A la chispa de mi creaciรณn, a la gota que convierte un charco en el mar Gracias
Prólogo No tenían nombre, solo existían ellos dos. Disfrutaban de la tierra, del color de las flores, del calor del sol y el frescor del agua, de la compañía del uno y del otro. Ella creaba cosas cogiendo lo que la rodeaba. Un poco del agua, un poco de la tierra, un suspiro de su aliento, hojas de aquel arbusto y el color de esa fruta, y creaba un ser nuevo. Mientras tanto, él les daba una historia a esas cosas. Y lo más importante: un nombre. Él era la palabra. Ella, el martillo y el cincel. Paseaban creando cosas nuevas constantemente. Un día, llegaron a un gran claro en cuyo centro había un oscuro lago, y ambos se enamoraron de ese lugar. Así que ella miró al cielo y cogió su oscuridad, además de rozar alguna estrella. Miró a las montañas y cogió su dureza, miró a la hierba y cogió su comodidad. Lo unió todo y, frente al lago, creó un banco de piedra dura, pero cómodo. Negro como la noche, pero con destellos blancos. Y allí se sentaron a contemplar el lago. 7
Capítulo 1 Desmond pensaba mucho en el porqué de las cosas. Cuando había dado un largo paseo, buscaba un buen sitio donde sentarse. Un sitio donde ver, pero no ser visto, donde poder pensar. En su granja no había sitio ni momentos para pensar. Siempre había algo que hacer, siempre alguien con quien hablar, alguien que escuchaba. Y a Desmond le encantaba hablar en voz alta consigo mismo, le ayudaba a concentrarse. Antonella le solía acompañar a esos sitios de pensar, a ella le gustaba escucharle. Le resultaba muy gracioso verle discutir solo, poniéndose la zancadilla a sí mismo. A un argumento le seguía un contraargumento de peso, como si hubiera aprendido algo nuevo en el instante entre oración y oración. Bastian, su otro gran amigo, era músico. Su instrumento favorito era la armónica de seis labios. Era el mejor músico que Desmond había visto, realmente parecía que tuviera tres o cuatro bocas. Sin embargo, este no era como Antonella, pues le encantaba hablar, lo cual no era malo. Desmond disfrutaba de una buena conversación cuando se le presentaba. No obstante, no podía ir a sus sitios de pensar con Bastian. 11
Su sitio de pensar favorito estaba al sur, donde el amarillo trigo se convertía en verde menta, donde los prados soleados daban paso a la sombra de los árboles. Un frondoso bosque tras el cual se abría un claro con un lago enorme, con el suelo inundado de hierba alta y suave. En el centro de la media luna que se abría como orilla, un banco de piedra: piedra negra con vetas blancas, duro y frío, pero desgastado como si durante miles de años alguien se hubiera sentado allí a contemplar el movimiento del agua en el lago. Desmond hablaba y hablaba. Discutía en una diarrea verbal sobre el porqué las aves vuelan, se planteaba un diseño para volar él y destacaba los fallos de su diseño. Se preguntaba si todas las aves volaban, o si había algunas aves que no volaban y él no las había visto. ¿Habría personas que volaban pero que él nunca hubiera visto? Antonella escuchaba atenta, sentada en el banco de piedra, mientras el cielo se tornaba rosado y la luz del sol empezaba a desaparecer. Entonces interrumpió a Desmond por primera vez en mucho tiempo y le peguntó que por qué no se convertía en un recolector de ideas, viajando por el mundo, reuniendo en un libro el porqué de las cosas. Desmond se rio: él no sabía escribir, no sabía leer y ni mucho menos tenía dinero para viajar por el mundo. Su sitio estaba en la granja, arreando caballos, hacien12
do paté y sembrando. -Yo puedo enseñarte a leer y a escribir- le dijo Antonella. Ella no sabía mucho, pero le habían enseñado lo básico, y había visto aprender a personas con muchos más años que Desmond. Había algo en su voz, en su forma de andar, en el aire que le rodeaba… Antonella sabía que Desmond era especial. La chica venía del interior de la ciudad. Decía que se aburría allí, que todo era igual y que ya lo había visto miles de veces. Decía que con Desmond disfrutaba del placer de conocer cosas nuevas, no solo geográficamente, sino también hablando curiosamente. En sus monólogos, Desmond siempre daba algo nuevo a Antonella, una idea en la que pensar, una paradoja, una imagen que analizar, enigmas o simplemente un paisaje que visualizar. Antonella empezó a llevar papel, tinta y pluma de vez en cuando, cuando podía sacarlos a escondidas de casa. Desmond pocas veces había visto una pluma de cerca. Había visto a su padre usarla cuando los recaudadores pasaban por casa, pero solo unos segundos, y no sabía qué utilidad tenía. Ella le enseñó el alfabeto, y cuando Desmond aprendió a dibujar sus primeros sonidos, se 13
enamoró. Se enamoró de las líneas, de sus curvas, del olor de la tinta y el papel. Tenía la letra más hermosa que Antonella hubiera visto en su vida. Si al escucharle hablar se quedaba ensimismada, al verle escribir se quedó hipnotizada. Era como si toda su vida hubiera usado una pluma. Una semana después, Bastian le consiguió a Desmond un libro, con encuadernación negra y lisa, cosido con hilo negro, y con las páginas tan blancas como un hueso limpio. Antonella le llevó libros para leer y Desmond disfrutó de la experiencia más placentera de su corta vida: una explosión de imágenes en su cabeza y un río de emoción que absorbió como una esponja.
14
Capítulo 2 Desmond quería escribir a todas horas, pero no quería gastar el libro de Bastian, así que usaba papel suelto, la tinta de Antonella y el último regalo que esta le había hecho. Se trataba de una pluma-estuche. Era hermosa, de un color bronce muy brillante, completamente de metal, pero ligera como una de ganso. Su nombre se debía a que podía guardar la tinta dentro de su cuerpo, cosa que fascinó a Desmond, que tardó un día entero en comprender cómo la tensión mantenía la tinta dentro hasta que la pluma rozaba el papel. Pero la tinta no es infinita, y Desmond la consumía a una velocidad de vértigo. Nadie sabía qué escribía, pero escribía mucho. Así que un día pensó en cuales serían los ingredientes de la tinta. ¿La sacaban de algún sitio concreto? ¿Era una receta culinaria? Una de sus opciones era agua mezclada con algo, como carbón, que hacía que fuera más negra. Así que hizo una hoguera y, cuando la madera se consumió, usó el carbón para mezclarlo con agua e intentó usar una pluma de ganso. La textura era distinta, el olor nauseabundo y el acabado mucho más pobre y sucio. 17
Esa no era la receta. Así que Desmond pensó, pensó mucho en eso. Pensó en sus paseos, pensó en la cama y pensó en el banco de pensar. Estaba allí sentado solo ese día, pues Antonella no había pasado por su casa. Miraba embobado la orilla del lago, donde el césped besaba con cariño el leve vaivén del agua, cuando del azul profundo del lago surgió, como por arte de magia, una flor. Desmond la conocía, había visto muchas veces cómo esas flores manaban del lago. Eran flores acuáticas, muy extrañas, que crecían en el fondo del lago y cuyo cuerpo se separaba del tallo al morir, viajando hacia la superficie, como si el alma de una persona al morir viajara hacia las nubes. Los pétalos azulados de la flor se derretían al salir del agua y se perdían en el azul del lago. En cuanto vio eso por primera vez, deseó que volviera a pasar para poder tocar la gelatinosa flor antes de que desapareciera. Y se le ocurrió una idea. Corrió y corrió hacia el norte, a su casa, donde buscó un cuenco, y volvió al lago. Se desnudó, se metió en el lago y buceó hacia el fondo con el cuenco en la mano. Buscó, pero era difícil, se camuflaban bien. Encontró dos, las arrancó y las metió en el cuenco. Al salir del 18
agua, las flores seguían vivas el tiempo suficiente como para sacar el agua del cuenco y que lo que quedara fueran solo los restos de los pétalos. Desmond salió del lago y, con algunas ramas, hizo un fuego pequeño y colocó el cuenco encima, con los restos de la flor. Lo calentó hasta que el agua se evaporó y solo quedó una sustancia azul, oleosa. Y no era homogénea, cambiaba de color. No sabía por qué lo había calentado, pero sí que tenía que hacerlo. De una mochila de cuero sacó la pluma de Antonella. Con cuidado, deleitándose en el acabado. Las estrellas arrancaban miles de destellos en el cuerpo metálico. La desenroscó y vertió el líquido en el cartucho. No solía probar sus experimentos con la pluma de Antonella, no quería estropearla. Pero esta vez, algo en su interior le decía que no iba a salir nada mal. De una flor salió material justo para un cartucho, parecía medido con antelación. Sacó el libro de Bastian. Estaba impoluto. Abrió la primera página, la dejó en blanco, pues era lo que había visto en los libros, y pasó a la segunda, donde posó la pluma. Presionó, y una gota se deslizó por el plumil y creó un charco en la hoja, azul como el lago. Entonces Desmond escribió. La pluma se deslizaba como un dedo que rebaña un 20
delicioso plato de comida, suave, rápido, como el cuchillo afilándose, como el tacto del metal con el cristal. Desmond escribió su primera frase y se quedó maravillado al ver los distintos tonos de azul en las palabras: azul lago, azul cielo, azul piedra, azul noche, azul océano, azul bahía…Miles de tonos, bailando. Cuando terminó la frase, a Desmond le abrazaron la nostalgia, la hermosura de esas palabras, el olor, la pluma, el libro en blanco, el lago, las estrellas. Miró al lago. Otra flor brotó, le miró unos instantes y se desvaneció en el agua, y una gota cayó en la primera página de su libro.
21
Capítulo 3 La primera vez que Antonella construyó algo, fue algo muy simple, doblando papel. Su madre le enseñó a hacer un pájaro, un perro, un gato…El sonido del papel doblándose la relajaba y sentía un placer inmenso al ver la figura emerger del desorden del folio. Con un poco de práctica, Antonella diseñó otras figuras más complejas. Unía diseños para complicar lo complejo. Hizo un móvil que colgó de su ventana. Tenía figuras de personas que parecían levitar. El papel se le quedó corto. Comenzó a usar barro para las figuras estáticas y empezó a investigar el mundo del metal, los mecanismos, a lo que ella llamaba “el arte útil”. Entonces llegó el día en que su padre descubrió a qué se dedicaba en su tiempo libre. El padre de Antonella era el dueño de unas minas en las montañas del norte. Su familia era una de las más prestigiosas de la ciudad y su apellido era tan antiguo que sonaba arcaico. Su hija no podía usar las manos para trabajar, eso no era digno de su alcurnia. Así que Antonella tuvo que dejar de construir, tirar sus herramientas, sacar todo de su cuarto y no volver a crear nada, por lo menos, dentro de la casa de su padre. 23
Antonella cogió una capa de un empleado, salió por las caballerizas y se dirigió al barrio sur, junto a la comisaría, donde los gremios se reunían y donde, cada tres días, se levantaba el mercado. Le encantaba ir allí, pasear por las calles y cotillear por los talleres: pintores preparando pigmentos, escultores recibiendo cubos gigantes de piedra, dibujantes que practican la captura del movimiento abocetando a los vecinos que pasean por el barrio. Y su parte favorita, la del metal. Herreros, orfebres… olor a azufre, calor que golpea al pasar junto a la ventana. Ella era bien recibida en el taller de Alvö. Alvö lo trabajaba todo, ya fuese metal, madera, barro, óleo, carbón…Su taller estaba lleno de cosas hechas por él, aunque siempre que Antonella lo visitaba, lo encontraba dormido al fondo del taller. Ese día, junto a su silla, tenía un tubo de metal partido por la mitad longitudinalmente, con varios cristales dispuestos en tramos. Estaba haciendo un telescopio. Alguien del este le cambió un diseño por unos materiales. Alvö quería mirar al cielo, y le habían dicho que no había palabras para describir lo que vería por ese telescopio. Antonella ojeó los diseños. Nunca los había visto, pero los comprendía. Se dio una vuelta por la tienda. 24
Alvö sabía quién era Antonella. Desde el primer día en que la vio, supo que ella era como él. Llevaba el arte dentro, tenía algo que hacía que cualquier cosa que saliera de sus manos tuviera un aura especial, hipnotizaban. Antonella cogió unos restos de aquí, otros de por allí, se acercó a la mesa de trabajo y se puso a trabajar. Sus manos delicadas trabajaban rápido y con elegancia, sin vacilar. En el tiempo en el que Alvö se despertaba, levantaba, aseaba y daba un paseo por acá y allá, Antonella había terminado un telescopio, pero mucho más pequeño, del tamaño de dos veces su antebrazo. Tenía ese toque suyo que hacía que Alvö se fascinara al verlo. No tenía un alcance tan grande, pero aumentaba la imagen. Antonella salió corriendo con su obra del taller y se dirigió a la muralla de la ciudad. Subió por una torre, se llevó el objeto al ojo y miró el horizonte. Un vasto terreno amarillo se abría delante de ella, desolado. No se apreciaba movimiento, no se veía ninguna persona, cada cientos de metros había una granja y, al fondo, tan lejos que el azul del aire se mezclaba con sus colores, los árboles, árboles altísimos, verdes y frondosos. Miraba aburrida cuando vio movimiento por un camino. Dos figuras, un chico extravagante con ropas de colores destacaba sobre la tierra y, junto a él, un granjero, 26
o el hijo de uno, despeinado, escuchando la mĂşsica que el otro tocaba.
27
Capítulo 4 Antonella y Desmond tenían un juego para pasar el rato. Se lo había inventado Desmond, para cuando se extendía en demasía hablando. Él no era tonto y notaba cuando hablaba mucho. Así que se forzaba a parar e introducía a Antonella en la conversación, lo que derivó en un juego lingüístico. En él, Desmond le pedía que nombrara el primer oficio que le viniera a la cabeza, un objeto y un animal. Antonella dijo zapatero, cuchillo y ciervo. Había tenido una mala mañana con el zapatero de su padre, que se empeñaba en que se pusiera unos zapatos muy incómodos con los que ella, insistía, no iba a poder pasear ni andar. Él decía que su padre le había dicho que esos zapatos eran los que se tenía que poner. Así que se los puso, pero se los quitó cuando salió de las murallas y los tiró en un charco junto a una caseta. Quizás por eso Desmond introdujo el juego tan rápido ese día. Antonella tenía una cara diferente y él lo notaba. Leía en sus cejas, en sus aletas nasales y en la profundidad de sus ojos que había tenido un mal día. Así que intentó levantarle un poco el ánimo y le contó 29
una historia sobre un artesano que viajaba por el mundo arreglando cosas. Viajaba con una maleta inmensa, dos veces él, y en cada ciudad arreglaba lo que podía. La gente le daba dinero y él lo aceptaba, aunque no le importaba nada ya que dinero no es lo que buscaba. Él solo quería ayudar. Construía cosas para la gente, incluso hacía ropa, juguetes y otro tipo de objetos. Un día, viajando de pueblo a pueblo, caminaba por el bosque por una ruta sinuosa, usando un cuchillo para pelar una rama, como pasatiempo. En el silencio del bosque, escuchó algo quejarse entre unos matorrales. El artesano era un hombre curioso, así que se acercó y se horrorizó al ver un cervatillo agonizando. Estaba desangrándose, algo le había arrancado una pata trasera no hacía mucho. Así que se quitó su maleta, paró la hemorragia y comenzó a trabajar. Con su cuchillo, cortó una buena rama y la talló bien, dándole forma de pata. Sacó varios engranajes, unas tiras de cobre y algunos tornillos. Los unió y consiguió una pierna móvil. Ya solo quedaba conectarla. El artesano sabía algo de medicina, así que conectó la pata a los cuartos traseros del ciervo, que se quejó. Cuando se acostumbró, el cervatillo se levantó y con pasos torpes se acercó al artesano, que estaba sentado al lado, comiendo, esperando a que eso pasara para comprobar cómo había quedado. Se acercó, le chupó la 30
mano, luego la cara, dio unos saltos de alegría y luego se acurrucó entre sus piernas. Eso era lo que buscaba el artesano, ayudar y hacer feliz a la gente. Pero el mayor gesto de agradecimiento, se lo había dado un ciervo. Desmond se giró en el banco y miró a Antonella, que sonreía por primera vez en lo que llevaba día. Le acarició la mejilla, sonrió y dijo: -Yo solo quiero que la gente sea feliz.
32
Capítulo 5 Ya había terminado sus maletas. Sus padres habían sido granjeros toda la vida, y él habría seguido sus pasos, pero tenía sueños. Vivían a las afueras de una gran ciudad. Él sabía que allí había muy pocos que valieran la pena, y que de esos pocos solo unos cuantos se merecían que les dirigiera la palabra. Sabía que, para ellos, sería una mierda, un cateto de las afueras que solo iba a luchar por dinero. Sabía la verdad, desde hacía muchos años, cuando una amiga le dio el regalo más importante de su vida: el conocimiento. Y sabía que él, el granjero, valía más que cien de esos señores de ciudad. Desmond era fuerte como un mulo, pero no visualmente, sino interiormente. Podía levantar un carro para cambiar una rueda rota, controlar a un caballo que están herrando o arar él solo la tierra, sin ayuda de animales. Sin embargo, no lo aparentaba. No pesaba más de ochenta kilos y, a simple vista, no era más que un chico más, que paseaba por el camino hacia la ciudad, a buscarse la vida trabajando para el rey. Necesitaba dinero. Quería viajar y poder vivir haciendo lo que le gustaba, así que su plan era ser el mejor 33
en la batalla, salvar a alguien importante o matar a alguien importante, y ganarse unas tierras de las que poder sacar el dinero para eso.
34
35
Capítulo 6 Desmond había saltado desde aves gigantes, sujeto solo por una cuerda. Había estado enterrado en un barril lleno de un material nuevo del este, pólvora, que ardía al mínimo contacto. Había matado, y había visto a la muerte venir a por él. Pero nunca tuvo tanto miedo como el que sentía en ese camino, cuyo destino era ese barrio, donde se encontraría de nuevo con ella. Había hecho todo eso y mucho más. Había salvado a una persona importante y matado a otra más importante, así que el rey le había concedido el título de terrateniente y le había dado a elegir entre todas sus tierras, de las cuales Desmond se quedó con las que abarcaban la granja de sus padres. Ahora, cada mes recibiría dinero, y su bolsa nunca estaría vacía. Así que, retirado y con tiempo libre, decidió volver a casa y ver a sus seres queridos. Visitó a su abuelo, y a sus padres. Les costó reconocerlo. Era más alto, sus hombros eran más anchos, su pelo más corto…pero su cara seguía siendo la misma, igual de risueña. A Bastian lo vio en la taberna donde lo había visto por última vez, solo que ahora, además de actuar en ella, la regentaba. Había perfeccionado su música, tocaba cuatro instrumentos más, y la gente iba a su taberna solo 37
para verle hacer el espectáculo de las diez. Pero Desmond no sabía dónde ir a ver a Antonella. Siempre era ella quien iba a verlo y hacía mucho tiempo que no pasaba eso, así que se paseó por los barrios ricos, buscando algo que le ayudara. Y entonces lo vio, el apellido de Antonella, sobre el portón de una mansión. Sabía que tenía dinero, pero, ¿tanto? Decidió dejar un mensaje a un criado, que le dijo que la señorita Antonella pasaba poco tiempo allí, pero que en cuanto la viera, le haría saber que había venido. Desmond no tenía forma de saber cuándo volvería. Ni si quiera sabía si querría verlo después de tantos años. Había sido un mal amigo, se fue casi sin despedirse, sin avisar. Y como mucho, la veía una vez cada mucho tiempo, y eso fue solo al principio. Después no dejaba de trabajar, estaba siempre en otros sitios del continente. Desmond ayudaba en la granja de su padre y todos los días iba a su banco, pero esperaba a lo lejos, mirando desde detrás de un árbol, aunque nunca venía nadie, o quizás siempre llegaba tarde. Entonces llegó el día. Terminó la faena con su padre y se dirigió a su cuar38
to. Al entrar, miró su escritorio, y sobre sus libros, alguien había dejado un regalo. Era un objeto de metal laminado del tamaño de un puño. Desmond se acercó con cautela, pues había visto objetos así dejar mancos a compañeros suyos. No obstante, algo le decía que ese objeto no era peligroso, algo le pedía tocarlo, algo que le hipnotizaba. Su índice lo tocó y el objeto se movió con un movimiento mecánico, como los engranajes de un reloj. Las láminas se abrieron, dándole la forma de una flor, una flor del lago. Cuando los pétalos se abrieron del todo, hubo unos segundos de pausa. El objeto se quedó inmóvil y entonces siguió moviéndose. Los pétalos se extendieron al máximo de sus posibilidades y lo que había sido un objeto esférico pasó a ser plano, dejando a la vista una nota en el centro, con algo escrito: “No tardes”.
40
Capítulo final Era el camino de siempre, pero se le estaba haciendo eterno. No veía el final, no llegaban los árboles. Quería correr, quería gritar, pero no lo hizo. Había aprendido a controlar sus emociones, y quizás no estuviera allí. El sol ya descendía al otro lado del lago cuando llegó al claro y la vio. Vio su silueta sentada en el banco, sentada en el espaldar. No vestía uno de sus vestidos delicados y caros, llevaba un sombrero de ala ancha y se abrigaba con una gabardina larga. Ropa de viaje. Parecía que se fuera, o que llegase. A la espalda, una maleta de cuero y en el suelo, una bandolera. Desmond se acercaba lentamente y ambos se vieron. Se cruzaron sus miradas, pero ninguno se alteró. Antonella se incorporó. Desmond notaba su pulso en el cuello, en las manos, en la nuca, en el pecho. El espacio entre ellos se redujo a lo que ocupa un suspiro. Desmond la miraba desde arriba y vio con claridad esa 41
cara de nuevo, recordó lo que era ser feliz, lo que era no tener preocupaciones y disfrutar de la vida. Recordó el placer de escribir, el calor de un abrazo. Antonella miró a Desmond y, tras unos segundos, su mano le golpeó la mejilla. Fue algo leve, como un golpe de aviso. Desmond no parpadeó. Era como si ese golpe hubiera estado guardado durante mucho tiempo en el cuerpo de Antonella, pero en ese instante, el odio del que nació se hubiera desvanecido. Entonces comenzó a llorar. No era rabia. Realmente, a Antonella no le molestaba no verle, lo que le molestaba era la incertidumbre, no saber si estaba sano y salvo. Odiaba la incertidumbre. Desmond sujetó su barbilla y le levantó la mirada. Secó sus lágrimas y la abrazó. Sus cabezas se entrelazaron como dos eslabones de cadena y sus labios quedaron a la altura del oído del otro. Una flor se separa por el tallo y flota entre burbujas y los últimos rayos de sol para romper silenciosamente el silencio de la superficie. Desmond y Antonella se separan, pero no se sueltan. Ella le sonríe y entre sonrojos y lágrimas, le hace una petición: -Escríbeme.
42
43
Desmond sonríe y le hace su petición: -Escúchame. Desmond se quita su camisa. Debajo de la segunda capa de ropa, en contacto con su piel, lleva un cinto cruzado en el pecho, con una bolsa de la que saca unos trozos de papel. Del cuello, colgada en una cadena, la pluma de Antonella, lista para usarse. Desmond se sienta en su banco. Antonella le acompaña, pero ella se tumba, apoya su cabeza en las piernas de Desmond, respira profundamente, y mira el lago. -Dime un oficio, un objeto y un animal. Se pasaron las horas en el banco. Él hablaba, ella escuchaba, y ambos disfrutaban de la paz y la tranquilidad que aquel lugar les brindaba. Se pusieron al día. Antonella le enseñó lo que hacía. En su maleta llevaba algunos objetos, los que más había disfrutado haciendo. El primero era una esfera de cristal con un líquido transparente que al contacto con el calor brillaba y que, 44
en plena oscuridad del bosque, iluminó el banco con una luz azulada utilizando solo el calor de las manos de Antonella. Sacó también una caja de madera con una lente en un lateral y un mango en la parte de arriba. Esta no parecía mecánica, era hermosa por su simpleza. Al sujetarla por el mango, se agitó. Había algo dentro, algo vivo. Un haz de luz salió por la lente, recortado, intenso y cálido. Al poner la bola de cristal delante, la luz se difuminaba, se volvía verdosa y llegaba mucho más lejos, casi a la mitad del lago. A Antonella le interesaba la luz. El mundo estaba muy oscuro, las velas alumbraban, pero esa luz era escasa y no transmitía tanta felicidad como su luz fría. El siguiente objeto era un maletín pequeño, compacto. Lo puso en el suelo y soltó los cierres. De repente, una cama se desplegó delante de sus ojos. El último objeto desentonaba un poco, una barra de madera con elementos metálicos. Parecía una caja de cerillas, y en uno de los lados cortos, había una fina abertura. Antonella pulsó un botón y de la grieta apareció una hoja, brillante, afilada y limpia. Desmond le enseñó lo que él había aprendido. Las flores que había conocido, que le permitían colorear su tinta. También le mostró su nueva forma de contar cosas, imágenes con las que podía contar mucho más en 45
mucho menos y, si unía ambas cosas, conseguía contar más de lo que había podido contar en su vida. Le enseño dibujos sueltos, dibujos que había hecho cuando tenía tiempo libre, de lo que veía, retratos de compañeros suyos, paisajes de ciudades que Antonella no había llegado a ver todavía, gente con ropa extraña, objetos que maravillaron a Antonella. -Me dedico a viajar arreglando cosas, construyendo otras, como el señor de una de tus historias. -Yo quiero viajar. He conseguido medios. Quiero contar historias, aprender. Averiguar el porqué de las cosas. -Viajemos juntos. Vayamos al norte, donde la tierra choca con el cielo. Viajemos arreglando cosas, contemos historias, y descubramos juntos el porqué de las cosas.
46
Sobre el autor Álvaro Baglietto Sequera (18 de Abril de 1993), es un escritor, guionista y artista audiovisual sevillano. “El porqué de las cosas” es su primer proyecto literario, y con él ha cosechado un éxito notable entre su público. Ya desde niño, desarrolló una gran afición por el dibujo y la lectura de ficción. Con los años, decidió enfocar sus esfuerzos hacia el campo de la realización, lo que le llevó a estudiar un grado en el I.E.S. Néstor Almendros. Motivado por sus inquietudes, decidió también estudiar Historia del Arte, carrera que abandonó para dedicarse por completo a su pasión, no sin antes haber recopilado ingentes cantidades de información que le ayudarían a la hora de crear. Actualmente, dedica todos sus esfuerzos a la elaboración de historias de ficción, compaginándolas con el estudio de nuevos medios de comunicación audiovisual. Sus próximos proyectos se cuentan por decenas, y todos sus fans esperan con impaciencia sus siguientes obras.
49