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Las cocineras de Fenley, Jennifer Ryan
Para
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Primera ronda ENTRANTE
Raciones asignadas a un adulto para una semana
115 gramos de beicon o jamón (4 lonchas de beicon aproximadamente)
Carne por valor de 1 chelín y 2 peniques (1 kilo de carne picada o ½ kilo de carne para guisar, con hueso o sin él)
55 gramos de queso (un cubo de unos 5 centímetros)
115 gramos de margarina (8 cucharadas)
55 gramos de mantequilla (4 cucharadas)
2 litros de leche
225 gramos de azúcar (1 taza)
55 gramos de mermelada (4 cucharadas)
55 gramos de hojas de té picadas (para unas 15 o 20 tazas)
1 huevo fresco (más un paquete de huevo en polvo al mes, que equivale a 12 huevos)
85 gramos de dulces o caramelos
Las salchichas, el pescado, las verduras, la harina y el pan no están racionados, pero es difícil encontrarlos en el mercado. Los alimentos enlatados, como las sardinas, la melaza y la carne en lata se incluyen en el nuevo Programa de Puntos y solo se podrán adquirir utilizando los veinticuatro puntos extra que corresponden cada mes.
Fuente: Recopilación de materiales impresos del Ministerio de Alimentación británico.
La señora Audrey Landon
Willow Lodge, Fenley Village, Inglaterra Junio de 1942
La espléndida luz dorada de una preciosa mañana de primavera se colaba por la ventana de la cocina cuando un torbellino de niños entró en la habitación, corriendo y disparándose entre ellos; estaban jugando a reconstruir la batalla de Dunkerque.
—¡Fuera de aquí! —les gritó Audrey, blandiendo una bayeta de cocina.
El aroma a frutos rojos cocinándose (frambuesas, fresas y grosellas) inundaba la enorme cocina y envolvía a una mujer delgada de unos cuarenta años que les estaba añadiendo un toque de canela y otro de nuez moscada. Se la veía cansada y desaliñada, vestida con una sudadera masculina metida bajo la cintura de unos pantalones, también de hombre, y unas viejas botas cubiertas de barro del huerto.
El reloj de madera que había en la pared marcó la media hora y ella se enjugó la frente con la mano.
—¡Oh, no puede ser! ¿Ya son las ocho y media?
Fue hasta el aparador de la cocina para encender la radio, que estaba entre una pila desorganizada de ollas y un montón de zanahorias recién recogidas. Aunque la mayoría de la gente tenía la radio en el salón, Audrey se había llevado la suya a la cocina cuando decidió empezar a hacer tartas y pasteles para ganarse unos chelines; eso fue justo apenas iniciada la guerra, dos años antes, cuando el avión de su marido, Matthew, fue derribado mientras sobrevolaba Düsseldorf.
No encontraron ni rastro de él. En varias ocasiones, ella tuvo que evitar imaginarse su cuerpo (tan querido y tan ínti-
mamente conocido) destrozado sobre las copas de unos árboles o calcinado por el fuego del motor, con la sangre y la vida escapándosele sobre la séptima ciudad más grande del enemigo. Desde su muerte, no había parado ni un segundo.
Hacía mucho que había dejado de intentar ser como la gente normal. Cada momento libre que tenía lo dedicaba a sus pasteles, lo que hiciera falta para ganar algo de dinero extra, y no era raro que trabajara hasta bien entrada la noche. Con tres niños que necesitaban cuidados, deudas que vencían todas las semanas y una enorme casa antigua que se caía a pedazos sobre su cabeza, la normalidad se había escapado por esas ventanas polvorientas años atrás. Y eso sin contar el cerdo y las gallinas y el gran jardín, ahora ocupado por las frutas y las verduras, valiosísimos ingredientes extra para sus tartas y pasteles.
El agotamiento, la desilusión y esa sensación de pánico, de que todo estaba totalmente fuera de control, residían permanentemente en su corazón.
Por los niños se esforzaba por mantener a raya la angustia, intentaba mitigar su dolor abrazándolos mientras se tragaba el suyo, conteniéndolo hasta que llegaba la madrugada. Se consideraba que llorar no trasmitía el espíritu adecuado, eso era lo que el señor Churchill les había metido en la cabeza: la desesperación colectiva podía hundir a la nación.
Las cosas no le iban bien a Gran Bretaña. A pesar de la propaganda, las noticias de la BBC que llegaban por la radio no podían ocultar la triste situación. Los británicos no estaban preparados para la guerra. Las ciudades habían sido bombardeadas por la Luftwaffe, el ejército luchaba a brazo partido en el norte de África y los submarinos nazis estaban bloqueando las importaciones de armas, metales y, lo más esencial, alimentos.
La grandilocuente voz del presentador de la radio, Ambrose Hart, resonó gracias a los techos altos de la antigua habitación: «Presentamos The Kitchen Front , el programa de cocina que ayudará a las amas de casa de nuestro país a aprovechar al máximo lo que obtienen con sus cartillas de racionamiento».
«Vamos a ver qué tontería nos cuenta Ambrose Hart hoy», pensó Audrey mientras probaba una gota del concentrado de frutos rojos que estaba hirviendo. En él se notaban todos los
sabores de los frutos maduros. La acidez de las grosellas reducía algo el dulzor, así que añadió una cucharadita de azúcar para potenciarlo un poco. El Gobierno te permitía obtener más azúcar para «preparar mermelada» si renunciabas a tu ración. Audrey dedicaba la mayor parte de esa ración extra a los pasteles que hacía para vender, para decepción de sus hijos. Muchas veces tenían que pasar semanas sin mermelada y sin azúcar.
Pero ella necesitaba el dinero.
Unos meses atrás, el banco le había reclamado los préstamos y amenazado con quedarse con la casa. Era una suma que superaba con creces lo que ella podía pagar con su pensión de viudedad. Y no podía vender la casa, porque era su hogar, y el de Matthew. Además, estaba en muy mal estado; de hecho, parte del tejado se había hundido.
Al final se vio obligada a buscar ayuda en el último sitio al que habría querido recurrir (y desde entonces había vivido agobiada por el arrepentimiento por lo que eso le había costado).
«Una tortilla de pan puede hacer que un solo huevo sirva para dar de desayunar a toda una familia de cuatro personas hambrientas», estaba diciendo Ambrose Hart por la radio. «Remojar dos tazas de pan rallado en leche en polvo rehidratada durante diez minutos, mezclar con un huevo batido (o la cantidad de huevo en polvo equivalente) y cocinar normalmente», continuó el locutor.
—¿Una tortilla de pan rallado? ¿Eso es lo mejor que se le ocurre al señor Ambrose Hart? —exclamó Audrey justo cuando su hijo mayor, un desgarbado muchacho de quince años, entraba en la cocina con la nariz metida en un libro.
Alexander era el mayor de sus hijos, la letra A del «abecedario de los Landon», como decía la gente. La B era Ben, un revoltoso niño de once años, y la C era Christopher, de ocho años, que se había quedado muy afectado desde que una bomba cayó sobre la casa de un vecino, hacía cosa de un año. Los otros niños se habían recuperado del shock , pero el pequeño Christopher todavía dormía con ella cada noche. Y no parecía tener interés en cambiar eso, ni siquiera ahora que cada vez había menos bombardeos nocturnos. Sus peligrosas salidas al improvisado refugio antiaéreo que tenían en el jardín, en las que se llevaba unos cuantos bollos de
avena, ya empezaban a quedar en el recuerdo, y Audrey esperaba que no salieran de ahí.
Audrey sabía que dependía mucho de Alexander y que solo era cuestión de tiempo que a él también lo llamaran a filas. Y era imposible evitar que fuera. Sin duda iba a seguir los pasos de su padre e ingresar en la fuerza aérea (y ella rezaba para que no lo siguiera también hasta la tumba).
Sin darse mucha cuenta, iba grabando su cara en su memoria.
—Cielo —dijo mientras cortaba unas zanahorias limpias, exuberantes tallos verdes incluidos—, ¿puedes traerme las cartillas de racionamiento y decirme lo que nos queda para esta semana?
Alexander sacó cuatro cuadernillos negros de una bolsa de tela. Como todos los de la casa tenían más de seis años, les habían dado idénticas cartillas de racionamiento para «adultos», emitidas por la Oficina de Alimentos de la zona, que estaba en la cercana ciudad de Middleton. Los chicos recibían raciones extra de leche, zumo de naranja a partir de concentrado y una naranja, cuando había (era ilegal que un adulto se comiera una naranja). Algo menos popular que también recibían todos los niños era el aceite de hígado de bacalao, y Ben se negaba a tomarlo. Audrey había oído que algunas madres lo usaban para freír pescado cuando el aceite para cocinar escaseaba.
Alexander revisó las cartillas, encontró la semana en la que estaban y comprobó las casillas que ya estaban selladas o recortadas.
—Hemos utilizado todos los cupones, excepto el de la margarina y algunos de ese asqueroso huevo en polvo. Gracias a Dios que tenemos gallinas.
Audrey se acercó para comprobarlo.
—Oh, vaya. Necesito más mantequilla. El Women’s Voluntary Service necesita pasteles de verduras para su furgoneta de comida. Y no puedo usar margarina. Sabe horrible ahora que la hacen con aceite de ballena.
—A nadie le va a importar. Es para las voluntarias. —Cogió el cupón de la margarina—. Nadie espera alta cocina de algo que se compra en una furgoneta ambulante. Además, todo el mundo sabe que los pasteles de verduras están hechos de sobras de masa y verduras.
—Pero tienen que estar comestibles. —Entonces se le ocurrió algo—. ¿Cuánta leche nos queda?
Él miró en la despensa.
—Algo más de un litro, aunque la mitad parece cortada. —Sacó la cabeza de la despensa—. Deberíamos comprarnos un refrigerador. Creo que el que hay en Fenley Hall es enorme.
—¿Y de dónde vamos a sacar el dinero para comprarnos uno? Si casi no tenemos para ir tirando. Anda, coge un tarro de mermelada, hay unos cuantos sobre el aparador, junto a la radio, echa la nata que se ha formado sobre la leche que no se ha perdido y después cierra bien el bote y agítalo.
Alexander siguió sus instrucciones y, después de ponerse a agitarlo, se le ocurrió preguntar:
—¿Cuánto tiempo se supone que tengo que estar agitando esto, mamá?
—Unos veinte minutos. No pares. No tardará en aparecer un poco de mantequilla. Después verás cómo va aumentando, según se va incorporando toda la grasa de la leche. Entonces cuélalo, guarda la leche que sobre para tu hermano, y yo podré utilizar la mantequilla para los pasteles.
—Qué buena idea.
Recuperó el libro que estaba leyendo y lo sujetó con la mano que tenía desocupada, sin dejar de agitar con la otra.
Audrey le dio la espalda a Alexander y miró por la ventana de la cocina, desde la que se veía el huerto. Había pasado la noche anterior recogiendo frutos rojos de la hilera de plantas que tenían: los chicos la habían ayudado, como siempre tras primero pedírselo con ánimo alegre para después acabar con amenazas y pequeños sobornos. El de la noche anterior fue una rebanada extra de ese pan integral de color gris que se desmigaba con facilidad y que llamaban National Loaf. Aunque todo el mundo pensaba que era asqueroso, por culpa de la desagradable proporción de cáscara de trigo que le añadían a la harina, al menos era un alimento adicional a las raciones, para que nadie pasara demasiada hambre.
Los arbustos de frutos rojos fueron una de las primeras cosas que plantaron en su jardín. Matthew los plantó en primavera, antes de la guerra (le encantaban los pastelitos con frutos rojos), y ahora daban buenas cosechas bajo su cuidado-
sa y sentimental vigilancia. Los albaricoques y los tomates maduraban muy bien en un pequeño invernadero que le había construido Alexander para celebrar su cuarenta cumpleaños. El césped se había convertido en unas hileras de verduras que creaban franjas de distintos colores: el verde de las hermosas lechugas, el morado de las hojas de la remolacha, el dorado y verde de las cebollas. Los artículos que se publicaban en los periódicos animaban a plantar verduras poco comunes para añadir variedad, por eso ella también tenía hileras de endivias, salsifíes e incluso tupinambos, que crecían en el manto de tierra más fino que había en el jardín de delante, y que le resultaban muy útiles.
Las ocho gallinas que tenían en el espacioso corral ponían media docena de huevos todos los días, y el cerdo alimentaría a la familia cuando estuviese bien cebado. No era suyo, estrictamente hablando; pertenecía al Pig Club que habían formado unas cuantas mujeres de la localidad. También habían hablado de criar conejos (podía librarse de unas cuantas casetas ruinosas para hacerles sitio), pero ella sabía que Christopher les cogería demasiado cariño. La noche en que pusiera en la mesa un pastel hecho con el conejito Peter Rabbit se montaría una tragedia.
Los alimentos que cultivaba Audrey en su casa eran la base de los pasteles y tartas que les vendía a sus vecinos por un dinero extra que le hacía mucha falta. La Oficina de Alimentos del lugar también la ayudaba con algunos ingredientes, porque podía demostrar que los dedicaba a los productos que vendía, pero nunca suficientes para cubrir sus necesidades. Pero, teniendo en cuenta todos esos inconvenientes, el negocio florecía e iba bastante bien. La cocinera de Fenley Hall siempre le hacía pedidos de pasteles, y también el pub del pueblo y una cafetería de Middleton. Aunque era una pena que el Wheatsheaf, el único restaurante de la localidad, hubiera tenido que cerrar. Antes era uno de sus mejores clientes.
Tendría que encontrar nuevos clientes en Middleton (eso sería cuando tuviera tiempo).
Alexander apartó el libro y empezó a deambular sin dejar de agitar el tarro; se paró ante el aparador y empezó a rebuscar
entre el montón de jarrones y adornos que había encima, hasta que encontró un antiguo marco de fotos plateado.
—¿Cómo era Willow Lodge cuando eras pequeña y vivías aquí, mamá?
—¡Oh, magnífica! Me pasaba horas en la cocina, haciendo tartas con mi madre.
Se acercó adonde estaba él y ambos miraron la fotografía. En ella, una Audrey que era bastante alta para los catorce años que tenía sonreía a la cámara y entornaba los ojos, deslumbrada por el sol. Su madre tendría cuarenta y tantos, y, aunque llevaba la falda larga y la blusa de cuello alto típica de una mujer de la época eduardiana, el parecido entre madre e hija resultaba más que llamativo: bonitas caras con forma de corazón y unos ojos amables y brillantes. Las dos tenían el pelo rubio y la misma sonrisa amplia y generosa. A su lado, a su padre se le veía más serio de lo que era en la vida real. En la foto también estaba Gwendoline, dos años menor que Audrey, que fruncía el ceño, disgustada, con el pelo oscuro pegado a la cara alargada y una expresión de contrariedad.
Ella sintió un leve remordimiento de conciencia. Audrey era la hija preferida de su madre, y Gwendoline siempre sintió celos por el favoritismo que le demostraba. Aunque Audrey no tenía elección en ese asunto (ella intentó siempre compensarla por el trato preferencial que le concedía su madre, regalándole sus juguetes o jugando con ella y dejándola ganar), sabía que Gwendoline la había detestado por eso y que siempre lo haría.
—La casa debía estar muy diferente entonces —comentó Alexander con una sonrisa, contemplando el caos que los rodeaba.
—¡No estaba hecha un desastre, como ahora, eso seguro! Pero hemos tenido una suerte enorme de poder permanecer aquí, a pesar de todas las facturas. —Se le formó un nudo en la garganta—. Por desgracia, tu padre nunca ganó mucho dinero con sus cuadros.
La casa había pasado a manos de Matthew y ella sin que nadie lo cuestionara; ellos, ajenos a todo en su feliz mundo artístico, ni se lo pensaron a la hora de firmar una hipoteca por la casa, ni tampoco al avalar los demás créditos con ella.
Alexander miró los diferentes y extraños cuadros que colgaban de las paredes.
—Son esas formas y colores tan oscuros. No son cosas que gusten a todo el mundo.
—Para él la pintura era arte, no una forma de ganar dinero. No pudo evitar que se le escapara un suspiro. Ella no fue consciente del enorme alcance de las deudas hasta que Matthew murió.
—¿Nos vamos a tener que mudar? —preguntó Alexander, que dejó de agitar el tarro.
—Haremos lo que esté en nuestras manos.
Ella rezaba porque su improvisado negocio lograra mantenerlos a flote hasta que tuviera tiempo de ampliar sus fuentes de ingresos. Ya era bastante malo tener que trabajar a todas horas; lo que le faltaba era tener que ir de acá para allá por toda la zona buscando otro sitio donde vivir.
—¿Podemos cocinar más aún? —Él volvió a agitar el frasco, de repente con más ahínco—. Has estado ganando un buen dinero…
—Ese es el gran problema. No «podemos» hacer más.
La repentina sensación de estar sobrepasada por todo, que tan bien conocía, la inundó de nuevo. Sintió que estaba a punto de echarse a llorar, pero rápidamente consiguió controlarse por su hijo mayor.
Ambos oyeron unos suaves golpecitos en la puerta de atrás.
—¿Eres tú, Nell? Pasa, pasa. —Audrey apartó sus preocupaciones y le abrió la puerta a una chica de diecinueve años delgada y con apariencia de ratoncillo, que llevaba un uniforme de servicio—. Me temo que los pasteles no están listos aún. ¿Puedes esperar unos diez minutos?
Todas las mañanas, Nell iba a recoger hierbas aromáticas y verduras especiales, como los salsifíes, las endibias o el ajo, y también los pasteles que Audrey preparaba para la cocina de Fenley Hall.
—No pu-puedo esperar mucho rato. —Nell, que era un manojo de nervios, a veces tartamudeaba un poco por culpa de la timidez. Había empezado a trabajar cuando solo tenía catorce años en la casa, adonde había llegado directamente del orfanato donde se había criado—. La señora Quince está como loca
por la cena de esta noche de sir Strickland. El señor es tan exigente… —Entonces añadió—: ¡Oh, perdón! Siempre se me olvida que ustedes son… parientes.
—¡Oh, no te preocupes por eso! —Audrey hizo una mueca de asco—. Que ese tipo tan pomposo se casara con la ridícula de mi hermana no significa que yo me relacione mucho con ellos. Ella apenas se digna a hablarme ahora que se ha convertido en lady Gwendoline.
Nell sonrió y su cara se iluminó fugazmente, dándole un aire más abierto (algo raro para alguien que había pasado toda su vida oyendo cómo le recordaban constantemente cuál era su lugar en el mundo).
—Lady Gwendoline tiene una de sus demostraciones de cocina de racionamiento en el salón de actos mañana por la noche, por si quiere ir. Va a hacer el pastel de lord Woolton.
Alexander se echó a reír.
—¡Pero adónde vamos a llegar! La tía Gwendoline enseñando a unas amas de casa a hacer comida especial para la guerra… De repente todo el mundo es un experto, incluso la gente con posibles. Ni siquiera recuerdo la última vez que se inclinó para coger una cuchara de servir. —Un brillo travieso asomó en los ojos del chico—. En mi opinión, creo que le interesan más la atención y las alabanzas que va a recibir que contribuir al esfuerzo de la guerra.
Audrey reprimió una carcajada. Sus rebeldes retoños habían crecido viendo muy poco a su hermana pequeña Gwendoline y, las pocas veces que habían coincidido, ella se mostró altiva y los miró con desaprobación; era lógico que se hubiera convertido en alguien a quien se ridiculizaba en Willow Lodge.
—Tiene cara de caballo, con ese mentón alargado y la nariz tan grande —soltó Alexander.
Audrey intentó frenarlo.
—Pues tenía muchos admiradores cuando era joven.
—Y ella se creía demasiado buena para todos, seguro.
Audrey solo chasqueó la lengua a modo de contestación, pero en el fondo estaba de acuerdo con lo que había dicho su hijo. Su hermana no solo era remilgada, sino que estaba muy pagada de sí misma. Desde que se casó con un hombre con dinero y se mudó a la magnífica Fenley Hall, se había convertido
en la mujer más engreída de todo el distrito. Su marido, sir Reginald Strickland, había ganado una fortuna fabricando carne enlatada justo en el momento en que la demanda no podía ser mayor: las latas de «carne de ternera picada» estaban incluidas en todas las raciones para las comidas y las cenas de los soldados. El negocio de sir Strickland había tenido la enorme suerte de coincidir no solo con una guerra mundial (momento en el que le concedieron el título de sir), sino con dos, y la segunda se había presentado convenientemente justo cuando su fortuna había empezado a reducirse hasta casi desaparecer.
Unos nacen con estrella, y otros, estrellados.
Las hermanas casi no se hablaban. Los años que habían pasado y sus respectivos matrimonios las habían alejado. Solo cuando Audrey entendió que no le quedaba otra opción, aceptó que tenía que pedirle un préstamo a su hermana para pagar la hipoteca y las otras deudas con el banco. Entonces lady Gwendoline le contestó: «Claro que te vamos a ayudar, pero recuerda que tú te lo has buscado, Audrey. No hacía falta que te casaras con un artista y tuvieras toda esa jauría de niños díscolos, ¿no te parece?».
Un profundo ceño apareció en la frente de Audrey al pensar en los agobiantes pagos semanales que ahora le exigían los Strickland para cubrir su deuda. La estaban matando poco a poco.
La voz de Alexander la sacó de su agobio.
—¿Y qué va a servir sir Strickland en su cena de esta noche, Nell? ¿Cuántos platos serán esta vez?
—Hay cinco platos: sopa de cangrejo, un aperitivo de faisán ahumado y rollitos de lubina, seguidos de medallones de ternera, y para finalizar los pastelitos de frutos rojos de tu madre con nata de vainilla.
—Estamos todos medio muertos de hambre por las raciones, volviéndonos vegetarianos contra nuestra voluntad, ¿y mientras sir Strickland come faisán? —se mofó Alexander—. Probablemente querrá engatusar a algún político para que le conceda más contratos.
Audrey le dio una palmada en el hombro a Alexander con aire juguetón.
—Al menos nos pagan bien los pasteles. Sin esas cenas tan elegantes, nos veríamos en la calle.
Ella acompañó a Nell hasta la puerta para ayudarla con la caja y Nell enfiló el camino que llevaba a Fenley Hall, tras despedirse.
Audrey veía desde la puerta de atrás un lateral del grandioso edificio, que estaba a menos de un kilómetro. Y no podía evitar pensar que, a pesar de la gente que vivía en su interior, era una preciosa mansión del siglo xviii: una mole de color marrón claro, con cuatro plantas coronadas por torretas cuadradas, que gobernaba todo lo que la rodeaba, sus dominios.
Cuando ambas eran niñas, Audrey y Gwendoline estuvieron muchas veces ante sus puertas, inventando historias en las que se convertían en grandes damas que vivían en esa magnífica mansión.
Para Audrey todo eso solo eran cuentos de hadas.
Para Gwendoline era su plan.
The Kitchen Front continuaba en la radio: «Como ustedes saben muy bien, el azúcar es seguramente el mayor de nuestros problemas. Como prácticamente todo lo que utilizamos para cocinar se importa, el azúcar se ha visto más afectado por el bloqueo de los submarinos alemanes que otros productos. Por eso tenemos que encontrar alternativas: la miel, la melaza y el sirope están incluidos en los Planes de Puntos; todos tenemos veinticuatro puntos al mes para gastarlos en lo que queramos. También pueden utilizar verduras de sabor dulce. Las zanahorias cocidas tienen un maravilloso dulzor natural. Por ejemplo, para conseguir que los niños se tomen la leche de cabra, mézclenla con puré de zanahorias».
—¿Puré de zanahorias? —Audrey puso cara de asco mientras volvía con sus frutos rojos—. Estoy segura de que Ambrose Hart no ha probado la leche de cabra en su vida, mucho menos mezclada con zanahorias.
—Es curioso que nuestro querido Ambrose viva en el pueblo, tan cerca, y apenas lo veamos desde que papá se fue a la guerra. Lo lógico habría sido que viniera a ayudarnos, ya que era tan amigo de papá —comentó Alexander—. No le vendría mal que le dieras unos cuantos consejos de cocina, mamá.
—Es un hombre muy ocupado —lo disculpó Audrey.
—¿Por qué no le pides que te dé trabajo en su programa de radio?
Ella rio.
—No permiten que las mujeres hagan esos trabajos.
—Pero Ambrose no sabe nada de cocina. ¿No hacía antes un programa de viajes? Un día es experto en la Riviera francesa y al siguiente lo sabe todo sobre el puré de zanahorias.
Audrey miró un segundo hacia la radio.
—Así funciona el mundo. Hombres que no han pisado una cocina en su vida nos dicen a las mujeres lo que debemos hacer. El Ministerio de Alimentación cree que las mujeres somos abejas obreras tontas que necesitan una reina. O un rey, en este caso.
—Tú harías mucho mejor The Kitchen Front que él o cualquier otro presentador de la BBC. ¡Pero escúchale! Está vomitando propaganda del Gobierno. Lo siguiente será contarnos lo sanísimos que nos estamos volviendo todos gracias al racionamiento.
—Las amas de casa que más saben son conscientes de que el Ministerio de Alimentación solo piensa en nuestra salud…
Los dos se echaron a reír a carcajadas mientras Ambrose Hart se explayaba con gran elocuencia sobre un tema del que no sabía absolutamente nada.
Para la masa
Pastel de verduras de Audrey
Para 4 raciones
1/3 de taza de margarina, mantequilla o manteca
1 taza de harina
Para el relleno
4 patatas grandes
2 puerros grandes, troceados
Un poco de mantequilla o margarina
2 cucharadas de perejil y tomillo frescos, picados; si están secos, 2 cucharaditas
Cualquier tipo de sobras de verduras o restos de carne
1 huevo, batido
½ taza de queso cheddar rallado (la cantidad depende de las raciones de las que se disponga)
1 cucharadita de mostaza inglesa
Sal y pimienta
Precalentar el horno a 200 ºC. Para hacer la masa, mezclar la grasa con la harina, amasando con la mano, y después ligar con un poco de agua. Estirar con un rodillo y después colocar sobre un molde redondo de 20 centímetros de diámetro, previamente engrasado. Hornear durante 10 minutos y sacar del horno.
Subir la temperatura del horno a 220 ºC. Pelar y trocear las patatas y cocerlas hasta que estén blandas. Después escurrir, con cuidado de que no pierdan la forma. Mientras se cuecen, trocear y freír los puerros con la mantequilla o la margarina y espolvorear el perejil y el tomillo picados por encima.
Añadir las patatas cocidas, las sobras de verduras o carne, el huevo, la mitad del queso rallado, la mostaza, la sal y la pimienta a los puerros salteados. Mezclar
un poco al fuego y después verter la mezcla en el molde. Cubrir con la otra mitad del queso y espolvorear por encima más tomillo y pimienta. Hornear durante 25 o 30 minutos, hasta que el queso esté dorado. Dejar enfriar y después cortar porciones generosas para poder comerlas fuera de casa. El huevo mantiene cuajado el relleno, por eso este pastel es perfecto para una comida o para picar entre horas.