Especial Relatos contra los Malos Tratos

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ESPECIAL RELATOS CONTRA LOS MALOS TRATOS RománTica’S



Nota de RománTica’S El pasado día 25 de Noviembre se conmemoró como cada año el día contra los Malos Tratos. En RománTica’S hemos querido sumarnos a esta lucha contra una de las mayores lacras sociales y varias/os autoras/es muy conocidas/os por nuestro medio se han sumado a ello aportando unos relatos que, estamos seguras, os llegarán al corazón. Autores que colaboran en este especial Alfredo Gómez (Autor y colaborador de RománTica’S) Arlette Geneve (Flamante VI Premio Terciopelo) Blanca Miosi (Autora de «El legado») Claudia Velasco (Autora de «El medallón de los Lancaster») Laura López Alfranca (Autora inédita y colaboradora de RománTica’S) Lena Valenti (Autora líder en ventas con su serie «Vanir») Maribel Romero (Autora de «Charli y los cinco peligros») Marina Capilla (Autora de «Cuando amanezca la luna». Próximamente en Zafiro Ebooks) Mónica Peñalver (Autora de «El mirlo blanco») Y epílogo de Regina Román (Autora de «Un féretro en el tocador de señoras) Desde estas humildes páginas todas/os nosotras/os también nos unimos al grito de

¡No a los malos tratos!



El yoy贸 de Sof铆a 漏Alfredo G贸mez



A Sofía la han vuelto a castigar. Al menos, eso entiende ella, porque cuando eres niño, si un mayor va y te dice con malas pulgas que te metas en tu habitación, tú coges y lo haces sin rechistar por lo que pueda venir después, y eso, es un castigo. Sofía, así lo entiende. Lo que no termina de comprender es por qué su madre muchas veces la manda a su dormitorio sin haber hecho nada. Se pregunta si en el colegio no la explican bien las lecciones o si ella no es capaz de asimilarlas correctamente. Con nueve años ya debería saber distinguir entre una cosa bien hecha y otra que no lo es. A Sofía estas situaciones la superan. No sabe si odiar a su madre o pensar que de verdad es ella la culpable de todos los males del mundo. No lo tiene claro. Cuando en el colegio la castigan intuye que es porque no ha hecho los deberes o porque cuchichea con su amiga Reme sobre temas que poco tienen que ver con las clases, y entonces la cambian de pupitre. Eso sí lo tiene claro. Lo que no es tan evidente es lo que ocurre en casa en muchas ocasiones, más de las que ella desearía. Seguro que el día en el que la profesora Julia explicó ese tema en clase, Sofía estaba despistada pensando en sus cosas, abstraída del mundo de los libros, las letras en el encerado y hasta de los chicos. En la habitación de Sofía duerme Joel en la cuna de barrotes blancos que el tío Federico le ha hecho con sus propias manos. El tío Federico sabe mucho de carpintería. Sofía se relaja mirando a su hermanito y dejando que su índice sea atrapado por su diminuta mano. En la mueca de sus labios asoma la ligereza del alivio. Le agrada soñar a su lado con volver algún día a ser tan pequeña como él y así no sufrir por nada. A Sofía no le gusta sentirse mal. Si pudiera, no crecería nunca y dejaría a Joel que la agarrara con su manita y la llevara con Peter Pan y Campanilla al País de Nunca Jamás. A pesar de todo, también se llevaría a su madre para que les contara cuentos cada noche. Al fin y al cabo, ella no tiene la culpa de nada. Eso Sofía, lo tiene claro. Escucha un grito, el primero de muchos que vendrán. Está lleno de heridas. Sale de la voz trémula e histérica de su madre. Sofía piensa que es por su culpa, siempre lo piensa. Escucha el segundo, cortante, afilado, amenazador. Es de su padre. A Sofía le aterroriza escucharlo. Recuerda los paseos que daba con él al colegio, temprano, con el alba aún asomando. Las tardes que le subía a caballito sobre sus hombros después de recoger berberechos en la playa. Las noches de verano en el balcón. Todo eso lo recuerda, pero le da miedo, y eso, a Sofía, se le ve en los ojos. Abre el primer cajón de la mesita, donde guarda sus mejores tesoros. Coge su yoyó, el de Campanilla, su hada de la suerte, como a ella le gusta pensar. Es su juguete preferido. Lo mira fijamente y le susurra sin palabras que, por favor, jamás pueda él, su padre, entrar en el país de los niños; le recuerda al malvado Capitán Garfio. Enrolla el cordón alrededor del disco de plástico. Ha llegado la hora de dejar de jugar a ser mayor. A Sofía la tranquiliza dar vida a aquel yoyó, lanzarlo de abajo a arriba y vuelta a empezar; es el punto de apoyo que la rescata del mundo extraño donde vive. Deja de pensar, igual que Joel, que duerme relajado, ajeno a los problemas del mundo, esos que tantos quebraderos de cabeza le producen a su hermana. Al yoyó de Sofía se le ha hecho un nudo en la cuerda. A veces pasa con tanto sube y baja. No importa, al menos a Sofía no. Lo deshace con la delicadeza y la destreza de un restaurador de obras de arte, vuelve a enroscar el cordel, se lo anuda al dedo índice y vuelta a


empezar. En ocasiones se pregunta qué pasará el día en el que la cuerda se rompa. Todo lo desconocido asusta, y a Sofía más aún si cabe. El miedo se alimenta en su interior, sitia su cuerpo de una forma caótica e involuntaria con sólo pensarlo. Ya no podría volver a jugar a ser niña si eso sucediese, y eso la atormenta. Agarra con fuerza el juguete, no lo deja caer por el cordón ante el inminente peligro. Los gritos vuelven a abofetearla por dentro. Ahora también los golpes. Un «hijo de puta», el sonido del cristal haciéndose añicos contra el suelo, la puerta al cerrarse con ira. Sofía está aterrada, no sabe lo que ocurre tras la puerta de su habitación, aunque ese sentimiento lo tiene como algo normal dentro de sí desde hace ya tiempo; nadie la ha explicado en el colegio que eso sea algo malo. No sabe en qué estado encontrará esta vez a su madre. Las otras veces se cubría la cara con las manos y lloraba. A Sofía le decía que no se preocupara, que era por la alergia. Sofía se lo creía en parte, no tenía otra opción. Vuelve a dejar a su hada deslizarse por el cordel, girar como una noria. Sofía intenta velar los gritos, los golpes, sus pensamientos, con el sencillo movimiento de un yoyó. Juega con su juguete, merece la pena arriesgarse, mejor eso que sentir los latigazos bruscos en su corazón. Lo prefiere. Al fin y al cabo, si se rompe, su madre le comprará uno nuevo el día de su cumpleaños. Sofía ya no tiene miedo, al menos el mismo miedo que antes la invadía por dentro, sabe que siempre hay una solución para todo. Lo lanza con ímpetu, cierra los párpados e intenta concentrarse en algún momento feliz para así poder volar como Campanillas. No lo consigue; le debe faltar el polvo de hadas, piensa. El cordel se rompe sin apenas darle tiempo a reaccionar. El cuerpo del yoyó cae al suelo y rueda hasta la puerta de la habitación hasta chocar. Sofía lo recoge, temerosa. No escucha ningún ruido tras ella; eso la alivia. La abre con desasosiego y sale al pasillo, sombrío y expectante. Pregunta por mamá. Nadie contesta. Lo vuelve a hacer en un tono más elevado. Obtiene la misma respuesta. El vacío del silencio lo ocupa otra vez el miedo. Acude al baño, donde suele esconderse su madre, llorosa, cada vez que discute con él. No está allí. Sofía ve cristales rotos en el suelo del salón. Se acerca con cautela, desconcertada. Ve la mano de su madre en el suelo, inmóvil, rígida. El miedo la ha invadido definitivamente, no tiene su yoyó. Ve a su madre. Se acerca a ella. Tiene la cara ensangrentada. Aquellas palabras llenas de heridas debieron hacerla daño. Se esfuerza en llorar, pero no le sale. Acaricia la piel de la penúltima escena trágica de su vida y coge el teléfono. Mientras realiza la llamada, Joel despierta de su sueño. Llora. Sofía es consciente de que, a partir de ahora, sólo va a poder jugar a ser mayor.


No te perdono ŠArlette Geneve



No, no te perdono aunque lo ansío. Porque la necesidad aplastante que he sentido y siento por ti, ha estrangulado el sentimiento de afecto innato aunque imperfecto, que siempre he querido brindarte como un regalo desinteresado. Y me ha quemado los intestinos la vergüenza solazada, y los quereres no correspondidos y burlados. Me hacías beber el veneno y la angustia de mis noches solitarias, cuando vencido de anhelo insatisfecho, molías mi voluntad de olvidar los agravios, y el desprecio, del que me hiciste objeto simplemente por amarte. Te buscaba, como busca el náufrago la tabla de salvación en una tormenta belicosa. No, no te perdono aunque podría. Como podría condonar un insulto solapado y ungido en el despecho más profundo e ingrato de la justicia femenina. Podría olvidar la mirada ansiosa que dedicabas a otro, el suspiro profundo y seco que me otorgabas, cada vez te trataba de hacerte sonreír. O las caricias que como un niño te pedía, y que te negabas a corresponder simplemente por una vanidad mal entendida. Te necesitaba, como el infante necesita la leche tibia de una madre amorosa. Fui un niño que creció con una meta, alcanzarte y amarte con todas mis fuerzas, aunque mis ilusiones pronto quedaron diluidas en las cloacas de la manipulación contumaz y precaria de quererte a ti, y a la vez tú, desear a otro. Te soñé tantas veces, como el místico que vive una meta inalcanzable, y aún así, no se deja vencer por la desidia. No, no te perdono aunque me muera. Aunque el destino de los aciagos me espere con los brazos abiertos. Aunque me entierren en un ataúd donde por flores, coronen espinas venenosas que punzarán mi cuerpo con maledicencia porfiada. Estaré vencido y roto. Desmembrado en cuatro partes, y arrojado al foso de los amores no correspondidos. Te esperaré, como espera el niño concebido. Porque tarde o temprano vendrás a mí, regresarás al lugar donde me envías con tus perfidias y despechos. Y no tendrás más amparos que mis brazos para sostenerte en la caída. Ni más labios que los míos para susurrarte palabras de alivio, y que te ayudarán a despejar el sopor del miedo y el desamparo que te abrigarán cuando llegues al infierno ardiente, donde por desdén y arrogancia me has enviado, y sin prever por soberbia, que no moriré de sed, pero sí de amor no correspondido. No, no te perdono porque si lo hago, te perderé para siempre.



Sahíla y el amor ©Blanca Miosi



Un golpe. Otro. Y otro. El dolor traspasó sus gruesas ropas al sentir el impacto de las piedras. Ni siquiera intentó huir pues sabía que sería imposible, el corro de hombres era implacable, a través del burka pudo captar sus gestos de odio, de asco, de morbo. Cerró los ojos y trató de escapar de esa esfera de dolor insoportable. Y mientras escuchaba los gritos vejatorios: «¡Sucia! ¡Perra! ¡Impía!... », cada vez más lejanos, recordó los únicos momentos felices de su vida. Los besos de amor que por primera vez tocaron sus labios. Las caricias gentiles y apasionadas del hombre que le hizo conocer una sensación nueva y única. Y ella supo que aquel sería el final. Que a pesar de haber conocido la gloria estaba condenada a muerte. «Escapa, vete ahora que aún puedes» le dijo Sahíla al extranjero, cuyos ojos azules la miraban asombrados. «¿Y tú? ¡Ven conmigo!» «Imposible. No podría, mi destino está aquí» Cerró los ojos para no mostrar sus lágrimas. Se volvió, salió de la casucha y se perdió en una nube de polvo. Pero otros ojos estaban al acecho. Un golpe le llegó a la frente. Otro le dio con fuerza en la boca. Dejó de ver, de sentir y de pensar. Supo que era libre. «Cumplimos con nuestro deber». Dijeron los verdugos. «Gracias por recuperar mi honor». Dijo el marido.



Violeta Blanco ŠClaudia Velasco



Desde pequeña soñó con príncipes, magos, princesas, castillos encantados, países lejanos y madrastas malignas con la que luchar para defender el amor verdadero. Como muchas niñas, Violeta Blanco, creció fantaseando con el amor verdadero, con el hombre de sus sueños, proyectando una boda de cuento en la catedral de su ciudad, donde llegaría del brazo de su orgulloso padre, de blanco inmaculado, flotando entre tules, encajes, rosas y mucho amor, porque ella, la niñita más guapa de su edificio, no se merecía otra cosa salvo muchísimo amor, y muchos mimos de parte de un príncipe azul guapísimo y valeroso, que un buen día llegaría hasta su puerta para, rodilla en tierra, regalarle un futuro esplendoroso. Gracias a estos sueños maravillosos, Violeta superó una infancia difícil, llena de carencias bajo el yugo de un padre autoritario y cruel, una madre débil y maltratada, como otras tantas, se decía ella mirándose al espejo mientras se alisaba el pelo o se afinaba las cejas, sin pensar, jamás, en la posibilidad de que su vida no era la de muchas, sino la de unas pocas víctimas, y que su indiferencia o ceguera ante la realidad que vivía, no hacía más que perjudicar a su madre, y a ella misma, que en lugar de luchar por salir de ese infierno, perdía el tiempo entre maquillajes, tintes de pelo o mallas de lycra, demasiado atrevidas para su edad. A los trece años encontró a su primer príncipe azul y haciendo caso a sus amigas, lo hizo «sufrir» unas semanas, aunque se moría por sus huesos, hasta que decidió darle el primer beso. Él, el chico más popular y conflictivo del cole, pasó de molestar a las niñas más feas y torpes de la clase, decía, a prestarle atención solo a ella, a Violeta Blanco, que jamás había sido una buena estudiante, pero que gracias a su amor verdadero, abandonó completamente sus libros y sus deberes y se dedicó a pensar en él, Gustavo se llamaba, en sus ojos enormes y sus besos húmedos. Antes de un mes estaba montada en su moto, a los tres meses ya no iban a clase y perdían las mañanas en algún polígono industrial de las afueras de la ciudad para hacer el amor de forma torpe y hasta dolorosa, encima de cualquier suelo inmundo y desangelado, sin pizca de ternura pero como lo hacían todos sus amigos, y a los cuatro meses, Gustavo ya paseaba con su nueva novia, una rubia muy desenvuelta, agarrándola por el cuello y besándola delante de todo el mundo, incluida Violeta Blanco, que cuando quiso pedir explicaciones al respecto, recibió un bofetón con el dorso de la mano que le partió el labio y le dejó un morado enorme en su cara de sorpresa. Después de la humillación pública, sus amigas le aseguraron que «quién te quiere te hace sufrir», y ella se consoló pensando en que si Gustavo le gritaba y la insultaba, la empujaba y le daba patadas, era por amor, porque se preocupaba por ella y trataba de convertirla en una novia perfecta, entonces, ante semejante intimidad compartida, él regresaría, y mientras tanto, ella lo esperaría atenta, siguiéndolo por todas partes, espiándolo a la espera de que él se cansara de la rubia, la echara de menos y la buscara para quererse otra vez, y así fue, alguna vez, cuando en la discoteca le hacía un gesto con la cabeza y ella salía detrás para dejarse magrear y besuquear en un rincón apartado del parking, o le pegaba un silbido en el parque y ella, emocionada y orgullosa, dejaba a sus amigas sin despedirse para subir a su moto de un salto y pasar la noche siguiéndolo en silencio, de botellón en botellón, hasta que él decidía dedicarle una mirada antes de hacerle el amor con prisas y en cualquier parte. Y así, pasaron meses, hasta que Gustavo se hartó de verdad de ella y la mandó a freír espárragos delante de toda la pandilla y entonces sus amigas le dijeron que le diera celos, un truquito infalible para hacer reaccionar a un hombre, y empezó a liarse con todos y cada uno de los amigos de Gustavo, sin que él manifestara el más mínimo interés por el asunto, con lo cual dejó de seguirlo, de presentarse en su puesto de trabajo, como repartidor de un periódico gratuito en la boca del Metro, y se deprimió, lloró porque los hombres era muy malos y la maltrataban, como decían en la tele, la trataban como un trapo, cuando ella no era más que una chica guapa, encantadora y complaciente, que se merecía lo mejor del mundo. Dos meses después de dejar a Gustavo, llegaron Javi, Dani, el Fiti, Richard, Paco, Felipe, Ismael, Omar, y muchos más que fueron igual de malos que Gustavo, porque la acabaron utilizando y maltratando, abofeteando y humillando en público para que los dejara en paz, y en un pis pas, Violeta Blanco llegó a los dieciocho sin oficio ni beneficio, sin ayudar a su madre en casa, aunque la mujer se empeñara en gritarle y recriminarle su vaguería. Al dejar el colegio, a los dieciséis, la


matricularon en una escuela de peluquería, pero no asistió a clases, a pesar de que su pobre madre se gastó lo que no tenía en sus materiales de trabajo, de la academia de peluquería pasó a la de cocina, administrativo, informática o inglés, total, para contentar a la vieja, decía a sus amigas, porque lo que ella quería era tener un novio, uno de verdad, uno bueno, que la motivara para estudiar, trabajar y centrar su vida. Y de ese modo pasaron otros diez años, sin sacar provecho alguno, sin estudiar, ni trabajar, sin que ningún hombre la invitara al cine o a cenar antes de meterle mano, sin que nadie, jamás, le regalara un ramo de rosas o una tarjeta en San Valentín, y acabó casándose, pero no de blanco y en la catedral, sino con prisas y embarazada de seis meses, con el Isra, un amigo de toda la vida al que no quería, y con el que no había cruzado jamás más de dos frases, pero que tenía trabajo y parecía un buen chaval. Al nacer su hija, volvió a fantasear con una vida de ensueño, con viajar y con el príncipe azul, que no era nada parecido al pobre Isra que trabajaba en la construcción, cuando había faena, y bebía y le gritaba por no ser una buena esposa. Pronto empezó a contar sus penas a las vecinas, a las mamás de la guardería, que la miraban con lástima, a los dependientes del mercado y antes de un plis estaba liada con Wellington, un sudamericano de la frutería de la esquina que al menos le hablaba con dulzura y le prometía un mundo mejor, así que decidió aparcar a la Jenni, su hijita, con su madre, para pasarse las mañanas sentada al lado de Wellington en la frutería, vigilando como hablaba con sus paisanas y tonteaba y la hacía ponerse celosa, aunque ella le estaba dando todo, incluso dinero para tabaco, o para el alquiler del piso que compartía con otras ocho personas y al que ella iba con regularidad, para acostarse juntos en un camastro estrecho, rodeados de ruido y sin la más mínima intimidad, todo muy romántico hasta que llegó Aída, la mujer de Wellington que apareció en España con sus tres niños para vivir junto a su marido, y otra vez lo mismo: ella pidiendo explicaciones y lamentándose porque le tocaban los peores, porque la engañaban y porque siempre «me ligan los canallas», decía a sus vecinas, fumando como una descocida, sin preocuparse si su hija comía, le tocaban las vacunas o se caía en la guardería, total, para eso estaba su madre, y entonces pasó, llegó el príncipe azul, al menos uno de ojos azules muy bonitos, alto y rubio, un chico polaco o algo así, ella no sabía de donde era porque no tenía ni idea de donde estaban Varsovia o Cracovia, que era de los sitios que él hablaba constantemente con sus compatriotas, no le interesaba, como no le interesaba nada en absoluto, y se enamoró y se empezó a acostar con él en su casa, y él a darle alguna que otra bofetada porque quemaba la comida o porque se ponía celosa con todas las mujeres, y cuando él y sus colegas se reían en su cara porque no sabía ni quién era el presidente de gobierno de España o dónde estaba Inglaterra, ella se ponía roja y se reía a carcajadas, y Jarek, así se llamaba, la miraba con desprecio y la echaba y la mandaba a su casa, pero ella no hacía caso, se quedaba quietecita y muda y luego suplicaba su perdón, una caricia o un beso, hasta que él se hartaba y la echaba a patadas insultándola en su idioma, y ella pensaba que si se enfadaba era porque ella le importaba: «se ha mosqueado como una mona», le contaba a las vecinas, y presumía de novio delante de todas, sonriente, acicalándose la ropa ajustada y chillona, taconeando con unos zapatos imposibles adquiridos en los chinos con el dinero de la comida, mientras su marido, el Isra, empezaba a mosquearse de verdad y al cabo de unas semanas la ponía de patitas en la calle, tras comprobar que era el más cornudo de las periferia, y del país entero, y la largó a la calle con cajas destempladas llamándola gorda, vieja y estúpida. Y Violeta Blanco se fue a casa de Jarek y sus paisanos, pero no la recibió y le cerró la puerta en las narices, ladrándole que él no mantenía a vagos y menos a ella que era una mierda, y volvió a casa de sus padres, y su viejo también la largó, y sus amigos, que se dio cuenta no tenía, ni amigas, ni oficio, ni beneficio, ni la madre que los parió, y acabó en la oficina de la asistente social llorando, con el rimmel chorreando, acusando al Isra de pegarle y echarla a la calle, y quejándose de su maldita suerte, de lo mal que la había tratado la vida y contando tantas tragedias delante de esa mujer estirada y pulcra, que la mandaron a una casa de acogida, mientras le gestionaban una denuncia contra el Isra y pedían la custodia de la Jenni, y le buscaban un trabajo y le enseñaban un oficio, todo muy bueno, muy esperanzador, hasta que la sentaron delante de otra tía, de esas pijas que no saben sacarse partido, a pesar de ser guapas, que no enseñan escote, ni llevan tacones, frígida


seguramente, y que miran a las mujeres como Violeta Blanco con cierto aire de superioridad, o así se sintió ella, cuando la miró a los ojos y le preguntó: ¿Por qué dice que la vida la ha tratado tan mal, Violeta?, y ella se lo explicó, joder, ni un solo hombre en condiciones, en treinta años de vida. ¿Y qué ha hecho usted para procurarse una vida mejor, Violeta?, ¿usted como se ha tratado todos estos años?, y entonces Violeta la miró y encendió un pitillo y el vacío de su cabeza la asustó, y comprendió que jamás había pensado en eso, porque jamás había pensado en nada, y se estiró en la silla, y contestó: «Si hubiera dado con un buen hombre, mi vida habría sido diferente, habría estudiado, trabajado y habría tenido una buena vida. Pero la vida me ha tratado como el culo». Y la mujer, suspiró y la miró con atención, y siguió preguntándole, como si ella fuera la maldita culpable de sus desgracias, del Isra, del polaco o del Gustavo, como si ella hubiese deseado que la jodieran y la maltrataran, y la dejaran en la calle, sin su hija, y siguió haciendo preguntas que la abrumaron, la marearon y le dieron ganas de levantarse y gritarle: «¡puta!, ¿qué demonios sabrás tú, que seguro estás casada y te quieren?», pero se calló y puso la mente en blanco, que era lo que normalmente había hecho toda su vida, y asintió sin entender de la misa la media, pensando en el operario del comedor que le había guiñado un ojo cuando ella ayudaba a poner la mesa, era un viejo, casi un jubilado, pero igual tenía piso, o dinero en el banco, y podría ayudarla con la Jenni, y darle un hogar y cariño, y a cambio ella podría cuidarlo y acostarse con él. —¿Ha entendido lo que le he dicho, Violeta? —preguntó al fin la pija del traje de chaqueta con calma y Violeta asintió— necesita ser responsable de su propia vida, de su propia felicidad, ser adulta, tomar las riendas de su vida, aprender un oficio, trabajar y entonces, una vez que se sienta una mujer autónoma, conseguirá aquello que tanto sueña, y no se preocupe, nosotros estamos aquí para ayudarla. —Vale. —La felicidad es relativa, Violeta, todo depende de un trabajo personal, de un esfuerzo, pero en ese esfuerzo muchas veces se encuentra la felicidad, o al menos la satisfacción o la paz. Repitiendo los mismos patrones de su madre o su abuela, que usted dice han sido unas desgraciadas toda su vida, no conseguirá esa felicidad que tanto añora, hay que cambiar el chip y empezar de cero. Las mujeres podemos ser perfectamente felices y conseguir la estabilidad solas, con nuestro propio esfuerzo y además, si no aprende a quererse a usted misma, ¿cómo pretende encontrar a alguien que la quiera de verdad? —Vale. —Pero no se preocupe, lo conseguiremos, está aquí, ha dado el primer paso para su nueva vida y todo el equipo está a su disposición para ayudarla a crecer, a ser más fuerte y para lo que necesite, ¿le parece? No lo olvide, a veces nosotros mismos somos nuestros mayores enemigos, debemos dejar de buscar culpables y hacer algo de autocrítica también. —Me han quitado mi ropa y mis pinturas. —No se preocupe … —la mujer tragó saliva mirando de reojo la camiseta de lycra, de tigre, de Violeta Blanco, que se le ajustaba a sus kilos de más como una bofetada en la cara, las mallas y su maquillaje recargado— y aquí tampoco necesita ir tan «arreglada» o maquillada, y cuando salga al mercado laboral, tendrá que vestir de la manera más discreta posible, ¿lo entiende?, en todo caso, ya iremos hablando de eso en las próximas semanas. —Vale. —Bien, el viernes nos vemos otra vez, ¿le parece? Le he pedido en la biblioteca este libro para que lo vaya leyendo, reflexionando y se distraiga, y no se preocupe, pronto se sentirá mucho mejor. —Claro. Dejó el despacho de la casa de acogida donde esa mujer atendía a las mujeres y bufó abandonando en el comedor el libro que la pija le había dado: «Las mujeres que aman demasiado», menuda chorrada, se miró en un espejo y se despejó el escote, se atusó el pelo y se fue a la cocina a preguntar por el operario, el viejo, a ver si con algo de suerte la sacaba de allí esa misma noche.



Salvaci贸n 漏Laura L贸pez Alfranca



Como era costumbre, al despuntar el alba, mientras los pescadores preparaban sus barcos para ir a faenar, Jonás se acercó a las rocas del acantilado. Aquella cita ineludible, que se repetía cada sábado lloviera o hiciera calor, le disgustaba tanto como la necesitaba. El transeúnte parecía normal: cabello castaño, ojos oscuros y unas cuantas arrugas sesgando su rostro de rasgos cuadrados y marcados. La piel estaba tostada y su mirada cargada de pesar. Parecía que hubiera vivido miles de vidas antes de llegar a ese momento en el que limpiaba algo oculto entre las rocas. Tras algunas algas y basura, se encontraba una placa deslucida por el paso del tiempo que rezaba:

En memoria de Sara. Espero que el dolor de tu alma lo limpiara la marea. De tu hermano, que sigue esperando al lado de las rocas para ir a nadar. Jonás dejó de contar los aniversarios de la muerte de Sara hace años, cuando más sentía que el tiempo se le escapaba persiguiendo a un fantasma, que tan solo era polvo sobre la memoria de los que le sobrevivieron. Sara... pensar en ella le seguía produciendo dolor y pena. Odio por sus padres y Álvaro... a sí mismo. Con ese último pensamiento, se sentó en las rocas y comenzó su propio calvario, esperando encontrar una respuesta que le era esquiva desde el inicio de esa historia. —Perdóname por no salvarte —murmuró a la inmensidad azul, esperando que Sara le escuchase. *** Los dos hermanos Reus podían presumir de contar el uno con el otro. Sara, la mayor, era una chica atractiva y alegre, extremadamente inteligente. Había sido la primera de su familia en ir a la universidad para estudiar una ingeniería y su hermano pequeño, Jonás, pronto seguiría sus pasos. Ambos adoraban las ciencias y deseaban trabajar en lo mismo. Decían que conseguirían montar un negocio juntos y hacerse ricos, ¿con qué? Aún no lo sabían, pero ya lo descubrirían. Aún eran jóvenes. Poco antes de que Jonás entrara en la carrera, todos notaron los cambios de su hermana: estaba más nerviosa y excitada, se reía a cada poco y se sonrojaba cuando escuchaba el teléfono. No era difícil ver que estaba enamorada. Sus padres no dijeron nada a la muchacha, solo a su hermano. —Cuando llegues, intenta descubrir quién es: si es un buen chico, qué estudia... cualquier cosa —le pidió su madre la noche antes en tono confidencial—. Sabes cómo es tu hermana, no vamos a sonsacarle nada ni con unos alicates. —Espero que eso se vea reflejado en mi paga —terció el joven, ganándose una colleja cariñosa por parte de la mujer. No hizo falta una investigación tan concienzuda. Álvaro fue rápidamente aceptado en la pandilla de amigos de Sara. Se saludaron, charlaron, se rieron... y no supo por qué, Jonás comenzó a sentir una rápida antipatía por aquel chico por el que la joven suspiraba. No era desagradable, todo lo contrario; parecía que deseaba complacer a toda costa, como si no hubiera nada más en la vida. Con el paso de los días, esa sensación se acrecentó. Sobre todo cuando veía al chico ensimismarse y adoptar una expresión grave y aterradora. Se decía que era fruto de su imaginación, que seguramente se sintiera celoso por no haber podido


ligar con tanta facilidad como su hermana, que era más abierta y de mejor trato que él... pero la primera vez que Sara vino a casa llorando, empezó a temer que sus sospechas fueran ciertas. —¿Qué te ha ocurrido? —le inquirió cuando entró en el cuarto de la joven con unas galletas y leche con cacao—. ¿Quieres que lo hablemos? —Es... Jonás, es complicado. Tú no lo entenderías. —¿Por qué solo nos llevamos un año? Sí, la edad juega en mi contra —bromeó, consiguiendo que su hermana se riera. —Vale —se levantó e hizo un giro completo—. ¿Qué te parece? Iba vestida de rojo pasión, su color favorito. El conjunto era atrevido, pero le sentaba de maravilla y no lo pensaba solo por ser su hermano. Y así se lo hizo saber. —Es que... a Álvaro no le ha gustado el conjunto. Me dijo que el rojo no me sentaba bien. Demasiado llamativo. —Pues me parece que estás estupenda. Que le jodan —bromeó. —No digas eso. Le quiero muchísimo. —No vas a dejar de llevar rojo por él, ¿verdad? —ante aquella sugerencia, su hermana se rió divertida. Las carcajadas se detuvieron cuando escuchó el teléfono sonar y Sara fue a cogerlo. El enfado duró lo que el novio de esta tardó en disculparse y pedirle paciencia con él. Poco a poco, su hermana comenzó a llevar colores más fríos, los que le gustaban a su novio. Las faldas aumentaron en longitud y los escotes se acortaron. No fue algo llamativo e, incluso, cualquiera podría haberlo achacado al cambio de estación. Si no fuera porque Jonás sabía que a su hermana le encantaba lucirse incluso con nieve y hielo. Cuando el joven intentó hablar con ella, le rechazaba con una sonrisa y le acariciaba la cabeza, como si hablara con un niño pequeño. Le enfurecía esa actitud tan condescendiente, tanto como que Álvaro le observara con superioridad, como si tener a Sara de su lado y que le llevaran la contraria en todo, fuera la gran victoria de su vida. —Ay, Jonás. Cuando te enamores y crezcas, te darás cuenta de que todos tenemos que hacer concesiones en el amor —le repetía una y otra vez la joven con expresión boba. Él negaba con la cabeza. Rogando para que el día de mañana, cuando quisiera tanto a alguien, no se le ocurriese pedirle cosas que pudieran disgustarle. *** —Debí hacer algo en ese momento. Si hubiera sido más firme, posiblemente te hubiera salvado... es lo que me digo cuando tengo pesadillas, pero a la hora de la verdad, me acabado dando cuenta. Me echaste de tu vida cuando entró Álvaro, ni que tener a tu hermano como amigo fuera algo malo. Pero para el ex‒novio de su hermana, cualquier hombre en la vida de Sara era un peligro inminente del que debía alejarla. Suspiró, era más fácil recordar tras tanto tiempo. Ya no sentía la ira ni el dolor, tan solo hastío y lamentación. Solo cuando soñaba, cuando creía ver la cara de su hermana antes de morir, era cuando volvía a llorar como un niño pequeño. *** —¡Maldita sea, Jonás! Te he dicho que no puedo y no puedo —le gritó Sara desde el otro lado del móvil—. Tengo cosas que hacer. —Es la quinta vez que me das plantón —le espetó su hermano furibundo—. Joder, Sara, que entiendo que tengas novio, pero ¿no puedes quedar conmigo si no le tienes cerca? Ni que fuera una mala influencia. —Más bien poco comprensivo. —He tenido que enterarme cuando te he llamado de por qué llegabas tarde y no es la primera vez. ¿Qué esperabas? —ella se volvió a disculpar entre susurros y colgó—. Vamos, no me jodas. Habían quedado todos los amigos para hablar con ella. Se la veía mal y triste. Se enfurecía con todos y, luego, pedía perdón llorando a lágrima viva. Cuando Jonás le dijo a la mesa lo que ocurría, todos negaron con la cabeza. Sentían que la estaban perdiendo.


Pero el joven se negaba a que su hermana se encerrase en casa con su novio y no saliera ni para comprar comida. Se acercó al piso que compartía la pareja, esperando que ella le atendiera. Usó la llave de repuesto, no deseaba que la chica le diera con la puerta en las narices. —¿Sara? Soy Jonás, quiero hablar contigo —pidió entrando en el lugar en penumbras. Sintió que sudaba, nervioso. El lugar estaba oscuro y casi no era capaz de ver. Las cosas estaban tiradas por el suelo. Caminó llamando a su hermana, esperando una respuesta. Solo cuando llamó a la puerta del baño, le gritó rabiosa. —¡Lárgate! ¿Es que no entiendes cuando no quiero verte? —Lo entendería si supiera lo que he hecho mal. Sara, abre la puerta —le exigió intentando no dejarse llevar por el tono de la muchacha. —¡Que te follen! ¡Deberías saber que he crecido y madurado! Entérate, hermanito. Ya no te necesito como si tuviéramos diez años —aquello sí consiguió airar su furia. —Bien, al menos ten los cojones de decírmelo a la cara. Vamos, sal aquí y dame la patada —insistió. Ella calló, como si hubiera perdido el valor—. ¿Qué pasa? ¿Te da miedo enfrentarte a tu hermano pequeño? —Ya la has oído —exigió Álvaro a sus espaldas. Jonás gritó por la sorpresa. No se esperaba aquello—. Deja en paz a mi novia y márchate. No se te ocurra enfadarme. El joven no estaba seguro de en qué momento su puño impacto contra la cara de su contrincante. Solo que se sintió muy bien al verle retorcerse en el suelo agarrándose la nariz y gritando como un cerdo en el matadero. Entonces Sara le golpeó con fuerza en la espalda y en la cara, intentando herirle sin mucho tino. —¡Desgraciado! ¡No se te ocurra tocarle! —insistió ella y cuando la vio abalanzarse sobre el cuerpo de aquel cabrón pudo verle la cara completamente amoratada—. Márchate de aquí, ¡no quiero volver a verte! En cualquier otro momento, Jonás se habría hundido con aquella expresión de odio y la voz envenenada, pero estaba horrorizado ante aquel espectáculo. Donde ambos le aseguraban que le denunciarían por haberle atacado sin motivo alguno. Que se marchase y no asomara su cara por allí de nuevo. Deseó echarse a llorar. *** —Me dieron ganas de cargármelo. A día de hoy, sigo deseando matarle cuando el veo en la calle con su nueva familia. Intenté hablar con su mujer, pero no escucha. ¿Ella será como tú? ¿Le pegará? No puedo hacer nada para ayudarla, como me pasó contigo. Miraba la playa cada vez más concurrida. Los turistas colocaban sus toallas y tumbonas buscando el Sol, mientras los niños correteaban por entre la espuma y las olas, jugando a Dios sabía qué. Jonás recordaba lo mucho que le gustaba a su hermana aquel sitio de pequeña. Siempre decía, que era como si el astro rey y el agua te limpiaran la oscuridad de tu alma, como si perdonasen tus errores y pecados. Tal vez por eso el hombre iba allí, no solo para sentirse conectado a Sara, sino también para intentar purgarse. El tiempo pasaba y el sol comenzaba a picar sobre su piel y quemarla a través de la ropa. *** —Hijo, ¿qué esperabas? Tu hermana ha madurado y ha escogido a su novio. No lo pongas más difícil, no queremos perderla —pidió su madre con voz triste—. Por favor, déjalo estar. La colgó. No deseaba oír otra vez que dejara a su hermana en paz; que era normal que defendiera a su chico; que qué hacía él pegándole ¿quién se creía? ¿Un cavernícola? No... no puede ser que la esté pegando y no haga nada; es Sara, la persona más concienciada que existe, permitiera una cosa así. Demasiadas personas que decían que no tenía razón, que no intercediera... ¿qué debía esperar? ¿A que su hermana saliera en las noticias con la cabeza partida? Deseaba gritar, enfurecerse, pero ¿y si su madre tenía razón? ¿Y si estaba haciendo algo mal y podía perder a su hermana? Necesitaba una opinión ajena a sus conocidos, alguien que no tuviera miedo... delante de él había una cafetería y se acercó al lugar. Si debía hablar con alguien que no pudiera verse influido por la situación, debía estar allí. Miró a la caja y, esperando a una pequeña cola, vio a dos chicas riéndose felices. Jonás tragó saliva y, de pronto, sintió que, su idea no era tan buena como parecía en un principio. Aún así, se acercó a ellas y


carraspeó para llamar su atención. Se volvieron molestas y el joven controló el miedo y comenzó a hablar deprisa. —¿Puedo pediros un favor? No nos llevará mucho tiempo y estoy desesperado —las dos se miraron y se giraron a su grupo. Era realmente variopinto, perfecto, le iba a venir bien—. Necesito hablar con alguien, es muy urgente. No sé qué hacer. —Oye, tío, das miedo —reconoció la que le pareció más guapa—. ¿Qué es lo que quieres? —Necesito hablar con alguien y que me dé su opinión. Tengo un problema muy serio y mis amigos y mis padres... necesito saber si estoy equivocado o no. Por favor... La preciosa se acercó al grupo; luego le hicieron gestos para que se acercara y se sentara. Las chicas le trajeron un vaso de agua y se colocaron alrededor de él. —Tú dirás, tío. ¿Qué es eso que te hace llegar a un grupo de extraños y preguntarles su opinión? — dijo uno de los chavales. Al principio le costó hablar. Antes se echó a llorar desesperado, causando incomodidad en los allí presentes; le sentó bien poderse desahogar y la chica de su lado de abrazó y animó a empezar. Poco a poco, Jonás les habló de su hermana, de lo maravillosa que era, su fortaleza e inteligencia... de Álvaro, de cómo ella cambió al aparecer él en su vida. El que su novio le retara, que él le pegara y la denuncia por parte de la parejita contra el Jonás. Lo que todos pedían que hiciera o dejara de hacer. Se sentía tan confundido. Entonces, aquel grupo de extraños a los que acababa de contar su gran problema, se enmudecieron estupefactos. El joven les miró esperando una respuesta, algo que pudiera ayudarle a saber qué hacer. La chica preciosa, que se llamaba Elvira, le agarró la mano y con gesto de odio, le dijo: —Cárgate a ese hijo de puta. *** Entre la multitud que se iba a comer, pudo ver tres manos, una grande y dos pequeñas, que le saludaban desde la lejanía. Jonás les devolvió el gesto, sabiendo que pronto tendría que reunirse con su familia. Sus pequeñinas y su mujer, a la que conoció por atreverse a hablar a dos desconocidas en una cafetería y contarle a un grupo sus problemas. Su ancla y apoyo, lo único que había evitado que se volviera completamente loco. Esperaba haber enseñado a sus hijas bien. Que nunca llegaran a ser tan crueles como Sara y Álvaro. *** El corazón estaba tan desbocado, que temió que se le fueran a romper las costillas. Casi no tenía aliento, pero no era capaz de ralentizar su marcha. Corrió por los pasillos del hospital intentando encontrar la habitación de Sara y, cuando al fin llegó, no llamó siquiera. Allí estaba ella, con la cara amoratada, destrozada. Llorando a lágrima viva, en cuanto le vio, le alzó los brazos. —Hermanito, me duele —murmuró triste. El aludido se lanzó a sus brazos angustiado, la quiso apretar con fuerza, pero en su lugar, la acunó con dulzura mientras ella lloraba desconsolada. —Me ha dejado, me ha dejado... —decía ella con pesadumbre—. ¿Qué voy a hacer ahora? Dime. —No pienses en eso ahora —guardó su alegría y furia para mejor ocasión. No deseaba gritar a su hermana ahora que al fin podrían reconciliarse. La dejó desahogarse. Pronto podría ir a llamar a su novia; Elvira sabría decirle algo que le animase. Solo debía aguardar y relajarse. Cuando llegaron sus padres, Jonás salió a la entrada del hospital, intentando huir de los desinfectantes y los ruidos que confundía con gritos agónicos. Todo saldría bien, solo debía tener esperanzas. —Ey, extraño. ¿Qué tal? —con aquella pregunta tan inocente, su novia le estaba invitando a desahogarse. Se sentó en las escaleras del hospital y comenzó a hablar con ella. Saltaban de un tema a otro, disfrutando de la voz del otro, de su compañía virtual. Entonces, unos gritos resonaron por el aire. Reconoció que eran de su madre y cuando intentó entrar, se encontró con su padre saliendo a trompicones del lugar. —Se ha ido, tu hermana se ha ido... Jonás, lo siento, no creíamos que... —no le dejó acabar. El joven se lanzó a buscarla por los interminables y oscuros pasillos y los cuartos.


Se había ido. Fue a la casa que compartía con su novio, pero los vecinos le habían dicho que este se había marchado con una chica rubia por la mañana, llevándose sus cosas. Corrió por toda la ciudad intentando encontrarla, hasta que su teléfono sonó. Era Sara. —Hermanito... —dijo con la voz llorosa a modo de saludo—. Hermanito, él se ha ido. —¡No me jodas, Sara! No puedes irte así del hospital, ¿sabes el susto que se han llevado papá y mamá? —¿Qué haré sin él? —¿No ves que él no importa? ¡Puedes seguir con tu vida, ser feliz! Te iba a matar. Hoy no lo hizo de milagro. ¿Por qué cojones no lo ves? —Dime que todo saldrá bien, por favor.... —Saldrá bien ahora que se ha ido de tu vida. Escúchame, Sara. Dime dónde estás e iré por ti. Hablaremos tranquilamente. —Muchas gracias, hermanito. De verdad. Escuchó el sonido de las gaviotas, el de los gritos de la gente y después, silencio tras un golpe sordo. ¿Qué había pasado? Intentó establecer comunicación con ella. Llamó a todo el mundo para que la bombardearan a mensajes o toques. Lo que fuera. Hasta que, entonces alguien decidió devolvérselo. No conocía el número, pero eso daba igual. —¿Sí? —¿Señor Reus? —preguntó la mujer—. Soy la agente de policía Marta Esteves. Tengo una mala noticia que darle... *** Se había tirado desde su acantilado y todo, porque aquel cabrón la había anulado tanto que no se veía capaz de vivir sin él. Daban igual las palizas y los insultos, seguía enamorada... o asustada. ¿Qué más daba? Jonás cerró sus manos, furioso. Menuda gilipollas, pensaba. Daba igual el tiempo que pasara, que seguía deseando gritarle a su hermana todo lo que no pudo, enfadarse con ella... volver a ser hermanos, los hermanos Reus. Lloró desolado. Siempre ocurría lo mismo: poco importaba que se enfadara con ella, que la maldijera o quisiera odiarla. A fin de cuentas, solo era una víctima que no pudo escapar de su monstruo. Solo una pobre chica que no supo ver la verdad. —¡Papi, papi, papi! —gritaban sus hijas. Se levantó y, mientras las alzaba, las abrazaba con fuerza. Intentando limpiar su dolor y culpa con su inocencia. Elvira le abrazó de la cintura y le dijo que fueran a comer, que ya era muy tarde y no habían ido a la playa para estar tristes. Le dio la razón, dejó a las niñas en el suelo y caminó con su familia hacia la calle. Para estar triste siempre había tiempo, para vivir la vida nunca era suficiente.



Por última vez ŠLena Valenti



Hace tanto frío esta noche… Tengo los nudillos blancos por la fuerza con la que agarro el volante de mi coche, esa calabaza que, según él, sólo los ratones podrían cargar. Pero no hoy. Esta noche se va a convertir en mi carroza de cristal. Está lloviendo. El cielo llora, igual que llora mi corazón. ¿Cómo puede ser? Pensaba que ya no me quedaba llanto, pensaba que todas mis lágrimas se habían secado. Pero, sorprendida, me doy cuenta que todavía me quedan fuerzas para quejarme. Miro mi rostro en el retrovisor y ni siquiera me reconozco. Tengo el ojo derecho completamente morado, el labio inferior partido y el pómulo hinchado. Mi pelo ya no luce como antes, y mi mirada está perdida. Pero nada de eso me duele tanto como el cardenal más importante, y no lo tengo en mi cuerpo, no es una marca en mi piel. Lo tengo a mi lado y respira suavemente. Mi pequeño ángel. Mi pequeña y dulce estrella que ha tenido que ver como su mamá dejaba de ser ella misma. Maldita sea, cuánto dolor… Mi dolor. El dolor de mi hija Marian. Una furgoneta blanca con las luces largas me deja parcialmente cegada. Agito la cabeza y lo insulto por dentro. Antes, era capaz de alzar la voz. Ahora ya no. Antes, podía gritar cuando algo me molestaba, sabía defenderme y me creía con el derecho de poder hacerlo… Ahora… Me seco una lágrima que se desliza por mi mejilla. Ahora creo que ya no sé nada. El maltratador me cegó como lo ha hecho las luces largas de esa furgoneta. No sé cómo empezó, me cuesta ordenar mis ideas. Será porque todavía me duele el golpe que me he dado contra el suelo y tengo una fuerte migraña ocular. Sí. Él fue como una luz. Una luz de corta duración. Al principio te agasajan y te hacen creer que eres hermosa. Yo no me creía hermosa, ¿sabéis? Creo que tanto anuncio por las revistas y la televisión en los que te decían cómo ser adecuada y correcta a ojos de los demás me llegaron a trastornar un poco. Comía como un pajarillo para estar delgada según indicaban los cánones sociales; Me llenaba la cara de potingues y cremas que te dejaban un cutis perfecto, (como si el mío no lo fuera aún teniendo imperfecciones); me teñía el pelo, como si mi negro no fuera hermoso; Me esforzaba en parecer lo que no era, aunque yo me creía que sí; y sufría. Sufría con las tallas 38, los tacones de cinco centímetros y las dietas hipocalóricas… Pero, un día, esos esfuerzos dieron resultado: Conocí al maltratador. Y pensé que ese demonio disfrazado de hombre educado era, en realidad, el príncipe de mis sueños. Burda mentira. Violencia y abuso vestidos de hipocresía y falsas fachadas. Y caí. Encandilada y engañada como estaba, me casé con él. Me casé porque me aseguró que le gustaba lo que veía en mí, y como yo no me gustaba lo suficiente, pensé que estaba bien que a él le gustara por los dos. Le gustaba tanto que quería ser el único que pudiese disfrutar de ello. Ahí llegó la primera bofetada sutil. Me dijo que mis manos finas no estaban hechas para el trabajo arduo, así que dejé de trabajar para atender la casa y sus necesidades. Y le creí, me convencí de que yo debía estar allí. Luego vinieron las quejas sobre mi aspecto. No tenía por qué arreglarme tanto si iba a estar en casa. Dejó de gustarle mi pelo (que no era el mío), mi cara (la maquillada y la natural); mis manos con manicura, mi ropa, mis perfumes…, mi voz. Yo me esforzaba por agradar, pero a él ya no le agradaba nada. Y entre tanta confusión y tantas palabras duras que me dirigía mi ma… Tengo que darme un empujón mental para no llamarlo nunca más «marido». Mi maltratador, ahora sí. Entre tantas


palabras duras que me dirigía mi maltratador, llegó mi regalo del cielo. Mi razón para vivir y seguir adelante. Una niña que me recordaba lo que yo había sido alguna vez. Marian se convirtió en mi clavo ardiendo, y me siento tan culpable por ello… Ella no se merecía vivir algo así. Pero su mamá era cobarde, o me convencieron de que era mejor serlo, y nunca tomó la decisión correcta. Ahora, cuando la miro, soy yo la que se da de bofetadas por no haber buscado ayuda antes. Ella sigue dormida, pero sé que está en estado de shock. El maltratador jamás puso una mano encima a Marian. Yo siempre estaba en medio, deteniendo el golpe. A ella no le rozó nunca un cinturón, o nunca le impactó un puño o una toalla húmeda… Pero sí que le llegó algún insulto. Golpeo el volante con el puño y siento que me voy a derrumbar, pero no puedo hacerlo, estoy muy cerca ya. Estoy llegando. Nada me da más rabia que saber que Marian se pueda creer algo de lo que su padre le decía. Ella no es una niña tonta, ni una estúpida que no sirve para nada, ni otra boca más que alimentar… Ella es mi motor, y la verdadera heroína de todo esto. Os preguntaréis: ¿y por qué estás en un coche a las doce de la noche en una carretera solitaria y con tu hija de cinco años de copiloto? Bien, algo pasó hace tres días. Él vino a casa con su traje impoluto de la oficina y el pelo engominado. Sabía que no había ninguna razón para que él empezara a repartir castigo, pero también sabía que, si algo le había ido mal en el trabajo, con razón o sin ella, se iba a desahogar con nosotras. Cuando se dirigió a mí con aquella mirada azul de príncipe de las tinieblas (tan guapo, tan malo) y empezó a golpearme, le pedí a Marian que corriera a la habitación y se encerrara. No podía soportar que mi pequeña viera otro episodio violento en el que su padre doblegara a su madre de ese modo. Pero Marian no obedeció. La niña empezó a chillar cuando su padre me tiró al suelo para abalanzarse sobre mí con los puños cerrados. Mi ángel gritaba y le pedía a su padre que parara. Una niña de cinco años… Esa niña se plantó ante él y se encaró al maltratador. ¿Cómo era posible que la niña defendiera a la mujer? El maltratador la empujó y Marian quedó en el suelo hecha un ovillo, pero intentaba por todos los medios acercarse a mí y protegerme. Y en ese momento, algo se rompió en mi interior como un maldito fuerte incontenible. Marian era todo lo que yo no era. Marian se quejaba por lo que yo ya ni me podía ni sabía detener. Ella era yo con cinco años. Cuando me sentía pura y digna, y nada de mí me disgustaba. Aquella noche, me limpié las heridas que dejaron sus caricias y me miré al espejo de verdad. Hoy mi rostro sigue igual que entonces, pero yo no soy la misma. Me rapé el pelo para que saliera mi color original. Soy morena. Me vestí como yo más cómoda me sintiera. Me rebelé. Era un desafío en toda regla. Era un ritual de guerrero, de los antiguos. Mi nuevo aspecto sería mi escudo y también mi fuerza. Así que, hace unas horas preparé las maletas y decidí irme de ese infierno. Me ha costado mucho tomar esta decisión. No me creía capaz de hacerlo. Tenía miedo. Miedo de que él me encontrara, miedo de estar toda mi vida huyendo, miedo de que sus tentáculos siguieran rodeándome y acabaran por asfixiarme… Mi casa, que debía de ser mi hogar, era un maldito sumidero de penas y maltrato. Y la verdad es que ya llevo toda mi vida huyendo, huyendo de mí misma. Ya es suficiente. Pero él llegó a casa antes de lo previsto… Y… Clavo mis ojos negros en el retrovisor y mi cuerpo se estremece.


Llevaba dos días muy disgustado con mi cambio. Él dice que no valgo nada y que si antes era fea, ahora lo soy todavía más. Pero cuando ha visto que me largaba de la casa, y que tenía las maletas preparadas y a Marian lista para huir de allí, se ha vuelto loco… Me ha dicho: «Eres mía. Y si te vas, te mato». He luchado. He luchado hasta las últimas consecuencias. ¿Habrá alguien orgulloso de mí? Estoy llegando a la casa de acogida. Parece un lugar tranquilo y acogedor. Dicen que ahí ayudan a las mujeres como yo. Mujeres rotas y quebradas a manos de alguien que se creen más fuertes y poderosos que ellas. Aparco y agarro a Marian en brazos. Está tan dormidita y huele tan bien… A niño pequeño. A inocencia. Algo que jamás debería corromperse. Una mujer con aspecto de yayita adorable abre la puerta y me mira con ojos asustados cuando me ve. Soy alta, así que tiene que levantar un poco la cabeza para mirarme a la cara. Sí, señora — pienso—. Necesito tanta ayuda como usted pueda ofrecerme. Abrazo a mi hija con más fuerza, ella me da valor para no bajar la mirada. Los ojos marrones de la mujer se llenan de lágrimas, y los míos también. No sé por qué, ni siquiera la conozco, pero una extraña empatía nace entre nosotras y el maldito dolor se hace insoportable. Me abre las puertas de su casa, puede que ahora también sea de Marian y mía, y como puedo, le cuento todo lo sucedido. Sé que estoy hecha un harapo. Tengo los tejanos y la camiseta blanca manchada de sangre. Mi sangre. La de él. Lo único que recuerdo es que el maltratador y yo terminamos en la cocina, y no sé cómo, cuando intentó alcanzarnos a mi hija y a mí, un cuchillo acabó en su estómago. Yo lo sujetaba. Instinto de supervivencia, dicen. Sé que soy una mujer maltratada. Todavía mi cabeza debate entre si me lo merecía o no, entre si debía haber hecho algo mejor para que él no me pegara, o en si todo ha sido por mi culpa. Y no sé si él está muerto. Lo dejé en la cocina, arrodillado ante mí por primera vez, con las manos en el estómago y su camisa blanca ejecutiva con un topo rojo que poco a poco se iba haciendo más grande. Arrodillado ante mí, así estaba. La mujer llama a la policía, y me dice que me tranquilice, que ahora estamos las dos a salvo, que ha sido en defensa propia... Teníamos a Marian como testigo ocular de los hechos. Qué vergüenza, mi pequeña y dulce Marian… Agotada, me siento en el sofá, al lado de la chimenea, y aquella salvadora se encarga de todos los trámites que yo me siento incapaz de emprender. Me pregunta si tengo familia. La tengo, sí. Pero él se encargó de alejarme de ellos. Los maltratadores lo hacen. Te alejan de todos. ¿Pero fue él o fui yo quien se alejó? Yo me dejé, seguramente. Pero no fue culpa mía. Tengo que repetir ese mantra. No es mi culpa que haya gente mala en el mundo. Acaricio el pelo de mi nena con dulzura y le beso en la coronilla. ¿Cuándo empezó el maltrato? ¿Yo ya era una mujer maltratada? El maltrato empezó por mí. Por no quererme. No me aceptaba a mí misma… El mundo no nos deja expresarnos tal cual somos, ¿verdad? Necesito ayuda. Y es algo que debo reconocer. No me cuesta mucho, porque apenas me queda orgullo. Pero, por primera vez en mucho tiempo, me siento un poco bien. Mientras observo el fuego y la leña crepitar, sé que lo más difícil está por llegar. Sé que algo de valentía debo tener por haber dado el primer paso. Sé que quiero a Marian con todo mi corazón y que por ella debo seguir adelante. Pero, también sé que debía hacer algo por mí. Si hoy el maltratador me daba una de sus caricias personales, lo haría por última vez. Nadie más me abofeteará la vida.



Historia de un

final feliz

漏Lorena Jara (pseud贸nimo de L.L.A.)



—Por donde tú vayas y pases, yo paso —comenzó a cantar la pequeña saltando con sus botas de agua encima de un charco. —Y por donde tú brinques, también yo brincaré —respondió su madre siguiendo con la letra. Ya estaba acostumbrada a hacerlo, ya que era como cantaban la canción. Para seguir el ritmo impuesto por la niña, también se dedicó a saltar con los tacones encima de alguno de los charcos más pequeños. —En guerra con los indios, los indios, los indios —continuaron las dos agarrándose de la mano—. En guerra con los indios, los vamos a vencer. Era tarde, pero Lorena y su mamá habían tenido que salir, ya que a Babu se le había olvidado comprar las galletas favoritas de los monstruos buenos, esas que tenían el dibujo de Triki y que estaban mordidas. Debían ser las que más gustaban por Barrio Sésamo, ya que estaban muy ricas. La niña agitó la espalda para mover las alas de Campanilla; su madre le había dejado ponérselas encima del abrigo, porque según decía, así todos sabían quién era su hadita. —Tilín, tilán, tirilí lirán lirón —continuó Lori—, marchar así en lí… ¿mami? ¿Pasa algo? —la niña se había girado para mirar a su mamá, que estaba ojeando la calle con recelo. Buscaba a los monstruos malvados. —No, sólo que como hemos salido tan tarde, creí que los monstruos buenos estarían durmiéndose en las esquinas esperando sus galletas —la pequeña se rio con ganas mientras entraba por la puerta del portal de la babu. Era mucho más pequeñito que el de su casa. Aquel día era incluso más enano, porque había muchas bolsas por el suelo llenas de comida. Sentado en las escaleras estaba Juan, que era su mejor amigo, mirando cómo bajaba el ascensor. —¡Juan, Juan! —gritó Lorena, contenta por verle y se acercó a él. Era un chico mayor, de los que iban al cole de mayores… no era tan tan grande como su mamá, ella era de los muy muy mayores o como su tía Miriam, que estaba yendo al cole de los muy mayores. —Pero mira quien está aquí: Lori… que le ha robado las alas a Campanilla —respondió él quitándose uno de sus cascos de la oreja. La niña le sonrió y se dio la vuelta para que se las viera—. Cuando mañana te vengas a casa ¿me darás suerte en el juego? —¿Todavía no has ganado al monstruo malo y grandote? —preguntó la chiquilla. Los tres se giraron al oír al ascensor abrirse, de éste que salió Adela, que era una señora muy simpática. A veces le daba algún gusanito dulce. —Perdonad, enseguida acabamos… anda Lorena, qué guapa vas con esas alitas —la saludó la otra mientras metía más bolsas en el ascensor. —Son las alas de Campanilla. —¿Y qué opina ella de que se las hayas cogido? —Pues mamá me dijo que no le importaba —sentenció la otra asintiendo. —Si es que Adela, no te enteras —le reprochó en broma Juan y la niña se comenzó a reír. —Sí, eso, no te enteras. —Bueno, esto ya está… —cargó por completo el ascensor y se acercó al hueco de las escaleras—. ¡Ángela! ¡Dale al botón! —y como por arte de magia, éste se puso en marcha—. Al siguiente viaje ya lo podéis usar, gracias por tu paciencia, Juan.


—Sólo os estaba dejando subir primero para ver si podía ver a mi hadita de la suerte —dijo el otro acercando la cabeza para darle un cabezazo cariñoso a la pequeña. —Oh, entonces me alegro de haberte servido de ayuda —aseguró la mujer, que después de darle un beso y un abrazo a Lorena, comenzó a subir por las escaleras—. Nos vemos mañana, que espantes muchos monstruos malvados, Lori. —Gracias —se despidió la pequeña al tiempo que los demás—. Entonces ¿aún no has ganado al malo final? —No, por eso te necesito. Eres mi hada de la suerte, ¿no? —y en su mano apareció un caramelo marrón de los que tanto le gustaban a la niña. Ésta se lo agradeció con un beso y se lo metió en el bolsillo del abrigo—. Ese es tu paga por darme suerte. —Mañana haremos que Donal y Gufi ganen a Sanson. —Ansem… pero está vez has estado cerca. Los tres subieron al ascensor cuando éste volvió y mientras su madre preguntaba a Juan por cosas aburridas, ella miró las galletas con una gran sonrisa. Menos mal que se había acordado de que faltaban antes de que cerrasen la tienda del señor Kuon, porque si no, ¿quién las protegería si aparecía el monstruo malvado? Pobre Babu, se sintió mal por olvidarse, pero ella siempre se acuerda de muchas otras cosas. Miró como los pisos iban haciendo ruido al tocar al ascensor. En su anterior casa, se podían ver por los botones que se iluminaban por dónde pasaban e incluso no sonaba. Pero claro, la casa de la babu estaba libre de monstruos malvados y los vecinos eran mucho más simpáticos: le daban muchos caramelos, hablaban con ella y Juan le dejaba jugar a sus videojuegos de mayores. Esperó impaciente a que su madre abriera la puerta de la casa y la cruzó dando saltitos. Mamá le quitó el abrigo con las alitas, mientras que por toda la casa resonaba el culebrón que tanto le gustaba ver a la babu. Le gustaba tanto, que hasta lo tenía grabado y lo veía una y otra vez. —Ve a darle las galletas a Babu para que las guarde —pidió su madre y ella asintió mientras iba dando canturreando por el pasillo. Era mucho más grande que el de ninguna otra casa del mundo. —¡Babu! ¡Ya hemos comprado las galletas! —las luces del salón parpadeaban, pero su babu no respondía. Debía haberse quedado dormida, a veces lo hacía—. ¡Babu! Cuando cruzó la puerta, vio que su babu estaba sentada en el suelo mirándola llena de miedo. La niña abrió los ojos y contuvo el aliento, asustada, al tiempo que las galletas caían al suelo y aterrizaban en la alfombra. Babu estaba cubierta de sangre y no se movía, ¿qué le pasaba? Oyó un ruido y se giró para ver que al lado de la televisión, apoyado contra la pared y cubierto de algo rojo, estaba el malvado monstruo. Sintió como los pantalones se calentaban y mojaban por su pis. Las lágrimas corrían por su cara, era incapaz de gritar del miedo; era incapaz siquiera de respirar, por lo que gemía en bajito y temblaba. Si los de su clase la hubieran visto, la habrían llamado meona, cobarde y se habrían reído de ella… pero eso no importaba ahora, si no el hecho de que el malvado había aprovechado para aparecer cuando habían ido a comprar las galletas que le repelían. —Lori, ¿qué pasa? —preguntó su mamá. Tenía que hacer algo ¡debía salvarla del monstruo! Éste le miró con unos ojos tillones de veces más malvados que todos los malos de Disney juntos, y le pidió silencio con una sonrisa un quinillón de veces más malosa que la de los malos de Disney—. ¿O queréis darme un susto? —la oía acercarse por el ruido de sus tacones, pero ella seguía paralizada por el miedo. —¡Mamiiiiiiiiiiiiii! —gritó al fin con todas sus fuerzas, pero sólo pudo ver como un jarrón volaba por todo el salón dándole al malvado monstruo en la cabeza. Mientras su madre la cogía en volandas, haciéndole daño—. ¡El monstruo, mami! ¡El monstruo! —¡No tengas miedo, mi vida! —mamá también estaba tan asustada como ella. Corría por el pasillo tirando las mesas con adornos de la babu, mientras la apretujaba tanto contra ella que del hacía daño. El monstruo se iba tropezando y decía palabras feas mientras corría detrás de ella. Era más grande de lo que recordaba y hacía mucho ruido y… y… y gritaba con una voz horrible y maligna. La pequeña del miedo, no podía evitar chillar aterrada.


—¡Mami, mami! —su madre la dejó en el suelo sin mucha delicadeza, al mismo tiempo abría la puerta del cuarto de su babu. —¡Enciérrate y no abras a ningún monstruo! —le ordenó ella y la niña cruzó corriendo. Luego, su mamá cerró detrás de ella y Lori la obedeció: echó el pestillo y arrastró la silla del escritorio de su abuela, como había visto en las pelúculas que le gustaban a su madre. Oía a su mami hablar con el monstruo malvado. Estaba llorando y el malo la estaba hipnotizando con su voz… cuando la bajaba así y hablaba de esa forma, fingía ser lo que no era. Asustada, miró a los lados de la habitación y corrió a abrir el armario y sacar todas las cajas de zapatos. Los cargó en sus bracitos y los lanzó contra la puerta… el monstruo no pasaría a través de ellos por el olor. A su madre y a su babu eso les impedía pasar. Se acercó otra vez a la puerta y oyó a su madre pedirle por favor que la dejara, que ella se iría con él, pero que dejara a la niña al margen. Lorena estudió el cuarto buscando algo para salvar a mamá y se dio cuenta de que en la mesilla, al lado de la cama de la babu, estaba el teléfono con el botón rojo. Era el que espantaba a los monstruos malvados cuando estaban dentro de la casa. Corrió a su lado y lo apretó una vez como le había dicho su babu que debía hacer si pasaba una tástofe como aquella. Oyó pitidos y casi al momento, una chica mayor la respondió. Oyó un golpe contra la pared y chilló. Había gritos, pero casi no los entendía. —Servicio de urgencias —la niña tragó saliva y sollozó de miedo—. ¿Dígame? —sorbió los mocos y se limpió las lágrimas—. ¿Está usted ahí? —Hay un monstruo… creo que ha hecho pupa a mi babu y… y quiere llevarse a mi mamá… y yo estoy encerrada en el cuarto de Babu…—oyó como la mujer hablaba apresuradamente y en voz baja—. No la oigo… ¿qué hago para salvar a mi mamá? —¿Cómo te llamas? —Lori… —Muy bien Lori, ahora te voy a preguntar unas cuantas cosas y debes… —un grito aterrador la interrumpió y Lorena supo que era su madre pidiendo ayuda—. ¡Lori! —¡Está haciendo daño a mi mami! —berreó la niña tirando el teléfono y alzando la voz tanto como su garganta pudo—. ¡Deja a mi mamá, monstruo! ¡No le hagas daño! —pero no fue suficiente, oyó muchos golpes fuertes, a su madre gritando y al monstruo llamándole cosas muy feas—. ¡Deja a mi mamá, deja a mi mamá! ¡Mamá! Saltó con fuerza encima del suelo y golpeó rabiosa la cama. Es lo que hacía siempre para que su madre y Babu la escucharan. Chilló con más ganas y le costaba tanto como las veces que intentaba hablar cuando tenía la voz rota. —¡Mami! ¡Mami! ¡Mami! —al monstruo se le oía resollar mientras seguía dando golpes, pero su madre no decía nada. El cuello le dolía muchísimo y asustada, se acercó poco a poco y temblorosa a la puerta—. ¿Mami… estás bien…? —la señora del teléfono la llamaba, pero no le hacía caso—. ¿Mami? Silencio. Su mami no respondía y ella no sabía que más hacer. Sollozó y siguió acercándose. Tal vez no la oía. ¡Eso era! Aunque todo estuviera en silencio, puede que no fuera capaz de escucharla, a veces pasaba. Entonces, llamaron la puerta con suavidad y ella se detuvo. —Lorena —y sin poderlo evitar, las lágrimas y un grito de terror escaparon de su garganta. Era el malo… y con su peor disfraz, el que más miedo le daba—. Lorena cariño, soy yo —la niña corrió hasta la cama de su babu, quitó las mantas y se metió dentro—, soy papá. —¡Vete monstruo malvado! —gritó aun a pesar de lo que le dolía la garganta, al tiempo que se abrazaba a las almohadas que olían como su babu. No tenía un peluche que la pudiera defender, pero esperó que eso sirviera. Estaba asustada, pero sabía que si uno no se lo mostraba a los malos, estos te dejaban en paz o al menos eso había aprendido de sus pelúculas. —No cariño, no soy un monstruo… ¿qué mentiras te ha contado la zor… tu madre? Vamos mi niña, abre la puerta. —¡No, tú no eres mi papá! ¡Eres el malvado monstruo que se lo llevó lejos!


—Lorena, por favor, abre la puerta y nos iremos tú y yo a un lugar maravilloso. Volveremos a ser felices —esta vez su voz era más sería y malvada. Estaba quitándose el disfraz de su padre. —¡No quiero, monstruo! —¡Abre la puerta, maldita sea! —gritó aporreando la puerta con fuerza. —¡No lo haré! —entonces volvió el silencio… Pero al instante, una barra de hierro atravesó la puerta al tiempo que el malvado le gritaba cosas muy muy feas—. ¡Vete! ¡Vete! ¡Vete! —pidió ella llorando, tapándose la cabeza con la manta, mientras gimoteaba. Otro golpe fuerte la obligó a berrear asustada—. ¡Mami, ayúdame! ¡Mami, el monstruo viene a por mí! ¡Mami, socorro, que me coge! —y un tercero seguido de jadeos—. ¡Mami, por favor, ayúdame! ¡Mami! ¡Mami, que me va a hacer daño! — entonces oyó como alguien gritaba con fuerza y al monstruo quejándose de dolor. Sonaron muchas voces y golpes, mientras decían cosas feas y algo golpeaba el suelo con fuerza y gritaba algo de su pie derecho. Se quitó la manta y miró a través del enorme agujero de la puerta, cómo había mucha gente que se asomaba por éste y la llamaba… eran más monstruos que tenían las formas de los vecinos, la llamaban para que abriera la puerta. —¡Lori abre! —gritó el primero, que tenía la forma de Rafa, el papá de Juan. —¡No, mamá me dijo que no abriera a los monstruos! —insistió—. ¡Y no podéis pasar por el muro de zapatos petosos! —Lori, cariño, no somos monstruos —dijo el que era igualito a Adela. —¡Pues enseñadme que no lo sois! —todos susurraron sin saber que hacer y la pequeña sonrió a través de las lágrimas, feliz por haberles detenido. —¡Lori! —exclamó Juan y apareció delante de su puerta—. ¡Mira que tengo!— metió la mano en el agujero y enseñó el paquete de galletas. Al instante apartó a los demás, lo abrió y se comió rápidamente una galleta… era su amigo, no eran más malvados—. ¿Ves? ¡No soy un monstruo! —Juan —aliviada por ver a su amigo, lloró feliz y se intentó quitar las lágrimas de la cara—. Juan, era el monstruo, nos encontró… —No te preocupes, le hemos ganado… no hay más monstruos. Te lo prometo —la pequeña le miró haciendo pucheros—. ¿Estás bien? —Me he hecho pis encima porque tenía miedo —reconoció avergonzada— ¿soy una miedica? —¿¡Qué dices!? Si yo hubiera sido tú, me habría hecho caca —la pequeña se rio, Juan siempre decía cosas graciosas—. ¡Así de grande habría sido mi caca! —dijo metiendo las manos por la abertura de la puerta y separándolas mucho. Aquello hizo que la niña se partiera de la risa. —Entonces, Rafa se habría enfadado mucho contigo. —Claro. Tendría que haberme limpiado el culo durante mucho rato y mi padre me habría dicho: <<Que vergüenza, tan mayor y asustándote así de los monstruos. Deberías aprender de Lorena, que es muy valiente y se enfrenta ella sola a todos los monstruos del mundo>> —¿Mamá me regañará por hacerme pis? —preguntó preocupada. —Pero Lori, tu madre casi nunca te regaña, así que no te preocupes por eso —creía que lloraba, la voz le temblaba mucho y se había tapado la cara, ¿estaría triste por algo?—. ¿Sabes cambiarte solita?— asintió orgullosa de sí misma—. ¿Le pido a Adela que te traiga un pantalón bonito? —¿No queréis que salga? —Vamos a esperarnos a que llegue la poli y se lleven al monstruo, por si acaso, ¿vale? —ella asintió y le sonrió. Seguía con mucho miedo, pero sabiendo que al menos su amigo estaba con ella, todo iba a ir bien. —¿Y dónde está mamá? ¿Babu tiene mucha pupa? —No, claro que su babu no tiene pupa, la sangre era del monstruo. Tu abuela es más poderosa que las Súper-Nenas y se ha ido con tu madre a vigilar que el monstruo no se escape —y sintiéndose feliz volvió a asentir. Estaba decidido, cuando Babu y mamá volvieran, comerían las galletas espanta monstruos y todo volvería a ser normal. Después de cambiarse, Lorena cantó en bajito con Juan todas las canciones de Disney. Aunque le doliera mucho el cuello, le hacía sentirse mucho mejor.


Entonces la policía llegó y por la puerta asomó su tía Mimí, que le pidió que saliera del cuarto de la babu, que ya no iba a pasar nada. La niña la obedeció feliz, porque llevaba mucho tiempo sin verla y su tía sabía juegos muy divertidos y locos. Cuando abrió el pestillo, la mujer la abrazó con fuerza y lloró mientras le decía que había sido muy valiente. Y allí estaban todos sus vecinos, pero no veía ni a su madre ni a su babu y así se lo dijo a Mimí, que volvió a echarse a llorar con fuerza. —¿Entonces sí que hizo mucha pupa a mami y a la babu? —preguntó asustada. —¡No, claro que no, Lori! —respondió Juan nervioso—. Ellas son más fuertes que mil Súper-Nenas, ya te lo he dicho… lo que pasa, es que el monstruo es muy difícil de ganar. —¿De verdad? —ahora sentía mucho miedo. —Si, verás: el único lugar donde pueden encerrarlo, es en el polo norte, para que esté muy lejos de ti y solo tu madre y tu abuela pueden detenerle. —¿Se han ido? —Juan asintió y ella comenzó a llorar muy triste—. ¿Ya no me quieren? ¿He hecho algo malo para que se fueran? —¡No, Lori! —dijo su tía de pronto—. Se han tenido que ir precisamente por eso, porque te quieren tanto, que prefieren encargarse del malvado monstruo para que nunca jamás vuelva a hacerte daño. Te quieren más que nada en este mundo y aunque les gustaría verte, ellas serán felices sabiendo que te están cuidando. Y ahora estarás conmigo, porque si te fueras, me sentiría muy sola y me aburriría mucho. Necesito que me cuides, ¿vale? ¿Te quedarás conmigo y me cuidarás? Y yo te cuidaré a ti, ¿de acuerdo? —la niña meditó durante unos instantes las palabras de su tía, porque eran muy difíciles para ella. Mami habría sabido explicárselo mejor… pero no podía culpar a su tía, las tías no saben ser mamás. —No te entiendo —reconoció al final tras darle muchas vueltas—, es muy difícil lo que me dices. —Solo te pido que confíes en mí, ¿lo harás? —le pidió con cariño y la pequeña asintió—. Aún tengo que aprender muchas cosas, pero seguro que me enseñarás bien. Yo… te lo explicaré en mi casa, ¿Vale? Es que a mí también me cuesta entender lo que ha pasado —volvió a decir que sí, pero antes de moverse, hizo que su tía se parase. Aún tenían algo que aclarar y no se iba a esperar. —¿Entonces esto es un final feliz? —pero Mimí no la comprendía tan bien como su mamá, por lo que tuvo que explicárselo—. Ganamos al monstruo y ya no nos molestara nunca más. Es un final feliz, ¿no? —Claro que si mi vida… —susurró su tía que parecía que algo le había hecho mucho daño, porque ahora había más lágrimas en su cara. —¿Y por qué lloras tanto? —Es que los finales felices siempre me hacen llorar —reconoció por lo que ambas se sonrieron, al tiempo que Juan le ponía su abrigo y las alitas de campanilla. Y mientras todos la despedían, tan felices como su tía por aquel final, se acurrucó contra ella y cerró los ojos. Al fin habían ganado, el monstruo había perdido y jamás de los jamases volvería.



Yo sí la amé ©Maribel Romero



Hoy he visto a Laura después de mucho tiempo. Prácticamente no tenía noticias suyas desde que comenzó a salir contigo. Tú te encargaste de separarla de familia, amigos, trabajo, y sobre todo de mí, porque soy hombre y la amé. Recuerdo aquella tarde que nos encontramos en la puerta del cine. Ella hizo un gesto para saludarme y tú la agarraste del brazo con tanta fuerza que temí se lo arrancaras. Desvié mi mirada, no quería contribuir a su visible humillación. Pero no sólo yo me di cuenta. Otros amigos comentaban cosas. Decían haberla visto por la calle con la cara amoratada y algunos hematomas en los brazos. Ella lo justificaba explicando que tenía un problema en la sangre; llegamos a preocuparnos mucho, incluso pensamos que podía tener cáncer, había perdido bastante peso, y su rostro, siempre bello y armonioso, se mostraba triste y enfermizo. Pero tú la cuidabas con infinito amor. Eso decían sus padres y hermanos, menos mal que te había conocido. Sólo un pequeño inconveniente amenazaba vuestra unión, eras un poco celoso, pero no dejaba de ser una prueba más de tu inmenso cariño. Por eso su familia nos sugirió que nos alejáramos de ella, que os dejáramos vivir vuestra bella historia solos, sobre todo yo, porque la amé. Y les hicimos caso. Queríamos a Laura y de ningún modo pretendíamos perjudicarla. Gran error. No nos dimos cuenta de que olvidándonos de ella te ayudábamos a ti a incrementar tu poder, a convertirte en su dueño y a someterla de esa manera a tus crueles torturas. ¿Te sientes un vencedor? Te diré algo. Yo he conocido a la Laura alegre, hermosa, llena de amor, con ganas de vivir, de divertirse, de soñar, a la Laura que existía antes de ti, a la que tú nunca llegaste a conocer porque se lo impediste. ¿Qué hiciste de ella? ¿Gozabas viéndola sufrir? ¿Preferías su rostro cubierto de lágrimas a su maravillosa sonrisa? ¿Te sentías con derecho a amarrar esa invisible cadena que habías colocado en su cuello? ¿Pero qué clase de persona eres? ¿Eres acaso un enfermo? Siempre he tenido a Laura en mi memoria, un trocito de mi corazón le pertenece y hoy, después de tanto tiempo, la he vuelto a ver. Ha sido en el cementerio, su foto destacaba sobre el color negro del mármol, una foto que conozco muy bien porque yo se la hice, fue durante unas vacaciones en la playa. Estaba muy guapa con su pelo suelto sobre los hombros. Junto a la foto, un bonito ramo de rosas rojas lloraba. Ése es tu triunfo. No sólo has sido capaz de robar la vida a Laura sino de destrozárnosla a todos los que la queríamos. Reza, no sé si Dios te perdonará, pero ninguno de los que la conocimos estamos dispuestos a perdonar.



Diatriba contra una maestra marisabidilla ŠMarina Rosa Capilla



¿Pero qué sabrá ella? ¡Menuda Marisabidilla! Mira que venir a decirme a mí, ¡a mí que tengo tres hijos…! Ella que seguro que no tiene ninguno… ¡Cómo va a tenerlos con esa cara de poca cosa…! ¡Creyendo que sabe más que una madre de sus propios hijos! ¿Pero qué sabrá ella de cómo se educa a un hijo? Esa tiene mucha carrera pero poco conocimiento. Si lo sabré yo que vengo de una familia de verdad, pero de verdad, de esas en las que uno no levantaba la cabeza sí no era para hablar de usted,… lo que te he dicho… una familia de verdad. Ahí sí que se aprende como se trata a los niños y no en tanto libro lleno de idioteces que para lo que sirven es para que una maestrilla de tres al cuarto como esa me diga que mi hijo no es malo…. ¡¡¡¡Malo!!!! Nooo, es peor, que yo soy la que está tooodo el santo día batallando con él, que sí tómate la leche, que si vístete, que si esto… que si lo otro, pero que nada, como el que oye la lluvia y la deja caer…. ¡Vamos y vamos… siete años que tiene! A su edad ya hacía yo encaje de bolillos… y como me saltase un punto… ¡Ay de mí, si me saltaba un punto! Que sí, que es lo que te digo, ella va y me dice que lo que mi hijo, y date cuenta, mi hijo, lo que necesita son abrazos y besos… ¡Abrazos! Si no es con palos, no te escuchan. Mírala,… Disimula que nos está mirando. ¿No quiere abrazos? ¡Pues le voy a dar dos tazas! La madre se agacha, en el rostro sereno perfectamente maquillado se extiende una copia de la sonrisa de una madre amante. El niño abre los ojos extrañado ante el rostro que se acerca. Ella observa con disimulo la porción de piel que ha quedado al descubierto al girarse el cuello del niño, con lentitud estudiada empareja la ropa desmadejada, como si solo pretendiese que todo quedase en su sitio, y no comprobar que no puedan verse las oscuras huellas de unos dedos de ira vertida sobre una frágil espalda. Lo aprieta entre sus brazos, fuerte…más fuerte…desde lejos la profesora observa y ella sonríe, ella sabe que lo está haciendo bien mientras aprieta hasta casi hacer dolor y ve que el niño no hace ningún aspaviento, su niño aprende rápido….la letra con sangre entra.



María ŠMarina Rosa Capilla



Hacía siete años que María no confesaba cuando se presentó ante el cura en el reclinatorio. Tenía María manos de muchacha virgen, de moza casadera y rica que no ha fregado nunca un plato. Todos miraron aquella mañana sus manos resplandecientes y su cara de ángel, de lejos, siempre de lejos, las mujeres con envidia y los hombres con deseo, pero de lejos eso sí, de lejos, como correspondía mirar a la mujer del otro, a la mujer del rico. Hasta Don Cosme, el cura, la miró más embelesado que nunca pensando en la blancura que suponía que era su alma y en que, bien por la paz de su mirada, igual al fin había llegado a santa. Fue hermosa desde la cuna, noble y rica y a ratos malcriada, pero educada como correctísima hija de su tiempo, a saber: costura para las mañanas, devocionario para los domingos, sumisión para el marido y dedicación para los hijos…y nada para una misma, nada, nada. El día que manchó las primeras sangres, el cura dejó de mecerla en sus rodillas y su padre la vio por primera vez, pero fue su madre la que puso nombre aquello que le pasaba. «María se nos casa pronto», ninguna frase grandilocuente sobre ser mujer y sobre la maravilla de poder tener hijos, solo la afirmación rotunda del único destino posible de una niña ya mujer…..ser esposa y madre y punto. Todavía guardan en el pueblo el recuerdo de la belleza de María cuya fama de mejor moza casadera llegó a extenderse tanto por todas las cercanías que no había fiesta local que se preciase sí ella no asistía. Muchos fueron los que la soñaron, algunos rodeados de la comodidad de la dote, otros, más osados, se atrevieron a verla metida entre sus sábanas, pero ningún pretendiente llenaba al padre, y en esto como en casi nada las mujeres no contaban. Hasta que en una de estas apareció de montería, con gorra recién estrenada y caballo prestado el amigo de un amigo, guapo hasta lo indecible y con dinero, que eso sí contaba, el candidato perfecto. A las mujeres se les pedía, sumisión, fertilidad, castidad y pureza, a los hombres nada. La boda se arreglo tan rápido que muchos contaron con suspicacia los meses, hasta que pasaron los nueve primeros y los segundos y los terceros y dejaron de hacerlo. Pero también dejaron de verla a ella, que pasó del todo a disolverse colgada al brazo, como si fuera un paraguas en un día de lluvia inesperada, de ese hombretón de puerta y media , tan buen partido y buen mozo para lo poquita cosa que ella era, que si fíjate que pasa el tiempo y no le pare ningún hijo, que sí que eso será algo de ella porque lo que es él… y tan buen marido debía ser porque a María la tuvo siempre ocupada, en la imaginación de cada uno con cosas distintas, hasta el punto que solo podía vérsele recatada bajo su mantilla los días de domingo,de lejos solo de lejos,que es como se mira a los mujeres de los ricos o a las mozas que son de otros. María amaba a su Marido, porque había sido bien educada para ello, porque esto era lo que tocaba, porque estaba sola y a quien podía contarle de estas palabras que la mordían por dentro,


zorra decía el viento de la primera palabra al oído, el segundo era la dureza del puño, el tercero el sabor de la sangre en su boca, y su cuerpo tomado al asalto mientras su mente se iba lejos, lejos… La hemorragia casi la mata, mucho más que las trece horas de parto mal avenido, el niño les nació muerto, muerto dice el médico, que no entiende que pudo pasar que ella es fuerte y todo marchaba bien esta vez y esta hemorragia intensa repite mientras sacude la cabeza buscando una explicación, que se cayó de la escalera dice su marido, que es una insensata repite compungido, que mano dura tenía que haber usado con ella y no tanto capricho de niña mimada y el médico asiente, a medias no convencido, mientras lo consuela con breves palmadas de camaradería, que te tranquilices que en unos meses tienes otro en camino. Y ella nota este vacío, que no solo viene de su vientre, sino de este hueco de aire frio que dejan las palabras no dichas, ponte a cuatro patas gorda de mierda a ver si puedo joderte por detrás… como a las vacas y el primer «no» vertido mientras se protegía el vientre y el segundo esta vez no por favor… por favor… y otra vez el duro hierro de los golpes, otra vez y otra,… y ese dolor que lacera. «La mente se me fue lejos y ya no quiso volver, el corazón se llenó de hielo, me busqué, incansablemente, pero no me encontraba». Me contaría ella años más tarde, mientras limpiaba las lágrimas desbordadas de mis ojos intentando no dañar mi mejilla magullada. «Ahora es distinto, hay esperanza.» Esa mañana se presentó ante el cura con su cara de virgen y sus manos blancas, no necesitaba confesarse, no había pecado en una vida de amor no compartido, en siete años de patadas. Se arrodilló ante él y dijo: —Anoche maté a mi marido.


El toque mágico ©Mónica Peñalver



La tienda de cosméticos pertenecía a una de esas franquicias. Siempre elijo tiendas grandes e impersonales. Me dirijo a la sección de cosméticos evitando los perfumes por miedo a que estos impregnaran mi ropa, no quiero darle ninguna excusa. Dejo atrás las marcas caras y me concentro en las baratas. Con los dedos tanteo las monedas que ÉL me ha dado porque Él siempre llevaba el control del dinero. Le gusta que dependa de él en todos sentidos. — ¿Puedo ayudarla en algo?—. La voz de una dependienta me sobresalta. Me encuentro mirando un rostro sonriente de expresión complaciente. —¿Está buscando algún maquillaje? —Ya lo he encontrado, gracias —me apresuro a responder intentando quitármela de encima. Instintivamente mi mirada se dirige al exterior donde ÉL aguarda fumando un cigarro. Tiene un aspecto despreocupado, casi relajado mientras sigue con la mirada cuanta minifalda le cruzaba por delante. —Pero ese tono no va con su piel, es demasiado oscuro —insiste la dependienta siguiendo mi mirada que regresa rápidamente a mí como si de repente comprendiera mi situación. —No es para mí, gracias. —Imito su sonrisa por cortesía y trato de alejarme. —Tenemos una oferta de lanzamiento por el mismo precio. —No tengo más remedio que detenerme a escuchar, —ésta es una marca nueva. —Una vez más su sonrisa «profiden» centellea bajo los focos persuasivamente mostrándome una cajita dorada con las palabras «Magic touch» en letras doradas. —Es un maquillaje ligero pero cubre cualquier imperfección. —Si es así, me lo llevo —digo rindiéndome a la persuasión. —Su composición se ajusta a lo que necesita. Le cambiará la vida. Tomo el pequeño paquete y me alejo de camino a la caja. Tras mis gafas oscuras, mis ojos se cierran un instante. Estoy tan cansada de estar asustada. Observo a mi alrededor; un grupo de adolescentes que entre risas se embadurna el rostro de cosméticos de prueba, mas allá una sofisticada ejecutiva olisquea un perfume en su muñeca y una turista lee concentradamente los componentes de un bote de after-sun. En otro tiempo mi vida había sido igual de despreocupada que la de todas aquellas personas, rememoro. Pero el pasado parece muy lejano como si perteneciera a otra persona que no soy yo Pago al contado y guardo el ticket en la bolsita de papel. ÉL siempre me exige saber cuanto he gastado, comprueba mis respuestas con el ticket de compra. De nuevo mi mirada se cruza con la de la dependienta de sonrisa eterna que me dedica un guiño cómplice. —¿Por que has tardado tanto? —El gruñido de Nacho hace que mi estómago se encoja. Lo veo arrojar aun lado la colilla y pisarla con la punta de su zapato, con el mismo aprecio que me dedica a mí. Me rodea los hombros con su brazo en un gesto de posesión que proclama que yo le pertenezco, que es mi dueño y señor. —¿Qué has comprado? Déjame verlo. —El maquillaje —respondo automáticamente. —La Loli se nos va poner guapa, ¿eh? Falta te hace. Venga, vamos que estoy cansado de estar aquí parado. No digo nada, nunca tengo nada que decir. Es su voluntad. —¡Hombre, Nacho! ¿De paseo con la parienta? Es Tomás, un compañero de trabajo de Nacho, el que nos detiene. Nacho se muestra simpático y bromista. Es su otra cara, la cara que todo el mundo conoce. Para mi reserva la otra, la del monstruo que habita en él. —Pues ya ves, la Loli que quería ir de compras.


—Yo tengo a la mía por ahí. Estoy dando una vuelta mientras compra. Lo de las tiendas no lo llevo. ¿Por qué no vamos a tomar una caña mientras Loli compra? —sugiere simpático. Su mirada recala en mí esperando mi consentimiento. Yo hundo los ojos en el suelo, a través del cristal opaco de mis gafas de sol observo el suelo. —Que él diga —respondo mientras la mano de Nacho ejerce una suave presión en mi hombro. —Otro día, que sino Loli se me enfada. Al despedirnos Tomás me mira a la cara con interés como preguntándose porque llevo gafas de sol en un lugar como aquel. Yo esquivo su mirada, intento mantenerme indiferente, fría, distante. —Le diré a Maite que te llame un día de estos —dice. Asiento ligeramente mientras Nacho me empuja hacia adelante. —Ya la llamará ella mejor —responde en mi lugar. Apenas hemos dado dos pasos cuando lo oigo resoplar. Contengo la respiración queriendo desaparecer, hacerme muy pequeña, invisible. —¡La puta que te parió! ¡La puta que te parió! No digo nada, la experiencia me ha enseñado que es mejor guardar silencio, mis palabras siempre le provocan. —Ese gilipollas no ha parado de mirarte las tetas y tú como una idiota. —Nacho, por favor —susurró. —Y a la zorra de Maite ni te acerques. Esa es más puta que las gallinas ¿Me has oído? La presencia de otras personas hace que él se calme. Por el momento estoy a salvo. Continuamos caminando entre el bullicio del centro comercial. Ante mí personas con vidas normales, libres, sin miedo. Yo estoy atrapada por el horror, congelada en mi propio miedo. Como un collar invisible me ciñe el cuello, me ahoga. —Necesito ir al baño —musitó. ÉL no dice nada, se limita a seguir caminando como si no me hubiera escuchado. Lo hace por el mero placer de verme humillada. Recorremos los pasillos de la primera planta y de la segunda. Lo hace con paso lento, prolongando mi tortura. —¿Nacho? —Nacho, ¿qué? —Por favor. —Acabo rogando cuando no puedo soportarlo más. Solo entonces ÉL se da por satisfecho. —No tardes —ordena tras acompañarme a la puerta del servicio Me precipitó hacia uno de los cubículos afortunadamente vacío. Me tomo unos segundos allí sentada, con los ojos cerrados tratando de hallar en mi interior un resquicio de fortaleza. El aseo se ha quedado en silencio, vació, aprovecho para mirarme en el espejo. Lentamente me quito las gafas y observo la marca violeta que tiñe mi ojo. De repente, recuerdo mi bolsita de maquillaje. Me deshago del papel de celofán y abro la cajita con forma de pitillera. Suavemente me aplicó una primera capa con la esponjilla blanca. Me sorprendo al observar el resultado. El moratón ha desaparecido por arte de magia. Con los dedos tanteo mi piel. El golpe ha dejado de dolerme. Cuidadosamente observo la cajita. «Magic touch» esas dos palabras me hacen sonreír ante el espejo. Es la primera vez que sonrió en…no recuerdo. Con un suspiro abandono el aseo. Nacho ha desaparecido. Yo misma soy la primera sorprendida. Lo busco entre la multitud sin moverme del sitio. Espero. El tiempo pasa. Dos horas después sigo esperando en el mismo lugar. Miro el reloj por undécima vez. Allí continúo cuando el centro comercial cierra sus puertas. Sin más remedio, regreso a casa. Tal vez ésta sea otro de sus subterfugios para ponerme a prueba. Seguramente me está observando, estudiando mis reacciones. Miro sobre el hombro pero no hay rastro de él. De regreso, me detengo en su bar habitual atestado por la hora del partido. Carmen, la camarera, me saluda desde detrás de la barra. —¿Qué hay, cariño? —Estoy buscando a Nacho. Sus depiladas cejas se alzan con sorpresa. —¿A qué Nacho, cariño? —Uno moreno, de mi estatura…—respondo siguiéndole el juego. —¡Alberto! —Vocea dirigiéndose al camarero—. ¿Conoces algún Nacho?


—¿Quién lo pregunta? —Loli, la del cuarto. —¿Nacho, eh? ¿No será el de la tienda de pesca? —No, Nacho Álvarez, el del ayuntamiento —respondo cansada de la broma. —No conocemos a ningún Nacho Álvarez, cariño. —Me sonríe ella llena de simpatía. Yo sacudo la cabeza sin dar crédito. —En cualquier caso, si viene por aquí decidle que estoy en casa. —Veo como ambos se miran de reojo antes de dedicarme una mirada condescendiente, como si yo fuera una tarada o algo así. El piso está vacío, todas las luces apagadas. Al abrir me detengo confundida. «Este no es mi piso», me digo. Observo los muebles de diseño, las alfombras que imitan el pelo de cebra, los cojines de colores brillantes. Nada de esto me pertenece. Salgo al descansillo pero el numero de piso no ha cambiado; 4º D. Sin saber que hacer vuelvo al interior, deambulo como hipnotizada entre los elegantes muebles buscando un resquicio de entendimiento. Debe tratarse de una broma o uno de esos programas de la tele. Me siento a esperar. Esa noche él no viene a dormir. No me atrevo a llamar a la policía. Temo su reacción. Quizás esté celebrando la goleada del Madrid. Próxima a la hora de comer del domingo me decido a usar el teléfono, pese a que ÉL me lo tiene prohibido. Llamó a casa de sus padres. Con voz temblorosa preguntó por Nacho. «¿Nacho? Aquí no hay ningún Nacho. Está confundida» me dice mi suegra antes de colgar. Vuelvo a intentarlo y esta vez su respuesta no disimula su fastidio. «¿Me está tomando el pelo? Ya le he dicho que aquí no hay ningún Nacho». Me siento en el sofá rodeada de todos aquellos muebles que no me pertenecen. ¿Qué está pasando? En el piso no hay ninguna referencia de Nacho, ninguna foto, ni ropa, ni sus CD, nada. Suena el teléfono. Aturdida respondo. —Loli, soy yo —Es la voz de mi hermana Adriana —. Oye, ¿te apetece ir al cine? —Adriana…—suspiro. Hace meses que prácticamente no sé nada de ella. Nacho ha ido minando, una a una, todas mis amistades. Rompiendo mis lazos familiares, aislándome del mundo. —Nacho ha desaparecido. —¿Nacho? ¿Qué Nacho? —No te hagas la tonta, sabes qué Nacho. Mi marido. Adriana tiene un ataque de risa como si todo el asunto le hiciera mucha gracia. —Pues hasta donde yo sé, tú eres soltera, trabajas en la sucursal del Banesto de tu calle desde que acabaste la carrera y no tienes ninguna relación, de momento, porque me he fijado que últimamente Luis te mira mucho. Ahora dime, ¿te apetece salir… sí o no? El aturdimiento me impide responder. ¿Que le pasa a todo el mundo? Es como si Nacho se hubiera desvanecido en el aire. Como si nunca hubiera formado parte de mi vida. Recorro el piso vació. Abro los armarios, observo mi ropa, bonitos y coloridos vestidos, zapatos de tacón. El estado civil de mi carné lo indica claramente: soltera. Por casualidad mis ojos recalan en la pequeña cajita de maquillaje. Recuerdo las palabras de la dependienta «Le cambiara la vida» ¡Qué absurdo! Sin embargo la levanto en mi mano, y la observo como si fuera la lámpara de los deseos. Leo: «composición: 50% de valor, 25% de decisión, 15% de orgullo, 5% de apoyo, 5% de magia. Basta una sola aplicación para que tu vida cambie».



Epílogo de La agonía de un insecto ©Regina Román



Desde aquí os hablo, nube 22 en la calle del Sosiego. Casi acostumbrado a esta nueva vida que tiene mucho de estimulante. Las angelitas que al principio se resistían y jugaban al despiste, ahora revolotean a mi alrededor igual que moscas sedientas. En cuestión de ligue, cuento con nutridas posibilidades de triunfo y todo el tiempo del mundo. Rememorando mi pasado mortal, reconozco que fui un bruto pero nunca me dio por arrancarle las patas a las cucarachas; quizá por eso me marcó en la infancia la visión de una del género, con la barriga a la intemperie, sufriendo frenética unos estertores de muerte que a mí se me antojaron atroces. Debieron echarle flus‐flus y se lo comió enterito, la desgraciada. Pues bien. La experiencia de Miguela desde el abandono de Gaby, se parecía mucho a aquello. Agonía con mayúsculas. Dios Nuestro Señor dejó clarito que lo de encarnarme nuevamente en humano, aunque fuese un pestilente anciano en un parque y sólo durante diez minutos, no iba a repetirse; me permitió sin embargo, echar un vistazo ocasional al foso de los mortales, a fin de comprobar que mi pupila era rabiosamente feliz y acallar mi conciencia. Lo era; bien por ella. Aprovechando que nadie espiaba, me colé unos segundos en la vida de Miguela, el menesteroso Miguela. Seguía solo, sin enamorarse, saltando de relación en relación, a cada cual más breve, más deforme y más absurda. Cercando a hembras marginales de las que nadie se apiadaba, afilándose los dientes en sus entrañas. Controlándolas con celo, reprendiéndolas a cada paso, tergiversando maliciosamente cualquier comentario que forjaran, haciéndose la víctima si ellas reaccionaban, coaccionando, amenazando, devaluando sus argumentos, incumpliendo promesas, mintiendo. Castigándolas con el látigo de su indiferencia y con silencios que duraban días. Interrogándolas como un mal detective y escurriendo el bulto para no afrontar los problemas. Y cuando se quedaba a solas consigo mismo, se infectaba y mareaba con la peste de su propia descomposición. Era un desecho humano. Deberían inventar un detector de maltratadores, mujeres del mundo, abogad por ello. Pero mientras tal fundamental aparatejo no exista, aguzad vuestros sentidos y quereros mucho. No permitáis que os atropellen (para eso ya están los camiones, el tráfico rodado y si me apuras y quieres mucha sangre, los trenes) y recordad que un compañero, un amante, es un mero complemento no la entera razón de vuestro existir. Que las relaciones sanas son las que nos empujan hacia arriba y nos hacen mejores. Aquellas con las que crecemos. Si cada día nos sentimos más desvalidos, más inseguros, más atormentados… Chungo. Eso no es ni por asomo lo que debería ser. ¡Sal corriendo! Yo te espero en el cielo.



AGRADECIMIENTOS RománTica’S quiere agradecer muy especialmente a los autores que nos han ayudado a crear este especial de relatos contra los malos tratos, a todas/os las/os colaboradoras/es de nuestra publicación mensual y muy especialmente a todas/os nuestras/os seguidoras/es que bimestre tras bimestre os descargáis nuestras publicaciones. Sabemos que un GRACIAS es poca cosa pero lo decimos de todo corazón.





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