Invernando El poder del descanso y del refugio en tiempos difíciles
Katherine May
Traducción de Ana Momplet
INVERNANDO. EL PODER DEL DESCANSO Y DEL REFUGIO EN TIEMPOS DIFÍCILES Katherine May
«UNA LECTURA PRECIOSA E IMPRESCINDIBLE.» CHERYL STRAYED, AUTORA DEL BEST SELLER MUNDIAL SALVAJE A veces tienes la sensación de caer por la grieta entre dos mundos: circunstancias imprevistas como una enfermedad repentina, la muerte de un ser querido, una ruptura o la pérdida del trabajo pueden descarrilar tu vida. Estos períodos traumáticos pueden ser solitarios e inesperados. En el caso de May, su marido enfermó, su hijo dejó de asistir a la escuela y sus problemas médicos la llevaron a dejar un trabajo exigente. Invernando explora cómo ella no solo soportó este doloroso momento, sino que aprovechó las oportunidades singulares que le ofrecía. Una conmovedora narración personal llena de lecciones de literatura, de mitología y del mundo natural, la historia de May ofrece conocimientos sobre el poder transformador del descanso y el retiro. La inspiración surge de muchas fuentes: la celebración del solsticio y la hibernación del lirón, C. S. Lewis y Sylvia Plath, nadando en aguas heladas y navegando por los mares árticos. En definitiva, Invernando nos invita a cambiar la forma en que nos relacionamos con nuestros períodos de barbecho. May muestra una aceptación activa de la tristeza y encuentra sustento en un retiro profundo, alegría en la belleza silenciosa del invierno y estímulo para entender la vida como cíclica, no lineal. May, una mística secular, da forma a una filosofía que nos orienta para transformar las dificultades que surgen antes del inicio de una nueva temporada. ACERCA DE LA AUTORA Katherine May es escritora tanto de ficción como de no ficción. Sus artículos y sus ensayos han aparecido en varias publicaciones como The Times (Londres), Good Housekeeping y Cosmopolitan. Vive junto al mar en Whitstable, Inglaterra, y es una ávida amante del aire libre. ACERCA DE LA OBRA «Encantadora. May tiene un don para desencadenar comedias inesperadas. Hay mucho que atesorar en este libro. Su conocimiento sensual es una alegría.» The Guardian «Una elegante investigación sobre el consuelo que ofrece la naturaleza y cómo puede ser maravillosamente reconstituyente incluso en los días más sombríos.» Sunday Express
Índice
PRÓLOGO. SEPTIEMBRE
Veranillo de San Miguel ......................................................... 15 OCTUBRE
Preparación ............................................................................. 29 Agua caliente .......................................................................... 45 Historias de fantasmas ........................................................... 59 NOVIEMBRE
Metamorfosis ......................................................................... 69 Duermevela ............................................................................ 83 DICIEMBRE
Luz .......................................................................................... 97 Solsticio de invierno ............................................................. 109 Epifanía ................................................................................. 123 ENERO
Oscuridad ............................................................................. 139 Hambre ................................................................................. 153 FEBRERO
Nieve .................................................................................... 165 Agua fría ............................................................................... 177
MARZO
Supervivencia ....................................................................... 193 Canto .................................................................................... 207 EPÍLOGO. Finales de marzo
Deshielo ................................................................................ 223 Agradecimientos .................................................................. 233 Notas .................................................................................... 235
Para todas aquellas personas que hayan invernado
Sobre la tierra salpicada de nieve a medio derretir los grajos inquisidores graznaban en sus nidos y veían, desde las copas de los olmos, delicado como flor de la hierba aquello que nosotros, desde abajo, no podíamos ver: el invierno que pasaba. Edward Thomas, «Deshielo»
prólogo Septiembre
Veranillo de San Miguel
A lgunos inviernos ocurren al sol. Este invierno en concreto
empezó un día abrasador de comienzos de septiembre, una semana antes de mi cuarenta cumpleaños. Estaba celebrándolo con unos amigos en Folkestone, una playa que se adentra en el canal de la Mancha como si quisiera tocar Francia. Era el comienzo de dos semanas de comidas y quedadas con las que esperaba evitar una gran fiesta y verme así sana y salva en la siguiente década de mi vida. Las fotos que tengo de aquel día me parecen absurdas hoy que sé lo que iba a suceder. Embriagada por el sentimiento de mi cambio de década, fotografié el pueblo costero bañado por el calor de un veranillo de San Miguel. La lavandería con aire antiguo junto a la que pasamos de camino desde el aparcamiento. Las casetas de hormigón de colores pastel, alineadas a lo largo de la costa. Nuestros hijos jugando juntos en la orilla, chapoteando en un mar de un turquesa imposible. La tarrina de helado Gypsy Tart que me comí mientras ellos jugaban. No hay fotos de mi marido, H. Tampoco es inusual: las fotos que hago, una y otra vez, son de mi hijo Bert, y del mar. Lo extraño es el vacío en la crónica fotográfica desde aquella tarde hasta dos días después, cuando hay una foto de H en una cama de hospital, poniendo una sonrisa forzada ante la cámara. Ya me había dicho que no se encontraba bien mientras
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estábamos en aquella idílica playa. Yo no le di mucha importancia: he descubierto que tener un hijo pequeño trae consigo una larga sucesión de gérmenes, con las consiguientes anginas, sarpullidos, narices taponadas y dolores de estómago. H no se quejaba mucho, pero, después de la comida, que apenas probó, subimos al parque infantil que había en lo alto de los acantilados y desapareció un rato. Yo le hice una foto a Bert mientras jugaba en el arenero, con una trenza de algas atada a la parte trasera de sus pantalones a modo de cola. Al volver, H me dijo que había vomitado. —¡Oh, no! —recuerdo que exclamé, tratando de mostrar empatía, aunque en el fondo me fastidiaba. Ahora tendríamos que acortar el día y volver a casa, y probablemente tendría que tumbarse a descansar. Se llevaba la mano al estómago, pero tampoco parecía especialmente alarmante en esas circunstancias. Yo no tenía ninguna prisa por irme, y debió de notarse, porque recuerdo perfectamente mi sorpresa cuando una amiga, una de las más antiguas, que conocíamos desde el colegio, me dio un golpecito en el hombro y dijo: —Katherine, creo que H está muy mal. —¿En serio? —contesté—. ¿Tú crees? —Al mirarle, vi que H tenía una mueca de dolor y el rostro cubierto de sudor, y fui a buscar el coche. Para cuando llegamos a casa, yo seguía pensando que no era más que una gastroenteritis. H se metió en la cama y yo intenté buscar algo para entretener a Bert, ya que le habíamos privado de la tarde de playa. Pero dos horas después, H me pidió que fuera al dormitorio y le encontré vistiéndose. —Creo que tengo que ir al hospital —dijo. Me sorprendió tanto que me entró la risa. Ya habíamos pasado por algo similar antes, después de un par de viajes a urgencias con posibles síntomas de apendicitis. En ambos casos cesó el dolor. Pero esta vez, no. Dejé a Bert en casa de unos vecinos con la promesa de que volvería en un par
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de horas, pero al poco tiempo les envié un mensaje preguntando si no les importaba que se quedase a dormir. H estaba sentado en una silla de plástico en la sala de espera, sosteniendo una cánula y con un aspecto espantoso. Era sábado por la noche: aquello estaba lleno de jugadores de rugby admirándose los dedos rotos, borrachos con el rostro lacerado y ancianos encorvados en sillas de ruedas, cuyos cuidadores se negaban a devolverles a la residencia. Para cuando dejé a H, ya eran pasadas las doce y todavía no le habían subido a planta. Me fui a casa y no dormí. Al volver a la mañana siguiente, me encontré con que la cosa había empeorado. H estaba atontado y ardiendo de fiebre. Decía que el dolor había aumentado durante la noche y que, en el peor momento, las enfermeras estaban cambiando de turno, así que no había nadie para darle la medicación que le permitiera aguantarlo. Y entonces le estalló el apéndice. Él lo notó. Gritó de dolor, pero lo único que consiguió fue que una enfermera de sala le regañara por decir groserías y armar un escándalo. El hombre que estaba en la cama de al lado tuvo que levantarse para pedir que le atendieran; a través de la cortina nos dijo: —Pobre, en menudo estado le dejaron… Seguíamos sin saber nada de la operación. H estaba asustado. Después de aquello, yo también lo estaba. Tenía la sensación de que había ocurrido algo peligroso y terrible mientras yo desatendía mi puesto. Y la cosa no había terminado: las enfermeras y los médicos parecían deambular sin prisa alguna, como si un hombre tuviera que relajarse y dejar que sus órganos se rompieran sin soltar un solo quejido. De pronto, me invadió una furiosa sensación de que podía perderle. H necesitaba a alguien junto a su cama para defenderle y eso fue lo que hice. Me planté allí, ignorando las horas de visita, y cuando el dolor se hacía insoportable, perseguí a la enfermera
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de sala hasta que vino a atenderle. Suele darme vergüenza hasta pedir mi propia pizza, pero aquello fue distinto. Era yo contra ellos, el sufrimiento de mi marido contra su rígido horario. No me vencerían. Me fui a las nueve de la noche, y estuve llamando cada hora hasta saber que H había entrado en el quirófano. Me daba igual ser pesada. Luego me quedé despierta hasta que salió y me dijeron que estaba estable. Después, tampoco pude dormir. En momentos como ese, dormir es como caer: te hundes en una lujosa negrura para volver a despertar de golpe, mirando a la oscuridad como si fueras a descubrir algo en la noche granulosa. Y lo único que encontré fueron mis propios miedos: la insoportable realidad del dolor de mi marido y el pavor de quedarme sola y sobrevivir a su ausencia. Solicité un permiso laboral por motivos personales y durante toda la semana seguí con la rutina de dejar y recoger al niño del colegio. Estuve presente cuando el cirujano explicó la gravedad de la infección con algo rayano al asombro; también presencié con inquietud cómo la fiebre no bajaba y los niveles de oxígeno se negaban a volver a la normalidad. Le ayudaba a caminar lentamente por la planta y luego me quedaba mirándole mientras se quedaba dormido, a veces a media frase. Le cambiaba de ropa y le llevaba pequeñas cantidades de comida. Intentaba calmar el miedo de Bert al ver a su padre enchufado a tantos cables, tubos y máquinas que no dejaban de pitar. En medio de la catástrofe, se abrían algunos claros: esas horas conduciendo de casa al hospital y del hospital a casa, cuando estaba sentada junto a H mientras dormía, o esperando en la cafetería mientras hacían las rondas en planta. Mis días eran tensos y perezosos a la vez. Siempre tenía que estar en algún sitio, despierta y alerta, pero al mismo tiempo era inútil, una intrusa. Pasaba mucho tiempo mirando a mi alrededor, preguntándome qué hacer, con la cabeza dando
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vueltas tratando de clasificar aquellas nuevas experiencias, darles contexto. Y en esos claros, de repente parecía inevitable que aquello ocurriera. Un huracán extraño e incontenible estaba arrasando mi vida, y aquello solo era parte de su estela. Apenas una semana antes, había presentado mi renuncia como profesora de universidad, con la esperanza de encontrar una vida mejor, lejos del estrés y el ruido perpetuos de la universidad de nuestros días. Y ahí estaba ahora, tomándome un permiso por motivos familiares nada más empezar el trimestre. Sin duda estaba apurando la paciencia de todo el mundo, pero nadie más podía arreglar aquel desastre. Además, acababa de publicar mi primer libro en seis años y tenía otra fecha de entrega inminente. Mi hijo acababa de volver al colegio después de las largas vacaciones estivales, y tenía todas las preocupaciones habituales de una madre acerca de su capacidad de enfrentarse a los retos de Primero. El cambio estaba en marcha, y aquí venía su prima, la muerte, ni siquiera llamando a mi puerta, sino directamente derribándola de una patada como una violenta fuerza extrajudicial. Hace mucho que cuento la historia de cómo conseguí colarme en un funeral en mi treinta cumpleaños. Había quedado con una amiga en un pub y al entrar descubrí que lo habían reservado para celebrar un funeral irlandés. Todo el mundo iba de negro, y había una banda tocando en el rincón, dos chicas jóvenes al violín, cantando temas populares. Evidentemente, debería haber dado media vuelta y marcharme, pero temía que mi amiga no me encontrase, y afuera estaba lloviendo. Pensé en quedarme cerca de la puerta e intentar pasar inadvertida. En realidad, no sé qué estaba pensando: cualquiera en su sano juicio se habría ido y le habría enviado un mensaje. Pero yo me quedé y pensé que aquello era sencillamente un azar del destino, una especie de heraldo de la muerte para señalar el fin de mis alegres veinte años.
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La cosa no hizo más que empeorar cuando llegó mi amiga y se hizo evidente que guardaba un parecido asombroso con una de las integrantes de la banda, que en ese momento se había bajado del escenario. Y yo no era la única que lo pensaba: aparentemente, la familia del difunto también la confundió con la violinista ausente. Empezaron a abrazarla, a estrecharle la mano y a darle palmaditas en la espalda, e insistieron en que se quedara a tomar algo. Mi amiga no sabía qué hacer y, dando por hecho, según supe más tarde, que todo aquello era simplemente cosa de la cálida hospitalidad irlandesa, aceptó la invitación y hasta logró sortear algunas preguntas sobre su talento musical con algo que parecía modestia, pero que en realidad era pura negación. Solo conseguimos salir de allí porque teníamos unas entradas para el teatro que demostraban de forma irrefutable que debíamos estar en otro sitio. Aquel episodio me pareció una farsa shakesperiana, puesta en escena solo para mí. Sin embargo, visto a posteriori, en realidad fue una diversión. Mi cuarenta cumpleaños lo pasé con H recién salido del hospital y todas las celebraciones canceladas. A las diez de la noche, Bert me llamó a su cuarto y me vomitó encima. No paró hasta bien avanzada la noche. Pero para entonces ya daba igual, porque sabía que no iba a dormir. Algo había cambiado dentro de mí. Hay agujeros en la red del mundo cotidiano, a veces se abren y caes a través de ellos a otro lugar. Ese Otro Lugar transcurre a un ritmo distinto del aquí y el ahora, donde sigue todo el mundo. Allí es donde viven los fantasmas, ocultos a la vista y apenas atisbados por la gente en el mundo real. El Otro Lugar existe en diferido, así que nunca puedes seguir del todo su ritmo. Puede que yo ya estuviera al borde del Otro Lugar, como el polvo que se cuela simple y discretamente por las láminas del parqué. El caso es que me sorprendió descubrir que allí me sentía como en casa. El invierno había comenzado.
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ϒ Todo el mundo invierna en algún momento; los hay que inviernan una y otra vez. La invernación es una temporada en el frío. Un período de barbecho en la vida en el que estás desconectada del mundo, te sientes rechazada, apartada, incapaz de progresar u obligada a desempeñar el papel de extraña. Puede ser consecuencia de una enfermedad o de una experiencia vital, como la viudedad o la llegada de un hijo; puede deberse a una humillación o a un fracaso. Puede que te encuentres en un período de transición y hayas caído temporalmente entre dos mundos. Algunas invernaciones nos invaden más despacio, acompañando el largo final de una relación, las responsabilidades cada vez mayores de cuidar a nuestros padres según envejecen, el goteo de la confianza perdida. Algunas son espantosamente repentinas, como descubrir un día que tus capacidades se consideran obsoletas, que la empresa en la que trabajas está en bancarrota o que tu pareja se ha enamorado de otra persona. Llegue como llegue, la invernación suele ser involuntaria, solitaria y profundamente dolorosa. Sin embargo, también es inevitable. Nos gusta imaginar que la vida puede ser un eterno verano y que nosotros simplemente no lo hemos conseguido. Soñamos con un hábitat ecuatorial, siempre cerca del sol, en una temporada alta interminable e invariable. Pero la vida no es así. Emocionalmente, somos propensos a experimentar veranos asfixiantes e inviernos oscuros y tristes, a caídas de temperatura repentinas, a luces y sombras. Aun cuando, por algún golpe de buena suerte y de autocontrol, somos capaces de controlar nuestra salud y felicidad durante toda la vida, tampoco podríamos evitar el invierno. Nuestros padres envejecerían y morirían; nuestros amigos cometerían leves actos de traición; las maquinaciones del mundo acabarían pesándonos. Y en algún momento, nosotros la cagaríamos. El invierno entraría sigilosamente.
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Yo aprendí a invernar siendo bastante joven. Como una de tantas niñas de mi edad cuyo autismo no fue diagnosticado, pasé la infancia en el frío permanente. A los diecisiete años sufrí una depresión tan fuerte que me dejó meses inmovilizada. Estaba convencida de que no sería capaz de sobrevivirla. De que no quería. Pero allí, en algún lugar profundo, encontré la semilla de mis ganas de vivir, y su tenacidad me sorprendió. Es más, me volvió extrañamente optimista. El invierno me había dejado en blanco, abierta en canal. Y en esa blancura, vi la posibilidad de crearme de nuevo. Medio arrepentida, empecé a construir otro tipo de persona, una persona grosera a ratos, que no hacía siempre lo correcto, y cuyo estúpido e inmenso corazón parecía estar siempre sufriendo, pero que merecía estar aquí, porque ahora tenía algo que dar. Durante años, le decía a todo el que quisiera escuchar: «Tuve una depresión a los diecisiete años». A la mayoría le daba vergüenza oírlo, pero algunos agradecían descubrir un hilo común entre su vida y la mía. En cualquier caso, tenía la certeza de que había que hablar de esas cosas y que yo, habiendo aprendido varias estrategias, debía compartirlas. Eso no evitó que siguiera teniendo bajones, pero el peligro cada vez era menor. Empecé a cogerles el tranquillo a mis invernaciones, a su duración y su amplitud, a su peso. Sabía que no duraban para siempre. Sabía que tenía que encontrar la manera más cómoda de aguantar hasta la primavera. Siempre fui consciente de que al hacerlo iba en contra de las convenciones y de que nuestras pérdidas de sincronía con la vida cotidiana siguen siendo tabú. No nos enseñan a reconocer una invernación ni a aceptar su inevitabilidad. De hecho, solemos verlo como una humillación, algo que debe ocultarse para no conmocionar demasiado al mundo. Públicamente ponemos buena cara y sufrimos en privado; fingimos no ver el dolor de los demás. Tratamos cada invernación como
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una embarazosa anomalía que debería esconderse o ignorarse. Esto hace que hayamos convertido un proceso completamente común en un secreto, otorgando con ello el estatus de parias a aquellos que lo sufren, obligándoles a apartarse de la vida cotidiana para ocultar su fracaso. Ahora bien, eso tiene un precio, porque la invernación nos ofrece algunos de los momentos más profundos y esclarecedores de nuestra experiencia humana, y hay mucha sabiduría en las personas que han invernado. En este mundo actual de implacable ajetreo, estamos constantemente intentando aplazar el comienzo del invierno. Nunca nos atrevemos a sentir de lleno su punzada, ni tampoco a mostrar los estragos que causa en nosotros. Nos vendría bien una invernación dura de vez en cuando. Tenemos que dejar de creer que esos momentos de la vida son absurdos, una falta de coraje o de voluntad. Debemos dejar de ignorarlos, y aprovecharlos. Son reales y piden algo de nosotros. Debemos aprender a recibir al invierno. De eso trata este libro: de aprender a reconocer el proceso, implicarnos conscientemente, e incluso apreciarlo. Puede que invernar no sea una opción, pero sí podemos elegir cómo invernar.
Nuestro conocimiento del invierno es un fragmento de la infancia, casi innato: aprendemos acerca de él en la asombrosa cantidad de novelas y cuentos que tienen lugar en la nieve. Todos los minuciosos preparativos de los animales para soportar el frío, los meses sin alimento; la hibernación y la migración, árboles caducifolios perdiendo sus hojas. No son ningún accidente. Los cambios que ocurren en invierno son una especie de alquimia, un hechizo lanzado por criaturas comunes para sobrevivir. Los lirones acumulan grasa para hibernar, las golondrinas vuelan a Sudáfrica, los árboles resplandecen
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las últimas semanas de otoño. Está muy bien sobrevivir a los meses de abundancia de primavera y verano, pero en invierno presenciamos la auténtica magnificencia de la naturaleza floreciendo en tiempos difíciles. Las plantas y los animales no luchan contra el invierno, no fingen que no está teniendo lugar ni tratan de seguir con la misma vida que tenían en verano. Se preparan. Se adaptan. Llevan a cabo extraordinarios actos de metamorfosis para superarlo. El invierno es un tiempo para apartarse del mundo, optimizando la escasez de recursos, mediante acciones de una eficacia brutal y desapareciendo de la vista; pero ahí es donde se produce la transformación. El invierno no es la muerte del ciclo vital, sino su crisol. Cuando dejamos de desear que sea verano, el invierno puede convertirse en una estación magnífica en la que el mundo adopta una belleza exigua y hasta las aceras de la calle brillan. Es un momento de reflexión y recuperación, de lento reabastecimiento, de poner la casa en orden. En este libro, me propongo comprender el invierno hablando con aquellas personas que lo conocen bien: los finlandeses, que empiezan a prepararse para el invierno en agosto, por ejemplo; o la gente de Tromsø, en Noruega, que no ve el sol desde noviembre hasta enero. Me encontraré con gente que ha vivido la enfermedad, el fracaso, el aislamiento y la desesperación, y ha salido renovada de ellos, y también con personas que trabajan en estrecho contacto con los brutales procesos del mundo natural. Exploraré cómo prepararnos para el invierno, cómo aguantar sus días más desoladores y, finalmente, cómo volver a salir a la primavera. Hacer cosas tan pasadas de moda como frenar, dejar que tu tiempo libre se ensanche, dormir suficientes horas, y descansar hoy es un acto radical, pero esencial. Es un cruce de caminos que todos conocemos, un momento en el que hay que mudar de piel. Si lo haces, dejarás al aire todas esas dolorosas
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terminaciones nerviosas y te sentirás tan en carne viva que tendrás que cuidarte durante un tiempo. Pero, si no lo haces, esa piel vieja se volverá dura. Es una de las decisiones más difíciles que tomarás en tu vida.
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Título original en inglés: Wintering: The Power of Rest and Retreat in Difficult Times © 2020, Katherine May Primera edición en este formato: octubre de 2021 © de la traducción: 2021, Ana Momplet © de esta edición: 2021 Roca Editorial de Libros, S. L. Av. Marquès de l’Argentera 17, pral. 08003 Barcelona actualidad@rocaeditorial.com www.rocalibros.com ISBN: 9788418870095 Todos los derechos reservados. Esta publicación no puede ser reproducida, ni en todo ni en parte, ni registrada en o transmitida por, un sistema de recuperación de información, en ninguna forma ni por ningún medio, sea mecánico, fotoquímico, electrónico, magnético, electroóptico, por fotocopia, o cualquier otro, sin el permiso previo por escrito de la editorial.