Ojo deforme

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Índice

Confesión de un estúpido

3

Dedos

5

Polo loco

9

Esperando dormir

13

Puente

17

Rocas rojas

21

El dibujo de mi papá

27

Dos idiotas

31

Ojo deforme

37

Fotografía en papel acuso

41


Confesión de un estúpido

Me caí de la cama a la mitad de la noche sin darme cuenta. En vez de afligirme por amanecer en el piso de mi cuarto me sentí glorioso, ni de niño me había pasado algo parecido. Con el cachete aplastado por el peso de mi cabeza observé los pelitos de la alfombra que se me hacían enormes, como una ciudad con edificios tan amontonados que se escucharía la caída del orín en el retrete del vecino a dos cuadras. Me metí a la regadera y bailé entre el chorro de agua. Estaba agitado y hacía movimientos bruscos, lo que me provocó un resbalón cuando tenía los pies enjabonados y me azoté en el piso de la regadera, cuyo ladrillo estaba durísimo. Mi cadera pareció dislocarse. Por fortuna no fue así, aunque me cimbró todo el cuerpo. Me quedé allí tirado y el agua me golpeaba el pecho y abdomen. ¿Si viviera con una mujer me habría venido a ayudar después de escuchar el golpe y ya en esas se quitaría la ropa y nos acariciaríamos con pasión? Me pregunté. Recordé que antes tampoco me había resbalado en la regadera y sonreí aun con el dolor. Me levanté como todo un soldado vigoroso y valiente después de recibir el impacto de una granada a dos o tres metros, fue increíble, hasta me pareció escuchar una música como la de Burana mientras me ponía de pie heroicamente. Terminé de ducharme, me puse frente al espejo, me observé cándidamente y miré mi panza pronunciada y horrible, me dio tanto gusto que me guiñé un ojo en el espejo. Salí rápido del baño sin preocuparme de mi cadera, como el corredor de cien metros al escuchar el disparo de salida. ¿Qué, a usted no le gustan los deportes? Yo me la paso viendo los noticieros de deportes. Como corrí así apenas y pude detenerme en la cocina frente a la estufa, donde había puesto a calentar agua en un posillo antes de meterme a bañar. Estaba excitado, lleno de vida. Sólo que el agua no hirvió, se me había olvidado encender la estufa


después de girar la perilla o ¿se apagaría solito?, pero no creo, sería raro, ¿no? Prendí un cerillo sin cerrar la perilla y esperar a que se expandiera el gas, lo que provocó una flama grande que me quemó el rostro, las pestañas y parte del pelo. Creo que eso ya no fue agradable. No podía girar las pupilas, me dolían los párpados. Tomé el teléfono y llamé a una ambulancia para que viniera por mí. Me dio vergüenza cuando llegaron los paramédicos. Miraron extrañados el edificio (yo los esperaba en la planta baja), como que buscaban evidencias de una explosión o un carro de bomberos estacionado en mi calle. Seguramente se preguntaron cómo se habrá quemado este pendejo. ¿Por qué seré tan estúpido? No es cierto cuando dije que me sentía glorioso y motivado por lo que me había sucedido antes del flamazo. Me engañé como siempre. Soy una mierda, por eso no tendría ninguna mujer que me ayudara por si repitiera una caída tan estúpida como la de hoy. Tengo la sensación de que no debería contar estas cosas, pero me pasa que me doy cuenta al final, cuando ya pasó lo malhecho o lo maldicho. A veces no sé qué hacer, me refiero a que si mejor debería dejar de vivir o si debería congelarme durante muchos años, como sale en las películas y que, por cierto, ya nadie me acompaña a ver, me río a carcajadas y noto una incomodidad inocultable de cualquiera que me acompañe, y no me doy cuenta de aquella incomodidad en el momento, sino hasta la despedida, la que a veces ni llega; una vez me pasó que fui al baño en un café y cuando regresé a la mesa mi acompañante ya no estaba; a lo mejor después del descongele volvería a nacer con más inteligencia , pero no puedo hacer eso porque cuesta mucho y apenas y puedo pagar la renta. Así llegué a este hospital con quemaduras de segundo grado, y para la próxima vez que me caiga de la cama me quedaré en el piso hasta el día siguiente. ¿Qué le parece mi idea? Es buena, ¿no? ¿Por qué me mira así? Ay. ¿Usted también cree que soy un estúpido?


Dedos

Un dedo con vellos negros y gruesos tocó el timbre. Tocó de nuevo. Insistió sin despegarse del botón. Dejó de hacerlo. Estiró el brazo. La manga blanca se contrajo para atrás. Dobló el brazo y miró su reloj dorado. Sí, en efecto, eran las tres de la tarde. Sacó su agenda del maletín café de cuero. Sí, era martes 15 de octubre del 2006. Empuñó la mano y tocó con fuerza la puerta de madera con relieves clásicos y de color blanca. No calculó bien. Se pegó en la orilla de uno de los relieves. Maldijo la puerta. Abrieron. Una mujer abrió la puerta. Una mano con dedos delgados y uñas largas hojeaba una revista. Una caída de pelo castaño con mechones dorados se columpiaba con el pasar de cada página. Ella estaba acostada de lado en su cama esperando a que se le secaran las uñas. Sonó el timbre. Buscó el reloj del buró. Eran las tres en punto. Se precipitó al closet. Encontró un vestido plateado y escotado en ve. Le llegaba al final de las rodillas. Sonó de nuevo el timbre. Buscó unos zapatos. Eran de tacón. El timbre Insistió. Miró en el espejo. En él encontró unos ojos temerosos. Echó el pelo hacia delante y de nuevo hacia atrás. Encontró otros ojos: brillantes, decididos. Escuchó fuertes golpes en la puerta. Fue a la entrada. Abrió la puerta y descubrió a un hombre vestido de blanco parado frente a ella. Un hombre con dedos regordetes entraría al edificio. Miraría el buzón. Encontraría recibos y publicidad. Saludaría al conserje. Éste lo miraría amigablemente. Iría al elevador. Apretaría el botón. Miraría su reloj. Serían las cuatro de la tarde. Abriría su portafolio y miraría su agenda. Sería martes 15 de octubre del 2006. Llegaría el elevador. Guardaría la agenda en el portafolio. Iría al piso seis. Saldría del elevador. Caminaría por el pasillo. Se pararía frente a la puerta de madera con relieves clásicos y blanca. Ella dejó pasar al hombre de blanco. Sus dedos peludos quisieron acariciar su


rostro. Pero los dedos delgados con uñas largas los detuvieron amablemente. Él se disculpó. Aclaró la garganta apenado. Llegaron a la sala. Él le hizo algunas preguntas sobre cómo se sentía, qué dolores le agobiaban, la alimentación sugerida en la última consulta. Ella contestó tranquilamente. Mencionó un malestar estomacal y mareos. Le aclaró de inmediato que no estaba embarazada, se había hecho la prueba y sólo salió una raya. Dos era embarazo. Hizo tres pruebas. Todas coincidieron en el resultado. Mmm, ajaaa. Contestó el hombre de blanco. Le pidió que se recostara en el sillón. La examinaría. A ella le quedó la falda algo levantada, a la altura de los muslos de bonita forma. Cinco dedos con vellos negros se posaron sobre la pantorrilla. Los otros cinco dedos apretaron ligeramente partes de los muslos y rodillas. El hombre se quedó pensativo. Se llevó la mano al mentón, movía los dedos entre las barbas. Dejó la pantorrilla y su mentón para tomar unos parches húmedos de su maletín. Le pidió que dejara libre su vientre. Abrió su escote sin destapar sus senos. Él colocó los parches alrededor del ombligo. Ella parecía disfrutarlo. Colocó otros en el cuello y los brazos. Los papeles húmedos cambiaron de color. Azul. Mmjú. Dijo el hombre. Ella lo miraba preocupada sin recibir respuesta. Le pidió que se sentara. Examinó la respiración. El hombre con dedos peludos le pidió a la mujer que se desnudara la espalda. Ella dejó caer la parte de arriba del vestido. Los senos eran puntiagudos. La levantó del sillón. El vestido resbaló por sus piernas hasta el piso. Él se quitó la ropa. Se pararon cerca de la mesa. Los dedos con pelos negros y gruesos se posaron en los hombros de ella, cuyos dedos delgados tomaron la orilla de la mesa. Le daría su medicina. Los dedos velludos con el reloj dorado en la muñeca apretaron el pellejo de ella arriba de los omóplatos. Los dedos delgados parecían que enterrarían las uñas en la madera de la mesa. Se comprimían y estiraban. Los dedos regordetes dejaron el portafolio en el piso, pusieron la correspondencia debajo de la axila. Los diez dedos regordetes abrieron la puerta. Se estiraron de súbito al


encontrarse con la imagen en el comedor. Tomó lo que había dejado en el piso. Los miró fríamente. Pasó junto a ellos. El hombre desnudo le sonrió cínicamente. El de los dedos regordetes tomó la correspondencia y la dejó sobre la mesa. Soltó su portafolio sobre una silla. Sacudió con sus dedos regordetes el traje azul oscuro que llevaba puesto, a la altura de la corbata, los pasó por entre su pelo peinado a raya y supo lo que haría. Caminó a la habitación. El hombre y la mujer desnudos se separaron y comenzaban a vestirse. El del traje azul salió del cuarto con una pistola entre sus dedos que estaban más hinchados por la ira de los celos. Les apuntó. Ella quiso correr hacia él, pero la detuvo con la mirada y con la pistola le indicó que fuera a donde el hombre de blanco. Los dedos delgados, asustados. Los peludos sonreían nerviosamente. El de la pistola les pidió que se desnudaran. Le dijo a la mujer que fuera a la cocina por una cuerda y pinzas para colgar ropa. Ella tuvo que dirigir al hombre a la habitación y amarrarlo a la cabecera de la cama. De manos y pies. Ella recibió la orden de sentarse en la cara de los dedos peludos. Los dedos regordetes amarraron a la mujer dejándola inmovilizada, sentada sobre los dedos velludos. Tomó las pinzas para la ropa y las colocó en varias partes de los dos cuerpos que gemían de dolor por cada pellizcada. Ella miró al verdugo que iba al closet. Negó con la cabeza. Suplicó que no lo hiciera. Los dedos regordetes tomaron un látigo de cuero. Azotó al hombre. Una pinza se desprendió dejando algo parecido a un chupetón en la cintura del hombre y voló por el cuarto; chocó con el cuerpo de los dedos regordetes y cayó al piso como una paloma contra una muralla. Le hizo varias marcas que punzaban irritadas, al ritmo del corazón excitado. La mujer recibió castigos en los senos y los muslos. Ella, en cada impacto, estiraba su cuerpo de dolor dejando respirar a los dedos con vellos gruesos y negros. Su entrepierna se abría e hinchaba. Ambos comenzaron a gemir y a gritar. Los dedos regordetes los desamarró y salió de la habitación. El hombre y la mujer se vestían. El hombre de blanco, a diferencia del principio, se vistió con un traje negro.


Ella enfundaba sus piernas con un pantalón de casimir. Salieron de la habitación. Los tres estaban parados en medio de la sala. Los dedos regordetes dejaron la pistola sobre la mesa. Los dedos peludos sacaron una chequera y le pagaron 20,000 pesos a los dedos regordetes. Los aceptó tímidamente. Los dedos regordetes le dijeron a los dedos con vellos gruesos y negros y a los dedos delgados con las uñas largas que no podría venir la próxima semana. Les recomendó a alguien que sería también de confianza. Les dejó un papel con los datos de la otra persona. Las manos regordetas salieron por la puerta de madera con relieves clásicos y blanca. Entraron al elevador. Saludaron al conserje. Salió a la calle. No miró para atrás. Le echó un vistazo a su cheque y sonrió. No regresaría nunca más. Malditos locos, le había dicho al conserje antes de salir. El conserje lo había mirado maliciosamente.


Polo loco

¿Puedo contarte algo que vi en una porno el otro día? ¿Qué? Le metieron una trompa de elefante a una chica. No, esas cosas de zoofilia todavía no he visto y no quiero que me cuentes. Que tiene de malo, es sólo una cosa; ¿y otra que vi?, igual y te gusta. No, además no tengo tiempo, mira, el cielo se está nublando y todavía tengo que caminar bastante. No pasa nada, te cuento, y si llueve, nos metemos al café de ahí en la esquina; así me invitas una taza que me debes de hace como un año. Que necio, a ver cuéntame. Bueno, pues era una mujer regordeta pero bien formada con unos buenos senos. Si así me lo vas a contar, entonces no sólo va a llover, sino que se va a hacer de noche. Uy, como chingas caon, ya no se puede uno poner de pinche poético, la gente está bien insensible en estos tiempos. ¿Qué? De dónde sacas semejante discurso, si me vas a platicar algo que viste en una porno. ¡Una porno! Bueno, te sigo platicando, en resumen: la mujer estaba recostada en un sillón, el sillón es un lugar clásico de las pornos, con las nalgas al aire, las piernas contraídas y abiertas. Ya habían cogido un rato, la vagina y el ano estaban abiertísimos. El hombre había sacado la verga del ano, se masturbaba para ya venirse, y estando a punto, metió la puntita en el orificio del ano, echando todo el semen dentro. -Polo escuchaba con atención sin poder evitar un gesto de asco mientras pensaba en lo insignificante que era lo que se le metía por los oídos, y en la pérdida de tiempo al estar ahí parados en la banqueta. Aún, casi entrada la sombra gris que avecina la lluvia, caía luz de sol, de esa metálica que embellece la atmósfera, algunos minutos pocos que se dejan sentir durante el año. “Luego, ya termino, el hombre toma un cenicero sucio de colillas, las tira por ahí, lo pone en el piso, toma suavemente la mano de la mujer para indicarle que se acuclille


sobre el cenicero. La cámara hace una toma vaginal cuando ella empieza a pujar sacando trocitos de mierda y el semen depositado en su ano. Todo cayó en el cenicero que tenía manchas de cenizas de cigarro. ¿Qué te pareció la imagen? Buena, ¿no? Sí, claro, excelsa, no llovió, adiós. Se fue huyendo de su amigo. Incluso volteó dos veces para asegurarse de que no viniera detrás suyo por cualquier tontería otra que se le ocurriera. Polo lo consideraba un inútil. Habían pasado buenos momentos en la prepa, pero desde entonces ya habían pasado varios años sin que él pudiera notarle algún cambio. Y se dice artista el imbécil, se dijo. Pasó una chava junto a él. Ella sonrió amablemente, pero Polo no pudo contestarle; la cara de ella se transformó en un culo sacando mierda y semen. Se avergonzó y bajó la cabeza. Empezaban a caer algunas gotas de lluvia, la luz mágica se había esfumado. Llegó a su casa un tanto mojado. Se cambió de playera. Se sentó junto a su computadora. Tenía que hacer una relación de datos con precios para entregarlo mañana a un cliente de su trabajo, pero no pudo concentrarse. Fue al sillón a ver la tele en lo que se le olvidaba la imagen. Zapeó un rato hasta dar con una película dominguera. Se le fue el tiempo, se le olvidó todo. Todavía miró algo de las noticias de la noche. La apagó. Ya iba hacia su cama, pero, cuando pasó junto a la mesa de trabajo, la computadora se encendió y recordó que tenía que terminar su trabajo. Terminó el deber laboral y se acostó hasta las tres de la mañana. No podía dormir. No pensaba en nada, miraba el techo, una blancura sin ninguna imagen, sin recordar nada. No concilió el sueño. Se preparó un vaso de leche caliente. La tomó mientras miraba por la ventana hacia la calle, vacía y oscura con matices cafés que se convertían en globos puntillosos desde el amarillo de la luz de los faros. Apenas durmió unas cuatro horas cuando sonó el despertador. Estaba de mal


humor y con mal olor de boca. Se había sentido incómodo durante los sueños que tuvo. Frente al espejo del baño notó un rasguño en la cara. Nunca recordaba sus sueños. Ésta no era la excepción. La única prueba de que había tenido algún tipo de pesadilla o sueño intenso era esa marca roja e irritada en el rostro. Se sentía cansado y se veía como tal: hasta le salieron ojeras, leves, pero las había. Su departamento era pequeño. Esa mañana lo veía minúsculo. Comenzaba a dolerle la cabeza. Tomó su ropa apresuradamente, y, ya vestido, a los zapatos, sentado en una silla, les amarró sus agujetas con torpeza; le desesperó que no pudiera hacerlo con la misma facilidad con la que estaba acostumbrado. Salió corriendo por la puerta, bajó las escaleras rápido. Casi se cae, resbaló por la orilla de uno de los escalones. Pudo tomarse del barandal. Ya estaba enojado. Recobró su postura cómicamente, como un robot tosco haciendo movimientos desesperados. Llegó a la calle. Caminó unas cuadras y tomó un microbús. En la siguiente colonia recordó que no se guardó el disco con el archivo que había hecho en la noche. Llevó sus manos automáticamente a la cara, se inclinó un poco hacia sus piernas lamentándose con los ojos rojos. En ese instante el chofer del microbús frenó bruscamente y la cabeza fue a darse al barandal del asiento que le seguía. Le dolió como nunca antes un golpe en la cabeza. Fue hacia la puerta trasera, pidió la bajada, no le hacía caso el chofer. Apretó insistentemente el timbre encima de la puerta. Pudo bajar. Tomó un taxi de regreso. Subió al departamento, tomó el disco y abordó el mismo taxi, le había pedido que lo esperase. El cliente llegó tarde a la cita. Polo tomó unas tres tazas de café, según él para mejorarse, pero más bien se veía alterado. Una compañera de trabajo lo miró con desconfianza. Polo se acercó a ella para saludarla, pero ella retrocedió. Justo la iba a saludar cuando le volvió la imagen del culo tira semen y sus ojos orbitaron al ponerse pálida su piel. Te ves mal, le dijo ella. Pero Polo escuchó otra cosa: ¿Qué hiciste anoche?


Tienes cara de pervertido. Hasta imaginó algo de eco en la oración, con sus unas tres repeticiones, dándole el efecto de moralmente reprobado. No, de verdad que no. Créeme. ¡Te lo juro! Respondió turbado. Sí, está bien, ya me tengo que ir, adiós, eh. No, espera, dijo tratándola de tomar del brazo, pero ella se escabulló de la maniobra dando unos pasos hacia el fondo, hasta el siguiente pasillo, entrar a su oficina y cerrar la puerta con fuerza. Polo la miró totalmente descompuesto. Fue al baño y se refrescó en el lavabo. Tranquilo, tranquilo, se dijo. Regresó a su oficina. Señor, lo buscan abajo. Le avisó su secretaria. Al abrirse la puerta del elevador, observó a su amigo con una sonrisa socarrona burlándose de todo lo que le había pasado. La cara de Polo se le puso por completo roja, empuñó sus manos y se le echó encima al amigo. Mientras lo golpeaba gravemente en la cara distinguió las siguientes palabras: si quieres te presto la porno. Palabras dichas a gritos. Seguidas por una risa tan fuerte que seguro llegó hasta la calle. ¡No quiero ninguna pinche porno, pendejo¡ Le contestó Polo al cliente que, sonriente, había esperado el archivo y no semejante psicosis que casi le provocó un ataque al corazón. Un vigilante de la empresa tuvo que golpear a Polo para calmarlo, parecía que destruiría la sala de espera y matar al pobre señor limpio y con traje nuevo; al de seguridad se le pasó un poco la mano y lo dejó inconsciente. Cuando despertó vio al jefe frente a él, que le dijo: no lo quiero volver a ver en mi vida. Consígase un buen psiquiatra, pendejo.


Esperando dormir

Creo que debo hacerlo. El dinero y una taza de café. Me jodo los dientes ante el fondo negro. Necesito algo de dinero. Busqué trabajo en el periódico. Recorrí grandes avenidas, quizá me toparía con alguna oportunidad. Vivía para una empresita en la que estaba frente a una pantalla y que el teclado me inspiraba desconfianza. Me daba tiempo de escribir un boceto en papel para luego transcribirlo a la computadora. Había gente alrededor de mí, todo normal, demasiado, incluso. Aunque se sentía en el aire algo feo. Sí, feo. Qué mejor descripción, ambigua, pero a la vez eso mismo deja en claro imaginarse algo feo. Debo buscar trabajo; estoy harto de no hacer nada en mi departamento. Es mío. Me lo compré con ayuda de un crédito y de mi familia. En la oficina me pagaban bien, digamos, yo los hacía ganar muy buen dinero y tenían que pagarme en proporción, pero me tuve que salir. Por qué habría de aguantarla, para qué, cuál era el motivo de semejante martirio. No le veía el caso. Digo, a lo mejor valía la pena por algunos momentos de felicidad sufrir todo aquello que me mataba. Me carcomía todos los órganos, como si tuviera úlceras cancerígenas. Una vez me pareció vomitar sangre en el baño de la empresita, me asusté tanto que me quedé inmóvil frente al excusado tanto tiempo que me tocaron a la puerta dejándose escuchar una voz ronca y cansada que me preguntó si todo estaba bien. Soy un vago por los rincones de mi departamento. Me siento completamente desprotegido, sin dar una; la pelota me golpea fuertemente tras un abanico al no verla; no atino a fijar en mi mente lo que debo hacer. La confusión es dueña de mis pensamientos y mi alrededor. El ingenio que solía caracterizarme me abandonó. No me lo robaron ni me lo chupó alguna diabla de la noche. Yo mismo la dejé ahí tirada hasta que alguien la habrá


pateado y fue a dar hasta la coladera con hedor a comida podrida. Tengo la taza llena de café de nuevo, ahora frío. No importa. Lo tomo. En la empresita tomaba café con la misma temperatura y peor, era el café que se hace en una máquina de esas grandes que le caben como diez litros de agua y el resultado era lo que le llamábamos entre nosotros en la oficina, agua de calcetín. Nadie se quejaba, no podrían, no eran capaces, además la mayoría desconocía lo que significa una taza de café. Yo tampoco me quejaba, yo era una cosa ahí postrada en el asiento que al recordarme así, ahora me dan ganas de llorar. El periodicucho de empleos está en el piso, seguro lo tiré sin que me diera cuenta, con el mismo ademán con el que un dictador manda matar a un puñado de cien personas, con ese desgane, con ese aburrimiento. Pero yo estoy perdido en mi recámara sin que nadie me obedezca, sin que tenga que hacer funcionar todo un maldito país conformado de gente que no sabe el significado de una taza de café. Sí, la oficina olía mal, a animal muerto, una rata quizá, no sé, cómo distinguirlo, todo animal putrefacto huele igual de mal. En una serie de televisión vi que un inspector le escuchó decir al de la morgue que los humanos muertos huelen distinto a cualquier otro animal en ese estado. Se sentía algo feo en el aire. Miro el periódico tirado en el piso. Miro el resto de la habitación. No me puedo mover. No pienso en nada. Tras la ventana hay gente caminando en la banqueta, los autos, moviéndose. Me siento mal. Me detengo en la etiqueta del abanico que dice que se hizo en Taiwán, podría irme ahí, muchas cosas vienen de ese lugar tan lejano. Podría encontrar algún trabajo en aquel país, quizá sea más agradable, el caso es que debo irme lejos. Ajá, ahora sí esquivo la pelota, no me da, aún con el abanico en frente. Las aspas me habían distraído la vez pasada y sufrí un golpe. La empresita olía a muerto. Ese olor venía del cajón más grande de mi escritorio. Mis compañeros lo sabían. No querían decirme nada al respecto, creo que les daba miedo. El jefe rara vez pasaba por nuestro


piso. Hasta alguien del piso de arriba preguntó de dónde venía esa peste y nadie le dijo nada, el otro no insistió, se limitó a ver las caras de los demás, unas caras oscuras, tristes, sin ganas de afrontar ninguna otra cosa que no sea lo que tenían en sus escritorios, que ya era bastante con eso. Sigo sentado, pienso en la próxima pelota que vendrá a atacarme. De dónde vienen. No sé, simplemente me llegan. De niño me gustaba jugar fútbol. Jugaba bien. Era lo único que me gustaba hacer, me divertía sobremanera en ello. Por qué lo dejé. Mi padre me había dicho que me hiciera jugador profesional, que ganaría una buena lana. Pero no. Quería ser alguien de provecho, cómo un jugador de fútbol. Tenía una novia entonces que decía que el fútbol era para idiotas. Me lo creí. A lo mejor debí entender que se refería a los fanáticos y no tanto a los jugadores. Cómo saberlo. Era tonto. Sigo siendo tonto. Estoy sentado sin hacer nada. Frustrado y jodido. No me animo a subrayar ningún empleo en el periodicucho. Intenté llamarle a unos amigos más o menos acomodados en algunas empresas pero no me recibieron la llamada, que estaban en junta, o ya no era el número que tenían. Sabía qué era lo que apestaba en aquel cajón grande. Hasta ahora me doy cuenta de lo que había hecho. Fue cuando empezaron a asaltarme las pelotas. Hubo un momento en el que no había descanso. En todas partes tenía que esquivarlas. En el restaurante, en la calle, en casa de mi novia, era insoportable. Apenas ayer salí del bote. El bote fue algo terrible. Por fortuna no me hacían mucho caso. Les parecía un loco. Les hablaba de la peste del cajón de mi escritorio y de las pelotas. No comprendían. Vi algunos asesinatos y violaciones. Por suerte soy feo y no le gusté a ningún preso puto de la cárcel, ni a ningún guardia puto. Pero fue espantoso. Que bueno que ya salí, aunque aquí sentado en mi mesa frente a la ventana, me siento igual que tras las rejas, a diferencia de que estoy solo y no tengo que escuchar cuentos de todo tipo, tragedias, gritos y gemidos. Esa maldita pelota ya se había ido, pero tenía que regresar, justo ahora que debo encontrar un trabajo decente. Si me ven esquivando


pelotas no podré conseguir el trabajo que quiero. Ahora recuerdo bien lo que hice, me quedé a trabajar hasta muy tarde junto con un compañero en la oficina. Me empezaron a atacar las pelotas y descubrí que me las tiraba él. Trató de huir pero lo alcancé y le di un golpe con un objeto pesado, era una perforadora de mesa antigua que tenía él en su escritorio, le gustaban esas cosas que compraba en los tianguis de cosas viejas, me lo dijo antes de que sucediera la estupidez que cometí. Lo maté. Lo metí en el baño. Salí del edificio y fui a un supermercado, no era tan tarde, compré dos cuchillos y un machete, los más filosos, regresé a la oficina y lo descuarticé. Saqué la bolsa de un bote de basura y lo metí en ella, luego lo guardé en el cajón y por eso apestaba mi maldito escritorio. Había limpiado el rastro de sangre. Era demasiada. Nunca pensé que pudiéramos tener tanta. Lo demás pasó muy rápido y no tiene caso señalarlo. Ahora estoy postrado otra vez, pero en mi casa, en mi mesa. No puedo esquivar las pelotas, me dan una y otra vez. Estoy completamente débil. La mesa se llenó de sangre. Mis muñecas cortadas no las puedo mover. Me duermo.


Puente

Caminé por una escalera peatonal. Abajo había una avenida ancha. Pasaban pocos autos. El piso parecía moverse como el de un puente colgante y las ramas de los árboles se ladeaban. Abajo volaban las bolsas de plástico y hojas. Se veían sombras moviéndose sigilosamente y la luna decidió no acudir a semejante escena. Lo poco que iluminaba la luz de las lámparas invitaba a imaginar lo terrible que podría ser la vida. Ya estaba a la mitad del camino cuando hubo un apagón. Se dejó escuchar casi de inmediato unas llantas quemándose en el asfalto. Traté de ver qué fue lo que pasó, pero no alcancé a ver nada. Ya en la banqueta, el viento y la ciudad me lastimaban los ojos. Arriba del puente todavía estaba protegido de la suciedad, aunque me veía cayendo en cualquier momento por la frágil ingeniería. Dos taxis pasaron sin hacer caso de mi mano indicándoles la parada. Este mismo abandono que surgía por todas partes lo he vivido en muchas ocasiones. Suelo no recordarlo, pero sí, pasa seguido. Recuerdo cuando fui a visitar a un amigo al otro lado de la ciudad, tan desconocido como si hubiera llegado a otra ciudad recóndita en el mundo. A diferencia de que era de día y estaba atascado de gente y autos había percibido ese abandono que siempre llega a entristecerme o por lo menos a hacerme pensar en ello con esta nostalgia; ¿nostalgia de qué? Tal vez de un ambiente en el que haya disfrute sólo por estar ahí. Antes de subir al puente salí de una casa a la que fui a cenar. La casa era de una familia bien acomodada, que ha sabido ayudarse y conseguirse las cosas que tienen. Nos turnábamos en la sala y el comedor. Las ventanas que daban a un jardín enorme estaban cerradas. Afuera estaba iluminado y se podía notar el cuidado de las plantas y el pasto. Me sentía seguro. Era confortable. Todos sonreían: la señora vieja que le acariciaba el


cabello a su nieto aburrido entre puro adulto, el señor que no perdía oportunidad de admirar las tetas o las piernas de la nueva novia de su hermano, el señor viejo con el que traté de platicar en varias ocasiones sin lograrlo, sentí que lo incomodaba, y la señora menos vieja que no dejaba de sonreírme amablemente. Una familia feliz y normal. “Yo era como tú hace muchos años”, me dijo el viejo al final de la reunión. ¿Qué quiso decir? Yo no veía ningún punto de comparación. Antes de subir al puente todavía pude percibir la mirada del viejo. Volteé hacia la casa que no estaba lejos de ahí y se formaba una figura oscura detrás de una ventana en el primer piso de la casa. Se cerraron las cortinas y empezaron las ráfagas de viento. “Gracias por venir. Incomodaste al viejo, lo sabía. Espero que puedas venir una próxima vez.” Me dijo el hermano que trajo a su nueva novia. Eso tampoco lo entendí. Qué debo pensar. Para qué incomodar al viejo. Yo tampoco me sentí cómodo con él. Yo jamás me he visto en una casa grande con mi familia de viejo. Sería demasiado desgaste. Trabajar duro para ganar el suficiente dinero y comprar una casota, tener alrededor de mí gente que de plano desconocería, cuyo motivo de vida sería una evidente esperanza de quedarse con la mayor parte de la herencia tratándome bien. Caminé algunas cuadras protegiéndome la cara sin dejar de pensar en todo aquello. Sentados a la mesa el viejo notó mi atracción por el librero enorme lleno de libros de literatura que me interesaban. Dejó salir una leve sonrisa orgullosa. Era obvio que esos libros estaban ahí por él. Los demás disfrutaban de los otros frutos del viejo. Frente a cada uno de nosotros había un plato con crema de elote. Sabía espantosa, a pura crema de la que llaman evaporada, que representaba exactamente a la señora. La vieja, dijeron, cocinaba de maravilla, pero debía estar en reposo, sentada, todo el tiempo, por órdenes del médico. Esto lo mencionó el viejo, con una discreción y respeto que su nuera no pudo sentirse mal, en cambio los demás se rieron fuerte burlándose de la señora. Ahí, ésta, agachó la cabeza hasta el piso y la arrastró a cada uno de los pies para recibir una caricia


de sus suelas sucias. El viejo hizo un esfuerzo por decirme algo, pero una palmada en la espalda de su hijo mayor lo detuvo. La señora se levantó y recogió cada uno de los platos, uno más lleno que el otro. Una hoja me golpeó. Me resguardé un momento en el primer rincón que encontré. Me asusté cuando vi parado junto a mí al hermano menor. “Por la gente como mi padre tú existes”. Traté de correr pero él me sostuvo la mano con fuerza. “No corras, cobarde”. Cobarde. Juré no volver a contestarle el teléfono a este cabrón. Nos miramos, él dejaba salir odio hacia mí. Yo tenía miedo. El viento quería atravesarme. Alguien me echó las luces desde un auto. Era el viejo. El hermano menor desapareció. Me acerqué al auto despacio. Empezaba a llover. Él me hizo el ademán con la mano de subir. Lo dudé. Desesperado, él, lo volvió a hacer. Rejuveneció con ese movimiento enérgico, debió ser poderoso de joven. Subí. “Su hijo menor me acaba de decir que por gente como usted yo existo.” Le dije. “Es un pobre diablo que sabe decir las cosas.” Me contestó. ¿Qué? Pensé. ¿Su hijo tenía razón? ¿Por qué? No habíamos avanzado. “¿Quieres manejar?” Me preguntó. Traté de negarme torpemente. “Ándale. Maneja. Casi no veo y la noche parece peligrosa”. ¿Peligroso? En la cena alguien mencionó esa palabra, relacionada con el abundante crimen en la ciudad. Creo que fue la señora o la novia del menor, seguro fue la señora, la novia apenas y decía monosílabos correctamente con su linda sonrisa. El hijo mayor del viejo mencionó de inmediato que deberíamos de salir todos los buenos a matar a todos los malos. El viejo, sentado cómodamente en su sillón con su copa apenas mojada con el mezcal más fino del mundo se avergonzó aburrido y disculpándose conmigo levantando un poco la copa. Le mostré que no importaba. “¿Qué raro, por qué en la cena evitó hablar conmigo?” Le pregunté ya sentado frente al volante. “Maneja”. Me puse nervioso. El viejo se limpiaba los lentes. Yo manejaba lentamente. La lluvia con las ráfagas de viento apenas y nos dejaban distinguir lo que


sucedía frente a nosotros. “¿Cómo se va a regresar a su casa con este tiempo?” Me atreví a preguntarle. En eso apareció la cabeza del hijo menor del viejo, completamente serio, en el retrovisor, estaba en el asiento trasero. “Mira bien al viejo. Yo jamás tendría uno de tus libros si no fuera el que me regalaste. Pero llegué a la casa, dejé el libro en cualquier parte, luego descubrí que el viejo se detuvo a verlo detenidamente. ¿De dónde lo sacaste? Me preguntó. Me lo regaló él mismo, un amigo de la prepa que me encontré en la calle. Invítalo a cenar un día. El viejo ya te conocía por el periódico y hasta compró otro.” Qué debía hacer o decir. Entendí muchas cosas. Avanzamos callados varias cuadras. Seguían los apagones, estar sólo y a oscuras en la ciudad puede ser tan tenebroso como en medio del bosque o la selva y apenas iluminarse el frente por una lámpara. “¡Detente!” Gritó el hijo. Por qué, dije. Por un momento no supe dónde estaba, si iba bien en mi carril o qué. “Ya, detente. El viejo se está asfixiando. Detente.” Volteé la cabeza y sí el viejo estaba mal, el otro le desabotonaba la camisa. Me orillé sin mirar atrás, paré el auto. Afuera llovía. El hermano desapareció de nuevo. Estaba desesperado, el viejo sufría un ataque al corazón. No supe cómo ayudarle. Saqué mi teléfono y pedí ayuda a una ambulancia. El viejo tomó mi mano y me dijo que ya no importaba. Pero cómo. Viejo estúpido, pensé. Cómo voy a quedar yo, claro que importaba. No podía morirse. Dejó de respirar. Me salí del auto, la ambulancia lo encontraría, además ya no importaba. Caminé un poco, por suerte la lluvia había cesado, todavía caían unas gotas pequeñas y pausadas. Crucé una calle. Venía un auto y como si yo no existiera me pasó encima.


Rocas rojas

La vista, desde la terraza del hotel, era verde, moteada de café y con una mancha azul. El señor Gaorte se concentró en la laguna y en el olor del agua salada y llena de bacterias marítimas secándose al sol que le llegaba desde la orilla rocosa de la playa, apenas a medio kilómetro de ahí. Parecía que dejaba seducirse por el ambiente. No, más bien recibía con indiferencia cualquier efecto agradable de su derredor. Una pajarita se posó desde el aire sobre el barandal de la terraza. Giró nerviosamente hacia la izquierda y derecha. Silbó hacia la laguna, esperó un momento mientras movía rápido la cabeza para tratar de escuchar alguna respuesta. Escuchó algo, pero nada importante. Se colocó frente al señor Gaorte y le dijo. -Que guapo y tan solo. Dígame, ¿es normal encontrarle sin compañía? Espero no tener que explicarle el sentido de mi pregunta. -Toda mi vida ha sido normal. -¡Pero, cómo! ¿Usted no se horroriza, ni por lo menos voltea a todas partes para ver si no hay alguien que lo vea como a un loco? Además tiene la desfachatez de mirarme perplejo, cuando yo debería estar tranquila y divirtiéndome provocando una inestabilidad en su lógica de la realidad. -No le entiendo, señorita. -Señora, por favor. -Sí, bueno. Como sea. Se quedaron callados y el señor Gaorte continuó concentrado en el paisaje. La pajarita le notó un aire que no comprendía en su semblante y se volvió para contemplar el cielo. Gaorte movió su silla un poco y de la mesa tomó su vaso de jugo de tomate.


Solema pasó por la puerta, a la terraza. Conoció a Gaorte veinte años atrás, le cayó bien desde que lo vio por primera vez. Le gustó platicar con él, se enamoró perdidamente, a pesar del carácter difícil de Gaorte, completamente contrario al suyo que era acogedor y alegre. -Señor Alfonso Gaorte, buenos días –él contestó con una sonrisa corta y movió la mano con ademán de saludarla-. ¿Estás crudo? -No, no tiene alcohol. -¿Qué hiciste anoche? -Salí a caminar y me quedé aquí sentado. -Ya me decía que no sería normal que no tuviera compañía –dijo la pajarita y voló directo al cielo. -¿Está bien si me siento un rato aquí a platicar? –Sí, respondió Gaorte-. ¿Viste al pajarito? Era muy bonito. -Pajarita. Ella me lo dijo. -Ah. Solema se sorprendió y luego rió un poco. Un mesero llegó a donde ellos con media orden de enchiladas y un jugo de naranja para Solema. Le preguntó a Gaorte si quería algo. No. ¿Seguro? Sí, seguro. -¿Qué le pasa a este muchacho? Segunda vez, hoy, que me pregunta “¿seguro?” después de haberle dicho claramente si quería algo o nada. Solema se metía un bocado de enchilada y limitó su respuesta con un movimiento de hombros. “¡Están buenísimas estas enchiladas! ¡Mmm!”, pensaba mientras alzaba la vista al cielo y sonreía. El otro tamborileaba quedamente los dedos en la mesa, no le gustó la cara gustosa de ella y se volvió al paisaje con desdén. “Que persona más simplona, enchiladas al aire libre, como si estuviera en alguna película positivista; que cosas me encuentro en este hotelucho. Creo que ella venía en el asiento de a lado en el


camión. Se me hace conocida. Y como no, la gente se parece tanto. Pero al carajo, ella es agradable y bonita”. La pajarita daba piruetas mostrando sus plumas azules y brillantes en el aire, al final de cada acrobacia le guiñaba el ojo o levantaba las plumas de la cola. Solema llevaba con lapsos esporádicos el tenedor lleno de comida a la boca. Vio a Gaorte cómo entrecerraba los ojos y movía un poco la cabeza. Descubrió una sonrisa especial en su rostro y quiso ver lo que él veía, pero la pajarita se había ido. El vaso de jugo de tomate tenía una capa porosa y un rojo transparente en el fondo. Ella dejó a un lado de la mesa el plato regado de salsa verde, pedazos de tortilla, pollo, cebolla y crema, con los cubiertos en medio. -¿Sabes dónde están las rocas rojas? -Claro, un poco lejos, pero vale la pena el recorrido y las rocas rojas me gustaron mucho porque… –“no puede ser, le hubiera preguntado al meserito. Ese me habría contestado, (¿A las rocas? ¿Seguro? Por ahí y por allá), sin soltarse a hablar de las rocas una media hora”-… y así estuvo. ¿Qué tal? Se te antojó más ir a las rocas, ¿no? -Sí, como no. Me muero de ganas. -Que grosero. -Sí, perdón. Gracias por platicarme de las rocas. Ya me voy. Hasta luego -Adiós. Pero, espera, mira, las rocas están hacia allá por esas manchas cafés. Las pasas y te vas por el caminito. Se levantó, le dio las gracias y bajó por las escaleras de la terraza. “¡Puta madre! Siempre es lo mismo. Te morías de ganas de decirle que te acompañara a las rocas. Habría estado bien. Sí, verle las piernas a contraluz. Aunque, francamente, habría tenido que escuchar una charla acerca de algún detalle, que ella alargaría con lujo de simplonerías, que haya visto en el lugar. Parece que la conocieras muy bien. Sí, a veces


me pasa que no sé por qué me pasan estas cosas. Que te entienda el diablo, loco. No. ¿Qué me pasa? Otra vez estoy hablando conmigo mismo. Mi amigo de la primaria te dijo que no te adentraras tanto en la plática contigo mismo, pero que estaba bien hacerlo un poco. Sí, pero siento asfixiarme cuando me pasa poco o mucho. Estoy harto. Cálmate. Vuelve a mirar por dónde vas, te vas a perder como en otras ocasiones. Además, en el verdadero fondo de mí, quería ir solo a las rocas”. Llegó mareado a las manchas cafés y se encontró con la pajarita. Ella le ayudó a llegar. Ésta le preguntó quién era la otra y él la miró con un gesto de que no tenía importancia. Gaorte llegó a las rocas rojas. Así las llamaban porque eran muy calientes. Él se quitó los zapatos para sentir el calor. Trepó hasta la última roca, miró el océano. La última era la que tenía una temperatura más o menos normal. Las de abajo eran casi insoportables al tacto. No eran lisas, tenían como una especie de piquitos no filosos. Bajó un poco y pisó mal. La pajarita le había gritado sobre su paso en falso que se veía venir, pero él tan sólo cerró los ojos y dijo, ¡ah!, de mala gana. Se golpeó fuerte la rodilla sin abrirse la piel. Le cimbró intensamente. Se agachó para tocarse la rodilla y cayó un poco más golpeándose la espalda, justo en la columna. La roca lo quemaba mientras tanto. Gritó varias veces, cada vez más fuerte. Se le pasó el dolor pero seguía quejándose de la roca caliente. Recordó a Solema. Quería que ella estuviera a su lado consolándole. Su mujer. La extrañaba. Extrañaba algo, una sensación de utilidad, de saber bien lo que hace uno, de sentir que el tiempo va con él, que podía hacer algo en su vida, recibir aprobación y respaldo por lo que hiciera. Las diversas sonrisas que le conocía a Solema se asomaron por entre las rocas, que parecían suaves y abrazadoras. Empezó a darse cuenta de que su amigo de la primaria era en realidad su psiquiatra. De que sus amigos le preguntaban condescendientes cosas para que él volviera en sí y de que Solema ha estado cuidándolo con mucho cariño.


-¡Pajarita, pajarita! Ve y dile a Solema que venga, que ya estoy bien. Ándale… ¿Qué, no me escuchas? La pajarita se encontraba parada en una roca hasta arriba y le daba la espalda, la cola de plumas. “Claro, claro”. Pensó. “Ahora no me puede hablar porque ya estoy bien.” Estuvo apunto de levantarse, pero se detuvo. Las rocas parecían de textura lunar con puntitos negros y con burbujas en algunos de sus poros. Así de cerca tenía las rocas de sus ojos, que dejaban de brillarle y su gesto vivaz se deterioraba pausadamente y pensó. “Seguramente la pajarita se ofendió porque grité y llamé a Solema. Que exagerada y respingona. Pero, ya no me importa Solema. Y tampoco me importa si me habla o no la emplumada esta”. La pajarita brincó hacia él y le preguntó si estaba bien. Sí, sí. Todo bien, dijo Gaorte Gaorte pudo trepar hasta la última roca, tenía las piernas rojísimas; se encaminó, cojeando ligeramente, de regreso a su silla de la terraza. La pajarita en el barandal. Gaorte sentado frente al paisaje. Se dejaba ver un camino dorado en la superficie de la laguna salada, por el sol que caía en el fondo, lejos, pasando el océano. Sobre la mesa se encontraba un plato con pescado a la veracruzana terminado a medias, el tenedor recargado en el borde y el cuchillo caído del plato a la mesa con gotitas de salsa salpicadas alrededor. Otro vaso con jugo de tomate seco pegado en las paredes del vaso de vidrio. La pajarita en el barandal. Gaorte concentrado en el paisaje. -Ahí viene aquella de nuevo. Que lástima que te vayas mañana. Pero, me encantó haber vivido este amor pasajero. Espero puedas volver pronto. Te extrañaré -Gracias por su compañía, señora de muy grata estirpe. Yo también la extrañaré La pajarita alzó el vuelo y se perdió entre las sombras que ya se formaban tenuemente entre la maleza.


-Buenas tardes, señor Gaorte. -Buenas tardes. -¿Con quién hablaba? -Con la pajarita. -Ah. El mesero llegó con una sopa de lima para Solema y un té de rosas. Le preguntó a Gaorte si quería algo. No. ¿Seguro? ¡Sí! Se fue. -¡Carajo! Este tipejo se está buscando que hable con el gerente. -Tranquilo, Alfonso. Ya nos marchamos mañana. Que importa. -Si, bueno... -A propósito. ¿Cómo te fue en las rocas? -¿A propósito de que? -Uy, que humor, fue un decir -Si, perdón. Las rocas estuvieron bien. Me quemaron. Nada extraordinario...


El dibujo de mi papá

Marco encontró cinco encendedores en el bolsillo de su pantalón. Los llevó a una caja debajo de su cama donde tenía decenas de ellos. La cerró y la puso donde estaba. Cansado, se quitó los zapatos, caminó torpemente hacia la puerta de su cuarto tropezándose con el marco. Llegó al baño y tomó el cepillo de dientes, se los lavó. Regresó a su cuarto y cerró la ventana. Sonó el teléfono y contestó. -Te he llamado todo el día. Hace media hora fue la última. Ya son las doce. ¿Todo bien? Colgó. Volvió a sonar. -¿Qué te pasa? Ah, se cortó. Quiero hablar contigo sobre un asunto importante. No, mañana te digo. A las nueve. Yo pago, no te preocupes Colgaron. Marco puso el despertador a las ocho. Se desvistió y se metió a la cama. Olvidó apagar la luz. Esperó un momento antes de salir de la cama y apagarla. En la pared colgaba un dibujo enmarcado. Lo había hecho él cuando era niño y su padre, el que le llamó por teléfono, lo enmarcó. Ahora lo tenía en su cuarto. Eran unos crayonazos sin forma alguna y abajo se leía con letras quebradas y desproporcionadas unas de las otras: “Mi papá”. Al detenerse en el dibujo notó por primera vez un rostro con ojos y todo. Era la cara actual de su padre, envejecido veinticinco años desde que lo hizo. También había algo así como sangre en vez de pelo. Se sacudió para distraerse de su imaginación y mejor pensó en el desorden que tenía en el escritorio frente a su cama. Se levantó para presionar el apagador, que estaba al lado del escritorio, donde encontró otros dos encendedores, escondidos debajo de unos papeles, que tomó y llevó a


la caja. Ya no pudo cerrarla bien. Sacó uno de ellos y lo puso en el buró, junto a su cama. “Necesito otra caja”, pensó. Decidió que iba a dormir con la luz prendida. Mantuvo los ojos abiertos en dirección al dibujo, donde empezó a notar de nuevo la misma imagen anterior, además de que esta vez la sangre logró escurrirse hasta manchar la pared. Bajó los párpados sobre los ojos irritados y se durmió. Sonó el despertador, revisó el dibujo que amaneció normal, apagó la luz y de mal humor se dio un regaderazo. Salió del baño despavilado. Llegó al restaurante donde acostumbraba verse con su padre. Dieron las diez y no llegó. Se fue de ahí sin desayunar. No tenía dinero. En su casa tomó la caja de los encendedores y la vació en la colcha de su cama. En la cocinita comió cualquier cosa. Del closet sacó un cuadro con el marco salido. Unas tablitas dividían el cuadro en pequeños espacios como si fuera una casa de muñecas de pared. Tomó los encendedores y con silicón los pegó en diferentes lugares. Antes de colocar el último encendedor sonó el teléfono. Contestó. -¿Qué pasó? No llegaste a la cita Marco quedó atónito. Pensó que su padre sacaría una carcajada como disculpa y luego reharía la cita para otro día, pero no. -¡No te quedes callado, contéstame! Colgó. Esperó un momento antes de que sonara el teléfono. Como no fue así regresó al cuadro, puso más silicón, el que había puesto para el último encendedor se había secado, cuando sonó el teléfono otra vez. Contestó. -Se cortó otra vez. Tienes que llamar a un técnico. La pinche compañía de teléfono cobra un chingo. Así que pide que te revisen la línea y el aparato. Mira, no importa. Paso por ti en la tarde y vamos a comer Esta vez su padre fue el que colgó.


Tomó el silicón y puso más en el mismo lugar, lo dejó en el piso, moldeo un poco el pegamento y estuvo a punto de poner el encendedor cuando escuchó el timbre del teléfono. Contestó. -Mejor nos vemos en la nochecita, acaba de salirme algo. Y cenamos. ¿Orale? Bueno, adiós Colgaron. Colocó más silicón. Le gustó que quedara un cerro transparente y por fin pudo poner el último encendedor. El dibujo de su cuarto seguía ahí. Eran los crayonazos originales. Durante la tarde escuchó algo de música. Se preparó una pasta sencilla y ensalada de pepino. Abrió un poco la ventana de su cuarto y se acostó en la cama. A las nueve no había llegado su padre. Salió a visitar a algunos amigos. Casi no hablaba y sus amigos lo recibían gustosos. Él los escuchaba. Tomó algunas cervezas y le dijo a uno de sus cuates que estaba cansado de su padre y platicó lo de las llamadas que eran interrupciones desgastantes que no llevaban a nada. A la chingada con tu padre, güey, dijo su cuate. Marco afirmó lentamente la cabeza. Su cuate se rió y siguieron en otras cosas. Marco llegó a su casa. Encontró muñequitos de todo tipo en las bolsas de los pantalones y de su chaqueta. Las puso en la caja. Ordenó rápidamente el escritorio. Se quitó cansado los zapatos. Le puso pasta al cepillo de dientes y sonó el teléfono. Contestó. -Óyeme, cabroncito. Te toqué el timbre y no apareciste. No podemos seguir así. Ahorita mismo voy para allá. -¡No, estoy cansado! Su padre no lo escuchó, ya había colgado. Se escuchó el timbre de la puerta. Abrió. Marco tenía los ojos rojos y con ojeras. Su padre entró. Comenzó a quejarse e insultar pateando cualquier cosa que se encontraba


en el piso. Marco lo veía apesadumbrado. La pared alrededor del dibujo estaba manchada de sangre. Su padre tiró el cuadro de los encendedores y Marco se inquietó mucho. Tomó una lija gruesa. Le dio un puñetazo en el estómago, lo tomó del cuello y le lijó la cabeza desquiciadamente. Lo soltó. Su padre, atolondrado e incrédulo, se llevó las manos a la cabeza, sintió mojado y con los párpados desaparecidos miró sus manos. Se quedaron pasmados uno frente al otro. Marco se dirigió a la puerta, la abrió e invitó a su padre a irse. Se fue sin decir nada. El dibujo quedó empapado de rojo.


Dos idiotas

El silencio fue ensordecedor cuando el vaso voló hasta el techo lleno de agujeros enormes y se rompió con una viga provocando que los pedazos cayeran dentro de la casa tintineando sobre lo que encontraban y así los oídos de Juan y de Carlos pudieran descansar de tanto silencio. -No me regañes. Tú me dijiste que tirara el vaso al techo –dijo Juan. -Es que ya no lo soportaba. Además no lo dije en serio, me exalté. No pensé que fueras tan pendejo para hacerlo –le contestó Carlos. -Pus tú, que tienes una casa jodida con el techo lleno de agujeros, que no protege ni a uno de tus pocos cabellos –dijo Juan. -Ni a una mosca, pendejo –le contestó Carlos. Juan y Carlos habían despertado temprano. Juan bajó de la parte de arriba de la litera y rozó con el pie la mano de Carlos. Éste abrió los ojos asustado y sin decir nada miró cómo Juan pasó por encima del sillón, le cambió de estación al radio, al que mantenían prendido aún para dormir, y se metía por un marco sin puerta a la cocina. Carlos dio una vuelta en su cama y su cara quedó frente a la pared. Trató de dormir de nuevo, pero se levantó de un salto golpeándose con los tubos de la cama de arriba. -¡Qué te pasa, imbécil! ¿Por qué me tiras agua fría? ¡Chinga a toda tu reputísima madre, pendejo! –increpó Carlos. -Qué, a poco se te olvidó que me debías una. Pus, a mí, no. Esteem... -pensó lo que diría y cómo lo diría. Le tenía miedo a Carlos, y más cuando se le saltaban las venas de alrededor de los ojos junto con una venota que asomaba por entre la profunda entrada de su pelo; sólo se atrevía a atacarlo por la espalda- Te acostaste con ya sabes quién – Juan se atrevió a decir dócilmente.


-Me lleva la chingada, tú sí que estás pendejo. No me acosté con Julia –decía Carlos y Juan se estremeció al escuchar el nombre-, ella se acostó conmigo. Y eso ya tiene un chingo de años. Olvídate de las viejas y prepárame el deasayuno. Juan abrió demasiado los párpados y sus pupilas vibraron de un lado a otro; giró sobre sí mismo y fue a preparar el desayuno moviendo su cuerpo falco y débil por la habitación desordenada y gris. Todavía miró temeroso hacia atrás, a Carlos, y lo vio cubrir sus pies con unos calcetines sucios de lana. Por distraerse de su camino, en vez de pasar por encima del sillón, intentó rodearlo, pero se golpeó el dedo meñique con una de las patas del mueble y dobló su cuerpo dando un grito por el dolor. Tomó su pie para tratar de soplar el dedo mientras se columpiaba con la espalda en el piso. Mientras tanto Carlos refugió sus pies, todavía más, en sus pantuflas y caminó a la cocina sin antes pasar junto a Juan y patearle las costillas sin fuerza y decirle: -Voy a preparar el desayuno y tú mientras trata de no hacer estupideces Juan olvidó el dolor del dedo y miró a Carlos con tristeza, desde el piso; se llevó una mano a la cara y acarició su mejilla rozándose los dedos con dulzura por su barba crecida y canosa. En la cocina, Carlos sacó un plato de la alacena al mismo tiempo que cerraba el cajón de metal oxidado de los cubiertos con su panza regordeta. Se preparó huevo con sal. -¿Y el mío? –preguntó Juan, ya en la cocina parado junto a Carlos. -Tú no te mereces que te prepare el desayuno, no jodas. Por tu culpa no hay tortillas ni, por lo menos, cebolla o jitomate para echarle al huevo –dijo Carlos. -Pero, es que, no me has dado dinero para esas cosas. Ayer te avisé de lo que faltaba en la cocina y como parece, no hiciste caso, pa variar –Juan tenía los ojos llorosos y movía las manos nerviosamente mientras le reprochaba a Carlos. Juan se rascó una axila y luego preparó huevo con sal. Carlos limpió su plato con la lengua y, cuando Juan apagó el fuego de la estufa, le


tomó su plato con huevo sin consideración alguna y se lo empezó a comer tranquilamente. -¡Oye, qué te pasa! –protestó Juan. -¡Cállate! –le gritó Carlos. Juan se preparó otro huevo. Terminó su desayuno y se sentó en el sillón. Además del radio, había encendido una televisión de esas pequeñas a blanco y negro que desesperaría a cualquiera con su maldita antena que nunca alguien le conseguiría poner la dirección indicada para que se dejaran de ver las rayas en la pantalla. En ese instante a Juan no le importaban las rayas, leía una revista de biología y no le prestaba atención a nada más, aunque sin el ruido del radio y de la tele no lograría concentrarse en la lectura. -Órale huevón, párate de ese sillón y vámonos a mendigar. ¡Qué, todavía ni te has maquillado! ¡Ándale, imbécil! No me hagas esa carota, que ya sabes que aquí el que tiene que usa el disfraz de mendigo-travesti-idiota es el pendejo y no el chingón de entre nosotros dos, o sea, tú. Mira, no me encabrones –y Carlos levantó la mano para hacer como que le pegaría. -Ya voy, tú ganas –dijo Juan protegiendo su cabeza con su brazo y con el estirado intentó acariciar a Carlos, pero éste le hizo una mueca de asco y le retiró la mano con desprecio mientras escupía un gargajo que cayó entre el pie de Juan y el sillón-.¡Eres un cerdo insensible de mierda! –Juan estalló irritado. -Sí, sí, ya vístete, vamos Juan se alistó y fueron a trabajar. -¿No podemos ir a alguna avenida? –dijo Juan-. En esta esquina hay lapsos de quietud intolerables. -No, tenemos que adaptarnos a la realidad y no dejar que ella nos manipule a nosotros –Juan quedaba impresionado cada que le escuchaba decir este tipo de cosas-. Hay que hacer amistad con la tranquilidad y el silencio –concluyó Carlos.


-Pero, cómo le vamos a hacer. Es insoportable. Cada vez que no tengo ningún pinche ruido en la cabeza se me viene a la mente la imagen de ya sabes quién de una manera tan… Me da una moneda, porfis –Juan se interrumpió porque pasó una persona por la calle que se le quedó viendo. Él acostumbraba sonreír mostrando sus dientes amarillos y dos de ellos carcomidos, con una mirada coquetísima, además de las pupilas que no le obedecían bien al movérseles de un lado a otro; era un tipo desastroso; le causaba a la gente una conmoción de tristeza y a veces de asco; todo esto mientras Carlos lo tenía agarrado de los pelos o de la oreja con ademanes exagerados; añadámosle, por si fuera poco, un collar con picos al cuello de Juan que se conectaba con una cuerda deshilachada a la muñeca de Carlos-. Gracias, señor, es usted tan considerado como guapo –terminó de decirle a la persona que echó una moneda en el posillo que tenían delante de ellos. -En serio, no aguanto cuando no tengo un ruido con el que me distraiga. Luego, luego aparece la imagen de ella. Es que por qué, no entiendo cómo pudo pasar. Su cara morena pálida y tan quieta. La noche nos envolvía y no se escuchaba sonido de nada. Era una noche rara, ¿no? –Juan comentó. -Sí, sí. Ya vámonos a la avenida y olvida esas cosas que no te ayudan a seguir. Pasó y ni modo –lo consoló Carlos. De vuelta en la casa, Juan cansado, sudado y apestoso se quitó una bufanda rosa de encaje, la dejó caer a un costado del sillón y él se dejó caer del otro lado llevándose el dorso de la mano a la frente, así como esas señoras que quieren reiterar su cansancio, sacrificio o derroche de bondad a los demás después de hacer algo o soportar algo. Cerró ligeramente los ojos y el sueño lo sumió lentamente en la pesadilla del recuerdo: Julia (alta, delgada y de ojos lúcidos que le hacían surgir una sonrisa cada vez que él la admiraba) era arrastrada por el patio de la casa con el techo lleno de huecos. Su espalda se desgarraba con alguna piedra o fierro perdido en la tierra. Juan estaba rojo de


éxtasis por el placer d verla castigada, se le veían las encías que palpitaban por la fuerza con que se apretaba los dientes; a Julia le corría un hilo de sangre por entre la nariz, pequeña y recta, y sus labios; su boca quebrada por el miedo y el dolor que sentía; el pelo largo, lacio y castaño que volaba por su frente y que se ensuciaba en la tierra del patio. -Despierta –Carlos le interrumpió la pesadilla-, tenemos que inventar otra imagen para que nos dé más lana la gente. ¿Qué se te ocurre? Juan se encontraba pasmado en el sillón. Le dio terror y no pudo pronunciar palabra alguna. Ya era de noche y sólo había una lámpara encendida. Juan sobresaltado fue al interruptor y encendió otro foco. Corrió hacia los aparatos para subirles el volumen, pero en el preciso instante en que subía la palanquita se fue la luz. Volvió la cabeza violentamente y desesperado comenzó a gritar y agitar los brazos tirando el radio. Carlos se escandalizó, fue hacia Juan y le dio un puñetazo en la costillas. Éste, excitado por el miedo, le dio una cachetada sonora a Carlos, que por el impulso salió volando y cayó en el sillón. Éste se repuso furioso, se puso de pie y fue a golpear a Juan, que seguía histérico, por todo el cuerpo hasta que se calmó y terminó sentado en el piso sollozando. -¡Tienes que superar esa maldita mierda, no vale la pena! –le dijo Carlos. -Pe, pero cómo puedes decir eso. Es que ya no te acuerdas cómo la torturaste, cómo le pasabas la navaja filosa por sus pechos, piernas y pubis -No me acuerdo de eso. Puta madre, por qué eres tan débil y chillón. Me lleva la chingada. –le dio un zape, se le encendieron los ojos, se llevó los puños al rostro inclinándose un poco hacia las rodillas mientras murmuraba furibundo frases inentendibles. Hasta que segundos después pudo decir claramente-. Necesitamos calmarnos. ¡Hay mucho silencio! ¡A mí también se me viene a la mente la pinche Julia! Una piel morena llena de sangre. Era tan bella y lista. ¡Haz algo, pendejo! ¡Lo que sea! Tira un pinche vaso al techo -Juan se limpió la cara llena de lágrimas, se levantó del piso


y fue por el vaso.


Ojo deforme

El rostro que asomó por la ventana era claramente como el de una piedra porosa y lastimada por el entorno. La luz de adentro lo iluminaba. Un ojo lo tenía más grande que el otro. Si se le veía no daba miedo. Tal vez la sorpresa de ver a alguien parado a la ventana causaría un susto tremendo, pero no había nadie quien lo pudiera ver. Ni un animal que pudiera sobresaltarse. El rostro del ojo deforme pareciera que medía cada centímetro del interior, cada textura, cada color, cada indicio de humanidad. Estaba absorto, incrédulo por no poder encontrar algo que le causara la sensación de hogar, algo que pudiera ofrecerle confianza. Miró una lámpara, se condujo a través de ella a la tienda donde se exhibía cuando la compró hace unos años. Había muchas opciones. Él miraba cada una con atención, en todo momento que estaba frente a esta situación, en la que necesitaba escoger una de tantas cosas, sentía marearse. Desesperó al personal que laboraba ahí, ya varias veces se le acercaron a ofrecerle su ayuda, él mareado, también desesperado por no decidirse y con el ojo deforme, les provocó que hicieran un movimiento temeroso hacia atrás. El rostro del ojo deforme, como imán, se acercaba a ellos a preguntarles un “¿qué?”. Los empleados ya con evidente incomodidad y desconfianza le repetían la pregunta y el respondía: “ah, no, estoy decidiendo”. Casi no se le entendía cuando hablaba y los empleados, primero uno y luego otro y otro, ya no quisieron alargar el momento, surgiéndoles una mueca chueca, sin que se dieran cuenta, acompañada de un asentimiento con la cabeza mientras se alejaban del extraño sujeto que les tocó atender. Él notó que lo miraban, se impacientó y escogió una lámpara sin remedio desagradable. Alguna hoja seca cayó flotando de un lado a otro entre el rostro y el vidrio descuidado. Él la siguió sin mover la cabeza. Terminó por no hacerle caso, no quiso saber


cómo terminaría su ineludible destino a la tierra, junto a su zapato; con su acostumbrada actitud de que ya sabía lo que pasaría, aunque no el cómo. Seguía concentrado en recordar la historia de cada cosa que estaba dentro, se dio cuenta amargamente que siempre era la misma. Algo lo distrajo. Se estremeció cuando notó una hoja de papel verde que apenas salía por el orificio superior de un cajón del escritorio que ocupaba casi la mitad de todo el cuarto. Estuvo a punto de retirarse de la ventana. Estuvo a punto de romper el vidrio y salvarlo todo. Pero no, empecinado se mantuvo inerte en su posición. Quedaban algunos minutos. Por la prisa de preparar su trágico destino no pudo guardar bien esa hoja que contenía la gran justificación por la cual él creía que estaba en este mundo. No era un gran amor, por lo menos no de una mujer. Él quería inventar algo importante. Era una fórmula para hacer feliz a la gente. Se ayudó de la física y la química para lograrlo, pero nadie le hizo caso, nadie lo tomó para examinarlo, para ver si funcionaba. Los odió a todos. Todavía trató de encontrar el fallo, porque finalmente se convenció de que debería haber uno, y además evidente, como para que sólo con echarle un vistazo no lo dieran por bueno. No lo encontraba. Él estaba seguro de que era perfecto. Pero ya estaba harto. Revisó muchas veces todo el proceso, desde el principio. Perdió la mitad de su vida en ello. No podía creer que aquello no estaba bien. Tenía como título: “La mierda en oro”. El título nunca lo corrigió, ni lo tomaba en cuenta. Era lo que más le gustaba. El rostro del ojo deforme no soltó una lágrima que le cayera por la mejilla porosa lastimada por el entorno. Al contrario, mostró una sonrisa que sólo él pudo contemplar en el reflejo de la ventana. Ni siquiera pretendía dejar algún vestigio de su obra que pudiera ser descubierta cuando ya no estuviera en este mundo. Un mundo que él amaba. “Hice este experimento porque amo mi mundo. Quiero que la gente pueda llevar a cabo sus sueños.” Le dijo una vez a un señor que se dedicaba a apoyar proyectos científicos. Éste tenía un bigote bien cuidado, limpio, que se alzó cuando estuvo a punto de reír al


escucharle decir locuras al sujeto con el ojo deforme. La hoja verde del cajón parecía que se escabullía. La hoja se movía hacia fuera de su trampa. El rostro alcanzó a decir incrédulo, “no, imposible”. La hoja se arqueó hacia la superficie del escritorio y salió por completo. Estaba de pie frente a la ventana. Dudó un poco al ver ese rostro, su padre, cuya mirada absorta la llenó de orgullo, creyó que su creador estaba impresionado con su agilidad para salirse de su celda. Se dio media vuelta en dirección a la puerta del cuarto y el rostro entró en sí, recuperándose de la sorpresa. Se alejó de la ventana y corrió a impedirle a la hoja que se escapara de su destino programado. Llegó al cuarto, se tropezó con la lámpara y enojado la pateó con fuerza, ésta terminó rompiéndose al estrellarse con la pared. El rostro buscó mirando rápidamente entre cada espacio donde pudiera ocultarse la hoja. Lo hacía de tal forma que los objetos se deformaban en rayas estiradas que le impedían una visibilidad clara. Se detuvo con la mano en el marco de la puerta. Respiró hondo y se tranquilizó. Miró a la ventana, ahí estaba, afuera. La hoja que tenía escrita la fórmula que él terminó odiando. Miró el cronómetro de su reloj. Quedaba un minuto para que se acabara su agonía, pero la hoja le hizo con su esquina superior un movimiento con el que le decía adiós y se alejó de la ventana, tanto, que la perdió de vista. El rostro fue a la puerta principal, quiso abrir, pero no pudo, estaba trabada. Trató de aclarar su mente pensando en que no podía estar pasando esto, ¿cómo la hoja pudo trabar la puerta? Su reloj le mostraba que sí estaba sucediendo, se apresuró al cajón del escritorio para tratar de encontrar ahí dentro la hoja y aliviarse con saber que se lo había imaginado por la presión de lo que estaba a punto de suceder. Llegó al escritorio, abrió el cajón y vio que no estaba la hoja. Los segundos se acercaban al final. Corrió de nuevo a la puerta y con todas sus fuerzas trató de abrirla. No se podía. Regresó al cuarto, miró la ventana. No tenía tiempo de abrirla. Corrió gritando y se lanzó para traspasarla, cayó a la tierra. Dio unas maromas aprovechando la inercia de la caída cuando la casa explotó en mil pedazos. Se cubrió la cabeza con los brazos, tirado


en el piso. Terminó la explosión, miró atrás, su casa se quemaba, donde había pasado la mayor parte del tiempo con sus objetos feos. Sintió la presencia de alguien a su lado en el piso. Era la hoja escrita. La miró con enojo, pero sin poder contener una dulzura en sus ojos. Bueno, vamos a seguir buscando, le dijo el rostro del ojo deforme a la hoja. Caminaron por la calle hasta perderse en la oscuridad de la noche.


Fotografía en papel acuoso

El reflejo en el agua de la tina de baño era del rostro de Carlos. No veía sus ojos, no podía mantener la mirada fija en ellos. No le gustaba su mirada. La tina era blanca, Carlos estaba sentado en un banco con la cabeza asomada al espejo líquido. Era de noche. El silencio envolvía a Carlos con una suave capa de piel transparente que carecía de oídos. La imagen de la bañera seguía allí, y Carlos, sin cambiar de postura, también. Una lágrima, dejándose caer libremente, hizo temblar el retrato. El agua, con su oleaje orbital, paraba de temblar. No hubo otra lágrima. El espejismo no tomó su forma original. Se veían partes del rostro, sin orden, como si la lágrima que deshizo la figura plana hubiera salido de una retina cubista. Faltaban partes de la cara en el reflejo. No estaban sus ojos, ni su labio superior. Trató de tomar los pedazos desordenadamente de la imagen para formarla de nuevo, pero éstos se le escurrían de entre los dedos; se llevó las manos dudosamente a los labios; pasaba con miedo sus dedos por la boca, la nariz... Todo estaba en orden, pero la imaginación se apoderaba de él. Le pareció deslizar sus dedos por los orificios de los ojos que le faltaban en el reflejo y pudo deslizarlos por completo. En su boca, a la que le faltaba el labio superior, metió sus pulgares y sus yemas quedaron presionadas a la encía. Sentía una angustiosa desesperación que lo llevó a querer arrancarse la careta de carne y hueso. No pudo. Sacó los dedos de los huecos negros de su cara. Se cubrió el rostro con las manos y con temor volvió a entreabrir los dedos, dejándose ver en el agua de la tina. Observó la imagen. Bajó las manos. Su efigie estaba completa, pero con una mirada opaca, triste, que dominaba toda la fotografía en papel acuoso. Desaguó la tina y salió del baño.


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