Nombre del personaje: Svetoslav S. Nacionalidad: no definida (Rumano, Húngaro, Checo) Fragmentos de vida
A cierta hora del día, comienza a escuchar por detrás, casi como un susurro, un galope constante: cascos enfurecidos que chocan contra la nieve y el río congelado. Es en esos instantes en que vuelve a ver los rostros, por unos segundos al día recuerda todos los crímenes a sangre fría que cometió. Movido como un péndulo, constante e inalterable, recuerda a cada uno de ellos y sus últimos gestos antes de morir, esas miradas opacas en común, miradas de miedo y desesperanza. Antes de la la guerra, su vida era buena. De niño tenía una gata pintada que se llamaba Bela con la que hacía pequeños experimentos: cazaba lagartijas de rayas con cola roja y las ponía a las dos juntas en la bañera. Las pequeñas patas de la lagartija siempre se resbalaban por la superficie traidora de la tina y Bela, ágil y sigilosa, esperaba a que la lamentosa víctima se cansara para atacar. Más adelante se daría cuenta de que sus estrategias militares estaban influenciadas por su gata pintada. Todos los domingos, antes de que se enfermara su abuelo, iba a la iglesia con él y su madre. Aparentaba ser un niño tranquilo y creyente: se hincaba frente al altar y se persignaba cada vez que pasaba delante de una iglesia. Las señoras que se agrupaban en la puerta, admiraban eso. Le encantaba que estas señoras, tan guapas y rebosantes, estrujaran con ternura sus mejillas rosadas de niño y acercaran sus enormes senos suaves y calientes a su cara, senos olorosos a agua de jazmín y generadores de erecciones preadolescentes. Luego cumpliría 14 años y todo cambiaría, las hormonas se dispararían y las tetas prematuras de las niñas se podrían ver a través de las blusas semitransparentes. Fue en esa época de malicia y erotismo que su madre le regaló los primeros pinceles y pinturas para alejarlo un poco de los niños pecaminosos del mal. Comenzó copiando imágenes de revistas y siempre figuras humanas, pero sus dibujos siempre se veían como si hubieran sufrido una malformación producto de una bacteria en la carne de cerdo que daba el Gobierno en épocas de austeridad, por eso ahora solo come pollo y pescado. Julio siempre fue el peor mes de su vida: en 1923 murió su abuelo, en 1929 tuvo un primer encuentro sexual frustrado que le costaría varios años más de virginidad, al final del año 32 sus padres se mudaron y dejaron todo lo que conocían atrás, en 1941 llegó la guerra y lo enlistaron... Y después de esto, julio siempre siguió siendo malo. Siempre se dice: viene el mes del encierro. La poderosa superstición gana todas las veces y se dio cuenta de que si no sale en esas fechas le va mejor, es menos visible para su mala suerte. Su madre tiró muchas de sus pertenencias cuando estuvo al borde de la muerte por tuberculosis, predispuesta al estado mortal de su padecimiento. Entre las cosas, estaban las fotografías de su
viaje al Medio Oriente, el único que hizo en toda su vida. Pero luego, sin imágenes y con el trauma de la guerra, casi podría creer que realmente nunca conoció esos paisajes secos y exóticos, tierras áridas donde se hablan lenguas extrañas y oscuras. Era como si todo fuera un invento de su imaginación. A veces, antes de dormir, escuchaba carcajadas de una niña que se diluían en un poderoso sonido de mar, oscuro y resentido. Si el polvo hablara, sonaría así. Le gusta creer que es un recuerdo de allá, de su viaje olvidado. Su madre, antes de morir, intentaba recordarle las fotografías que botó. Él, para no hacerla sentir mal, asentía emocionado y mentía diciendo que si cerraba sus ojos y se esforzaba, casi podía ver los espacios...vacíos. Aún consigue ir a la iglesia, pero va solo. Asiste, sin excepción, todos los días de la semana menos el domingo, esos días sufre una nostalgia incontrolable. Así que prefiere quedarse en la casa y prepararse un guiso de vegetales que come con pan añejo y en la tarde retomar la misma pintura, a la que le hace retoques por encima una y otra vez, sin acabarla ni mejorarla. Estuvo enamorado antes de ir a la guerra. Tenía veinticinco años y la vida le sabía más dulce. Tenía una prometida hermosísima que siempre le pedía que le hiciera un retrato, pero él nunca lo hizo, por miedo a repetir una imagen tan bella, tan pura. Al final, su familia huyó o murió o se salvó, nunca lo supo. Ella podría estar en este instante casada con un tipo grande y gordo que siempre, cada año, le regala zapatillas para el cumpleaños y chocolates para navidad, alguien que le da estabilidad y seguridad. Él nunca le pudo regalar nada: ni zapatillas, ni chocolates, ni el retrato, ni su promesa de volver. Fue maestro (no le gusta la palabra profesor) de historia, pero todo cambió una tarde trágica de otoño en la que la señorita Izidóra, profesora de artes, decidió suicidarse. Ella estaba sentada en la terraza tomando un té negro con dos terrones de azúcar y la luz del atardecer le daba en el anillo de matrimonio, creando una estrella de luz insoportable. La vecina la encontró muerta en la tina del baño, rodeada de velas aromáticas apagadas y sin usar, animales de porcelana ingleses y objetos extravagantes de mal gusto. En la escuela estaban muy afectados, incapaces de suplir a la señorita Izidóra. Pero él, insensible a su muerte y a cualquier muerte en realidad, tomó en seguida el puesto. El director de la escuela todavía lo recuerda como el hombre que tomó las riendas y asumió la responsabilidad en un momento tan difícil para la escuela. Ahora la escuela es un edificio gris, frío y sin vida, con divisiones como de establo, donde debe de haber en una vieja pared del sótano, una plaquita con su nombre, reconocimiento al profesor ilustre de 1967. Cuando murió mi madre ya había pasado la guerra. No fue igual al morir mi abuelo, cuando yo todavía era un niño precoz y pícaro que disfrutaba viendo a mis primas por la rendija de la puerta, desnudarse, tocarse los senos... En esa época, dolió su ausencia.Poco entendía sobre la muerte, pero sí que nunca más iba a volver a ver al gigante de mi abuelo, que siempre sería un toro invencible. Mi madre murió vieja, débil y flaca: como una rama seca. Fue distinto, no sufrí, no lloré. Tantas ramas secas y viejas que tuvo que matar, gente inservible, impura. Fueron el objetivo más sencillo, se quebraban a la mitad con facilidad. Pero los toros eran más difíciles de cazar, con ellos
pudo aplicar sus conocimientos de carnicero, incrustaba su cuchillo directo a la madera. Un reto de verdad, eso le gustaba. Los niños y las mujeres eran para inútiles y maricas, soldados miedosos e inexpertos que necesitaban sacarse el miedo de sus entrañas, así le enseñó su abuelo. No volvió a amar, fue promiscuo y estuvo con muchas mujeres. A una de ellas la conoció con un vestido de lana rayado, como su gata. Le gustaba pasar su mano sobre la tela peluda y suave hasta llegar a sus pechos, no necesitaba ni besarla. Por muchos años tuvo un puesto de confianza en la biblioteca de la Iglesia. Nadie visitaba la biblioteca pública de la Iglesia y era mejor así. Solía guardar una caja de chocolates suizos que contrabandeaba en un compartimiento secreto de la estantería G-57. Luego todo se quemó: los libros, las traducciones, los registros, los nombres de los desaparecidos, los delitos. Los incendios siempre fueron recurrentes en su vida, casi todos en el mes de julio. En seis años millones murieron y él fue orgullosamente responsable de una gran parte de ese número. Su tropa caminó bajo la insignia de la Totenkopf. La fama solo duró una tarde ceremonial en la que todos recibieron una medalla dorada. Toda su vida, trabajó, luchó y asesinó para que lo recordaran como el toro invencible y venenoso, nieto de su abuelo, pero nunca nadie lo amó como él a su abuelo. Murió eventualmente, solo, como el viejo pintor olvidado, como el maestro ilustre del 67, como el niño astuto de las mejillas rosadas, el dueño de la maldita gata que mataba a las gallinas del barrio, el viajero que se enamoró de una puta con una simple mirada, el loco que en sus últimos días solo repetía números, el asesino de los portadores de secretos en los campos de concentración.