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Ideas para parecer feliz, Nando Abad

3Mike, 2022

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Todas las personas cumplen años de forma regular y predecible. En concreto, una vez al año y siempre el mismo día. Cuando llega ese momento, se suma una sola unidad a la edad, es decir, nunca se cumplen dos, tres o quince años de golpe. Parece, a priori, un sistema matemático exacto que no deja lugar a las sorpresas. Sin embargo, el ser humano es un animalillo ocupado y despistado que a veces se pierde con eso de los números. Sin ir más lejos, Miguel, quien, a sus treinta y nueve años, acababa de darse cuenta de que ya no tenía veinte.

Le ocurrió en el ascensor de su casa, volviendo del trabajo. En el espejo vio a un tipo con traje, gabardina, ojeras y un maletín. «¿Soy yo ese señor?», pensó sin saber muy bien cuándo había dejado de ser Mike para convertirse en Don Miguel. Tuvo la sensación de estar viviendo un flash forward, como si le hubieran arrancado de su juventud para dejarlo tirado en ese ascensor, con esa gabardina triste, esas ojeras tristes y ese maletín triste. Si hacía un esfuerzo nemotécnico, podía recordar pasos intermedios: la carrera, el primer trabajo, la boda, los niños, más trabajo… Sin duda había estado presente en esos últimos veinte años, pero no podía desprenderse de un extraño halo onírico, como si todo hubiera pasado a cámara rápida.

Don Miguel, cárcel de Mike y jefe comercial de una compañía de seguros, abrió la puerta de su casa. Si el tipo del espejo le pareció un extraño, le ocurrió lo mismo con los muebles de la entrada, con la tarima flotante, con el cuadro de la pared. Sus

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hijos dormían ya, pero en el sofá, viendo un programa de cocina, estaban su mujer y su suegra, que había venido de Murcia para pasar unos meses con ellos. —¿Has tenido buen día? —le preguntó su esposa. —No. Odio mi trabajo —dijo él sin saber muy bien por qué había dicho eso.

Ella respondió con un sonido gutural que podría traducirse como: «No creo que hayas dicho eso en serio, pero en cualquier caso ahora mismo no puedo mantener una conversación al respecto, porque un cocinero buenorro está a punto de probar la sopa de remolacha de una actriz acabada».

Mientras eso ocurría en la tele, provocando la risa de hiena de la suegra de Miguel, él se quedó mirando a las dos. Y comprobó, todavía en el mismo estado confuso, que su mujer estaba evolucionando en su madre. No evolucionando en el sentido de mejorar, sino en el sentido Pokémon. Su mujer, con la que se casó catorce años antes, se había convertido en lo que entonces era su suegra, mientras que su suegra había evolucionado en otra cosa más desagradable, que, previsiblemente, sería en lo que se convertiría su mujer al cabo de dos o tres décadas, o, lo que es lo mismo, dentro de un ratito. Y las vio a las dos mirando la tele con la misma barbilla, la misma nariz y tuvo la misma confusa sensación que al ver al señor ojeroso del espejo del ascensor. —¿Qué mira este? —No sé, mamá. ¿Qué miras, Miguel? La respuesta sincera hubiera sido: «El paso del tiempo, la inso portable levedad de la existencia, el río de Heráclito y la horrible bata de tu madre».

—Nada, que… Estaba con mis cosas —farfulló casi para sí. —¿Qué ha dicho? —preguntó la suegra. —Vocaliza, Miguel. —Que estoy cansado, Mari Carmen. Me voy a dormir. Miguel pasó por la habitación de sus hijos para darles un beso como solía hacer cada noche. Los dos, cada uno en su cama, estaban durmiendo de lado mirando a la pared. Tal vez ver sus caras le habría sacado de ese extraño letargo, pero solo

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pudo ver sus cuerpos. Y le parecieron largos. Extremadamente largos. Tuvo la sensación de que las piernas de la pequeña, de nueve años, se extendían hacia el final de su camita como solo saben extenderse las piernas de un pívot de los Oklahoma City Thunder. Con el mayor era aún más exagerado. Estaba cerca de sus pies y sintió que la cabeza del muchacho quedaba tan lejos que casi se veía borrosa, con bruma, perdida en el horizonte. ¿Cuándo habían crecido tanto? ¿Por la mañana eran así de altos? Le dio un beso en la cocorota a cada uno de los dos gigantes y salió del cuarto.

Su cuerpo, al desvestirse, también le resultó desconocido. Sin duda, Don Miguel era más peludo, más blancucho y menos fibroso que Mike. Todo, desde los muebles hasta su aspecto, era igual que el día anterior, pero él lo veía diferente, como si acabara de darse cuenta de todo. Hay gente a la que le pasa al jubilarse, al ver una foto antigua o al cumplir cuarenta, pero a Miguel le ocurrió en el ascensor, de golpe y sin avisar. Los años se cumplen de forma regular, predecible y matemática, pero a él le acababan de caer décadas sobre la espalda.

Para viajar al pasado, el cuerpo necesita un DeLorean, un condensador de fluzo y una gran descarga de energía. A la mente, en cambio, le basta con cerrar los ojos. Miguel, ya con su pijama de señor y aún exhausto, buscó refugio en su adolescencia. Se recordó con veinte años, con dieciséis, con catorce. Se recordó jugando al fútbol, en clase, con sus amigos y, sobre todo, al lado de Ire. Y se le vino a la cabeza una frase de una canción de Serrat: «Creo que entonces era feliz».

Irene fue su primer amor y también el penúltimo. Empezaron a salir en la ESO, cuando a ella la apodaban la Barbie, y terminó siete años después, por la distancia, cuando Ire estaba estudiando en Barcelona. Desde entonces habían transcurrido seis mil seiscientos cuarenta y tres días, algunos de ellos tan parecidos entre sí que parecían no haber existido. Otras veces la había recordado y había pensado en ella, pero nunca fue tan fuerte como en ese momento. Mike e Ire le parecían de pronto una sociedad irrompible, un pack inseparable, como si el mismo homicida que destruyó al primero la hubiera matado tam­

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bién a ella. Y no era un crimen difícil de resolver. En el Cluedo edición vida real el asesino nunca es el Profesor Mora con un candelabro. Siempre, o casi siempre, es el tiempo.

Y precisamente el tiempo es también el protagonista de la búsqueda de la felicidad. Cuando no la encuentras en el presente, la buscas en el futuro. Si tampoco la intuyes en el futuro, solo te queda mirar al pasado. Se parece mucho a un juego de trileros en el que la bolita es la felicidad y los tres cubiletes los maneja Dios o Yahvé o Alá o la Pachamama. Miguel levantó el cubilete del presente y no había nada. Tampoco en el del futuro. La bolita estaba escondida en el del pasado y, sentados sobre ella, sonreían Mike e Ire.

Se tumbó en la cama y buscó entre sus fotos de Facebook la primera que subió, la más antigua. Sabía perfectamente cuál era y se quedó triste mirándola. La imagen tenía más de tres lustros y salían la Barbie y él en Barcelona, en la última visita que le hizo. En la segunda fotografía ya no estaba ella, ni en la tercera, ni en ninguna más de los cientos que venían después. Tuvo que ser ahí, entre la primera y la segunda, cuando también se esfumó Mike.

El perfil de Ire llevaba unos seis años sin actualizarse, pero tenía unas decenas de fotos que Miguel repasó como si entraran en un examen. Solo había una en la que estaban etiquetados los dos. Era una antigua, del insti, de 1997. La había digitalizado y subido un excompañero y allí aparecían todos los de clase: la Rara, Mike, Rodri, Anacrís, Ire, Alexis… La puerta de la habitación se abrió y entró su mujer. —¿No duermes? —Sí, sí, estaba mirando las noticias. —¿Y qué dicen? —Conflictos bélicos —improvisó él. —¿Dónde? —¿Dónde no? La guerra es un monstruo, Mari Carmen. Mari Carmen no pudo seguir preguntando porque la imagen de su próxima evolución Pokémon, con bata de boatiné, se asomó por la puerta.

—Hija, ¿qué me has puesto en este papel? Que estoy sin las gafas.

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—Que no dejes los dientes en el baño, que te pongas el vasito en tu cuarto. —Si hay hueco de sobra. —Pero ayer Juanito se los puso para grabar un TikTok. —¿Qué es un titó? —Tú déjalas en tu cuarto, mamá. Miguel aprovechó esa breve conversación para hacerse el dormido y no tener que seguir hablando. El único conflicto bélico del que tenía constancia en ese momento se estaba produciendo dentro de su cabeza. Mike y Don Miguel se peleaban a garrotazos gritando enfadados.

—¡No seas niñato y quítatela de la cabeza! —exclamaba el mayor de los dos. —¡Ire es el amor de mi vida! —Pero ¡¿qué dices?! ¡Es pasado! ¡Eso ya no existe! ¡Tu vida es otra! —¡Al menos verla…! —suplicaba Mike—. ¡Necesito verla! —¡Jamás! Miguel trató de frenar la disputa con un Orfidal de los que guardaba en su mesita de noche. —¿Qué haces? —le preguntó Mari Carmen al verle abrir el cajón. —Coger un Orfidal, que no consigo dormir. —Si estabas dormido hace un segundo, que te he hablado y no contestabas. —¿Sí? Puede ser que me haya quedado traspuesto. Pero así duermo mejor. —¿Dónde decías que ha estallado una guerra? —En Islas Feroe —improvisó sin saber por qué. —¿Islas Feroe? —preguntó extrañada. —Buenas noches, Mari Carmen. El medicamento empezó a hacer efecto, pero la pelea entre Mike y Don Miguel continuó. La única diferencia es que ahora hablaban más despacio, como con sueño. —Tieee… neees que olvi… darte de Ire. —Neeece… sito ver… la. —Maa… duuraaa…, giliiii…pooo…lllas.

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El cerebro de Miguel zanjó el debate interno como se suelen zanjar los debates internos: con un mecanismo de defensa.

—Chicos, chicos, no discutáis. Miguel quiere ver a Ire igual que quiere ver a Rodri, a Alexis o a la Rara. Simplemente quiere retomar contacto con sus antiguos amigos. Nada más.

La explicación, satisfactoria para ambos bandos, alejaba cualquier posibilidad de culpa y permitió a Miguel, con ayuda del psicofármaco, dormir plácidamente. Al día siguiente, en el descanso del mediodía en la oficina, abrió un chat en Facebook en el que agregó a Ire y a todos los excompañeros de la ESO que tenía en esa red como amigos.

«Ey, chicos, cuánto tiempo. Ya es hora de hacer una cenita de reencuentro, ¿no?»

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4Mike, curso de 1997

En 1997 jugar bien al fútbol era para un niño lo mismo que el dinero para un adulto: una garantía de estatus, una circunstancia que te permitía ser admirado y envidiado por muy tonto, feo y majadero que fueras. Pero Mike, encima, también triunfaba cuando no estaba regateando. Sacaba buenas notas, era popular, atractivo, tenía un montón de juegos de la Mega Drive y le quedaban escasos minutos para empezar a salir con la más guapa de la clase. Si existe una cima para un chaval de tercero de la ESO, ahí estaba Mike, sentado, sonriente y con los cuellos del polo levantados para parecerse a Cantona.

Aquel día jugó la pachanga del recreo nervioso, pensando en lo que iba a suceder minutos después, pero eso no le impidió hacer un cañito a uno de sus compañeros. Cuando corría hacia la portería para meter su cuarto gol, otro niño le agarró del polo para frenarle. Penalti claro. La legislación en materia de fútbol de colegio incluía en esas fechas férreas normas como la Ley de la Botella (el que la tira va a por ella), la Ley del Vaso (el que la tira no hace caso) y la Ley del Penalti (que no rimaba, pero consistía en que el penalti lo tiraba el que lo había provocado). Entre las dos primeras leyes había una contradicción de derecho procesal, pero la tercera era clara, meridiana y contaba con suficiente jurisprudencia. Mike cogió carrerilla y tiró el penalti fuerte y raso. Tal vez un portero de verdad lo habría detenido, pero el que resguardaba la portería era un niño con gafitas rojas sujetas con un cordel que giró la cabeza para protegerlas. «¡Golazo!», gritó Mike ejer­

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ciendo de comentarista a la vez que de nueve. Y miró hacia el banco en el que estaban las chicas y señaló a Ire, la Barbie, para dedicárselo. Ella, con la trenza más larga y la falda más corta del colegio, le sonrió como lo hacen los que saben que tienen una sonrisa bonita. —Te lo ha dedicado —le susurró Anacrís. —Ya lo he visto —respondió Ire entre dientes, sonriente. —El gol —le matizó su amiga. —Que ya, coño —respondió sin dejar de sonreír, demostrando un nivel medio alto en el arte de la ventriloquia.

Mike y sus amigos tenían catorce años. Era su tercer curso en el instituto, pero casi todos se conocían ya del colegio y no se separarían hasta la selectividad. Fueron una de esas generaciones a las que les pilló el cambio del sistema educativo. Llegaron a cursar la EGB hasta octavo, pero ahora, en lugar de estar en el antiguo primero de BUP, estudiaban tercero de la ESO. A ellos las siglas les daban igual, que llames al excremento de un perro EP no implica que deje de ser una caca.

En el recreo, su clase siempre se apropiaba de la misma parte del patio. Allí se producía una especie de apartheid improvisado. La mitad jugaba al fútbol y la otra mitad se sentaba en corros a leer la Superpop o la Nuevo Vale, y a intercambiar sobres y cartas con olor a fresa y a mora. Dentro de clase, todos estaban mezclados, pero en el patio estabas en un grupo o en el otro. Para saber cuál te correspondía solo tenías que fijarte bien en tu entrepierna. ¿Tenías dos pequeñas esferas carnosas con un saliente alargado que utilizabas para miccionar? Te tocaba jugar al fútbol. ¿Tenías una rajita que albergaba un conducto muscular y membranoso? Te tocaba irte al corro y hacer lo que las demás. Solo dos personas se mantenían alejadas de esos dos universos. Vero, la Rara, que solía quedarse en clase sola dibujando o leyendo, y Edmundo, apodado el Grillo, que a veces se creía Bruce Lee y daba patadas a un árbol, a veces paseaba solo mirando al suelo y a veces tiraba piedras a una pared.

Unas horas antes, en clase de Matemáticas, había saltado la noticia. Todos sabían que Mike estaba por Ire (como casi todos los chicos) y que ella estaba por Mike (como casi todas las

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chicas), pero aquel día él sorprendió con una frase que corrió como la pólvora entre las bocas y las orejas de todos aquellos niños de catorce años. «Mike le va a pedir de salir a Ire en el recreo», «Mike le va a pedir de salir a Ire en el recreo», «Mike le va a pedir de salir a Ire en el recreo», «Mike te va a pedir de salir en el recreo»… Ire, boquiabierta y con los ojos chispeando, preguntó a su vecina de pupitre quién lo había dicho. «¿Quién lo ha dicho?», preguntó esta a su fuente. «¿Quién lo ha dicho?», «¿Quién lo ha dicho?», «¿Quién lo ha dicho?»… «Lo ha dicho Mike», «Lo ha dicho Mike», «Lo ha dicho Mike»… «¿Seguro?», «¿Seguro?», «¿Seguro?»…

Cuando la noticia le pareció suficientemente fiable y contrastada, Ire se acurrucó entre los nervios y la felicidad. Su madre y ella miraban todas las mañanas el horóscopo en el teletexto y aquel día su signo, Aries, tenía tres estrellas en amor. Si hubiera tenido solo una, tal vez le habrían invadido las dudas, pero eran tres, el máximo, y los astros y el teletexto no podían equivocarse. Ese tenía que ser el día.

La pachanga de los chicos continuaba y la Barbie esperaba ansiosa el momento en el que su Ken se le acercara. En ese preciso momento, Martínez, el funcionario que aquella mañana había rellenado al azar la página del horóscopo del teletexto, estaría tomándose, ajeno, un asqueroso cafelito de máquina. Mike no creía mucho en la astrología, si se sabía los signos era solo gracias a la serie Los Caballeros del Zodiaco, pero también pensaba que ese tenía que ser el día. El momento surgió cuando el balón salió rebotado hacia las chicas. —¡Voy yo, voy yo! —le gritó a uno de sus compañeros. Ire, al verlo acercarse, gritó también a sus amigas. —¡Fuera! —Sí, ha sido fuera —respondió una atenta al partido. —¡No! ¡Que os vayáis! —gritó sin dejar de sonreír la ventrílocua—. ¡Fuera, fuera, fuera!

Las demás chicas, obedientes, se alejaron en diferentes direcciones. El balón llegó hasta la Barbie, que lo cogió con las manos, y pocos segundos después se acercó Mike corriendo. —Hola, Ire —dijo él. —Hola —respondió ella.

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Se hizo una breve pausa en la que se miraron con una timidez y un enamoramiento prohibitivos para cualquier diabético. El resto de los niños y niñas los miraban desde lejos adivinando la pregunta que Mike estaba a punto de formular. —Que… que si quieres salir conmigo. —¡Sí! —respondió ella antes de que pronunciara la última sílaba. —Guay. —Sí, guay. —Pues me vuelvo a jugar. —Vale. Y así comenzó todo. Incluso Martínez a veces acierta.

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