Los huérfanos del Führer
David Laws
Traducción de Puerto Barruetabeña
LOS HUÉRFANOS DEL FÜHRER David Laws UNA NOVELA PODEROSA Y CONMOVEDORA BASADA EN HECHOS REALES ¿PODRÍAS HALLAR ESPERANZA EN LOS TIEMPOS MÁS OSCUROS? UNA LECTURA IDEAL PARA QUIENES DISFRUTARON DE HEATHER MORRIS Y ROBERT HARRIS.
En una zona industrial de Múnich y en tiempos de guerra, veintisiete niños asustados y hambrientos se esconden de la Gestapo. Sus padres han sido enviados a campos de concentración y no tienen otro lugar a donde ir. La maestra Claudia Kellner descubre al grupo cuando recibe por pri mera vez a dos víctimas sin hogar, arriesgando su propia seguridad al dar les refugio. Mientras tanto, Peter Chesham, un espía que trabaja para los británi cos, logra adentrarse en territorio del Tercer Reich. Pero su misión ultrase creta se ve amenazada cuando descubre el escondite de los huérfanos. Si continúa con su misión, tendrá consecuencias fatales para todos los que le rodean, pero si no lo hace, los nazis podrían ganar la guerra. Peter se en frenta a un agonizante dilema: obedecer órdenes o salvar a los niños. ¿Dirigirá la última operación de escape o completará la tarea que se le ha encomendado? Lo que decida podría determinar el destino de la historia. ACERCA DEL AUTOR David Laws es un periodista y escritor de varias novelas. Recibió el premio literario Yeovil. Cuando no trabaja como reportero o subeditor de periódicos y revistas, prueba su suerte conduciendo autobuses y trenes, volando planeado res o vendiendo cristalería. ACERCA DE LA OBRA «Uáu, qué libro más fantástico. Escuché algunos comentarios sobre él, pen sé que lo compraría y me alegro de haberlo hecho. Me enganché desde la primera página hasta la última. No paras de devorar páginas.» Mrs. J. Watson, en Amazon.com
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Aeródromo de North Weald, Inglaterra, 15 de octubre de 1940
En su mente veía claramente la expresión inflexible y la
mirada acusadora, e incluso casi podía sentir su mano en el hombro. Era como si su padre estuviera a su lado en ese avión. Peter Chesham tragó saliva con dificultad y se abrochó el cinturón del asiento, pero el chasquido metálico del cierre no le dio seguridad; para él fue más bien como el ruido del cerrojo de la puerta de una celda. Miró al asiento que tenía enfrente, un delgado saliente de aluminio que pronto estaría vibrando y produciendo un zumbido de mil demonios. Estaba vacío, pero en la mente de Peter su padre estaba ahí, sentado como siempre, observando, juzgando y mostrando su desaprobación. Su padre era una presencia constante que gobernaba y dirigía su vida. Peter inspiró hondo. Ya no había escapatoria. No había vuelta atrás en un viaje que temía que pudiera convertirse en una trampa mortal y acabar… ¿con él en la horca? O peor, ¿sería un viaje solo de ida? Necesitaba algo que hacer, así que se agachó una vez más para revisar el equipo, que estaba pegado a las entrañas del avión. Oyó a la tripulación haciendo las comprobaciones pre vias: interruptor de arranque principal encendido, selector de la palanca del tren de aterrizaje abajo, tanques de combustible llenos, controles de vuelo completamente operativos. Y, por encima de esas voces, el ronroneo de los generadores. El único pasajero que iba en el avión, aparte de él, era Wi
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lliams, una figura delgada que llevaba un mono de vuelo. Y Williams no paraba de moverse, mostrando las primeras se ñales de miedo. Seguramente estaba a punto de dejarse llevar por el pánico, pero Peter lo ignoró porque tenía sus propios demonios con los que lidiar. Desde el principio no le había gustado la idea de embarcarse en ese vuelo, aunque no podía explicar por qué. Nadie lo habría creído. ¡Seguro que no! ¿El intrépido teniente Chesham, el paracaidista que aterrizó en la parte más alta de una montaña y bajó esquiando hasta abajo, solo por diversión? ¿Cómo podía ser que ese hombre estuvie ra preocupado? Lo que no les había contado era que en su último salto se produjo un fallo. Pero que no le dieran miedo las alturas, ni la posibilidad de aterrizar en una montaña remota no lo conver tían en un imbécil imprudente. Además, no era solo el vuelo lo que le provocaba ese estado de inseguridad. En su mente se colaban, imparables, una serie de imágenes: una celda, un foco cegador, unas esposas lacerantes, voces que gritaban y puños de hombres vestidos de negro. Uno de los pilotos estaba fuera, comprobando los elevado res. Se oyó un crujido proveniente del banco que tenía enfren te. Williams por fin logró articular palabra. —¿Cuántos años tiene esta maldita lata de sardinas? Peter se encogió de hombros justo cuando los motores co braron vida con un rumor entrecortado. Fueron calentándose uno por uno, aumentaron las revoluciones y al final se estabi lizaron con un tono monótono y ensordecedor. El fuselaje se estremecía tanto como los nervios de Peter. Williams señaló con gesto acusador el paracaídas que tenía a sus pies. —¿Qué es esto? Me has asegurado que no tendremos que saltar. —Te lo prometo —contestó Peter, a gritos. Sabía que debía demostrar su liderazgo y calmar a Wi lliams. La relación entre ellos era incómoda, no era ni mucho menos la camaradería fluida que había esperado y que creía necesaria. Ni tampoco la cordialidad natural que tenía con sus
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amigos habituales. Simplemente no estaba cómodo en com pañía de ese hombre. El avión recorrió la pista dando tumbos y al llegar al final rugió y vibró como si los remaches estuvieran a punto de salir disparados en todas direcciones. Tras varios minutos soltaron los frenos y fueron ganando velocidad. Los tumbos se volvieron más violentos, hasta que por fin la máquina se elevó con un quejido. En el aire las cosas no mejoraron. El estruendo y la vibra ción de los dos motores radiales no se redujeron. Peter, que en otras ocasiones había disfrutado volando en la cabina, se dio cuenta de que se estaba aferrando al armazón del fuselaje con todas sus fuerzas, como un novato, con todos los músculos tensos y los brazos rígidos. Un miembro de la tripulación, que había estado inclinado sobre una mesa con mapas y compases, se dio la vuelta y subió como pudo por la pasarela. Por sus galones, Peter supo que se trataba de un sargento de la fuerza aérea. Llevaba su apellido escrito en una chapita sujeta al mono: Jenkins. —Tenemos que volar bajo —le gritó a Peter al oído, mien tras el avión hundía el morro y se ladeaba—. Para evitar los radares y el fuego antiaéreo. Y haremos cambios bruscos de rumbo, para engañar a los cabezas cuadradas. Hoy va a ser lar ga distancia. Eso Peter ya lo sabía. Había estudiado los mapas. De todas formas esa conversación le ayudó. Hizo un esfuer zo consciente por relajarse y se obligó a actuar como debería si quería ser capaz de desempeñar el papel que había asumido. —Mira por la ventanilla —le gritó al tenso Williams—. Deberíamos estar sobre el mar ahora mismo. Estará bonito brillando en la oscuridad. Williams ni se movió. Solo murmuró algo así como: «Toda esa agua». Peter apartó la mirada. En su mente se colaron sin avisar más imágenes incómodas: la expresión de exasperación de su padre, la naturaleza casi imposible de la tarea que tenían por delante, y los extraños y repentinos cambios de humor de Dansey. ¿Confiaba de verdad en ese hombre pequeño, raro e
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intimidante? ¿Había alguna posibilidad de que tuvieran éxito? Dada la vaguedad de sus instrucciones y la escasez de informa ción que las acompañaba, era difícil sentir confianza. Además estaba la pura impracticabilidad de la tarea. Demasiado grande, demasiado vaga, demasiado difícil de lograr. Se lo había dicho, pero no quisieron escucharle. Le asaltó otra preocupación, que le llevó a moverse. Se apo yó en el escalón al lado del sargento. —¿Cómo sabe que ese campo es un lugar adecuado para aterrizar? —preguntó. —No lo sabemos. —Una sonrisa sardónica—. Nos tenemos que fiar de los franceses. Sus expertos han hecho el recononci miento. Supuestamente. Peter se frotó la barbilla. —Hace dos noches tuvimos que abortar en el último minu to —contó a gritos el sargento—. Había un maldito seto enor me cruzando la pista de lado a lado. Totalmente inutilizada. Una locura. La luz de la luna nos salvó. Peter se obligó a concentrarse y hacer las preguntas para obtener las respuestas que necesitaba. —¿Y qué precisión tienen sus datos de navegación? —pre guntó, pensando en un salto por diversión que hizo muchos años atrás y que salió mal, dejándole tirado en la montaña equivocada. El sargento frunció los labios. —O es el sitio exacto, o abortamos la misión. —¿Y cómo lo sabrán? —insistió Peter, señalando los ma pas, los lápices y las líneas que se cruzaban, sin dejar de pensar en los rumores que corrían como la pólvora por el barracón de aviación, que hablaban de bombarderos que habían errado el blanco por más de quince kilómetros. —Referencias visuales, seguir la línea hasta el objetivo y la luz de la luna. Eso es imprescindible. —El sargento sonrió débilmente—. También tenemos un par de trucos guardados en la manga. Peter cruzó los brazos mientras el bombardero Hudson continuaba su vuelo sobre el Canal de la Mancha y después se
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adentraba en territorio hostil sin parar de vibrar. Las montañas eran sus dominios, saltar en paracaídas era una rutina que co nocía bien, ni siquiera las armas le suponían un problema, pero la tortura era un asunto diferente. Intentó mirar por una ven tanilla para distraerse, pero la imagen prohibida de la puerta de la celda apareció de nuevo. ¿Se quebraría si lo interrogaban? Williams y él habían ensayado esa situación muchas veces du rante su entrenamiento en Fulbrough Manor. Los sacaban de la cama en plena noche, los ataban a una silla, los colocaban bajo la luz cegadora y los acosaban a preguntas. Pero eso era entrenamiento y esto la realidad. En el campamento todos de cían que tenían miedo a que los atraparan y que nunca sabes cómo lo vas a afrontar hasta que te ocurre. El zumbido monótono continuó. Cerró los ojos y deseó es tar en otra parte, preferiblemente en un campo recién nevado y con unos rayos de sol formando un patrón moteado sobre la nieve, aunque realmente le daba igual el lugar, cualquier parte le servía, incluso preferiría estar cavando la tierra dura como el pedernal de su padre o echando paladas de carbón en las en trañas de una caldera. Si su antigua novia, Gabrielle, pudiera verle ahora, con ese mono tan soso, ¿qué comentario mordaz se le ocurriría? Estaba sumido en sus pensamientos mientras cruzaban sobre una Francia a oscuras, cuando algo interrumpió su estado semialetargado. Voces. Voces llenas de ansiedad. El sargento estaba junto al piloto y los tres miembros de la tri pulación miraban a estribor. Peter se incorporó en su asiento y miró afuera. Al instante vio unas intensas llamaradas, terribles llamas naranjas que estaban devorando el motor de estribor, aunque la hélice aún giraba. Más voces, el piloto se inclinó ha cia un lado, abrió una cajita, accionó un interruptor y volvió a mirar el ala con cara de angustia. Peter vio cómo las llamas parpadeaban, disminuían y se ex tinguían. Se inclinó todo lo que pudo hacia delante y preguntó: —¿Todo arreglado? Jenkins se giró, aliviado. —Se ha apagado el fuego, los extintores han funcionado, pero tenemos que seguir en asimétrico.
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—¿Asimétrico? —Volar con un solo motor. Ese ya no funciona. Debería mos considerar la posibilidad de dar la vuelta. Peter gruñó. —¿Y tener que repetir todo esto? —Negó con la cabeza—. ¿Cuánto queda para llegar a la pista? —Unos diez minutos. —¿Lo lograremos? Mejor acabemos con esto. Hay gente ahí abajo esperándonos. Oyó un susurro ronco que le llegaba desde detrás: era Wi lliams. —Volvamos. Por todos los santos, este viaje está gafado. Pero Peter sabía lo que se jugaban y conocía a su jefe. Fuera cual fuera la razón que le dieran a Dansey para abortar la mi sión, él los despreciaría por haber fracasado. Y su padre tam bién lo haría. Los tres miembros de la tripulación se reunieron en un co rrillo y hablaron en voz baja. Después Jenkins anunció: —Lo vamos a intentar. Peter volvió a sentarse bien en su asiento, se estremeció, cerró los puños con fuerza y le dijo a Williams: —Ya casi estamos. El zumbido no paró y el avión seguía volando nivelado, pero justo cuando Peter empezaba a tener esperanzas, se pro dujo otro alboroto en la cabina y de repente el copiloto estaba a los mandos y el asiento que había a su lado estaba vacío. Peter se quedó mirando: oyó un sonido estrangulado que llegaba desde abajo y vio al piloto tumbado boca abajo sobre el duro metal de la pasarela, vomitando y temblando. —Se encuentra mal —explicó Jenkins—. El copiloto se ha hecho cargo de los mandos. —Esto es una locura. —La voz que llegaba desde delante era la del hombre que sujetaba los mandos—. Yo solo he vo lado recto y nivelado, siguiendo instrucciones y en un espacio aéreo seguro. Eso es lo único que sé hacer. El piloto, que seguía en la pasarela, levantó la cabeza. —Eso es lo que tienes que hacer, Larkin —dijo con voz aho
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gada—, recto y nivelado. Mantén el morro arriba, ¿vale? Esta ré ahí de nuevo dentro de un segundo. Algo que he comido… Dejó la frase sin terminar. Jenkins estaba en la cabina con Larkin, los dos muy juntos. Peter vio que el sargento tenía en las manos la carta de navegación. El avión empezó a girar suave mente; Larkin, el novato, logró hundir el ala de babor para hacer un giro lento y los dos miraron abajo, buscando la hilera de luces que confirmarían la exactitud de sus instrucciones de navegación. Jenkins iba señalando referencias visuales: el río, que era un bri llante faro en medio de la oscuridad, la aguja de una iglesia en lo alto de una colina, la clara ese que dibujaba la carretera principal. —¡Ahí! Había seis diminutos puntos de luz a la derecha, un poco más allá. Las antorchas del comité de recepción. Más murmullos en la parte delantera. El avión perdió altu ra bruscamente y el estómago les dio un vuelco cuando pasa ron rozando las copas de los árboles para examinar el claro y buscar obstáculos que no hubieran visto. —El manual —pidió el copiloto. Jenkins empezó a leérselo: —Reducir a 125 nudos, bajar el tren de aterrizaje… —Vale, ahí vamos. —Larkin estaba decidido. Un hombre valiente, aunque insensato, pensó Peter mientras escuchaba las instrucciones del manual, leídas a voz en grito. —Mezcla rica, abajo los flaps, rueda trasera bloqueada, pa lanca hacia atrás del todo. Jenkins se volvió para mirar a Peter y Williams. —Listos para el aterrizaje de emergencia. Apretaos los cin turones. Y meted la cabeza entre las rodillas. Williams tenía la respiración acelerada. —Te lo dije, ¿a que sí? ¡Te lo dije! A Peter le pareció que no era justo que se vieran en peligro tan pronto en esa misión. Su imaginación iba a mil por hora, anticipando el desastre: destrucción instantánea, desmembra miento, lesiones… ¿se enteraría de algo? Era demasiado joven para eso; todavía le quedaba mucha vida por vivir, mucho amor por descubrir.
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Otra vuelta y un giro brusco para la aproximación final, con el ala de estribor peinando las ramas de los árboles. Un momento después se nivelaron de nuevo y se extendieron los frenos aerodinámicos. Peter metió la cabeza entre las rodillas, sintió que el avión bajaba muy rápido y se tensó esperando el aterrizaje, temiendo lo peor. Y entonces, el contacto. Él no se esperaba la violencia del impacto, pero fue como si un puño gigante y duro como una piedra se estrellara contra la parte inferior del avión. El ruido fue tremendo, de una intensidad ensordecedora, y pareció que reverberaba por todo el fuselaje. Sintió que se veía despedido hacia delante, que los cinturones tiraban de él, y se le quedó todo el cuerpo adormecido por el shock. A pesar de todo eso, increíblemente, al instante siguiente el avión estaba en el aire de nuevo, relanzado por la fuerza de la colisión, antes de caer de nuevo. Otro golpe impresionante y esta vez la cabina se convirtió en un revoltijo de cosas que volaban. Una cascada de objetos, de parte del equipamien to que se había soltado de sus sujeciones, creó un caos a su alrededor. De repente Peter sintió que algo duro y afilado le golpeaba el brazo. A pesar del impacto fue consciente del sonido de rotura, como de rasgado, proveniente del endeble fuselaje de aluminio y supo que había quedado destrozado. El Hudson empezó a inclinarse hacia un lado, como si estuvie ra fuera de control, y por fin una última colisión lo paró en seco. Todos se vieron despedidos bruscamente hacia delante, sujetos únicamente por los cinturones, y acabaron sin aliento por la impresión. Después, la calma. En medio del silencio que reinaba, Peter oía claramente su respiración. —La próxima vez —dijo Williams, con una voz una octava más alta que de costumbre—, creo que preferiré saltar. Múnich, Alemania, 15 de octubre de 1940 Una fila de niños pequeños avanzaba por el patio del colegio en dirección a la puerta y al grupo de madres que esperaba
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allí. Los pequeños, bien abrigados para protegerse del frío, llevaban unas ligeras mochilas y gorritos de lana con pom pón de colores. —Adiós, Fraulein Kellner. —Adiós, Heini. —Que tenga buena tarde, Fraulein Kellner. —Y tú también, Anna. A Claudia Kellner le había tocado cuidar el patio. Esa res ponsabilidad recaía sobre ella a menudo. La mayoría de los profesores hacían todo lo posible para evitarlo, pero a ella le gustaba estar en el exterior, bien envuelta en su abrigo negro con el cuello de piel y lejos del gimnasio, donde Karl Drexler, vestido con su habitual uniforme marrón de las tropas de asal to, estaba hablándoles a los otros profesores de la educación nacionalsocialista. Él fue quien más insistió, a voz en grito, en que había que despedir a los profesores judíos y expulsar a los alumnos semitas, todos lo sabían. Alguien le estaba tirando del abrigo y, cuando bajó la vista, encontró a Dieter Schmidt mirándola. —Mi madre pregunta si puede hablar con usted —dijo con su aguda vocecilla. Claudia asintió. Solo se lo podían pedir a ella. Todos los demás profesores les habrían dado la fría respuesta estándar: «Las conversaciones con los padres solo pueden producirse du rante las tutorías». Pero Claudia esquivó un charco de nieve derretida y se acercó a la puerta del colegio con una amplia sonrisa. —Sé que tendría que esperar más tiempo —empezó a decir Frau Schmidt—, pero no puedo. ¿Qué tal va? Es tan tímido que me preocupa que se quede atrás. Claudia se agachó hasta quedar a la altura del niño y lo miró a los ojos. —Vas a hacer un esfuerzo, por mí y por mamá, ¿verdad, Dieter? Un leve asentimiento. Claudia sonrió como gesto de áni mo y se incorporó. Le aseguró a la madre que el niño no se estaba quedando atrás y le prometió que le iba a prestar una
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atención especial al tímido Dieter, al que le gustaba escon derse al fondo de la clase. Solo diez minutos más. Claudia miró al patio: todavía que daba algo de la helada matutina en los bordes. Había nieve en el aire. Llegaba un viento frío desde los Alpes, que estaban a apenas 160 kilómetros. Arrugó la frente cuando la asaltó otro pensamiento y su mirada se cruzó con la de Frau Schmidt una vez más. Sintió una conexión con la madre de Dieter. —Erika —dijo la mujer—. Llámeme Erika. Claudia señaló al otro lado de la calle. —No le deje ir por ese camino —dijo, mirando hacia la zona conocida como El laberinto, una maraña de vegetación silvestre que cubría un terreno abandonado con edificios en ruinas. Tenía que advertírselo a toda la clase a la mañana si guiente—. Pasé por ahí cuando volvía de Brienner Strasse y me pasó algo muy raro. —¿Ah, sí? Claudia le contó lo que había visto. Movimiento entre los helechos. La cara de un niño. Asustada, se había parado en seco. ¿Podía haber niños pequeños en medio de esa jungla, expues tos a todo tipo de peligros no visibles? Se trataba del solar donde en algún momento hubo una zona industrial y estaría lleno de hierros oxidados y todo tipo de objetos afilados. De repente apareció una segunda cara. Claudia sonrió y le dijo «hola», pero la cara desapareció y no volvió a aparecer. Erika la tranquilizó. Ya lo sabía. —No se preocupe, es que hay niños que juegan ahí —ex plicó—. Son unos cuantos, un poco asalvajados, que han en contrado un agujero en la valla y buscan reproducir en la rea lidad sus sueños de vivir aventuras en la jungla. Claudia se despidió del resto de su clase. Muchos niños iban muy bien vestidos, como Wanda con sus trenzas rubias y su abrigo a la última moda. A esa escuela iban niños proceden tes de una zona muy heterogénea, que incluía tanto amplias avenidas con grandes cancelas metálicas y entradas pomposas como las casitas del ferrocarril y las viviendas de los trabajado res de los almacenes. Los niños nunca supusieron un problema
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para ella. Claudia siempre era vivaz y alegre con ellos y los animaba. Eran sus colegas los que la frustraban. Volvió a mirar el edificio de la escuela, un imponente bloque de piedra y cris tal de estilo guillermiano, e intentó no fijarse en la ventana del primer piso, deseando no encontrar allí una figura haciéndole un gesto para que se acercara torciendo un dedo, convocándola a esa habitación horrible, el bastión masculino, la sala de profe sores, con sus ceniceros llenos, las botas de fútbol y el equipa miento del gimnasio. Miró hacia otra parte, se humedeció los labios y momentáneamente se distrajo con el repiqueteo de los cascos de un caballo, el traqueteo de un carro y el chirrido de unas ruedas sobre los adoquines de la calle adyacente. Después llegó el alivio. El grupo de madres que estaba en la puerta del colegio había ido reduciéndose hasta desaparecer. Como ya se había marchado el último niño, Claudia salió también para volver a casa, escabulléndose antes de que na die notara su ausencia, o eso esperaba ella. Estaba deseando irse de allí, aunque también tenía sus razones para querer acabar la jornada cuanto antes, pensó frotándose con la mano los ojos cansados; había sido un día interminable, la escue la empezaba temprano y tenía un camino largo y aburrido por delante, porque ahora debía recorrer un buen trecho por Dresdner Strasse, en dirección a los almacenes del ferrocarril, para volver al apartamento que tenía alquilado allí cerca. Se trataba de una calle recta de al menos dos kilómetros, con zo nas de oscuridad que pasaban entre grandes arbustos que se alzaban al borde del camino. Se estremeció, no solo por el frío, y levantó la vista un mo mento al sentir el zumbido de un avión que pasaba sobre su cabeza y decidió que no le gustaba esa calle. Pasaba poco tráfico por allí. Muy pocas personas tenían la gasolina necesaria. A un lado llamaban la atención unas grandes villas y el otro es taba cubierto por una cortina de fresnos, sicómoros y castaños. Múnich no era su ciudad. Se sentía extraña allí. Tenía pocos amigos, estaba como a la deriva y tenía que buscarse la vida, como si su presencia en ese lugar fuera una forma de castigo. Y no comía bien. A veces tenía hambre, pero esas ganas de co
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mer a veces desaparecían en cuanto se ponía el plato delante. Enfrascada en sus pensamientos, se sobresaltó cuando, desde lo más profundo de una de las zonas de sombra, oyó una voz muy baja. Nada sorprendente, ni amenazador. Solo una voz femenina educada que llegaba desde los arbustos. —¿Es usted la maestra? Claudia se acercó. Allí había una figura delgada, inmóvil, que volvió a hablarle. —¿Puedo pedirle ayuda? Una vacilación momentánea, un asomo de duda. —¿Por qué? —Mi pequeña y yo… Claudia volvió a mirar con más atención y distinguió una menuda silueta que casi se confundía con la de la adulta. —Tuvimos que dejar nuestra casa. No tenemos adónde ir. En ese momento Claudia sintió un escalofrío de reconoci miento y tuvo la sensación de que ya había estado ahí antes. —¿Conoce a alguien? —preguntó la mujer, suplicante—. ¿Algún lugar donde podamos quedarnos? ¿O tal vez podría mos quedarnos con usted? —¿Por qué conmigo? —preguntó Claudia, tartamudeando. —A usted le encantan los niños. Lo sé. La he visto con ellos en el patio. Y reconozco a una persona con compasión. Claudia se acercó un paso para examinar a la mujer. Tenía el pelo ralo, un abrigo amorfo y le pasaba algo raro en la boca. La niña tenía una llaga en el labio. —¿Qué les ha ocurrido? —Ya sabe lo que le pasa a la gente que no le gusta al Estado. Fue una frase que resumía de forma concisa el dilema del que Claudia había estado intentando escapar. Se tocó un punto concreto de la nuca, un gesto sobre el que su madre ya le había advertido: era lo que hacía cuando se estresaba. Ese era justo el apuro en el que había esperado no tener que volver a verse metida. Tuvo que salir de Praga precisamente para alejarse de la tragedia y el dilema de unos padres asustados y unos niños que nadie quería: los judíos, los socialistas, los sindicalistas y todos los demás grupos que el régimen había decidido señalar
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y destruir. Incluso en ese mismo momento, Karl Dexler, el co lega que tan poco apreciaba, estaba predicando ese tipo de odio en el gimnasio de la escuela. —¿Sabe lo que le pasa a la gente que da cobijo a personas como ustedes? —preguntó Claudia. —Estamos desesperadas. Claudia, de pie al abrigo de un arbusto, suspiró profunda mente y tomó su decisión. Un compromiso complicado, pero lo mejor que podía hacer en ese momento. —Solo una noche. Y si nos ven, tendrán que irse. Aunque ustedes fueran personas normales, se supone que las habitacio nes solo las puede ocupar una persona. ¡Ahí estaba! Incluso ella había utilizado el terrible eufe mismo: «Personas normales». Las dos conocían la situación. Esa madre y esa hija no eran personas normales. Eran parte de la sociedad prohibida de Alemania, esa legión de almas per didas que se escondían y sobrevivían fuera del control de las autoridades en graneros, sótanos y buhardillas polvorientas. Sumergidas bajo la superficie oficial. Eran «submarinos», que era como llamaban por entonces a esas personas. Y ahora Claudia tenía dos en su vida.
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En algún lugar de Francia
Peter estaba sentado en un afloramiento de rocas esperando
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el dictamen sobre el avión accidentado. Los tripulantes estaban en cuclillas, examinando lo que quedaba del tren de aterrizaje mientras el piloto, un hombre que se llamaba Mahoney, estaba tirado en el suelo masajeándose la pierna que se había torcido y con la otra mano sobre el estómago revuelto. El aterrizaje de emergencia había sido un desastre. Viendo cómo había quedado el maltrecho Hudson, Peter casi no podía creer que hubieran sobrevivido, pero así era. Se sentía idiota por tener que hacer la pregunta obvia; no le quedaba más remedio. —¿Podrá volar? En respuesta solo recibió gruñidos y encogimientos de hombros. No pintaba bien. Ya había sacado su equipo del fuselaje: la radio, los mapas, las herramientas, la cámara, las rodilleras; no parecía gran cosa para lo que se suponía que tenían que hacer. Después conside ró sus opciones. «Tirados en medio de la nada» fue la primera expresión que le vino a la mente. Con cierta amargura recordó un dicho de su instructor de Ringway: «Los planes mejor es tructurados no sobreviven al primer disparo». Peter rio entre dientes. Las cosas ya habían empezado a torcerse. En ese momento volvió a hacerse, una vez más, las complicadas preguntas que le habían perseguido durante todo su entrenamiento. Preguntas para las que no tenía respuestas convincentes.
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¿Cómo narices me he metido en esto? ¿Qué demonios estoy haciendo aquí? Inspiró hondo y recordó que todo empezó en Suffolk, en Bury St Edmunds, en la casa de sus padres, solo unas pocas semanas antes. Era la noche de la velada musical. Y él no tenía ni idea de que su vida iba a dar un vuelco…
La música se interrumpió con una brutalidad escalofrian te. El cuarteto para piano de Schumann estaba en su apogeo: las cuerdas resonando, el teclado vibrando, la pieza en todo su esplendor gracias a la entusiasta interpretación de Peter, su ma dre, su tía y la chica refugiada, Helga. De repente, como si al guien hubiera arrancado una cuerda de un arco, la música cesó para dar paso a un silencio estremecido. Los cuatro intérpretes miraron a la puerta del salón, que al guien había abierto bruscamente, haciendo retumbar el bronce antiguo. En el umbral había una figura de mediana edad con el pelo alborotado, un grueso bigote negro y una mirada pe netrante. Charles Chesham dijo una sola palabra: «Visita». Nadie discutió, ni protestó. Nadie suplicó que les dejaran tocar unos compases más o que les dieran tiempo a terminar. Unos profundos suspiros fueron las únicas señales de decep ción. Al final, la madre de Peter habló e interrumpió el repen tino silencio. —¿Quién? —le preguntó a su marido. —Andrew. —¿Cuándo? —Dentro de diez minutos. Viene hacia aquí. Al oír eso, los intérpretes se levantaron, su madre con el ceño fruncido y mirando en dirección a la cocina para después dedicarle a su hermana una sonrisa débil. Klarissa ya estaba guardando el chelo y Helga metiendo el violín en su funda azul forrada de terciopelo con un cuidado exquisito. Peter tam bién estaba decepcionado. Habían empezado todos sentados en círculo en las sillas de palisandro y se había creado un ambien
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te alegre en el que se reían de sus fallos, sobre todo cuando a Klarissa se le quedó enganchada la pica del chelo en la esquina de la alfombra persa. Peter se unió a la alegría general, pero le fastidiaba que no sonara un sol de las escalas superiores del viejo piano Broadwood. ¿Por qué seguían con un piano de pa red? ¿Era culpa de la frugalidad de su padre? A pesar de ello habían conseguido tocar de forma intensa, precisa y expresiva. Habían pensado tocar a Haydn después y para terminar un poco de música folk inglesa: The Flowers of Ashgill y Surprise Waltz de Telemann. Pero no había podido ser. Salieron todos del salón y se des pidieron con abrazos de su tía y la chica refugiada, que volvían a su casa, en el otro extremo de la ciudad. Klarissa era la más jovial, siempre era divertido estar con ella, nada que ver con su seria madre. Y Helga, una quinceañera delgada, estaba tan volcada en su música como cuando Peter la conoció, el día que su Kindertransport entró en la estación de tren de Liverpool Street, tantos meses atrás. Cuando se cerró la puerta principal, Peter se centró en otros objetivos y se dirigió a la cocina, sabiendo que la visita que estaba en camino era un hombre al que su madre no le tenía simpatía. Normalmente se cuidaba mucho de ocultar sus re sentimientos hacia él, pero esto había sido una intrusión. Las sesiones de música eran su mayor placer. Ahora, irritada, es taba haciendo tintinear sobre la encimera sus mejores tazas Windsor de Royal Doulton. —¿Qué quiere? —quiso saber cuando llegó Peter. Se re fería a sir Andrew Truscott, el contacto de mayor importancia que tenía su padre en los talleres del ferrocarril—. ¿Y por qué se presenta a esta hora de la noche? —continuó—. Nos ha es tropeado la velada. ¿Es que no podía esperar? Peter apartó momentáneamente de su mente a la visita, enfadado porque hubiera interrumpido tan abruptamente la diversión de su madre. En las últimas semanas estaba siempre preocupada por la familia de su hermano, que estaba en Suiza, y la música era lo único que le levantaba el ánimo. Su familia vivía cerca de la frontera con la Alemania nazi.
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Y entonces empezó a preocuparse por Peter. —Ojalá hubieras seguido trabajando con el señor Winton. Ayudar a los refugiados es mucho mejor que esto —dijo acari ciando con los dedos el chaleco de lana del uniforme de campa ña de su hijo—. Eras muy bueno con esos niños. —A mí también me gustaría —reconoció él—, pero todo ha cambiado. —Se encogió de hombros—. Ya no hay refugia dos. La guerra y todo eso. —Guerra estúpida —contestó ella—. ¿Para qué le sirve a nadie? Solo trae miseria y muerte. No quiero que te envíen a una trinchera llena de barro donde te tiroteen, te hagan es tallar, te apuñalen o te gaseen. Como en la guerra anterior. ¿Es que los hombres no van a aprender nunca? —No hay muchas trincheras en los montes Cairngorms —respondió con una de sus sonrisas burlonas. Ella lo miró con cariño: su único hijo, un hombre de veinti trés años, más de uno ochenta y rasgos atractivos y angulosos. —Odio todo eso —insistió ella—. Dejar caer bombas por todas partes. Es un sinsentido. Horrible. Peter suspiró. Estaban dándole vueltas otra vez a lo mis mo. Él estaba de acuerdo. A pesar del uniforme, no tenía ma dera de soldado, pero decir en voz alta algo así desencadenaría una tormenta de censura. No se podía ser pacifista en medio de ese lío y Peter procuraba no decir ese tipo de cosas cuando su padre podía oírle. Para consternación de su progenitor, se había negado a presentarse voluntario para la fuerza aérea y se había contentado con ser instructor en la escuela de esquí del ejército. —Aun así, él sigue hablando de los saltos en paracaídas —comentó—. Dice que mi experiencia resultaría inestimable. Su madre hizo una mueca mientras preparaba la bandeja del té. —No confío en ese hombre —anunció señalando el salón donde iban a recibir a la visita—. Tu padre y él están siendo muy reservados. No me dicen nunca nada. ¿Qué puede ser tan urgente para venir hasta aquí esta noche? Peter se encogió de hombros.
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—¿Quién sabe? Tal vez quieran hablar de mi futura carre ra, cuando se acabe la guerra. Ella lo señaló con un dedo, que agitó en el aire. —No accedas a nada que no quieras hacer —advirtió. El sonido del timbre de la puerta puso fin a la conversa ción. Peter obviamente era consciente de que tenía suerte de estar preseleccionado para, después de la guerra, realizar unas prácticas para entrar en la London and North Eastern Railway Company, donde sir Andrew Truscott era el miembro más des tacado. Aun así le pareció extraño que lo que probablemente sería equivalente a una entrevista de trabajo se llevara a cabo en el salón de la casa de su familia. Sir Andrew tenía la apariencia de alguien que siempre es taba encima de un escenario: el pelo blanco con unas ondas perfectas y un bigote gris muy bien recortado. Iba vestido muy formal con un traje azul, chaleco y corbata a juego. Un pañuelo blanco asomaba del bolsillo superior y llevaba a la vista anillos y gemelos de oro. Le habían concedido su título por servicios a la nación, había diseñado locomotoras icónicas que habían convertido a la empresa en sinónimo y emblema de velocidad y modernidad, y además era una figura líder en el ámbito del comercio. A pesar de todo ello, no siempre había sido una persona tan importante, reverenciada y con título. Tiempo atrás, su padre y él fueron jóvenes aprendices en los talleres de la firma. Peter hizo una mueca; no estaba seguro de que su entusiasmo por la empresa y todo lo que hacía en ella estuviera al mismo nivel que el de ellos. Al llegar al salón se realizaron las oportunas presentacio nes y después vio cómo los dos amigos (¿De verdad eran ami gos? ¿O solamente colegas? ¿O conspiradores?) hablaban en voz baja junto a la pantalla bordada de la chimenea. Entonces llegó la sorpresa. Su padre y su madre salieron del salón y él se quedó a solas con Truscott, que se sentó en la butaca de su padre (la que tenía el escabel dorado forrado de tekido de alfombra) y sacó un pesado tomo de la estantería encastrada en la pared.
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Le hizo un gesto a Peter para que se acercara. —¿Te es familiar? Peter vio que le estaba enseñando un boceto grande de la vía férrea de dos metros de ancho de Isambard Kingdom Bru nel que iba de Paddington a Bristol. —La conozco desde que era pequeño —contestó—. Me crié con ella. Me contaban su historia todos los días. Truscott le dio unos golpecitos a la página con un dedo. —De esto es de lo que quiero hablar contigo —anunció—. Del inmenso potencial de una vía de este tamaño. ¿Eso sería una prueba? ¿Parte de alguna sutil técnica de hacer entrevistas? Peter, aprovechando lo que le pareció su momento de intervenir, se puso a teorizar sobre el tema, que dominaba a la perfección. Brunel fue un visionario, empezó. Construyó bonitos puentes, vías rápidas y rectas y un barco de vapor que iba hasta Estados Unidos, pero la única innova ción que no perduró fueron sus anchas vías de tren. Brunel se vio obligado a abandonar ese proyecto en favor de las vías del tamaño de un coche de caballos de George Stephenson, las que conocía todo el mundo actualmente. Sus vías hubieran su puesto un gran avance en el mundo de los viajes que no llegó a materializarse. Peter se atrevió a añadir una floritura de su cosecha: ¿y si Brunel se hubiera salido con la suya? ¿Serían diferentes sus vidas ahora? Truscott solo asintió y encendió un cigarrillo. Desprendía un olor especiado y un poco mohoso, a corteza de árbol y papel viejo. Peter sintió un ligero resentimiento ante la presunción de ese hombre, que se tomaba todas esas libertades, se movía a su antojo por la habitación y utilizaba las estanterías y cual quier cosa que le apetecía. Tal vez fue eso lo que le provocó un repentino y peligroso arrebato de sinceridad. ¿Cómo podía decirle a ese hombre que él era un inconformista en casa de un ingeniero? ¿Que a él le gustaba el teatro, el ballet y los con ciertos, cualquier cosa que tuviera que ver con la gente y que prefería la gente a las máquinas? —La verdad es que he estado pensando mucho en lo de ha cer carrera en el ferrocarril —se atrevió a decir—. Puede que
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ese no sea el camino adecuado para mí. El hombre mayor frunció los labios, como si Peter acabara de gritar una obscenidad en medio de una iglesia. —Pues si piensas eso, es que eres tonto de remate —con testó. —Pero necesito estar seguro… —A muy pocos jóvenes les dan este tipo de oportunidad —interrumpió Truscott—. Un camino directo a ocupar un puesto de dirección en la empresa. Solo un tonto lo recha zaría, especialmente con una tradición familiar como la tuya y los servicios realizados para la empresa, y por ende para el país. Truscott no pudo continuar. Tenía la cara congestionada. Le dio la espalda y se quedó mirando la estantería. Tal vez no po día soportar mirar a ese joven ingrato que tenía delante. Cuan do habló, pareció que tenía los dientes apretados. —A pesar de lo que acabo de oír… —Se interrumpió para inspirar hondo y a Peter le pareció que a ese hombre, que nor malmente no toleraba que le contradijeran, le estaba costan do muchísimo pronunciar sus siguientes palabras—. Tenemos que continuar con nuestra conversación. —¿Ah, sí? —Por el interés de la nación —reveló Truscott. Eso dejó a Peter más confuso que antes. Truscott se estaba esforzando mucho en mantener el secretismo. Habían pasado al estudio de su padre, donde comprobó que estuvieran cerra das las ventanas y echadas las cortinas de oscurecimiento, y continuó hablando en voz baja. —Adonde quería llegar es a que si, en vez de Stephenson, Brunel hubiera ganado la batalla con sus vías anchas, ahora tendríamos servicios ferroviarios más grandes, más pesados y más rápidos, que serían mucho más eficientes. Supondría un enorme salto hacia delante que este país nunca llegó a dar. Peter estaba desconcertado. Pero ¿qué era aquello? ¿Y la referencia al interés de la nación? —¿Es impresión mía o lo que está sugiriendo es que de beríamos dar marcha atrás en la historia? —La incredulidad
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superó a la cautela—. No puede ser. Eso es demasiado compli cado. ¿Levantar todo el país para instalar vías más anchas? La nación no lo aceptaría. Truscott se puso tenso y después asintió con cierta reti cencia. —Aquí, en Gran Bretaña, no… Pero supongamos que en otro país estuvieran planeando construir una amplia red nueva de líneas de vía ancha para unir a todo un continente. Como estudiante de ingeniería, ¿no te resultaría muy emocionante? Peter resopló sin hacer ruido. Esa entrevista no era lo que parecía. Para ganar tiempo preguntó: —Y, en ese otro país, ¿de qué ancho estaríamos hablando? Los ojos del hombre mayor brillaron. —Tres metros. Piénsalo, unas vías de ese ancho. Algo abso lutamente colosal. Un cambio tremendo y un reto para cual quier ingeniero. —¿Y ese otro país tiene nombre? Truscott estudió a Peter durante unos segundos antes de decir: —La Alemania de Hitler. A esa revelación le siguió una larga pausa en la que Pe ter decidió que eso no podía ser una prueba. ¿Ellos dos solos, con su padre fuera de la conversación, hablando de Alemania y Truscott comentando ese tema con un joven que todavía no estaba formalmente contratado en la empresa? Nada de eso tenía sentido, así que preguntó: —¿Por qué me está contando todo esto, señor? Truscott no respondió. En vez de eso señaló un gran mapa mundi colgado en la pared del fondo del estudio y le hizo un gesto a Peter para que se acercara. Entonces empezó a hacer amplios movimientos con el brazo que abarcaban todo el con tinente europeo y después grandes círculos que llegaban hasta Francia por el oeste y entraban en Rusia por el este, todo ello con el centro en Berlín. —Hitler ya ha comenzado a construir su nueva red de vía ancha —aseguró—. Lo llama Breitspurbahn: tren de vía ancha. Y algunas líneas ya están montadas y en funcionamiento.
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—Pues entonces ha hecho algo bueno, ¿no? —Extraordinario, asombroso incluso, y fascinante para un ingeniero —reconoció Truscott—. Pero peligroso, muy peli groso para Gran Bretaña. —¿Una vía nueva? ¿Cómo puede eso resultar peligroso? —¿Es que no lo ves? Alta velocidad y enormes cargas. Eso significa que podría llevar a su ejército adonde quisiera mucho más rápido de lo que nosotros tendríamos capacidad de respon der por mar. En un solo tren podría mover toda una división panzer y llevarla directamente a muy poca distancia de los po zos de petróleo de Oriente Medio, antes de que nuestros barcos tuvieran tiempo siquiera de salir del puerto. Peter arrugó la frente. —Sí, pero no controlan todo ese territorio… ¡al menos to davía no! —Pero pronto lo harán. Ya sea mediante negociación, ame nazas o invasión militar. Es lo que dice la última evaluación de la inteligencia militar. Pero oficialmente no estoy autorizado a comentar esta información. —Y entonces, ¿por qué estamos hablando de ello? —pre guntó Peter, lleno de dudas. —Porque ciertas personas han venido a pedirme consejo técnico. Y tengo que advertirte de que en el curso de esa con versación mencioné tu nombre. —¿Mi nombre? —preguntó Peter, sin poder creérselo. Truscott asintió. —Les hablé de tus antepasados suizos, de tu dominio del idioma alemán, de tus conocimientos sobre ferrocarriles, para caidismo, piloto aficionado y esquí… Y se mostraron muy inte resados. Peter extendió ambas manos. —Pero ¿por qué? —Eso te lo tendrán que decir ellos. Se pondrán en contacto contigo pronto. He venido a avisarte antes de que lo hagan para que estés prevenido… y preparado.
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Las peligrosas huéspedes de Claudia Kellner eran Lotti Bergs
tein y Anna, su hija de seis años. Claudia supuso que, durante el tiempo que llevaban escondidas para escapar de las redadas de la Gestapo, la mujer había pasado muchas veces sin comer para que su hija tuviera algo que llevarse a la boca. Se le veía la piel llena de manchas, el cabello lacio y los hombros hundidos en un permanente gesto de sumisión. La niña iba también muy encogida, se negaba a soltar la mano de su madre y metía la cabeza todo lo que podía en un abrigo sin botones. En las distancias cortas se percibía clara mente su mal olor, provocado por el tiempo que llevaban vi viendo en la naturaleza. Claudia las acompañó al baño para que se lavaran un poco, les dio un diminuto botiquín que contenía cremas y vendas y después fue a buscar alguna prenda de ropa que pudiera darles: un jersey, un abrigo mejor, ropa interior limpia. Su anterior alojamiento había sido una caja de cartón ubicada bajo unos árboles en un parque. ¿Y antes de eso? No se lo preguntó. Cenaron alubias, gachas de avena y panecillos, lo mejor que Claudia consiguió encontrar entre los suministros que guar daba en la fresquera con el estante de porcelana. Su vivienda consistía en una sola estancia amplia, con forma de L, con una cocina minúscula y un baño. No andaba sobrada de nada, pero con un par de mantas hizo una cama improvisada. Miró pensativa a la madre y a la hija. Lo más aconsejable era no tener mucha información, cuanto menos supiera me jor, pero Claudia no podía adoptar una actitud distante; su
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tendencia natural era sentir compasión. Tras hacerles unas cuantas preguntas con mucho tacto había conseguido averi guar que se habían llevado al marido de Lotti en una redada nocturna, pero él lo había intuido con antelación y su mujer y su hija estaban preparadas; se escondieron en un armario grande, tras un panel falso. Y llevaban huyendo desde en tonces. A Claudia le daba mucha pena ver las malas condiciones en las que estaban tanto la madre (manchas, llagas, los ojos hun didos, la postura encorvada) como la niña. A pesar de todos sus esfuerzos por conectar con ella, la pequeña estaba encerrada en un caparazón de miedo y no quería comunicarse. Claudia se sintió culpable. Pensó que debería dejar de compadecerse y sentirse agradecida por esos lujos relativos de los que disfru taba en su vida: tenía ropa limpia, comida en condiciones, una bañera, un aseo y un trabajo. Estaba por encima de la media general; era una persona «normal». Se dijo que tenía que po ner en práctica lo que enseñaba en clase: ayudar y apoyar a los menos afortunados que nosotros. Era una lección que no se impartía en ninguna otra clase en su escuela. Pero su compasión tuvo un precio. Claudia pasó una mala noche, retorciéndose y revolviéndose por la preocupación. Na die estaba a salvo de los informadores. El riesgo era enorme. La gente espiaba a sus vecinos, a sus colegas, e incluso los niños denunciaban a sus padres. Al menor atisbo de algo inusual, la correveidile del barrio se enteraba. Frau Netz vivía al final de la calle. Era la única de todos los que vivían en esos apartamen tos que tenía teléfono y todo el mundo sabía por qué. Como to dos los jefes de bloque, tenía oficialmente derecho a entrar en cualquier casa utilizando la excusa de que debía registrarla en busca de objetos inflamables, por si se producía un bom bardeo. La vieja urraca había hecho valer esa excusa para in vadir el apartamento de Claudia varias semanas atrás y estuvo fingiendo que repasaba la lista de objetos prohibidos mientras abría todos los armarios y metía la nariz en todas partes. Si volvía a aparecer por allí en ese momento, sería catas trófico.
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El sueño la estuvo eludiendo toda la noche. Claudia sudaba, preocupada, todo el tiempo con un nudo en el estómago. ¿Y si alguien veía a sus huéspedes por la ventana? La respiración trabajosa e irregular que le llegaba desde el otro extremo de la habitación era otra señal de la mala salud de la mujer. Necesi taba un médico, pero eso era imposible. Sabía que los «subma rinos» sufrían mucho por la inanición, por verse obligados a llevar una existencia más propia de los animales salvajes y por el miedo constante a ser descubiertos. Pero ninguno había apa recido muerto. Ningún propietario quería explicar por qué ha bía un cadáver en su sótano. Las implicaciones de todo aquello eran tan tremendas que Claudia no podía dejar de dar vueltas en la cama. Cuando se dio cuenta de que no iba ni siquiera a poder dormitar un poco, se levantó y recorrió el apartamento descalza: fue al baño, a la cocina y a la ventana. De repente le pareció que su apartamento era una prisión, una trampa, que ya no era el sitio donde encontraba refugio tras sus complica dos días en la escuela. Pensó otra vez en las arengas de Drexler en la sala de profesores. Ya era bastante malo tener que afiliar se al partido para poder mantener su puesto de profesora y es tar obligada a ir a la oficina de la Casa Marrón, sede del partido nazi, en Brienner Strasse a pagar la cuota. Cuando volvía de allí por el camino que trascurría junto a la espesura, fue cuan do vio aquellas caras infantiles entre los arbustos. Buscó por la casa algo para calmar los nervios, pero solo encontró leche. En algún momento, bien entrada la madrugada, tomó una decisión. Lo único que podía hacer era actuar de forma nor mal e ir a dar sus clases, tras advertir a madre e hija que no hicieran ruido y no se acercaran a las ventanas. Tenía que es tablecer un patrón. Claudia había insistido en que solo podían quedarse una noche, pero le resultó imposible echarlas, aunque el riesgo aumentaba con cada hora que pasaba. En la escuela fue muy difícil comportarse con normalidad, sin mostrar ni el más leve atisbo de ansiedad, y aguantar la tensa relación con sus com pañeros sabiendo que Lotti y su hija estaban escondidas en su casa. Claudia puso una excusa para no ir al comedor. No podía
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comer. Era muy consciente de que el menor desliz en su casa podría lanzar a la acción a Frau Netz. Pensó en la jefa de bloque con amargura. Una persona ebria del poder que le habían otor gado para que lo ejerciera sobre personas que, en otras circuns tancias, habrían pasado junto a ella sin saludarla. ¿Estaba esa sociedad enfermando por culpa de gente como Drexler, Netz, el débil director de la escuela y sus colegas dóciles e intolerantes? El segundo día en la escuela fue una prolongación de la agonía. Pero ¿cómo podía echar a esas dos mujeres desespe radas? Claudia se dio cuenta de que no conseguía mantener la concentración en clase. En la puerta de la escuela vio que Frau Schmidt la miraba, intentando llamar su atención, pero no hubo oportunidad de acercarse y mantener una conversa ción discreta. Porque las dos eran conscientes de que tenían que tener cuidado de lo que decían cuando estaban en grupo. La ansiedad la estaba limitando. Tendría que hablar con Lotti esa noche. Ellas tendrían que irse después de anochecer. Pero no tenía ni idea de cómo iba a soportar una despedida tan cargada de desesperación. Les daría ropa, comida y un poco de dinero, eso seguro, pero ¿a quién podía enviárselas? No tenía amigos en la ciudad. Sin embargo, al llegar la noche le faltó fuerza de voluntad y no consiguió pronunciar las palabras. Ocurrió a la tercera mañana. A las cinco, sus huéspedes seguían durmiendo mientras Claudia se vestía y se preparaba su preciado café. Entonces al guien llamó a la puerta. Claudia se quedó con la cuchara sus pendida en el aire. Nadie pasaba por allí a esa hora. Tragó saliva, fue de puntillas hasta la ventana y apartó un poco la cortina. ¿Frau Netz? No, peor. Un policía. Un agente vestido con el uniforme verde y el chacó de tipo napoleónico. Claudia soltó la cortina, se dejó caer al suelo y cerró los ojos. Estaba hundida. Que las hubieran descubierto tan pronto era un desastre para las tres.
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ϒ Momentáneamente paralizada, se quedó en el suelo sin responder a la llamada del policía. ¿Y si fingía que no estaba? ¿O se escondía? ¿Y si no contes taba, con la esperanza de que se fuera? Claudia miró detrás de ella y vio la expresión petrificada de Lotti Bergstein y a su hija asomando un poco por debajo de la manta que le hacía de cama y decidió que huir no era viable. ¿Hasta dónde podrían llegar? Seguro que había más policías en la puerta de atrás. Tragó saliva, le hizo un gesto a Lotti para que se ocultara de la vista y después, reticente, apoyó una mano en el picaporte, todavía dudando y temblando. ¿Era ese el momento en que acababa todo? Otro golpe en la puerta. Se dio cuenta de que no sonaba fuerte. Ni violento. Era casi como si fuera el cartero o la per sona que venía a leer los contadores. No era un golpe decidido, que demandaba que abriera inmediatamente o echaría la puer ta abajo. Claudia inspiró hondo. Sabía que no había que demostrar miedo delante de la policía. Ya había tenido que aguantar el tipo antes, en Praga; ¿quién podría olvidar aquellas escenas traumáticas en la estación Wilson, justo antes de la guerra, cuando tenía que enviar a todos esos niños fuera del país? Pero tratar con agentes de la Gestapo estando en misión oficial era algo bastante diferente a intentar librarse por dar refugio a una fugitiva. Y no solo una, sino dos. Empezó a construir una mentira en su mente: «No es judía, es una prima que ha ve nido del campo». Pero ¿cómo se iba a creer nadie esa historia tratándose de una mujer sin papeles y que tenía una apariencia tan desastrosa? Volvió a echar un vistazo afuera. El uniforme del policía estaba inmaculado, con la raya del pantalón perfecta, pero su expresión no parecía agresiva. No tenía los labios apretados, externamente no se le veía ninguna señal de hostilidad y no tenía el ceño fruncido ni tampoco una expresión despectiva. Claudia seguía teniendo la mano en el picaporte. No abrir su
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ponía solo posponer lo inevitable, o algo peor, pero abrir... era como tirarse desde un acantilado. Su mente le decía que tenía que abrir, pero sus dedos se negaban a obedecer. En su cabeza se colaron imágenes de su madre y de la promesa que le hizo de no poner a su familia en peligro. En ese momento echó de menos el ambiente reconfortante y la seguridad de su hogar. De repente encontró en su interior una inesperada resolu ción. Tenía que hacer eso por ella. Inspiró hondo, contuvo la respiración y abrió la puerta. Examinó a la persona que estaba en el umbral. La primera impresión que le dio fue que estaba solo, lo que le sorprendió. Y lo siguiente en que se fijó fue que no tenía nada en la mano: ni una porra, ni esposas, ni una hoja de papel. —¿Fraulein Kellner? —Su voz sonaba amable, incluso educada. —Sí. —¿Claudia Kellner? —Sí, soy yo. —¿Sacaría ahora el trozo de papel, la orden de arresto? Y le diría que lo acompañara a… —Tengo un mensaje para usted —fue lo que dijo. —¿Un mensaje? —La incredulidad tuvo que notarse en su voz. Y lo que pasó después aumentó aún más su confusión. El hombre sonrió. —Sí, un mensaje —repitió—. ¿Le importaría pasar por los almacenes del ferrocarril esta mañana, antes de ir a trabajar? —¿Los almacenes? —Los talleres del ferrocarril, seguro que los conoce. Vaya al almacén de componentes, al norte de las vías. En el otro ex tremo, cruzando el túnel. Pregunte por Schmidt. Quiere hablar con usted. Su sorpresa debió de seguir siendo evidente. Tal vez tenía incluso la boca abierta, o eso pensaría ella después. Dicho esto, el agente se dio la vuelta, aún con la sonrisa en la cara, y se fue. Cuando llegó a la calle, añadió: —Eso es todo. Mientras lo veía alejarse hacia Karlsplatz y la gran comi saría de Ettstrasse (todavía solo), tuvo la impresión de que sus
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ojos le habían enviado además un mensaje tácito. ¿Se lo habría imaginado o lo había interpretado bien? Porque lo que había visto en sus ojos era: «No tenga miedo, todo está bien».
Cuando el policía con el chacó se fue, Claudia se dejó caer en el sofá, resopló e intentó calmar los latidos de su corazón. «Eso es todo», había dicho mientras se alejaba en dirección al centro de la ciudad. ¿Lo había interpretado bien? ¿Lo de que no debía tener miedo? Lotti Bergstein la miró, pero no se atrevió a preguntar. Sus manos temblorosas lo dijeron todo por ella: se esperaba lo peor. —No lo entiendo —dijo Claudia—. Me ha dicho que vaya a un sitio, pero no sé por qué ni para qué. ¿Había leído de más en la expresión del hombre? No era habitual que la policía fuera por ahí entregando mensajes. Podías esperar de ellos preguntas, citaciones o incluso algún arresto, pero no que te dieran mensajes. ¿Sería una trampa? ¿Para hacerla salir y que pudieran arrestarla en la calle? ¿Pero por qué molestarse? Normalmente no se lo pensaban dos veces a la hora de arrestar a nadie. —La verdad es que no lo entiendo —volvió a decir. Lotti y su hija se enroscaron en posición fetal en un rin cón de la habitación, dos fugitivas llenas de miedo, esperando otro golpe en la puerta. Eso era lo más cerca que Claudia había estado del desastre. Durante sus actividades en Praga, cuando ayudaba a subir a los niños judíos a los Kindertransports para su evacuación a Inglaterra, ni una sola vez había temido que la arrestara la Gestapo. Su papel allí había recibido la aprobación oficial; la había recibido con reticencias, pero tenía permiso para ayudar con las evacuaciones. Entonces la policía secreta le parecía algo banal. ¿Secreta? Menuda broma, si todo el mundo sabía quiénes eran. Unos cuantos eran simples matones y otros unos sinvergüenzas que aprovechaban su papel para ocultarse de las autoridades. Y ninguno destacaba por su intelecto; solo el comisario tenía una mente con la que había que tener cui dado. Pero el contacto que acababa de tener con las fuerzas de
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la ley había sido muy diferente. ¿Ese policía uniformado que había estado en su puerta representaba un peligro? ¿Había in formado alguien de sus submarinos? Volvió a reflexionar sobre qué hacer. ¿Ignorar el mensaje? ¿Huir? ¿Desaparecer como otra persona ilegal? Pero la sonri sa amable del policía le daba confianza. Consideraba que tenía buen ojo para catalogar a las personas y lo que había visto en él era que quería trasmitirle seguridad sin decirlo explícitamente. Tras un par de minutos, decidió confiar en su intuición. —Quedaos aquí y que no os vea nadie. Voy a enterarme de qué va todo esto —les dijo a Lotti y a su hija mientras se ataba un pañuelo en la cabeza. Sabía que en la calle debía ser anónima, pasar desapercibida. Necesitaba ocultar su melena oscura, que muchas veces atraía miradas de admiración. Cuando era ado lescente le encantaba el cine y era admiradora de Lilian Harvey, una estrella anglogermana que triunfaba en Hollywood y en Alemania, y muchos decían que se parecía a ella. Miró alrede dor, buscando, y su mirada se detuvo en el abrigo marrón de Lotti, el que no tenía botones. Lo cogió y contuvo la respiración, luchando contra el asco que le daba el olor de la prenda. —¿Me lo prestas media hora? —preguntó, señalándolo. Después, tras comprobar que no había nadie merodeando por la calle, se dirigió a los almacenes del ferrocarril. Estaban solo a unos cientos de metros del apartamento y tenía que pa sar cerca de un alto muro de ladrillo rojo antes de llegar a la entrada. Cientos de personas trabajaban en los almacenes y los talleres para el mantenimiento de las locomotoras, los vago nes y todo el material móvil así que, cuando cruzó las grandes puertas de hierro negro y después el patio adoquinado lleno de marcas y manchas de aceite, en el que había un carro sin ruedas, una pila de traviesas rotas y un camión, junto al que había tres hombres enfrascados en una conversación, ella es peró poder pasar por una simple trabajadora que iba con prisa. Estuvo a punto de tropezar con un adoquín que sobresalía y uno de los tres hombres se giró y la miró. Durante un momen to temió oír un silbido que atrajera una atención no deseada, pero el soso pañuelo y el abrigo marrón al parecer resultaban
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una combinación eficaz y la convertían en otro elemento poco interesante del paisaje humano. El hombre apartó la mirada y volvió a su conversación. Pasó bajo el arco coronado por las letras esculpidas DR, Deutsche Reichbahn, y se dirigió al largo túnel que había bajo las vías y que llevaba al almacén de componentes. Diez vías llegaban a la Hauptbahnhof, la principal terminal de pasaje ros de la ciudad, y para ella era un misterio por qué razón el Reichbahn guardaba todos los repuestos al otro lado de las vías. Entró en el túnel, alicatado con azulejos verdes, y de re pente se sintió vulnerable y se preguntó qué explicación podría dar si alguien le hacía alguna pregunta. Pero ese problema se esfumó rápidamente. Las vigas de acero del techo estaban justo bajo el nivel de las vías. El ruido atronador de las ruedas cuan do los trenes pasaban por encima provocaba un estruendo que reverberaba por todo el pasaje. Nadie podía hablar ni oír nada en medio de ese traqueteo ensordecedor. Cerca del extremo norte del túnel había varias puertas, pero no estaban marcadas de ninguna forma. Al final subió por una rampa, se fijó en el aire general de deterioro e identificó el bosquecillo de arbustos y jóvenes sauces que todo el mun do conocía como El laberinto. Solo uno de los edificios parecía estar en uso. Se acercó, abrió la puerta y encontró la segunda sorpresa del día. —¡Erika! ¡Eres tú! Tras un mostrador, vestida con un blusón beis desvaído, es taba la madre con la que había hablado en la puerta del colegio. —Ven aquí detrás —dijo Erika Schmidt, señalándole que pasara tras el mostrador. Claudia se cubrió la boca con la mano. —No te había relacionado a ti con esto. Erika le señaló un rincón donde solo había sitio para dos taburetes y una mesa pequeña. —Suele pasar cuando tu apellido es el más común de la zona. Se sentaron una frente a otra. Claudia se estaba recupe rando de la sorpresa, el shock y el miedo, y sintió un poco de resentimiento.
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—¿De qué va esto? Ese policía… —Negó con la cabeza—. Creí que… —Lo sé. Perdona por hacerte pasar un mal rato, pero es el mejor mensajero que tengo. Claudia sacudió la cabeza. —¿Un policía, mensajero? ¿Tuyo? ¿Cómo puede ser? —Es uno de nosotros. —¿Nosotros? —Uno de nosotros, y no uno de ellos. Las dos mujeres, que habían mantenido una conversación muy tranquila en la puerta de la escuela, ahora se miraban inquisitivamente, en silencio. En la cabeza de Claudia sona ban alarmas. Aquella parecía una conversación peligrosa. Y ese lugar igualmente peligroso. Claudia miró a la mujer y la vio diferente; intentó encontrar pistas en la expresión de Erika que explicaran el inesperado giro de relación. Después bajó la vista y la fijó en la mesa de metal del rincón de aquel extraño edifi cio. ¿Qué era ese lugar? ¿Un almacén de componentes? Parecía un cruce entre un almacén y un taller. Recordó la conversación con Erika en la puerta de la escuela; una exploración cautelosa de las preocupaciones de ambas: los niños, la escuela, las clases. Después una charla poco concreta sobre unas caras que había visto en El laberinto. Y una confirmación, indicaciones de una vida oculta en alguna parte de los alrededores. Insinuaciones, pero ninguna explicación. ¿Hacia dónde podía ir la conversa ción entonces? Erika rompió el largo silencio. —Sé lo que estás haciendo —dijo en voz baja. A Claudia se le heló la sangre en las venas, pero no dijo nada. —Es peligroso. Deberías tener más cuidado. —Otra pau sa—. Si te pillan, te enviarán lejos, no lo dudes. Claudia tenía una expresión de perplejidad, pero no tenía intención de admitir nada. —Sé lo de tu submarino —continuó Erika—. Y lo de la pe queña también. Has hecho algo muy valiente, pero una enor me estupidez, y deberías parar inmediatamente.
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—¿Cómo? ¿Cómo lo sabes? —Te vi en la calle. Vi cómo os conocisteis las dos o, mejor dicho, las tres. Y también vi cómo os ibais juntas a tu casa. Y entendí lo que estaba pasando. Y si yo lo vi, puede que algún otro lo viera también. Claudia se quedó callada un momento. —¿Y? —Hay algo que deberías saber. Erika sacó la cabeza por la entrada que daba al rincón para comprobar que nadie las estaba observando, ni podía oírlas. Después empezó con su explicación. Los niños que Claudia entrevió en los arbustos en el camino de vuelta a su casa no fueron una ilusión. Eran niños vagabundos. Y había muchos. Niños pequeños, como la que estaba disfrutando de la peli grosa hospitalidad de Claudia. Habían perdido a sus padres, que habían acabado en campos de concentración o simple mente habían tenido que dejarlos, y no tenían a nadie que cuidara de ellos. —Son un fastidio. Rebuscan en los contenedores, roban co mida, les dan la lata a los trabajadores del ferrocarril… Son un peligro. Si ciertas personas los encuentran, se acabó. —¿Y por qué me cuentas eso? —Nadie quiere arriesgarse para ayudarlos. Todos conoce mos los peligros. Pero ellos están cada vez más desesperados y se vuelven más temerarios. Antes o después habrá una ca tástrofe. Claudia no pudo evitarlo: un torrente de imágenes de su pasado se coló en su mente. Imágenes de los días anteriores a la guerra en Praga. De subir niños pequeños a un tren que iba a Inglaterra, de padres rotos de dolor, obligados a separarse de sus pequeños para salvarlos del horror que les esperaba si no se iban lejos. «Oh, no. Otra vez no. Otra vez no», pensó. Levantó la vista. —¿Y qué te hace pensar que yo quiero implicarme? ¿Por qué yo? Erika volvió a comprobar que nadie estaba escuchando y después dijo:
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—Te he visto. Te he observado con los pequeños en el patio. Eres una de las pocas maestras a las que de verdad les importan. La mayoría de los profesores no son más que un montón de idiotas integrales, pavoneándose por ahí con sus camisas par das y sus uniformes de soldaditos de juguete gritando: «Heil Hitler» y diciendo tonterías. Pero, a ti te importan. —¿Y qué es lo que me estás diciendo? —Ya lo sabes. Claudia efectivamente lo sabía. Estaba ocurriendo otra vez. Los niños estaban convirtiéndose en víctimas del sistema. Y ella se veía arrastrada una vez más a una misión de salvamento. —No puedes mantener a tus submarinos en casa, ¿lo sabes, verdad? —continuó Erika—. Pídele a la madre que se vaya, no podemos implicar a adultos en esto, y envía a la niña a la espe sura. Allí tendrá que sobrevivir lo mejor que pueda. —Es horrible, inhumano. No puedo echar a Lotti a los lobos. —Mira, Claudia, para sobrevivir hay que endurecerse. Tu debilidad va a hacer que te maten. No podemos montar un campo de refugiados para adultos. ¿Cuánto crees que sobrevi viríamos? —Lo ha pasado muy mal. Ha estado en condiciones horribles. —Es lo mejor que puedes hacer por su hija. Ella lo com prenderá. Y hay algo todavía más práctico que puedes hacer. —¿El qué? —Juntos nosotros podemos ayudar —dijo Erika—. No po demos dar apoyo a los adultos, pero podemos centrarnos en los niños. Yo lo he estado haciendo por mi cuenta durante las últi mas semanas. Los he metido en El laberinto para mantenerlos fuera de la vista, pero no es suficiente. Necesitan cuidados de verdad antes de que se conviertan en un problema y un peligro para ellos mismos y para nosotros. Se mueren de hambre y no están en buenas condiciones de salud. Claudia se lo podía imaginar. Ya había visto el estado en el que estaban sus dos submarinos. —He decidido que no puedo hacerlo todo sola —prosiguió Erika—. Necesito ayuda. Alguien que me apoye para cuidar de ellos adecuadamente.
l os hué r fa n o s d el f ü h r er
Miró a Claudia de una forma inequívoca. Lo sabían. Las dos. Claudia reconoció el momento: era hora de tomar una decisión. Y no podía negarse. Era su compromiso con la humanidad, con la compasión. Ser una especie de tía de incógnito para esos niños abandonados de El laberinto. Ocultos, subterráneos, por debajo de la vigilancia de las autoridades. No dijo nada, se tomó un momento, inspiró hondo y se sin tió al borde del acantilado. Los riesgos eran enormes. Era una estupidez. Una locura. Entonces miró a Erika a los ojos. —¿Se puede confiar de verdad en ese policía? —preguntó.
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Título original en inglés: The Fuhrer’s Orphans © 2020, David Laws Publicado en acuerdo con Rights People, Londres. Primera edición en este formato: junio de 2022 © de la traducción: 2022, Puerto Barruetabeña © de esta edición: 2022, Roca Editorial de Libros, S. L. Av. Marquès de l’Argentera 17, pral. 08003 Barcelona actualidad@rocaeditorial.com www.rocalibros.com ISBN: 9788418870903 Todos los derechos reservados. Esta publicación no puede ser reproducida, ni en todo ni en parte, ni registrada en o transmitida por, un sistema de recuperación de información, en ninguna forma ni por ningún medio, sea mecánico, fotoquímico, electrónico, magnético, electroóptico, por fotocopia, o cualquier otro, sin el permiso previo por escrito de la editorial.