que volvía del trabajo. Pinta cansada, estresada. Estaba ahí, esperando el tren, sin meterse con nadie. Y había una pandilla de cretinos negros, estilo gansta-rap, observándolo. Pura escoria. Chaquetas acolchadas. Zapatillas estúpidas con los cordones sueltos. Gorras estúpidas con capucha encima. El líder del grupo se pone a mirar al tipo que vuelve del trabajo. Con mala leche, estaba claro, buscando jarana. Se dicen unas palabras el uno al otro. Luego el negro saca una pistola y empiezan a forcejear los dos. Al final, el negro recibe un disparo de su propia pistola. Se derrumba en el andén. La cosa tiene mala pinta. Pero él se lo ha buscado. Lo llaman karma, ¿no? Iba colocado con alguna mierda. La meta enloquece a esos hijos de puta.
»Como la otra declaración —dijo Gurney—, esta ha sido resumida a unos puntos esenciales. ¿Alguien desea volver a escucharla? La misma cadete de antes pidió que la leyera otra vez. Gurney lo hizo. Al terminar, recorrió la sala con la vista y preguntó si tenían algún comentario que hacer sobre cualquiera de las dos declaraciones.
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Al principio, todo el mundo permaneció en silencio. Luego alguien dijo desde la última fila: —Bueno, yo diría que es mejor no acercarse a Nueva York. Hubo varios comentarios dispersos más. Gurney esperó. —¿A alguien se le ocurre por qué he escogido estas dos declaraciones? Finalmente, intervino un cadete rubio con cara de granjero. —¿Para que nos alegremos por no ser polis de tráfico? El comentario provocó alguna carcajada. Gurney esperó. La cadete de la primera fila ladeó la cabeza y lo miró con un destello suspicaz en los ojos. —¿Porque las dos declaraciones son de testigos del mismo homicidio? Gurney sonrió. Una muestra de intuición de un alumno siempre le alegraba el día. Al abarcar la sala con la mirada, vio expresiones de incredulidad, de desconcierto y curiosidad. Algunos cadetes parecían practicar el arte policial de la mirada neutra. Él esperó a que surgieran las objeciones. La primera vino de un joven enjuto con los ojos pequeños y un rictus amargo en la boca. —Entonces, ¿cuál de los dos estaba mintiendo? —Ambos se sometieron voluntariamente al polígrafo, y el experto que llevó a cabo la prueba concluyó que los dos estaban diciendo la verdad. —Es imposible. Hay claras contradicciones sobre un montón de cosas: quién tenía la pistola, quién iba solo, quién formaba parte de un grupo, el perfil étnico, la provocación inicial, todo. No puede ser que los dos tuvieran razón. —Cierto —dije Gurney tranquilamente. —Pero usted ha dicho… —He dicho que ambos estaban «diciendo la verdad», no que ambos tuvieran razón. —¿Qué demonios significa eso? —Había un deje agresivo
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en el tono del joven que sobrepasaba el mero cuestionamiento de una afirmación: un deje que no presagiaba nada bueno para una carrera en las fuerzas del orden. Pero Gurney no quería hacer descarrilar la clase y lo dejó estar. Dirigiéndose a todos, dijo: —Voy a darles más datos. Así quizás alguien pueda explicarme qué significa esa diferencia entre decir la verdad y tener razón. Seis testigos del incidente fueron interrogados y firmaron una declaración. Según esas declaraciones, un participante en la reyerta tenía una pistola, el otro tenía una pistola, ambos tenían una pistola. El individuo que recibió el disparo era un afroamericano de tez morena de veintitantos años o un adolescente hispano de tez clara. Era fornido, era delgado, era de estatura media, era bajo. El otro participante llevaba una chaqueta de cuero negro, una camisa oscura sin chaqueta, una cazadora marrón. La discusión antes de que sonara el disparo duró cinco segundos, treinta segundos, más de un minuto. Discutieron acaloradamente, no se dijeron palabra. —Gurney hizo una pausa—. ¿Qué conclusión sacan de todo esto? —Jo —masculló el cadete con cara de granjero—. Suena como si los testigos estuvieran colocados. Gurney se encogió de hombros. —En opinión del agente que realizó los interrogatorios, los seis testigos estaban sobrios y parecían creíbles. —Ya, pero… alguien recibió un disparo, así que alguien tenía una pistola. ¿Quién la tenía, pues? Gurney sonrió. —Afirmación correcta; pregunta equivocada. Hubo un silencio cargado de perplejidad que rompió un fornido culturista con la cabeza rapada, sentado en la última fila. —¿Preguntar quién tenía la pistola es la pregunta incorrecta? —Exacto. El cadete entornó los ojos, pensativo, antes de responder. —¿Porque los dos tenían pistola? —O bien… —apuntó Gurney. —¿Porque ninguno tenía pistola?
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—Y si fuera ese el caso… Esta vez el silencio lo rompió una voz procedente de la mitad de la sala. —¡El disparo lo hizo otra persona! —Eso fue exactamente lo que confirmó el único testigo objetivo —dijo Gurney. Esta última frase provocó miradas de perplejidad. Él aguardó para ver si alguien lo pillaba. La cadete de la primera fila intervino antes que nadie. —¿El «único testigo objetivo» era una cámara de vigilancia? Gurney le dirigió una inclinación elogiosa. —La grabación de vídeo estableció la posición de la víctima en el momento de recibir el disparo. Una reconstrucción de la trayectoria de la bala efectuada durante la autopsia permitió deducir la posición probable del autor del disparo respecto a la herida de entrada de la víctima. Aplicando esa trayectoria a las imágenes de vídeo, se distinguió a un joven entre la multitud que se sacaba del bolsillo un objeto pequeño con forma de pistola y lo apuntaba hacia la víctima. Luego, inmediatamente después del impacto, volvía a guardarse el objeto en el bolsillo y se alejaba rápidamente hacia la salida, donde… El cadete agresivo lo interrumpió. —¿Nos está diciendo que ninguno de los testigos captó la dirección de donde venía el disparo? —La mejor aptitud de nuestra mente, su capacidad para crear conexiones instantáneas, puede ser su mayor debilidad. Todos los testigos creyeron haber visto una pistola en la mano de al menos uno de los participantes del enfrentamiento. Al cabo de un momento, oyeron un disparo. Todos conectaron el sonido con la imagen visual. Sus cerebros desecharon el componente direccional de su oído en favor de la lógica visual: ves algo que te parece una pistola, oyes un disparo, y el cerebro liga ambas cosas automáticamente. Y, de hecho, casi siempre acierta. Casi. El culturista frunció el ceño. —Pero ¿no ha dicho que ninguno de los dos tenía una pis-
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tola? Entonces los testigos que dijeron haber visto una… ¿qué vieron en realidad? —Un teléfono móvil. Esta respuesta provocó el silencio más prolongado hasta ese momento, sin duda recordando a muchos de los presentes las trágicas noticias que había generado ese mismo error en agentes de policía demasiado estresados. El cadete con cara de granjero parecía horrorizado. —Entonces… ¿los testigos se equivocaron en todo? —A veces ocurre —dijo Gurney. El cadete sentado justo frente a él levantó la mano. —¿Cuál es la conclusión de todo esto? Da la impresión de que no deberíamos molestarnos siquiera en tomar declaración a los testigos presenciales. —Las declaraciones pueden resultar útiles —dijo Gurney—. Pero la conclusión es… anda con cautela. Mantén la mente abierta. Recuerda que los testigos pueden ser muy crédulos. Y muy imprecisos. Y el problema se transmite a los tribunales. El testimonio ocular, que en realidad es la prueba menos fiable, resulta ser el más persuasivo. Y no es porque nadie esté mintiendo. El hecho es que la gente suele ver cosas que no están ahí en realidad. El cadete agresivo metió baza. —Gente con problemas mentales quizá. Idiotas que no se enteran. Créame, cuando yo miro algo, veo lo que hay. —Me alegra oír eso —dijo Gurney con una sonrisa afable—. Es una introducción perfecta para un par de animaciones que creo que les gustarán. Hizo una pausa mientras abría el portátil en el estrado y encendía el proyector. —La primera animación de diez segundos que van a ver muestra una gran pelota azul botando a lo largo de la imagen. Tiene unos números impresos en la superficie. La segunda muestra una gran pelota verde, también con números. Aparte de esos números, las pelotas pueden tener otras diferencias en tamaño, textura y forma de botar. Presten mucha atención, a ver cuántas diferencias son capaces de detectar.
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Gurney pulsó una tecla del portátil y en la pantalla situada a su espalda apareció una gran pelota de playa botando a lo largo de la imagen. —Y ahora, la bola verde —dijo, pulsando una tecla. Una vez que la pelota cruzó la pantalla, apagó el proyector. —Bien. Díganme qué diferencias han captado. Quiero que intervengan todos, pero usted primero —dijo, mirando al cadete que lo había cuestionado. Este ahora tenía una expresión dubitativa en la mirada. —Algunos de los números de las pelotas podrían ser diferentes. Gurney asintió con aire alentador. —¿Algo más? —La pelota verde botaba un poco más deprisa que la azul. —¿Qué más? El chico se encogió de hombros. —Bueno —dijo Gurney—, números distintos, velocidad distinta. ¿Alguna otra diferencia entre las dos pelotas? —Los colores, obviamente. Gurney planteó la misma pregunta a los demás cadetes y escuchó cómo describían las diferencias en velocidad, tamaño, textura y números impresos. Aguardó hasta que todos dieron su opinión. —Bueno, ahora debo disculparme. Yo les he confundido, del mismo modo que me confundieron a mí cuando me mostraron por primera vez la animación de la pelota botando. Hizo otra pausa. —¿Alguien se ha dado cuenta de lo que acabo de decir? Al principio, no respondió nadie. Luego el culturista abrió unos ojos como platos. —Ha dicho «animación». No «animaciones». —Correcto. Ante las expresiones perplejas de toda la clase, prosiguió. —Solo había una pelota. Les he pasado la misma animación dos veces. El cadete del rictus amargo que lo había desafiado dijo:
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—Pero usted ha manipulado el color para que la pelota pareciese azul la primera vez, y verde, la segunda. Así que eso no demuestra nada, solo que ha mentido. La sala se quedó en completo silencio. Gurney sonrió. —He manipulado su cerebro, no el color. El tono de la pelota de la animación está en un punto medio entre el azul y el verde en el espectro de colores. Debido a lo que les he dicho al empezar, ustedes esperaban que la primera pelota fuera azul, y la segunda, verde. Y debido a lo que ustedes esperaban, la han visto más azul la primera vez y más verde la segunda vez. Si ahora se hubieran sometido a la prueba del polígrafo sobre los dos colores que han visto, la habrían pasado sin problemas. Ustedes habrían dicho la verdad, tal como la habían percibido. Esa es la idea que quiero subrayar. Los testigos pueden estar diciéndoles la verdad acerca de lo que vieron, pero esa verdad puede que exista solo en su cabeza. Y el polígrafo solo mide la sinceridad del recuerdo de una persona, no su exactitud. Alguien de voz rasposa preguntó desde el fondo: —Entonces, ¿en qué pruebas debemos confiar? —ADN. Huellas dactilares. Extractos del banco y de las tarjetas de crédito. Extractos telefónicos, sobre todo los que incluyen datos GPS. Los correos electrónicos, los mensajes de texto y las entradas en las redes sociales también pueden ser útiles para determinar móviles, relaciones y estados mentales. —¿Y los vídeos de cámaras de vigilancia? —preguntó alguien. —Por supuesto —dijo Gurney—. De hecho, yo prefiero un vídeo de alta calidad que una docena de declaraciones de testigos oculares. Las cámaras, básicamente, son un puro nervio óptico. No tienen prejuicios, ni imaginación, ni el impulso de rellenar las lagunas. A diferencia de los humanos, solo ven lo que hay. Pero vayan con cuidado al mirar esos vídeos. —¿Por qué? —Por si su cerebro distorsiona lo que la cámara ha captado correctamente.
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T ras encargar una lectura sobre el tema de la siguiente clase, Gurney terminó la sesión y cruzó un pasillo anodino, iluminado por fluorescentes, hasta la oficina de Harris Schneider, que ejercía a tiempo parcial como psicólogo de la academia y terapeuta ocasional. Era un hombre bajo de mediana edad, con un gran bigote entrecano nunca libre de migas, una chaqueta marrón de tweed con coderas y una pipa repleta de tabaco que siempre parecía a punto de encender. Schneider escuchó con atención mientras Gurney manifestaba su inquietud por el cadete agresivo de su seminario: esa hostilidad refleja que mostraba ahora, ya, era la típica de un agente quemado en mitad de su carrera. Schneider carraspeó antes de responder. —Sí, lo sé. Un caso desafortunado. Ya lo tenemos detectado. No pinta bien. —Asintió, como dándose la razón a sí mismo—. Se tomarán las medidas oportunas en el momento apropiado. Le lanzó una sonrisa rápida a Gurney, con la satisfacción de tener la situación controlada. Luego echó un vistazo a la cazoleta llena de la pipa, sacó del bolsillo de la chaqueta un mechero cromado vintage y lo colocó sobre el escritorio frente a él: un gesto que, sumado a un resoplido y un carraspeo, significaba que daba la conversación por terminada. Gurney estuvo a punto de reafirmar su inquietud con términos más expresivos, subrayando las consecuencias que él mismo había presenciado cuando se le daba una pistola y una placa a un
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joven así de agresivo. Pero Schneider sin duda conocía estos peligros tan bien como él, así que le dio las gracias por su tiempo, tal vez con cierta brusquedad, y se retiró. Al salir al aparcamiento azotado por el viento, pensó en los extraños cambios de tiempo que se producían en primavera en las montañas del norte del estado de Nueva York. El frío gélido y las nubes grises del alba habían dado paso, dos horas más tarde, a un cielo totalmente azul y a un sol cálido, y estos habían dejado su lugar a unos nubarrones que se movían rápidamente y a unas ráfagas de viento cargadas de nieve. Se subió la cremallera de la cazadora de nailon, bajó la cabeza y se apresuró hacia su coche, un Outback viejo, pero aún en buenas condiciones. Arrancó el motor y encendió la calefacción; luego revisó los mensajes del móvil. Había uno de Madeleine:
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Hola. Acabo de salir de la clínica. Hay un mensaje en el fijo de Mike Morgan. Supongo que debe de ser el Mike Morgan que trabajaba contigo, ¿no? Quiere que le llames lo antes posible. Si no estoy aquí cuando llegues, estaré en casa de Deirdre Winkler. Tienen dos crías de alpaca que me muero por ver. Llegaré para la cena. Si puedes, compra leche.
Mike Morgan. Entre los recuerdos que le traía ese nombre, la mayoría no eran positivos. Uno era imborrable. Estaba relacionado con un hecho que forjó entre ellos un vínculo único y que hizo que Morgan fuese considerado un héroe en el Departamento de Policía de Nueva York…, hasta que ese halo de heroísmo quedó eclipsado por el descubrimiento de otras conductas no tan virtuosas. La única vez que Madeleine lo había visto, se había quedado cualquier cosa menos encantada. Y no había mostrado ningún pesar cuando Morgan, después de trabajar como compañero de Gurney durante menos de un año, fue apartado discretamente del departamento. Y aquellos recuerdos traían consigo una pregunta incómo-
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da: ¿qué podía querer Morgan? Estuvo dándole vueltas durante gran parte de los cuarenta y cinco minutos del trayecto de vuelta hasta su casa en Walnut Crossing. Mientras subía por el camino de tierra de tres kilómetros que llevaba desde la carretera local hasta la propiedad en lo alto de la colina, donde él y Madeleine llevaban viviendo desde que habían dejado la ciudad, observó que el viento había amainado y que los copos caían más lentamente. La nieve cubría las ramas de los viejos manzanos que bordeaban la carretera, los arbustos de forsythia entre el estanque y el granero, y los prados crecidos que se extendían desde allí hasta la granja. Aparcó en el rincón de siempre, junto a la puerta del vestíbulo. Mientras se bajaba del coche, una bandada de jilgueros dorados salió volando del arbusto de lilas cargado de nieve que quedaba junto a los comederos y sobrevoló el césped hasta el bosquecillo de cerezos. Entró rápidamente en la casa, colgó la cazadora en el vestíbulo, cruzó la enorme cocina y se fue directo al teléfono fijo del estudio. Escuchó el mensaje de Morgan y anotó el número. El tono de su voz parecía tenso, incluso temeroso. Con más curiosidad que ganas, le devolvió la llamada. Morgan respondió al primer tono. —¡Dave! Muchas gracias por llamarme. Te lo agradezco. Por Dios, qué alegría oír tu voz. ¿Cómo estás? —Sin mayores problemas. ¿Y tú? —Ahora mismo las cosas andan un poco revueltas. En realidad, más que un poco. Por eso necesito hablar contigo. ¿Estás al tanto de mi situación aquí? —Ni siquiera sé lo que significa «aquí». —Vale. Claro que no. Hace siglos que no hablamos. Estoy en Larchfield. De hecho, soy el jefe de policía del pueblo. Cuesta creerlo, ¿no? Gurney asintió en silencio. —¿Dónde queda Larchfield? —Solo a una hora hacia el norte de Walnut Crossing, pero no me sorprende que no te suene de nada. Es un sitio pequeño
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y tranquilo. El índice de delitos graves tiende a cero. De hecho, nunca hemos tenido un asesinato. Hasta anoche. —Te escucho. —Me gustaría quedar contigo. —¿No puedes contármelo por teléfono? —Es una situación extraña. Con demasiadas aristas. No me puedo arriesgar a cagarla. ¿Puedo ir a verte para explicártelo? Gurney titubeó. —¿Cuándo querrías quedar? —Podría estar en tu casa dentro de una hora. Gurney miró su móvil. Las 14:58. Aunque no tenía ningunas ganas de reencontrarse con él, había una parte de su historia juntos que hacía que no pudiera negarse. —¿Tienes mi dirección? La excitación en la voz de Morgan resultaba palpable. —Claro. Eres famoso. Lo sabes, ¿no? Saliste en todos los informativos locales el año pasado: «Policía retirado de Nueva York resuelve los asesinatos de White River». ¡No me ha costado localizarte, gracias a Dios! Gurney no dijo nada. —Muy bien, pues. Nos vemos dentro de una hora.
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Pese a que habían sido compañeros solo durante diez meses,
Gurney sabía más cosas de la vida privada de Mike Morgan que de cualquier otro de los agentes con los que había trabajado en sus veinticinco años en el Departamento de Policía de Nueva York. Desde el día que le encargaron reemplazar al compañero recién retirado de Gurney en la división de homicidios, Morgan lo había convertido en su confidente; de ahí que él hubiera llegado a saber más de lo que habría deseado sobre sus problemas personales: su ansiedad por obtener la aprobación de un padre venerado, también policía, sus atolondradas relaciones con las mujeres, sus paranoias. También había sido testigo de la obsesión de Morgan por el orden y, sobre todo, por la puntualidad. Así que no se llevó ninguna sorpresa cuando, a las 15:59 en punto, un Chevrolet Tahoe empezó a subir a través de los prados hacia la casa. Gurney cruzó el vestíbulo y abrió la puerta lateral. El aire fresco estaba impregnado de un olor a nieve fresca y a hierba primaveral. Miró cómo el gran todoterreno se detenía junto a su Outback. Llevaba un emblema circular en la puerta: departamento de policía de larchfield. Morgan se apeó, echó un vistazo ansioso alrededor y recorrió el sendero que discurría entre la casa y el plantel elevado de espárragos. Llevaba unos pantalones negros con raya impecable y una camisa gris con una insignia de tres estrellas en el cuello almidonado. Aunque todavía tenía el cuerpo esbelto de un deportista, caminaba con más rigidez de lo que Gurney recordaba, y las arrugas de su rostro se habían ahondado.
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Al llegar a su altura, le tendió la mano y sonrió con un aire algo agitado. —¡Vaya, David! ¡Qué alegría! Cuánto tiempo, ¿eh? —Le dio un apretón desagradablemente enérgico, pero de repente lo aflojó, como si se hubiera sorprendido a sí mismo en un mal hábito. —Hola, Mike. Morgan inspiró hondo y luego exhaló lentamente con las mejillas infladas, retrocediendo un paso y contemplando el paisaje de montañas y campos. —Realmente, estás aislado aquí, ¿eh? Ni una casa a la vista. ¿Te sientes a gusto así? —¿A gusto? —Bueno, esto queda en el quinto pino. No hay un alma en los alrededores. ¿Cuánta tierra tienes? —Unas veinte hectáreas, más o menos. Antes era una granja. Son básicamente viejas praderas, unas pequeñas canteras, arboledas de cerezo y arce y un montón de senderos. Morgan asintió sin escuchar realmente y volvió a mirar alrededor. —¿Hay serpientes? —Apenas. Ninguna venenosa. —Odio las serpientes. Desde siempre. Una vez leí que un tipo había puesto una serpiente de cascabel en el buzón de su vecino. ¿Te imaginas? Gurney se hizo a un lado en el umbral, con un desganado gesto hospitalario. —¿Quieres pasar? —Gracias. Lo guio por el vestíbulo hasta la cocina, se acercó a la mesa redonda de pino situada junto a las puertas cristaleras y recogió las notas de sus clases en la academia. —Siéntate. ¿Café? ¿Té? Morgan se encogió de hombros. —Lo que tomes tú. Mientras Gurney se ocupaba de la cafetera, Morgan perma-
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neció de pie, primero echando un vistazo alrededor y luego mirando a través de las cristaleras. —Te agradezco que me hayas dejado venir de forma tan precipitada. Cuando el café estuvo listo, Gurney llenó dos tazas y las llevó a la mesa. —¿Leche? ¿Azúcar? —Nada. Gracias. Gurney se sentó en la silla que solía ocupar en el desayuno, dio un sorbo de café y aguardó. Morgan, sentado en la silla opuesta, sonrió nerviosamente y meneó la cabeza. —He estado pensando en el asunto durante todo el trayecto, pero ahora… no sé muy bien por dónde empezar. Gurney observó que aún se comía las uñas hasta dejárselas en carne viva. Siempre se las había visto así: las yemas hinchadas solapándose sobre la base de las uñas comidas. A diferencia de la mayoría de las personas que padecían esa compulsión, Morgan nunca la practicaba en público, lo cual a Gurney le hacía pensar en su madre, que en público estaba a dieta, pero que estaba obesa inexplicablemente. Morgan rodeó su taza de café con las manos. —Supongo que lo último que supiste de mí fue que había dejado el departamento… —Titubeó al final de la frase, haciendo que sonara como una pregunta. —Oí que te habías mudado al norte del estado. —Las cosas se dieron de maravilla. Sabes que Bartley dejó que me quedara hasta que cumplí los veinte años en el cuerpo y tuve derecho a la pensión, ¿no? Gurney asintió. Considerando el lío en el que se había metido, Morgan tenía suerte de que le hubieran permitido una salida tan apacible. —Eso me dio un respiro para buscar con calma. Oí por radio macuto que había una vacante como jefe de seguridad de una pequeña universidad del norte del estado, el Russell College, en Larch field. Presenté la solicitud, me entrevistaron y me dieron el puesto.
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—¿No les llegó nada de tus problemas en el Departamento de Policía de Nueva York? —Al parecer, no. Aunque es comprensible. No había habido ninguna acción disciplinaria oficial. Según mi historial, simplemente me había retirado. Veinte años y fuera. Morgan bajó un momento la vista a su café, como si contuviera alguna imagen de su pasado, antes de proseguir. —El puesto en la universidad estaba bien. Respetable, con un sueldo decente, etcétera. Pero al cabo de un año el jefe del Departamento de Policía de Larchfield dimitió. —Un destello de orgullo brilló en sus ojos—. Pasé todo el proceso de entrevistas con el consejo municipal y dos semanas después tenía las estrellas doradas en el cuello de la camisa. —¿Así de sencillo? El orgullo dio paso a la vacilación. —Suena un poco insólito, ¿no? —Más que un poco. —Gurney sopesó cuál de las preguntas que le venían a la cabeza formular primero. Eligió la más benigna—. ¿Qué conlleva el puesto? Morgan hizo una pausa mirando otra vez su café. —Larchfield es un lugar extraño. Sin crímenes, con montones de dinero, sin un solo pétalo marchito en los parterres del pueblo. Un modelo viviente de perfección de alto nivel. —Pero… La boca de Morgan se ensanchó en un rictus agrio. —El pueblo ha estado siempre bajo el yugo de una familia superadinerada. Los Russell. Hace tres generaciones poseían todas las tierras de la zona; luego las vendieron gradualmente con cláusulas de restricción en las escrituras que les permitieron controlarlo todo, desde el estilo y los colores de las casas hasta la composición del asfalto de las calles. En las inmediaciones, había una universidad en apuros que los Russell salvaron e hicieron crecer con grandes donaciones, lo que incluía determinadas condiciones que aseguraban su control para siempre. Y esto no es ni la mitad de la historia. Durante más de un siglo, todas las instituciones públicas de Larchfield, desde la biblioteca hasta el tea-
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tro o el parque de ochenta hectáreas, han prosperado gracias a la benévola dictadura de esa familia. —Morgan hizo una pausa—. Pocas cosas suceden en Larchfield sin la intervención de los Russell… y sin su aprobación. —Suena como un reino privado. ¿Quién es el rey actual? —Ah, bueno, ahí está la cuestión. Hasta anoche era Angus Russell. —¿Es la víctima de tu asesinato? Morgan asintió. —Se está armando un lío del demonio. —¿Cómo fue asesinado? —Tenía seccionadas la arteria carótida derecha y la vena yugular derecha… de un solo corte. Mientras salía del baño. —¿Un corte? —Un solo tajo. Limpio y profundo. Seguramente entre las tres y las cinco de la mañana, según el forense. —¿Quién encontró el cuerpo? —Su mujer y el ama de llaves…, aunque de distinta manera. Su mujer, Lorinda Rusell, dice que bajó a desayunar hacia las ocho. Se preparó un té en la cocina y se lo llevó al rincón del desayuno que hay al fondo del comedor. La mujer se sienta y empieza a revisar su móvil. Entonces oye un ruido. Un pequeño chasquido, según dice. Luego vuelve a oírlo. Y una vez más todavía. Mira alrededor y ve una mancha oscura en la moqueta beis, justo a su lado. Mientras está mirando, cae otra gota en el mismo punto. Levanta la vista. Hay una lámpara que cuelga de una cadena dorada, y una especie de líquido está goteando a lo largo de esa cadena desde un punto del techo de color rojo oscuro. Al principio no entiende lo que está viendo. Luego comprende lo que es. Y empieza a gritar. —¿Te dijo que se había dado cuenta de que era sangre? Morgan asintió. —Parecía que le costara pronunciar la palabra. Dice que la visión de la sangre, incluso pensar en ella, la ha mareado siempre, desde que su padre se cayó de un tractor y fue despedazado por una empacadora de heno. El ama de llaves, Helen Stone,
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estaba fuera, frente a la ventana del rincón del desayuno, dando instrucciones a uno de los jardineros. Al oír los gritos, entra a toda prisa en la casa. Ve la sangre que se filtra por el techo y sube corriendo por la escalera al dormitorio de Angus Russell, que queda justo encima del rincón del desayuno. —¿Angus y Lorinda tienen dormitorios separados? —Es un matrimonio poco frecuente. Con una enorme diferencia de edad. Setenta y ocho frente a veintiocho. Gurney se encogió de hombros. —El poder mágico del dinero. Así que el ama de llaves entró en la habitación y encontró el cuerpo. Y la mujer… ¿qué? —Ella subió detrás del ama de llaves. Llegó hasta la puerta del dormitorio, echó un vistazo dentro y se desplomó. Stone entró directamente y encontró el cuerpo. Con «más sangre de la que imaginarías que pudiera salir de un anciano esquelético», según sus palabras. —Toda esa sangre… ¿de la herida del cuello? —Con una salvedad. Le habían cortado el índice izquierdo, de manera que había un charco de sangre separado alrededor de esa mano. Aún no tengo ni idea sobre el significado que pueda tener ese detalle. Yo diría que Angus se levantó en mitad de la noche para utilizar el baño compartido que hay entre los dos dormitorios. Al volver al suyo, alguien lo estaba esperando. Un tajo contundente en el lado derecho del cuello con una hoja extremadamente afilada. Lo más probable es que él diera media vuelta apartándose del agresor y que cayera sobre una silla con la cabeza hacia delante. Terminó en una posición extraña: con la frente en el suelo, el estómago y los muslos inclinados hacia abajo sobre el asiento de la silla y las piernas alzadas oblicuamente en el aire. Como en un chiste macabro. Gurney recordó un momento igualmente macabro del caso White River, cuando una cabeza cercenada, con un ojo cerrado como si hiciera un guiño, salió rodando de la escena de un crimen, lo que había dejado a una reportera de televisión en estado catatónico. A él, sin embargo, no le gustaba regodearse en las muertes truculentas. Prefería concentrarse en los aspectos prácticos.
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—Así que al señor de la mansión le cortaron el cuello y le amputaron un dedo. Agresor desconocido. ¿Has podido sacar alguna huella útil? Morgan se removió en la silla, todavía sujetando la taza. —Las únicas huellas nítidas que ha encontrado nuestra técnica forense, aparte de las de la víctima, las de su mujer y las del ama de llaves, corresponden según el sistema AFIS a un tipo de la zona llamado Billy Tate. Si se tratara de un caso normal, sería nuestro principal sospechoso. Él y Angus se odiaban. Había toda una historia entre ellos, con amenazas de muerte incluidas. Pero todo eso no importa ahora. —¿Por qué? —Tate murió en un extraño accidente hace dos días. —¿Y sus huellas en la escena…? —Estamos intentando aclarar ese punto. Si no se ha producido un error, Tate tiene que haber estado en el dormitorio de Angus Russell en algún momento. Cuándo exactamente no lo podemos saber. No hay un método preciso para datar las huellas. Pero sabemos que no pudo haber sido anoche, porque anoche Tate estaba en un ataúd en la funeraria del pueblo. Gurney pensó que averiguar cuándo y por qué había estado en el dormitorio ese enemigo de la víctima sería una prioridad en la investigación, y probablemente la clave para resolver el caso. Por el momento, sin embargo, tenía en mente una pregunta más sencilla. Curiosamente, fue Morgan el primero en formularla. —Ahora supongo que te estarás preguntando por qué quería verte tan desesperadamente.
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Veinte minutos después, Morgan terminó de explicarle apre-
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suradamente que, dada la posición de la familia implicada, el caso iba a convertirse con toda probabilidad en un campo de minas político que podía lanzar o arruinar su carrera, y que las dotes de investigación de Gurney, mucho más fuertes en ciertos terrenos en los que él cojeaba, podían contribuir a salvar la situación. Él solo le pedía una cosa: que fuera a Larchfield al día siguiente a las nueve de la mañana a examinar la escena del crimen. Después podría decidir si estaba dispuesto a implicarse en la investigación. Gurney accedió a regañadientes, y Morgan, con un suspiro de alivio, se marchó enseguida. Tras observar cómo desaparecía su todoterreno por la curva del camino de tierra y grava que rodeaba el granero, Gurney volvió a la cocina. Se acordó bruscamente de que no había parado a comprar leche, tal como Madeleine le había pedido que hiciera en el trayecto de vuelta desde la academia. Así que cogió la cartera, subió al Outback y recorrió los ocho kilómetros de viejas tierras de cultivo hasta el pueblo de Walnut Crossing. La palabra «pueblo», de todos modos, más bien le hacía pensar en las antiguas localidades llenas de encanto que él y Madeleine habían visitado durante su luna de miel en la zona rural de Inglaterra. En cambio, se había vuelto poco apropiada para referirse a Walnut Crossing, que año tras año se iba hundiendo en el deterioro social y económico del norte de Nueva York, con sus hileras de tiendas cerradas y su creciente población de gente sin trabajo y sin posibilidades de tenerlo.
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Se detuvo frente a uno de los dos «supermercados» de la calle principal y se dirigió a la reducida sección de lácteos que había en el enorme refrigerador dedicado casi exclusivamente a la cerveza, los refrescos y las aguas de sabores extraños. Llevó a la caja una botella de dos litros de leche descremada y esperó a que una mujer desdentada, con bata y botas verdes de goma, comprara un puñado de billetes de lotería de vistosos colores. En cuanto llegó a casa, metió la leche en la nevera y cogió una cebolla, un tronco de apio, un calabacín grande y pimienta. Cortó los vegetales y los dejó junto a la sartén. Llenó una olla de agua para la pasta y la puso sobre el fogón. Subió el fuego al máximo y fue a darse una ducha rápida y a cambiarse. El efecto relajante del agua caliente resbalando por su espalda lo mantuvo en la ducha el doble del tiempo que había previsto, y cuando finalmente volvió a la cocina para terminar de preparar la cena, encontró a Madeleine frente a los fogones, removiendo los vegetales en la sartén. La pasta ya estaba hirviendo, y en la mesa junto a las puertas cristaleras había dos cubiertos preparados. —Hola —dijo ella, sin volverse—. Gracias por empezar a preparar las cosas. Veo que te has acordado de la leche. —¿Creías que iba a olvidarlo? —He supuesto que sería cuestión de suerte. Gurney no creyó necesario revelarle hasta qué punto tenía razón. Se acercó y le dio un beso en la nuca. Su pelo castaño estaba alborotado y tenía una dulce fragancia primaveral. —¿Qué tal el día? Ella apagó el fogón de la sartén y removió la pasta. —El tiempo que he pasado en la clínica ha tenido sus altibajos. Ocho ingresos remitidos por el tribunal de drogas. Dos estaban muertos de miedo; seguramente lo bastante asustados como para acogerse al programa de rehabilitación. Los otros seis estaban en plena negación. Veía cómo giraban los engranajes en sus cabezas mientras trataban de adivinar qué quería que dijeran y buscaban el modo de engañar al sistema. Cualquier cosa menos afrontar su adicción.
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Gurney se encogió de hombros. —Mentirosos y manipuladores. Tu clientela habitual. —Pero los pocos que quieren ayuda y acaban dando un vuelco a su vida hacen que mi trabajo valga la pena. —Madeleine apagó el fuego de la pasta, llevó la olla al fregadero y lo vació en el colador que ya tenía preparado. Él se dio cuenta de que había empleado sin necesidad un tono demasiado negativo. —Claro que vale la pena lo que haces. No pretendía insinuar que no. Solo estaba diciendo… Ella le cortó. —Que no te gustan los adictos. Ya tuviste tu ración de malas experiencias con ellos cuando vivías en la ciudad. Lo comprendo. Gurney sonrió. Había leído en alguna parte que al sonreír te sale una voz más cálida. —Esa es una cara de la moneda de tu jornada. ¿Y qué tal la otra parte? —Muy interesante. Enseguida te lo cuento. Madeleine sacudió con delicadeza el colador lleno de pasta hasta que dejó de gotear, lo llevó al fogón, vació su contenido en la sartén con los vegetales salteados y lo removió todo con una larga cuchara de madera. Una vez que se sirvieron los dos directamente de la sartén y que estuvieron sentados a la mesa, Madeleine sacó una hoja doblada de debajo de su servilleta y se la pasó. —Esto podría ser un pequeño proyecto para nosotros. —Su cara estaba iluminada por la excitación. Él desplegó la hoja y vio algo que parecía un esquema para una especie de cobertizo. —Dennis lo ha imprimido de la página de una granja —añadió Madeleine. Él frunció el ceño al oír ese nombre. —¿Qué es? —Un establo de alpacas. —Nosotros no tenemos alpacas. —Ahora mismo no.
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Gurney alzó la mirada del papel. —Pero podríamos conseguir una —dijo ella—. O dos. Dos sería lo mejor. Son muy sociables. Una se sentiría sola. —¿Cuánto tiempo llevas dándole vueltas a esta idea? —Creo que empecé a pensarlo hace un par de años, cuando ayudé a los Winkler con sus alpacas en la feria. Madeleine se interrumpió, tal vez recordando lo desastrosamente que había terminado aquella feria: la horrorosa culminación del caso Peter Pan. Tras un momento, miró a Gurney con una sonrisa pensativa. —No hemos de hacerlo de inmediato. Primero tendríamos que construir el establo. Podría ser divertido hacerlo juntos. Él volvió a mirar la hoja con el diseño impreso y luego la dejó en mitad de la mesa. —Las alpacas son caras, ¿no? —Eso es lo que cree todo el mundo, pero si tienes en cuenta los pros y los contras, cuestan muy poco. Casi nada. —¿Los pros y los contras? —Será mejor que todo eso te lo explique Dennis. —¿Cómo? —He invitado a los Winkler a cenar. —¿Cuándo? —Mañana por la noche. —¿Para darnos una charla promocional sobre alpacas? —Yo no lo llamaría así. Han pasado siglos desde la última vez que nos reunimos los cuatro. Si quieren hablarnos de sus alpacas, por mí perfecto. Comieron en silencio durante unos minutos. Finalmente, ella dejó el tenedor y esperó a que él la mirase. —No es una idea tan disparatada como parece. Y los Winkler tampoco son tan desagradables como tú crees. Intenta mantener una actitud abierta. Él asintió. —Haré todo lo posible. Ella volvió a coger el tenedor. —¿Le has devuelto la llamada a Mike Morgan?
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—Sí. —Sonaba tremendamente angustiado. —En parte porque ese es su modo de ser. Pero además parece estar metido en una situación insólita. De hecho, ha venido a casa para hablar del asunto. —¿Qué quería? —Ayuda para investigar un asesinato en un pueblo del norte. Larchfield. Un sitio peculiar. Una escena del crimen peculiar. Aunque lo más peculiar de todo es que Morgan es el jefe de policía. —¿No crees que esté preparado para el cargo? —Intelectualmente, sí. Pero emocionalmente es un manojo de nervios. —Gurney hizo una pausa—. ¿Hasta qué punto quieres que te cuente? —Lo suficiente para entender lo que vayas a decidir. —¿Decidir… qué? —Si vas a involucrarte en el caso. Él no respondió. Se volvió hacia las cristaleras. —Fíjate en la hierba —dijo, mirando más allá del patio de piedra caliza hacia el gallinero y el viejo manzano. La hierba mojada relucía bajo los rayos oblicuos del sol de la tarde. El único rastro de la nevada era un algodonoso tramo blanco en la base del manzano. —Increíble —dijo ella. En su expresión se reflejaba el paisaje radiante que tenía ante sí. Luego suspiró y miró a Gurney—. Cuéntame lo que tú quieras. Él se tomó un momento para pensar por dónde empezaba. —El padre de Morgan estaba casi arriba de todo en la jerarquía del Departamento de Policía de Nueva York, y sus hermanos gemelos eran comandantes de comisaría los dos. Había una diferencia de ocho años entre ellos, y Morgan decía que solían llamarlo «el error». Su padre a ratos lo ignoraba, y a ratos le señalaba sus defectos. Él estaba decidido a ganarse la aprobación de su familia como fuera. Era muy bueno en la teoría, sacó sobresalientes en los exámenes de promoción. Pero tenía un montón de miedos, y una forma desastrosa de manejarlos.
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—¿Drogas? —Mujeres. A veces, mujeres implicadas en los casos que investigaba. Incluso una o dos sospechosas. Eran errores que podrían haberle llevado a la cárcel. Pero al parecer la adrenalina lo cegaba y le impedía ver los riesgos. —Suena como si pretendiera solventar un problema de autoestima haciendo algo que solo podía servir para empeorarlo. Igual que los adictos que veo en la clínica. ¿Cómo es que conseguía salirse con la suya? —Nadie quería indisponerse con su padre, así que la tendencia era dejar pasar las cosas mientras no fueran demasiado obvias ni jodieran la investigación. Pero uno de los capitanes se acabó hartando y le dijo a Morgan que debía dimitir, o bien el problema pasaría a asuntos internos y podría terminar en un proceso criminal. Al final, dejaron que se quedara unos meses más para que pudiera percibir la pensión. Una salida discreta. —¿Sin ninguna consecuencia por sus actos? —Exacto. —¿Y las autoridades de Larchfield llegaron a la conclusión de que ese modélico agente sería un jefe de policía ideal? —No inmediatamente. Me ha contado que primero lo contrataron como jefe de seguridad de la universidad local. Al cabo de un año, lo escogieron para reemplazar al jefe de policía saliente. El primer trabajo parece un poco rebuscado. El segundo resulta inconcebible. Casualmente, el hombre al que acaban de asesinar fue su principal entrevistador y quien decidió darle el puesto en ambos casos. —¿Se te ocurre por qué quiere implicarte en la investiga ción? Gurney miró a lo lejos a través de las cristaleras, como si la respuesta estuviera quizás en algún trecho de los prados. —Se ha pasado la última media hora esforzándose para que mi implicación pareciera la cosa más razonable del mundo. Ella alzó una ceja inquisitivamente. —Asegura que este asesinato constituye el tipo de caso que
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podría beneficiarse de nuestros talentos combinados. Él se ve a sí mismo como un pensador de posibilidades, y a mí me ve como un pensador de probabilidades. —¿Y eso qué significa? —Que él es bueno ideando múltiples posibilidades de cómo y por qué se cometió un crimen, pero pésimo estimando probabilidades y estableciendo prioridades en la investigación. —¿No es en esta parte «pésima» en la que debería ser bueno un jefe de policía? —No hay nada en esta situación que sea como debería ser. —Entonces dile que no. Su incapacidad para hacer su trabajo no es problema tuyo. —No es tan sencillo. —Gurney volvió a mirar hacia los prados—. La cuestión es que… hay una deuda tácita entre nosotros. Hace unos seis años, justo cuando acababan de ponernos a trabajar juntos, fuimos a hacer unas entrevistas de seguimiento de un homicidio cometido en una bodega de los bloques del sur del Bronx. Cuando salíamos del apartamento de un testigo, nos encontramos cara a cara con tres pandilleros que salían del apartamento de enfrente…, que resultó ser su laboratorio de meta. Creyeron que habíamos ido a buscarlos y se desató en el acto un pandemonio: sus Uzis contra nuestras Glocks. Morgan se metió rápidamente en el apartamento del que habíamos salido y yo me colé en la escalera para ponerme a cubierto. Pero me golpeé la muñeca con la barandilla y mi pistola salió rodando por las escaleras justo cuando tres maniacos armados con Uzis venían a por mí. Entonces Morgan salió de golpe al pasillo, interponiéndose entre nosotros. Tenía la Glock en una mano y la Sig de reserva en la otra, y todos empezaron a disparar a la vez. Hubo más de un centenar de disparos en unos momentos. Un auténtico infierno. Cuando volvió el silencio, los tres pandilleros yacían por el suelo y Morgan estaba allí de pie, totalmente ileso. —Gurney se detuvo un momento, con expresión dolida—. Nunca te lo conté porque… —Porque nunca has querido traer a casa los aspectos más terroríficos de tu trabajo —dijo Madeleine; y tras una pausa, aña-
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dió—: Entonces, desde tu punto de vista, ¿Morgan arriesgó su vida para salvar la tuya? —Lo único que sé es que hizo lo que hizo, que los tres tipos que venían a por mí están muertos y que yo estoy vivo. Ella volvió a coger el tenedor y empezó a mover hacia el centro del plato los restos de su pasta. —Así pues, ¿tú lo ves como un mujeriego egocéntrico impulsado por la ansiedad o como un héroe intrépido y abnegado? —¿No podría ser ambas cosas? ¿Un tipo intrépido cuando se enfrenta a un peligro tangible, pero, por lo demás, alguien acosado por sus demonios? —O quizás el hombre que creíste que se convertía aquel día en un héroe seguía siendo el mismo desastre emocional de siempre y solo estaba intentando forzar su propia muerte. Un intento fallido de suicidio, por suerte para ti. Gurney fijó la mirada en el esquema del cobertizo que había en medio de la mesa. —Lo pensé en su momento. Pero quizá prefiero que no sea cierto. —Entonces, ¿tu conclusión es que estás vivo por lo que él hizo, más allá de cuáles hayan sido sus motivos, y que le debes algo a cambio? —No sé el qué exactamente. Pero algo, sí. —Gurney alzó las palmas, a modo de respuesta—. En todo caso, he accedido a ir a Larchfield mañana por la mañana. Tal vez las cosas estén más claras después. Echó un vistazo hacia el gallinero, luego miró a Madeleine. —Morgan no me gusta especialmente. Nunca me gustó. Pero no puedo darle la espalda sin más. No solo por aquel tiroteo en los bloques del Bronx. Hubo una cosa… horrible… que sucedió en la ceremonia de promoción en la que recibió su insignia dorada de detective. Es un gran momento en la vida de un policía. Lo fue para mí, y sospecho que debía de serlo diez veces más para él. Pero entonces…, al final de la ceremonia…, su padre se le acercó. Ese padre tan importante al que se moría de ganas de complacer. Su padre lo mira a los ojos, como si fuese un
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delincuente. Sin darle la mano, sin felicitarle. Lo único que le dijo ese hijo de puta fue: «Esa insignia dorada es una tradición familiar. No nos deshonres». Gurney sentía una mezcla de rabia y de tristeza siempre que recordaba aquel momento. Ese padre duro y frío. Ese hijo ansiando algo que nunca conseguiría. Madeleine lo observaba en silencio. Al volverse hacia ella, Gurney captó en la mirada de su mujer que lo comprendía incluso mejor que él mismo.
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