Soñé que degollaba al gato

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Cecilia abrió el cajón del mueble de la cocina, sacó un cuchillo de mango de madera y lo hundió en las tripas del gato. Estaba entusiasmada con la idea de hacer filet de gato. Eso había soñado la noche anterior y lo repulsivo le pareció un entretenimiento. Estaba cansada de ese gato, de ese maullido insistente, parecido al de un bebé, en plena etapa en que el chupete ya no logra taparle los gritos. En ese momento en que los pedejos lloran y no paran de llorar ¿qué hace la gente que no puede calmarlos? ¿se enloquece más que ellos y empieza a gritar? ¿o disimulan que hace tiempo han dejado de ser animales de establo y ya no se permiten ni sus mujidos? ¿o buscan ser mamíferos domesticados: sacan la teta y se la enchuyan para que el borrego deje de balbucear, gritar, gemir, babear? No podía hacer eso con el pendejo malnacido, entonces ese puto gato de escaso pelo, siempre lleno de mugrosa caspa, fue la escusa para sacarse la asquerosa bronca de la vida, la mierda que tenía adentro y que no la dejaba dormir. Quizás por eso venía soñando a mitad de mañana, cuando el sueño apenas se hacía profundo, y habiendo pasado casi toda la noche a las vueltas, con el pendejo en la cama, retorsiendo las sábanas de tanto dar vueltas, que degollaba el gato, que lo rebentaba en el piso, y que después de enterrarle el cuchillo en la panza, un movimiento de costado y hacia afuera le permitía arrancarle las tripas, como quien limpia un pejerrey que después se comerá frito. Una cosa es decirlo y otra hacerlo. Cecilia no dudó ni un segundo. El problema fue que el gato de mierda, flaco y emfermo, tenía el cuero más duro que cualquier rata de barrio. Entonces no alcanzó con el primer puntazo en la panza, el animal pegó un alarido y automáticamente mando un zarpazo que le abrió el dedo índice; le chorreaba la sangre, la de ella y la del gato que estaba muy vivo pero salpicaba el jodido, todo el piso. La loca imaginaba que iba a ser como una cirugía, poca sangre, un buen golpe seco, un segundo entre que se mordiría el labio para sacar fuerzas de adentro, el pestaneo por si saltaba algo, y mucha fuerza, si, si, desde su abdómen, tenía que ser con fuerza para sacar bronca de adentro. Tuvo que darle cuchillazos hasta en la cabeza, le sacó un ojo, le rebento la nariz, y lo pico, lo pico, lo pico, no se cuántas veces, hasta que el malnacido dejó de llorar, dejó de sacudir las patas con cada puntazo del cuchillo. Y dejó de tener esos pensamientos malconjugados, que le retumbaban y le rejodían la noche. Y pudo tener la mente en blanco, o en negro para poder dormir. Y sus tetas se llenaron de leche pero sólo al principio, hasta que dejaron de hacerlo. Y pudo meterse en la ducha, tranquila, y cortarse las muñecas con una gilette afilada, no como el cuchillo de mierda y con un cuero más blando que el del gato que aún chilla en la puerta del baño.


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