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La trama, Jean Hanff Korelitz

A Laurie Eustis

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Los buenos escritores toman prestado, los grandes escritores roban.

T. S. Eliot (posiblemente robado de Oscar Wilde)

PRIMERA PARTE

1Cualquiera puede ser escritor

Jacob Finch Bonner, el en su día prometedor autor de la «Nueva y Destacada» (según el suplemento literario de The New York Times) novela La invención de la maravilla, entró en el despacho que le habían asignado en la segunda planta del Richard Peng Hall, dejó su destartalada cartera de cuero sobre la mesa vacía y miró a su alrededor con algo parecido a la desesperación. Aquel despacho, el cuarto que tenía en el Richard Peng Hall en otros tantos años, no suponía una gran mejora respecto a los tres anteriores, pero al menos la ventana que había detrás de la mesa daba a un camino arbolado de aire vagamente universitario, a diferencia del aparcamiento del segundo y tercer año y el contenedor de basura del primero (cuando, irónicamente, había estado mucho más cerca de la cumbre de su fama literaria, fuera la que fuese, y podría haber esperado algo más bonito). Lo único de aquella habitación que tenía algo de naturaleza literaria propiamente dicha, algo de calidez, era la destartalada cartera que Jake llevaba a todas partes desde hacía años y que utilizaba para transportar su portátil y, aquel día en concreto, las muestras de escritura de sus alumnos, que no tardarían en llegar. La había comprado en un mercadillo poco antes de que se publicara su primera novela, y lo había hecho con cierta conciencia de escritor: «¡Aclamado joven novelista continúa llevando la vieja cartera de cuero que utilizó durante sus años de lucha!». Cualquier esperanza residual de convertirse en aquella persona hacía mucho que había desaparecido. Y, aunque no hubiera sido así, no había manera de justificar el gasto de una cartera nueva. Ya no.

El Richard Peng Hall era una incorporación que se había hecho en la década de 1960 al campus de Ripley, una construcción sin nin-

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gún encanto hecha de bloques de hormigón blancos situada detrás del gimnasio y junto a unos dormitorios universitarios montados para cuando el Ripley College empezó a admitir mujeres en 1966 (aspecto en el que tuvo el mérito de ser pionero). Richard Peng había sido un estudiante de ingeniería de Hong Kong y, aunque probablemente debiera su fortuna final más a la escuela a la que había ido después del Ripley College, el Instituto Tecnológico de Massachusetts, MIT, dicha institución se había negado a construir un Richard Peng Hall, al menos por el volumen de la donación que él tenía en mente. El propósito original del edificio de Ripley había sido alojar el programa de ingeniería, y aún conservaba el aire característico de un edificio de ciencias, con su vestíbulo lleno de ventanas en el que nunca se sentaba nadie, sus pasillos largos y vacíos y aquellos desmoralizadores bloques de hormigón. Pero cuando Ripley se deshizo de la ingeniería en 2005 (de hecho se deshizo de todos sus programas de ciencias y de todos sus programas de ciencias sociales) y se dedicó, en palabras de su desesperada junta de supervisores, «al estudio y la práctica de las artes y las humanidades en un mundo que las infravalora y necesita cada vez más», el Richard Peng Hall fue reasignado al programa de máster en Bellas Artes de Ficción, Poesía y No Ficción Personal (Memorias), de baja residencia.

Así habían llegado los escritores al Richard Peng Hall, en el campus del Ripley College, en aquel extraño rincón del norte de Vermont, lo bastante cerca del legendario «Reino del Noreste» como para conservar algún rastro de su perceptible singularidad (la zona había sido hogar de un pequeño pero resistente culto cristiano desde la década de 1970), aunque no tan lejos de Burlington y Hannover como para poder considerarse el quinto pino. Por supuesto, en la universidad se había enseñado escritura creativa desde la década de 1950, pero nunca de forma seria, y mucho menos innovadora. Las instituciones educativas nacionales, que estaban preocupadas por su supervivencia, fueron añadiendo cosas a sus planes de estudios a medida que la cultura cambiaba a su alrededor y los estudiantes empezaban a «hacer demandas», a su manera eternamente estudiantil: estudios sobre la mujer, estudios afroamericanos, un centro informático donde realmente se reconociera que los ordenadores eran, bueno, «importantes». Pero cuando Ripley atravesó su gran crisis a finales de la década de 1980, y cuando la universidad adoptó una mirada sobria y profundamente preo-

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cupada sobre lo que podría ser necesario para sobrevivir institucionalmente, ¡sorpresa!, fue la escritura creativa la que marcó el camino más optimista. Y así lanzó su primer (y todavía único) programa de posgrado, los Simposios de Ripley en Escritura Creativa, y durante los años siguientes los Simposios básicamente se fueron comiendo el resto de la universidad hasta que todo lo que quedó fue su programa de baja residencia, mucho más complaciente para los estudiantes que no podían dejarlo todo por un máster en Bellas Artes de dos años. ¡Y no debía esperarse eso de ellos! Escribir, según el brillante folleto de Ripley y su muy seductora página web, no era una actividad elitista inalcanzable para todos salvo unos pocos afortunados. Por el contrario, cada persona tenía una voz única y una historia que nadie más podía contar. Y cualquiera, sobre todo con la guía y el apoyo de los Simposios de Ripley, podía ser escritor.

Lo único que Jacob Finch Bonner había querido ser siempre era escritor. Siempre, siempre, siempre, desde los suburbios de Long Island, el último lugar del mundo de donde debería proceder un artista serio de cualquier tipo, pero donde, no obstante, había sido condenado a criarse como hijo único de un abogado fiscal y una orientadora académica de la escuela secundaria. El motivo por el que había añadido su estrella al pequeño y solitario estante de la biblioteca local donde se leía ¡escritores de long island! era una incógnita, pero no pasó desapercibido en casa del joven escritor. Su padre (el abogado fiscal) había sido contundente en sus objeciones (¡Los escritores no ganaban dinero! A excepción de Sidney Sheldon. ¿Acaso Jake afirmaba ser el próximo Sidney Sheldon?) Y su madre (la orientadora académica) había considerado oportuno recordarle, constantemente, su puntuación en el mejor de los casos mediocre en el examen de aptitud verbal. (Fue muy embarazoso para Jake conseguir hacerlo mejor en aptitud matemática que en verbal.) Habían sido desafíos difíciles de salvar, pero ¿qué artista no tenía retos que superar? Durante su infancia había leído con obstinación (y cabía señalar que ya de un modo competitivo y codicioso), saliéndose del plan de estudios obligatorio, saltándose la porquería adolescente habitual para investigar el campo emergente de sus rivales futuros. Después se había ido a Wesleyan a estudiar escritura creativa y se había relacionado con un grupo reducido de protonovelistas y escritores de relatos cortos tan tremendamente competitivos como él.

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Muchos eran los sueños del joven Jacob Finch Bonner en lo tocante a la ficción que escribiría algún día. (En realidad, el «Bonner» no era del todo auténtico: el bisabuelo paterno de Jake había sustituido Bonner por Bernstein hacía aproximadamente un siglo. Pero tampoco lo era el «Finch», que el propio Jake había añadido en el instituto como homenaje a la novela que había despertado su amor por la ficción.) A veces, con los libros que le gustaban especialmente, imaginaba que en realidad los había escrito él y que concedía entrevistas a críticos o reseñadores para hablar de ellos (desviando siempre con humildad los elogios del entrevistador), o que leía fragmentos ante públicos numerosos y ávidos en una librería o un auditorio lleno de localidades ocupadas. Imaginaba su propia fotografía en la solapa de una edición en tapa dura (tomando el ya anticuado modelo del escritor inclinado sobre una máquina de escribir o del escritor con pipa) y demasiado a menudo pensaba en sentarse a una mesa a firmar ejemplares para una larga cola de lectores. «Gracias —entonaría amablemente a cada hombre o mujer—. Es muy amable por su parte. Sí, también es uno de mis favoritos.»

No era exactamente cierto que Jake no pensara nunca en escribir realmente sus novelas futuras. Entendía que los libros no se escribían solos, y que habría de trabajar de veras la imaginación, la tenacidad y la habilidad para acabar trayendo al mundo sus propios libros. También entendía que el campo no estaba vacío: había mucha gente joven como él que sentía lo mismo sobre los libros y que quería escribirlos algún día, e incluso era posible que algunos de ellos tuvieran aún más talento natural que él, o una imaginación más robusta, o simplemente mayor voluntad de acabar el trabajo. Estas ideas no le complacían demasiado, pero, en su favor, él conocía su propia mente. Sabía que no se sacaría la certificación para enseñar lengua en la escuela pública («si aquello de la escritura no salía bien») ni haría el examen de ingreso a la Facultad de Derecho («¿por qué no?»). Sabía que había elegido su calle y había empezado a nadar, y no dejaría de nadar hasta que tuviera su propio libro en las manos, momento en el que el mundo seguramente se habría enterado de lo que él sabía desde hacía muchos años: Que era escritor. Un gran escritor. Al menos esa había sido la intención. Estaban a finales de junio y en Vermont llevaba lloviendo buena parte de la semana cuando Jake abrió la puerta de su nuevo despacho

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en el Richard Peng Hall. Al entrar se dio cuenta de que había dejado huellas de barro por el pasillo y en la habitación, y miró sus pobres zapatillas de correr —que en su día habían sido blancas, pero ahora estaban marrones por la humedad y la suciedad, y que de hecho nunca había usado para correr— y tuvo la sensación de que ya era inútil quitárselas. Se había pasado el largo día conduciendo desde la ciudad con dos bolsas de plástico de Food Emporium llenas de ropa y aquella vieja cartera de cuero en la que llevaba el portátil, casi igual de viejo, que contenía su novela actual, la novela en la que en teoría (por oposición a en la práctica) estaba trabajando, y las carpetas de los trabajos presentados por sus alumnos, y se le ocurrió que cada vez que hacía el viaje hacia el norte en dirección a Ripley llevaba menos cosas. ¿El primer año? Una gran maleta embutida con la mayoría de su ropa (¿quién sabía qué vestuario podría considerarse apropiado para tres semanas en el norte de Vermont, rodeado de estudiantes sin duda aduladores y de otros profesores sin duda envidiosos?) y todos los borradores impresos de su segunda novela, de cuya fecha límite tenía tendencia a quejarse en público. ¿Este año? Solo aquellas dos bolsas de plástico en las que había echado vaqueros y camisas, y el portátil que ahora utilizaba principalmente para pedir la cena y ver YouTube.

Si dentro de un año continuaba haciendo aquel trabajo deprimente, probablemente ni siquiera se molestaría en llevar el portátil.

No, Jake no estaba deseando que empezara el inminente año académico de los Simposios de Ripley. No estaba ansioso por reunirse con sus colegas aburridos e insoportables, ninguno de ellos escritor a quien admirara verdaderamente, y desde luego no tenía ningunas ganas de fingir entusiasmo por otro batallón de alumnos ansiosos, todos y cada uno de ellos probablemente convencidos de que algún día escribirían, o tal vez habían escrito ya, la Gran Novela Estadounidense.

Por encima de todo, no tenía ningunas ganas de fingir que continuaba siendo escritor, y mucho menos un gran escritor.

De más estaba decir que Jake no había preparado nada para el trimestre de los Simposios de Ripley que estaba a punto de comenzar. No le sonaba de nada ninguna de las páginas de muestra que había en aquellas carpetas fastidiosamente gruesas. Al empezar en Ripley se había convencido a sí mismo de que «gran profesor» era un complemento meritorio de «gran escritor», y había prestado mucha atención a las muestras de escritura de aquellas personas, que habían desembol-

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sado un buen dinero para estudiar con él. Pero las carpetas que ahora sacaba de su cartera —carpetas que tendría que haber empezado a leer hacía semanas, cuando se las había enviado Ruth Steuben, la extremadamente cáustica encargada de la oficina del Simposio— habían viajado desde el buzón de correo prioritario hasta la cartera de cuero sin sufrir ni una sola vez la indignidad de que las abrieran, por no hablar de que las sometieran a un examen profundo. Ahora Jake las miró amenazante, como si aquellas carpetas fueran las responsables de su procrastinación y de la espantosa noche que, en consecuencia, tenía por delante.

Porque, después de todo, ¿qué había que saber de las personas cuyas vidas interiores contenían aquellas carpetas, y que ahora convergían en el norte de Vermont, en las estériles salas de conferencias del Richard Peng Hall, y aquel mismo despacho una vez que comenzaran las reuniones individualizadas dentro de unos pocos días? Aquellos alumnos en concreto, aquellos aprendices apasionados, serían perfectamente idénticos a sus homólogos anteriores de Ripley: profesionales en mitad de su carrera convencidos de que podían producir aventuras de Clive Cussler en masa, o mamás que escribían en blogs sobre sus hijos y no veían por qué eso no les daba derecho a aparecer habitualmente en Good Morning America, o gente que se acababa de jubilar y «volvía a la ficción» (¿seguro que la ficción los había esperado?). Los peores eran los que a Jake le recordaban a sí mismo: «novelistas literarios», absolutamente serios, ardientes de resentimiento hacia cualquiera que hubiera llegado allí primero. A los Clive Cusslers y a las madres blogueras aún se los podía convencer de que Jake era un novelista joven (ahora «tirando a joven»), famoso, o al menos «muy respetado», pero ¿y a los aspirantes a David Foster Wallace y a Donna Tartt que sin duda estaban presentes en la pila de carpetas? No tanto. Aquel grupo sería perfectamente consciente de que Jacob Finch Bonner había disparado a tientas su primer tiro, no había conseguido crear una segunda novela lo bastante buena, ni rastro de una tercera, y había sido enviado al purgatorio especial para escritores que en su momento habían sido prometedores, del que bien pocos salían jamás. (Resulta que era falso que Jake no hubiera producido una tercera novela, pero en este caso la falsedad era preferible a la verdad. De hecho, había habido una tercera novela, e incluso una cuarta, pero aquellos manuscritos, en cuya elaboración había consumido casi cinco años de su vida,

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habían sido rechazados por una espectacular diversidad de editores de prestigio en declive, desde el editor «heredado» de La invención de la maravilla hasta la respetable prensa universitaria que había publicado su segundo libro, Reverberaciones, pasando por los numerosos, numerosísimos, certámenes de pequeñas publicaciones enumerados en la parte posterior de Poets & Writers, cuya participación le había costado una pequeña fortuna y que, huelga decirlo, no había conseguido ganar. Habida cuenta de estos datos desmoralizadores, la verdad era que prefería que sus estudiantes creyeran que continuaba esforzándose por hilar aquella mítica y extraordinaria segunda novela.)

Incluso sin leer el trabajo de sus nuevos alumnos, Jake tenía la sensación de conocerlos tan íntimamente como había conocido a sus anteriores homólogos, que era más de lo que deseaba. Sabía, por ejemplo, que tenían mucho menos talento del que creían, o que posiblemente eran tan malos como en secreto temían ser. Sabía que querían cosas de él que no estaba del todo preparado para entregar y que de entrada no tenía por qué fingir poseer. También sabía que todos y cada uno de ellos iban a fracasar, y sabía que cuando los dejara al final de aquel período de tres semanas, desaparecerían de su vida y nunca más volvería a pensar en ellos. Que era todo cuanto quería, la verdad.

Pero antes tenía que cumplir con la fantasía de Ripley de que todos ellos eran «alumnos» y «profesores» iguales, colegas de arte, cada uno con una voz única y una historia singular que contar, y cada uno igual de merecedor de que le llamaran aquello tan mágico: «escritor».

Eran poco más de las siete y continuaba lloviendo. Para cuando conociera a sus nuevos alumnos al día siguiente, en la cena de bienvenida al aire libre, tendría que ser todo sonrisas, todo estímulo personal y rebosar una orientación tan deslumbrante que todos los nuevos miembros del Programa de Máster en Bellas Artes de los Simposios de Ripley pudieran creer que el «talentoso» (Philadelphia Inquirer) y «prometedor» (Boston Globe) autor de La invención de la maravilla estaba preparado para conducirlos hacia el Shangri-La de la Fama Literaria.

Por desgracia, el único camino que llevaba de aquí a allí pasaba por aquellas doce carpetas.

Encendió la lámpara de escritorio estándar de Richard Peng y se sentó en la silla de oficina estándar de Richard Peng, que emitió un fuerte chirrido cuando lo hizo, y luego pasó un buen rato resiguien-

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do una línea de mugre por las juntas de los bloques de hormigón de la pared de la puerta de su despacho, demorando hasta el último momento posible la larga y profundamente desagradable velada que estaba a punto de comenzar.

¿Cuántas veces, al rememorar aquella noche, la última noche de un tiempo en el que después siempre pensaría como «antes», desearía no haber estado tan rematadamente, tan condenadamente equivocado? ¿Cuántas veces, a pesar de la asombrosa buena fortuna puesta en marcha por una de aquellas carpetas, desearía haber retrocedido y salido de aquel despacho estéril, haber vuelto sobre sus pasos embarrados por el pasillo, haber regresado a su coche y haber conducido todas aquellas horas de vuelta a Nueva York y a su fracaso personal diario? Demasiadas, daba igual. Ya era muy tarde para eso.

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