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Cuento s de Hadas Argentin o s Anónimo


Cuentos de hadas argentinos

Anónimo

Los zapatos voladores Cierta vez, en el reino del cacique Calfucir, dura n te la dominaci ón india de los territorios de América, el influyente sobera no de la gran tribu de los tehuelche s, que se extendía en todo el Sur de la hoy Rep ública Argentina, tuvo graves desavene ncias con otro jefe llamado Rayén, que ejercía su autoridad en aquel tiempo, sobre los grupos abor ígenes ara uc a n o s , que poblaba n el lado occident al de la cordillera de los Andes, hoy Rep ública de Chile. Motivó la situación de odio mortal entre los dos grandes caudillos el que Rayén, en un viaje de cortesía que efectuó por la pamp a, se enamor ó locamen te de la princes a Ocrida, hija de Calfucir. ­ ¡Dámela por mujer! ­había suplicado Rayén al sobera no tehuelche. ­ ¡Nunca! ­respondió el anciano monarc a blandiendo su enorme lanza de combate.­ Ocrida se casar á con un joven de su raza y no con un arauc a no enemigo de los indios pamp a s . Rayén, ante esta contest ación arrogante y desafiadora, se retiró a sus tierras lleno de rencor y con prop ósitos de venganza; y convocan do al Consejo de Ancianos de sus vastos dominios, resolvió reunir un poderoso ejército e invadir las grandes llanur a s , dominio del padre de la hermos a Ocrida. A las pocas lunas, ya que de esta maner a los abor ígenes medían el tiempo, millares de arauc a no s iniciaron la march a, para cruzar las elevadas cumbre s de la cordillera de los Andes, lo que lograron desp u é s de múltiples peligros, al tran s po ne r las enormes monta ñ a s , pas a n do ríos caud alosos, cimas casi inaccesibles y senderos interr u m pi dos por las rocas y rodeados de abis mos. Una tarde, cuan do el sol ya se ponía por el lejano horizonte, las huestes de Rayén se lanzaron como un hur ac á n sobre la pamp a, y sorpren dieron a las tribus de Calfucir, las que nu nc a pudieron imaginar que los ara uc a n o s intent ar a n la temeraria empres a de atraves ar las monu m e n t ales cumbre s andina s . La batalla fue de corta duración, y aunq ue los tehuelches present a ro n una tenaz resistencia, fueron vencidos por los hombres del pa ís de Arauco, que desp u é s de dar muerte a muchos guerreros, raptaro n a la hija de Calfucir, la bella Ocrida, para entregarla a su jefe el bravo Ray én. La infeliz princes a, acomoda d a en un improvisado palanq u í n fue conducida al lejano país de su raptor por los accident a dos caminos que cruza n los nevados picachos. El viaje dur ó varias lunas, ya que en esos días había dado comienzo el invierno y caído sobre la cordillera tan enorme cantidad de nieve que, al obstr uir las senda s, dificultab a la lenta march a de la comitiva. Rayén recibió la noticia con muestr a s de la mayor alegría y ordenó inmediata m e n t e se festejara la gran victoria obtenida sobre los hombres de la llanur a y el rapto de la mujer a quien tanto quer ía a la que pens a b a

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hacer su esposa cuan do las flores de la ara uc a ria, el árbol sagrado, cubriera n de blanco los caminos de su reino. Por sup ue s to, la desgraciad a prisionera lloraba angu s tiad a, al recordar su lejana patria, sus vastas pamp a s y el amor de su padre que, apena do, lament a ría su involunt a ria ausencia. A todo esto, el sobera no de los tehuelches, deses pera do no s ólo por la derrota sufrida sino por la pérdida de su hija, no sabía qué decisión adoptar en venganza del agravio y pasab a los días encerrado en su toldo, triste y meditab u n d o, pens a n do en el mal destino que la suerte hab ía depara do a su querida Ocrida. ­ ¡Ya no la veré más! ­gritaba sin cons uelo. ¡Pobre hijita mía! ¡Mil veces preferiría su muerte, a su vida en manos del odiado Rayén! Los ancianos de la tribu estab a n tambi én desconcert a do s, al no hallar el medio de rescata r a la niña, pues sus ejércitos eran impotentes para luchar contra las aguerridas fuerzas ara uc a n a s que defend ían los difíciles pasos de la gran cordillera. Como una última espera nza, el rey Calfucir dictó una proclam a que hizo pregonar hast a en los más lejanos puntos de su reino, por la que ofrecía la mano de la bella Ocrida y gran parte del país, al valiente que consiguiera restituirle la dolorida cautiva. Muchos jóvenes tehuelche s intenta ro n llegar a las tierras de Arauco en procura de la princes a, pero fueron descu biertos y muertos por los centinelas de Rayén que vigilaba n noche y día los caminos de la monta ñ a . En el tiempo de este suceso y en una apart a d a regi ón de la pamp a, sobre el caud aloso río Colorado, vivía un pastor de guan acos llamado Catiel, quien al escuc h a r de boca de los pregoneros del cacique los deseos de éste y el premio a tan magna avent u r a, se propu so intenta r el fant ás tico viaje, encami n á n d o s e a las tolderías de Calfucir para ofrecer sus servicios. ­ ¡Aquí estoy majestad! ­dijo el valiente Catiel, arrodill ándos e ante su señor.­ ¡Yo procur ar é traer la tranq uilidad y la alegría a la nación Tehuelche, rescata n d o a la hermos a Ocrida de manos del sangui n a rio y cruel Rayén! ­ ¡Hijo mío ­contestó el dolorido cacique,­ si consiguiera s ese milagro, serías mi súbdito predilecto y el feliz esposo de mi desdich a d a hija! Catiel, sin temor ni vacilaciones inició la empres a y desp u é s de varias lunas llegó hasta los primeros pasos de la enorme cordillera, casi sobre las fronteras de su país con la tierra de los ara uc a n o s . ¡Pero... allí comenzaron las grandes dificultades! El macizo andino estab a cubierto de nieve y sus difíciles senda s eran intra n sita bles para la planta hum a n a , no sólo por las crueldade s del invierno, sino por los miles de guerreros que, muy alerta, vigilaba n la peligrosa línea divisoria. Una y otra vez, el denodado Catiel intent ó subir a las cumbre s y siempre se halló detenido por el terrible frío y las flechas de los soldados ara uc a n o s , que silbaba n tr ágicame n te sobre su cabeza. Cans a do un día de pretender en vano la extraordin a ria avent u r a , se sent ó sobre una piedra y bajó la cabeza abru m a d o y vencido, lament a n do no

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poder cumplir el jurame n to hecho a su rey, cuan do, de maner a inesperad a, se present ó frente a él una viejecita india, arruga d a como una pasa, que con voz clara y firme le dijo: ­ ¡Valiente Catiel! ¡Hijo predilecto del país de los tehuelches! ¡Sé tus pesares y tus anhelos y compren do que sólo la muerte será el premio a tus inútiles esfuerzos para cruzar la gran cordillera! ¡Los ara uc a n o s vigilan y te matar á n! ¡El hondo de las monta ñ a s será tu sepulcro si prosigue la lucha! ­ ¿Qué he de hacer entonces? ­pregun t ó el decidido much ac h o a la ancian a hechicera. ­ ¡Nada podr ás, sin mí! ­repuso ésta. ­ ¿Quieres ayudar m e ? ­suplicó de nuevo el mozo, miran do con ojos de duda a la centen a ria mujer. ­ ¡Sí! ¡Yo te ayuda r é y podrás traer a la pamp a a la hermos a Ocrida, ya que lo mereces por tu valor y tu decisión! ­ Pero... ¿cómo? ¡Los pasos de la monta ñ a están cerrados por la nieve y los soldados ara uc a n o s los guarda n! ­ Hay un medio ­respondió sonriente, la hechicera. Y luego, se ñala n do a un cóndor que en aquel insta n te volaba sobre ellos, contin u ó.­ ¡Podrás llegar al país de Arauco volando como esa ave que ahora cruza sobre nosotros! ­ ¿Volando como el cóndor? ¡Tú estás loca! ­ Loco es quien no cree en mí poder ­contestó la mujer. ­ ¡Dime el medio! ­ Yo lo tengo, ya que poseo la fuerza del viento, el calor del sol y la grandeza de las cumbre s. ­Y diciendo esto, hizo un signo misterioso con la mano derech a y por arte de encant a mie n to aparecieron junto al asombr a do Catiel, unos zapatos de cuero de guan aco, llamados us u t a s . ­ ¿Qué es esto? ­exclamó aterrorizado el much ac h o. ­ ¡Son tus alas! ­contest ó la vieja. ­ ¿Mis alas? ¡No lo compren do! ­ ¡Escuc h a! ¡Las cumbres est á n nevadas y los guerreros ara uc a n o s te aguard a n para matarte en los pasos de la monta ñ a! ¡Tienes un solo medio para llegar a donde est á la infeliz cautiva! ¡volando! ¡Estos zapatos, una vez puestos, te elevar á n sobre los hombres y la tierra, como si fueses un cóndor y así, burlar á s la vigilancia de los soldados y podr ás rescat ar a la pobrecita Ocrida! Esto diciendo, la misterios a viejecita desap areci ó tan súbita me n t e como había llegado y el valiente Catiel qued ó mudo de asombro contempla n do los us ut a s que estaba n próximos a sus pies. ­ ¡Lo intent ar é! ­exclamó, y acto seguido se calzó los zapatos. No bien terminó de atárselos a los tobillos, cuan do sucedió lo inesperado. Como impuls a do por una enérgica fuerza invisible, comenz ó a elevarse con rapidez fulmínea y luego de unos peque ños giros, como los que para orientar s e describen las palomos, inició su march a por sobre la cordillera hacia el temido país de Arauco. ­ ¡Esto es maravilloso! ­exclama b a Catiel en el colmo del estupor.

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El viaje fue de pocos minutos; muy pronto estuvo a la vista de la corte del reino de Rayén, que clara me n te se distingu ía a la luz de una gran luna que parecía de plata. Catiel prepar ó sus arma s cuan do los us ut a s iniciaron el descenso y antes de que lo pudiera pens a r, ya estaba sobre el negro castillo del monarc a, que se elevaba majest uos o sobre unas grandes moles de piedra rojiza. Como es lógico, la entrad a le fue muy fácil, al descender sobre los techos de la morad a y luego, cerciorado de que nadie le hab ía visto, inició sus trabajos para dar con el paradero de la hermos a cautiva. Bien pronto, el llanto y los sus piros de una mujer, que se oían por una venta n a peque ñ a, le indicó el lugar donde estaba encerra d a Ocrida y entra n do audaz me n te en la lujosa residencia, se encontr ó con la moren a princes a que sollozaba sin cons uelo por su triste soledad. ­ ¡Ocrida! ­gritó Catiel cayendo de rodillas ante la apena d a muc h a c h a .­ ¡Me mand a tu padre, el cacique Calfucir para que te lleve a las lejana s tierras de la pamp a! La prisionera, loca de alegría, casi no daba crédito a lo que escuc h a b a y veía y presa de una invencible pasión, se echó en brazos de su joven salvador, cubriéndolo de besos. Fácil fue para el valiente Catiel el regreso. Tomó a Ocrida de la cintur a suaveme n te y dijo: ­ ¡Vamos! Los zapatos maravillosos elevaron a la pareja por encima de la ciudad en silencio, y toma n do de nuevo el camino de los cielos, en muy poco tiempo llegaron a las tolderías del dolorido sobera no de las pamp a s que aun lloraba la pérdida de su querida hija. El entusias mo fue imponder a ble y Calfucir orden ó se celebras e n grandes fiestas en homen aje del salvador de la bella cautivo, las que se realizaron en toda la vasta extensión de la pamp a, desde el Río de Agua Dulce, que más tarde se llamó Río de la Plata, hasta las desierta s regiones de la Patagonia. De más está decir que Catiel se casó con la divina Ocrida y así consiguió la felicidad, por la ayuda milagros a de la viejecita india que, en tan buen momento, le había obsequiado con los zapatos voladores.

El caballito incan s a ble ¿Habéis oído hablar de caballito incan s a ble? ¿No? Pues, entonces, yo os contaré una historia muy interes a n t e sucedida hace muchos a ños, cuando los ejércitos argentinos combat ía n tenazme n te por su libertad. Dicen los que saben, que desp u é s del gran triunfo que el general don Manuel Belgrano obtuvo sobre los realistas en la memora ble batalla de

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Salta, necesitó un mens ajero que trajera a la ciudad de Buenos Aires la extraordin a ria noticia de la gloriosa victoria. En el ejército de Belgrano había muy buenos jinetes, ya que estaba formado en su mayoría por gauchos que, como es sabido, son los m ás diestros domadores de caballos del mu n do entero. Belgrano hizo formar a los hombres que juzgaba m ás aptos para tan delicada empres a y orden ó dieran un paso adelante los que se sintiera n capaces de tan enorme y loable esfuerzo. ­ Mis queridos soldados ­dijo el general.­ ¡Necesito un chasq ui que lleve a la capital mi parte de batalla! ¡El hombre que se arriesgue a tan dura prueba, ya que deber á recorrer miles de kilómetros, debe tener presente que no desca n s a r á ni un minuto dura n te el viaje y que sólo hallar á reposo una vez entregado el docu me n to! ¿Quién se anima? ¡Ni uno de los soldados se qued ó quieto! Todos dieron un paso adelante en espera, cada uno, de ser elegido por el general. Belgrano, orgulloso de la valiente actitud de sus hombres, pase ó la mirada por la larga fila de caras nobles y curtidas y titube ó en la elección, ya que todos le parecían capaces de afrontar la peligrosa march a. En un extremo de la fila estaba rígido y pálido, un joven moreno, que miraba a su jefe con ojos ansiosos, como anhela n do que se fijara en él. Belgrano aun no había decidido, cuan do el muc h a c ho, impuls a do por sus deseos, se adelant ó hacia el general y cuadr á n do s e a pocos pasos de éste, te dijo con voz seren a pero conmovida: ­ ¡Señor! ¡Yo quisiera llevar ese parte! ­ ¿Te atreves? ¡Es muy largo el camino! ­respondi ó el héroe. ­ ¡Nada me detendr á! ¡Juro por Dios y por la Patria, que llegar é a Buenos Aires en el menor tiempo posible! Tal simpatía y franq ueza brotaba de los ojos del desconocido, que Belgrano no vaciló más y entreg án dole un voluminoso sobre, le dijo, mientra s estrech a b a su mano: ­ ¡Aquí está mi parte de batalla! ¡En ti confío para que sea puesto en manos de mi Gobierno! ¡Deber ás correr rápido como la luz por montes, sierras, cumbres y desiertos, sin que nada te detenga hast a atar tu caballo en el palenq ue del Cabildo de Buenos Aires! ­ ¡Está bien, señor! ­respondió el much ac h o. Belgrano contin u ó: ­ ¡En el largo camino, encontra r á s muc h a s postas y ranchos amigos, en donde podrás cambiar de cabalgad u r a , deteni éndote lo indispe n s a ble para ensillar el animal de refresco! ¡No te dejes enga ñ a r por ningu no que intente entorpecer tu misión y muere antes de que te arrebate n este sobre! Benavides, que así se llamab a el joven soldado, rojo de orgullo, recibi ó los papeles de manos de Belgrano y despu é s de elevar su mirad a a la bander a azul y blanca que hacía pocos días flameab a como símbolo de la patria, montó en su caballo alazán que partió al galope, ante los ¡viva! de sus compa ñ e ros, que lo vieron perderse entre las cumbre s lejanas .

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La primera posta para cambiar de cabalgad u r a distaba tan s ólo diez leguas, las que fueron cubierta s por el brioso alaz án de Benavides en pocas horas. El dueño del ranc ho, no bien vio llegar a un soldado del ejército libertador, dispu so todo lo necesario para que cambiar a de animal y saca n do de un corral un caballo tostado, se lo ofreció a Benavides. El muc h a c ho se disponía con gran prisa a desensillar su valiente alaz án, cuan do ocurrió algo tan inesperado que lo conmovió en todo su ser. El caballo, al ver a su amo desmon t a r y observar los prepara tivos del cambio, lanzó un estridente relincho en el que clara me n te se oyó que decía: ­ ¡No me dejes!... ¡Tengo fuerzas para seguir!... Benavides no dio crédito a lo que oía y prosiguió en su trabajo de aflojar la cincha, cuan do, otra vez, el relincho del alaz án rompió el silencio, y entonces con más energía... ­ ¡No me dejes!... ¡Tengo fuerzas para seguir!... ¡No cabía dudar! ¡El caballo había hablado! ¡El mens ajero, pálido como un muerto, miró al noble bruto con curiosidad y estupor y sólo contempló unos ojos negros y grandes que parec ían implorarle que no lo aban do n a r a! Y decidido, volvió a ensillar a su valiente compa ñ e ro y empren dió de nuevo la march a a gran velocidad, pas a n do por escarpa dos caminos de monta ñ a que ponían en peligro la vida del chasq ui. ¡Pero el alazán, dócil y animoso, sin dar la más peque ñ a muestr a de cans a n cio, cruzó las cumbres y descendió a la llanur a! ¡Llegaron a la segun d a posta! Benavides desmo nt ó de un salto y pidió un caballo de repues to, en la certeza de que su alazán ya no resistiría más tan extraordin a rio esfuerzo, pero cuál no sería su sorpres a, el oír el relincho agudo que de nuevo expres ab a: ­ ¡No me dejes!... ¡Tengo fuerzas para seguir!... ­ ¡No puede ser! ­exclam ó el jinete.­ No hay ser en el mu n do capaz de afrontar tal desgaste. ¡Te dejar é aquí! ­ ¡No me dejes!... ¡Tengo fuerzas para seguir! ­repitió el caballo en otro relincho sonoro y desp u é s se acercó a su amo, acariciándole las manos, con su belfo tibio y cubierto de espu m a . El muc h a c ho no vaciló más y creyendo en un milagro, otra vez mont ó en su noble amigo empren die n do el camino peor de toda la traves ía: el desolado desierto de Santiago del Estero, tan espan toso y solitario como los temibles arenales africanos. Así, bajo un sol abras a dor, pisando la arena ardiente, galop ó todo el día, deteniéndos e a ratos para dar desca n s o a su maravilloso alaz án, que sin mostrar fatiga, lo miraba como invit ándole a contin u a r la march a. Varias aves de rapiñ a revoloteaba n por encima de sus cabezas, espera n do que caballo y jinete cayera n rendidos, para lanzarse sobre ellos y llenar sus buches de comida fresca.

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Pero el alazán no se daba por vencido y así prosiguió toda esa noche, con su consta n te galope corto y parejo, hast a que los primeros rayos del sol los sorpren dieron junto a la tranq u er a de la tercera posta del largo trayecto. ­ Esta vez sí te cambiar é ­dijo el much ac ho echa n do pie a tierra.­ ¡Has probado ser bueno, pero si contin ú a s así reventar á s! ­Y comenzó la tarea de desensillar, mientr a s el due ño de la posta le prepara b a otro caballo negro y lustroso. Pero la sorpres a de Benavides llegó a su colmo, cuan do volvió a oír el relincho del noble bruto, su lastimera petici ón: ­ ¡No me dejes!... ¡Tengo fuerzas para seguir!... El jinete desde entonces prosiguió la march a con un miedo casi supers ticioso y al llegar a cada posta, escuc h a b a el agudo relincho que le volvía a suplicar... ­ ¡No me dejes!... ¡Tengo fuerzas para seguir!... Así contin uó el soldado su camino, dura n t e días, que se convirtieron en sema n a s , cruzan do llanur a s , lomas, caud alosos ríos, arenales inhospitalarios, bosques poblados de alima ñ a s y, en cada posta que se detenía para el relevo, el alaz án alargab a su pescuezo, sacud ía su cuerpo sudoroso y lanzab a a los vientos su potente relincho que m ás bien parecía un clarín de batalla: ­ ¡No me dejes!... ¡Tengo fuerzas para seguir!... Por fin, un día, desde la pamp a solitaria, Benavides y el alaz án, contem plaro n a la distancia, las torres de las iglesias de Buenos Aires y los tejados rojos de sus casas. ¡Estaba n llegando! Breves momentos despu é s , hacían su triunfal entrad a por la calle de la Reconq uis t a y penetra b a n en la ansiad a Plaza de las Victorias, donde se levanta b a el Cabildo, punto terminal de tan maravilloso viaje. ¡Benavides no cabía en sí de orgullo! Como lo juró al heroico general Manuel Belgrano, ató su noble y tenaz caballo en el palenq ue de la Casa hist órica y entregó el sobre que contenía el parte de la batalla de Salta a los hombres que goberna b a n en aquel tiempo el país. ¿Y el alazán? ¡El alazán había cumplido con su deber! ¡Entonces, se sintió rendido! ¡Una angu s tios a fatiga lo domin ó hast a hacerlo arrodillar en el suelo áspero de la calle! La gente lo contemplab a dolorida y suspe n s a . ¡Un estremecimiento de muerte agitó sus patas y lanzan do un postrer relincho, que semejaba al toque de clarín de la victoria, cayó para siempre entre un charco de sangre que brotó de sus narices! ¡El noble bruto había realizado algo maravilloso, casi increíble, y esto... no era sino un ejemplo sencillo de lo que puede el poco esbelto caballito criollo, nervioso y crinu do, pero de una resistencia inigualad a por sus congéneres del mu n do!

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A ese animal peque ño y valiente... a esos nobles amigos que pueblan los campos argentinos, es a los que un gran poeta les ha cantado en estrofas inolvidables: "¡Caballito criollo del galope corto, del resuello largo, del instinto fiel... Caballito criollo que fue como un asta para la bander a que and uvo sobre él!" ¡Y ésta es la verídica historia del caballito incans a ble!

El Hada del Arroyo El Hada del Arroyito tiene los ojos azules, y su cuerpo chiquito lo lleva envuelto entre tules! ¡Su cabello es como el oro y en su pecho de algodón, tiene anidado el tesoro de su hermoso corazón! Los niños de la estancia, una y mil veces hab ía n canta do estas sentidas estrofas, mientra s agarrados de la mano formab a n el bullicioso y alegre corro infantil. La tarde era plácida y tibia, el sol al parecer en el ocaso doraba los árboles y las mieses y los pajarillos del campo se refugiaba n entre las frondas, para cobijarse en ellos de las crueldade s de la noche. El majest uo so edificio de la lujosa casa de campo, se elevaba a muy pocos metros de donde los niños del propietario contin u a b a n en sus infantiles juegos, mostra n do sus enormes venta n ales, sus torres de aguda s punt a s y sus escalinat a s de blanco y lustroso m ár mol. Dos enormes perros daneses, echados a los lados de la puerta principal, eran el compleme n to de esta escena, que parec ía sacada de un antiguo cuento de hada s europeo, de esos en que los príncipes de ojos azules, cabalgan do en dorados pegasos, llegan hasta los castillos prendidos en las cumbre s de la monta ñ a , para rescat ar a la angu s tiad a y hermos a princesita, convertida en flor por los sortilegios de las brujas. Los niños eran ocho. Tres hijos del acaud ala do propietario de la estancia y cinco amiguitos invitados a pasar las vacaciones con ellos. Como es natu r al, entre los chicuelos, los hab ía de buenos y de malos sentimientos, pero esas virtudes o esos defectos no se adivinab a n en sus caras risue ñ a s , de mejillas rojas por la agitación del juego, y los cabellos revueltos por el viento. Zulemita, la hijita mayor del due ño, era una niña de diez años, dulce y buen a, que nunc a pens a b a en hacer da ño a los hum a n o s ni a los animales

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y que siempre tenía palabra s de aliento y de piedad para todos aquellos seres que sufrían o padecían miserias. Acompa ñ a d a por su padre, recorría los puestos de la estancia, llevando regalos y golosinas para los ni ños de los hu mildes labriegos y por todas esas virtudes, era querida por cuantos seres habitab a n los grandes dominios de sus mayores. Entre los peque ños invitados, estab a Carlitos, un chicuelo travieso y de no buenos instintos que se solazaba en el mal y era por lo tanto la piedra de escánd alo de las inocentes reuniones diarias que ten ían en el patio del establecimiento. Los animales domésticos le tenían terror, ya que en much a s ocasiones, por placer y sin motivo, había muerto gallinas a pedrad a s , colgado en largas cuerda s a los patitos indefensos o atado hast a ahogarlos a los cachorros de los lebreles que se criaba n en la casa. Zulemita, por todos estos actos, le hab ía increpado más de una vez y el niño travieso, desp u é s de jurar no cometer de nuevo tales fechor ías, persistía en sus acciones, cada vez más repudiab a s . Pero, aquella tarde, olvidados de estas cosas, todos los chicuelos jugaba n agarrados de la mano en la bulliciosa ronda, entre carcajad a s argentin a s y agitados corazoncitos. El Hado del Arroyito tiene los ojos azules, y su cuerpo chiquitito lo lleva envuelto entre tules. Así cantab a n todos a coro, al acompa s a d o danzar de la rueda, hasta que uno de ellos caía entre la gramilla, con el consiguiente alboroto de los demás. Pero los niños, poseídos de entusia s m o, no se hab ía n fijado en algo que conmovía el corazón. Escondida tras un árbol, una niñita harapient a, hija de uno de los peones de la casa, contemplab a el juego con los ojos abiertos por el asombro, chup á n do s e el dedo meñique de su mano derech a y sonriente tambi én al contem plar la jaran a general. La pobrecita niña se llamab a Teresa y había llegado por cas u alidad al palacio de la esta ncia, acomp a ñ a n d o a su padre que traía las verdur a s de las extens a s huert a s lejanas . Teresa, en el entu sias mo y sin meditarlo siquiera, se asom ó de su escondite más de la cuent a y por fin fue vista por los ni ños ricos que corrieron hast a donde estab a. ­ ¡Pobrecita mía! ­exclamó Zulemita,­ ¿quieres jugar con nosotros? ­ ¡Sí! ¡Que juegue! ¡Que juegue! ­exclama ro n varias vocecitas entre carcajad a s . Antes de que lo pens a r a, la pobre hu milde criatu r a, fue arras tr a d a hasta el centro del patio y tom á n dola de las manos, los niños prosiguieron el interr u m pi do juego. ¡Su cabello es como el oro y en su pecho de algodón,

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tiene anidado el tesoro de su hermoso corazón! Pero Carlitos, con su cerebro predisp u e s to al mal, hab ía meditado la manera de hacer sufrir a la chicuela harapient a y en una de las vueltas rápidas del corro, la tiró con fuerza contra el suelo, de manera tan desgraciad a, que la pobre Teresa dio con su frente en una piedra, produciéndos e una peque ñ a herida de la que enseguida man ó sangre abu n d a n t e. El alboroto fue general y mientr a s los dem ás niños corrían asu s t a do s hacia el interior de la casa, la buen a Zulemita resta ñó la sangre y colmó a Teresita de caricias con sus manita s blanca s de ángel. ­ Perdona a ese perverso ­le dijo entre sollozos. ­¡No sabe lo que hace y algún día pagar á sus maldade s! Teresita miró a la niña rica con sus grandes ojos negros y en tono humilde le respondió: ­ ¡No es nada mi señorita... Segura me n t e habr á sido sin querer! ¡Yo estoy muy agradecida a sus bonda de s! ­ Mira ­le contestó Zulemita,­ para que tengas un grato recuerdo de mí, te regalaré un libro de cuentos de hadas , hermoso y entrete nido, en donde verás príncipes encan t a do s, dragones mons tr u o so s, brujas con ojos de fuego, y castillos de oro prendidos en monta ñ a s de piedras preciosas. ­ Pero... ¿es verdad todo eso? ­pregun t ó la inocente Teresa, miran do asombr a d a a la niña. ­ ¡Para nosotros, es verdad, ya que lo vivimos en nuestr a imaginaci ón! ¿Sabes leer? ­ Sí ­respondió la campesin a. ­ Pues bien... ¡espera! Y levant á n do s e corrió hacia la casa, regres a n do a los pocos minutos con un gran libro, lleno de fant ás ticas y hermos a s láminas , que abrió ante Teresita, quien al verlo, le pareció estar soña n do. ­ ¡Muchos gracias! ­alcanzó a musitar...­ ¿Es para mí? ­ ¡Sí... para ti! Y la humilde chicuela, con su extraordin a rio libro debajo de su desn u do bracito, partió corriendo en busca de su padre, en el deseo de retorna r pronto a la pobre choza para devorarse los cuentos y extasiarse en sus magníficos y divinos dibujos. Como era de esperar, toda esa tarde, Teresita, senta d a al pie de un gran árbol, y rodead a de gallinas y patitos que picoteab a n a su lado, leyó las páginas de tan portentoso regalo, cada una de las cuales le parec ía aú n más interes a n t e. En su cabecita de niña humilde, danzab a n más tarde mil encontr a d a s ideas y soñab a despierta con los relatos fant ás ticos de hada s hermos a s , de caballeros invencibles y de terribles hechicera s que salían por las chimenea s de los castillos, cabalgan do en escobas con alas.

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La noche la sorprendió en estos pens a mie n to s y se recogió más tarde, siempre medita n do en aquellos extra ños relatos que habían recorrido sus ojos. Una hora desp u é s, Teresita, bajo la influencia de su preocup a ci ón, comenzó, en su pobrecito lecho, a so ñar escena s fant ás ticas , mezclando las lectura s del libro con las cosas de la llanur a en que vivía. Y así... agitada y estremecida por mil raras sens aciones, inició su sue ño, en la quietu d del campo, envuelto en las sombr a s noctur n a s ... Era... un castillo hermoso... de miles de ventan a s , por las que se derra m a b a una luz tan brillante como la del sol. El castillo estab a enclavado sobre una roca elevada, casi inaccesible, cuidado eterna m e n t e por miles de vizcacha s que recorría n sus profundos fosos, arma d a s de enormes espada s de oro puro. En los altos corredores de la maravillosa mansi ón, se veían pasear como centinelas, vigilando los intrinca dos senderos, a varios soldados de raros trajes, mezcla curiosa de gauchos y de caballeros medievales. En las cabezas ostent a b a n brillantes pluma s de ñand ú , sostenid a s por vincha s rojas como la sangre. Sus pechos estaba n protegidos por bru ñida s corazas adorn a d a s con arabescos de plata y sus extremida des las cubr ían chiripás con calzoncillo bordado. Sus armas eran tambi én curiosas, pues junto a la enorme espad a de los caballeros anda n t e s , colgaba n largos trab ucos nara njeros de anch a boca y alargado ca ñón. Aun había más. En el amplio patio de arma s del castillo, junto al puente levadizo que era manejado por cuaren t a dragones con cabeza de toro, estab a reunida la soldadesc a, alegre y bulliciosa, la cual se agolpaba junto a un gran fogón en el que hervía una descom u n al pava que de cuan do en cuan do sacab a n de las bras a s varios de los soldados, para cebar un mate de enormes proporciones. ¡De pronto, se hizo el silencio! De una de las torres, part ían ayes lastimeros, que estremecieron a las vizcacha s y conmovieron a los soldados. ¿Quién era la cautiva? ¡En una buha r d a, prisionera y separ a d a del resto del mun do por una gran puerta de hierro, sollozaba una princes a rubia, de belleza s ólo compar a ble a la gloria del día o al perfume de las flores! ¡Cosa extraordin a ria! ¡La princesita cautiva no era otra que Zulemita, la bonda dos a hija del due ño de la estancia! De pronto se escuc h a ro n pasos en los negros y lúgubres corredores y abriéndose la pesad a puerta, penetr ó en la habitación un hombre alto, de mirada torva y gesto repulsivo que se detuvo junto a la infeliz, cruz án dos e de brazos. Pero... ¡sí! ¡Ese hombre perverso, tenía la cara de Carlitos, el pernicioso niño que había herido a Teresita! ­ ¿No has resuelto aún, princes a Flor, casarte conmigo? ­pregun t ó el gigante posa n do su mano derecha sobre el pomo de su espad a que pend ía de un lucido cintur ó n de moned a s de plata. P

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­ ¡Nunca! ­exclamó la dolorida princes a, miran do a su verdugo.­ ¡Antes, la muerte! ­ ¡Pues bien... morir ás! ­respondió en un bramido el salvaje, levanta n do su mano.­ Mañan a al salir el sol, te har é ejecutar al pie del omb ú que eleva sus rama s junto al horno de hacer empa n a d a s . ­Y al decir esto, dio media vuelta y se retiró, cerra n do la puerta y sumiendo a la desgraciad a en el más espa ntoso dolor. Llegó la noche. El castillo maldito se cubr ía de sombra s y de quietud y sólo se escuc h a b a n a lo lejos los trinos de los p ájaros y el ladrido de los perros. De pronto, quizá atraída por los sollozos de la pobre princes a, brot ó de las sombra s una hermos a mujer, peque ñ a , rubia, con ojos azules y cubierta de tules vaporosos, que acerc á n dos e a la dolorida, le tocó un hombro, mientra s le decía con voz suave y cristalina: ­ ¡Princesa triste! ¡Me conm u eve tu desgracia y vengo a salvarte! ­ ¿Quién eres? ­pregun t ó la desvalida niña. ­ ¡Soy el Hada del Arroyo que llego, atra ída por tus sollozos! ­ ¡Es verdad! ­contest ó la cautiva­ ¡Soy muy desgraciad a! ¡El príncipe Chima ngo quiere que me case con él y, ante mi negativa, ha dispues to sacrificarme! ¿Será posible que yo muer a joven sin que nadie se apiade de mí? ­ ¡Yo procura r é salvarte, princes a dolorida! respondió el hada y alarga n do su mano, la puso sobre el convulso pecho de la prisionera, mientr a s sus ojos contem pla b a n su pálido rostro. La princesita, presa de una alegría enloquecedora, se arrodilló ante el Hada del Arroyo y toman do sus manos las bes ó varias veces en prueb a de profundo agradecimiento. ­ ¡Gracias... gracias... ­repetía­ mi vida desde hoy te pertenece y mi corazón es tuyo! ­ ¡No digas eso! ­exclam ó el hada sonriendo. ¡Tu vida y tu corazón, pertenecer á n al príncipe maravilloso que consiga sacarte de este encierro! ­ ¡No conozco a ningu no! ¡Si es por eso, estoy perdida! ­grit ó la princes a, sollozando. ­ ¡El príncipe salvador, llegar á, no lo dudes, y no necesita conocerte, ya que la fama de tu belleza ha corrido de boca en boca hasta los remotos países del otro lado del mar! ­ Pero... ¿cómo podrá saber en dónde me encue nt ro? ­pregu nt ó la niña, levanta n do sus ojos hacia los de la hermos a aparecida. ­ ¡Yo me encargar é de ello! ¡Confía! ­respondió ésta, y desp u é s de poner sus labios sobre la pálida frente de la cautiva, se perdió en las sombr a s con la facilidad con que había nacido de ellas. Entreta n to, el malvado Chima ngo, hab ía ordenado prepara r el lugar de la ejecución, tal como lo pens ar a, debajo del omb ú que estab a junto al horno de hacer empa n a d a s . La pobrecita princes a de los ojos azules, algo tranq uila por la visita de la esplendoros a hada, aguard a b a el nuevo día, confiando en las palabra s de su bienhec hor a y pens a n d o para sí, cómo sería el príncipe misterioso que

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pudiera llegar hast a su elevado balcón para rescata rla de tan humillante encierro. ­ ¿Será bello? ¿Será rubio? ¿Será joven? ­se pregun t a b a , mientr a s las sombra s se iban disipa n do y los primeros albores del día surgían en el horizonte. "¡La ejecución se efectuar á a la madr uga d a!" había dicho el terrible due ño del castillo, pero un inconveniente, quiz ás ordena do por el Hada del Arroyo, aplazó el cumplimiento de la sentencia. Una lluvia torrencial cayó sobre el castillo e inund a n d o sus patios y habitaciones, impidió que los planes de Chima ngo se llevaran al cabo, por lo menos en aquel día. La furia del hombre no tenía límites y miran do hacia los cielos blasfema b a, levanta n do sus pu ños, como si pretendiera retar a las nubes que, sin escuc h a rlo, seguían lanzando sobre la tierra verdader a s catarat a s de agua. Entreta n to, a muy pocas leguas del castillo, junto al arroyo que cruzaba mur m u r a n t e por los campos, habitab a un joven pastor, hermoso y alegre, haciendo su feliz vida, entre las ovejas y los perros que lo ayudab a n a vigilarlas. Este pastorcito, de nombre Cojinillo, hab ía nacido en el lugar y desde su infancia se había mirado en las cristalinas ondas de la corriente que serpentea b a junto a su caba ñ a. Así, pues, era compa ñ ero de las límpidas aguas y del hada que habitab a en su cauce, la que desde niño le protegía en su tranq uila existencia escas a en complicaciones. Aquella tarde, mientr a s guarda b a el reba ño, apareció de pronto su protectora y tocándole la cabeza con su vara mágica rodeada de rayos como los de la luna, le dijo a modo de saludo. ­ ¡Amigo Cojinillo... ha llegado la hora de que me pagues mis cuidados! ­ ¡Soy todo tuyo, Hada del Arroyo! ­respondi ó el pastor cayendo de hinojos ante la deslu m b r a n t e diosa. ­ ¡Bien ­contin u ó la hermos a y fant ás tica mujer,­ te ordeno que vayas al castillo del príncipe Chima ngo y rescates a la cautiva que est á encerrad a en la torre de poniente! ­ ¿Ir al castillo del príncipe Chima ngo? ¡sería una locura! ¡Esa casa est á custodiad a por miles de vizcacha s armad a s y de guerreros valientes, que me matar á n antes de haber podido cruzar su puente levadizo! ­ ¡Y, sin embargo, debes ir! ­contest ó el hada. ­ ¡Me ultimar á n! ­ ¡Te haré invulnera ble! ­ ¡No podré cruzar los caminos de la monta ñ a! ­ ¡Allanaré tus pasos! ­ ¡La torre es muy alta! ­ ¡Te daré los medios para alcanzar sus almen a s! ­ ¡La princes a me arrojar á de su lado, al verme desas tr a do y feo! ­ ¡Mi poder es ilimitado y pronto cambiar á s! ¿Aceptas ?

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­ ¡Hermos a hada ­respondió por último Cojinillo,­ iría aunq u e supiera que mi cuerpo sería pasto de los caranc ho s ... tus deseos son órdenes para mí! El Hada del Arroyo sonrió complacida y le pregun t ó: ­ ¿Has visto al gusa no convertirse en maripos a? ­ ¡sí...! ­ Pues bien... ¡mírate ahora en la corriente! Y diciendo esto, tocó al pastor con la vara luminos a y de pronto cambi ó su traje, poniendo tanta belleza en su rostro, que al contem plar s e Cojinillo en las aguas , lanzó un grito de sorpres a y besó frenéticame n t e los tules blancos de la extraordin a ria y misterios a protectora. ­ ¡Es milagroso! ¡Dime lo que sea y lo har é! ­ ¡Vete ahora al castillo y quítale al maldito Chima ngo la divina princes a! ­ ¡A pie, tardar é muc ho! ­ ¡Ya lo he pens a do ­respondió el hada;­ aquí tienes tu cabalgad u r a! ­Y haciendo un adem á n con su prodigiosa vara, apareció un avestr uz negro y enorme, enjaezado como si fuera un caballo, que se qued ó quieto junto al pastor, en espera que éste subiera sobre su lomo. Cojinillo no salía de su asombro ante tanta maravilla y luego de trepar sobre el animal, esperó las últimos órdenes en silencio. ­ ¡Escuch a ­contin u ó el hada;­ segura m e n t e tendr á s que luchar contra hombres y fieras! ¡Chima ngo es implacable y enviar á todo su poder contra ti, pero te daré armas para combatir y para vencer! Y de nuevo extendió su vara y prendida en la cintur a del much ac h o apareció de pronto una enorme espad a de luminos a punt a, que el pastor tomó enseguida y blandió sobre la cabeza, en señal de saludo. ­ ¡Ahora... vete mi buen Cojinillo! ­termin ó el hada y señaló con su mano de nácar el castillo que se elevaba a distancia, casi perdido entre las nubes. A todo esto, había llegado un nuevo día y el príncipe Chima ngo, contento de poder cumplir su jurame n to, mand ó sacar de su cautiverio a la hermos a princes a que fue tran s port a d a hast a el pie del omb ú, por cinco fuertes guerreros de brillante coraza y negro chirip á. La pobre niña, llena de terror, llegó hast a el lugar del sacrificio, sin espera nz a s de salvación, ya que pens a b a que la hermos a Hada del Arroyo la había aban do n a do, y miran do los cielos, rogó a Dios que acogiera su alma despu é s de tan injust a muerte. ­ Por última vez... ¿quieres ser mi espos a? gritó Chima ngo iracu n do. ­ ¡Nunca! ­volvió a responderle la valiente ni ña, en un gemido.­ ¡Mátame y que mi sangre manc he tus noches llenas de remordimientos! Chima ngo, ante la inutilidad de sus esfuerzos para conseguir la mano de la hermos a cautiva, orden ó que se efectua r a la ejecución y la infeliz niña fue llevada hast a el patíbulo, ante el silencio de la muched u m b r e. Un horrible dragón con tres cabezas, una de toro, otra de serpiente y la última de águila, la esperab a en lo alto del tablado, para engullirla en cuanto los soldados la aban do n a r a n a su voracidad.

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La princes a al ver tan monstr uo s o animal; lanz ó un grito y cerró los ojos, creyendo que había llegado por fin su último insta n te. ­ ¡Maldito! ­sólo alcanzó a gritar entre sollozos­ ¡algún día pagar ás tus culpas! Una horrible carcajad a de Chima ngo fue la resp ue s t a mientr a s los soldados, dejaba n a la desgraciad a, casi junto a las garras de la terrible fiera. Pero sucedió lo inespera do. De pronto, desde las nubes, se dejó caer en el lugar del injusto sacrificio, un avestr uz negro, en el que iba montado un caballero hermoso, blandiendo una enorme espad a con punt a fulgura n te. ­ ¡Aquí estoy para salvarte, hermos a princes a! gritó el jinete interponiéndos e entre ella y el monstr uo.­ ¡Ten calma y te arra nc a r é de aquí! La princesita, al escuc h a r esta voz, abrió sus ojos y se encontr ó ante una escena jamás imaginad a. El desconocido, con un valor rayano en la temeridad, se hab ía empeñ a do en franca lucha con el horrendo animal, que le atacab a entre bramidos ensordecedores. De un mandoble cortó la cabeza de toro y gritó: ­ ¡Va una! Insta n te s despu é s rodaba por el suelo la segund a cabeza, del águila y Cojinillo, que no era otro el recién llegado, volvía a exclama r: ­ ¡Van dos! El mons tr uo se revolvía presa de temible furia. Su sangre manc h a b a los tules de la princes a mientra s sus garras quer ían llegar inútilme nte al cuerpo del caballero que no era tocado, por la velocidad de movimientos del gigantesco avestr uz. ­ ¡Van tres! ­gritó por fin triunfa nte el salvador, mientra s su fant ás tico enemigo caía exánime a sus pies, en las convulsiones de la agon ía. Chima ngo, al ver al intru so, no perma n eci ó quieto y mand ó un ejército de vizcacha s arma d a s , para aniquilar a tan audaz visitante. La espada de Cojinillo entr ó de nuevo en danza y en pocos segun do s no quedab a vizcacha viva en el lugar de la contiend a. No creyendo aún lo que veían sus ojos, Chima ngo orden ó a todos sus soldados que atacar a n al valiente defensor de la princes a, pero la espada de Cojinillo, despidiendo rayos de su filo y de su aguda punt a, envi ó al otro mun do uno por uno a los ataca n te s , termin a n d o en pocos minutos con centen a re s de enemigos. El malvado príncipe Chima ngo, al ver esta espa nto s a carnicer ía, y presa de un terror sin límites, intentó la fuga, pero la velocidad del avestr uz no le permitió esquivar el ataq ue de Cojinillo, que en contados segun do s le partió el corazón, termina n do de esta maner a las anda nz a s malvadas de tan perverso person aje. La pobrecita princes a, ya no lloraba, y contemplab a a su salvador con tal admiración que no se dio cuenta cuando éste, tomá n dola suaveme n te por

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la cintur a, la subió en el lomo del avestr uz y empren di ó el prodigioso camino de los cielos, en dirección al arroyo donde moraba el hada. ­ Aquí la tienes ­dijo Cojinillo, breves momentos despu é s, dejando deslizar hacia la tierra a la hermos a cautiva.­ ¡He cumplido tus órdenes divina Hada del Arroyo! ­ ¡Bien está lo que has hecho, Cojinillo! ­respondi ó la diosa sonriente.­ Y en premio a tanto valor y lealtad, te entrego a la princesita por espos a, pero antes deseo hablar con ella... ­Y acerc á n do s e a la niña, le dijo con dulzur a.­ Princes a Flor... como te hab ía prometido, conseguí tu libertad. ¡Ahora podr ás gozar de la vida y ser feliz por el resto de tus días! ­ ¡Gracias Hada del Arroyo! ­exclam ó la pobrecita cayendo de rodillas.­ ¡te debo la libertad y la inmens a dicha de haber conocido a mi hermoso salvador el Príncipe Enca nt a do! ­ No hay tal ­respondió el hada con una sonris a,­ el Príncipe Encan t a do no es más que un pobre pastorcillo que vive miserableme n te junto al arroyo! Ahora... ¡elige! ¡Si quieres, puedes quedarte a su lado por esposa, pero vivirás humildeme n t e y no habr á lujos para ti, y si aun te agrada n las joyas y el esplendor, puedes contin u a r tu camino y llegar al palacio de tus padres! Pero antes... quiero hacerte una observaci ón: "¡La riqueza no es la madre de la felicidad!" ­ Tienes razón Hada del Arroyo ­respondi ó la niña.­ ¡Quiero quedar m e aquí y ser la esposa del pastor que tan valienteme n te expuso su vida por salvarme! ­ ¡Bien! ­terminó el hada y al mover con leve adem á n su vara mágica, hizo que Cojinillo volviera a ser el pobre cuidador de reba ños, con sus calzones remend a do s y su camis a burd a. ­ ¿Lo quieres aún? ­Preguntó a la princesita. ­ ¡Más que nunc a! ­exclamó ésta, echán dos e en brazos de Cojinillo. El hada bendijo la unión y se march ó a su morada del arroyo. Y Teresita, al desperta r, sintióse embargad a por una inmens a felicidad, recorda n do la expresión alegre de los rostros de la princesita Flor y del pastorcillo.

El alcalde pres u n t u o s o En cierta ocasión, y en la entonces peque ñ a ciudad de Salta, capital más tarde de la provincia argentin a del mismo nombre, exist ía un alcalde orgulloso y antip ático, que era odiado por la población por su estúpid a manía de avasallar a la gente. El mal incura ble de este alcalde, le hac ía cometer infinidad de yerros, ya que todo el que se cree superior a los dem ás mortales y tiene la debilidad de declararlo, sólo consigue ser aborrecido por cuan tos lo conocen y lo trata n.

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La hu mildad para este hombre insoporta ble, era debilidad de tontos y no compren día que una de las mejores virtudes de los hu m a n o s es precisa me n t e el conocerse a sí mismo y no pretender ir más allá de lo que le permita n sus medios y su inteligencia. Los consejeros del gobern a n t e intent aro n in útilmen te hacerte compre n der lo perjudicial de su defecto y termina r a n por cans ar s e y dejar al insens a to librado a su suerte. Una tarde en que el alcalde se paseab a por los alrededores de la ciudad acompa ñ a d o de uno de los más ancianos consejeros, tropezó en el camino con una serpiente de gran tama ñ o, que yacía muerta entre la hierba. ­ ¡Mira! ­exclamó el alcalde, señala n do al repugn a n t e reptil.­ ¡Alguien ha luchado contra este animal! ­ Efectivame n te ­contest ó el consejero y, aprovecha n do la coyunt u r a de tan desagrad a ble hallazgo, le pidió al ilustre orgulloso, permiso para referirle un cuento que venía muy al caso. El señor alcalde aceptó con gusto la prometida narraci ón, en espera de algo interes a n t e, pues el consejero ten ía fama de listo y ameno, y así, esa tarde apacible, los dos hombres se sentaro n sobre una piedra del camino y el anciano, desp u és de unos momentos de silencio, comenz ó: ­ ¡Pues bien... el cuento que le voy a narrar, sucedi ó en las maravillosas épocas en que los animales hablab a n como nosotros y pens a b a n quiz á mejor que nosotros! Era en un país remoto de esta parte del mu n do, conocido actu alme n t e por América, y en un vasto desierto de hierba, que llegaba hast a el horizonte. En dichos parajes convivían infinidad de razas de animales, que pas ab a n su existencia tranq uila me n t e, bebiendo en las cristalina s aguas de los r íos o comiendo los hermosos y fragantes frutos de la encan t a dor a regi ón. Un sol tibio los calentab a de día, y por las noches una luna grande y platead a los acariciaba desde los cielos. Como es natu r al, las razas de animales eran m últiples y allí estaba n unidos, desde los más variados reptiles hast a los m ás veloces pájaros. Pero como no todo es color de rosa en este pícaro mu n do, también las pasiones se cobijaron en las almas de los irracionales de mi cuento y florecían la envidia con su corte de sombr a s , el odio, la venganza y otros innu m e r a bles horribles defectos, iguales a los que hoy anida n en la mayoría de los corazones hu m a n o s . En dicho país, vivía su mísera existencia una gran serpiente de hermos a piel pintad a, que por su poder y aspecto era temida por los dem ás animales de los contornos. La tal serpiente se paseab a dominador a por las frescas hierba s y se enorgullecía del pavor que desperta b a su presencia y que, ingen u a, tomab a por sumisión y respeto. Indiscutibleme n te, el animal era invencible y lo hab ía demostr a do una y mil veces en terribles luchas contra pum a s , tigres y otras fieras, que había n muerto ahogados por sus anillos de poder sin igual.

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Pero la serpiente no estab a content a con su suerte, ya que es com ú n que ni el más poderoso se sienta satisfecho de su destino, y envidiaba el vuelo de las raud a s aves, que cruzab a n sobre su cabeza, haciendo mil maravillosas curvas en el azul infinito. ­ ¡Eso es lo que me falta para ser la domina dor a del mun do! ­exclama b a llena de envidia, mientr a s sus amarillos ojos segu ía n una band a d a de blancas palomas que se perdían en el horizonte.­ ¡Si yo tuviera alas, me convertiría en el rey de la tierra y de los cielos! Y llena de loca furia se enroscab a en los troncos de los árboles, mitigando su ira con ensordecedores silbidos que espan t a b a n a los otros animales de aquellos campos. Una mañ a n a que dormitab a nuestr a serpiente junto a los restos de un pobre animalito que había muerto momen tos antes, por cas u alidad se posó a su lado una hermos a águila blanca que la miró con curiosidad. ­ ¡Eh! ¡Amiga reptil! ­le gritó­ ¿puedo devorar algunos pedazos de ese cervato que tienes a tu lado? La serpiente, brusc a m e n t e despert a d a , irguió su cabeza llena de furor ante la insolencia de la osada ave que así se atrevía a dirigirle la palabr a y le contestó con aire de desafío: ­ ¡Si quieres comida, vete a buscarla! ¿Acaso no te sirven de nada tu afilado pico y tus fuertes garras ? ­ ¡Me sirven de mucho ­le contest ó el águila,­ pero hoy no he visto una buen a presa desde las altura s , y tengo apetito! La serpiente se rió con ganas. ­ ¿De manera ­contestó en el colmo del orgullo­ que apelas a mí para saciar tu hambre? ¡Es nat u r al! ¡Con esto me dem ue s t r a s que yo valgo m ás que todos los seres de la tierra, y que mi poder es ilimitado e insuper a ble! ¡Ningún animal me ha vencido hasta hoy y todos me respeta n y me temen! ­ ¡Es verdad ­contest ó el águila miran do a la serpiente desde lejos­ me doy cabal cuent a de tu fuerza y de tu habilidad para arras tr a r te en silencio y sorpren der a tus víctimas, pero... te falta algo para convertirte en la reina de la creación! ­ ¿Qué? ­pregu nt ó el repugn a n t e animal, levanta n do su achat a d a cabeza. ­ ¡Mis alas! ­le respondió el águila, batiendo su plum aje, para dar m ás fuerza a sus palabra s . ­ ¡Es verdad! ­exclam ó con amargu r a la serpiente.­ ¡Eso es lo que anhelo poseer, ya que con alas, dominar ía la tierra y los cielos! ­ ¿Has intenta do volar? ­ ¡Sí, pero inútilmen te! ­ ¿Desearías, hacerlo? ­ ¡Daría la mitad de mi vida! ­respondi ó el ofidio con un movimiento de sus ojillos brillantes. El águila supo sacar provecho de los anhelos fant ás ticos de su interlocutor a y pronta m e n t e dijo: ­ Pues... ¡es fácil! ¡Yo te ense ñ a r é a volar, si me das los restos de tu comida!

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­ ¡Trato hecho! ­contest ó la serpiente y dejó que el ave saciara su voraz apetito. Una vez termina do el almuerzo, el águila inició sus difíciles lecciones. ­ ¡Mira ­dijo­ volar no es una cosa del otro mun do y sólo consiste en perder el miedo al espacio! ¡Todo es cuestión de audacia y buen a volunt ad! ¡Ya me ves a mí! ¡Antes no sabía cernirme entre las nubes y ahora domino los cielos con mis alas! ¡Procura hacer lo mismo y triunfar á s! ­ Pero... ¿cómo?­ pregun tó interes a d a la discípula. ­ ¡Déjame que te eleve entre mis garras y cuan do estemos a muc hos metros de la tierra, te ense ñ a r é como puedes quedarte en las altur a s! La serpiente, en su deseo insano de pretender lo imposible, acept ó ciegame nte el ofrecimiento y se dejó elevar por el ave que muy pronto la sus pe n dió en los espacios sin límites. ­ ¿Te gusta? ­le pregun t ó en un chillido. ­ ¡Es maravilloso! ­respondió la incaut a. ¡Ahora sí que dominar é al mun do! ­ ¡Bien ­contin u ó la improvisada profesora ahora debes aprender a saber caer! ¡Y al termin ar la frase abrió sus garras y la serpiente, privada de sost én, se precipitó a tierra, estrellándos e en el duro suelo! ­ ¡Este es mi cuento! ­termin ó el consejero miran do detenida me n te al alcalde.­ ¡El deseo de querer ser m ás de lo se puede, perdió al orgulloso animal, que más tarde fue devorado por las alima ñ a s que antes tanto la había n temido! ¡El alcalde compre n di ó el significado del cuento y desde entonces separ ó de su corazón su fatuidad y sus anhelos de dominio, para proseguir por la vida, mans a m e n t e, alejando de sí todo lo que pudiera cond ucirlo a pretensiones , vanidade s y orgullos mal entendidos, que lo precipitar ía n sin remedio, al triste fin del repugn a n t e reptil! El enanito de la llanur a Don J u a n el colono, era un hombre bueno, lleno de m éritos, ya que desde hacía muchos años labrab a la tierra para aliment a r a su numeros a familia. Sus campos eran grandes y en ciertas épocas del año, se cubrían de verdur a s o de frutos, según fuera el tiempo de las diversas cosech a s , ayudado siempre por los brazos de su mujer y de sus hijos que trabajab a n a la par del jefe de la familia. Don Ju a n el colono vivía feliz, y la vida se deslizaba sin dificultades , entre las alegrías de los niños y las horas de trabajo que para él eran sagrad a s . Muchos años fue ayuda do por la mano de Dios para levantar buena s cosecha s y de esta manera pudo ir acu m ul a n do algunos centavos, ya que el ahorro es una de las mayores virtudes que puede poseer un hombre que tenga hijos que atender.

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Pero, hete aquí que llegó la desgracia a las tierras del buen labrador, con la aparición de una plaga de ratas que de la noche a la ma ñ a n a , convirtieron sus fértiles huert a s en un desierto y sus hermosos frutales en esquel éticos ramajes sin una sola hoja que los protegiera. Don J u a n el colono, se desesper ó ante tama ñ a desgracia y procur ó por todos los medios luchar contra tan temible enemigo, pero todo fue en vano, ya que los roedores proseguía n su obra de destr ucción sin miramien tos y sin conmoverse por las lágrimas del humilde trabajador de la tierra. Una noche, don Ju a n el colono, regres ó a su casa, muerto de fatiga por la inútil lucha y sent á n do s e entristecido, se puso a llorar en presencia de su mujer y de sus hijos que también se deshicieron en un mar de lágrimas, al ver el desaliento del jefe de la familia. ­ ¡Es el término de nuestr a felicidad! ­gemía el pobre hombre mes á n do s e los cabellos.­ ¡He hecho lo posible por extirpar esta maldita plaga, pero todo es inútil, ya que las ratas se multiplican de tal manera que termin ar á n por echar no s de nuestr a casa! La esposa se lament a b a también y abrazab a a sus hijos, presa de gran desesperación, ante el desas tre que no tenía visos de termin ar. En vano el pobre colono quem ó sus campos, envenen ó alimentos que desparr a m a b a por la propiedad e inun d ó las cuevas de los temibles enemigos que, en su audacia, ya aparecían hasta en las misma s habitaciones de la familia, amen aza n do con morder a los m ás peque ños vástagos del atribula do hombre. Don J u a n el colono, tenía en su hijo mayor a su más ferviente colaborador. Éste era un muc h a c ho de unos catorce a ños, fuerte y decidido, que alentab a al padre en la desigual lucha contra los implacables devastadores de la llanur a. El much ac h o, de nombre Pedro, aun mante n ía espera nza s de triunfo, y se pasab a los días y hast a parte de las noches, recorriendo los surcos y apalea n do enérgicame n te a las bien organizad a s hues tes de ratas que avanzab a n mostra n do sus peque ños dientes blancos y afilados. Mas para el pobre niño también llegó la hora de¡ desaliento y una noche, al regreso de su inútil tarea, se tiró en su cama y comenzó a derra m a r copioso llanto, presa de una amarga deses peraci ón. ­ ¡Pobre padre! ­gemía el niño.­ ¡Todo lo ha perdido y ahora nos vemos arruin a do s por culpa de estos endiablados animalitos! ¿Qu é podremos hacer para aniquilar a tan temibles enemigos? ­ ¡No te aflijas mi buen Pedro! ­le contest ó una débil voz, llegada de entre las sombra s de la habitación. El niño se irguió sorpren dido y temeroso, ya que hab ía escuc h a do clara me n t e las palabra s del intrus o, pero no lo distingu ía por ningu n a parte. ­ ¿No me ves? ­volvió a pregun t a r la misma voz, con risa irónica. ­ ¡No, y sin embargo te escuc ho, ­respondi ó Pedro dominado por un miedo invencible.

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­ No te asus te s, porque vengo en tu ayuda, mi querido Pedro ­,volvió a decir la misterios a voz. Mira bien en todos los rincones de tu cuarto y me hallará s. El muc h a c ho buscó hasta en los grietas de la madera al intrus o, pero todo fue inútil y ya cans a do volvió a pedir, casi suplica nte: ­ ¡Si eres el espíritu del mal que llega para reírse de nuestr a desgracia, te ruego que me dejes! ­ ¡No soy el espíritu del mal, sino, por el contrario, tu salvador! ­le respondió la voz, aun más cerca.­ Mira bien y me hallar á s. Pedro inició de nuevo la búsq ue d a, la que le dio igual resulta do que la vez primera y presa de un pánico irrefrenable se dirigió a la puerta para dema n d a r ayuda a su padre. ­ ¡No te vayas! ¡No seas miedoso! ¡Estoy a tu lado! ­escuc h ó nueva me n te. ­ Pero... ¿dónde? ¡Presént ate de una vez! Una risa larga y sonora le respondi ó y acto seguido apareció la dimin u t a figura de un enano, sobre la mesilla de noche del muc h a c ho. ­ ¡Aquí me tienes! ­dijo el hombrecito.­ Ahora me puedes mirar a tu gusto y supongo que te desapa recer á el miedo que hace temblar tus labios. Pedro, en el colmo del asombro, contem pl ó a su extra ño interlocutor, que desde su sitio lo salud a b a sac án dos e un enorme gorro color verde que le cubría por entero la cabeza. Mudo de admiración analizó al intrus o. Era un ser hum a n o, magníficame n te constituido, de larga barba blanca, ojos negros, cabellos de plata y rosado cutis, vestido a la usa nz a de los pajes de los castillos feudales de Europa, pero que no medía más de tres centímetros de estat u r a , lo que le facilitaba ocultars e a volunta d de las mirada s indiscreta s. ­ ¡Ahora ya me conoces! ­dijo por fin el enanito, desp u és de largo silencio.­ ¿Te gusto? ­ Eres un hombrecillo maravilloso ­respondi ó el niño.­ ¡Jam á s he visto una cosa igual! ­ ¡Como qué soy el único ser, en la tierra, de tales proporciones! ­respondi ó él visitante con una carcajada. ­ ¿Cómo has podido entrar en mi cuarto? ­ ¡Hombre! ¡Para un ser de mi estat u r a, nada difícil es meterse en cualquier parte!. ¡He entrado a tu habitaci ón por la cueva de los ratones! ­ ¡Es extraordin a rio! ­exclam ó Pedro, contempla n do con más confianza a tan fantás tico y dimin u to visitante. ­ ¡Aunque mi tama ño es muy peque ño ­contin u ó el vejete,­ mi poder es ilimitado y ya lo quisiera n los hombres que por ser de gran estat u r a , se creen los reyes de la creación! ¡Pobre gente!­ contin u ó con un dejo de desprecio.­ ¡Viven reventa n do de orgullo y son unos míseros gusa no s incapaces de salvarse si alg ún mal los ataca! ¡Me dan lástima! ­ ¿Y tú, todo lo puedes ?

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Anónimo

­ ¡Todo! ¡Mi peque ñez hace que consiga cosas que vosotros no podr íais lograr jamás! ¡Me meto donde quiero, sé cuanto se me ocurre y ataco sin que me vean! ­ ¿Tienes much a fuerza? ­pregun t ó de nuevo el muc h a c ho. ­ ¡Mira! ­respondió el enano y levantó el velador, con una sola mano, rojo su sembla nte, como lo hubiera hecho un atleta de circo. Pedro gozaba admirado y sonreía ante el inespera do amigo, que subido por uno de sus hombros, se colgaba de una de sus orejas. ­ ¡Eres tan peque ño como mi dedo meñique! exclama b a el chico sin querer tocar al hombrecito por miedo de hacerle da ño. ­ ¡Pero tan grande de alma como Sans ó n! ­le respondió gravemen te el min ú s c ulo ser hu m a n o. Pedro lo contem pló con incredulidad. ­ ¿Qué puedes hacer con ese tama ño? ­ ¡Todo! ¡Para ti ser á difícil creerlo, pero dentro de muy poco tiempo te lo demostr a r é! ­ ¿De qué manera ? ­ ¡Ayudán dote en tu lucha contra las temibles ratas de la llanur a! ­ ¿Serás capaz de eso? ­ Capaz de eso y de muc ho más ­respondió el enano ensa nc h a n d o su pecho.­ ¡Ya lo verás! ­ ¿Tienes algú n secreto o talism á n misterioso? ­ ¡Tengo el poder ilimitado de hacerme obedecer por los peque ños animales de mis dominios! ­ ¡Explícamelo todo! ­dijo el muc h a c ho mirando ahora con mayor respeto al hombrecillo, que en aquel insta n te se hab ía senta do sobre la palma de su mano derecha. ­ ¡Es bien fácil! ¡Con paciencia dura n te muchos a ños, porque has de saber que cuento ciento cincue nt a abriles, he dominado a las aves de rapi ña y poseo un ejército bien disciplinado de cara nc ho s y aguiluc hos que s ólo espera n mis órdenes para atacar a los enemigos! ­ ¡Es increíble! ­ ¡Pero exacto! ¡La consta ncia es la madre del éxito y yo he conseguido lo que ningú n hombre de la tierra ha logrado! ­ ¿Me ayudar á s entonces en mi lucha contra las ratas que han arruin a do a mi padre? ­ ¡A eso he venido! ¡Mañan a, a la salida de¡ sol, mira desde tu ventan a lo que pasa en la llanur a, y te asombr a r á s con el espect ác ulo! ¡Y... ahora me voy! ¡Tengo que prepar a r mis huestes para que no fracase n en la batalla! ¡Mañan a volveré a visitarte! Y diciendo estas últimas palabra s , descendió por la pierna del maravillado Pedro y en pocos saltitos se perdió por una entrad a de ratones que hab ía en un rincón de¡ cuarto. El much ac h o, con entu sias mo sin límites, corrió a la alcoba de su padre, Ju a n el colono y le refirió la fantás tica visita que había tenido momentos antes.

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Anónimo

­ ¡Has soñado! ­respondió el labrador despu é s de escuc h a r a su hijo.­ ¡Eso que me dices sólo lo he leído en los cuentos de hadas! ­ ¡Pues es la pura verdad, padre! ­contest ó el chico.­ Y si lo duda s, dentro de pocas horas, a la salida del sol, el hombrecillo me ha prometido venir con su poderos a s hues tes de aves de rapi ña. Ju a n el colono se sonrió, creyendo que su hijo había tenido un alocado sueño y le ordenó volviese a la cama a seguir su reposo. Pedrito no dur mió aquella noche y esperó los primeros resplan dores del día con tal ansieda d, que el corazón le latía en la gargant a. Por fin apareció la luz por las rendijas de la puerta y el muc h a c ho, tal como se lo había pedido el enanito, se puso a contem plar el campo desde su ventan a, a la espera del anu nciado ataque. Las mieses habían desap arecido por completo y en la tierra reseca se veían merodear millones de ratas que chillaba n y se atacab a n entre sí. De pronto, en el cielo plomizo del ama necer, apareci ó en el horizonte como una gran nube negra que, poco a poco, cubri ó el espacio como si cayeran otra vez las sombr a s de la noche. Estático de admiración, no quería creer lo que contemplab a n sus ojos. ¡La nube no era otra cosa sino millones de aguiluchos y de chima ngos , que en filas simétrica me n te formada s , avanzab a n en vuelo bajo las nubes, con admirable disciplina, precedidos por sus guías, aves de rapiña de mayor tama ñ o que les indicaba n las ruta s a seguir! Pedro, ante el extraordin a rio espect ác ulo, llamó a sus padres a grandes gritos; acudieron éstos y quedaro n maravillados tambi én de las escenas fantás ticas que contem pla b a n . ¡De pronto, como si el ejército de volátiles cumpliera una orden misteriosa, se precipitaro n a tierra con la velocidad de un rayo y en pocos minu tos, desp u é s de una lucha sangrient a y despiad a d a, no qued ó ni una rata en la llanur a! ­ ¡Es milagroso! ­exclama b a Ju a n el colono abraza n do a su hijo.­ Tu amiguito el enano ha cumplido su palabra. ¡Ahora sí creo en lo que me contab a s , querido mío! La batalla mientra s tanto, había termina do y las aves iniciaba n la retirada en estupe n d a s formaciones, dejando los campos del desgraciado labrador limpios de los temibles enemigos que tanto mal le hab ían caus a do. A la noche siguiente, Pedro esper ó a su amiguito salvador, el hombrecillo de la llanur a, pero éste no llegó y el much ac h o, desde entonces, todas las noches lo aguar d a pacienteme n te, en la segurida d de que algun a vez tornar á a su cuarto y se sentar á tranq uila me n t e en la palma de su mano, para convers ar de mil cosas portentos a s , imposibles de ser llevadas a cabo por los hombres norm ales que se decepciona n al primer fracaso.

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Anónimo

El cóndor de fuego Pues bien... vais a saber ahora la verídica leyenda del Cóndor de Fuego, que segú n algun a s person a s de la región, vivió hace muchísimos años en los más altos picos de la cordillera de los Andes. En aquellos tiempos, trabajab a en los valles fértiles de Pozo Amarillo, junto a la enorme mole de piedra que se alarga desde Tierra del Fuego hast a América Central, un hombrecillo anciano ya, pero no por eso menos activo que los jóvenes de ágiles brazos. Este hombre se llamab a Inocencio y era descendiente de uno de los bravos espa ñoles que llegaron a estas tierras en la expedici ón de Francisco Pizarro. Sus hábitos eran sobrios y sosegados y su vida se limitaba a trabajar y a guard ar algunos centavos por si la desgracia le pusiera en cama enfermo. Vecino a Inocencio, vivía otro hombre de nombre Jena ro, cuidador de vacunos y a veces buscador de oro entre los misteriosos valles escondidos en la gran cordillera. Jen aro, al contrario de Inocencio, era un hombre ambicioso, que todo lo supeditab a al oro, capaz de cometer un desatino, con tal de conseguir cuant a s riquezas pudiera. Para el bueno de Inocencio, Jena ro era un insens a to, pero no llegaba m ás allá su opinión, porque su alma se rebelaba a creer que existiera n perversos en el mun do. Una tarde que Inocencio volvía de sus trabajos en las cumbres , encontr ó caída junto a una roca, a una pobre india vieja que se quejaba muy fuerte de terribles dolores. ­ Pobre ancian a ­exclam ó nuestro hombre y levant á n dola del duro suelo, se la llevó a su choza, donde la atendió lo mejor que pudo. La india se encontra b a muy mal por una caída en los cerros y bien pronto, ante la angu s tia de Inocencio, le comenzaro n las primeras convulsiones de la muerte. Inocencio se afligió mucho por la desgraciad a y sólo atinab a a llorar junto a la ancian a que parecía sumida en un profundo sopor. De pronto, los ojos de la india se abrieron y, luego de pasearlos por la choza, se fijaron en Inocencio con marcad a gratitud. ­ Eres muy bueno, herm a nito de las cumbre s le dijo en un suspiro,­ ¡tú has sido el único hombre, que al pas ar por el camino, se ha apiadado de la pobre Quitral y la ha recogido! ¡Por tu bondad, mereces ser feliz y tener tanta s riquezas que puedas dar a manos llenas a los necesitados! ­ Yo soy dichoso con mi vida, viejecita ­respondi ó Inocencio.­ ¡para mí, la mayor riqueza consiste en la tranq uilidad espiritu al! ­ Es verdad ­repuso la aborigen con voz entrecortad a,­ pero no es menos cierto que si pudiera s disponer de grandes cantidades de oro, ¡muchos menes terosos tendría n ayuda y paz! ­ Quizá tengas razón, pero ¿de dónde sacaría el oro que dices?

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­ ¡Yo te lo daré! ­ ¿Tú? Una pobre india. ­ Las apariencias enga ñ a n much a s veces, hijo mío ­contestó la ancian a sonriente.­ ¡Yo siempre he vivido miserableme n te, mas poseo el secreto de la cumbre y sé dónde anida el codiciado Cóndor de Fuego! ­ ¡El Cóndor de Fuego! exclam ó Inocencio, con el más grande estupor, al recordar una leyenda antiquísim a que le habían narra do sus padres.­ Entonces... ¿es cierto que existe? ­ ¡Es cierto... yo lo he visto... yo estuve a su lado! ­ Dime, ¿cómo es? ­ ¡Es un cóndor enorme, cuatro veces mayor que los comu ne s y su plum aje es totalmen te rojo oro, como los rayos del sol! ¡Su guarida est á sobre las nubes, en la cima más alta de nuestr a cordillera y es el guardi á n eterno de la entrad a de los grandes tesoros del Rey Tihagua n a co, jefe de mi raza, hace miles de años! Inocencio no salía de su asombro y escuch a b a tembloroso la interes a n t e narración de la ancian a. ­ ¡Yo soy la última descendiente de esa raza de héroes, que se extinguió hace muchos siglos! ­contin u ó la india.­ ¡En las cumbres he estado muy cerca de la guarida del Cóndor de Fuego y he vivido en su compa ñía dura n t e casi dos siglos, mante nid a por el hermoso animal, que descend ía a los valles solitarios para llevarme alimentos! ¡Muchas y muc h a s veces he entrado en las enormes caverna s donde duer me el maravilloso tesoro! ¡Cuando lo veas, creer ás volverte loco! ¡Allí se encierra n más riquezas que todas las que hoy existen en el mu n do conocido, y con ellas tendr á s dinero suficiente para aliment a r y hacer felices a todos los menesterosos de la tierra! ­ ¿Será posible? ­exclamó Inocencio en el colmo del estupor. ­ Tú mismo te cerciorar á s de lo que digo ­contest ó la india suaveme n te.­ ¡Esos tesoros, por una tradición de mis antepa s a do s , deber á n caer en manos de un hombre bueno, de vida acrisolada y de sentimientos nobles como los del mismo Dios! ¡Ese hombre tendr á como única obligación, recorrer el mu n do repartien do felicidad a los necesitados, edificando hospitales, asilos, colegios, sanatorios, y todo lo que sea posible en favor de la hum a nid a d enferma o desgraciad a! ¡Y... ese hombre, que tantos a ños busq u é, ya lo he encontra do, casi a la hora de mi muerte! ¡Ese hombre eres tú, Inocencio! ­ ¿Yo? ­ ¡Sí! ¡Tú! ­ ¡Cómo puedes saber que soy bueno, si apena s me conoces! ­ ¡La sabia Quitral nunc a se equivoca y tiene la virtud de leer la verdad en los ojos de los mortales. ­ Entonces... ¿me dirás dónde se encue nt r a el Cóndor de Fuego? ­ ¡Sí... te lo diré, pero con una condición! ­ ¡La que quieras! ­exclam ó el maravillado Inocencio.

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­ ¡Me jurar á s cumplir con los deseos de mi raza! ¡Ese dinero nunc a ser á empleado en armas , ni en camp a ñ a s guerrera s que son el azote de los hum a n o s , ni será la base de ningu n a maldad! ¡Ese dinero, se te entregar á para el bien y la paz de todos los mortales! ¿Me lo juras? ­ ¡Te lo juro! ­exclam ó el hombre con gran emoción. ­ ¡Bien... ahora, escuch a! La voz de la india se iba debilitan do por momentos y su mirada se fijaba insisten te me n t e en las pupilas de Inocencio. Contin u ó: ­ En mi dedo meñique de la mano derecha, tengo un anillo con una piedra verde, y sobre mi pecho cuelga de una caden a, una dimin u t a llavecita de oro. ¡El anillo te servir á para que el Cóndor de Fuego te reconozca como su nuevo amo, y te cuide y te guíe hast a la entrad a de¡ tesoro... la peque ñ a llavecita es la de un cofre que est á enterrado en las laderas del Aconcagu a, la enorme monta ñ a de cúspide blanca, dentro del cual encontra r á s el secreto para entrar a los sagrados sitios donde se halla tanta riqueza! ¡Cuando yo muera ... entiérra m e simpleme n te junto a tu choza y emprende el camino de las cumbre s! ¡Algún día volará sobre tu cabeza el hermoso Cóndor de Fuego; no le temas y cumple mis órdenes! ¡Ya te he dicho todo... ! Me voy tranq uila, al lugar misterioso donde me espera n mis antepa s a d o s . Y diciendo estas últimas palabra s , la vieja india cerr ó los ojos para siempre. Mucho lloró Inocencio la muerte de tan noble ancian a y cumpliendo sus deseos, la enterró modesta m e n t e junto a su caba ñ a , desp u é s de sacarle el anillo de la piedra verde y la llavecita que guard a b a sobre su pecho. Al otro día empezó su largo camino, en procura del Cóndor de Fuego. Pero la desgracia rondab a al pobre Inocencio. El malvado Jen aro, que solapad a m e n t e había escuc h a do tras de la puerta de la caba ñ a las palabra s de la india, acuciado por una terrible sed de riqueza, no vacil ó ni un segun do en arrojarse como un tigre furioso sobre el indefenso labrador, haciéndole caer desvanecido. ­ ¡Ahora, seré yo quien encue n t re tanta fortu n a! ­exclam ó el temible Jen aro al ver a Inocencio tendido a sus pies.­ ¡Ser é inmens a m e n t e rico y así podré dominar al mun do con mi oro, aunq u e haya de sucu m bir la mitad de la hum a nid a d . Su fiebre de poder lo había convertido en un loco y sus carcajad a s resona b a n entre los pasos de la monta ñ a , como si fueran largos lamentos de muerte. Ansioso, Jena ro quitó el maravilloso talism á n de la piedra verde a Inocencia y olvidando la peque ñ a llavecita contin u ó el camino, sin pens a r en el grave error que cometía. Muchos días despu é s, casi ya en las más altas cumbre s de la monta ñ a , recordó la dimin u t a llave, pero no hizo caso, ya que se imaginab a que de cualquier maner a podría entrar a la caverna del tesoro, con la ayuda del Cóndor de Fuego.

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Una tarde que cruzaba un valle solitario, escuch ó sobre su cabeza el furioso ruido de una s enormes alas. Miró hacia los cielos y vio con asombro un monstr uo s o cóndor que desde lo alto lo contem pla b a con sus ojos llamea n te s. ­ ¡Ahí está! ­exclamó el malvado. El fantás tico animal era impone nte. Su cuerpo era cuatro veces mayor que los cóndores comu ne s y, su plum aje, rojo oro, parec ía sacado de un trozo de sol. Sus garras enormes y afiladas, desped ía n fulgores deslu m b r a n t e s como si fueran hecha s de oro. Su pico alargado y rojo se abr ía de cuan do en cuando, para dejar pas ar un grito estridente que paralizaba a todos los irracionales de la monta ñ a . Jen aro tembló al verlo, pero, repues to enseguida, alzó su mano derech a y le mostró al Cóndor de Fuego el precioso talism á n de la piedra verde. El carnicero gigantesco, al contem plar la misteriosa alhaja, detuvo su vuelo de pronto y se quedó como prendido en el espacio. Despu é s, lanzando un graznido ensordecedor, cayó de golpe sobre Jena ro y tomá n dolo suaveme n te entre sus enormes garras lo elevó hacia los cielos con la velocidad de la luz. El malvado se sintió sobrecogido de miedo, creyendo que le hab ía llegado su última hora y cerró los ojos ante el inmenso abismo que se extend ía a sus pies. Los valles, los ríos y las mism a s cumbre s, desde tan prodigiosa altur a, le parecían peque ñ a s cosas de juguete y pens a b a aterrorizado que si el temible animal lo dejaba caer, su cuerpo se estrellar ía entre los riscos y su muerte sería espa nto s a. Pero nada de esto sucedió. El Cóndor de Fuego lo trans port ó por los aires, en un viaje de varias horas, hast a que, casi a la ca ída del sol, descendió con velocidad fulmínea sobre las misma s cumbres de la enorme monta ñ a llamad a del Aconcagu a. Habían llegado. El corazón del miserable palpitab a emocionado, al darse cuent a de que estab a muy cerca del codiciado tesoro que le har ía el más poderoso de la tierra. El Cóndor de Fuego, una vez que lo aban do n ó, se detuvo junto a él y lo contem pló como espera n do órdenes. El anillo de la piedra verde cumpl ía la misión de obligar a la terrible ave a servir de guía y guardiá n de su poseedor. Jen aro, más tranq uilo, miró el punto en donde lo había dejado el monstr uo y vio muy cerca, casi al alcance de su mano, una enorme entrad a de caverna, escondida en las nubes eterna s . ­ ¡Ahí es! ¡Ya el tesoro es mío! ­gritó el codicioso, elevando su frente con gestos de loco.­ ¡Ahora el mu n do temblar á con mi poder sin límites! En pocos pasos estuvo a la entrad a de la misteriosa profundid a d, pero... se encontró con que ésta se hallaba cerrad a por una gran puerta de piedra, llena de inscripciones indescifrables. ­ ¿Cómo haré para abrirla? ­se pregun t a b a Jena ro impaciente.­ ¡La llavecita olvidada hubiera sido el remedio, pero... me ingeniar é para entrar!

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Tanteó la puerta y perdió sus espera nz a s , al darse cabal cuent a de que ni millares de hombres hubiera n podido franque a r tan gigantesco trozo de granito. ­ ¡Lo haré saltar con la pólvora de mis arma s! dijo sin meditar las consecue ncias de su acción. Y acto seguido se puso a juntar todo el polvo explosivo de sus cartuc hos hast a fabricar una peque ñ a mina, que enseguida colocó bajo la majest uos a entrad a. Mientras tanto, el Cóndor de Fuego, lo contemplab a en silencio desde muy cerca, y sus ojos refulgentes parecían desconfiar del nuevo poseedor de la alhaja, ya que de tiempo en tiempo brotaba n de su gargant a graznidos amen aza dores. Jen aro, sin recordar al monstr u o, e impuls a do por su codicia sin límites, prendió fuego a la mecha y muy pronto una terrible explosi ón conmovió la monta ñ a . Miles de piedras saltaro n y la enorme puerta que defend ía el tesoro de Tihagua n a co cayó hecha trizas, dejando expedita la entrad a a la misterios a y obscur a caverna. ­ ¡Es mío! ¡Es mío! ­gritó el demente entre espa nto s a s carcajad a s , pero una terrible sorpres a le aguard a b a . El Cóndor de Fuego, el eterno guardi á n de los tesoros que indicara la india Quitral, al darse cuenta de que el poseedor de la piedra verde desconoc ía el secreto de la llave de oro, con un bramido que atron ó el espacio, cayó sobre el intru so y elevándolo hast a más allá de las nubes, lo dejó caer entre los agudos riscos de las monta ñ a s , en donde el cuerpo del malvado Jen aro se estrelló, como castigo a su perversidad y codicia. Desde entonces, el tesoro del Cóndor de Fuego ha quedado escondido para siempre en las nevadas altura s del Aconcagu a, y allí contin u a r á por los siglos de los siglos, custodiado desde los cielos por el fant ás tico mons tr u o alado de plumaje rojo oro como los rayos del sol. Las anda nza s del gauchito Coliflor El gauchito Coliflor, era un pintoresco habita n te de la pamp a en donde tenía su peque ñ a morad a. Su estat u r a no era mayor que la de un ni ño de diez años, pero su edad era much a, ya que al decir de quienes lo tratab a n desde tiempos pas ados, el gauchito Coliflor era un hombre de m ás de cincue n t a años. Por toda propiedad tenía un caballito enano, de gran mans ed u m b r e y de hermoso aspecto, siempre lustros a s sus ancas y bien trenzado su crin renegrido y brillante. Su apero o mont u r a gauch a, era de un valor incalculable, ya que en ella se veían virolas de oro y plata, riendas con adornos del mismo metal y estribos resplan deciente s de inmenso valor.

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Toda la comarca envidiaba al gauchito Coliflor, que sin tener haciend a s ni campos ni otras propiedades , vivía como un rey en la inmens a soledad de la verde llanur a. En su cintur a, sujetado por un cuero cubierto de moneda s de oro, ostenta b a su afilado facón, alargada arma de aguda punt a, que en manos de nues tro dimin u to person aje era temible, seg ún los colonos de aquellos contornos. Mucha s leyenda s se narra b a n del gauchito Coliflor, y hasta se asegur a b a que había librado más de un encue n t ro con hombres de mayor estat u r a, y que siempre había salido victorioso de los singulares combates, quiz ás ayudado por algun a bruja endemo nia d a e invisible, que lo proteg ía y lo ampar a b a para que prosiguiera su vida misterios a y avent u rer a. Lo cierto es que nadie se acercab a a su guarida y hast a los indios, esos temibles merodeadores del desierto, no se atrevían a dejarse ver por los contornos de la tapera que le servía de albergue. Cierta vez desapa reció de las casas de una estancia, una hermos a much ac h a de nombre Clorinda y la alarm a por el rapto fue general, ya que en otras ocasiones habían desapa recido de la comarca ni ñas y niños que nunc a más se volvieron a ver. Todos los colonos se reunieron para efectua r una batida con deseos de hallar el misterioso delincue n te y regres aro n a sus viviendas días despu é s sin haber dado con el más leve rastro que les indicara el escondite del invisible raptor. Pero, lo que para los dem ás había sido motivo de temor y de misterio, no lo fue para un niño, herm a n o de Clorinda, que ante la desgracia de tan dolorosa pérdida se impu so la obligación de buscar solo, algun a s huellas que lo orientar a n hacia el lugar donde se hallaba la hermos a much ac h a . Días y días vagó por las inmens a s soledades de la pamp a, tras de alg ú n indicio y nadie se salvó de su petición de ayuda. El niño, deses per a do, acudió a todas las fuentes informativas sin conseguir ning ú n dato de la misteriosa desapa rición. El tero que encontr ó en su camino le respondió que nada había visto; el zorro a quien llegó confiando en su vivacidad, tambi én te dijo que desconocía el paradero de Clorinda; el veloz corredor de los desiertos, el ñand ú , nada supo responderle, y así prosiguió, hast a que una noche, fatigado, se echó al amparo de un omb ú, para llorar su deses peración e impotencia. En esta triste situación estab a, acostado contempla n do las estrellas, cuan do se le aproximó un peque ño tucut u c u , es decir, un ratoncillo del campo, que así lo llama n por su extra ño grito muy parecido a su nombre, el cual, llegando hast a su oído, le dijo muy quedo: ­ ¡Soy el tucut u c u! ¡Escuc h a! ­ ¡Habla! ­le respondió el niño incorpor á n do s e lleno de espera nza s . ­ ¡Conozco tu desgracia ­prosiguió el roedor mirán dolo con su ojillos redondos y vivaces;­ tu herma nit a Clorinda ha desapa recido y yo s é quién la tiene!

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­ ¿Quién? ­dema n d ó el much ac h o ansios a me n te. ­ ¡El gauchito Coliflor, que no es sino un temible brujo de la pamp a! ­ ¡No puede ser! ­respondió Rudecindo, que así se llamab a el niño.­ ¡El gauchito Coliflor es un enano inofensivo! El tucut u c u se rió por lo bajo y contestó con sorna: ­ ¡Qué sabes tú! ¡Nadie conoce las anda nz a s de ese bandido, porque sabe ocultarlas. El matrero está protegido por sus herma n a s , las arpías, que son las temibles brujas del desierto que todo lo pueden, y por esto siempre sale victorioso de sus fechorías. Pero... nosotros los tucut u c u , aguard a m o s el día en que alguien más poderoso que él nos sepa vengar de todos los agravios que nos ha inferido. ­ ¿Os ha hecho da ño? ­pregu nt ó Rudecindo. ­ ¡Mucho! El gauchito Coliflor vive en un ranc ho del desierto, pero lo que todo el mu n do ignora es que ese rancho, bajo el suelo, tiene una misteriosa galería que se intern a hast a lo más hondo de la tierra, en donde mora el maldito acomp a ñ a d o de sus herma n a s las brujas. ­ ¿Será posible? ­ ¡Lo juro! ­contestó el roedor con firmeza. Nosotros los animales del campo que vivimos bajo de tierra, nos hemos visto desplazados por este invencible enano, que sin miramien tos nos ha robado el subs u elo, dej ándo no s a la intemperie, en donde segura m e n te moriremos todos de frío. El muc h a c ho estaba asombr a do. ¡No era para menos! ¡Qui én hubiera pens a do que el inofensivo gauchito Coliflor, fuera tan terrible enemigo y, sobretodo, que estuviera en contacto con las horribles y siempre temidas brujas de la llanur a! ­ ¿Sabes dónde está? ­pregu nt ó angu s tiado. ­ ¡Sí, lo sé! ­respondió el tucut u c u con voz apagad a.­ ¡Pero... no grites, que el gauchito Coliflor, seg ún dicen, cuan do quiere se hace invisible para saber cuanto es neces ario a sus endiablados planes! Rudecindo se sobres alt ó por la advertencia y miró con temor a todos lados, no viendo más que sombra s y campo desierto. ­ ¿Sabes cómo se encue n t r a mi herma nit a? ­volvió a pregu nt a r. ­ ¡No creo que esté bien! ¡El maldito matrero rapta a las chicas para sacrificarlas a sus temibles dioses! ­ Entonces... ¡mi pobre Clorinda est á perdida! ­gimió Rudecindo con un sollozo. El tucut u c u lo miró detenida me n te y luego repuso con voz de bajo profundo: ­ ¡No desesperes! ¡Tu herm a n a a ún no ha muerto! La fiesta del fuego en la que será sacrificada, comenzar á dentro de diez horas. ­ Pero... ¿cómo podría llegar hasta ella y salvarla? ¿De qu é medios me valdré para bajar hast a las profundida de s de la tierra? ¡Imposible! ¡Imposible! ­Y el pobre much ac h o se puso a llorar copiosa me n te. El tucut u c u pareció conmoverse ante la desesper aci ón de Rudecindo, y luego de una corta paus a le dijo, acarici ándolo con su patita:

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­ ¡Oye, Rudecindo... a nadie debes comu nicar lo que vas a escuc h a r y ver! ¿Me lo juras ? ­ ¡Te lo juro! ­contest ó el much ac h o. ­ Pues bien, fío en tu palabra y te ayuda r é. Recuerda lo que voy a decirte. Tengo un pelo en mi colita que es m ágico y quien lo encue n t re podr á conseguir tres cosas, sean cuales fueren. El hada del campo, me dot ó cierta vez de esa virtud sobren a t u r al, toc ándo me con su varita de luz. Si quieres hacer la prueb a de luchar contra Coliflor, elige uno de mis pelitos y vete a buscarlo. Si el pelito elegido es el que posee las tres gracias del hada, podr ás recupera r a Clorinda y dar muerte al gauchito bandido y si fracas a s en tu elección, serás tú el que morirás. ¿Aceptas ? ­ ¡Sí! ­respondió Rudecindo sin vacilar. ­ Pues bien ­prosiguió el tucut u c u , aquí tienes mi colita y quiera tu suerte que sepas elegir el pelo mágico que os salvar á a ti y a tu herma n a . El pobre much ac h o vio junto a sus ojos la dimin u t a cola del roedor y al contem plarla cubierta de pelos, su turbaci ón fue tan grande que no supo qué hacer. ­ ¡Posees un millón de pelitos! ­exclamó. ­ ¡Ya lo, sé! Lo que quiere decir, que tienes en tu favor, sólo una probabilidad contra un millón. Anda; elige y que la suerte te favorezca. Rudecindo no vaciló más y alargan do la mano arra nc ó nerviosa me n t e un pelo del parlanc hí n tucut u c u . ­ ¡Aquí lo tengo! ­exclamó. ­ Ya lo sé, porque me ha dolido ­respondi ó el animalito.­ Ahora, ¡guárdalo como si fuera un tesoro! Si cuan do necesites ayuda la pides y te la dan, será porque el pelo es el mágico y si nadie responde a tus dema n d a s , habr á s tenido poca fortun a en la elección y morirás sin remedio. ­ ¡Está bien! Seguiré lucha n do para hallar a mi herma nit a y, si puedo, y el hada de los campos me protege, dejar é sin vida al temible gauchito Coliflor. No había termina do de decir Rudecindo las última s palabra s , cuan do el roedor, desp u é s de dedicarle una sonris a y un gesto amistoso de despedida, se perdió entre las sombra s y el solitario much ac h o, guarda n d o el casi invisible talism á n de la cola del tucut u c u , se levant ó anima do por nuevos bríos y prosiguió la march a por el desierto misterioso. Pasad a s algun a s leguas, divisó a lo lejos la hu milde caba ñ a del gauchito Coliflor y sin temores, avanzó resuelta me n t e, prepar a n do sus arma s y decidido a dar la cara al temido enemigo. ­ ¡Si puedo, lo matar é y recupera r é a mi herm a n a! ­decía por lo bajo el bravo Rudecindo, mientr a s se acercab a a la lúgubre morad a. A los pocos minutos llegó a ella y no percibiendo a se ñal algun a de vida en su interior, resolvió penetrar, lo que hizo, no sin antes encender una antorch a para ver bien por donde camina b a . El rancho del gauchito Coliflor era peque ño y nada había en su interior que pudiera ser motivo de sorpres a. Una mala cama, una silla vieja y

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colgados sobre las paredes de barro, algunos aperos, riendas , boleadoras y otros útiles de campo. ­ ¿Me habr á enga ñ a do el tucut u c u ? ­mur m u r ó Rudecindo entre dientes. Ya iba a retirars e de la solitaria choza, decepcionado y contrito, cuan do recordó que tenía escondido en su pa ñ uelo el pelito de la cola del roedor. ­ Veré si he tenido suerte en la elección ­dijo el muc h a c ho y toma n do el talism á n entre sus dedos, exclam ó en voz alta: ­ Pelito maravilloso del rabo del roedor, si eres mágico, pelito, hazme tu primer favor. Rudecindo esperó unos segun dos desp u é s de la rimad a súplica, angu s tiado y curioso por saber si hab ía tenido suerte en la difícil selección y cuál no fue su asombro al contemplar algo insospech a do. Casi junto a sus pies se abrió de pronto un enorme agujero, por el que divis ó una larga escalera de piedra que se perdía en las profundida de s de la tierra. ­ ¡Es maravilloso! ­exclam ó.­ ¡El pelito que tengo entre mis dedos es el mágico! Y acto seguido apagó su antorch a y empezó a descender, en medio de las mayores tinieblas, la escalera que lo iba introducien do en el mismo corazón del mu n do. ­ ¡Esto es intermin a ble! ­decía de rato en rato, al ver que la escalera parecía no tener fin. De pronto escuch ó a lo lejos un gran ruido, como de miles de tambores que suen a n acomp a s a d a m e n t e, y el mur m ullo de much a s voces que entona b a n un cántico extra ño. ­ Estoy llegando ­dijo con verdadero temor. ¿Qué será lo que existe allá abajo? ­Y, sin decir más, prosiguió el descenso con las mayores preca uciones, mientr a s se arrojaba al suelo para no ser visto por los misteriosos habita n te s de las profundida de s terrestres. De pronto sus ojos se cerraron ante una luz potente como la del sol, que alumb r a b a una sala de unos cien metros de largo, en la que contempl ó lo más extraordin a rio que haya visto criatu r a hu m a n a . En un trono de piedra, se hallaba senta do el gauchito Coliflor, vestido con su indu m e n t a ri a criolla, teniendo en la mano derech a un gran bast ón de mando, del que brotaba n rayos enceguecedores. A su alrededor, diez viejas esqueléticas de caras horribles y narices corvas como el pico del loro, estab a n sentad a s en las gradas del trono, y frente a este monarc a extraordin a rio, cien criatu r a s deformes con ojos llamea n tes como los de los gatos, bailaba n una danza extra ñ a al compá s de unos enormes tambores batidos por cincue n t a hombrecillos de tez roja y arrugad a. Rudecindo, en los primeros insta n te s, qued ó paralizado por el miedo ante la fantás tica visión, pero bien pronto volvió a su cabal juicio, al distinguir en un rincón, sujetas con grues a s cadena s , a varias muc h a c ho s , entre las cuales estaba su querida herma n a Clorinda.

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­ ¡Por fin! ¡Por fin te he hallado! ­gritó con toda la fuerza de sus pulmones , corriendo hacia donde estaba la cautiva, sin meditar la temeraria impru de n cia que cometía, ya que el gauchito Coliflor, poniéndose en pie súbita m e n t e en su pétreo trono, orden ó con voz potente que dieran muerte inmediata al intrus o. Los cien demonios bailarines se lanzaron contra Rudecindo, con sus ojos llamea n te s y ense ñ a n do unos dientes mayores que los de los tigres, con el propósito criminal de acabar con él. El much ac h o se dio cuent a del peligro que corría y volviéndose para dar el pecho a sus ataca n te s , tomó otra vez su pelito y dijo en voz baja mientr a s lo elevaba por encima de las cabezas de los monstr uo s : ­ Pelito maravilloso del rabo del roedor, si eres mágico, pelito, hazme un segun do favor. La respues t a fue insta n t á n e a . Un fuerte trueno retu m b ó en la lúgubre caverna y la tierra tembló en tal forma, que las paredes comenzaro n a derru m b a r s e con gran estrue n do, aplast a n do a los demonios de ojos de fuego, que hu ían en todas direcciones presas de un pánico sin límites. Las brujas gritaba n enloquecida s por tan espa ntoso terremoto y fueron también cayendo una por una, conmociona d a s por los despre n di mien tos de tierra que amen aza b a n con matar a todos, inclusive a Rudecindo y las cautivas. El gauchito Coliflor, guía y domina dor de las brujas de la llanur a, fue también sepulta do entre los escombros, lanzan do gritos de impotencia, hasta que su voz se extinguió para siempre, termin a n d o con sus anda nz a s tan misterioso fenómeno. Pero Rudecindo se vio abocado a un peligro mucho mayor de los que hab ía pasado. El derru m b e se le acercab a y cuando la muerte casi iba a dar fin a su corta existencia, en unión de las aterrorizad a s muc h a c h a s , record ó el estupe n do tesoro que poseía y apeló a su última gracia: ­ Pelito maravilloso del rabo del roedor, si eres mágico, pelito, hazme tu tercer favor. El talism á n tampoco falló en la dema n d a final, y abriéndose la tierra en un camino espléndido de luz, dio paso a Rudecindo, Clorinda y las dem ás cautivas, hacia la superficie terrestre, a donde llegaron muy pronto, elevados por una fuerza desconocida que los impelía como si fuera una potente ráfaga de viento. Al pisar de nuevo la pamp a, el pozo se cerr ó junto a ellos, sepulta n do para siempre al gauchito Coliflor, sus malditas brujas y los terribles y feos habita n te s de las profundid a de s de la tierra. Clorinda y las niñas fueron entregada s a sus respectivos padres y el bravo Rudecindo se convirtió desde entonces en el much ac h o invencible, que

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había conseguido triunfar sobre tan espa nto sos enemigos, ayuda do por el mágico pelito del buen tucut u c u , que al final pudo saberse que era la hermos a Hada de la Pampa, quien para acercars e al decidido much ac h o se había convertido por unos insta n te s en el simp ático y hablador animalito, que escondía en su dimin u t a cola el pelito encan t a do, entre un millón de ellos sedosos y brillantes.

La roldan a maravillosa En una hu milde casa de campo, vivían, cierta vez, dos herma n a s llamad a s Rosa y Cristina. Rosa por ser tan bella como la flor de su nombre era la mimad a de sus padres y para ella eran todos los regalos, todos las fiestas y todas las dichas de la vida. Cristina, por el contrario, era una ni ña hu milde y dócil que había sido aban do n a d a del corazón de sus padres y sólo la utilizaba n en la casa como sirvienta, orde ñ a n do las vacas por la ma ñ a n a , haciendo la comida al mediodía, fregando los platos, lavando la ropa de todos y dando de comer a las aves que cacareab a n en los corrales. Tan injust a era la diferencia, que el vecindario estaba indignado y las hablad u rí a s llegaron hast a los más aparta dos rincones de la aldea. Rosa, como es natu r al, pronto tuvo un novio rico y buen mozo, tan orgulloso e inútil como ella, con lo que colmó la ambición de los padres, que creían a la niña, por su belleza, como el astro de la familia. Cristina, buena y sin manc h a s de envidia en su alma, se alegraba tambi én de la felicidad de su herm a nit a y prosegu ía sus quehaceres domésticos, sin pens a r nada malo de la frialdad de trato de cuantos la rodeaba n . La hu milde niña, se levanta b a del lecho al ama necer, iba al pozo a sacar agua, como primera faena, y escuc h a b a alegremen te el chirrido de la roldan a que le cantab a mientr a s iniciaba su r ápido girar: ­ Soy la roldan a que canta y agua te da cristalina... buenos días, bella y santa, inigualable Cristina. La chica respondía a este saludo ma ña n e ro con su risa angelical y miraba con cariño a la roldanita, que prosegu ía su canción estridente y alegre, mientra s el balde ascend ía hast a sus manos. Pero para la pobre Cristina, las cosas iban de mal en peor, y la altiva Rosa, que como la del rosal, estaba llena de espina s, comenz ó a despreciarla en tal forma, que los días se le hicieron amargos y las noches muy tristes. Los padres, entu sia s m a d o s con el próximo casa mie nto, de la hermos a Rosa ni se acordab a n de la otra hija, y sólo le hablaba n cuan do tenían que darle algun a orden termin a n te o para castigarla por faltas imaginarias .

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Pero Cristina, paciente y buen a, sufría todas estas injusticias y se consolab a llorando a solas, mientr a s prosegu ía sus rudos trabajos diarios. Así contin u ó la vida, y todas las madr uga d a s , al llegar al pozo e iniciar sus faenas, la roldanita le cantab a... ­ Soy la roldan a que canta y agua te da cristalina... buenos días, bella y santa, inigualable Cristina. La infeliz criatu r a un día no pudo acallar más su dolor y al oír la canción de la roldan a, comenzó un lloro tan sentido y amargo que ésta, deteniendo su rápido andar, le dijo en tono grave: ­ Sé que tú sufres y lloras de la noche a la ma ñ a n a ... pídele lo que desees a tu amiga la roldan a. Cristina al escuc h a r la voz argentin a de la peque ñ a rueda, no pudo contener un estremecimiento de alegría y mirándola con sus grandes ojos dulces, la respondió entre sollozos: ­ Roldanita amiga, compa ñ er a de todas mis horas, sólo pido el amor de mis padres y el cariño de mi herm a n a . ­ ¡Los tendr á s! ­fue la resp ue s t a y prosiguió girando la frágil polea impuls a d a por los desn u do s y fornidos brazos de la ni ña. Al día siguiente, la casa se llenó de luz y se animó de alegría, abierta a todos los habita n te s de la región que acudía n a presenciar el casa mie nto de la hermos a much ac h a , la niña mimad a de sus padres. Cristina no tuvo permiso para presenciar tan magn ífica fiesta y se contentó con mirar todo desde lejos, mientr a s prepar a b a los manjares para la comida de bodas. Sus ojos vertían copioso llanto y su corazón sufría en silencio tan gran injusticia, pens a n d o lo desgraciad a que era, por el olvido en que la ten ía su familia. La mú sica y las risas, llegaba n hast a la cocina y se mezclaba n con los sollozos de la chica, que contin u a b a su labor sin odios ni rencores, pues éstos no tenían cabida en su alma. Pero, hete aquí, que sucedió lo inespera do, como siempre suele acontecer cuan do se cometen tan grandes injusticias. Cristina necesitó sacar agua del pozo y se enca min ó a él con los ojos enrojecidos y el corazón contrito. Había iniciado el ascenso del balde lleno de agua cristalina, cuan do escuc hó la alegre voz de la roldan a, que le decía: ­ Querida amiga Cristina yo cumpliré mi promes a, saca lo que hay en el balde y envidiar á n tu belleza.

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La niña, asombr a d a y curiosa, al escuc h a r la voz de su amiga, mir ó el cubo al llegar a sus manos y qued ó maravillada y suspe n s a de lo que vio dentro de él. En vez de agua, en el fondo había un voluminoso paquete con cintas de oro, que estuvo pronto entre sus dedos. ­ Ponte todo lo que tiene en vez de agua cristalina y reinar á s en la fiesta mi buen a amiga Cristina. Así cantó la roldan a entre sus chirridos estridente s y alegres. La chica, con el paquete junto a su corazón palpita nte, corrió a su modesta habitación y al abrirlo se encontr ó con un traje de extraordin a rio belleza, todo recam a do de piedras preciosas de incalculable valor, un cintillo de perlas y diez anillos de oro remata dos por deslu m b r a n t e s esmeralda s y rubíes. Inneces ario es decir que Cristina se despre n di ó enseguida de sus viejas ropas y se puso el extraordin a rio vestido, las esplendoros a s alhajas y los adornos que había en el paquete, y mir ándos e luego al espejo quedó asombr a d a ante el cambio que hab ía experimen t a do. ¡No podía creer lo que contem pla b a n sus ojos! Era ella... ¡sí! Pero... ¡qué cambiad a! Hasta su cabello, como por arte de magia, aparec ía debida me n t e peinado y su cara rosada y juvenil era ahora de una belleza fascina n te, capaz de ser admirad a por el m ás exigente galán. Su entrad a en el salón de la fiesta fue digna de una reina y cruz ó entre los invitados, que la miraba n mudos de asombro, en uni ón de sus padres, incapaces de compren der lo sucedido. Desde aquel insta n te todos las ponderaciones fueron para ella y tanto su herm a n a Rosa como los indiferentes padres, creyeron ver en este milagro una dura lección por su desa mor y despego, y abrazaron a la feliz y virtuos a Cristina que pas ó a ser tan mimad a y querida como su hermos a herm a nit a Rosa. Las joyas y las piedras preciosas de su vestido de un valor incalculable, fueron vendidas, y con el dinero de tanta magnificencia compraro n campos, edificaron una lujosa casa y vivieron todos felices por el resto de sus días. Pero la dichos a Cristina no aban do n ó nu nc a a su amiga, la roldan a maravillosa, y todas las ma ñ a n a s iba al brocal del pozo y elevando el balde lleno de agua a rebosar escuch a b a la voz de su amiga, que alegreme nte le seguía canta n do: ­ Soy la roldan a que canta y agua te da cristalina... Buenos días, bella y sant a, inigualable Cristina.

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El chingolo de la felicidad En una ciudad de provincia, muy cerca de las sierras de Córdoba, vivía un hombre llamado Rafael, que nunc a estaba contento con su suerte. Era robus to y no había ma ña n a que no se levantar a quejándos e de algú n dolor. Era joven, pues contab a apena s treinta a ños y lloraba por los muchos abriles que tenía encima. Era rico y consta n te m e n t e gemía miserias. Poseía una gran extensión de campo y no había insta n te en que no sollozara suspira n do por tener m ás tierras. Sus haciend a s ocupab a n millares de áreas y, no contento con ello, pretendía acrecent a rla s. Su esposa era buen a y hones ta, pero Rafael le rega ñ a b a siempre lament a n d o el haberse casado con ella. Sus hijitos eran tres, robus tos y hermosos, pero no ten ía palabr a s para condolerse por parecerle feos. En fin, que Rafael, con todo lo que puede ansiar un hombre para ser completa m e n t e feliz, vivía amargado con su destino y envidiaba la tranq uilidad y la riqueza ajenas. Esto, como es nat ur al, lo convertía en un ser despreciable y molesto para las gentes que, conocedoras de su fortu n a y bienesta r moral y físico, repudiab a n su trato y aun su presencia. Una noche en la que Rafael se quejaba de un dolor imaginario y de su ilusoria pobreza, se le apareció un ser singular, pero hermoso, que hab ía descendido de las nubes y que al parecer, por su dulce rostro y sus magníficas alas, era un Ángel enviado para escuc h a r sus lamentos. ­ ¿Qué te ocurre, mi buen Rafael? ­dijo el enviado de los cielos. ­ ¡Soy muy desgraciado! ­gimió el desconte n to. ­ Pero... ¿de qué te quejas? ¡Tienes salud, riquezas, campos, animales, una buen a mujer y hermosos hijos... nada te falta! ­ Quiero más... muc ho más... ­exclamó el hombre, mes á n do s e los cabellos. ­ ¡La ambición puede perderte! ­dijo el extra ño visitante. ­ ¡Daría mi alma por conseguir cuan to tiene de bueno el mun do! ­respondió el iluso, con los ojos abiertos a la codicia. El Ángel lo miró con seriedad y se propu so darle una lección que modificara su alma. ­ Bien... ­le replicó.­ ¡Tendrás todo lo que deseas, si puedes atrap a r el Chingolo de la felicidad! ­ ¡Eso es muy fácil! ­gritó entusia s m a d o Rafael.­ ¡Lo cazar é rápida me n te si me indicas dónde se encue n tr a o dónde tiene su nido! El Ángel lo miró amarga m e n te y desp u é s dijo: ­ Sal ma ñ a n a tempra n o de tu casa, sube a la monta ñ a y al pas ar por la cumbre nevada volar á ante ti el pájaro que buscas . Si lo atrap a s vivo podrás solicitar lo que quieras y te ser á concedido.

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Dicho esto, el hermoso personaje desap areci ó, queda n do Rafael maravillado y ansioso en espera del nuevo día para dedicarse a la caza de tan precioso animalito. A la mañ a n a siguiente, muy de madr ug a d a, empren di ó el camino de la monta ñ a , y al llegar a lo cumbre nevada cruz ó ante sus ojos el inquieto pajarillo que se fue a posar sobre una roca. ­ ¡Éste es! ­gritó el ambicioso, corriendo tras del animal. Por sup u e s to, el veloz chingolo no se dejaba coger por el hombre, y as í, de mata en mata y de roca en roca, llegaron hasta el mismo borde del precipicio. Los ojos de Rafael se salían de sus órbitas y sus manos, tembloros a s por la desmedida ambición, se agitaba n en el aire con el deseo de atrap a r el bello e inquieto talism á n. El peque ño chingolo, como jugando con el desconte n to, segu ía su camino, a cortos saltos, hasta que a llegar al despe ñ a d ero, tendió sus alitas y voló hasta la otra ladera. Rafael, ciego a todo peligro, impuls a do por su veheme nte af án de conseguir lo imposible, no percibió que allí mismo termin a b a la roca e, inconsciente, cayó en la más profundo sima lanzan do un terrible grito de angus tia que resonó lúgubre en el silencio de la monta ñ a . Así pagó el hombre su terrible defecto, al correr enloquecido en seguimiento del Chingolo de la felicidad, que el misterioso Ángel había colocado en su camino para castigarlo por su af án de pretender lo imposible, instigado por tan desmes u r a d a ambición.

Damián el turb ule n to Ésta es la muy breve historia de Dami án el Turb ulento. El mal genio de este hombre lo convertía a veces en una fiera, cometiendo faltas tan graves, que tardab a mucho tiempo en volver su esp íritu a la tranq uilidad. Por lo demás, y en estado norm al, Dami án era un hombre bueno, trabajador y caritativo, pero su enorme desgracia consist ía en encolerizarse súbita m e n t e por cualquier cosa, cegándose hasta convertirse en un malvado. Por tales caus a s , su caballo tordillo tan pronto recib ía caricias como palos y su insepar a ble pistola, una s veces estaba cuidados a m e n t e limpia, como otras anda b a por el suelo, enmohecida y sucia. Damiá n el Turbulento conocía su falta, pero por más que luchab a por enmen d a r s e, no lo podía conseguir, siempre dominado por su fatal genio que lo convertía en un injusto. Nuestro hombre, tenía su ranc ho en medio de la pamp a y, como todo gaucho, vivía de su trabajo, arrea n do animales, esquilando ovejas o

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tran s port a n d o en las lentas carreta s las bolsas de trigo hasta las estaciones del ferrocarril. Por su terrible defecto, Dami án era temido en much a s leguas a la redonda, y no bien la gente se daba cuenta de que comenzab a a enfurecerse, corr ía despavorida a sus viviendas temiendo los desma n e s de tan desconcerta n t e individuo. Inútil fue que los amigos y parientes lo aconsejar a n . Dami án, lloroso, prometía enme n d a r s e, pero a los pocos días, por lo más insignificante y fútil, daba rienda suelta a su mal genio, provocando situaciones que much a s veces se convertían en tragedias. Pero, como todo en este mun do tiene su castigo, a Dami án el Turb ulento le llegó su hora y pagó sus culpas de una maner a rara y misteriosa. Una tarde, despu é s de jurar ante su madre corregirse de tan temible defecto, galopab a por la pamp a en dirección a una lejana estancia, cuan do su pobre caballo se espan t ó de una perdiz que salió volando de entre sus patas. La furia de Damián invadió de pronto su cerebro y entre palabra s procaces y gritos de loco, le dio una paliza tal al pobre bruto, que éste cayó resoplan do de dolor sobre la verde hierba. Damiá n, ciego de rabia y sin darse cuent a, en su demencia repentin a, de la injusticia que cometía, sacó su pistola y apu n t a n d o a la cabeza del noble caballo, presion ó el gatillo con la evidente intención de matarlo. Pero, cosa extra ñ a, la bala no salió y el gatillo cayó con un ruido seco sobre el cartuc ho inofensivo. ­ ¡Maldita arma! ­gritó Damián blandiéndola por los aires,­ ¡no me sirves para nada y aquí te quedar á s para enmohecers e entre los pastos! Y diciendo esto, arrojó la pistola lejos de si con toda la potencia de su fornido brazo. Y aquí sucedió lo imprevisto. La pistola al golpear fuerteme n te sobre el suelo, disparó la bala que antes se hab ía negado a salir y entre el gran estrépito del fogonazo, Dami á n el Turbulento rodó herido, al perforar su brazo el frío plomo vengador. Para el hombre de nuestr a historia, ésa fue la mejor lección de su vida, mucho más elocuente que las palabr a s de parientes y amigos y nu nc a jamás volvió a ser domina do por el mal genio que, indud a ble me n te, lo hubiera llevado por sombríos caminos, y en adelante fue un hombre pacífico y bueno, con la consiguiente satisfacción de todos los que antes le temiera n.

El talero mágico Cierta vez, en una estancia de nues tr a camp a ñ a , había un peón de campo, de nombre Torcuato, que era un tigre por lo perverso.

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Para él no había nadie bueno y era un desalm a do para tratar a los pobres animales que caían en sus manos, los que siempre morían a caus a de los golpes y acometida s de tan cruel individuo. En la estancia en donde trabajab a nadie le quer ía y por ello anda b a siempre solo, sin tener con quien hablar y odiado de todos los habita n te s de los contornos. Todo el mun do se apiada b a del pobre caballo que ten ía el tal Torcuato, ya que el malvado le castigaba por cualquier futesa, castigo que el desvent u r a d o animal, exhibía en su lomo y sus ancas llenas de heridas de donde man a b a abu n d a n t e sangre. Si anda b a al paso, le pegaba; si corría demasia do, le pegaba; si se deten ía a destiempo, le pegaba, y así, la vida era un martirio consta n t e para el noble y sufrido bruto, que con segurida d esperar ía la muerte como única salvación. El talero del gaucho Torcuato era temido, ya que tambi én en diversas reuniones de la paisa n a d a , en la pulper ía de doña Soledad, más de una vez se había levantado para castigar a alg ún parroq uia no, manejado por su furibu n do amo, que no procura b a contener sus nervios y cuya excitación lo arras tr a b a a la locura. Por esta caus a, como hemos dicho, se fue queda n do solo, hast a que al no poder desa hogar sus perversos instintos en los dem ás hombres, tuvo que volcarlos contra los indefensos animales. Era inútil que el due ño de la estancia le ordena s e que no hiciera da ño a los irracionales, ya que todos los animales eran útiles para el trabajo del hombre, desde la vaca que nos aliment a, pasa n do por el perro que nos guard a con toda fidelidad, la oveja que nos proporciona la lana con que nos cubrimos, hast a el caballo que nos ayuda en todas nuestr a s labores diarias. ­ ¡Hay que ser noble y bueno con los desgraciados seres que no pueden defenderse ni hablar! ­le decía el patrón.­ Cuan do levantes el talero para castigar a tu caballo, medita antes que sin él nada podrías hacer en tus trabajos de campo, y si tu odio se quiere descargar sobre otro irracional, aunq u e fuere la liebre que corre por los sembr a do s, piens a que es mejor matarla que hacerla sufrir con los golpes. Mas, para el malo de Torcuato, esas palabr a s le entrab a n por un oído y le salían por el otro, y así proseguía su vida, mirado con temor por algunos y con desprecio por los dem ás . Una tarde en que el malvado volvía de un lejano puesto de la estancia, en donde había tenido aparte de ganado, su pobre caballo, falto de fuerzas por la abru m a d o r a faena del día, apena s podía galopar en camino de la casa. Torcuato, impaciente, comenz ó a dar rienda suelta a su genio y el maldito talero empezó a caer sin piedad sobre las doloridas ancas del paciente caballo. ­ ¡Corre! ­gritaba con voz áspera.­ ¡Corre o te matar é!

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Y una y otra vez los latigazos hicieron brotar sangre de las viejas heridas del noble bruto. El caballo, impotente para contener tanta furia, relinch a b a dolorido y, como es nat u r al, dismin u í a su andar por el castigo impues to, termin a n d o por detenerse tembloroso, y agach ar su cabeza. ­ ¡Conque esas tenemos! ­gritó el enfurecido Torcuato.­ ¡Ya verás cómo te hago correr! ¡Toma! ¡toma! ¡toma! ­y una y mil veces, el talero volvió a caer sobre los costados ensa ngre n t a do s del¡ moribu n do equino. Tal fue la paliza, sin medida ni piedad, que el pobre caballo cay ó rendido, comenza n do su agonía, ante el endurecido corazón del cegado Torcuato. De pronto, el martirizado irracional levant ó su cabeza poco antes de expirar y mirando fijamente a su verdugo, en un postrer relincho le dijo clara me n t e: ­ ¡Ojalá que tu talero caiga algún día sobre tus espaldas , hasta dejarte como estoy yo ahora! Despu és murió entre los más atroces dolores, por el horrendo castigo que aun desp u és de haber muerto no cesó de aplicarle su due ño. Torcuato hizo mofa de los deseos de su caballo y comenz ó calmoso a sacarle el recado, con la intención de proseguir a pie la corta distancia que le faltaba para llegar a la casa. El temible talero que había dejado sobre una mata de hierba mientra s termin a b a su trabajo, alzóse de repente como empu ñ a do por una mano poderos a e invisible, y dando una s volteretas por el aire, comenz ó a caer sin piedad sobre las espalda s de Torcuato, el cual, ante el inespera do ataque, sólo atinó a gritar en dema n d a de socorro. Los gritos de la víctima de tan misterioso castigo fueron escuc h a do s por sus compa ñ eros de trabajo, pero como ningu no lo quería por su crueldad, nadie se movió para prestarle ayuda, y así, el malvado se encontr ó solo e indefenso en medio del campo, ante los golpes cada vez m ás terribles de su implacable talero, ­ ¡Basta! ¡Basta! ¡perdón! ¡Me enme n d a r é! ¡Lo juro! ­gemía el pobre diablo; pero el talero prosegu ía su obra, tal como lo había hecho antes en las ancas del animal que yacía muerto a sus pies. El castigo duró casi media hora, hast a que Torcuato, exha u s to, cayó entre los pastos, con la cara y las espaldas ensa ngre n t a d a s y solicitando piedad, en la mism a forma que momentos antes hab ía pedido en sus relinchos el noble caballo. Mas el talero no parecía dispues to a ceder y prosiguió en su destr uctora faena hasta que Torcuato expiró, presa de horribles dolores, iguales a los que antes sintiera su víctima irracional. Y así, el talero mágico, vengó los castigos que habían recibido cientos de seres, por la mano de tan mal hombre y, una vez termina d a la vida del verdugo, cayó junto al caballo ensa ngre n t a do a quien acabab a de vengar.

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El ñand ú blanco Cierta vez, y de esto hace muchos a ños, tantos que ya casi no se pueden contar, vivía en un ranc ho de la pamp a una familia muy humilde que s ólo tenía, por toda riqueza, una oveja, una vaca y un caballo. La tal familia estaba compue s t a de tres persona s: el padre, llamado Anasta sio; la madre, que se decía Filomena y un hijo de quince años, de nombre Apolinario. Con tan escas a s riquezas, lógico es que vivieran muy pobres y necesitados y, muchos días, cuan do Anasta sio no traía dinero por su trabajo en las estancia s, para comer tenían que cazar animales del campo. Así pues, algun a s tardes salía la familia armad a con palos, lazos y boleadora s para atrap a r cuanto bicho viviente hubiera por el desierto, no perdon a n do ni a los mismos avestr uce s que, en grandes man a d a s , merodeab a n por los campos. De este manera volvían al ranc ho por la noche con una buen a cantidad de caza, en la que no faltaba n las inocentes mulitas , los cascar u do s peludos, las veloces liebres, las pintad a s perdices y ni a ún se salvaba n de la mata nz a, cuan do el hamb re apretab a, los feos vizcachones que puebla n el subs u elo de la llanur a. Por aquel tiempo, los indios que vivían en toda la pamp a, casi hasta los mismos lindes de las poblaciones próximas a Buenos Aires, iniciaba n de vez en cuan do feroces malones, es decir, se reun ía n en gran número y monta dos en sus ariscos caballos, caían como aves de rapiñ a sobre las poblaciones de los blancos, asesina n d o a los hombres, cautivando a los mujeres y a los niños y robando grandes mas a s de ganado que, m ás tarde, encami n a b a n a sus lejana s tolderías . Anasta sio, Filomen a y Apolinario, tambi én vivían en consta n te peligro de ser atacados por los salvajes, pero el due ño del hogar no daba oído a los ruegos de su mujer, para que se traslad a r a con el ranc ho hacia sitios m ás ampar a do s por las tropas del gobierno. Así contin u a ro n su vida, de zozobra en zozobra, cazando animales para la subsis te ncia y en alerta consta n t e del horizonte, por si a los caciques bárbaros, se les ocurría merodear por aquel lado del desierto. Una noche como tanta s , en que la pamp a estaba en absoluto silencio, lleg ó Anasta sio triste, y le contó a su mujer que no había conseguido trabajo por los alrededores, ya que los estancieros hab ían huido con sus enseres y ganados, por miedo a los temibles malones indios. Filomen a se afligió muc ho y volvió a rogar a su esposo para que aban do n a ro n el peligroso lugar y se intern a r a n m ás hacia el núcleo de la civilización. Todo fue inútil. Anasta sio, como buen gaucho, amab a el desierto y prefer ía exponerse a una lucha desigual, que alejarse de aquellos campos que conocía desde su niñez.

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A todo esto, Apolinario, en sus cotidian a s correr ías por los alrededores de la casa, encontr ó abando n a d a junto a su nidal a una charita, a sea un polluelo de avestr uz, que tenía la particularida d de ser blanco su plum aje, cosa muy rara en esta especie de aves. Ju n to a la pobre charita estaba su madre muerta, quiz á atacad a por otro animal de la pamp a, de maner a que cuan do Apolinario se acerc ó al nido, el indefenso polluelo, en vez de salir dispar a do como lo hacen com ú n m e n t e estos rápidos corredores de la llanur a, se qued ó esperá n dolo y aun más, se le aproximó y se restregó en sus rodillas como dema n d á n d ole protección. Apolinario conmovido por el aban do no de la pobre charita y entusia s m a d o por la adquisición de tan raro ejemplar, no vaciló en cond ucirla al ranc ho de sus padres, a donde llegó poco desp u é s, con el curioso hallazgo.. Anasta sio se enojó mucho, ya que estos animales son muy voraces y no respeta n nada de lo que ven, metiendo todo en su buche sin fondo, y quiso arrojarlo de la casa; pero ante el llanto de Apolinario, permiti ó que se quedar a, no sin antes recomend a r que tuvieran muc ho cuidado de no dejarle nada al alcance de su incans a ble pico. El ñand ú blanco se crió desde entonces como si fuera de la familia y aun cuan do algun a vez daba serios disgus tos a los amos, ante la p érdida de útiles necesarios, como mates, bombillas, cuchar a s , etc étera, todo le era perdon a do, ya que se sabía que lo desap arecido estaba depositado en su inmenso buche. Como es natu r al, Apolinario y el ñand ú se querían entra ñ a ble me n t e y no se separa b a n jamás, corretea n do por los campos en juegos raros, en los que el avestr uz demostra b a ante el asombr a do much ac ho la gran velocidad de sus patas, capaces de triunfar sobre el caballo m ás veloz. Pero, hete aquí, que las cosas fueron de mal en peor para la solitaria familia, y una noche tenebros a los feroces indios arras a ro n el indefenso rancho, incendi á n dole, convirtiendo todo en ruinas y llevándose a sus lejanas tolderías a la pobre gente con los pocos animales que cuidab a n . Apolinario perdió de vista a su querido compa ñero y lo lloró muc ho creyéndolo muerto, mientra s su familia era tran s port a d a a la carrera hast a los poblados salvajes a donde llegaron tres días más tarde, desp u és de mil privaciones y padecimientos. Los indios festejaron el triunfo y aquella noche encendieron grandes hoguera s , bailando a su alrededor entre alaridos salvajes que pon ían los pelos de punt a al testar u do Anastasio, a la pobre Filomen a y al inocente Apolinario. ­ ¿Nos matar á n , mam á ? ­pregun t a b a a cada insta n te el atemorizado much ac ho. ­ ¡No lo sé, pero nada bueno debemos esperar de esta gente sin alma! ­contesta b a la madre, entre grandes sollozos. Al otro día, cuan do el sol alum br ó las tolderías indias, se dieron cuento de que ellos no eran los únicos cautivos, ya que en otros lugares se encontra b a n grandes grupos de mujeres llorosas y de ni ños afligidos.

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¡Pobrecita gente! Harapient a y demacr a d a, era la demostraci ón auté ntica del modo brutal y cruel como procedía n los indios con sus indefensos cautivos. Anasta sio y su familia se apiadaro n muc ho de todos y pens a ro n con espan to, que a ellos tambi én les aguard a b a una vida mala como la de aquellos angu s tiados seres. ­ ¡Ya ves! ­lloriqueó la mujer.­ ¡Ya ves! ¡Si hubiera s atendido mis ruegos de march a r n o s a la ciudad, no nos pas ar ía todo esto! ¡Nos han robado, nos han incendiado nues tr a hu milde casa... nos han quitado los animales que poseíamos...! ­ ¡Calma Filomena! ­respondió el hombre tristeme n te.­ ¡ya veremos el modo de salir de aquí! ­ ¿Salir de aquí? ¡Imposible! ¡Nos mataría n al primer intento de fuga! ­dijo la espos a entre sollozos. Así pas aro n varias sema n a s y la vida se les hac ía imposible cada vez más, ya que les daba n de comer carne de caballo y no los dejaba n apart ar s e de las tolderías el más leve trecho, por temor a las fugas. Para mayor pena, Filomen a enferm ó de gravedad y sin medios de curación en la inmensid a d del desierto, su fin se aproximab a ante la deses peraci ón de Anastasio y Apolinario. Esa noche, el pobre much ac h o, llorando de angus tia se tumb ó bajo unas mant a s y comenzó a rogar a Dios, pidiéndole ayuda para salvar a su pobre madre de la muerte y a todos del cautiverio. De pronto, junto a la puerta de su tienda de campa ñ a le pareció oír unas leves pisada s y cuál no sería su sorpres a, al volverse y encontr ar en la abert u r a de la mísera vivienda, al hermoso ñand ú blanco, que lo miraba con ojos de alegría como salud á n d olo, despu é s de tantos días sin verle. ¡El avestr uz, encari ña do con el muc h a c ho, lo había busca do por el desierto, como un perro fiel, hasta dar con él en las tolderías indias! ­ ¡Mi charita! ­gritó Apolinario, entusias m a d o. El buen animal, como si compre n diera el grave peligro en que estaba su amigo, se le acercó lenta me n te y se echó junto a sus piernas . ­ ¡Lindo ñand ú! ­decía Apolinario acarician do el plum aje del avestr uz. Nada puedes hacer por mí, sino acompa ñ a r m e a sufrir. Más tarde, despu é s que los indios termin ar a n sus diab ólicas danzas, se hizo el silencio y Apolinario pudo conciliar el sue ño junto al fiel y hermoso avestr uz blanco. Una hora desp u é s, un misterioso sue ño pertur bó su tranq uilidad. Soñó que su amigo, el ñand ú blanco, le hablab a al oído y le decía con una voz suave y lenta: ­ ¡Querido herma nito Apolinario! ¡Estos indios salvajes te matar á n muy pronto y yo no permitiré tal cosa! ¡Debo salvarte, como tú me salvaste a mí al protegerme en mi triste orfanda d! ¡Escuc h a... he llegado para que puedas comu nicar te con la gente que lucha contra los indios! ¡Escribe dos líneas en un papel y átalo a mi alón, que yo me encargar é de llevarlo por el desierto, para que lo lean los soldados que vendr á n a salvaros! ¡No pierdas

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tiempo! ¡Despierta, que debes hacer ahora lo que te pido, antes de que me vean! Apolinario se incorpor ó de pronto asus t a do y vio a su fiel amigo el ñand ú que lo picoteaba para volverlo a la realidad. ­ Entonces... ¡es cierto! ­exclam ó el muc h a c ho.­ ¡He escuch a do la voz del avestr uz! ¡Él me ha hablado! ¡Es un milagro! ­y sin pérdida de tiempo, le refirió a su padre el curioso sue ño y despu é s la prisa del animal por despert arlo. ­ ¡Quizá sea un milagro! ­repuso el padre al escuc h a r el relato. Y sin m ás vacilaciones, cortó un pedazo de la tela de su camis a y con su propia sangre escribió unas líneas, indicando el sitio en dónde estaba n y los muchos cautivos que allí había. Sin más trámite, ató el pedazo del blanco género en uno de los alones del ñand ú y luego dijo, empuja n do al animal hacia la salida: ­ ¡Si es cierto lo soñado por mi hijo, tú nos salvar ás! El ñand ú pareció compre n der y desp u é s de acariciar con su fuerte pico las manos de Apolinario, en se ñal de despedida; emprendió su veloz carrera por el desierto, cortan do las dens a s sombr a s de la noche. Varios días corrió por la solitaria pamp a sin detenerse. Vade ó ríos, atravesó extensiones arenos a s y sus largas patas parec ían incans a bles, moviéndose como si una fuerza superior las impuls a r a. Por fin, al sexto día, cuando el sol comenzab a a levantar s e tras una s verdes lomas, el ñand ú blanco, divisó el Fortín Argentino, primera avanzad a de la civilización en aquellas enormes soledades. Varios soldados lo divisaron y se dispu sieron a dar caza al hermoso animal. ­ Vamos a matarlo para desplu m a rlo ­dijo uno de los hombres. ­ ¡Derribémosle de un tiro! ­gritó otro. ­ ¡Mejor de un bolazo! ­exclam ó un tercero. El ñand ú , sabiendo por instinto que aquellos seres lo matar ía n, no intentó escapa r, por el contrario, se aproxim ó más y más a ellos, moviendo sus enormes alones, poniendo su pecho de blanco a los mortales disparos, y miran do a los soldados fijamente, como si quisiera decirles algo, con sus ojos azules y grandes. Los soldados no se daba n cuenta del proceder del ñand ú y sólo veían en él un hermoso ejemplar, merecedor del gasto de una bala. El disparo salió, repercu tiendo como una larga queja en la dilatada pamp a y el noble ñand ú blanco cayó para siempre, moviendo a ún sus alones, como queriendo dar a entender que en uno de ellos llevaba un urgente mens aje. Los hombres, encant a do s con la caza, se pusieron a arra nc a rle las codiciadas pluma s , hast a que uno de ellos encontr ó la blanca tela en la que Anasta sio y su gente, solicitaba n auxilio. La noticia llegó muy pronto a oídos de los jefes y más tarde una fuerte colum n a de soldados se intern ó en el desierto, siguiendo el camino indicado por Anastasio, hasta dar con las tristes tolder ías, en donde,

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desp u é s de una batalla contra los salvajes, pudieron reconq uis t a r a los cautivos, entre los cuales estaba n , como es sabido, Anasta sio, Filomena que muy pronto mejoró de su enfermed a d y el bueno de Apolinario que desde entonces lloró amarga me n te la pérdida del maravilloso ñand ú blanco, que de modo tan heroico se hab ía sacrificado, en aras de su lealtad, mayor, mucho mayor, que la de algunos seres hum a n o s .

Julio Jorge, el niño travieso Julio Jorge es un hermoso ni ño de poca edad, inteligente y vivaz, que tiene el defecto de no obedecer las órdenes que le dan sus padres. Al cumplir los tres años, hubo una gran fiesta en la casa del peque ñ u elo, a la que concurrieron muchos amiguitos y diversas amista de s de la familia. Entre el gran nú mero de regalos que recibió Julio Jorge ese feliz día, resaltab a un lucido burrito de cart ón con plomizo pelaje y largas orejas, obsequio de su madrecita Matilde. Cuídalo ­dijo la buen a se ñora al entregárs elo; este burrito que mueve la cola y la cabeza, lo debes guarda r, para que constituya un grato recuerdo de tu niñez, cuan do seas hombrecito. Julio Jorge, prometió no romperlo y comenzó a jugar con el burrito, corriendo por los pasillos de la casa ante la alegr ía de sus abuelos Diógenes, Isaur a, Francisco y Matilde. Pero, como era de pres u mir, la promes a fue olvidada bien pronto por el niño pillín, y a los pocos días, cans a do del burrito que movía la cabeza, se propu s o romperlo para curiosear qué tenía en su voluminos a panza. Se apoderó de un afilado cuchillo, a hurt a dillas de sus progenitores, se arrinconó tras de la puerta de la cocina y comenz ó la repulsiva tarea de someter a una pintoresca autopsia al bonito pollino de cart ón. Tomando al juguete por las patas, inició el trabajo, asesta n d o una profund a pu ñ alad a en el pecho del borrico y cual no ser ía su sorpres a y su pánico, cuando escuch ó de boca de su víctima, las siguientes palabr a s: ­ ¿Por qué quieres deshacer me ? ¿Acaso no soy tu compa ñ ero y juego a todo hora contigo sin que me canse de ti? Julio Jorge, repues to del susto y creyendo que la voz hab ía llegado de las habitaciones contigua s , intent ó proseguir la tarea, cuan do de nuevo el burrito repitió su queja: ­ ¡No me hieras amiguito! ¡No merezco este fin tan desas troso! ­ Me gustaría saber qué tienes dentro ­respondió el niño sin deteners e en su trabajo. ­ Tengo madera y lana ­contest ó el animalito lastimero.­ ¡Sería una crueldad que me destrozara s! ­ ¡Nada me importa n tus quejas! ¡Tengo muchos juguetes con que entrete ner m e aunq u e tú me faltes! ­ ¡No digas semejan te cosa Julio Jorge!

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¡Si me despedazas , algún día sentirás mi desapa rición y llorar ás mi ausencia! El niño travieso, no se conmovió ante los lamentos y prosiguió su obra de destr ucción. Por fin rodó por el suelo un pedazo. ­ ¡Ay, mi patita! ­gritó el burrito. Otra parte del animal caía más tarde. ­ ¡Ay, mi cola! ­se lament ó la víctima. Y poco a poco, entre quejas y expresiones de resignaci ón, el hermoso juguete fue convirtiéndose en algo inservible, en las manos crueles del travieso niño. Una vez termina d a su desdich a d a obra, J ulio Jorge mir ó los restos de su amigo esparcidos por el suelo, transform a do en un informe mont ó n de madera s y de vellones de lana, y entonces, cuan do ya no hab ía remedio, se dio exacta cuent a de su mala acción y del remordimiento que le producir ía con el tiempo la desap arición de tan lindo juguete. ­ ¡Mi pap á me comprar á otro! ­dijo, por fin, en tono de cons uelo y corri ó para seguir sus juegos con otros mu ñecos que se hacina b a n en un rincón de su cuarto de recreo. Días más tarde, recorda n do a su compa ñ e ro de juegos, el burrito que movía la cabeza, rogó a su padre le adquiriera uno igual al desap arecido, y ante la rotun d a negativa que se le dio como castigo por su af án destr uc tor, Julio Jorge comenzó a sentir dolorida su almita, por la ausencia del lindo juguete que tantos ruegos le dirigiera para que no lo desped azar a. Mucha s noches, en su sue ños infantiles, se le apareció el buen burrito y escuc hó estremeciéndos e en el lecho su voz dolorida, y tanta y tanta fue su pena ante el recuerdo del frágil compa ñ ero, que vertió copioso llanto y juró no romper jam ás otro juguete, que al fin y al cabo, eran y siguen siendo, sus amiguitos más dóciles, más nobles y más bellos.

El gigante de nieve Una vez, un matrimonio de ricos comercian te s de Buenos Aires, resolvieron pasar los días del verano en un lugar fresco de la rep ú blica y se traslad aro n con sus hijos Pepito, Leopoldo y Manuel a las aparta d a s regiones del sur del país, donde junto a los maravillosos lagos cordillera nos, se goza en esos meses de una temperat u r a muy agrada ble. Tomaron el tren en la capital y despu é s de un viaje encan t a dor cruza n do hermos a s poblaciones hasta llegar a la ciudad de Bah ía Blanca, entraro n en la extens a Patagonia en donde los ni ños, desde las venta n a s del vagón, pudieron admirar las majada s que en esas tierras se cuenta n por millones, los caud alosos ríos poblados de cisnes, patos y otras aves acu ática s, las grandes llanur a s sembr a d a s de trigo, lino, alfalfa y cebada y las pintoresca s villas que sirven de albergue a los colonos.

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Algunas horas desp u é s estaba n sobre las primeras mesetas de la monta ñ a , y más tarde llegaron al hotel en donde sus padres hab ían dispue s to pas ar las vocaciones en recompen s a del buen comporta mie n to de los niños. Para Pepe, Leopoldo y Manuel, aquello era el para íso. Un gran lago, que supieron luego se llamab a Nahuel­ Huap í se extendía a sus pies, poblado de hermos a s aves, con frondos a s islas en su centro, y en las que se veían por entre las rama s de la vegetación, grandes residencias de tejados rojos. Los niños estab a n encant a do s de tanta maravilla y se pas ab a n los días cabalgan do con su padres por los caminos de la monta ñ a o pescan do sobre las márgenes del lago grandes peces que m ás tarde se informaro n que eran truch a s . Una tarde, el viento sopló con más fuerza desde las cumbre s de la cordillera y comenzó a dejarse sentir un frío tan intenso que todos los turista s hubieron de refugiarse en el hotel y rodear las estufas como en pleno invierno. Pasad a s varias horas, toda la gran extensi ón de senda s , valles y monta ñ a s estab a cubierta de nieve, y no faltaron viajeros que resolvieron hacer deportes invernales con esquíes, improvisados trineos, y saltos con patines, Para los niños de nues tr a historia, aquello era una novedad inespera d a y de comú n acuerdo dispu sieron abrigarse bien y jugar en la nieve hast a que el sol la derritiese. Se fugaron a corta distancia del hotel donde se hosped a b a n y en un lugar solitario cubierto por los blancos copos de nieve, dispu sieron modelar un gran mu ñeco, tal como lo habían contemplado en much a s lámina s de revistas europeas llegadas a sus manos. ­ ¡Haremos un gigante! ­dijo Pepe. ­ ¡Con sombrero y bastó n! ­repuso Leopoldo salta n do de frío. ­ Yo le haré los ojos ­gritaba entu sia s m a d o Manuel, el m ás peque ño de los herm a n o s . Dicho y hecho; los niños, entre risas y alegres exclamaciones, comenzaron su gran obra, a la que muy pronto dieron fin, contem pla n do luego al gigante blanco que parecía mirarlos con sus ojos huecos y sin vida. Pepe corrió al hotel y muy pronto estuvo de regreso con un sombrero del padre y un bastón de otro viajero y ayuda do por sus herma nitos, trep ó por el mu ñeco y le puso en la cabeza el hongo y en su tendido brazo la recta caña de la India. Terminad a la escultu r a, que no estab a del todo mal, los ni ños se detuvieron a contemplarla y se admiraro n de haber realizado un trabajo, para ellos, tan magnífico, porque el gigante de nieve, ten ía boca, nariz, orejas y un cuerpo proporciona do que se alzaba m ás de dos metros del suelo. ­ ¡Qué hermoso! ­exclamó Pepe, ­ ¡Se lo enseñ a re mo s a pap á! ­gritaba Leopoldo, batiendo palma s.

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­ ¡Lástima que no hable! ­se lament a b a , Manuelito, mir ándolo con cariño.­ ¿Qué nombre le pondre mos ? ­ ¡Se llamar á Bob! ­repuso el mayor. ­ ¡Bien por Bob! ¡Viva Bob! ­gritaron los ni ños a coro. De pronto sucedió lo inesperado. El gigante de nieve comenz ó a mover sus brazos, mientr a s los huecos de sus ojos iban cobran do vida, hast a cubrirlos dos pupilas azules y bondados a s . ­ ¡El gigante camina! ­gritó Pepe, reflejando en su rostro una expresi ón de asombro y temor a la par. ­ ¡Nos matar á! ­tarta m u d e ó de miedo Leopoldo. ­ ¡Mamita! ­alcanzó a balbucea r el menor, abraza n do a sus herm a n o s para resguar d a r s e. Mientras tanto, la gigantesca escult ur a helada, se movía, efectivame n te, y sus extremida des , antes rígidas, comenzab a n a abland a r s e, jugando sus articulaciones como si se tratar a de un ser de carne y hueso. ­ ¡Huyamos! ­logró exclamar Pepe, en el colmo del pavor. Una carcajad a larga y bonac ho n a le contest ó. ­ ¿Por qué intent áis huir? ­dijo el gigante, cubriendo su desdent a d a boca blanca.­ ¡No os har é daño; por el contrario, os proteger é, ya que vosotros me habéis modelado! ¡Bob os salud a! Y diciendo esto, se inclinó reverente ante los niños, quitán dos e su sombrero como lo hubiera hecho el m ás galante de los galantes caballeros de anta ño. Pepe, Leopoldo y Manuel se quedaro n atónitos, sin saber qué partido tomar, pero al poco rato y ante los adema n e s pac íficos del hombre de nieve, cobraron confianza y muy pronto se hicieron amigos, trepa n do los chicuelos por sus hombros y desliz ándose hast a el suelo por sus rodillas, con el consiguiente regocijo del gigante que se aven ía a todo capricho y ocurrencia de sus due ños, entre grandes risotada s de alegría. Los niños estab a n encant a do s de su obra, y así pas aro n much a s horas, corriendo por las pendientes de la monta ñ a , resbala n do por las empina d a s laderas o patina n do por los extensos campos helados. ­ ¡Esto es maravilloso! ­exclama b a n a coro, mientra s sub ía n a las espalda de Bob que, como es nat ur al, era maestro en todos los ejercicios de invierno. Entre juegos y jaran a s , Pepe, Leopoldo y Manolito se alejaron demasiado del hotel y, sin darse cuenta, se aproximaro n a los linderos de un bosque muy solitario que se elevaba sobre grandes lomas, pr óximas al hermoso lago. El sol se ocultab a tras las cumbre s lejanas y sobre la inmens a s ába n a de nieve, caían lenta me n te las sombra s . Los niños, entretenidos con el gigante, no consideraro n que un terrible peligro los amen aza b a . Ju n to a la orilla de la selva, un tigre grande, con ojos sang uin a rios, los contemplab a, abriendo sus fauces negras al tiempo que encogía sus patas, dispue s to a saltar sobre sus indefens a s víctimas.

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Pepe y sus herma nitos, se acercaron m ás y más a la fiero, ajenos a esta amen aza de muerte perseguidos por el blanco Bob que se hab ía rezagado un poco, para desp u é s alcanzarlos. De pronto, un terrible rugido rompió el silencio y tres gritos desgarra dores se oyeron en la inmens a soledad. El felino había dado un descom u n al salto, cayendo a pocos metros de los niños que se abrazaro n sobrecogidos por un pánico justificado ante el peligro que corrían. ­ ¡Nos mata! ­gritó Pepe llorando. Efectivame n te, las pobres criatu r a s no tenían salvación y sólo esperab a n el terrible zarpazo de la fiera, que sin remisi ón caería sobre ellos. Pero... el maldito animal no había contado con el gigante blanco. Bob, al ver a sus amiguitos en tan espa ntoso peligro, dio un r ápido salto de carnero y convirtiéndose. en bola de nieve se precipitó rodan do por la pendiente, arras tr a n d o al feroz tigre con tal violencia, que lo dejó tendido sin vida. El mu ñeco bonac h ó n había salvado a sus queridos due ños y ahora, caído en la nieve, reía a mandíb ul a batiente, ante el asombro de los niños que lo contem pla b a n con admiraci ón y agradecimiento. Como ya era avanzad a la tarde, Bob propu s o o los peque ños que montar a n sobre sus espalda s y así llegarían más pronto al hotel. Aceptan do tan oportu no ofrecimiento, Pepe, Leopoldo y Manuel, cubrieron la dista ncia hasta la entrad a de la casa con la rapidez de un rayo. Bob se despidió de ellos cariños a m e n t e y les dijo que al día siguiente, por la mañ a n a , los esperab a en el sitio donde lo hab ían levantado, para proseguir sus juegos en aquel ambiente invernal. Aquella noche calmóse el temporal y al otro día, ante los ojos admirados de los chicos, ama neció el cielo despejado, azul, con un sol resplan deciente y tibio que ahuyen t ó el frío y la nieve. Pepe, Leopoldo y Monolito, corrieron al lugar de la cita y... ¡oh, desgracia! ya no estaba allí Bob esper á n dolos como les prometió. En el sitio donde se levantar a el gigante, sólo había un peque ño charco de agua tranq uila sobre la que flotaba n el sombrero y el bast ón... El sol, desde lo alto, parecía reírse del descons u elo de los ni ños y sus rayos caían sobre sus cabezas, como dándoles a entender que él había sido la caus a de la desapa rición del bueno de Bob. Los peque ño s regresaro n muy tristes al hotel, y desde aquel día, todos los inviernos, espera n en vano la caída de la nieve para poder levantar otra vez al gigante risue ño, que una ma ñ a n a les distrajo con sus juegos y una tarde les salvó la vida.

Don Policarpo el juguetero

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Pues señor... según cuent a n gentes que fueron testigos de estos hechos, acaecidos algunos años antes de la indepen de n cia argentin a, cuan do la ciudad de Buenos Aires era sólo una gran aldea de pintoresca s casitas de teja, en la calle de Las Artes, vivía un hu milde artes a no que se ocupab a en hacer bonitos juguetes de madera y hierro para los ni ños ricos de la población. Don Policarpo, porque así se llamab a nuestro hombre, era un vejete simp ático, de modales suaves y en sus labios siempre ten ía prendida una sonris a, para dar los buenos días a toda la gente que pas ab a por frente a su puerta. ­ ¿Qué tal don Policarpo? ­le decían los chicos al cruzar,­ ¿qu é nuevo juguete ha hecho? Y el viejo les mostrab a desde su asiento su nueva obra, que por cierto era siempre más maravillosa que la anterior. En su esta ntería tenía soldados de todas clases, se ñores de gran capa y espad a, mariscales con grandes penac hos de pluma s en sus sombreros, mu ñ ecos de ojos azules, negros y verdes, carros tirados por briosos caballos blancos y así, infinidad de otros primores, que sólo esperab a n el caballero que los comprar a para obsequiar a los hijos aplicados y juiciosos. Un día, don Policarpo, se levantó deseoso de hacer un juguete nuevo y atractivo por el que sin duda le pagar ían un buen precio y, toman do en sus manos un pedazo de blanca madera, se puso a cepillarlo para comenzar su magna obra. Todo el día trabajó el artes a no con cientos de diferentes herra mie nt a s y al anochecer miró el nuevo juguete e hizo un gesto de profundo disgus to. ¡El día lo había perdido lastimos a m e n t e! Un hondo suspiro de amargu r a salió de la boca del anciano y sus manos se crisparo n de furor. Había fracas a do en su nuevo trabajo y en sus manos se hallaba concluido un mu ñeco deforme, de gran nariz, de ojos bizcos y con unas orejas como las de un conejo. ­ ¡Esto no puede ser! ­gritó don Policarpo deses pera do.­ ¡Yo no soy capaz de hacer este mam a r r a c h o! ¡No me explico cómo ha salido este adefesio! ­Y lanzando lastimeros gritos, tiró con fuerza al pobre mu ñeco contra la pared, cayendo aqu él con gran estrue n do, entre los polvorientos estantes del negocio. ­ ¡Eres un mal padre! ­gritó el mu ñeco desde su sitio, mirando airada m e n t e al artes a no.­ ¿Por qué me trata s así? ­ ¡Porque eres horrible y deforme! ­le respondi ó don Policarpo, dándole la espalda. ­ La hermos u r a no est á fuera, sino dentro de la persona ­contest ó el juguete con profundo dolor. Eres malo! ­repitió. ­ No compre n do tus palabra s ­dijo don Policarpo, miran do detenida me n t e a su obra tan mal termin a d a.

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­ ¡Quiero decir que no debes juzgar a los seres por su exterior, sino por lo que llevan en su alma! ¡Hay seres hermosos, pero perversos, como los hay feos y llenos de bonda d! ­ Muy bien ­respondió el artes a no,­ pero tú no tienes alma, tú eres un mu ñ eco de madera. ­ ¿Qué sabes tú, para decir eso? ­le pregu nt ó encolerizado el enano deforme.­ ¿Quién de los hombres puede asegura r que hasta las piedras no tienen su alma? ¡Contest a! Don Policarpo se puso grave, y medita n do un largo rato, acab ó por mover la cabeza y decir por lo bajo: ­ ¡No sé si tendr á s razón, pero para mi negocio tú no me sirves, ya que nadie te querr á, y te regalaré al primero que pase! Y cumpliendo su palabra, a los pocos minutos pas ó una niña muy humilde, cubierta con vestiditos muy usados y la obsequi ó con aquel mu ñ eco tan mal hecho, que lo avergonzab a como artífice consagrado. Don Policarpo prosiguió su vida, haciendo primores y gana n do muc ho dinero entre la buen a gente de la colonia y así fue acu m ul a n do dinero, hasta que a los pocos años se convirtió en un hombre de gran fortu n a. Desde luego, la casa vieja había desap arecido y en su lugar hizo constr uir otra de hermos a apariencia, con grandes ventan ales en donde se hacina b a n gran cantida d de juguetes de todas las clases y precios, ya que el juguetero ni por un insta n te pens ó en dejar su negocio. Don Policarpo tenía una hija de sin par hermos u r a , llamad a Amand a, que él adorab a como a las niñas de sus ojos y mimab a de todas las formas, cariño correspo n dido por la muc h a c h a , que indud a ble me n te era buen a y hacendos a. Como era natu r al, llegó el momento en que Amanda se enamor ó con todo fervor de un joven desconocido que supo hacerse querer, el cual pidi ó permiso a don Policarpo para visitar a la ni ña. Autorización que concedió don Policarpo, dadas las buen a s apariencias del hombre que por su trato y su aspecto parecía todo un caballero. El artes a no estab a encan t a do con el futuro esposo de su única hija y no cabían en su boca las ponderaciones para el ilustre desconocido que se había fijado en la niña. Tanto y tanto hablab a de ello, que un viejo amigo le pregun t ó una vez: ­ Pero... desp u és de tanta s alaba nz a s , ¿sabes tú quién es? ¿Qué hace? ¿Cómo se llama? ¿De dónde viene? ­ ¡Claro que no! ­contest ó azorado el anciano,­ pero sus modales y su apariencia son de un gran se ñor. ­ ¡Fíjate más en su fondo y en su ánimo ­le respondió el amigo,­ no sea cosa de que se trate de algún ladrón, criminal o algo parecido! ­ Con ese aspecto tan gentil y esos modales tan finos, ¡jam ás! ­contestó el testar u d o don Policarpo, y no quiso seguir escuch a n d o las juiciosas palabra s de aquel amigo sincero.

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Amanda, entu sias m a d a con su futuro esposo, vivía en el mejor de los mun dos y creía haber encontr a do el talism á n de la eterna felicidad, cuan do un día... Cuando un día, supo, con profundo dolor, que su futuro marido no era otro que un desalma do bandido que tenía atemorizados a todos los habita n te s de los contornos de Buenos Aires. ­ ¡No puede ser! ­gritaba deses pera do don Policarpo.­ ¡Es una equivocación! ¡El hombre que yo conozco es bueno... viste muy bien, tiene buenos modales... es hermoso! ­ ¡Ay! ­sus pirab a la hija entre sollozos.­ ¡Ese miserable me ha enga ñ a do! ¡Yo lo creía un caballero y es un bandido! ¡Quiero morir! ¡Quiero morir! El artes a no no sabía qué decisión tornar, y salió a la calle a averiguar con certeza la identidad del gentil desconocido que cortejaba a su querida hija. Muy pronto la policía le puso ante la más espa ntos a realidad. El joven apues to, de suave palabra y refinados modales, no era otro que "El Chacal", un bandido de la peor especie, que ya ten ía en su haber muchos crímenes y robos. ­ ¡Miserable! ­gritaba el artes a no, en camino de su hogar.­ ¡Este bandido me las ha de pagar! ¡Yo haré que lo prend a n cuan do vaya a mi casa a visitar a mi hija! ¡Yo haré que recuerde todo su vida el haber tratado de enga ñ a r m e! Y así diciendo, esperó a que el pretendien te se present a r a como de costu m b r e a departir con la que creía su futur a esposa. Natural me n te que la noche tan esperad a llegó, y el refinado y bien vestido person aje present ó s e en la casa de don Policarpo, quien lo recibió con su mejor sonrisa, haciéndolo penetra r hast a el comedor, en donde hab ía una buen a mesa muy bien provista, con lo que el artes a no intent a b a distraer al canalla mientr a s llamab a a la policía. ­ ¡Mi querido amigo! ­dijo don Policarpo al verlo,­ ¡pase usted! ¡Mi querida Amanda lo espera impaciente! El desconocido se sonrió con un gesto enigm ático y penetró en el comedor, donde sobre la mesa había un gran pastel de hojaldre que con sólo mirarlo despert a b a el apetito. Para los postres, el viejo artes a no tenía prepar a d a la teatral detención. ­ De manera... ­comenzó,­ ¿que usted es una buen a person a? ­ Así lo parezco ­contestó el desconocido. ­ Y sin embargo, he sabido ­gritó don Policarpo levant á n do s e,­ ¡que usted no es otro que el temido "Chacal", el azote de toda la honra d a poblaci ón de la colonia! ¡Usted me ha enga ñ a do y ha destrozado el corazón de mi hija! ¡Usted nos ha hecho creer que era un hombre distinguido y s ólo se trata de un bandido! ¡Usted merece la horca! ­Y diciéndolo, levantó su mano con el propósito de tocar la campa n a para llamar a los policías. Pero su brazo quedó suspe n s o en el aire y sus ojos se abrieron desmes u r a d a m e n t e ante el hecho increíble que estaba presencia n do. El desconocido galán, fino y de modales distinguidos, comenz ó poco a poco a empeq ue ñecer s e entre ruidos as carcajad a s , hasta que sobre el plato que

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tenía en frente, quedó sólo el viejo mu ñeco de madera fabricado por el artes a no y que éste había regalado por feo y deforme. ­ ¿Qué es esto? ­gritó don Policarpo estupefacto. ­ ¡Ésta no es sino una ense ñ a nz a que necesitab a s! ­contest ó el mu ñeco, mirán dolo con sus ojillos redondos prendidos en su descom u n a l nariz de toronja.­ ¡Una vez, hace de esto algunos a ños, te avergonzas te de mí y me arrojaste lejos de tus esta ntes , sin escuc h a r mis palabra s sobre la belleza del alma! Tú has vivido para las apariencias, cuan do en ellas s ólo existe el enga ño y la falsedad! ¡Ya lo ves! ¡Para que te cures de tu mal, me he present a do a ti tran sform a do en caballero y t ú, sin querer averiguar nada de mí, estaba s dispue s to a entregar me tu hija, en la creencia de que se tratab a de un hombre de bien, cuan do en verdad, s ólo era un malvado y un criminal! ¡Esto te ense ñ a r á a ser bueno y justo y a pesar m ás los valores del espíritu que las condiciones físicas y las del vestir! Y de esta manera por final, el extra ño mu ñeco, obra del poco inteligente artes a no, se puso a bailar sobre el plato, entre grandes risotad a s que salían de su boca rasgad a. Por sup ue s to, don Policarpo se enmen d ó y desde entonces supo estudiar bien las persona s y valorar más sus condiciones morales que las físicas, que sólo cond uce n al enga ño y a lament a bles equivocaciones. El mu ñ eca deforme contin u ó en la casa de don Policarpo en un lugar de privilegio, y por más que le ofrecieron grandes sum a s de dinero por adquirirlo, el artes a no jam ás lo vendió, agradecido por la broma pesada que le gastara y que tanto bien le había hecho. Y así se mant uvo dura n te muchos a ños el juguete en lo alto de un mueble, mirán dolo con sus peque ños ojos prendidos en su abultad a nariz en forma de toronja.

El anillo de la piedra roja Una vez existía en la ciudad de Catam a rc a, y de esto hace casi dos siglos, una mujer llamad a Candelaria, fea y de ojos peque ños y redondos como los de los tortugas , a quien nadie en lo poblaci ón quería por su detestable defecto de la curiosidad. Ella ansiab a saber la vida y milagros de toda la vecindad y no s ólo se content a b a con pregu nt a r lo que no le interes ab a , sino que tambi én se atrevía a concurrir a las casas de visita, para poder así enterar s e más fielmente de cuanto deseab a. La gente del lugar la hab ía apodado "La Curiosa" y ya ningu no la conocía por su verdadero nombre que era sonoro y agrada ble. 55


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Nosotros, siguiendo la costu m b re establecida por aquel tiempo en Catam a rc a, la denomin a re m o s tambi én "La Curiosa" al proseguir este verídico relato. La curiosidad es un defecto terribleme n te feo, que al que lo practica, le ocasiona siempre muc hos enredos y malos momentos, pero para ella no había obstác ulos, y aunq ue much a s veces había tenido serios disgus tos, no podía vencer su manía de averiguarlo todo. Claro es, la gente estab a harta de soportarla en sus perma n e n t e s averiguaciones y no sabía cómo enme n d a r a esta mujer que era la piedra de escánd alo en la apacible ciudad provincian a. Como es sabido, la curiosidad trae aparejada una gran cantidad de males, entre los que sobres ale la mur m u r a ci ó n, ya que al coment ar lo que se sabe o lo que se cree saber se llega al chisme y hasta a la difamaci ón. Así pues, Catam a rc a vivía intra nq uila, ya que había llegado por culpa de "La Curiosa", una ola de resque more s que iban separ a n do, cada vez m ás, a familias enteras , que se tratab a n desde hac ía infinidad de años. Era necesario, para la tranq uilidad de todos, dar un escarmien to a la chismos a mujer, pero... ¿cómo? Se intenta ro n toda clase de prueba s , desde el desprecio hast a el incidente person al, pero todo fue in útil, ya que "La Curiosa" prosegu ía su vida, sin cambiar en nada sus deplorables costu m b r e s . ­ ¡Esto es intolerable! ­exclam ó una noche el alcalde de la ciudad, hombre entrado en años, de grave aspecto y larga barba blanca.­ ¡Hay que poner inmediato remedio a este mal que amen aza dividir por completo a la sociedad! ­ ¿De qué manera ? ­pregu nt ó otro contert ulio. ­ ¡No lo sé! ¡Pero hay que hallar el modo de extinguir esta enfermeda d, peor que la viruela! ­ ¡Encerré mosla! ­gritó un tercero. ­ ¡Echémosla de la ciudad! ­dijo un cuarto. ­ ¡Cortémosle la lengua! ­vociferó un quinto, blandiendo sus pu ños, lleno de ira, ya que "La Curiosa" le había hecho separ ar s e de su espos a a caus a de sus intrigas. ­ Nada de eso es bueno ­respondi ó el alcalde gravemen te­ hay que hallar otro medio más eficaz. Si la encerra mo s , su voz se seguir á oyendo por entre las rejas; si la echamos de la ciudad, llevaremos la desgracia a otras poblaciones apacibles como la nuestr a; si le cortamos la lengua, ser á un castigo inhu m a n o que no es de hombres civilizados. Hay que procura r otro remedio... Los contert ulios se quedaro n mudos, ensimis m a do s , sin saber qu é partido tomar para resolver tan serio problema, que constitu ía un flagelo en la soñolienta población de Catam a rc a. Se resolvió por fin efectua r una reunión de notables y llamar a su seno a "La Curiosa" para invitarla a cambiar de vida, so pena de severos castigos. Así se hizo.

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Una noche, en la Sala del Cabildo, ilumina do con cientos de velas de sebo, se reunió lo más grana do de la sociedad cata m a r q u e ñ a bajo la severa presidencia del alcalde, que nu nc a dejaba de acariciarse su larga barba blanca que le cubría el pecho. "La Curiosa" fue llevada a dura s penas, ya que desde un principio se neg ó a concurrir, pero al fin fue introducida en la sala, donde se desenca de n ó una tempest a d de mur m ullos desaprob a dore s ante la presencia de la malhad a d a mujer. Ésta miró con sus ojos de tortuga a la concurre n cia y se sonri ó despu é s , como desafiando a sus improvisados jueces. ­ Oye, Candelaria ­comenzó el alcalde.­ Nos hemos reunido para invitarte a que des fin a tu perjudicial defecto de la curiosidad, que arras tr a un sin nú mero de males que nos afecta n a todos por igual. ­ Pero... ¡si yo no hago mal a nadie! ­respondi ó la mujer con voz áspera.­ Yo sólo pregu nto y la gente me cuenta la verdad... ¡Eso es todo! ­ ¿Sabes positivame n te si te cuent a n la verdad? ­pregu nt ó el alcalde miran do detenida me n te a la acus a d a . ­ ¡Estoy segura de ello! ­respondi ó pronta m e n t e "La Curiosa".­ ¡Si no lo hicieran, mentirían, y el mentir es un terrible pecado! Ante esta salida, no pudieron menos que reírse todos los oyentes, ya que la mujer se horrorizaba de otro defecto, sin pens ar en el que ella pose ía. El alcalde, oculta n do su risa, contest ó haciendo esfuerzos por parecer grave: ­ ¡Observas la paja en el ojo ajeno y no ves la viga en el tuyo, Candelaria! ¡Toda esa gente a quien dura n te tantos a ños le has pregun t a do cosas que no debían interes ar te, quizá te hayan mentido, ya que la mentira en este caso se justifica ante el deseo malsa no de saber! Nosotros te pedimos buen a m e n t e que procures dominar tu grave defecto que tanto mal nos ha hecho y te recibiremos con gusto nueva me n te en nues tros hogares, si es que tu volunta d vence a tu terrible vicio! ¿Aceptas ? "La Curiosa" vaciló unos insta n te s y luego repuso muy suelta de lengua: ­ ¡Está bien, señor alcalde! ¡Procurar é refrenar mi curiosidad, pero estoy segura que toda la gente siempre me ha dicho la verdad! ­ Ojalá fuera cierto ­repuso el anciano y así terminó aquella reunión, saliendo la gente poco convencida de que pudiera enmen d a r s e. Tal como lo habían pens a do los habita n te s de Catam a rc a, la mujer, a los pocos días, contin u ó su terrible manía y las rencillas y mur m u r a ciones adquirieron tal car ácter, que se perdió por completo la paz y el sosiego en la lejana población colonial. La noticia de tan terrible mal, llegó hasta los más aparta dos lugares de la provincia y lo supo una viejecita india que vivía en su choza, sobre las laderas de unas cumbre s llamad a s de Calingast a. ­ Yo sabré curarla ­dijo la ancian a aborigen, y march ó camino de la ciudad, y cuan do llegó fue directa me n te a la casa de "La Curiosa" que la recibió con agrado.

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­ ¡Me han dicho que tienes un terrible defecto! ­comenz ó diciendo la ancian a, al entrevistar s e con Candelaria.­ ¿Es verdad? ­ Así lo mur m u r a n en el pueblo... ­contest ó la interpelada. ­ ¿Quieres curarte? ­ Lo desearía, pero no puedo... ­ Pues bien ­repuso la india.­ Aquí te entrego un talism á n que segura m e n t e te arra nc a r á del cuerpo el mal de la curiosidad. Cuídalo mucho, porque perteneció a antiguos reyes de América de épocas muy remota s. ­ ¿Qué es? ­pregun t ó "La Curiosa" con ansiedad. ­ Míralo. Es un anillo con una grues a piedra roja, que te lo pondr á s en el dedo del corazón de tu mano derecha. Este anillo tiene la virtud de dar a conocer siempre los verdaderos pens a mie n tos de la gente. Cuando algo pregun tes y te respond a n , pide al talism á n que obligue a que te digan la verdad y así verás y escuc h a r á s cosas que nu nc a te has imaginado. Y, dicho esto, la india march ó a su choza de la monta ñ a , dejando a "La Curiosa" completa me n te intrigada sobre el poder sobren a t u r al de la preciosa alhaja. No bien estuvo sola, pens ó en poner en juego el poder del talism á n y salió a la calle a contin u a r sus acost u m b r a d a s correr ías averigua n do la vida y milagros de todos. ­ ¡Hola, vecina! ­empezó diciendo, ante una señora que por allí pasab a.­ ¿Qué tal? ¿Es verdad que su hija Micaela se ha disgus t a do con su novio? ­ ¡Sí, doña Candelaria, es verdad! ­respondi ó la interpelad a. "La Curiosa" quiso poner en juego los poderes de su piedra y solicit ó su ayuda, tocándola tres veces, tal como se lo aconsejó la india. ¡Y aconteció lo inesperado! La vecina, presa de un ataq ue de sinceridad, empezó a decir lo que verdadera m e n t e sentía. ­ ¡Es falso lo que te he dicho, vieja lechuza! gritó.­ ¡Mi hija se casar á y serán felices! ¡Te detesto, curiosa insoportable! ¡Ojal á se te pudriera la lengua! "La Curiosa", confus a de estupor y espan to, ech ó a andar tembloros a m e n te. Un poco más allá se cruzó con don Damiá n, el jefe de Correos, quien, al verla, le dijo con una sonrisa: ­ ¡Adiós, hermos u r a! La mujer tocó de nuevo tres veces a su anillo m ágico y don Damiá n comenzó, en forma inespera d a, a hablar como un loco. ­ ¡Eres más fea que un escuerzo! ¡No puedo ni verte, curiosa insoportable! La infeliz no quiso oír más y siguió su camino, cada vez más sorpren dida por lo que estab a ocurriendo. Al llegar a la puerta de su casa, tropezó con su herma n o mayor que salía para el trabajo, el que la salud ó con afecto. Candelaria volvió a tocar tres veces el anillo para saber lo que pens a b a de ella tan próximo pariente y escuc h ó:

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­ ¡Eres la vergüenza de la familia! ¡Por ti vivimos separ a do s de todo el mun do! ¡Quiera, Dios que te alejes para siempre de nues tro lado! La pobre mujer no pudo más, y con espa nto y amarg ur a arrojó lejos de sí la alhaja maravillosa y penetr ó en su habitación convertida en un mar de lágrimas. Entonces se dio cuenta de que la curiosidad sólo cond uce al deshonor y al desprecio y que por su propia culpa era rechazad a hasta por sus mismos herm a n o s . La prueba del anillo fue mejor remedio que todos los consejos del alcalde y las amen aza s de la población. Desde aquel día se enmen d ó de manera definitiva, y jam ás volvió a abrir su boca para hacer pregun t a s indiscreta s , con lo que poco a poco gan ó la confianza de los vecinos y el amor de sus parientes. ¡Y ésta es la verídica historia del anillo de la piedra roja, que con su poder sobren a t u r al, obligaba a la gente a decir la verdad!

Don Segism u n d o Cara de Loro Don Segism u n d o Cara de Loro, era un gaucho pende nciero que habitab a los confines de la Pampa, muy cerca del río Negro. Tenía fama de perverso y seg ún asegura b a n , no había animal que se atreviera acercarse a su ranc ho que no fuera muerto por el sang uin a rio ser hum a n o. Una noche, cans a dos de tanta persecuci ón, se reunieron en asa m blea los seres del desierto y resolvieron darle un castigo ejemplar a tan despiada do person aje. A la cita acudieron todas las especies, no faltando ni el temible pum a o león america no, el gato mont és, la vizcacha, el ñand ú , el chima ngo, la mulita, ni mucho menos otras razas como las perdices, el guan aco, los chorlitos, el tat ú carreta , el tucut u c u , los patos silvestres, el bullicioso chajá , la comadreja, y un sinfín de animales que pueblan esas dilatad a s llanur a s . Luego de un largo cambio de ideas, el pum a propu s o llamar al seno de la gran asam blea al Espíritu Protector de la Pampa, maravilloso ser poseedor de grandes virtudes, y que siempre que solicitaba n su presencia sus

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súbditos de la pradera surgía de la tierra a contin u a ción de un estremecimiento, como si se tratar a de un terremoto. ­ ¡Aquí estoy, mis amigos! ­dijo el fant ás tico personaje. ­ Te hemos llamado ­contest ó el pum a­ para que nos ayudes a luchar contra el temible gaucho Segism u n d o Cara de Loro que nos persigue a muerte hasta en los más lejanos rincones de nues tr a tierra. ­ Nada más fácil ­respondió el Espíritu Protector.­ Entre vosotros se halla el animal que os har á justicia, molesta n do en tal forma a vuestro enemigo que lo ahuyen t a r á de estas tranq uilas regiones. ­ Y... ¿quién es? ­pregu nt a ro n a coro los cientos de animales. ­ ¡Tú! ­dijo el Espíritu, señala n do al dimin uto mosquito. Todos los irracionales miraron al Protector con ojos incr édulos. ­ ¿Cómo puede ser? ¡El mosquito es muy peque ño e inofensivo! ­exclam ó el teruter u en una carcajad a. ­ ¡Imposible! ­gritó el orgulloso pum a. ­ ¡Iríamos al fracaso! ­dijo desde lejos el chima ngo batiendo alegreme nte sus alas. El Espíritu Protector los dejó hablar y ordena n do silencio, respondi ó: ­ ¡Habéis de saber, mis queridos s úbditos, que no existe enemigo peque ño; desgraciado de aqu él que, por ser más grande y poderoso se crea invulnera ble a los ataque s de los m ás débiles! ¡Tú, mosquito, iniciar ás desde ma ñ a n a la batalla y molestar á s en tal forma al malo de don Segism u n d o Cara de Loro, que acabar á por humillarse vencido! Al siguiente día, el zumba dor y dimin u to mosquito comenz ó su faena, picando por la noche al perverso gaucho tan despiad a d a m e n t e que no lo dejó dormir. El hombre se defend ía a manota d a s y golpes, que siempre caían en el vacío o en la mism a cara del criminal, dada la agilidad prodigiosa de su ataca n te. Así contin uó el mosquito la lucha sin tregua, noche tras noche y día tras día, dura n te más de tres sema n a s , siempre zumba dor y molesto, picando al gaucho don Segism u n d o en cuan t a parte present a r a digna de chup a rle la sangre. El malvado Cara de Loro, ya no dorm ía y había perdido su tranq uilidad, de tal manera que ni comer podía y, así, poco a poco, se fue queda n do tan delgado, que se le podían contar los huesos de su cuerpo arruga do y enrojecido. El mosquito no aban do n a b a la batalla y prosegu ía clavándole su aguijón sin escuc h a r los gritos de loco de don Segism u n d o que, una noche, enfurecido por la maldita persecuci ón, se dio tal golpe con un hierro en su ansia de matar al díptero, que se partió la frente, cayendo muerto dentro de su miserable ranc ho. El insecto había vencido, con paciencia y habilidad, a tan desproporciona do advers ario. El Espíritu Protector, horas desp u é s, reunió de nuevo a la pintoresca asam blea de animales y present a n d o al héroe, les dijo sentencios a m e n t e:

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­ ¡Ya veis, mis queridos súbditos! ¡El mosquito ha vencido y ha hecho lo que no pudieron hacer ni las garras del pum a ni el pico de las águilas! Esto os ense ñ a r á a saber respetar al débil y a recordar siempre que en este mun do no existe enemigo peque ño.

La arañita agradecida Cons uelo era una niñita muy buen a y estudios a que todas las ma ñ a n a s se levanta b a con el canto de los gallos para hacer sus deberes, despu é s tomab a su desayu no y se dirigía entre saltos y canciones a la escuela que distab a apen a s tres manza n a s de su casa. A la hora del almuerzo regresab a al hogar y dando un beso a sus padres, se senta b a a la mesa para comer, con toda gravedad, los diversos platos que le present a b a una vieja sirvienta que hac ía muc hos años que estab a en la casa. Cons uelo había descu bierto dura n te su almuerzo, colgando de su telita tran s p a re n t e, a una peque ñ a ara ñita que ocultaba su vivienda colgante de uno de los adornos que pendía n del techo. ­ ¡Querida amiguita! ­había dicho la niña alborozad a, mientr a s agitaba su mano en señal de saludo.­ ¡Eres mi compa ñe r a de comida y no es justo que te quedes mirán do me, mientr a s yo termino mi plato de dulce! ¡Tú también debes acomp a ñ a r m e! La ara ñita, como si hubiera entendido el discur so de la peque ñ a, salió de su tela y se deslizó casi hasta el borde de la mesa, pendiente de un hilo casi invisible. ­ ¿Me vienes a visitar? ¡No eres fea! ¡Diminut a y negra como una gota de tinta! Seremos amigas, ¿no te parece? Desde hoy dialogaremos todos los días y mientra s yo te cuento cómo me ha ido en el colegio y te digo cuan tos juguetes nuevos me compra n mis padres, t ú me dirás todo lo que contem pla s desde un sitio tan elevado como ese en que tienes tu fr ágil vivienda. La ara ñita se balancea b a en su hilillo al escuc h a r a la ni ña, como si compren diera las palabr a s que le dirigían y subía y bajaba graciosa me n t e, en el deseo de agrada r a su linda amiguita. De pronto se escuc h a ro n ruidos en el pasillo que conduc ía al comedor. ­ ¡Sube! ¡Sube pronto a tu telita, que si te ven te echar á n con el plumero! ­gritó la peque ñ a, alarm a d a , haciendo señas a la ara ñita para que se diera cuent a del peligro que la amen aza b a. El arácnido, como si hubiera compre n dido, inició el rápido ascen so y bien pronto se perdió entre las moldur a s del colgante, en donde ten ía escondido su aposento de cristal. La amistad entre estos person ajes tan distintos se arraig ó cada día más y conforme la niña se senta b a para almorzar, la ara ñita bajaba de su

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escondite y se colocaba casi al nivel de los ojos de la alegre criatur a, como si quisiera darle los buenos días. Así pasaro n much a s sema n a s , hast a que una vez la desgracia llam ó a la puerta de ese hogar, al ponerse enferma de mucho cuidado la hermos a criatu r a, que por su estado febril hubo de guarda r cama, con el consiguiente sobres alto de los padres que se desesper a b a n ante el peligro de muerte que corría el rayo de sol de la casa. La peque ñ a , dolorida y presa de una modorra perma n e n t e producida por la alta tempera t u r a , creía ver entre sue ñ a s a su dimin u t a compa ñe r a, que se balancea b a sobre su cabeza y le sonreía cariños a m e n t e, colgada de su hilillo invisible. ­ ¡Buenas noches, querida mía! ­sus u r r a b a la niña alargan do sus manecita s.­ ¡no puedo moverme, pero te agradezco la visita! ¡Estoy muy malita y creo que me moriré! Los padres escuch a b a n estas palabra s y creían, como es natu r al, que eran ocasiona d a s por la fiebre que abras a b a el cuerpo de la enfermita. Mientras tanto, la ara ñita del comedor, al no ver m ás a su amiga, había aban do n a do la tela y deslizándose por las paredes, pudo llegar, venciendo much a s dificultades, hast a el dormitorio en donde reposab a Cons uelo. El animalito quizá no se dio cuent a cabal de todo lo que ocurr ía, pero se extra ñó muc ho de que su compa ñe rita no pudiera levantar s e de la cama, que a ella le parecía, desde las altura s , un campo blanco de tama ño inconme n s u r a ble. Pero, como la simpatía y el amor existe en todos los seres de la creaci ón, nuestr a amoros a ara ñita se conmovió muc ho de la situación de su graciosa amiga y decidió acomp a ñ a rl a, forman do otra tela sobre la cabecera de la cama, escondida tras un cuadro que represen t a b a al ni ño Jes ú s . ­ Aquí estaré bien ­pensó mientr a s trabajab a afanos a m e n t e en el maravilloso tejido. ­ ¡Desde este sitio podr é observar a mi compa ñe r a y cuidar su sue ño! La enfermed a d de la criatur a seguía, mientr a s tanto, su curso y los médicos, graves y ceñ udos, examin a b a n su cuerpecito calent u rie nto, recetan do mil cosas de mal sabor y peor aspecto. La ara ñita, entristecida desde su frágil vivienda, miraba todo aquello con profundo dolor y no sabía cómo serle útil a la paciente, que se revolvía entre los cobertores, inquieta por la fiebre. La primavera mientra s tanto hab ía llegado y las planta s del jardín se cubrieron de flores de mil coloridos que alegraba n la vista y perfum a b a n el ambiente. Todo era paz y alegría en el exterior, pero en la habitaci ón de la criatur a la muerte rondab a sin apiadar s e de la fragilidad e inocencia de su víctima. Mucha s veces el olor de los remedios y el vapor de ciertas mezclas que quem a b a n en la alcoba, molestab a n muc ho a nuestr a dimin u t a ara ñita, pero su volunta d de mante ne r s e cerca de la enferma venc ía su temor de

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caer asfixiada por aquellas eman aciones, y se encerrab a dentro de la tela como mejor podía, para defenderse de tales peligros. Por fin, gracias a Dios y a la juvent u d de Cons uelo, se inició la difícil convalecencia, pudiendo sentar s e en la cama y mirar por la abierta venta n a su jardín cubierto de colores y lleno de trinos. La felicidad de nues tr a ara ñ a no tenía límites y, aprovecha n d o la ausencia de seres indiscretos en la pieza, se deslizó por su invisible hilillo y se columpió ante los ojos de su amiga que la contem pla b a con una sonris a de inmens a dicha. ­ ¡Hola, compa ñe rita mía! ­exclamó la niña. ¡Mucho te eché de menos los pasados días! ¡Muy pronto volveremos a almorzar juntas! La ara ñita escuc h a b a las palabra s extra ñ a s y sólo atinab a a acercars e más, como dando con ello mues tr a s de su desborda n t e felicidad. Con el calor, llegaron al jardín mil plagas de insectos que, sin solicitar permiso, penetraro n en la habitaci ón de la enferma y cubrieron sus sába n a s blanca s, cuan do no revoloteab a n junto a la luz de los candelabros. Para la pobre niña, esto era un martirio, ya que los mosquitos no le dejaba n conciliar el sue ño de noche y le cubría n el rostro de feas y peligrosas ronch a s . Inútil era que los padres combatiera n esta plaga quema n d o ciertos prepar a do s insecticidas y otros productos; lo único que conseguía n era mortificar a la convaleciente. ­ ¿Qué haremos ? ­pregu nt ó una noche la madre, alarm a d a al contem plar la cara de la niña llena de puntos rojos. ­ ¡No lo sé! ­respondió el padre, desesper a do al no encontra r el remedio para termina r con los da ñinos insectos. La ara ñita, desde su punto de observación, había escuch a do todo, y en su dimin uto mente concibió una idea maravillosa para socorrer a su querida amiga y enseguida la puso en pr áctica. Aquella noche, nues tro ar ácnido se deslizó de su tela y corriendo lo más velozmente que le permitía n sus patitas, sobre las verticales paredes, llegó al desván de la casa, en donde, como es nat u r al, habitab a n miles de arañ a s de todas las clases y tama ñ o s . ­ ¡Vengo a pedir ayuda! ­gritó el animalito, en cuan to estuvo cerca de sus congéneres.­ ¡Necesito de vuestros servicios! ­ Esta mo s a tus órdenes ­respondieron las ara ñ a s a coro. La patu dita, entu sias m a d a con tan preciosa alianza, explic ó en pocas palabra s de lo que se tratab a y muy pronto miles de ara ñ a s , dirigidas por ella, aban do n a ro n sus telas y en formaciones dignas de un ejército disciplinado, se dirigieron a la habitaci ón donde reposab a Cons uelo, molestad a a cada insta n te por los mosquitos sangui n a rios y otros insectos molestos. ­ Debemos protegerla ­dijo tan pronto llegaron. ­¡A trabajar todas! Las ara ñ a s , al escuch a r esta orden termin a n t e, se dividieron en varios grupos y comenzaro n a formar telas, desde la cabecera hasta los pies de la

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cama, dejando en pocos insta n te s a la criatur a bajo de un tejido maravilloso, en donde los mosquitos y otros bichos, se enreda b a n y mor ían atacados sin tregua por las ara ñ a s que no daba n un minuto de reposo a su hum a nit a ria tarea. En contad a s horas la pieza qued ó libre de insectos y la niña convaleciente, sin nada que la molestar a, pudo contin u a r desca n s a n d o en su cama, cubierta por tan extra ño palio que más bien parecía un tejido de hadas sobre el lecho de un ángel. Una vez termina d a la tarea, las ara ñ a s regres aro n al desván y la ara ñita de nuestr a historia volvió a su casita de tul, prendida tras el cuadro del Niño Jes ú s , desde donde contin u ó contempla n do el plácido sueño de su amiga del alma, pagan do con esto, la amistad que la ni ña le había dispen s a do en los ya lejanos días del comedor. Así, el frágil animalito, probó ante el mun do que el amor y la lealtad no son sólo patrimo nio de algunos corazones hum a n o s .

Las tres herm a n a s quera n d íes Como todos sabemos, el caud aloso río que baña las ciudades de Buenos Aires y de Montevideo, es el más ancho del mu n do y fue descubierto hace varios siglos por el gran navegante Ju a n Díaz de Solís el que, al contem plar su dimensión y magnificencia le bautizó con el nombre de Mar Dulce por el sabor de sus verdes aguas . Este río extraordin a rio del que no se distingue n sus orillas, tiene una variada y hermos a fauna, comp ue s t a por peces de mil tama ñ o s y colores que pueblan su cauce y llegan hasta sus arenos a s playas. Entre estas especies, podemos enu me r a r las m ás codiciada s por las redes y anzuelos, que son el magnífico Pejerrey, el gigantesco Sur u b í, el feo Bagre, la delicada Boga, el batallador Dient u do, la veloz Palometa, la achat a d a Vieja, el aceitoso Sábalo, el hermoso Dorado, y un sinfín de otras especies, muc h a s de ellas sabros a s y dignas de la mejor mesa. Y ahora vamos a nues tr a historia, que ocurri ó, segú n cuenta n las ancian a s , en las lejanas épocas en que el gran navegante espa ñol entró, por primera vez, en el estua rio con sus pintoresca s y majest uo s a s carabelas. Por esos años, poblaba n las márgenes del gran río, las tribus de indios quera n díes, que vivían en completo estado salvaje, aliment á n do s e con los cuadr ú p e do s y volátiles de la llanur a que alcanzab a n a matar con sus aguda s flechas. Un núcleo de estos indios había fijado sus chozas junto a la orilla y era goberna do por un viejo cacique llamado Mistril, hombre cruel y sang uin a rio con corazón de fiera. Mistril tenía tres hijas: Cinti, Oclli y Tistle, hermos a s las tres, pero de muy distinto carácter.

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Cinti era buen a y caritativa y su modestia la reconoc ían todos los habita n te s de la toldería. Oclli era orgullosa y por lo tanto antip ática y despreciable, y la menor, Tistle, era pervers a y sanguin a ria como su padre, el temido cacique. Una tarde apacible en que las tres herma n a s se ba ñab a n en las revueltas aguas del río, vieron, con la sorpres a consiguiente, un enorme p ájaro de gigantesca s alas blanca s, que venía hacia ellas volando a flor de agua. ­ ¡Mira! ­gritó Cinti.­ ¡Es un monstr uo marino! ¡Huyamos, que nos devorar á! ­ ¡Su tama ño es inmenso y sus alas tocan el cielo! ­exclam ó Oclli, tembloros a.­ ¡Avisemos a nues tro padre! ­ ¡Su cuerpo es negro y lleno de ojos! ­dijo por último la menor, Tistle, agitan do los brazos­ ¡Es el Dios del Mal que llega para aniquilar no s! Agitadas, convuls a s y presas de un pavor extraordin a rio, las tres much ac h a s corrieron hasta el toldo donde vivía Mistril y le narraro n lo que acaba b a n de presenciar. Mistril, al principio, juzgó que se tratab a de un sue ño, pero ante las seguridades de las jóvenes, se dirigió a la playa y estupefacto contem pl ó, ya más próxima, una enorme casa flotante de elevadas velas y llena de seres extra ños, que había detenido su march a a pocos metros de la orilla. ­ ¡Son hombres! ­exclam ó el cacique.­ ¡Dioses blancos que vienen a visitarnos desde el fondo del mar! ¡Tendremos que recibirlos con toda pompa! ­ ¡Cuidado! ­le dijo por lo bajo el hechicero de la tribu.­ ¡pueden ser demonios que vengan a destr uir nos! Mistril tuvo miedo ante las palabr a s del mago que nunc a se equivocaba y dominado por un gran pánico, dispu so luchar contra los misteriosos visitante s de rostro pálido y cabellos rubios. Éstos, que no eran otros que los avent u reros espa ñoles, confiados en sus arma s, bajaron a tierra y se intern a ro n entre las malezas de la orilla, con la intención de acam p a r y procura r carne fresca para sus vacíos depósitos de provisiones. Los salvajes, dirigidos por el cruel Mistril, los acecha b a n desde sus bien disim ula dos escondites, espera n do un momento propicio para extermin a rlos y éste llegó cuan do las sombra s de la noche invadieron el campo cubriéndolo todo de negro. Los conquis ta dore s se habían reunido alrededor de una gran hoguera y allí estab a n platican do o limpian do sus arma s , cuan do un griter ío ensordecedor los puso ante la terrible realidad. Miles de indios cayeron sobre ellos blandiendo lanzas y arrojan do flechas envenen a d a s y muy pronto dieron cuenta de los cuaren t a espa ñoles que se defendieron bravame n te hasta el último insta n te. Al otro día, los cad áveres de los expedicionarios se hacinab a n tr ágicame n te sobre las verdes hierbas, y los salvajes supers ticiosos no llegaron nuevame n te hast a ellos, dejando que los cuervos y otras aves de rapi ñ a se saciara n en sus despojos.

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Pero la curiosidad femenina pudo m ás que el terror ante lo desconocido y las tres hijas del cacique, Cinti, Oclli y Tistle, se pusieron de acuerdo para visitar el triste lugar donde yacían los extra ños blancos, con la intención de contem plar sus vestimen t a s y verles los rostros. Con los corazones palpita nte s , salieron de sus chozas sin que las vieran y corrieron hast a los lindes del bosque, enca min á n d o s e luego al lugar de la batalla. ­ ¿No nos matar á n sus espíritu s ? ­pregun t a b a Oclli, temeros a. ­ Ya habr á n volado hacia su Dios ­respondi ó la bueno Cinti, con un dejo de amargu r a , por el in útil sacrificio ordena do por su padre. ­ ¡Quiero ver sus trajes! ­exclama b a Tistle, con los ojos abiertos a la curiosidad. Pronto estuvieron en el trágico sitio y aunq u e temeros a s por lo desconocido, recorrieron aquella extensi ó n contempla n do los ensa ngre n t a do s cuerpos de los valientes europeos, que aun ten ían sus arma s en las heladas manos. ­ ¡Eran hermosos! ­exclama b a Oclli. ­ ¡Sus rostros son blancos como la luz de la luna¡ ­gritaba Tistle, al contem plar tembloros a los soldados. ­ ¡Pobrecitos! ­lloró Cinti, al verlos.­ ¡Eran seres como nosotros y mi padre los ha hecho morir sin misericordia! ­ ¡Eran demonios! ­dijo la menor.­ Merecían morir. ­ ¡No lo creo! ­respondió la buen a Cinti.­ ¡Estos hombres tenían caras de bonda d! En la macabr a investigación estab a n las tres herm a n a s , cuando escuc h a ro n un débil gemido que partía de entre los montones de cadáveres. ­ ¡Alguien se ha quejado! ­exclam ó Cinti.­ ¿Ser á uno de estos hombres que aun no ha muerto? ¡Vamos a ver! Y las muc h a c h a s al impulso de una gran emoción, corrieron al sitio de donde había partido el gemido, encontr á n d o s e con un soldado joven y rubio que las miraba con ojos apagados. ­ ¡Agua! ­imploraba el herido. Cinti compre n dió el ruego del blanco y bien pronto trajo una vasija de barro con el cristalino líquido, que bebió el avent u rero con verdader a ansieda d. Las tres herm a n a s , pronta m e n t e cargaron con el inm óvil cuerpo y colocándolo sobre unas grandes hojas resta ñ a ro n su herida arra nc á n d ole la aguda flecha que había atraves a do su pecho. ­ ¡Vivirá! ­decía Oclli, contem pla n do entu sia s m a d a al espa ñol. ­ ¡Creo que sí! ­respondió Cinti, con ojos compa sivos.­ ¡La herida no es mortal y podr á curar! ­ ¿Qué dirá nuestro padre? ­pregu nt ó Tistle. ­ Nada le contare mo s, porque lo matar ía ­contestó Oclli.­ ¡Lo escondere mos en la espes u r a!

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­ Es lo mejor ­dijo Cinti, acarician do la cara del herido.­ ¡Nuestro deber es salvarlo para que vuelva a su patria y así podremos mitigar en algo la crueldad de nuestro padre! ­ ¡No está bien! ­sentenció Tistle, la pervers a.­ ¡Este hombre debe morir como los demás! ¡Yo lo matar é! Las dos mayores contuvieron a la criminal y con buenos palabra s la convencieron para que nada dijera hast a que el avent u rero estuviese en condiciones de hacerse entender por las much ac h a s . Silenciosa m e n t e lo resgua r d a ro n bajo los árboles del bosque, y con rapidez levantaro n una choza oculta para preservarlo de las inclemencias de la noche. Las herma n a s iban diariame n te a la hu milde caba ñ a , llevándole comida y, sin quererlo, las tres se enamora ro n perdida me n te del hermoso much ac h o de rostro pálido. Los celos se anidaron en los pechos de las indiecitas, pero estallaron de distinta s maner a s , seg ún los sentimientos de cada una de ellas. Cinti, experime nt ó un amor sincero y lleno de tern u r a por el desvent u r a do; Oclli un cariño orgulloso y avasallan te; mientr a s que Tistle, sent ía una pasión salvaje muy de acuerdo con su sang uin a rio tempera m e n to. Como es de imaginar, el avent u rero se inclin ó por Cinti, la buen a, y así se lo dijo una noche en que la caritativa much ac h a le llevó la sabros a comida. Oclli y Tistle, al saber esta desagrad a ble noticia, no pudieron contener su furor y resolvieron atacar en medio de la selva a la mayor, en el deseo de eliminarla, para llevar a cabo sus planes. No bien vieron llegar a Cinti, cayeron sobre ella, pero antes de que hubiera n podido levantar los brazos fratricidas, se les apareci ó entre las frondas una divina mujer, blanca y pálida, vestida con vaporosos tules que ostenta b a una resplan deciente estrella sobre la frente. ­ ¿Qué hacéis, malvadas ? ­Pregun t ó severame n te la desconocida. Las herm a n a s se quedaro n mud a s de asombro ante semejan te aparici ón y cayeron de rodillas con un temor sin límites. ­ ¡El amor nos impuls a! ­dijo Tistle. ­ ¡El amor sólo debe conducir al bien! ­respondi ó la divina aparición con una sonrisa de amarg u r a .­ Vuestros corazones mezquinos s ólo han sentido deseos de matar, cuan do debiera uniros la misma pasi ón que os domina. ­ ¡Él quiere a Cinti! ­exclam ó Oclli, con rencor. ­ ¡Porque Cinti es buen a y noble y tiene su premio! ­contest ó la desconocida. ­ ¡Yo soy la más hermos a y tengo derecho a ser feliz! ­gritó iracu n d a Oclli. ­ ¡La hermos u r a no da derecho a nada... es la belleza del alma la que tiene derecho a todo! ­ ¡Mi cariño es salvaje y nada me detendr á! rugió la menor, con los ojos llamea n te s. ­ ¡Tus sentimientos de fiera, sólo cond uce n a la tragedia! ­fue la resp ue s t a. ­ Pero... ¿quién eres? ­pregun t ó Cinti, que hasta entonces hab ía callado. ­ ¡Soy el Hada del Río que todo lo puede y todo lo vence!

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Las herma n a s , mud a s de asombro, miraron a la gentil aparici ón que, más tarde, contin u ó con su voz melodiosa: ­ ¡Cinti, Oclli y Tistle! ¡Sois tres seres distintos y por esta caus a ten éis abiertos diferentes caminos en la vida! ¡Tú, Cinti, sigue tu senda del bien y llegarás a la dicha... Tú, Oclli, procur a enme n d a r t e desecha n d o tu desagrad a ble orgullo que te har á desgraciad a y tú, Tistle, mata tu perversidad, ahoga tus instintos de fiera, porque tu alma ser á conden a d a! ¡Las tres debéis de seguir en la vida por el camino del amor, yo os vigilar é y os juro que si no me obedecéis, será ejemplar vuestro castigo por los siglos de los siglos! Y dichas estas palabra s , el Hada del Río desap areció por en medio del follaje de los árboles, ocultán dos e más tarde entre las ondas del rumoroso estu ario. Las tres herm a n a s prosiguieron su march a, ensimis m a d a s en distintos pens a mie n to s, pero en sus corazones bullían las sens aciones seg ún sus tempera m e n to s . Cinti, la buen a, contin u ó su existencia dulce y plácida, siendo amad a por el desvent u r a d o navegante. Oclli, orgullosa, no pudo vencer su defecto y Tistle, la menor, prosiguió entur bia n do su alma con negros pens a mie n tos de muerte y de venganza. Algunos días desp u é s de la misterios a aparición del hada del anch u ro so río, Tistle, al no poder conseguir el amor del p álido avent u rero, se ocultó una noche entre las sombr a s y dio muerte a éste de un lanzazo, prefiriendo verlo muerto antes que en los brazos de su herm a n a mayor. Oclli presenció alegre la tragedia dominad a por su orgullo sin límites y Cinti lloró muc ho la desgracia, abraza n do el desvent u r a d o cuerpo de su amado. Pero el Hada del Río, cumplió su jurame n to. Levanta n do su varita mágica, apareció ante las tres herm a n a s y les dijo: ­ ¡Oclli y Tistle! ¡No me hab éis obedecido y el castigo ser á sin piedad! ¡Desde ahora, os volveréis peces de distinta s clases! ¡Estar éis, pues, perma n e n te m e n t e en mi reino de las profundid a de s del río y padeceréis vuestra falta hasta que el mun do termine! ¡Tú... orgullosa Oclli te volver ás Pejerrey, el más sabroso de los peces, y así los pescadores te perseguir á n siempre con sus redes y anzuelos instigados por la belleza de tu aspecto y lo delicado de tu carne! ¡Tú, Tistle, la malvada criminal, ser ás la asqueros a lombriz que sirve de carna d a para la pesca y t ú, buen a Cinti, te convertir ás en el feo bagre, que precisa me n t e por lo horrible, nadie lo persigue y vive feliz en las profundid a de s de mi reino! Y esto diciendo, tocó con su varita de luz a las tres herma n a s y éstas, con un alarido de horror, se convirtieron en pejerrey, lombriz y bagre, cayendo al río y contin u a n d o sus vidas bajo las aguas, por los siglos de los siglos. Desde entonces, el pejerrey es tenazme n te perseguido, la lombriz sufre la humillación de su asqueroso aspecto y el buen bagre, feo y chato, nada arras tr á n d o s e por las profundida de s del grandioso Mar Dulce, tranq uilo y

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feliz, ya que ning ú n mortal ambiciona su carne y vive siempre muy cerca del hada maravillosa del río, que lo ampar a y lo quiere.

El aviso del tero Sabido es en toda la campa ñ a argentina, que el tero , esa avecilla zancu d a que hace sus nidales junto a las lagun a s o entre los ca ñaverales de los ríos, es el mejor amigo del hombre en los vastos desiertos. ¿Cómo puede ser esto ­ pregu nt a r á la gente que desconozca la pamp a ­ si el tal animalito es peque ño, y casi inofensivo? Sencillame nte, por su vigilancia consta n t e y sus esc ánd alos cuando algo de extra ño advierte en la quietud de sus dominios. Si es cierto que los gansos del Capitolio dieron la alarm a, con sus graznidos estridente s, a los soldados desprevenidos, convirtiendo una segura derrota en la más gloriosa victoria , no es menos cierto que los teros de la intermin a ble pamp a, comu nica n al viajero todos los peligros que lo acecha n, poniéndolo en guardia, con sus chillidos y sus revoloteos casi a ras de tierra, que no cesan hast a que la tranq uilidad renace en las dilatad a s regiones. Su plumaje es bonito y llamativo con su color plomizo, su pecho blanco, su penac ho agudo y sus ojos rojos como dos rub íes. Para el gaucho, el animalito es sagrado y nunc a intenta matarlo, no s ólo por la eficaz ayuda que le presta en sus viajes, sino porque su carne, dura y negruzca, como la de ciertas aves de rapi ñ a, no es comestible. El tero es la más simpática de las avecitas america n a s y su sagacidad para esconder los nidales es proverbial en la campa ñ a argentina. Si a todo esto agregamos su valentía para combatir a las serpientes y a otras alima ñ a s de la llanur a, veremos que este zancu do, entre las aves, es uno de los más nobles amigos del hombre. Y ahora que hemos present a do a tan simp ático animalito, vayamos a nuestr a historia, que es tan cierta como la existencia del sol, seg ú n las palabra s de don Nicanor, el paisa no viejo, que una tarde, narr ó estos hechos en rueda de amigos en la pulper ía. Cierta vez, vivía en el desierto un hombre bueno, llamado Isidoro, que dura n t e algunos años labró la tierra y cuidó de su familia, compues t a por su mujer y dos hijos varones de corta edad. Isidoro, trabaja n do de sol a sol, hab ía conseguido hacerse propietario de una majad a y otros animales dom ésticos que le proporciona b a n un vivir modesto, pero desahogado. El campesino era, como dejamos dicho, de muy buen coraz ón, siendo querido en toda la comarca por sus actos de abnegaci ón y sus generosida de s para con los pobres y desvalidos.

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Pero como no hay nada perfecto en este mun do, Isidoro ten ía un grave defecto que lo llevaba muc h a s veces a cometer serios yerros, y era su testar u d ez, hija de un amor propio mal entendido. Cuando Isidoro se proponía una cosa, era in útil que se le hiciera ver razones; el hombre se mante n ía en su idea en contra de toda lógica, lo que motivaba el alejamiento de aquellos que intenta b a n conducirlo por la mejor senda. Como les ocurre a todas estas person a s de cabeza dura, cuan to m ás se le pedía que aban do n a r a un alocado propósito, más se obstina b a en salir con la suya, aunq u e en su interior se diera buen a cuenta de su error insens a to. ­ ¡No hagas tal cosa, Isidoro! ­le decía a veces su mujer. ­ ¡Ya que te opones, lo har é, aunq u e reviente! ­le contest a b a el testar u d o, y proseguía en sus trece, y en ocasiones con grave riesgo de su vida. Llegó un día en que los indios salvajes del desierto formaron grandes malones, con los que avanzaron sobre los poblados cristianos, roban do ganado, asesina n d o a los que se oponían a sus atropellos y haciendo cautivas a las pobres mujeres. Como es natu r al, todos los colonos de la llanur a fueron avisados con tiempo del malón, y huyeron hacia los fortines militares, para ponerse bajo su seguro amparo. Pero Isidoro, por llevar la contraria, resolvió quedars e en su rancho, exponiendo a su mujer y a sus hijos a los m ás graves sufrimientos si los salvajes llegaba n hast a aquellos sitios. ­ ¡Debemos huir! ¡los indios nos matar á n! ­le decía la espos a entre sollozos. ­ ¡Me quedar é! ­le contest a b a invariableme n te el testar u do, sin medir las consecue ncias de su acción insens a t a . ­ ¡Hazlo por tus hijos! ­volvía a rogarle la pobre mujer. ­ ¡Nunca! ¡Aquí debo perma n ecer! ¡Nadie me sacar á! ¡Yo lo quiero así! ­respondía casi a gritos el hombre, encaprich a do en llevar la contraria a los ruegos de toda la familia. Como es natu r al, hubo que obedecerle, e Isidoro y los suyos fueron los únicos seres hum a n o s que perma n ecieron en sus vivienda s del desierto, expues tos a ser sacrificados por los salvajes merodeadores de la pamp a. La mujer no se conform ó, como es nat u r al, con la descabellada resoluci ón del jefe de la familia y resolvió huir con los niños a sitio más seguro, ya que no podía permitir que por un capricho fueran asesin a do s los pobres inocentes. Aquella noche aguard ó que Isidoro se durmiera, tomó las criatu r a s , las abrigó para preservarlas del frío del desierto y atan do un caballo a un peque ño carrito que poseían, empren dió el camino hacia lugares más civilizados, rogando a Dios los protegiera en la difícil y peligrosa travesía. Quien conoce la pamp a sabe lo difícil que es orientar s e en ella cuan do no existe la guía del sol, y la infeliz mujer bien pronto se perdi ó entre las sombra s , sin saber, en su deses peraci ón, cuál era el punto de su destino.

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Así, abrazad a a los peque ños, llorosa y angus tia d a, se detuvo en medio de la llanur a, levanta n do sus ojos hacia los cielos, para rogar ayuda por la vida de sus desvent u r a d o s vástagos. La noche fría y el viento pampero, casi perma n e n t e en aquellas regiones, hacían más crítica la situació n de la pobre madre, que momentos desp u é s, aterrad a, escuc h ó a lo lejos el tropel de la caballería india, que cruzab a entre alaridos salvajes, llenando el desierto de mil ruidos enloquecedores. ­ ¡Dios salve a mis hijos! ­gemía la infeliz de rodillas, mirando las estrellas que titilaba n entre las sombr a s del cielo. En el ruego estab a, cuan do por encima de su cabeza, pas ó volando una avecilla, que casi rozando su cabeza, gritó en un estridente chillido: ­ ¡Teruter u... sígueme! ¡Teruter u... sígueme! La mujer miró hacia donde revoloteaba el pájaro y sorpren did a por el milagro, dijo entre sollozos: ­ ¡Dios te envía! El tero, que no era otro el que desde el espacio hab ía hablado, dio vueltas a su alrededor y cada vez más fuerte, insistía: ­ ¡Teruter u... sígueme! ¡Teruter u... sígueme! La dolorida madre, cobijando en su coraz ón una débil espera nz a, subió con los chicos al carro y prosigui ó la march a lenta me n te, siempre precedida por el fantás tico vuelo del animalito, que le iba indicando el camino entre las dens a s sombr a s . ­ ¡Teruter u... sígueme! ¡Teruter u... sígueme! Una hora había durado la march a, cuan do el tero casi sobre los ateridos viajeros, gritó con fuerza mientra s agitaba sus alas: ­ ¡Teruter u... párate! ¡Teruter u... párate! La mujer obedeció y a los pocos minutos, una turba de indios cruzab a casi junto a ellos y se perdía más tarde entre las tinieblas, sin haberlos visto. ­ ¡Gracias! ­musitó la pobre, contempla n do el animal que volvía de investigar el campo. ­ ¡Teruter u... sígueme! ¡Teruter u... sígueme! Se reinició la march a y paso a paso entre el silencio conmovedor del desierto, tan sólo interr u m pido por la queja del viento entre los cañaverales, el carrito contin u ó su huida, llevando en su interior tres corazones angu s tiados, que miraba n las sombra s con los ojos abiertos por el espan to. Así, por tres horas más prosiguió el viaje, siempre precedidos por el extraordin a rio terito, que a la pobre madre le recordab a la estrella que gui ó a los Reyes Magos hacia el lejano Belén. A la mañ a n a siguiente, cuando el sol ya doraba los secos hierbajos de la pamp a, divisaron las primera s poblaciones cercan a s al fort ín, lo que señalab a el final de la trágica avent u r a y la salvación de la vida. Casi en las puerta s de las primeras empalizada s, cuando todo peligro había pasado, el terito, guía maravilloso, volvió a revolotear por encima de las tres cabezas y con un alegre chillido de despedida, se perdi ó en el

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horizonte, miran do por última vez a sus salvados, con sus redondos ojillos de rubí. Isidoro, el testar u do, pagó con su vida el capricho, teniendo la mala suerte de todos aquellos que se dejan arras tr a r hacia los peores destinos, llevados por un amor propio mal entendido.

La cazadora de mariposa s Hace muc hísimos años, vivía en los alrededores de Buenos Aires, una familia acau d al a d a poseedora, entre otras fincas hermos a s : de un jard ín que parecía de ens ue ño. En él había macizos de cándida s violetas, escondida s entre sus redonda s hojas; olorosos jazmines blancos; rojos claveles, como gotas de sangre; altaner a s rosas de diversos colores, pálidas orquídea s de imponder a ble valía; grandes crisante mo s y morada s dalias que recordab a n a pa íses remotos y pintorescos. Es natu r al que, al abrirse tanta s flores de m últiples coloridos y perfumes, existiera también la corte de insectos que siempre las ataca n, para aliment a r s e con sus néctares o simpleme n te para revolotear entre sus pétalos. De día, el jardín era visitado por miles de bichitos de variadas especies, entre los que sobres alían las maripos a s de maravillosas alas azules, blancas y dorada s . Pero estos hermosos lepidópteros tenían un gran enemigo que los perseguía sin tregua y con verdader a sa ñ a y sin ningu n a finalidad práctica. Este enemigo era la hija del due ño de casa, llamad a Azucena, como cierta flor, pero menos pura que ésta, ya que no se conmovía ante la belleza y la fragilidad de las pobrecitas maripos a s , y con su red, en forma de manga, las cazaba para desp u é s pinch arlas sin piedad con alfileres y colocarlas en sendos tableros, donde las coleccionab a, por el s ólo placer de mostrar a sus amista de s el curioso y cruel museo. Cierta noche, desp u és de una fructífera caza, Azucena soñó con el Hada del Jardín. Esta era una mujer blanca, como los pétalos de las calas, de cabello dorado como la espuela de caballero y de ojos celestes como los peque ñ a s hojas de las dalias. Vestía un manto soberbio de piel de chinchilla, adorn a do con flores de lis hecha s de láminas de oro, y su mano derech a sostenía una vara de nardo en flor, que derra m a b a sobre el jard ín una pálida luz como la reflejada por la luna. Su corte era numeros a, y tras el hada, en disciplinad a s filas, llegaba n toda clase de insectos, abejas, escarab ajos, grillos, maripos a s , avispas, cigarra s, hormigas y miles de otras especies, que en perfecto orden, camina b a n a paso de march a, portador a s de arma s de los m ás variados tipos.

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El hada se acercó a la cama de la cruel niña y luego de tocarla con la olorosa vara de nardo, le dijo con su voz suave como la brisa del jard ín: ­ ¡Azucena! ¡Tú eres una niña educad a y de buen corazón! ¡Tus crueldade s para con algunos hermosos habita n te s de mis canteros, son producto de tu inconsciencia! ¡Todos los animalitos de mis dominios son buenos e inofensivos y llegan hasta mis flores para aliment a r s e y embellecer mi reino! ¡No les hagas da ño! ¡Tú eres una enemiga despiad a d a de mis maripos a s! ¡Las persigues y las mata s entre los m ás atroces suplicios! ¿Qué te han hecho ellas? ¡Nada! ¡Su único pecado consiste en ser bellas y tener alas de divinos colores! ¡Piensa que son hijas de Dios, como t ú y como todo lo creado, y desde ma ña n a debes dejar de perseguirlas y ser amiga de todo lo que existe en mi hermoso jard ín! ­ Hada divina ­respondió la niña.­ ¡Tus maripos a s son tan bellas que yo deseo coleccionarla s para ense ñ á r s elas a mis amigas! ­ ¡Tú eres también bella! ­le respondió el hada,­ pero no te gustar ía que, por serlo, alguien te hiciera sufrir y te matar a pinch á n do te en la pared. ­ ¡Oh, no! ­contestó la niña asus t a d a . ­ ¡Pues bien! ¡Lo que no quieres para ti, no lo hagas a los dem ás y seguir ás tu vida feliz y content a, querida por todos y bendecida por los inofensivos animalitos de mis dominios! La peque ñ a Azucena prometió enmen d a r s e, juran do no perseguir m ás a las multicolores maripos a s , pero a la ma ñ a n a siguiente, en presencia del follaje que le brinda b a mil placeres, olvidó las palabra s del hada y prosiguió su incan s a ble persec ución de tan encan t a dore s lepidópteros. La noche siguiente soñó algo que la llenó de miedo. Estab a en presencia de un tribu n al de insectos, en medio de un macizo de violetas, presidido por el hada que domina b a el cuadro, senta d a sobre un sillón de oro, adorn a do con varas de nardo y tapizado con pétalos de rosa. El acus a dor era el grillo, que agitaba sus élitros como un loco, señala n do al aterrorizado reo. ­ Esta mala niña ­decía el grillito,­ no ha hecho caso de los ruegos de nuestr a hada. Desde hace muc ho tiempo persigue a nuestr a s amigas las maripos a s , que embellecen el jardín con sus maravillosas alas multicolores. Sin piedad, llevando en sus crueles manos una gran red para cazarlas, las mata entre los m ás atroces suplicios que, si se cometiera n entre los hu m a n o s , levantar ía n un clamor por el crimen y la alevos ía. El reo tiene en su contra el haber sido perjuro. Un griterío ensordecedor apagó la vibrante voz del grillo. Éste contin u ó: ­ ¡El reo, he dicho, es perjuro, ya que ha cometido la enorme falta de enga ñ a r a nuestr a reina, la hermos a y buen a Hada del Jard ín! ­ ¡La muerte! ¡La muerte! ­aullaba n los insectos. El hada levantó su vara de nardo e impu so silencio. ­ ¡Debe de pagar sus culpas, con la peor de las penas ­termin ó el acalorado acus a dor,­ y por lo tanto, solicito del tribu n al que me escuc h a, la de muerte, para la niño mala y cruel!

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Las últimas palabra s del grillo, produjeron un verdadero alboroto y todos los animalitos gritaba n en sus variada s voces, solicitando un ejemplar castigo, ante el terror de Azucena que contem pla b a todo aquello, atada a un árbol y vigilada por cien abejas de puntiag u do s aguijones. Una vez hecha la calma, se levant ó el defensor, un escarab ajo cachaciento y grave que comenzó diciendo: ­ Respetable tribu n al. ¡Franca m e n t e no sé qué palabra s emplear para defender a tan temible mons tr u o que asola nues tro querido pa ís! ¡Su majesta d, nues tr a hada, me ha designado para que defienda a esta ni ña mala y no encue n t ro base sólida para iniciar mi defens a! ¡Sólo sé decirles, que esta criatur a, como ser hu m a n o de pocos a ños, quizá no tenga aún el cerebro mad u ro para reflexionar en los graves da ños que comete y persiga a nuestr a s maripos a s con la inconsciencia de su corta edad! ¡Pero... creo que no es ella la única que ha faltado a sus deberes de la m ás simple hum a nid a d , sino sus mayores, que han descuida do conducirla por el buen camino y hacerle ver con suaves palabr a s que martirizar a los d ébiles es un pecado que ni el mismo Creador perdon a! ¡Por lo tanto, solicito se áis clementes con ella! Acallados los silbidos y los aplau so s motivados por la feliz peroraci ón del escarab ajo, mucho más elocuente que la de algunos mortales que llegan a altas posiciones, se reunió el tribu n al para deliberar sobre el castigo que merecía tan despiad a d a much ac h a . Breves momentos despu é s , el ujier, que para este caso era un alargado alguacil, leyó gravemen te la sente ncia... "¡La niña Azucena, será conden a d a a sufrir los mismos martirios que ella ha impues to a las indefens a s maripos a s!" Una salva de atron a dores aplau so s se siguió a la lectura y los insectos todos, ante la orden del hada, se encamin a ro n a sus respectivas tareas, ya que las primeras claridades del día anu n cia b a n bien pronto la llegada del sol. Azucena, aquella ma ñ a n a se levantó del lecho algo preocup a d a con el sueño, pero ante la presencia de los padres y con la confianza que inspira la luz, olvidó la pena impues t a por los insectos y reinició la cruel cacería con la temible red, que no parab a hast a atrap a r los hermosos lepid ópteros. Pero la fría cazadora no contab a con la ejecución de la sentencia del tribu n al noctur no. No bien comenzó su inconsciente persec ución, fue atacad a por un verdadero ejército de miles de abejas y de avispas, qu é bien pronto convirtieron la cara de la muc h a c h a en algo imposible de reconocer por el color y la hinchazón. En vano la infeliz gritaba pidiendo socorro y trata n do de defenderse de tan brutal ataque. Las abejas y avispas, poseídas de un ciego furor, contin u a ro n su obra hast a que la ni ña, casi desvanecida, fue sacada de tan difícil situación por los padres, que inmediat a m e n t e la cond ujeron a su habitación para hacerle la primera cura de urgencia.

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Azucenita, tardó varios días en mejorarse de tan terribles picad u r a s y cuan do volvió a su jardín recordó la dura lección de los insectos y nunc a mas volvió a cazar maripos a s ni cometer actos de crueldad con los indefensos animalitos de los dominios de la hermos a hada, que tan bien la había aconsejado.

El trébol de cuatro hojas Amalia era una niña mimad a por su padre, que vivía en las lejanas regiones de la Patagonia, en donde su familia era poseedora de grandes extensiones de tierra en donde pululab a n grandes reba ños de ovejas. Segú n asegur a b a n los que conocían al padre de Amalia, éste era propietario de dos millones de estos man sos animalitos que nos dan sus rizadas lanas para fabricar nuestros vestidos y otras prenda s necesaria s para la vida cotidian a. Amalia poseía virtudes que la hacían querer por racionales e irracionales y todas las ma ñ a n a s las dedicaba a recorrer las solitarios extensiones cuidan do los corderillos recién nacidos y acariciando a las madres que balaba n de gusto al verla llegar. No había person a en cien leguas a la redonda, que no hubiera sido algun a vez protegida por la buen a niña y no tuviera palabra s de agradecimiento para sus bondades y misericordias. Donde había un enfermo, allí estab a Amalia. En la choza que entrab a la miseria, la mano de la ni ña llegaba, para tranq uilizar con sus regalos a sus habita n te s . Los chicuelos de los contornos creían ver en ella al Ángel de la Guard a, ya que se desvivía por llevarles juguetes y golosinas que hacían la dicha de sus hu mildes amiguitos. Hasta los pájaros de la llanur a comían en su mano y revoloteaba n confiados sobre su cabeza, agitan do alegreme nte las alas, en bulliciosa bienvenida. Amalia poseía un tesoro en su peque ño alazán, caballito manso y fiel, con el que todas las ma ñ a n a s recorría los campos monta d a sobre su lustroso lomo. El caballito atend ía por el dulce nombre de Picaflor, que le hab ía puesto la peque ñ a , compar á n d olo con el hermoso pajarillo de mil colores que por las madr uga d a s llegaba hast a su ventan a para libar el n éctar de las flores rojas de un rosal. Pero, como la felicidad no es durader a en el mu n do, el padre de Amalia perdió completa me n te su gran fortu n a en malos negocios y poco a poco tuvieron que ir reduciendo sus lujos, hasta llegar a una pobreza terrible. ­ ¿Qué haremos ahora? ­decía tristeme n te mientra s contem pla b a a su querida hijita.

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­ ¡Luchar, pap á! ­respondía Amalia, dándole ánimos al pobre hombre, que se inclinaba derrotado y dolorido. Instigado por las palabr a s de aliento de su peque ñ a , el padre prosiguió trabaja n do, pero la Diosa Fortu n a le hab ía dado definitivame n te la espalda. Como es muy nat u r al en todos estos casos, los amigos, al ver al padre de Amalia pobre y sin medios para brindarles fiestas y diversiones, se fueron alejando, hasta que un día se encontr ó solo, sin relaciones y despreciado por los que antes lo había n adulado en todas las formas. ­ ¡Éste es el mu n do! ­gemía.­ El desagradecimiento impera en casi todas las almas y bien pronto se olvidan de los favores recibidos. No obsta n te su gran pobreza, el buen padre conserv ó una s leguas de tierra yerma en el lejano territorio del Chub u t , las que no hab ía podido convertir en dinero por no encontra r compra dor para tan áridas propiedade s. Efectivame n te, los campos eran arenales, sin vegetaci ón y completa me n te estériles, en los que sólo morab a n los huem ules y algunos indios patagones, pobres y hamb rientos. Amalia, por todos estas desgracias, estab a muy triste y lloraba en silencio tal desas tre, junto al peque ño Picaflor, del que no se separ ar ía por nada del mun do. El buen animalito, como dándose cuent a de la pesad u m b r e que embargab a a la niña, se acercab a a ella y la acariciaba amoros a m e n t e con su belfo tibio y tembloroso. Una sombría tarde, el padre resolvió irse a vivir a aquellos solitarios campos del Chub u t , ya que era el único lugar que le brinda b a alg ún sosiego y sin pens a r más se encamin ó la familia hacia las lejanos regiones. Por sup ue s to, Amalia llevó consigo a su fiel Picaflor, en el que iba montad a para no cans ar s e de tan fatigoso viaje. En esas tierras levantaro n su hu milde hogar y contin u a ro n lucha n do por la vida, en la espera nz a de que aquellas arena s respondiera n con hermosos frutos a los deseos del buen hombre. Pero bien pronto una nueva desilusi ón los entristeció más. Todo aquel campo era un lugar maldito, en donde sólo imperab a el consta n te viento que quem a b a las carnes y la dorada arena que cegaba los ojos. El dolor y la desesperación llegaron con su corte de lágrimas y de quejas. Amalia sollozaba al ver la pálida cara de su buen pap á y rogaba a Dios noche tras noche, para que los ayudar a en tal difícil situación. Una mañ a n a en que la bonda dos a niña recorría los áridos lugares monta d a en su fiel Picaflor, contem pl ó algo inespera do que la llenó de asombro. Ante ella, cort án dole el camino, había surgido de la tierra una divina figura de niño, alto y de ojos celestes, que la miró sonriendo. ­ ¿Quién eres? ­pregun t ó Amalia sin temores. ­ ¡Soy tu Ángel de la Guard a! ­le respondi ó el hermoso aparecido. ­ ¿Mi Ángel de la Guard a ? ­ ¡Sí! ¡Has de saber, linda Amalia, que todos los ni ños buenos que existen en el mu n do tienen un Ángel invisible que los cuida y los libra de todo mal!

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­ ¿Y tú eres el mío? ­insistió la niña alegremen te. ­ ¡Lo has adivinado! ¡Soy tu Ángel tutelar, que al verte llorosa y triste viene a ayudar te para que la risa vuelva a tu rosado rostro! ¿Qu é es lo que quieres? ­ ¡Que ayudes a mi pap á! ­dijo Amalia paus a d a m e n t e.­ ¡Hace mucho que trabaja y siempre le va mal! ¡Él no merece tanta desgracia y quiero que vuelva a ser rico, para que yo pueda ayudar a los necesitados como lo hacía antes! ­ ¡Si ése es tu deseo, tu padre volver á a ser millonario! ­respondi ó el Ángel.­ ¡Tu bondad y tu maravilloso comporta mie n to para con los menes terosos, te hacen acreedora a que los seres que nos rigen te ayude n, buen a Amalia! ­ ¡Gracias... gracias! ­respondi ó entusia s m a d a la niña. ­ Escuc h a ­contin u ó el ser divino.­ Estas tierras áridas que parecen no servir para nada, tienen en sus entra ñ a s una fortun a tan grande, que el que la posea será uno de los hombres más ricos de la tierra. Sigue tu camino busca n do entre estos arenales sin vida, un tr ébol de cuatro hojas. En el lugar en que lo encue n t re s, dile a tu padre que cave y se har á poderoso. ¡Adiós mi querida niña! ­terminó diciendo el hermoso Ángel y voló hacia los cielos perdiéndose entre las nubes dorada s por el sol. Amalia, loca de contento, prosiguió su camino monta d a en su insepar a ble Picaflor, miran do el arenoso suelo, para ver si encontra b a el maravilloso trébol de cuatro hojas. ­ ¿Podrá ser cierto? ­mur m u r a b a la niño, contempla n do el desierto.­ ¡Aquí no crece ni una brizna de hierba! Pero su caballito fiel fue el que m ás tarde le indicó el sitio en donde se escondía el codiciado trébol. Como si el animalito tambi én hubiera oído las palabra s del Ángel de la Guard a, recorrió el campo paso a paso, hasta que de pronto se detuvo y relinch ó alegremen te. ­ ¡Aquí está! ¡Aquí está! ­parecía decir en su relincho. La niña se apeó y arra ncó de entre unas duna s recalent a d a s por el sol, la buscad a ramita de trébol, que poseía cuatro hojitas, tal como lo hab ía indicado la divina aparición. Bien pronto llegó alborozada a su hu milde hogar y cond ucien do a su entristecido padre hasta el sitio del hallazgo, le rog ó que llevara herra mien t a s para cavar, cumpliendo con las órdenes de su buen Ángel tutelar. El hombre, quizás alenta do por una loca espera nza, obedeció a su buen a hija y comenzó a cavar de tal maner a que a las pocas horas hab ía hecho un profundo pozo. ­ ¡No hay nada! ­gemía. ­ ¡Cava! ¡Cava! ­le respond ía la niña miran do hacia los cielos. De pronto, el buen hombre, lanzó un grito de alegría: el tesoro indicado por el Ángel estab a allí. ¡Sí! ¡Allí! Era un man a n ti al de petróleo que comenzó a subir por el pozo abierto y pronto inund ó parte de la yerma llanur a.

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­ ¡Petróleo! ¡Petróleo! ¡Ahora seremos nuevame n t e ricos! ­exclam ab a el hombre abraza n do a su hija.­ ¡Éste es un milagro! ¡Bendito sea Dios! La niña lloraba y reía abrazado a su buen padre, mientra s sus peque ños labios oraba n en acción de gracias. El man so Picaflor también estab a alegre y sus relinchos agudos resona b a n de cuan do en cuan do en el espacio callado. Como es natu r al, poco despu é s comenzó la explotación de tanta riqueza, y la familia volvió a ser millonaria, pudiendo desde entonces, la buen a Amalia, proseguir sus anhelos de bien, recorriendo en su fiel caballito todas las viviendas de la comarca, llevando en sus bolsillos oro y en sus ojos alegría, para el bienest ar de los desvalidos y los desgraciados.

La maravillosa flor del haravec Cierto día de hace muc hos siglos, el Inca HuiraCoch a, rey absoluto del imperio incaico, desapa recido desp u é s por la dominación espa ñola, y que abarcab a los territorios que hoy forman Per ú y parte de Bolivia y Argentina, se sintió repentin a m e n t e enfermo de un mal desconocido. En vano se cons ult aro n, con la urgencia que el caso requer ía, a los ama u t a s y hechiceros de todos sus dominios. Sus consejeros y familiares, deses per a do s, ya que el empera dor se debilitaba por insta n te s acordaro n convocar al pueblo para efectua r solemnes rogativas a Inti, el Dios Sol, solicitando su ayuda para evitar la muerte del sabio monarc a. Un día, se abrieron las sunt u o s a s puerta s de oro macizo del Coricanc h a o casa dedicad a a la adoración de los dioses y una muched u m b r e inmens a de hombres y mujeres llegados de todas partes de la naci ón, se prostern a ro n ante un disco de oro que el gran Villac­ Umu, el sacerdote, mostró al pueblo desde la entrad a del templo. ­ ¡Inti! ­gritó el sacerdote, mirando al radiante astro que los ilumina b a desde el cenit.­ ¡Inti! Padre del Cielo y de la Tierra... humildeme n te te rogamos devuelvas la salud a nues tro bondadoso emperador. Miles de hombres de todas las clases sociales, levantaro n las manos al escuc h a r al Villac­ Umu y miraron al sol, con sus ojos inund a do s de lágrimas, en dema n d a de la gracia solicitada por el gran sacerdote. Despu és , surgieron del templo, como si fueran maripos a s blancas , cientos de muc h a c h a s vestidas con vaporos as telas y al comp ás de los extra ños instr u m e n to s de aquel tiempo llamados quena s , se pusieron a danzar alrededor del disco de oro que simbolizaba al astro rey. Eran las Vírgenes del Sol o sacerdotis as de aquella singular religión incaica. Mientras tanto, Huiracoch a, postra do sobre blandos cojines, dorm ía, pálido y demacra do, rodeado de sus familiares que no sab ían qué hacer para devolver la salud a tan digno gobern a n t e.

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Aquella noche, el Villac­ Umu o gran sacerdote, dict ó una proclam a, comu nica n do al pueblo que Inti, el Dios Visible, hab ía depositado en uno de los hombres de los extensos dominios, el don de curar al Inca y que, como señal de tal virtud, el elegido tendr ía un sue ño extravaga n te en el que se le aparecería el Sol y lo besaría en la frente. El Villac­ Umu también comu nica b a que, si alguien tenía ese sue ño, inmediata m e n t e se present a s e en el palacio del emperador, donde ser ía recibido por éste, y al que se le prometía, si curab a al sobera no, todo el oro que cupiera en el gran salón del trono del palacio del Coricanc h a . Para dar a conocer esta proclam a, los ministros enviaron cientos de mens ajeros hast a los más apart a do s lugares del país, que pregonaro n la volunt a d de Huiracoch a, desde las llanur a s dilatada s hast a las cumbre s más abru pt a s . Por ese tiempo, muy lejos de la ciudad del Cuzco, capital del Imperio lnca, junto a las márgenes del hermoso lago Titicaca, vivían dos herm a n o s llamados Rimac y Húcar, los que cuidab a n de sus ancianos padres, con el producto de la venta de hermos a s llamas , que domesticab a n desde peque ñ a s . Una noche descargó una terrible tempes t a d en aquellos regiones y los torrentes que se precipitab a n desde las cumbre s anegaron la llanur a y ahogaron a todos los animales que con tanto esmero cuidab a n Rimac y Húcar. ­ ¡Qué desgracia! ­exclam ab a el herma no mayor entre sollozos.­ ¡Es nuestr a ruina! ¿Qu é será de nuestros padres? ­ ¡Inti nos ha aban do n a d o! ­gritaba el menor. ­¡Inti es malo! ­ ¡No digas eso! ­exclam ó Rimac con cara de enojo.­ ¡Inti es bueno! ¡Él hace los campos feraces y que los frutos sazonen! ¡Él alumb r a nues tro camino y pone alegría en nuestros corazones! ¡Él es el padre de la Pacha m a m a o Madre Tierra, ya que sus rayos calienta n el mu n do y hacen brotar la vida! ­ ¡Mentira! ­interr u m pi ó furioso Húcar.­ ¡Inti no vale nada! ¡Inti nada puede, ya que no supo detener la tormen t a que nos ha arruin a do! ­ ¡No blasfemes! ­gritó Rimac. Y así, los dos herma n o s , disgus t a do s, se recogieron aquella noche, entristecidos por la terrible miseria caída sobre ellos. Al día siguiente, resolvieron viajar por las tierras desconocidas que se extendía n del otro lado del Gran Lago, con el prop ósito de buscar nuevas llamas salvajes, para domesticarlas y así contin u a r la tarea que les daba el suste n to y, sin vacilar, empren dieron la march a, cargados sus alforjas con víveres y entre ellos el maíz, que en aquella época se denomin a b a Upy. Varios días and uvieron entre terribles soledades, siempre blasfema n do el malo de Húcar, por la desgracia, sin escuc h a r los sabios consejos de su herm a n o mayor, que le pedía no hablara mal de Inti el Padre de la Tierra. Una noche fría que se habían recogido bajo de una s rocas de la monta ñ a , los dos herma n o s tuvieron distintos sue ños, que los llenaron de estupor.

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Rimac, el mayor, soñó que el Sol se le aparecía en un gran trono de oro, tan brillante que hacía daño a los ojos, y que desp u é s de sonreírle, se le acercab a hast a besarlo en la frente. Húcar, el menor, soñó que el Sol se ponía en el horizonte y que las sombra s de la noche se hacían eterna s , sin que nunc a más apareciese el gran disco de fuego, muriendo de frío cuanto había con vida en el mu n do. Los dos herma n o s , asu s t a do s de sus sue ñ a s , se despert aro n al otro día y se contaro n lo que habían visto con los ojos del alma. Húcar, el menor, convencido de que su sue ño era cierto, exclamó entristecido: ­ ¡Ya ves, Inti se muere! ¡No volver á a aparecer jamás! ¡Es un mal dios que se deja vencer por las sombra s de la noche! ­ ¡No digas eso! ­exclam ó Rimac, el mayor ¡Inti se hu n de en el horizonte para dormir, pero siempre vuelve a aparecer para alegrar la tierra y el corazón! Pens a n do cosas tan diferentes, los dos herma no s se disgus t a ro n, y mientra s Húcar, el menor, resolvió regresar a la casa paterno y esperar la muerte sin lucha, Rimac, el mayor, prosigui ó su camino con la espera nz a de encontra r un mejor porvenir. Así and uvo por espacio de much a s sema n a s , hast a que por fin lleg ó a un pueblecito donde, con gran asombro, escuc h ó la proclam a del Inca Huiracoch a. ­ ¿Cómo? ­se dijo en el colmo del estupor. ¡Ese hombre a quien busca soy yo! ¡Yo he soñado con el Sol que me daba un beso en la frente! ­Y, sin vacilación, empren dió el camino del Cuzco, la capital del Imperio donde agonizaba el gran lnca Huiracoch a. Un mes más tarde, hizo su entrad a en la ciudad incaica y se present ó a los soldados que guard a b a n la entrad a del Palacio Imperial. ­¿Qué quieres? ­le pregu nt a ro n. ­ Vengo a ver al Inca. ­ ¿Quién eres tú, pobre diablo, para ver a nues tro empera dor? ­ ¡Soy el hombre que ha soñado con el Dios Inti! Al oír tal resp ue s t a, los soldados se proster n a ro n y las puerta s del esplendoroso palacio se abrieron de par en par ante el asombr a do Rimac, el mayor. Despu és de cruzar much a s habitaciones primoros a m e n t e adorn a d a s , lleg ó hasta el trono de oro y piedras preciosas en donde reposab a el triste monarc a. ­ ¿Es verdad que Inti te ha besado en la frente? ­le pregun t ó el Inca abriendo los ojos, ­ ¡Sí, Majestad! ­respondió puesto de rodillas el tembloroso viajero. ­ Segú n el Villac­ Umu, tú deberá s curar me. ­ ¿Yo?­ respondió, en el colmo del asombro, Rimac, el mayor. ­ ¡Sí, tú! ¡Las palabr a s del Dios Invisible nu nc a se ponen en duda! Desde hoy eres mi hués ped de honor. En mi palacio tendr á s todo lo que apetezcas hasta que llegue la hora de mi curaci ón. ­Y al pron u n ciar estas

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palabra s , el Inca señaló al pastor la puerta de oro por donde se contem pla b a el interior de aquel palacio de ens ue ño. Rimac, el mayor, penetr ó turba do en la sala que le hab ía n destina do, pens a n d o, con amarg ur a y temor, cómo salir de aquel compromiso tan grande que podía costarle la vida, ­ ¡Si Huiracoch a muere, yo tambi én moriré! decía a solas el muc h a c ho sin saber qué decisión tomar. Así pasaro n varios días y en todos ellos, a la puesta del sol, entrab a el Gran Sacerdote para pregu nt a rle qué novedades tenía para la curación del sobera no. ­ ¡Ningun a! ­había respondido siempre Rimac, domina do cada momento por más intensos temores. Pero, hete aquí que, una noche que dormía sobre su cama de pluma s , soñó otra vez con Inti. Contem pló cómo el Sol lo miraba con su redond a faz roja y, luego de sonreírle con dulzura le decía, con una voz grave y paus a d a: ­ ¡Rimac! ¡Tú eres bueno y mereces ser feliz! ¡Tú crees en mí, y proclam a s mis bondades para con los habita n te s de la tierra! ¡Yo, en pago, har é que cures al Inca Huiracoch a! ­ ¿De qué manera ? ­había respondido Rimac, el mayor. ­ ¡El Inca ­prosiguió el Sol­ tiene más enferma el alma que el cuerpo! Vete hasta las cumbres de Ritisuy u y en ellas encontra r á s la inmac ula d a flor del haravec, que nadie aú n ha visto. Recoge sus pétalos que tienen el don de ahuyen t a r la tristeza y hazlos aspirar al desgraciado monarca. Aquella misma noche, Rimac, el mayor, cumpl ía la orden del Padre Inti y se enca min a b a silenciosa m e n t e hacia las m ás altas cimas de la cordillera de los Andes, en busca del preciado y m ágico tesoro. Caminó muc hos días por colinas escarp a d a s , atraves ó grandes torrentes que caían de piedra en piedra con gran estrue n do y, despu é s de matar un cóndor que intentó atacarlo con sus aguda s garras y de trepar murallones casi verticales, llegó a las aguda s cumbres de la monta ñ a , siempre cubierta s de blanca nieve. ­ ¿Será aquí? ­ se pregun t ó, miran do a todos partes, Pero nada encontró y prosiguió busca n do. Otros días más lo vieron los cóndores contin u a r su camino, observan do las más insignificantes grietas de la roca. Cans a do ya, una noche, muerto de frío por el helado viento de la monta ñ a , se tendió en una caverna solitaria y cerró los ojos en un sus piro de desaliento. Bien pronto el sue ño lo dominó y el Sol se le apareció de nuevo casi quem á n dole la frente. ­ Hijo mío ­le dijo el astro rey,­ admiro tu valor y tu tenacidad para cumplir mi orden. El triunfo es de los persevera n te s y a ti ya te llegó el momen to de regres ar. Mañan a, uno de mis rayos, te indicar á dónde se oculta la maravillosa flor del haravec.

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Al otro día, Rimac, el mayor, recorda n do su prodigioso sue ño, salió de la caverna y contin u ó su march a por las empinad a s senda s de las monta ñ a . De pronto, ante su sorpres a, vio que del Sol que reinaba casi sobre su cabeza, se despren d ía un rayo más brillante que su perma n e n te luz, que al describir en el cielo una caprichos a curva, caía vertiginoso sobre la tierra, lanzando mil chispas de oro en un lugar del camino, muy pr óximo a donde se encontra b a . ­ ¡Ahí debe ser! ­dijo el pastor y se encamin ó corriendo hacia el sitio donde aun respla n decía la misteriosa luz. Efectivame n te, de entre las negras grietas de la monta ñ a , brotaba una dimin ut a planta, nimba d a de rayos dorados y en su centro se abr ía una magnífica flor de pétalos azules y corola blanca. Rimac, el mayor, se arrodilló ante ella, y luego de elevar sus oraciones de gracia hacia el Padre Inti, recogió sus pétalos uno por uno y los fue deposita n do con todo cuidado en su alforja de lana de vicu ñ a. Siete días desp u és , llegó a la ciudad del Cuzco Y se dirigió hacia el Palacio Real, penetra n do con rapidez hast a las habitaciones del trono. ­ ¡Inca! ­gritó cuan do estuvo frente a Huiracoch a.­ ¡Aquí tienes lo que esperab a s! ­ ¿Qué me traes? ­pregu nt ó el monarca. ­ ¡La vida! ­Y diciendo esto, dejó caer sobre las manos del enfermo empera dor, los azules pétalos de la flor del optimis mo. ­ ¿Qué debo hacer con estas hojas? ­pregun t ó, sorpren dido, Huiracoch a. ­ ¡Aspira su perfume y salvar ás tu cuerpo! ­respondió Rimac. El Gran Inca acercó los pétalos a sus narices y aspira n do el suave aroma de la maravillosa flor, sintió que dentro de su pecho resucitab a la vida y dentro de su corazón la alegría. ­ ¡Es verdad! ¡Es verdad! ­gritó levant á n do s e del trono con inconte nible entusia s m o.­ Inti ha salvado a su hijo! ¡El sue ño del Villac­ Umu se ha hecho realidad! El agradecimiento del monarc a no se hizo esperar y el buen Rimac, el mayor, no sólo llenó las alforjas de sus llamas de enormes cantidades de oro, sino que también llevó hacia sus tierras del Lago Titicaca, a la m ás hermos a princes a que habitab a el palacio real del Cuzco. Meses desp u és llegó a su hu milde morada, ante el asombro de los suyos, y, al reunirse con su herma no, el descre ído Húcar, el menor, le contó su avent u r a y la verdad invencible de su sue ño. Desde entonces, Húcar, el menor, creyó en el poder sobren a t u r al del rojo astro que nos calienta y nos da vida, y prosiguieron felices la existencia, junto al maravilloso lago en el que todas las ma ñ a n a s contemplab a n los reflejos de los primeros rayos, tibios y acariciadores, del dorado y eterno Padre Sol.

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La caverna del pum a con ojos de sangre Como ya sabr á n todos los niños del mu n do, el pum a es un animal carnicero que vive en las desolada s pamp a s argentin a s o en los inmen sos arenales de los desiertos patag ónicos. Más peque ño que el león africano, pero de tanto valor como éste, recorre las intermin a bles extensiones, ataca n do a los ganados, y much a s veces caus a n d o destrozos en las misma s casas de la llanur a a donde entra acuciado por el hamb re, sin temor a las bolas ni a los hombres, a los que hace frente, si se ve acorralado y en peligro de muerte. Sus garras potentes y afiladas y su extraordin a ria agilidad para trepar de un salto al lomo de las bestias, lo hacen un peligroso advers ario, que much a s veces sale victorioso en las más sangrient a s lucha s contra animales mayores y hast a contra los seres hum a n o s que se avent u r a n a present a rle batalla. En las lejana s épocas de nues tr a historia, cuan do aun no hab ía sido conquis ta do totalme nte el desierto por el ejército nacional, vivía en las estribaciones de las Sierras de Tandil, un enorme pum a con ojos de sangre, que era el azote de toda la comarca. No había ranc ho en la región que no hubiera sido visitado por tan terrible fiera, mata n do ovejas, caballos y vacas y hast a hiriendo con sus formidables zarpas a los propietarios que se hab ían avent u r a do a defender el espan t a do ganado. La indiada y aun los escasos blancos que habitab a n las cercan ías de las sierras, le había n cobrado a la sangui n a ria fiera un espan toso terror supers ticioso, ya que segú n decían, las balas resbalab a n sobre su piel dorada y las flechas caían al chocar contra sus flancos, como si hubiera n dado sobre una dura roca. No era extra ño, pues, que los aborígenes y aun los gauchos, creyeran que se tratab a de algun a fiera sobren a t u r al, quiz á el mismo Diablo, encar n a do en tan espan tos a bestia. ­ ¡Mandinga en person a! ­dijo una noche de crudo invierno, el paisa no Peñara n d a , entre mate y mate, cebado por la diestra mano de su mujer. ­ ¡Puede que así sea! ­respondió ésta, miran do tembloros a hacia el campo por la mal cerrad a puerta del rancho. Manolito, el vivaracho hijo de estos colonos, desde su r ústica cama había escuc h a do las palabr a s de sus padres e incorpor á n do s e, también terció en la convers ación, diciendo por lo bajo: ­ Algunas person a s dicen que el pum a tiene ojos de sangre, garras de oro y dientes largos, blancos y tan grandes como los que he visto en algun a s esta m p a s de elefantes. ­ Puede ser ­respondió el padre con preocup ación,­ pero lo cierto es que ese animal nos tiene enloquecidos a todos. ­ ¿Por qué no procura n matarlo? ­pregun t ó la pobre mujer.

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­ Ya se ha hecho ­respondió el paisa no,­ varias veces han salido grandes partidas arma d a s , llevando buenos perros para seguirle las huellas, pero todo ha sido inútil. ¡La fiera tiene su guarida en alg ún lugar secreto de las sierras y no hay cómo llegar a ella! Esa noche la hu milde familia durmi ó bajo el dominio de su terror, y así siguieron los días entre sobres altos e investigaciones, hast a que una tarde sucedió lo inespera do. Volvía la mujer de recoger sus majaditas , siendo ya muy entrado la tarde, en compa ñía de su hijo, el travieso Manolito, cuan do escuch ó a su espalda, entre una s enormes mata s que crecían junto a los corrales, un espan toso rugido y el grito desgarra dor del ni ño pidiendo ayuda. La desesper ació n de la infeliz mujer no tuvo límites y, sin darse cuent a del peligro que corría, acudió hacia el sitio de la tragedia, no viendo m ás que soledad y sombra s . ¿Qué había sido de su hijo? Toda esa noche y los días que siguieron, grandes contingente s de gauchos e indios pacíficos buscaro n a la criatur a, pero nada pudieron sacar en limpio, hast a que, al regreso a sus casas con las manos vacías, aban do n a n d o la pesquis a, comu nicaro n a las autoridades que el puma con ojos de sangre debía ser algo sobren a t u r al, escapa do de las profundid a de s de la tierra. Y ahora sigamos nuestr a historia con la curiosa avent u r a que le ocurri ó a Manolito, a contin u a ción de ser apres ado por el temible felino. El niño, al verse agarrado de su ropa por el animal, lanz ó, como dejamos dicho, un desgarr a dor grito de socorro, pero aun no se hab ía apagado el eco de su voz, cuan do se vio suspe n dido en el aire entre los largos dientes del pum a, y trans port a do a la carrera por la soledad del desierto. El misterioso viaje duró varias horas, sin que el animal diera muestr a s del menor cans a n cio, hast a que, luego de trepar las empina d a s cuesta s de las sierras y de bajar a desconocidos precipicios, fue introducido en una inmens a caverna entre las grandes rocas de granito. "¿Habrá llegado mi último hora?", se pregun t a b a Manolito angu s tios a m e n t e. Pero, al parecer, el pum a no tenía, por el momento, propósitos homicidas y se limitó a arras tr a r al niño por un largo corredor hasta depositarlo suaveme n te en un mullido colchón de paja, en donde lo dejó para quedars e absorto, contempl á n dole. Manolito, con algo más de confianza, se atrevió a abrir un ojo y vio lo más terrorífico que se hubiera podido imaginar su mente contu r b a d a . Ju n to a él, casi quem á n dole con su fétido aliento, estaba el terrible carnicero, senta do en sus patas posteriores, y agitando lentame n t e la larga cola que pegaba en sus flancos. El pum a era en verdad de fant ás tica s proporciones, casi diez veces el tama ñ o natu r al de los leones americanos y sus ojos eran rojos sangre rodeados de una aureola brillante como de fuego. Su pelo largo y sedoso, era color oro bru ñido y sus garras potentes y tan grandes como el propio

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Manolito, termin a b a n en una s u ña s amarillas que parecían hecha s del mismo metal. Lo que más le llamó la atención al despavorido niño, fueron los dientes del animal, que brotaba n de su hocico como los de los elefantes y de un tama ñ o tan desproporcion a do, que más bien parecían colmillos de estos paquider mos . La criatur a se sintió desfallecer ante tan horripilante cuadro y musit ó con voz apagad a: ­ ¡Me voy a volver loco! ¡ojalá me mate de una vez! Pero su asombro no tuvo límites cuan do el pum a habló con voz hum a n a , grave y profund a, mientra s lo contemplab a con sus pupilas de sangre: ­ Escuc h a , Manolito ­comenz ó la fiera,­ no me temas porque no te har é daño. Te he traído aquí para que hablemos y me ayudes a salvarme de mi lament a ble desgracia. ­ ¡Habla! ­respondió el niño, más confiado. ­ Yo, en otras épocas lejana s, era un ser hu m a n o como t ú. Tenía mi choza entre estas misma s serra n ía s , junto a mi tribu de indios pehuelches que dominab a n la llanur a. Yo me llamab a el cacique Carup á n , era valiente y noble, pero una tarde, la desgracia tocó mi alma. En una de nuestr a s correrías por el desierto, combatimos contra nues tros enemigos los ara uc a n o s y los vencimos, trayendo a mi toldo a la princes a Yacowa, hija predilecta del gran empera dor Coupalic á n. Mi amor sin límites por la much ac h a enemiga, me hizo traicionar a mi raza y hu í con ella por las más altas cumbres de la cordillera hacia el país de Arauco, cuna de la hermos a Yacowa. En la ciudad de Arauco fui mal recibido por los enemigos de mis tribus y el rey Coupalic á n me hizo encerrar en una caverna dura n te diez años, en cuyo tiempo sufrí mucho y fui muy desgraciado. Una noche, con la ayuda de un indio de buen coraz ón, pude escapar de manos de mi cruel advers ario y corrí otra vez por las cumbre s nevada s, en dema n d a de mi pueblo, al que llegué despu é s de muchos días de luchar contra los vientos y las nieves. Pero mi tribu tenía otro jefe y fui recibido como un traidor por los que antes me habían querido y obedecido. In útil fue rogar y pedir que me admitiera n como el último de los guerreros; la sentencia se dict ó y una noche me conden a ro n a morir en la hoguera de los sacrificios. Horas antes de la ejecución, el hechicero de mi tribu, hombre de gran ciencia y de un poder sobren a t u r al, se acercó a la choza donde estaba encerrado y me dijo con grave tono: "­ Cacique Carup á n . En otras épocas fui tu vasallo y admir é tu valor, hasta que un amor demente te alejó de nosotros traiciona n do a tu raza. Ahora estás conden a do a morir entre las llamas, pero como no deseo verte gemir abras a do por ellas, con el poder m ágico de mi caña de tacu ar a , te convertiré en un pum a sanguin a rio que ser á el terror de las pradera s . Todo el mun do te perseguir á dura n te muchos siglos y así vivirás en contin uo sobres alto, pagando de esta manera tu grave falta. Si algun a vez consigues esta caña de tacua r a y te golpeas tres veces la cabeza con ella, volverás a ser el valiente Carup á n amado por tu pueblo."

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Y al decir esto, tocó mi hombro con su maravillosa tacua r a , e insta n t á n e a m e n t e un rugido brotó de mi gargant a. Me había convertido en lo que soy: en un pum a de sang uin a ria mirada. La terrible fiera hizo silencio y el buen Manolito pudo observar que, por los párpa dos rojos del animal, corría una lágrima de fuego, que cayó sobre las rocas, brotan do de ellas una peque ñ a llamar a d a azul. ­ Y... ¿qué puedo hacer por ti? ­pregun t ó el niño. ­ ¡Mucho! ­respondió el felino.­ ¡yo no puedo, en mi condición de animal, buscar la varita mágica del cruel hechicero! ¡Tú, que eres bueno y noble, puedes hacerlo y con ello conseguir á s que vuelva a ser un hombre, y me tendr á s de esclavo el resto de mi vida! ­ ¿Dónde está ese hechicero? ­volvió a decir el muc h a c ho. ­ ¡Ay! ¡No lo sé! ­contestó el pum a.­ Mi tran sform ación en animal ocurrió hace más de un siglo y el hechicero hace muc hos a ños que ha muerto. ­ Entonces... será imposible encontra r su ca ña de tacu ar a ­exclam ó Manolito con tristeza. ­ ¡Imposible, no! ¡Pero muy difícil, sí! Solame nte debes tener paciencia y recorrer estos contornos hast a que halles la tumb a del mago, y en ella encontra r á s el precioso talism á n ­contestó el felino en un rugido muy parecido a un sollozo. ­ Haré lo que me pides. Desde ahora, por la salvación de tu alma, tratar é de encontra r la sepult u r a del hechicero de tu tribu. ­ Gracias. Gracias, amigo Manolito. Si me conviertes en lo que fui, te enseñ a r é dónde se oculta n los tesoros de mi reino y ser ás inmens a m e n t e rico. Dichas estas palabra s , el pum a de ojos de sangre, cogió al niño entre sus dientes y de un salto prodigioso lo colocó en el camino de la monta ñ a , diciéndole como única despedida: ­ ¡Vete! ¡Aquí te espero! ¡Cumple tu promes a! Manolito, al verse libre y solo, lanzó un suspiro de alivio y pens ó inmediata m e n t e en huir hacia la casa de sus padres, pero las palabr a s del pum a aun le sonab a n en los oídos y decidido y valiente, resolvió ponerse a buscar la tumb a del hechicero para rescata r de entre sus restos la ca ña de tacu ar a que tanto deseab a conseguir el monstr u o s o felino. Diez días y diez noches recorrió las serra n ía s sin hallar más que piedras y arena, hast a que una tarde que hab ía bajado a un peque ño valle solitario, escuc hó a lo lejos el grito de un chaj á que le decía entre aleteos: ­ ¡Chajá... chajá... aquí está... aquí está! El niño creyó soñar, pero domina n do sus nervios, se detuvo para mirar al simp ático volátil. ­ ¡Chajá... chajá... aquí está... aquí está! ­repitió el animalito como llamá n dolo. Manolito no vaciló más y pronto estuvo junto al chaj á, que estaba parado sobre un peque ño montículo de piedra semejan te a una antigua tumb a india.

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El chico, con una emoción sin límites, se puso inmediata m e n t e a quitar los pedr u s cos hast a que desp u é s de algun a s horas de labor, descub ri ó los negros huesos de un ser hum a n o y junto a ellos la codiciada ca ña de tacu ar a. ­ ¡El talism á n! ¡El talism á n! ­gritó loco de alegría toma n do la caña con sus dedos temblorosos. ¡Ahora salvaré al pobre Carup á n! Corriendo por los peñasc ales, llegó horas desp u é s a la caverna donde dormitab a la fiera y entró en ella jadean te mostra n do en su mano el precioso hallazgo. El pum a lo recibió con muestr a s de gran alegría y al contem plar la tacu ar a, dijo entre sollozos: ­ ¡Es ésa, mi buen Manolito! ¡Pégame con ella tres veces en la cabeza! El niño, trém ulo, ejecutó la orden y de pronto, el pum a de ojos de sangre desap areció, y ante sus ojos abiertos por el asombro se present ó un indio alto y arrogan te, cuya frente estaba cubierta con hermos a s plum a s de águila. ­ ¡Soy tu esclavo! ­dijo Carup á n , arrodillándose ante el peque ño­ ¡cumpliré mi promes a! La magia del temible hechicero hab ía sido vencida y muy pocos días desp u é s, Carup á n ponía en manos de Manolito los enormes tesoros de su tribu, con lo que éste vivió muc hísimos años, feliz y contento, en compa ñía de sus padres y bajo la perma ne n t e custodia del cacique Carup á n que nunc a aban do n ó al valiente y decidido salvador de su alma. Libros Tauro http://www.LibrosTauro.com.ar

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