Textos: © Carmen Palomo Ilustraciones y diseño de cubierta: © Rrose
Primera edición, diciembre 2017 ISBN: 978-84-948087-0-8 Dep. Legal: Le. 447-2017 Impreso en España — Printed in Spain
Este libro ha sido compuesto con tipos ITC Galliard y Serlio sobre papel Natural de 160 g/m² de Torraspapel, utilizando para ello una máquina Roland 704 3B de cuatro colores, en los talleres de la imprenta Celarayn, S.A. El autor de las ilustraciones desea agradecer al espíritu infraleve de Marcel Duchamp el préstamo de la ventana (Fresh Widow, 1920) que aparece en el capítulo titulado Lluvia, y al espíritu milanés de Piero Fornasetti el ojo que aparece en Mira (aunque las malas lenguas dicen que Fornasetti, a su vez, arrancó aquel ojo a la gran Lina Cavalieri). Esta obra esta sujeta a la Licencia Reconocimiento-NoComercial 4.0 Internacional de Creative Commons. Para ver una copia de esta licencia, visite: http://creativecommons.org/licenses/by-nc/4.0/ o envíe una carta a: Creative Commons, PO Box 1866, Mountain View, CA 94042, USA.
Mr. Griffin es un sello de menoslobos, taller editorial
Quilma Textos de Carmen Palomo ilustrados por Rrose
Mira Estamos en la cocina. Soy pequeña. Mi madre coge un huevo, se acerca a mí y, como si se tratara de algo excepcional, me lo enseña: —Mira la belleza de un huevo —dice. Y yo veo la belleza de un huevo.
Esa otra atención extrema, la de estar al tanto de los tiempos exactos de la incubación para ayudar a los polluelos en la eclosión del cascarón: lo conmovedor de la fragilidad del animal húmedo y encogido, la delicadeza de la ayuda, la alegría del milagro.
Guadromal Existe a las afueras del pueblo un pequeño terreno llamado Guadromal plantado de manzanos, algunos viejísimos. A finales de invierno los manzanos están totalmente desnudos de hojas y hay que fijarse mucho para apreciar los botones de donde saldrán las flores que se convertirán en manzanas. Marzo es el momento de la poda. Podar las ramas es todo un arte: deben cortarse las más nuevas y dejar aquellas con más fuerza para asegurar que los frutos sean pocos, pero sanos y grandes. Las nuevas ramitas del pie del árbol y las más altas se quitan todas. De la copa, algunas ramas nacidas ese año se conservarán para renovar las viejas, otras se cortarán… Se trata de dibujar el árbol con las tijeras podadoras. Mis hermanos y yo estamos podando los manzanos de Guadromal bajo la supervisión de mi madre. Me ha asignado la parte más delicada, la de la copa, y me vigila desde el suelo mientras estoy subida a una escalera, tijeras en mano. —¿Esta rama la corto entera? —pregunto. —¡Esa no! ¿Cómo la vas a cortar? ¿¡Pero es que no ves la manzana!? —responde mi madre extrañada.
Aquella rama estaba totalmente desnuda, sin ni siquiera un brote, pero mi madre podĂa ver la manzana, la manzana del futuro: tan sencillo, tan misterioso, como percibir esa manzana e ir borrando lo sobrante al dibujo imaginario del ĂĄrbol cargado de frutos del prĂłximo otoĂąo.
Compañía La posguerra: un único par de alpargatas. El monte que se extiende más allá del pueblo, a sus espaldas, es hoy un lugar vacío, de matorral bajo y encinas dispersas. Durante siglos este monte fue terreno cultivable, un mar de cereal para hacer pan y alimentar al ganado. Mi madre, niña aún, camina sola por el monte con sus alpargatas en la mano para que no se rompan. Con cada uno de sus pasos descalzos, de manera acompasada, brinca ante ella una nube de saltamontes azules. Así lo contaba.
Luz Vinieron los expertos restauradores a ver el retablo de la iglesia. En lo más alto, una talla románica de santa Eulalia contempla el devenir de los tiempos con mirada absorta y parsimonia medieval. Atardece y hay poca luz en el recinto. Las lámparas no despejan las penumbras de la parte superior del retablo. Los restauradores deciden regresar otro día pertrechados con unos buenos focos. Mi madre, que acompaña a la comitiva del pueblo, lamenta que la visita sea tan poco productiva. Pide un espejo. Con el espejo en la mano, recoge un rayo tardío del sol y lo proyecta hacia las alturas. El retablo se ilumina con el reflejo. Santa Eulalia sonríe por el ingenio.
Esquejes Hay una foto de sus manos enseùåndonos a preparar un esqueje para injertar. O sea, lo que hizo mi madre durante toda su vida: enseùar a sus hijos a preparar bien los esquejes para injertarlos por el mundo lo mejor que podamos.
Juicio Estamos muchas mujeres, niñas y adultas, madres e hijas, alrededor de una gran mesa. Alguien comenta un caso horrible sucedido décadas atrás, el de una chica que mató a su bebé recién nacido, quizá por la presión social de ser señalada como madre soltera. En respuesta, se oyen varios cuchicheos de censura y condena ante la atrocidad. Mi madre dice que habría que verse en el lugar de la chica, que no podemos imaginar ese lugar, que no tenemos derecho a juzgarla. La voz de mi madre impone silencio y deja paso a algo que no es exactamente respeto, sino una comprensión más profunda. Mi madre redime así, oscuramente, una atrocidad no anecdótica: abre una puerta compasiva de una habitación casi inaccesible del alma humana.
Puntos y puntadas Un tapiz repostero es un cuadro confeccionado con telas antiguas de seda y lino, teñidas en casa, recortadas en pequeñas piezas que se pegan con engrudo y se cosen. Se usan galones de oro, hilos de plata. Algunos detalles se bordan: el pelaje de un caballo, las plumas de una garza, las flores de una pradera, los ojos de un segador. Hacer tapices reposteros fue una de las grandes pasiones de mi madre: miles de horas de esmerada tarea hasta que la vejez llegó a sus ojos. Más allá de la evidente belleza, hay algo feliz, amatorio, en la laboriosa minuciosidad. Esa gran herencia: el disfrute en el trabajo.
Y aquella otra labor de costura. Mi hermano mayor, siendo niño, se hizo una herida en un pie a lo largo de la base de los dedos. Mi madre corre con él en brazos a la Casa de Socorro. Allí, un médico torpe y achacoso ve la herida y se dispone a coserla. No emplea anestesia. Pincha en la carne, se equivoca o se arrepiente, vuelve a pinchar… Mi hermano se retuerce en medio de sudores fríos. Tras cinco minutos de angustia para cerrar el primer punto, mi madre —que ha estado observando la técnica— le arrebata la aguja y el hilo al médico y rápidamente cose todos los puntos restantes. No le tiembla el pulso.
La hogaza Uno de sus primeros recuerdos. La abuela Micaela era guapa, risueña, rubia, de ojos verdes. Murió en 1938, cuando mi madre, que la idolatraba, solo tenía nueve años. La guerra. En el pueblo se corre la voz de que hay milicianos matando gente. La abuela Micaela coge a sus dos hijas pequeñas y una hogaza de pan, se las lleva al rincón más escondido de la casa, al fondo de las cuadras. Se sienta con las niñas, parte y reparte el pan y sentencia: —Muera el perro, muera harto.*
* La frase hecha, rimada, es «Muera el gato, muera harto». Solo el miedo de la abuela Micaela justifica que sacrificara la rima para introducir ese perro trágico: morir como un perro.
Enigmas De manera habitual e inagotable, emergían en la conversación de mi madre palabras nunca oídas por mí: marón, seruendo, avesedo, esbalagar, quilma… El dominio y la belleza de ese idioma desconocido remite a alguna forma de exilio, a una extranjería gozosa, a un país verbal poblado por las más inverosímiles etimologías selváticas. Tómese la palabra «comadreja», animal tabú en Occidente. Se dice que esa denominación quiere ser «acariciativa» (de comadre) contra la fiereza del animal, lo que justifica igualmente otros nombres lisonjeros: donezhina, belette, bellidilla, bonuca. Lo mismo en lenguas no romances: andere en vasco, kjoenne en danés o Schöntierlein en el dialecto alemán de Baviera. Y así en la lengua de mi madre: dononcilla, la señorita.
Desnudez Durante sus últimos años disfrutábamos del ritual del aseo: yo bañaba y acicalaba a mi madre, que se dejaba hacer con gusto. Bendita ausencia de pudor pacato.
En su luna de miel, de camino a Valencia, mis padres pasaron unos días en Madrid y visitaron el Museo del Prado. Imagino a mi madre intimidada por la multitud de cuadros, todos desconocidos. Su deslumbramiento ante La maja desnuda de Goya. Había sido educada en la vergüenza: los cuerpos desnudos son feos, sucios, pecaminosos… Esa tristísima represión de confesionario quedó desbaratada en un segundo ante el esplendor sin tapujos de la maja. En su luna de miel. Pocas veces el Arte habrá hecho tanto a favor de la Salud y de la Vida.
Lluvia Estamos mirando por la ventana cómo cae la lluvia. Hay vejez, pero no melancolía en esa contemplación: la lluvia, siempre bienvenida, siempre celebrada, regará los campos. —Pero ¿de dónde saldrá tanta agua que nunca se acaba? —pregunta mi madre. A sus ochenta y cinco años, conserva intacta la curiosidad infantil. Le explico que el agua de este mundo es siempre la misma. Los acuíferos, los ríos, el mar, las nubes, las montañas… El ciclo del agua. —Ah —dice mamá satisfecha por la explicación. No sé qué me conmueve más, si su insospechada e ingenua ignorancia, su gran curiosidad o la injusticia de que su inteligencia no recibiera la educación que merecía, injusticia de la que ella era plenamente consciente.
Papá La huella de mi madre en este mundo es populosa, la de mi padre es infraleve. Apenas hay rastro de él en objetos o en hechos. Y, sin embargo (o precisamente por ello), su presencia persiste apuntalada por la solidez de la memoria emocional. Gestos. Mi padre pervive en gestos pequeños, pero definitivos. Cuando nací, mi padre esperaba al otro lado de la puerta acompañado de Julia. La comadrona asomó la cabeza para decir que todo había ido bien, que la madre y la niña estaban bien. ¡Una niña! Julia me contó que, al oír esto, mi padre la cogió de las manos y se puso a saltar de la emoción. Saltos reales, no metafóricos: daba botes de júbilo porque había nacido su hija. Ser recibido así a este difícil mundo implica una deuda de gratitud y un compromiso: el de no olvidar nunca, a veces contra toda evidencia, que «la más honda verdad es la alegría».
[nota final] Este libro es un homenaje a mi madre, Marucha García, a su luminosa presencia y a su generosidad hacia cuantos la conocimos. Pretende, además, ser un reconocimiento a toda una generación, la que vivió la guerra civil y padeció sus secuelas de pérdidas y miseria. Quizá estas vivencias les confirieron a nuestros padres y abuelos una sabiduría admirable: la de dar importancia solo a lo que lo merece. Algunas de estas páginas hablan del mundo rural, de sus palabras y sus hechos: ese espacio vital se desvanece ante nuestros ojos. Ojalá podamos desandar ese camino. Mi madre tenía una inteligencia y una sensibilidad estética naturales absolutamente excepcionales y, lo que es aún mejor, sabía compartirlas. Ahora yo las comparto con vosotros.