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La prisionera del mar, Elisa Sebbel

I

Cabrera, 5 de mayo de 1809

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Hacía unas horas que me había dormido. La fiebre y el intenso dolor que habían nacido en el fondo de mi vientre habían acabado venciendo mi cuerpo magullado. Cuando por fin abrí los ojos, me pareció estar soñando. Los espectros de ese barco, que unas horas antes yacían sin vida sobre el puente, habían recobrado no sé de qué forma un último aliento de fuerza. Mis compañeros, víctimas de un repentino delirio, no cesaban de desgañitarse: «¡Tierra! ¡Tierra!», de pie, con los brazos en alto, bailando casi de alegría.

Yo también me levanté. Un enorme peñasco pelado se alzaba ante nosotros. ¿Iban a abandonarnos allí? ¿En esa isla estéril, en esa roca desnuda en medio de los escarpados acantilados que las olas golpeaban sin cesar? ¡Allí! ¡Sin nada! El entusiasmo de los prisioneros no se podía entender. ¿Se habían vuelto locos? ¿Solo pensar en poner pie en tierra

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