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Las crónicas de Emmy Lake, A.J.Pearce

Para mis amigos, el corazón y el alma de Emmy y Bunty

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FelicitacionesCarta a la revista Mujer, 12 de septiembre de 1942

¿He de felicitar a todas las mujeres casadas que dedican hoy su tiempo al esfuerzo bélico toda vez que siguen ocupándose de las tareas del hogar?

Mi esposa y mi hija están lejos de casa, y cada tarde, cuando vuelvo del trabajo, tengo que lavar, cocinar, fregar, barrer y hacer todas las tareas domésticas que suelen ser competencia de mi mujer. En mi más absoluto aislamiento me maravilla el espíritu de esas increíbles mujeres que son capaces de desempeñar todos los deberes domésticos semana tras semana, además de trabajar para la guerra, y siguen conservando un aspecto fresco y jovial.

Sinceramente, nunca tantas personas hicieron tanto a cambio de tan escaso reconocimiento.

j. l. (sydenham)

londresFinales de mayo de 1941

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a todos. Me ha pillado por sorpresa. Nunca pensé que fuera lo mío.

—No sea usted bobo —respondió la señora Mahoney—. Con todos mis respetos —añadió rápidamente, recordando el importantísimo puesto recién estrenado del señor Collins.

—Pierda cuidado —repuso él con una sonrisa—. Todo seguirá igual. Como la señora Bird apenas pisaba la oficina, casi no notarán la diferencia. Aunque, bien mirado, espero que sí, un poco.

Hizo una pausa y me echó una miradita de reojo. Al fin y al cabo, solo era mi tercer día de prueba.

—De momento no hay queja —sonrió—, aunque queda mucho tiempo por delante para que ocurra una catástrofe, por supuesto. No se apure, señor Newton, solo era una broma.

El señor Newton, nuestro jefe de publicidad, había empalidecido. Era muy bueno en lo suyo, pero tendía a quedarse en el lado pesimista de la vida.

Me puse colorada. Mis primeros seis meses en la revista no habían resultado exactamente como esperaba por culpa de lo que mi madre llamaba «algunos desafortunados percances que habían sido inevitables». Una descripción muy generosa por su parte, pero no del todo cierta, como constató mi padre en aquel momento.

—No quisiera pecar de descortés, Elizabeth, pero creo que la señora Bird podría ser de la opinión de que el «desafortunado percance» fue la propia Emmy, sin ir más lejos —había dicho. Y no iba muy desencaminado. La señora Henrietta Bird había sido la consejera sentimental más veterana y la editora interina de La Amiga de la Mujer, y una parte de mi trabajo como nueva aprendiz había consistido en abrir las cartas de las lectoras para que ella pudiera responder a sus problemas. Al principio me pareció sencillo, pero lo cierto es que me costó aceptar los consejos de la señora Bird, porque tenía un enfoque tirando más bien al de Atila, rey de los hunos. Poco importaba que desde el inicio de la guerra mu­

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chas de nuestras lectoras hubieran vivido momentos trágicos; la amabilidad rara vez era la primera parada de la señora Bird. No se podría decir que congeniáramos precisamente. El señor Collins, por su parte, había actuado con el mayor de los decoros, y me entusiasmaba la idea de que en lo sucesivo tomara el relevo.

—Gracias por sus afectuosas palabras —dijo—. Si bien prometo que haré lo posible por darle un buen impulso al trabajo de editor, me temo que tenemos un problemilla ahora que la señora Bird nos ha dejado por Ganado y Mascotas.

La atmósfera festiva desapareció en un santiamén. La amenaza de una página en blanco era impensable. Sin embargo, el señor Collins aparentaba una calma reconfortante.

—Está claro que necesitamos una nueva «Henrietta al habla» —prosiguió—. Me hago cargo de la urgencia, pero quizá debiéramos aprovechar la oportunidad para encontrar a alguien que no se dedique a aterrorizar a las lectoras. Todo el mundo asintió. Yo dije «Desde luego», y Kathleen me secundó con un «Nada más cierto»; a continuación, el señor Newton aprovechó el momento para decir con voz grave «Hay una guerra en marcha», como si alguno de los presentes todavía no hubiese caído en la cuenta.

—He estado calibrando si podríamos contratar a alguien de las otras revistas —dijo el señor Collins—, pero, francamente, no podemos permitírnoslo. Por eso me gustaría saber quién creen que podría desempeñar el trabajo. ¿Uno de nuestros colaboradores actuales? La enfermera McClay, pongamos por caso.

La enfermera McClay estaba a cargo del «Club de Madres y Bebés» y su enfoque era similar al de la señora Bird, solo que con una jeringuilla.

—Está hasta arriba de trabajo con los consejos sobre bebés —dijo Kathleen.

—Y les mete el miedo en el cuerpo a las madres —añadió la señora Mahoney, menos diplomáticamente.

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Kath asintió.

—Eso es verdad —convino—. La enfermera McClay me dijo una vez que, después de cumplir cinco años, los niños se sensibilizan o se vuelven idiotas de remate. Si para entonces no los has corregido, no hay mucho más que puedas hacer al respecto, así que más vale que los dejes en la cuneta.

—¡Madre del amor hermoso! —exclamó el señor Collins—. Quizás a Ganado y Mascotas no le vendría mal una enfermera.

—La señora Croft es muy amable —dijo de nuestra redactora de cocina el señor Brand—. Aunque «¿Qué hay en la cazuela?» le quita tiempo.

—Y su esposo no anda bien de salud —dijo Kath—. Ya tiene bastante con lo que tiene.

—Bien, no queremos cargarla más, desde luego —dijo el señor Collins. Para ser alguien que decía entender mejor los libros que a las personas, estaba siendo enormemente compasivo.

—Seguro que podemos encontrar a una nueva consejera —dijo la señora Mahoney, que se encargaba de Producción y era famosa por su pragmatismo—. No es difícil si sabes lo que haces. Con un poco de orientación y algo de empatía, la mayoría de las lectoras se animarán. —Miró alrededor de la mesa—. Podría hacerlo usted mismo, señor Collins, si no fuera porque es un hombre.

—¡Ah! —dijo el señor Collins, acusando el golpe con calma—. Ya lo siento, señora Mahoney. Es un defecto que todos debemos intentar sobrellevar. La señora Mahoney lo miró con comprensión. —No es culpa suya —dijo generosamente, y como si existiera la posibilidad de que pudiera ser su culpa—. A las mujeres se les da mejor ser serviciales, eso es todo. Mire a Hitler. No ayudó a nadie que no fuera él. Ya me gustaría haberlo visto criando a cuatro hijas él solito y teniendo que buscarles un buen partido. Eso le habría cerrado el pico.

El señor Collins permaneció callado un momento, se dio

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un golpecito en los dientes con el extremo de la estilográfica y la miró sonriendo. Al principio pensé que era porque la señora Mahoney había descubierto un plan para detener al dictador más aborrecible del mundo, algo en lo que todos los líderes europeos habían fracasado hasta ese momento, pero resultó que sus palabras le habían dado una idea.

—Señora Mahoney, está usted en lo cierto, como de costumbre. De hecho, no sé cómo no se me ha ocurrido antes. La respuesta está justo delante de nuestras narices. La señora Mahoney frunció el ceño. —Mírese: tiene cuatro hijas, todas ellas unas mujercitas excelentes, felices con su vida, tras haber recibido el mejor sostén que uno puede concebir cuando está creciendo. ¿Qué mejor requisito que ese? Sus consejos serán mejores que los de cualquier otra persona. ¿Qué les parece? Lo veo claro como el agua: «La señora Mahoney al habla». Ella parecía horrorizada. —Pero yo soy Producción. No escribo. Organizo. Me gusta organizar. No me gusta escribir. El señor Collins puso cara de pena. —¿Ni siquiera para echar una mano? —preguntó entristecido.

Aunque la señora Mahoney besaba el suelo que pisaba el señor Collins, no era ninguna ingenua. Mujer experimentada y muy respetada, ya en la cincuentena, era tan aguda como una aguja y olía de lejos cuando le tendían una trampa.

—Ni siquiera si abre los ojos como platos y me da jabón como un buen chico —respondió, como si no fuera su jefe, sino un yerno avieso que intentaba llevarla al huerto. —Tengo una idea —intervino Kathleen. —¿Lo ven? —dijo la señora Mahoney antes de que Kath pudiera articular una sola palabra más.

—¿Y Emmy? —preguntó Kath—. ¿Y si se encargara ella de la redacción? Para la señora Mahoney, quiero decir —añadió rápidamente mientras el resto la miraba como si hubiera perdido la cabeza. Después de todo, había sido culpa mía que

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la señora Bird decidiera marcharse; hubiera preferido que me despidieran a la luz de los «desafortunados percances».

Pero Kath era una persona de una sensatez pasmosa y vi claramente que los demás le concedían el beneficio de la duda.

—Emmy podría abrir las cartas como hacía antes para la señora Bird y luego pedirle consejo a la señora Mahoney y pasarlo todo a máquina —prosiguió Kath volviéndose hacia la jefa de Producción, cuyos ojos se habían abierto más que los del señor Collins—. Señora Mahoney, usted no tendría que escribir nada; solo tendría que decirle a Emmy qué aconsejaría en cada caso particular y a continuación comprobar lo que ella ha escrito, para dar su visto bueno. Sería un bombazo. Algo cariñoso y jovial. Como cuando recibes una carta de alguien en quien confías plenamente. Un verdadero cambio con respecto a lo que teníamos antes. Podríamos llamarlo «Su servidora, la señora Mahoney».

Mi amiga había conseguido que sonara maravillosamente sencillo. Todo el mundo aguardaba mientras la señora Mahoney sopesaba la idea, y Kath adoptó la cara más esperanzada imaginable. Rechazar su propuesta habría sido como lastimar a un gatito. Y la señora Mahoney no era de las que lastimaban a gatitos.

—Bueno, dicho así… Pero no quiero que figuren ni mi nombre ni mi foto. Eso no me haría ninguna gracia.

Prácticamente, todas las revistas tenían una foto de su columnista asesor. El señor Collins intervino. —Desde luego que no, si eso es lo que desea. Podemos dibujar un perfil. La señora Mahoney se mostró vacilante y se llevó una mano a la cara.

—Y podemos llamarlo de otra forma —dijo—. Como usted quiera. Podríamos intentarlo a modo de prueba; en caso de que no le convenza, buscaremos a otra persona.

El señor Collins se encogió de hombros para añadir un toque de despreocupación que casi me hizo reír. Comprendí que se moría de ganas de que aceptara la propuesta.

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Yo no me atrevía a pronunciar palabra. La idea de Kath me encantaba.

La señora Mahoney era exactamente la clase de persona a la que uno recurriría si se hallara en un aprieto. Y yo deseaba más que nada en el mundo volver a formar parte de la «Página de problemas».

Crucé los dedos con fuerza debajo de la mesa. Había leído cartas de sobra como para saber que las lectoras necesitaban mucha ayuda. Aunque los bombardeos habían cesado recientemente y nuestras lectoras no pasaban tanto tiempo en los refugios antiaéreos, la vida no era coser y cantar, y, de hecho, para la mayoría de la población seguía siendo muy dura. Si la señora Mahoney estaba dispuesta a responder a las cartas de las lectoras, La Amiga de la Mujer podría hacer verdadero honor a su nombre. La señora Mahoney respiró hondo. —Bien —dijo pausadamente—, si de verdad piensan que eso ayudará…

—Ni se imagina cuánto —dijo el señor Collins, tomándolo como un sí firme—. Muchas gracias, señora Mahoney. Me ha alegrado el día, y me parece que el de todo el mundo, incluido, si me lo permiten, el de la señorita Emmy. Me lanzó una mirada socarrona. —¿Qué le parece colaborar con la señora Mahoney? —me preguntó—. Con todo en regla.

El señor Collins pronunció esto último tan campante, como si nada, pero yo era consciente de que tenía la oportunidad de probarme a mí misma, de demostrar que, tras mi más que tambaleante comienzo en La Amiga de la Mujer, era capaz de dar lo mejor de mí misma. Había metido la pata con «Henrietta al habla», pero ahora se me presentaba una verdadera oportunidad para redimirme.

—Me encantaría —dije volviéndome hacia la señora Mahoney—. Si está segura de que no le importa.

La señora Mahoney me dedicó una sonrisa alentadora, pero levantó un dedo en señal de advertencia.

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—Pero nada de travesuras… ni de inventarse respuestas por su cuenta. Trabajaremos en equipo. —Se volvió hacia el señor Collins—. Emmy ya está muy ocupada actualmente. Si fuera necesario, ¿podría trabajar más horas?

Era una buena pregunta. Me había incorporado a la revista como aprendiz a tiempo parcial, lo que compaginaba con mi puesto voluntario de telefonista para el Servicio de Bomberos, donde trabajaba por turnos. En La Amiga de la Mujer siempre había trabajado más horas que las oficialmente estipuladas, porque éramos un equipo pequeño y todo el mundo tenía que arrimar el hombro. A mí no me importaba lo más mínimo. Tenía ganas de aprender.

Sin embargo, escribir los consejos de la señora Mahoney en vez de dedicarme a abrir las cartas únicamente, como había hecho para la señora Bird, me llevaría más tiempo, sin duda. Ambas miramos al señor Collins. —Muy bien visto —dijo—. ¿Puede dedicarnos más tiempo, Emmy? No quisiera que el capitán nos acusara de robarle el tiempo que dedica a la estación.

—Estoy segura de que al capitán Davies no le importará —contesté rápidamente.

—Excelente —dijo el señor Collins—. Señora Mahoney,

¿le parece todo correcto? La señora Mahoney frunció los labios y se quedó pensativa. —Sí, señor Collins. Todo correcto. Pero esto no debe interponerse en mi trabajo de producción. ¿Qué le parece, señor Brand?

Nuestro director de Arte, el señor Brand, trabajaba codo con codo con la señora Mahoney. Siempre más cómodo con las imágenes que con las palabras, durante la reunión se había dedicado a dibujar en silencio, como de costumbre, un poco ensimismado en su propio mundo.

—Estoy a favor, señora Mahoney —dijo amablemente. Luego repitió las palabras de Kath—. «Algo cariñoso y jovial, como cuando recibes una carta de alguien de confianza.» Pero sin poner su nombre, claro. —Miró su cuaderno de bocetos y

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