Guiones para los retiros sacerdotales 2011

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Di贸cesis de Zacatecas

Guiones para los retiros sacerdotales Temas de estudio Comisi贸n del Clero Consejo Presbiteral Di贸cesis de Zacatecas, 2011


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Di贸cesis de Zacatecas, Enero de 2011


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“Te recomiendo que avives el fuego del don que Dios te dio cuando te impuse las manos”

I Parte Guiones para los retiros sacerdotales Presentamos en este subsidio los guiones para los retiros mensuales de los sacerdotes de nuestra Diócesis, recopilados y elaborados para llevar a cabo los objetivos propuestos por la Comisión del Clero para el año 2011: Objetivo general: Consolidar la identidad del sacerdote mediante la asimilación de una conversión permanente que nos lleve a una espiritualidad más sólida, vivida en comunión, para que exprese de manera más convincente nuestro ser de discípulos misioneros en la Diócesis de Zacatecas. Objetivo de la dimensión espiritual: Fomentar la espiritualidad propia del presbítero diocesano. Cada guión contiene un idéntico esquema: se propone un texto bíblico que puede ser utilizado para desarrollar una lectio divina. Después el contenido del guión sigue la metodología ver, juzgar, actuar, que nos permite estar en el espíritu de Aparecida. Cada tema es solamente una guía que se espera sea de utilidad para los responsables de organizar los retiros decanales. La temática de los guiones es la siguiente: I llamados a crecer en nuestro ministerio y vida II Nuestra espiritualidad diocesana III Identidad y espiritualidad sacerdotal IV Somos pastores del pueblo de Dios V Santificarnos mediante el ejercicio de nuestro ministerio VI Examen de conciencia sacerdotal VII El sacerdote hombre y maestro de oración VIII Nuestra obediencia sacerdotal IX Nuestro celibato sacerdotal X Nuestra pobreza sacerdotal


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I llamados a crecer en nuestro ministerio y vida 2Tim 1, 3-8 Al recordarte siempre en mis oraciones de día y de noche, doy gracias a Dios, a quien sirvo con una conciencia limpia, como sirvieron también mis antepasados. Me acuerdo siempre de tus lágrimas, y quisiera verte para llenarme de alegría. Porque me acuerdo de la fe sincera que tienes… por eso te recomiendo que avives el fuego del don que Dios te dio cuando te impuse las manos. Pues Dios no nos ha dado un espíritu de temor, sino un espíritu de poder, de amor y de buen juicio. No te avergüences, pues, de dar testimonio a favor de nuestro Señor; ni tampoco te avergüences de mí, preso por causa suya. Antes bien, con las fuerzas que Dios te da, acepta tu parte en los sufrimientos que vienen por causa del evangelio. VER Reunirnos para el retiro mensual debe ser para nosotros un motivo de alegría, porque compartimos fraternalmente y nos animamos en nuestra misión con Cristo, misión de salvación para el mundo. Manifestemos nuestra gratitud a Dios y pidámosle la fuerza para ser fieles en la misión. Pensemos por un momento en aquello que recibimos en nuestras vidas cotidianas en el ministerio: ¿cuántas personas de buena voluntad valoran lo que hacemos? ¿Cuántas veces nos felicitan por lo que hacemos y por lo que decimos? Pero también ¿cuántas críticas recibimos que, aunque a veces sean exageradas, no pueden dejarnos indiferentes? Lo que recibimos de la gente es una invitación a crecer en nuestra vida y ministerio. Sobre esto, compartamos un poco: ¿Tenemos disposición para crecer en nuestra vida y ministerio sacerdotal? ¿Qué signos positivos y negativos encontramos en esto? JUZGAR Somos pastores en la Iglesia, llamados a “representar”, en modo sacramental (signos y ministros), a Cristo Maestro, Sacerdote, Cabeza y Pastor de la Iglesia, imitando su actitud de servicio hacia el Padre y hacia los hombres (Cf. LG 28; PDV 43). Hemos sido llamados por Dios a dar frutos abundantes y que permanezcan (Cf. Jn 15, 1-10). Para crecer hemos de esforzarnos en ser y obrar como pastores según el espíritu y el estilo de Jesús Buen Pastor (PDV 73): es un compromiso de conversión y un esfuerzo de renovación. Las palabras que San Pablo ha dirigido a su discípulo Timoteo resultan fuertes también para nosotros: Te recuerdo de avivar el don recibido en la ordenación (Cf. 2Tim 1,6). Crecer lleva a la madurez humana, “en la medida y hacia la plena madurez de Cristo” (Ef 4,13). Crecer nos invita a una profunda amistad con Cristo, una verdadera experiencia de comunión de vida y de amor con el Buen Pastor. Crecer nos exige encarnar, en nuestro ser y en nuestro obrar, la caridad pastoral de Cristo que da frutos buenos y nuevos. Crecer consiste, también, en buscar los


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medios, los instrumentos adecuados, las justas habilidades pastorales, para responder a las exigencias de nuestro ministerio en el mundo de hoy. Crecer es posible si hay comunión. Estamos al servicio de la comunión eclesial y fraterna. Somos llamados a ayudar, con el ofrecimiento de nuestro testimonio de vida, a los otros a salir del propio individualismo y egoísmo. Nuestra vida y ministerio son, entonces, un compromiso profundo de relación con Jesús (en el ser y en el obrar, en el vivir en comunión tan estrecha con él que lleguemos a ser signos y testigos), con la Iglesia (come tejedores de comunión, en la unidad estrecha de la comunidad eclesial diocesana) y con el mundo (como protagonistas de la misión en él). Tenemos varios medios para crecer. La fuente de todas las motivaciones, la finalidad y la energía vital para todo ello, es la unción del Espíritu Santo y la configuración a Cristo sacerdote por el especial carácter recibido (PO 2). Por ello, es fundamental la llamada de san Pablo a “reavivar”. Nos invita a escuchar constantemente a Dios que nos habla, a conocer el hombre y el mundo de hoy para amarlo y llevarlo a Cristo, a emplear a fondo nuestros recursos interiores y la capacidad de nuestros hermanos pastores y de los colaboradores pastorales. Cada uno está llamado, pues, a crecer para el bien de todo el cuerpo eclesial. En nuestros retiros espirituales de Decanato emprendemos un camino en el que compartimos muchos elementos útiles para nuestro crecimiento, fortaleciendo nuestra formación permanente y la comunión fraterna. Se trata de un camino verdaderamente útil para compartir con otros hermanos del Presbiterio. Es necesario trabajar unidos, sugerir caminos de crecimiento en fidelidad a nuestra vocación y misión, elaborar proyectos comunes y compartidos de maduración en nuestra vocación. Así, no nos contentamos con esporádicas iniciativas, a veces desligadas de nuestro ministerio y vida. El Maestro nos dice que nos unamos para reflexionar antes de construir la casa o de elaborar los proyectos (Lc 14, 28-30). Un camino compartido nos hace crecer en la oración constante, en la escucha de la Palabra de Dios (ministerio de la Palabra), en la celebración de los sacramentos, sobre todo en la Eucaristía (ministerio de santificación), en la vida según las exigencias de la caridad pastoral (ministerio de la conducción de la comunidad y de la comunión), en la actualización para tener la habilidad pastoral adecuada, los elementos y los contenidos científicos suficientes para la misión en el mundo de hoy (Cf. PDV 53; ver 1 Ped 3,15). Hay que llevar adelante, en manera complementaria e interdependiente, las cuatro dimensiones de la formación (humana, espiritual, intelectual y pastoral: PDV, 43-59.71-72). En este proceso, nuestro ministerio es el medio más fuerte. La bella imagen del ministro ordenado como pastor que cuida el rebaño será, entonces, maravillosamente completado con otras imágenes


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de Jesucristo, como aquella del Sembrador, o aquella del Pescador, que ponen en evidencia nuestra misión de anunciar el Evangelio a todos los hombres. ACTUAR Este es el primer retiro de decanato del año, y desde ahora se nos propone cultivar nuestra identidad sacerdotal a través de la promoción de la espiritualidad que nos es propia, juntos revisemos los siguientes aspectos: • ¿Nuestras reuniones de decanato están respondiendo a las expectativas que tenemos sobre ellas? ¿verdaderamente las reuniones están ayudando en nuestro crecimiento y formación permanente? • ¿Estamos participando todos los sacerdotes del decanato? Si algunos, sistemáticamente no acuden, ¿podemos responder por qué? ¿Estamos haciendo las reuniones con la debida seriedad para que valga la pena participar en ellas? • ¿Podemos hacer algunos compromisos concretos en el decanato para ayudarnos en nuestro crecimiento como hermanos y como sacerdotes?


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II Nuestra espiritualidad diocesana Ef. 5,25-30 Esposos, amen a sus esposas como Cristo amó a la iglesia y dio su vida por ella. Esto lo hizo para santificarla, purificándola con el baño del agua acompañado de la palabra para presentársela a sí mismo como una iglesia gloriosa, sin mancha ni arruga ni nada parecido, sino santa y perfecta. De la misma manera deben los esposos amar a sus esposas como a su propio cuerpo. El que ama a su esposa, se ama a sí mismo. Porque nadie odia su propio cuerpo, sino que lo alimenta y lo cuida, como Cristo hace con la iglesia, porque ella es su cuerpo, y nosotros somos miembros de ese cuerpo. VER La VII Asamblea Diocesana de Pastoral (2010) se centró mucho en el análisis de la realidad, y se reflexionó en la situación en la que estamos (marco contextual) tanto a nivel mundial, nacional y local; de ahí se pasó a la consideración de la misión que tenemos delante, preguntándonos: “¿qué nos pide Dios? (p. 37 y ss). Como Diócesis, aparecen varios retos, que en síntesis retoman varios aspectos: • Proceso pastoral: Impulsar más la espiritualidad de comunión • Sacerdotes: Orar por los sacerdotes, conversión sacerdotal, acoger a los sacerdotes como pastores, promover una entrega y conversión pastoral, su compromiso y servicio incondicional. • Vida consagrada: impulsar las vocaciones y una auténtica vivencia de los carismas en la pastoral diocesana. • Laicos: promover una verdadera conversión y formación permanente, que nos lleve a un encuentro con Cristo vivo y a su seguimiento. • Parroquia: Formación permanente de agentes con espíritu misionero. • Seminario: fomentar una sólida formación integral. • Reavivar la pastoral profética, social, litúrgica, familiar, juvenil, vocacional, de adultos, urbana, formación de agentes. Reflexionemos brevemente: ¿cómo estamos llevando a cabo este proceso de una pastoral renovada y más misionera en nuestras parroquias y decanato? ¿Estamos de verdad en un proceso de conversión pastoral a todos los niveles? JUZGAR Jesús nos pide: Sean santos como su Padre celestial es Santo (Mt 5,48). Por su parte, la Iglesia nos indica: Promover la santidad es una urgencia, una prioridad pastoral en la evangelización hoy (NMI 30, 31). Esa santidad se consigue a través de la vivencia de una auténtica “espiritualidad”.


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La espiritualidad cristiana es el camino y los medios propios para santificarnos, en el Espíritu (Rom 8,4.9). Esta espiritualidad nos lleva a vivir el estilo de vida cristiano; a colaborar activamente con el Espíritu, que nos configura progresivamente con Jesús. La espiritualidad cristiana conlleva la espiritualidad de comunión (Cf. NMI, 43), que hemos de vivir en nivel interpersonal, entre las comunidades eclesiales, en la Diócesis y en la Iglesia universal. Esta espiritualidad cristiana ha de ser “encarnada” y “eclesial”, que viva la dinámica de la encarnación de Jesucristo: el Verbo se hizo carne y habitó entre nosotros (Jn 1,14), “encarnada” en la realidad concreta personal, comunitaria, eclesial, cultura, social, etc., en la que vivimos. En esta realidad se encarna la presencia y acción de Dios y desde esas circunstancias particulares le damos nuestra respuesta. La comunidad “eclesial” es, entonces, el espacio y la fuente en donde se vive y desde donde se crece en esta espiritualidad cristiana. Espiritualidad diocesana. Recordemos que la diócesis es la porción del pueblo de Dios, que se confía a un obispo para que la apaciente, con la colaboración del presbiterio, de tal modo que unida a su pastor y reunida por él en el Espíritu Santo por medio del Evangelio y de la Eucaristía, constituya una Iglesia particular, en la cual está y obra la Iglesia de Cristo, una, santa, católica y apostólica (CD 11). La Iglesia universal existe concretamente en las Iglesias particulares y a partir de ellas. Ella es una comunión de Iglesias Particulares. La Iglesia particular, por su parte, hace presente toda la Iglesia universal. El nivel natural, fundamental, en donde se vive concretamente la vida y misión eclesial es el de la Iglesia particular, en comunión y misión con la Iglesia universal. En este nivel se “encarna” la espiritualidad cristiana como espiritualidad propia de una Iglesia particular. La Diócesis es espacio y fuente, eje y referente, para encarnar la espiritualidad cristiana. “La maduración en el seguimiento de Jesús y la pasión por anunciarlo requieren que la Iglesia particular se renueve constantemente en su vida y ardor misionero. Solo así puede ser, para todos los bautizados, casa y escuela de comunión, de participación y solidaridad. En su realidad social concreta, el discípulo hace la experiencia concreta del encuentro con Jesucristo vivo, madura su vocación cristiana, descubre la riqueza y la gracia de ser misionero y anuncia la Palabra con alegría” (Aparecida 167). Cada diócesis tiene mucho de igual a las otras diócesis, pero también tiene algunos elementos especiales, propios, particulares, en donde se refleja la presencia y la acción de Dios en ella. Tiene caminos para una respuesta particular a Él; gracias de Dios a las que ella ha de corresponder. Hablamos de elementos “propios” en cuanto algunos son exclusivos de su particular realidad, otros se los “apropia” tomándolos de los elementos comunes de la Iglesia universal o de otras Iglesias particulares, para impulsar su propio crecimiento en el Espíritu. Estos elementos “propios” los encontramos en su realidad sociocultural y en su realidad eclesial. Todos ellos la


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hacen ser Iglesia “particular”, tener su rostro propio, su estilo especial, su vida y su espiritualidad diocesana propia. Podríamos decir que la espiritualidad diocesana es el camino y los medios propios de una Iglesia particular para lograr, en el Espíritu, su santificación y la de sus miembros. Es el camino propio de una Iglesia particular para vivir, en el Espíritu, la espiritualidad cristiana: seguir a Jesús, vivir la comunión eclesial y realizar la misión evangelizadora que se ha encomendado. Esta espiritualidad diocesana es de toda la diócesis y para todos en la diócesis. Todos hemos de vivirla toda. Cada uno la vive, conforme a su identidad, vocación y misión. La espiritualidad diocesana es camino y prioridad fundamental de vida, comunión y servicio. Aplicamos ahora los anteriores elementos de espiritualidad diocesana a nuestra vida y misión de ministros ordenados (obispos, presbíteros y diáconos). Reflexionemos, primero, sobre las orientaciones que la Iglesia nos ha dado, en Pastores Dabo Vobis 31: “Como toda vida espiritual auténticamente cristiana, también la del sacerdote posee una esencial e irrenunciable dimensión eclesial… Esta dimensión eclesial reviste modalidades, finalidades y significados particulares en la vida espiritual del presbítero, en razón de su relación especial con la Iglesia, basándose siempre en su configuración con Cristo, Cabeza y Pastor, en su ministerio ordenado, en su caridad pastoral. …. En esta perspectiva es necesario considerar como valor espiritual del presbítero su pertenencia y su dedicación a la Iglesia particular, lo cual no está motivado solamente por razones organizativas y disciplinarias; al contrario, la relación con el Obispo en el único presbiterio, la coparticipación en su preocupación eclesial, la dedicación al cuidado evangélico del Pueblo de Dios en la condiciones concretas históricas y ambientales de la Iglesia Particular, son elementos de los que nos se puede prescindir al dibujar la configuración propia del sacerdote y de su vida espiritual”…. Ante estos elementos “particulares” de vinculación y dedicación a la Diócesis, “Es necesario que el sacerdote tenga la conciencia de que su ‘estar en una Iglesia particular’ constituye, por su propia naturaleza, un elemento calificativo para vivir una espiritualidad cristiana. Por ello, el presbítero encuentra, precisamente en su pertenencia y dedicación a la Iglesia particular, una fuente de significados, de criterios de discernimiento y de acción, que configuran tanto su misión pastoral, como su vida espiritual”. No sólo la diócesis y su espiritualidad son “particulares”. También los ministros ordenados dentro de ella tenemos una realidad “particular y propia”: • Una identidad y situación personal particular. • Un don especial recibido en el sacramento del Orden, que nos ha constituido en ministros de Cristo Cabeza, Pastor y Esposo, para el servicio de la Iglesia. • Una pertenencia y vinculación especial con nuestra Iglesia particular. Vivimos en ella y con ella. Vivimos de ella y por ella. Vivimos nuestra Iglesia Particular.


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• Una dedicación pastoral plena a la Iglesia particular y una misión pastoral concreta, encomendada, que se desarrolla en ella y al servicio de ella. Vivimos la caridad pastoral en, con, por, como y a partir de la Iglesia particular. Por esa particularidad, los pastores asumimos y vivimos la espiritualidad diocesana, de acuerdo a nuestra identidad personal, al don recibido en el Orden sagrado, a nuestra realidad de pastores y a nuestra vida y misión en la Iglesia particular. Esa espiritualidad diocesana de los ministros ordenados se concreta con elementos y expresiones “diocesanas” propias de los “pastores”: • El seguimiento y la configuración con Cristo Pastor, Cabeza y Esposo, en las circunstancias personales y diocesanas concretas. • La vivencia de la fraternidad sacramental y de la colaboración pastoral, con el Obispo Diocesano y con el Presbiterio Diocesano. • La realización de nuestro ministerio con caridad pastoral y corresponsabilidad pastoral, en, con y por la Diócesis, por la comunidad que se nos encomienda y por la evangelización universal. En referencia a los anteriores elementos, comunes a los ministros ordenados, podrá describirse más concretamente la espiritualidad diocesana del obispo, del presbítero diocesano y del diácono. Las diferencias en la vivencia concreta de esa espiritualidad diocesana se integran y enriquecen la familia diocesana. Así, en la medida en que se viva más profundamente la espiritualidad “diocesana” propia, crecerá la sintonía, comunión y servicio dentro de la Diócesis, con las Iglesias particulares vecinas, con la Iglesia universal y con el mundo. ACTUAR Vamos a lo concreto, dialoguemos: • ¿Cuáles son los elementos principales de la espiritualidad de nuestra Diócesis y, como pastores, como los vivimos? • ¿Qué pasos nos conviene dar como pastores para vivir y promover esta espiritualidad diocesana?


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III Identidad y espiritualidad sacerdotal Juan 13,12-17 Después que les lavó los pies, tomó sus vestidos, volvió a la mesa, y les dijo: “¿comprenden lo que he hecho con ustedes? Ustedes me llaman el Maestro y el Señor, y dicen bien, porque lo soy. Pues si yo, el Señor y el Maestro, les he lavado los pies, ustedes también deben lavarse los pies, unos a otros. Porque les he dado ejemplo para que también ustedes hagan como yo he hecho con ustedes. En verdad, en verdad les digo: no es más el siervo que su amo, ni el enviado más que el que lo envía. Sabiendo esto, dichosos serán si lo cumplen. VER El Documento de Aparecida (191 ss), respecto a la identidad y espiritualidad del sacerdote dice: valoramos y agradecemos con gozo que la inmensa mayoría de los presbíteros vivan su ministerio con fidelidad y sean modelo para los demás, que saquen tiempo para la formación permanente, que cultiven una vida espiritual que estimula a los demás presbíteros, centrada en la escucha de la Palabra de Dios y en la celebración diaria de la Eucaristía: “Mi Misa es mi vida y mi vida es una Misa prolongada” (Hurtado Alberto, Un fuego que enciende otros fuegos, pp. 6770). Pero hay situaciones que afectan y desafían la vida y el ministerio de los presbíteros: El primer desafío dice relación con la identidad teológica del ministerio presbiteral. El Concilio Vaticano II establece el sacerdocio ministerial al servicio del sacerdocio común de los fieles, y cada uno, aunque de manera cualitativamente distinta, participa del único sacerdocio de Cristo. El sacerdote ministerial no puede caer en la tentación de considerarse solamente un mero delegado o sólo un representante de la comunidad, sino un don para ella por la unción del Espíritu y por su especial unión con Cristo cabeza. “Todo Sumo Sacerdote es tomado de entre los hombres y puesto para intervenir a favor de los hombres en todo aquello que se refiere al servicio de Dios” (Hb 5,1). El pueblo de Dios siente la necesidad de presbíteros-discípulos: que tengan una profunda experiencia de Dios, configurados con el corazón del Buen Pastor, dóciles a las mociones del Espíritu, que se nutran de la Palabra de Dios, de la Eucaristía y de la oración; de presbíterosmisioneros; movidos por la caridad pastoral: que los lleve a cuidar del rebaño a ellos confiados y a buscar a los más alejados predicando la Palabra de Dios, siempre en profunda comunión con su obispo, los presbíteros, diáconos, religiosos, religiosas y laicos; de presbíterosservidores de la vida, que estén atentos a las necesidades de los más pobres, comprometidos en le defensa de los derechos de los más débiles y promotores de la cultura de la solidaridad. También de presbíteros llenos de misericordia, disponibles para administrar el sacramento de la Reconciliación.


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Ante la presencia del Señor y con gran espíritu de fe revisemos nuestra situación de sacerdotes ordenados: • ¿Mi identidad sacerdotal, es decir, el ser el hombre que anda como Cristo anduvo, goza de solidez? • ¿Mis sentimientos, pensamientos y acciones son parecidos a los de Cristo, que pasó haciendo el bien y anunciado el Reino con palabras y obras? • ¿Qué estoy haciendo por fortalecer mi identidad sacerdotal y mi espiritualidad? • ¿Qué estoy haciendo por los hermanos sacerdotes que andan débiles en su identidad, los ayudo o sólo los critico? JUZGAR Introducción El Señor nos permite vivir una excepcional hora de gracia: un cronos, tan peculiar el nuestro, lleno de desafíos y provocaciones (el de nuestra cultura), desestabilizador y cuestionador de la fe cristiana, y, en particular, de la vida y el ministerio, destinados, sin embargo, a transformarse en Kairós; y por una sola razón: porque el Señor no deja de estar presente en la Iglesia y en el mundo, hasta el final de los tiempos. “No tengan miedo… Yo estaré con ustedes…”. Una certeza que funda la parresía de la Iglesia y de nuestro ministerio, siempre y en toda circunstancia. A partir de esta certeza, Aparecida ha llamado a todos los bautizados a vivir con “audacia” el ser “discípulos misioneros de Jesucristo, para que nuestros pueblos en El tengan vida”, ya que, “conocer a Jesucristo por la fe es nuestro gozo, seguirlo es una gracia, y transmitir este tesoro a los demás es un encargo que el Señor, al llamarnos y elegirnos, nos ha confiado” (DA 18). De manera especial, el llamado se dirige a los obispos y los presbíteros a fin de que sean “testigos cercanos y gozosos de Jesucristo, Buen Pastor (Cfr. Jn 10, 1-18)” (DA 187). Aparecida invita a la “conversión” personal y pastoral: Obispos, presbíteros, diáconos permanentes, consagrados y consagradas, laicos y laicas, estamos llamados a asumir una actitud de permanente conversión pastoral, que implica escuchar con atención y discernir “lo que el Espíritu está diciendo a las Iglesias” (Apoc 2, 29) a través de los signos de los tiempos en los que Dios se manifiesta (DA 266). Los pilares de la identidad y espiritualidad sacerdotal En la vida presbiteral la identidad alimenta y fortalece la espiritualidad, y la espiritualidad, a su vez hace posible la identidad. In Persona Christi Elemento esencial que define la identidad sacerdotal es la persona del Señor. Los obispos y los presbíteros somos “vicarios de Cristo”. Servimos in persona Christi Capitis, nos recuerdan LG 10 y SC 7. Esta realidad esencial del sacerdocio supone, en palabras de Benedicto XVI, “ser per-


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sonas consagradas a Dios” (Homilía, 9-4-09); una consagración que define también el sacerdocio, es decir, “un cambio de propiedad; un ser sacado del mundo y donado a Dios” (ibid) y que, en la medida en que es sacado del mundo, entra en una intimidad, en una relación y en un coloquio tal con Dios, que se vuelve condición necesaria para que el sacerdote pueda traer a Dios al mundo, pueda satisfacer la sed de Dios que hay en los hombres y su “necesidad de ser orientados hacia el fin último de la existencia (Discurso, 16-04-08). Por esta intimidad, el sacerdote llega a ser “icono” de la visibilidad de Dios, a imitación de Jesús. Insiste el Papa, “este es el cometido central del sacerdote: llevar a Dios a los hombres. Lo podrá hacer solo si él mismo viene de Dios, se vive con y desde Dios” (Discurso, 22-12-06). Aquí está el objetivo de la formación inicial y permanente del sacerdote. La relación del sacerdote con Dios lo llevará a permanecer en su verdad, y en la verdad que es Cristo (Cfr. Jn 14,6). Injertado en Cristo y, a través del Hijo, en comunión con el Padre, se hace capaz de revelar al mundo la vida y el proyecto salvador de Dios, “no un Dios sólo pensando o hipotético, sino el Dios de rostro humano: el Dios-con-nosotros, el Dios del amor hasta la cruz” (Cfr. Discurso en Aparecida, 13-05-2007) En virtud del sacramento del Orden, el presbítero entra en contacto con el yo de Jesús y, en su nombre, habla y actúa. In persona Christi, su ministerio prolonga los gestos salvíficos del Señor, especialmente, anunciar la Palabra, partir el pan de la Vida y perdonar los pecados (Cfr. SC 7). Alter Christus se dice del presbítero. En esta alteridad se funda el sacrificio eucarístico que el sacerdote celebra y la absolución que ofrece (“esto es mi Cuerpo… yo te absuelvo”), haciendo de sí un humilde instrumento que orienta hacia Cristo y su sacrificio, ofreciendo por la salvación del mundo. En síntesis, con palabras de Benedicto XVI: “El Sacerdote recibe su nombre, es decir, la propia identidad de Cristo. Todo lo que hace lo hace en nombre suyo. Su ‘yo’ es totalmente relativo al ‘yo’ de Jesús” (Homilía, 3-05-09). Para la Vida del Mundo En este ministerio de comunión e identificación con Cristo y el Padre Dios, el sacerdote encuentra y cultiva la espiritualidad propia y específica del propio estado de vida, la oración y la misión apostólica, es decir, su forma peculiar de “vivir en presencia de Dios” y de “permanecer en Cristo”. Naturalmente, esta dimensión no significa segregación o exclusión del mundo. Muy al contrario, ella le permite “servir a los hermanos y estar disponibles para todos, a partir de Dios” (Cfr. Homilía, 9-04-09), encontrando su razón de ser, el motivo de su servicio a los demás, la fuente de su actividad incansable y el celo por el cuidado pastoral de los hermanos. El “hacerse todo para todos”, en la expresión de Pablo (1Cor 9,22), la cercanía cotidiana a los más necesitados y la atención a cada persona, brota de esta radical experiencia. En efecto, el presbítero no es miembro activo de una ONG poderosa; es un discípulo y un apóstol del Señor Jesús, que, como Jesús , se da y se entrega, haciendo verdad en la vida de cada día lo que celebra en el ministerio eucarístico: una vida entregada… y una sangre derramada…


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La caridad pastoral La caridad pastoral se revela, entonces, como el centro y el motor de la vida y la misión del presbítero, como la fuente y la expresión más genuina de su identidad y de su espiritualidad. La caridad de Cristo es el “motivo” por el cual vive el presbítero, porque es el motivo de Cristo. Según la expresión de Pablo, es siervo de Cristo Jesús, escogido para el Evangelio (Cfr. Rom 1,1). Es un elegido y un enviado por Cristo para el Reino. Esta es su “gracia” (Rom 1,5). A los Apóstoles, Jesús les recuerda por quién es su opción de vida: “por mí y por el Evangelio” (Cfr. Mc 10,28-31). Es la gracia que unifica la vida del presbítero. Por eso, parece urgente alimentar esta “gracia” con la formación permanente, entendida como proceso de maduración humana y de configuración con Cristo Pastor, para responder adecuadamente a las exigencias siempre nuevas de la evangelización. Una formación permanente, oportunamente estudiada y ofrecida, enfocada a los diversos ámbitos de la vida presbiteral: la espiritualidad, la pastoral, la teología y las ciencias humanas; una formación capaz de mantener encendida la lámpara de la fidelidad y, al mismo tiempo, de dar espesor y sentido a la vida del pastor. En otras palabras, se trata de fortalecer la identidad sacerdotal. No hay que olvidar que la crisis y los abandonos de la vida sacerdotal tienen su origen en “la pérdida del sentido vocacional”, es decir, en la pérdida de fuerza del “motivo” por el cual se quiere vivir (Cfr. Boletín OSLAM – Edición Especial, n. 28). Los problemas en torno al celibato, al manejo de los bienes económicos, a la libertad de proyecto, o las frustraciones, nacen de la confusión del “motivo”. En clave pedagógica El corazón de la identidad y de la espiritualidad sacerdotal es la caridad pastoral. Ahora bien, si el término caridad orienta la mirada hacia Dios, que es caridad, el término pastoral la orienta hacia las personas, en sus situaciones concretas de vida, especialmente de debilidad y desgracia. Habla de pedagogía, de procesos, de itinerarios, de metodología… lo que no es indiferente. Jesús, Buen Pastor, Buen Samaritano, Maestro paciente que acoge, anima y perdona, es el modelo del ejercicio de la caridad pastoral. La Iglesia y el presbítero tienen que vivir y ejercer el ministerio en una situación de “diversidad cultural y religiosa” y un tiempo de “movimiento y cambio acelerado”; los tiempos nuevos, debieran inducirnos a reasumir la esencialidad del Evangelio y de la experiencia de fe cristiana, pensada y propuesta para las nuevas generaciones, en sus contextos. Aparecida lo pide con mucha claridad: La conversión pastoral de nuestras comunidades exige que se pase de una pastoral de mera conservación a una pastoral decididamente misionera…. Obispos, presbíteros…, estamos llamados a asumir una actitud de permanente conversión pastoral…, que nos lleva a vivir y promover una espiritualidad de comunión y participación… (Cfr. DA 365-372). Es necesario convencerse de que, el mundo que cambia es una oportunidad para la evangelización y no sólo un obstáculo, y actuar coherentemente. El desafío es ser otros “Justinos”, expertos conocedores del Evangelio y de la cultura, en permanente actitud de discernimiento y


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de diálogo constructivo. Para ser mediador hay que ser experto de ambas realidades y saber discernir con lucidez lo que es del Espíritu de lo que es de la “carne”. Se trata, a la vez, de un desafío cultural, espiritual y pastoral. Conclusión La Iglesia, lo sabemos bien, es fruto del Espíritu, de la gracia divina, de la iniciativa de Dios y no de “nuestra capacidad de hacer y programar” (NMI 38) o de nuestras políticas eclesiásticas. La fecundidad misionera de la Iglesia es obra del Espíritu Santo, con quien responsablemente colabora la iniciativa y la libertad humana, especialmente de los presbíteros. “Se trata de un camino sosteniendo enteramente por la gracia…” (n.33). Al inicio del nuevo milenio, Juan Pablo II ha querido recordar que la “dinámica intrínseca y determinante” del misterio de la Iglesia es la gracia y que “poner la programación pastoral bajo el signo de la santidad, es una opción llena de consecuencias” (Cfr. nn. 30 y 31). El principio esencial recordado es el de “la primacía de la gracia” (n. 38), por encima de las estrategias humanas, aún las pastorales, y de las comunicacionales o de prestigio social. Estas estrategias son vistas como una tentación: “Hay una tentación que insidia siempre todo camino espiritual y la acción pastoral misma: pensar que los resultados dependen de nuestra capacidad de hacer y programar” (n. 38). El Santo Cura de Ars, propuesto como modelo de sacerdote, confesaba a menudo su inutilidad, como actitud que abre a la confianza y la confianza abre a la acción. Una confianza fundada en la certeza de fe, que ubica al pastor en la verdadera perspectiva de su misión: lo libera de la exaltación triunfalista de los éxitos y de la depresión propia de la prueba y de la derrota. Lo ayuda a ser y a vivir más sereno; a no ser víctima del burnout (trabajador quemado) que disminuye notablemente la motivación en todos los ámbitos de su vida y reduce la posibilidad de cumplir eficazmente con el objetivo de su vocación. La Iglesia le pertenece al Señor. El futuro está en sus manos. ACTUAR “Porque todo sumo sacerdote es tomado de entre los hombres y está constituido en favor de los hombres en lo que se refiere a Dios para ofrecer dones y sacrificios por los pecados. Es capaz de comprender a ignorantes y extraviados, porque está también él envuelto en flaqueza” (Ef 5,1-2). • ¿Qué vamos a hacer para mantener nuestra identidad sacerdotal? • ¿En verdad comprendo a los hombres y mujeres que se acercan a mí para conocer a Cristo y les muestro con mis actitudes y palabras el amor de Dios? • ¿Qué voy a hacer para fortalecer mi espiritualidad, para seguirme pareciendo a Cristo, Sumo y Eterno Sacerdote? • ¿Qué voy a hacer por mis hermanos sacerdotes, dígase de la misma parroquia, decanato o de la Diócesis que tienen problemas con su espiritualidad sacerdotal? Podemos compartir en grupo y llegar a un compromiso concreto.


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IV Somos pastores del pueblo de Dios Jn 10,11-16 Yo soy el buen pastor. El buen pastor da su vida por las ovejas, pero el que trabaja solamente por la paga, cuando ve venir al lobo deja las ovejas y huye, porque no es el pastor y porque las ovejas no son suyas. Y el lobo ataca las ovejas y las dispersa en todas direcciones. Ese hombre huye porque lo único que le importa es la paga, y no las ovejas. Yo soy el buen pastor. Así como mi Padre me conoce a mí y yo conozco a mi Padre, así también yo conozco a mis ovejas y ellas me conocen a mí. Yo doy mi vida por las ovejas. También tengo otras ovejas que no son de este redil; y también a ellas debo traerlas. Ellas me obedecerán y formarán un solo rebaño, con un solo pastor. VER En el Magisterio de la Iglesia, en lo que respecta a la formación sacerdotal, la Exhortación Apostólica Pastores Dabo Vobis marca un “antes” y un “después”. Muchos de nosotros fuimos formados “antes” de las Pastores, y algunos más “después” de ella. Este documento es importante, entre otras cosas, porque redescubre la identidad del sacerdote como “pastor” a ejemplo de Jesucristo. Reflexionemos un poco sobre la imagen del sacerdote que se proyecta hoy, preguntándonos: ¿Cómo nos vemos y cómo nos identificamos hoy como sacerdotes? ¿Hemos superado la “idea” del sacerdote como mero funcionario o burócrata? ¿Hay en nosotros y en los laicos todavía alguna “imagen” insuficiente de lo que debe ser el sacerdote hoy? ¿Qué estamos haciendo para fortalecer hoy nuestra identidad de pastores del pueblo de Dios? JUZGAR La Carta a los Hebreos nos enseña que Jesucristo es el único sumo sacerdote de la nueva alianza, que ha ofrecido una vez por siempre el único sacrificio eficaz, ofreciéndose a sí mismo (Heb 7, 26-28; Heb 9, 11-10,18); él es sacerdote para siempre según el orden de Melquisedec (Heb 5, 6; 7, 17). En la exhortación apostólica Pastores Dabo Vobis, el Papa Juan Pablo II propone de nuevo esta enseñanza (PDV 12-13), agregando que Cristo es el Buen Pastor que conoce sus ovejas una por una y ofrece la vida por ellas (Jn 10,11-16), y así es su Jefe pero en el servicio (Cf. Jn 13, 1-20). El Concilio Vaticano II recuerda que Jesucristo comunica a toda la Iglesia la dignidad y la misión sacerdotal (LG, cap. II: la Iglesia es el Pueblo sacerdotal Cf. 1 Ped 2,5; Ap 1, 5-6; 5, 9-10). El sacerdocio anunciado en el AT con Israel (Cf. Ex 19,6), y portado a plenitud en el NT en la Cruz, se realiza en el sacerdocio común de los fieles (PDV 13; Cf. LG, 9-17). Para el servicio de este sacerdocio común, Jesús llama a sí algunos discípulos con un mandato específico y de autoridad, los forma y los envía (Mc 3,14): son los Doce Discípulos y otros discípulos (PDV 14). El establece una estrecha relación entre el ministerio que les ha confiado y su propia misión (Mt 10,40; Jn 20,21). Los Apóstoles llaman otros hombres para continuar esta misión de Cristo:


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son los Obispos, los Presbíteros y los diáconos (PDV 15), que reciben el Espíritu Santo, por la imposición de manos, para esta misión particular. El ministro ordenado encuentra su identidad en ser una prolongación, una participación específica de Cristo, Cabeza y Buen Pastor (PDV 12), su representación (Cf. PDV 15 § 4; 18 § 4). Nuestra identidad de pastores se concreta en la caridad pastoral, aquella virtud con la cual imitamos a Cristo Cabeza y Pastor en su ser y en su obrar (Cf. PDV 23; OT 4). El sacerdocio ministerial está, pues, al servicio del sacerdocio común de los fieles, no sólo en su dimensión cultual, sino en la profética, en la de comunión, en la caridad y en el de misión universal (Cf. LG 10 e Po 12; PDV 37). Configurados con Cristo Buen Pastor, estamos insertos en la vida y en la pastoral de la Iglesia diocesana, somos enviados a apacentar el rebaño, a protegerlo, a cuidar de él, a alimentarlo (Cf. PO 13; Cf. OT 14). Pastores Dabo Vobis sitúa nuestra identidad en el interior de la Iglesia misterio, comunión y misión (PDV 12). Somos hombres del misterio, porque estamos insertos en la comunión trinitaria, y configurados a Cristo Cabeza y Buen Pastor. Somos hombres de la comunión, porque estamos llamados a ser constructores de comunión a todos los niveles (con la ordenación sacerdotal somos, en efecto, introducidos sacramentalmente en la comunión con el Obispo, con los otros presbíteros y con los diáconos, para el servicio al Pueblo de Dios (PO 7-8); la unidad de todo el presbiterio en torno al obispo tiene su raíz en el mismo sacramento del orden recibido (PDV 17). Somos hombres de la misión, que sirven todo el Pueblo de Dios para que se una a su cabeza, Cristo. Somos “Discípulos Pastores” en la comunidad eclesial y a su servicio. Como nos recuerda Aparecida: El pueblo de Dios siente la necesidad de presbíteros discípulos que tengan una profunda experiencia de Dios, configurados con el corazón del Buen Pastor, dóciles a las mociones del Espíritu, que se nutran de la Palabra de Dios, de la Eucaristía y de la oración; presbíteros misioneros movidos por la caridad pastoral, que los lleve a cuidar el rebaño a ellos confiado y a buscar a los más alejados predicando la palabra de Dios, siempre en profunda comunión con su Obispo, con los Presbíteros, con los Diáconos, religiosos, religiosas y laicos; presbíteros servidores de la vida: que estén atentos a las necesidades de los más pobres, comprometidos en la defensa de los derechos de los más débiles y promotores de la cultura de la solidaridad; llenos de misericordia, disponibles también para administrar el sacramento de la reconciliación (DA 199). El Presbítero, a imagen del Buen Pastor, está llamado a ser hombre de la misericordia y la compasión, cercano a su pueblo y servidor de todos, particularmente de los que sufren grandes necesidades. La caridad pastoral, fuente de la espiritualidad sacerdotal, anima y unifica su vida y ministerio, consciente de sus limitaciones, valora la pastoral orgánica y se inserta con gusto en su presbiterio (DA 198). Con una mayor apertura de mentalidad para entender y acoger el “ser” y el “hacer” del laico en la Iglesia (DA 213). Con nuevas actitudes pastorales para acompañar el aprendizaje gradual en el conocimiento, amor y seguimiento de Jesucristo, mediante la iniciación cristiana (DA 291).


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Para cada uno de nosotros, es importantísimo comprender bien la propia identidad de pastores y ayudarnos recíprocamente, para que también los compañeros la comprendan y la vivan fielmente en la propia Iglesia particular. ACTUAR Vamos a los concreto. Dialoguemos: • ¿Esta vocación de “discípulos pastores” cómo nos exige vivir? • ¿Qué pasos nos proponemos en nuestro grupo para ayudarnos a vivir nuestra identidad de discípulos pastores? • ¿En nuestra pastoral, cuáles actitudes perfeccionar para ser verdaderos discípulos pastores?


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V Santificarnos mediante el ejercicio de nuestro ministerio Jn 15,11-16 Les hablo así para que se alegren conmigo y su alegría sea completa. Mi mandamiento es este: que se amen unos a otros como yo los he amado a ustedes. El amor más grande que uno puede tener es dar su vida por sus amigos. Ustedes son mis amigos, si hacen lo que yo les mando. Ya no los llamo siervos, porque el siervo no sabe lo que hace su amo. Los llamo mis amigos, porque les he dado a conocer todo lo que mi Padre me ha dicho. Ustedes no me escogieron a mí, sino que yo los he escogido a ustedes y les he encargado que vayan y den mucho fruto, y que ese fruto permanezca. Así el Padre les dará todo lo que le pidan en mi nombre. VER Mucho hemos escuchado en la actualidad sobre el triste comportamiento y la conducta escandalosa de algunos de nuestros hermanos presbíteros. Estos casos han sido conocidos mundialmente, afectando sin duda nuestra imagen, nuestro ser y quehacer sacerdotal. Por ello es necesario que estemos atentos en nuestro comportamiento, para lograr nuestra santificación, desempeñando el ministerio entre nuestros hermanos; haciendo de nuestro testimonio de vida la mejor defensa y testimoniando a Cristo, viviendo en el mundo pero sin ser del mundo. La falta de celo pastoral, el descuido en la administración de los sacramentos, la frecuente irritabilidad, la vulnerabilidad emocional, la poca calidad de nuestras predicaciones y la búsqueda de compensaciones, responde en la mayoría de las veces al descuido y al abandono de nuestro “ser sacerdotes”, de haber convertido nuestro testimonio en un activismo vacío y carente de Cristo, haciendo de nuestra labor pastoral una obligación, una carga. Nuestra identidad sacerdotal supone la relación de amistad con Cristo, quien nos llama, no a ser sus funcionarios o siervos, sino a ser sus amigos (Jn 15, 9-7). Aparecida nos recuerda que un desafío de los sacerdotes en la actualidad es el desarrollo del ministerio presbiteral en la actual cultura. El presbítero está llamado a conocerla para sembrar en ella semilla del Evangelio, es decir, para que el mensaje de Jesús llegue a ser una interpretación válida, comprensible, esperanzadora y relevante para la vida del hombre y de la mujer de hoy, especialmente para los jóvenes. Este desafío incluye la necesidad de potenciar adecuadamente la formación inicial y permanente de los presbíteros, en sus cuatro dimensiones humana, espiritual, intelectual y pastoral. Los sacerdotes estamos llamados a la santidad, santificándonos en el desarrollo del ministerio pastoral. Toda actividad sacerdotal debe ser una manifestación de la caridad de Cristo, a fin de poder manifestar actitudes y conductas que nos lleven a ser en el mundo “otro Cristo”


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JUZGAR Todos hemos sido elegidos y enviados por Dios a dar frutos, a ser santos: No me han elegido ustedes a mí, sino que yo los he elegido a ustedes, y los he destinado para que vayan y den fruto, y que su fruto permanezca (Jn 15, 16); Sean santos como su Padre celestial es santo (Mt 5,48). La santidad, a la cual estamos todos llamados, consiste en un proceso en el cual vamos hacia la plena unión con Dios, a la plenitud de vida cristiana y a la perfección de la caridad (Cf. LG 40). Los obispos, presbíteros y diáconos, por nuestra parte, hemos sido llamados en la Iglesia como una vocación y misión especial: “Amar” a Jesús “más que los demás” (Cf. Jn 21,15-19). Ser pastores con él, como él y por él. Buenos pastores como Jesús, diferentes del asalariado y de los malos pastores. Como el Buen Pastor (Cf Jn 10,10-17), nos esforzamos en conocer cada una de las ovejas que nos han encomendado, en ir delante de ellas y en dar la vida por ellas. Compartimos con ellas la vida y el servicio al Reino de Dios. Hemos recibido una gracia especial para ser pastores “santos” (PO 12). En este contexto comprendemos la exclamación de Pablo VI: “Si eres sacerdote por qué no eres santo, y si no eres santo para qué eres sacerdote”. La imposición de manos en la ordenación sacerdotal no nos hace automáticamente santos, es necesario colaborar con Dios para dar los frutos que él nos pide. Dios da a los pastores un camino, un instrumento propio para santificarse: Los presbíteros conseguirán de manera propia la santidad ejerciendo auténtica e incansablemente sus ministerios en el Espíritu de Cristo (PO 13). Para que cada actividad ministerial nos santifique, entonces, el ministerio se ha de ejercer: • De manera auténtica, realizando todo y sólo el servicio que nos corresponde en la Iglesia. • De manera incansable, con una caridad pastoral, fuente y motor de cada actividad, que nos lleva a dar vida gozosamente; buscando ante todo la gloria de Dios y el bien de los hermanos. Esta caridad pastoral nos estimulará a preparar y a realizar bien cada actividad, orientándolas al crecimiento personal y comunitario de los hermanos que nos son encomendados en el ministerio. • En el Espíritu de Cristo, en el Espíritu Santo, que es el inspirador, el protagonista de nuestra vida y misión; quién da la luz y la fuerza en el proceso de la santificación. Realizada en esta forma, cada actividad ministerial produce santidad: Nos llevará a una unión progresiva con Dios. Alimentará y renovará nuestra vida para que sea más cristiana, configurándonos progresivamente con Cristo Pastor. Un proceso de crecimiento humano, espiritual, intelectual y pastoral con Jesús y como Jesús. Hará crecer y mejorar nuestra caridad pastoral, con la cual somos, vivimos y servimos como verdaderos pastores según el corazón de


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Dios. Cuando crece, la caridad pastoral produce mayor fruto en nosotros mismos y en nuestra comunidad. Esta santificación se puede lograr en cada uno de nuestros ministerios pastorales: • En el ministerio de la Palabra: el camino es el de meditar lo que leemos, vivir lo que meditamos, enseñar lo que vivimos (Cf. Rito de la Ordenación). • En el ministerio litúrgico, “Considerando lo que realizamos e imitando lo que conmemoramos y conformando nuestra vida con el ministerio de la Cruz del Señor” (ibidem). • En el ministerio de la caridad, cuando vamos dando nuestra vida con Jesús y por él, como el grano de trigo que cae en la tierra, muere y dará fruto abundante (Cf Jn 12,24 26). Animando la comunión nos uniremos mejor a Jesús y a nuestros hermanos. Aumentará y se perfeccionará nuestra caridad pastoral. Realizando nuestra pastoral “misionera”, recibiremos más luz y fortaleza del Espíritu que nos hará dóciles y disponibles para evangelizar todas las gentes. La Diócesis misma es fuente de gracia para nuestra vida y para nuestro ministerio. En la Diócesis, con la Diócesis y por la Diócesis, ejercemos el ministerio pastoral. Unámonos y ayudémonos a ejercer de manera “santificante” nuestro ministerio pastoral. ACTUAR “El Pueblo de Dios siente la necesidad de presbíteros-discípulos: que tengan experiencia de Dios, configurados con el corazón del Buen Pastor, dóciles a las mociones del Espíritu Santo, que se nutre de la Palabra de Dios, de la Eucaristía y de la Oración; de presbíteros-misioneros; movidos por la caridad pastoral: que los lleve a cuidar el rebaño a ellos confiados y a buscar a los más alejados predicando la Palabra de Dios, siempre en profunda comunión con su obispo, los presbíteros, diáconos, religiosos, religiosas y laicos; de presbíteros-servidores de la vida: que estén atentos a las necesidades de los más pobres, comprometidos en la defensa de los derechos de los más débiles y promotores de la cultura de la solidaridad. También presbíteros llenos de misericordia, disponibles para administrar el sacramento de la Reconciliación”. Ante esta necesidad de nuestros fieles y de nuestra urgencia por ser santos en la vida pastoral, es necesario preguntarnos: • • • • •

¿Cuál es la fuente de nuestro ser y quehacer? ¿Qué valor le damos a la oración en nuestro ministerio sacerdotal? ¿Damos testimonio de Cristo con nuestras obras, con nuestro trato a los hermanos y con nuestra caridad pastoral? ¿Qué tanto nos santificamos en la escucha de la Palabra, en nuestras celebraciones litúrgicas y en el servicio de la caridad? ¿Qué podemos hacer para que nuestro testimonio de santidad sea más incisivo para atraer a todos hacia Cristo?


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VI Examen de conciencia sacerdotal Hech. 20, 28 Cuídense a ustedes mismos y a todo el rebaño pues el Espíritu Santo los ha constituido pastores vigilantes de la Iglesia de Dios, que el adquirió con la sangre de su propio Hijo. VER En este texto Pablo, desde Mileto, manda llamar a los responsables de la Iglesia de Éfeso y alerta a los ancianos como responsables de la comunidad cristiana a que sean fieles a las enseñanzas, siendo buenos pastores, apacentando el rebaño que es la Iglesia de Dios cuya sangre de Cristo costó, pero de qué manera: siendo responsables con su vida, dando buen ejemplo y dejándose conducir por el Espíritu Santo que es el que los eligió para dicho cargo. Las palabras de Pablo se hacen sentir entre nosotros porque el Señor nos ha nombrados presbíteros, que significa “el más anciano”, por medio del Orden sagrado, como responsables de una comunidad. En nuestros hombros cae la cruz de la responsabilidad dando buen ejemplo con nuestra propia vida, siendo buenos y auténticos pastores y no de los que habla el profeta Ezequiel (Ez 34), de los que abusan del cargo de pastor apacentándose a sí mismos, olvidándose del rebaño. En PO 13 podemos encontrar el perfil del sacerdote que lo le llevará responder a la misión encomendada de cuidarse a sí mismo y cuidar el rebaño de Dios, esta es la misión encomendada por el Espíritu Santo, puesto que nos ha constituido pastores para vigilar la Iglesia mediante la función del triple ministerio: “la Palabra porque somos ungidos y enviados para anunciar a todos el evangelio del reino…; los sacramentos porque no sólo los celebramos sino que los vivimos; y el servicio a la caridad, en donde estamos llamados a revivir la autoridad y el servicio de Jesucristo Cabeza y Pastor de la Iglesia, animando y guiando a la comunidad eclesial, o sea reuniendo la familia de Dios como una fraternidad animada en la unidad y conduciéndola al Padre por medio de Cristo en el Espíritu Santo. (Cfr. PDV 26). “Por lo que se trata de un ministerio que pide al sacerdote una vida espiritual intensa, rica de aquellas cualidades y virtudes que son típicas de la persona que preside y guía una comunidad: del anciano” (Cfr. PDV 26), de aquel que sabe ser oveja antes que pastor, de aquel pastor que sabe llevar fielmente su ministerio encomendado y que actúa conforme al corazón de Cristo, a sus sentimientos, la compasión, el amor y la misericordia. Por lo que “en él se esperan ver virtudes como la fidelidad, la coherencia, la sabiduría, la acogida de todos, la afabilidad, la firmeza doctrinal en las cosas esenciales, la libertad sobre los puntos de vista subjetivos, el desprendimiento personal, la paciencia, el gusto por el esfuerzo diario, la confianza en la acción escondida de la gracia que se manifiesta en los sencillos y en los pobres (Cfr. Tit 1, 7-8)” (PDV 26). Esto nos tiene que hacer reflexionar, como ovejas, antes que como pastores, para ver qué tan dóciles hemos sido a la voluntad de Dios, para saber cómo dirigimos al rebaño de Dios.


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JUZGAR En su homilía de inicio de pontificado, Benedicto XVI hizo una breve explicación catequética sobre el “palio”, confeccionado con lana de oveja, con el que se reviste el arzobispo: El palio indica primeramente que Cristo nos lleva a todos nosotros. Pero, al mismo tiempo, nos invita a llevarnos unos a otros. Asimismo, el Papa recordaba también que Aquel que nos pide a nosotros, sacerdotes, colaboración en su tarea de pastoreo, es el mismo que comparte de forma misteriosa nuestra propia condición: “El Pastor de todos los hombres, el Dios vivo, se ha hecho él mismo cordero, se ha puesto de la parte de los corderos, de los que son pisoteados y sacrificados”. En nuestras reflexiones con mayor frecuencia nos centramos en la figura del sacerdote como pastor, y no pocas veces dejamos en la sombra nuestra condición de ovejas. Sin embargo, son dos aspectos de nuestra vida que no deberíamos disociar, sino unir siempre como las dos caras de una medalla. Ser oveja significa para nosotros, entre otras posibles cosas, ser dóciles para dejarnos conducir, ser humildes para dejarnos enseñar… ¿qué tanto poseemos estas virtudes: docibilitas et humilitas? Esta doble condición de ser pastores y ovejas del rebaño de Cristo, que tenemos los sacerdotes, es el punto de partida de este breve “examen de conciencia sacerdotal”. Las tentaciones del sacerdote, en cuanto “oveja” del rebaño de Cristo • Falsa seguridad: Uno de nuestros peligros principales puede ser el olvido de que somos tentados como cualquier otro ser humano… Nuestra condición sacerdotal no nos preserva de la tentación del materialismo, del placer; ni tampoco de la búsqueda del poder y del prestigio… “¡Así pues, el que crea estar firme, tenga cuidado de no caer!” (1 Cor 10,12) • Autodidactas: Los sacerdotes tenemos una cierta tendencia a “autodirigirnos” y a “autoevaluarnos” en la vida espiritual, como si fuésemos maestros de nosotros mismos… ¡Y eso no funciona! Dios nos da el “don de consejo” para ejercer como pastores con los que nos han sido encomendados, pero no para con nosotros mismos. Nosotros hemos de ser “pastoreados” por otros hermanos sacerdotes. Cometeríamos un grave error si pensáramos que el director espiritual fue una figura necesaria solamente en el tiempo de formación en el Seminario. • “En casa de herrero, cuchillo de palo”: Ciertamente, los sacerdotes podemos dar por supuesta, equivocadamente, la madurez de nuestra vida espiritual, sintiéndonos dispensados de determinados actos de piedad… Sin embargo, nosotros somos los primeros que necesitamos los medios sobrenaturales para el cultivo de nuestra vida de fe. • Rutina: Es el riesgo que tenemos de acostumbrarnos a lo sagrado, de no conmovernos ante la presencia real de Dios en la Eucaristía… El hecho de ser “administradores” de los tesoros de Dios, nos permite estar especialmente cerca del Misterio, pero también nos puede inducir a la rutina y a la costumbre.


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• Falta de esperanza en nuestra propia santidad: los sacerdotes podemos asumir el rol de ser “altavoces de Dios”, dejando paradójicamente en segundo plano la llamada a la santidad que Dios nos dirige a nosotros mismos. No es infrecuente que nos resulte más fácil confiar en la “Historia de la Salvación” de Dios para con la “humanidad”, que en el plan personal de santificación que tiene con nosotros. La recepción frecuente y esperanzada del sacramento de la penitencia, es el mejor signo de que los sacerdotes mantenemos vivo el deseo de recuperar el “amor primero”. Las tentaciones del sacerdote, en cuanto “pastor” del rebaño de Cristo • Falta de autoestima: El avance de la increencia en nuestra sociedad, puede conducirnos a la tentación de hacer una lectura pesimista de nuestro ministerio sacerdotal… Como les ocurre al resto de los mortales, también nosotros tenemos el riesgo de valorarnos más por el “tener” que por el “ser”; es decir, hacer depender nuestra autoestima del grado del éxito cosechado en nuestros proyectos, y no tanto del valor del tesoro que llevamos entre manos… • Desconfianza hacia la Providencia de Dios: En medio de nuestro empeño pastoral, no podemos olvidar cuáles son el Alfa y la Omega de la Historia de la Salvación: Sólo Cristo es el Redentor del mundo, y nosotros somos meros instrumentos. ¡Sus planes de Salvación para la humanidad, no se verán frustrados! La Iglesia tiene la promesa de indefectibilidad recibida del mismo Cristo. ¡La victoria de Cristo sobre el mal será plena y esplendorosa!... Es frecuente que nosotros suframos porque las cosas no vayan como nosotros pensamos que deberían ir… Pero, como aquellos apóstoles que estaban angustiados el ver cómo Jesús dormía en aquella barca zarandeada por la tempestad, quizá también nosotros necesitemos la reprensión que Jesús dirigió a los suyos: “Hombre de poca fe, ¿por qué dudaste?” (Mc. 4,40; Mt 14,31). • Necesidad de purificar nuestros criterios: Una cosa son las sensibilidades enriquecedoras, y otra muy distinta las “ideologías”, que siempre deben ser purificadas… Baste recordar aquella reprensión de Jesús a Pedro: Tú no juzgas según Dios, sino según los hombres (Mc 8,33). En la Sagrada Escritura y en el Magisterio de la Iglesia encontramos la fuente para conformar nuestros criterios con la luz de la Revelación. • Falta de oración “apostólica”: Es posible que podamos pasarnos la vida diciéndonos a nosotros mismos que, como sacerdotes que somos, hemos de orar más y mejor… Y la pregunta es ¿será cuestión de tiempo? ¿De fuerza de voluntad? ¿O de amor de Dios? Lo indudable es que el pueblo de Dios no sólo requiere de nosotros que seamos “maestros”, sino también “testigos” del mensaje que anunciamos. • Vanidad: Podemos realizar muchas obras “materialmente” buenas, en servicio de Dios y de los fieles; pero que pueden encubrir una cierta búsqueda “subjetiva” de nosotros mismos… Existe el riesgo de interferencias de nuestro amor propio, incluso en el marco de un cumplimiento íntegro del ministerio sacerdotal. • Miedos que nos paralizan: En ocasiones, el miedo al fracaso nos lleva a no arriesgar en nuestras actuaciones, a no dar lo mejor de nosotros mismos. Igualmente, el temor a ser eti-


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quetados o mal comprendidos, también puede disminuir nuestro celo apostólico y nuestra acción en bien de las almas (en el fondo, estamos ante otra manifestación de la vanidad). Falta de método: Nuestra labor sacerdotal, aun siendo muy sacrificada, puede perder eficacia por causa de una forma desordenada de trabajar. A veces podemos abusar de la improvisación, o de no rematar las cosas. Hemos de ver también si compartimos nuestras iniciativas, si delegamos responsabilidades. Falta de cuidado personal: La vida sacerdotal puede conllevar una cierta soledad, de la cual se desprenden determinados riesgos: comer mal, descansar poco, descuido del aseo personal, del vestir, de la salud, hábitos desordenados de la vida, dejar que se enrarezca nuestro carácter… Un cierto nivel de autodisciplina es necesario. Pero, sobre todo, lo más importante es que nuestro descanso interior y exterior lo vivamos “en Cristo”, y no al margen de Él. Impaciencia: Podemos confundir la necesidad de “rigor” con la “impaciencia”, olvidando las palabras del profeta: No romperá la caña resquebrajada, ni apagará la mecha que aún humea (Is 42,3). La radicalidad evangélica no justifica nuestra dureza con los que nos han sido confiados… Por el contrario, en nuestra vida de servicio sacerdotal, es importante el sentido del humor, el cariño y la alegría… es decir, la misericordia. Los predilectos de Cristo y los nuestros: La acción apostólica de Cristo se dirige a todos, sin excepción. Al mismo tiempo, sus predilectos fueron los excluidos, los pobres, los enfermos… Nuestro examen de conciencia nos cuestiona sobre si los pobres y necesitados ocupan el centro de nuestro ministerio sacerdotal: personas en soledad, quienes padecen desequilibrios psíquicos, otros enfermos y ancianos, desempleados, inmigrantes, transeúntes, maltratados… sin olvidar la mayor de las pobrezas, compartida por todos nosotros: el pecado. ¡La administración abnegada del perdón de Cristo, es el máximo signo de la “caridad pastoral”!

ACTUAR Recordemos que un examen de conciencia no es una mera introspección, sino que consiste en abrirnos a la gracia de ver nuestra vida desde los ojos de Dios. Nuestro Patrono, el Santo Cura de Ars, decía: No es el pecador el que vuelve a Dios para pedirle perdón, sino Dios mismo quien va tras el pecador y lo hace volver a Él. Este buen Salvador está lleno de amor que nos busca por todas partes. Tenemos sobradas razones para vivir nuestro “examen de conciencia sacerdotal” llenos de confianza y abiertos a la esperanza de la santidad. Sigue siendo válido el objetivo del Papa cuando convocó el pasado año sacerdotal: “promover el compromiso de renovación interior de todos los sacerdotes, para que su testimonio evangélico en el mundo de hoy sea más intenso e incisivo” y de “favorecer la tensión de los sacerdotes hacia la perfección espiritual, de la cual depende sobre todo la eficacia de su ministerio”. ¿Estamos dispuestos a examinar nuestra conciencia? ¿A estar en una continua revisión de vida? Sugerencia: Exponer el Santísimo y en silencio reflexionar el examen de conciencia sacerdotal que acabamos de leer; para luego hacer un acto penitencial sacerdotal (Confesiones).


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VII El sacerdote hombre y maestro de oración Lc 18,1-8 Jesús les contó una parábola para enseñarles que debían orar siempre, sin desanimarse. Les dijo: “había en un pueblo un juez que ni temía a Dios ni respetaba a los hombres. En el mismo pueblo había también una viuda que tenía un pleito y que fue al juez a pedirle justicia contra su adversario. Durante mucho tiempo el juez no quiso atenderla, pero después pensó: ‘Aunque ni temo a Dios ni respeto a los hombres, sin embargo, como esta viuda no deja de molestarme, la voy a defender para que no siga viniendo y acabe con mi paciencia’”. Y el Señor añadió: “Esto es lo que dijo el juez malo. Pues bien, ¿acaso Dios no defenderá también a sus escogidos, que claman a él día y noche? ¿Los hará esperar? Les digo que los defenderá sin demora. Pero cuando el Hijo del hombre venga, ¿encontrará todavía fe en la tierra?” VER Nuestro retiro mensual es una buena ocasión para hacer oración juntos y también para motivarnos unos a otros a no abandonar la vida de oración. Compartamos sobre nuestra realidad en este aspecto, partiendo de la siguiente reflexión: “En la vida de los presbíteros, llena de actividades y deberes, se corre el riesgo de perder de vista su profundo sentido, si no se cuenta con suficientes espacios para la oración y la reflexión. Para lograr una reflexión madura de la propia existencia, la oración personal ocupa la primacía, unida a la capacidad de autocrítica y conocimiento. Una constante en quienes abandonan el ministerio sacerdotal es que la crisis que los llevó a tomar tan dolorosa decisión, comenzó al dejar la vida de oración, principalmente la oración mental. Así, quien abandona el dialogo profundo con Jesucristo, está más expuesto a sufrir desilusiones, al igual que a levantarse más tardíamente de ellas. Quien ora, no obstante las dificultades que se puedan presentar, podrá mantener la ilusión, y si la ha perdido, con mayor facilidad podrá adquirirla nuevamente, pues sabrá descubrir el plan de Dios aún en aquellas situaciones desconcertantes. Por el contrario, cuando perdemos la comunión con Dios en la oración, fácilmente podemos extraviar el camino; y todo lo que realizamos, poco a poco, va perdiendo su significado” (Mons. Miguel Romano Gómez, Tesoro en vasijas de barro, 53-54). JUZGAR Es Jesús el que nos enseña a orar: Cuando oren, digan: Padre… (Lc 11,2). Y en Mt 6,9 leemos: Padre Nuestro… El Señor no cesó de orar durante su vida terrena. Como Hijo de Dios, se hizo hombre en su encarnación, él expresaba humanamente su realización filial al Padre en la oración. Nosotros participamos en modo particular en la oración sacerdotal de Cristo. Somos también ordenados para ser ministros de la oración, “educadores de la oración” (PDV 47). Se debe orar para cumplir esta misión. La oración es garantía de nuestra fidelidad: sin oración el


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cuerpo cede (Mt 17,14-21). Sin oración, perdemos el significado de hombres configurados con Cristo. Los hombres piden al ministro ordenado ser “el hombre de Dios, aquel que pertenece a Dios y hace pensar en Dios […], un hombre que les ayuda a ver a Dios, a subir hacia él” (PDV 47). Somos llamados a ser hombres de oración constante, como los primeros cristianos reunidos alrededor de los Apóstoles (Hech 2,42). La Eucaristía es la oración de acción de gracias por excelencia y debe permanecer al centro de nuestra vida. Nuestra oración no se reduce, sólo a este momento fuerte: hay varias formas. San Pablo dice a los tesalonicenses: “Oren sin interrupción. Den gracias de cada cosa: esta es la voluntad de Dios a nuestro encargo, en Jesucristo” (1Tes 5,17-18; Cf. Ef 5,20). La oración cristiana es, por lo tanto, participación en la oración filial de Cristo al Padre (Cf. Mt 14, 19; 15, 36; Lc 3,21-22; 6, 12; DMVP 40). Para ser amigos de Dios, hombres de oración, es necesario: • Formarse para una profunda intimidad con Dios: nos educamos al valor religioso del silencio, para percibir la presencia de Dios (Cf. PDV 47), para encontrar la comunión con Dios (Cf DMVP 42); es necesario, por consiguiente, reservar un tiempo suficiente a la oración estrictamente personal: la oración mental y el examen de conciencia (Cf DMVP 39). • Valorar la oración de la Liturgia de las Horas como oración de Cristo con la Iglesia (Cf SC 84); nosotros oramos el Oficio Divino con la Iglesia y a nombre de la Iglesia por todo el Pueblo de Dios a nosotros confiado (PO 5,4; 13.39), haciendo que se convierta en una oración capaz de alimentar nuestra alma. • Convertirnos en testigos de una profunda comunión con Dios, de amistad con Cristo (PDV 45-46): él nos llama amigos (Jn 15,15); nuestra respuesta debe ser una verdadera búsqueda de él (Cf PDV 46). • Orar con la Palabra de Dios en la Lectio Divina: leer, escuchar, meditar, contemplar; después, aplicarla a la vida y anunciarla a otros. • Dar una justa dimensión trinitaria (Cf PDV 47) a nuestra oración, y cultivar la oración a María (Cf DMVP 39) como madre disponible, acogedora, receptiva, que nos conduce a su hijo. Somos también llamados y ordenados para ser maestros y ministros de oración para todo el pueblo de Dios. Ser maestros de oración es un aspecto importante de nuestra misión (Cf PDV 47). Tenemos la misión de acompañar a todos los cristianos para que toda su vida se convierta en oración (Cf PO 5). La llamada a ser amigos de Dios nos recuerda, también, que no podemos ser ministros de oración, enseñar a orar (Cf Lc 11,1), si no oramos. El ministro ordenado es maestro de oración: • En la Eucaristía que hace presente la oración sacerdotal de Cristo en la Cena; • En los salmos de la Liturgia de las Horas que Jesús ha orado;


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• Cuando ofrece un ejemplo de vida de oración con sus meditaciones delante del Santísimo y con la organización de momentos fuertes de oración comunitaria, orando por y con la comunidad; • Cuando acompaña a grupos de oración reunidos para la meditación de la Palabra de Dios; • Cuando ilustra el significado de la celebración eucarística y de sus ricos textos de acción de gracias; • Cuando explica la Liturgia de la Horas y enseña el Espíritu que hay que tener en esta oración. Nuestro ministerio sacerdotal conlleva, también, el ser animadores espirituales: • Un acompañamiento individual en la búsqueda de la voluntad de Dios y de la propia vocación; • Invitar a la contemplación, a la adoración, a la oración diaria prolongada. • Un acompañamiento de los fieles en las devociones con una buena catequesis; nuestra presencia es preciosa cuando nuestra comunidad ora el Rosario, el Vía Crucis o la Adoración al Santísimo Sacramento (DMVP 39). Esto requiere una adecuada preparación personal. Los medios son: la confesión frecuente, la práctica de la dirección espiritual, el examen de conciencia, la participación en los ejercicios espirituales y en los retiros, la lectura de los grandes maestros de espiritualidad y de biografías de santos. ACTUAR Parte muy importante de nuestra misión es ser amigos de Dios, maestros de oración y animadores espirituales. Con esto colaboramos efectivamente al crecimiento del Reino de Dios en nuestra Iglesia particular y en el mundo. Acompañémonos mutuamente para ser más amigos de Dios y animadores espirituales de nuestros hermanos. Dialoguemos: • ¿Cómo vivir mejor la oración y la liturgia, los ejercicios espirituales, los retiros, el sacramento de la Reconciliación, la lectio divina, etc., para ser más hombres de Dios? • ¿Qué hacer para mejorar el acompañamiento espiritual entre nosotros? • ¿Qué nuevos pasos proponemos para un acompañamiento espiritual más eficaz de nuestros fieles?


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VIII Nuestra obediencia sacerdotal Filip 2,5-11 Tengan unos con otros la manera de pensar propia de quien está unido a Cristo Jesús, el cual, aunque existía con el mismo ser de Dios, no se aferró a su igualdad con él, sino que renunció a lo que era suyo y tomó naturaleza de siervo. Haciéndose como todos los hombres y presentándose como un hombre cualquiera, se humilló a sí mismo, haciéndose obediente hasta la muerte, hasta la muerte en la cruz. Por eso Dios le dio el más alto honor y el más excelente de todos los nombres, para que, ante ese nombre concedido a Jesús, doblen todos las rodillas en el cielo, en la tierra y debajo de la tierra, y todos reconozcan que Jesucristo es Señor, para gloria de Dios Padre. VER Hablar de la obediencia sacerdotal, es recordar una de las tres exigencias que el sacerdote asume desde el día de su ordenación. Nuestra obediencia sacerdotal no es otra cosa que la entrega de la propia libertad para poder vivir en comunión eclesial el amor pastoral. El Directorio para la vida y ministerio de los presbíteros nos recuerda que la obediencia es un valor sacerdotal de primordial importancia. El mismo sacrificio de Jesús sobre la cruz adquirió significado y valor salvífico a causa de su obediencia y de su fidelidad a la voluntad del Padre. Se puede decir por tanto, que la obediencia al Padre está en el mismo sacerdocio de Cristo. Al igual que para Cristo, también para el presbítero la obediencia expresa la voluntad de Dios, que le es manifestada por medio de los superiores. Esta disponibilidad debe ser entendida como una verdadera actuación de la libertad personal, consecuencia de una elección madurada constantemente en la presencia de Dios en la oración. Estas palabras del Directorio parecen chocar hoy más que nunca con el ambiente de la cultura contemporánea que nos ha tocado vivir. En la actualidad se defiende a ultranza la libertad de la persona, su autonomía y el derecho a vivir según el propio gusto y conveniencia. Esta realidad se manifiesta, sin duda, en la vida de los presbíteros y por momentos parece invitarnos a perder no solo el sentido de la obediencia, sino la razón misma del ser sacerdote. Ante la situación en la que vivimos inmersos, es necesario redescubrir el sentido y la riqueza de poder vivir la obediencia como un estilo de vida sacerdotal, aceptado como un don de Dios para poder seguir el ejemplo de Jesucristo, obediente hasta la entrega de la propia vida. JUZGAR La obediencia es la disposición de ánimo por la cual siempre los presbíteros, ministros ordenados están listos a buscar no la satisfacción de su propios deseos, sino el cumplimiento de la voluntad de Dios (Cf. Jn 4,34; 5, 30; 6,38; PO 15; PDV 28), una virtud, que va unida a la humildad y que invita a someter la propia existencia a Cristo. Esto significa, pues, que no so-


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mos dueños sino siervos y administradores de los misterios de Dios e instrumentos de Cristo para la salvación del mundo. Nuestra obediencia es participación de la obediencia total de Cristo a la voluntad del Padre. Muchos trozos del Evangelio ponen en evidencia esta obediencia de Jesucristo: Mi alimento es hacer la voluntad de Aquel que me ha enviado y llevar a cumplimiento su obra (Jn 4,34); Yo no puedo hacer nada por mí mismo… no busco mi voluntad, sino la voluntad de Aquel que me ha mandado (Jn 5,30; 6, 38; Cf también Mt 26,39; Jn 10,18; Fil 2,8; Heb 5,8; 10,7). Jesucristo hace sólo aquello que quiere el Padre. Su misión, aquella que ha dejado a la Iglesia y que somos llamados a cumplir en modo especial, es la de hacer la voluntad del Padre. Ser discípulos y ministros de Cristo, significa entonces adherirnos completamente a su misión, dejándonos guiar por el Padre (Cf. PO 15). Ser ministros quiere decir ser grandes en el servicio, para construir y animar toda la Iglesia Cuerpo de Cristo (Cf. Ef 4, 12-13). Con esta humildad y obediencia responsable y voluntaria los presbíteros se configuran a ejemplo de Cristo, y llegan a tener en ellos los mismos sentimientos de Cristo Jesús, el cual se humilló así mismo tomando la condición de siervo… Hecho obediente hasta la muerte (Fil 2, 7-8, Cf. PO 15) y ha sido exaltado en gloria y poder. La comunión vivida en el colegio de los apóstoles en torno a Jesucristo, continúa en la colegialidad del orden episcopal en unión con el Papa (Cf LG 22). La obediencia del Obispo a la Sede Apostólica garantiza la unidad del colegio episcopal y de la Iglesia (Cf. PGR 56) y el fruto de su ministerio pastoral (Cf. CIC, cc. 380-381). “El ministerio sacerdotal, dado que es el ministerio de la Iglesia misma, no puede ser realizado sino en la comunión jerárquica de todo el cuerpo. La caridad pastoral exige por tanto que los presbíteros, trabajando en esta comunión, con la obediencia hagan entrega de la propia voluntad en el servicio de Dios y de los hermanos, recibiendo y poniendo en práctica con espíritu de fe, las prescripciones y los consejos del sumo Pontífice, de su Obispo y de los otros superiores, y dando gustosamente todo de sí en cada encargo que les sea encomendado, aunque sea humilde y pobre” (Po 15; Cf DMVP 61). También el diácono promete obediencia al Obispo, empeñándose así a obrar en coherencia como Cristo con la voluntad del Padre y de la Iglesia (Cf DMVP 8). Además, somos llamados a una obediencia pastoral, es decir vivida en un clima de constante disponibilidad a la misión, “vivida sin servilismos… sin autoritarismo y sin opciones demagógicas” (PVD 28). Es la búsqueda de la voluntad de Dios, llevada en unión al Obispo y al presbiterio, en un clima de amistad, de libertad evangélica, fundada en el amor, de cordialidad y de verdad (Cf. ibidem). Una obediencia comunitaria, en cuanto profundamente integrada en la comunión de la Iglesia local para favorecer la comunión fraterna y la comunión pastoral, especialmente con el Obispo y con el presbiterio diocesano. Una obediencia solidaria que manifiesta orientaciones y opciones dentro de la única Iglesia local reunida en torno al Obispo (Cf. Ibidem).


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En la formación a la obediencia nos ayuda: • El estudio de la Palabra de Dios y la lectio divina para contemplar el ejemplo y la enseñanza de Cristo obediente (Cf Fil 2,8) y para comprender lo que significa “hacer la voluntad de Dios”, darse por el servicio del hombre, como Jesucristo. • La obediencia al magisterio eclesiástico en el campo de la doctrina: El Papa y los obispos, en comunión con él, tienen la misión de confirmar en la fe a todo el pueblo. • La aceptación y la práctica de una cierta ascesis: habituarse a no amarrarse demasiado a las propias preferencias e ideas, y a los propios pareceres; dar a los demás la posibilidad de valorar sus talentos y sus capacidades intelectuales, sin rivalidad, envidia o celos (Cf PDV 28). La meditación en el significado de la caridad pastoral: No estamos destinados ni al dominio ni a los honores, sino a un ministerio de humildad y de abnegación de sí mismo (Cf OT 9). • La profundización de la eclesiología de comunión. Para vivir mejor la obediencia en nuestro Presbiterio, hay experiencias útiles de comunión y servicios de apoyo: • Dar ejemplo de unidad y de obediencia en el diálogo y en el respeto de los hermanos. • Obedecer en Cristo, para saber cómo pedir, según el Evangelio, la obediencia a los otros (Cf PDV 28). • Fundar las relaciones sobre la comunión de caridad, basada en el sacramento del Orden recibido y sobre la unidad del cuerpo místico de Cristo. • Favorecer el diálogo franco y respetuoso, enriquecido de paciencia y de caridad, cuando surgen tensiones o contrastes entre los hermanos, en el ejercicio del ministerio pastoral. • Utilizar y reforzar las estructuras de colaboración a nivel diocesano y parroquial, como el consejo presbiteral y los consejos pastorales, para ponernos de acuerdo en proyectos concretos de pastoral de conjunto. ACTUAR Persuadidos de que “la grandeza del sacerdote consiste en la imitación de Jesucristo”, los sacerdotes, por lo tanto, escucharán más que nunca el llamamiento, del divino Maestro: Si alguno quiere seguirme, renuncie a sí mismo, tome su cruz y sígame (Mt 16, 24). El Santo Cura de Ars, según se refiere, había meditado con frecuencia esta frase de nuestro Señor y procuraba ponerla en práctica. Dios le hizo la gracia de que permaneciera heroicamente fiel; y su ejemplo nos guía aún por los caminos de la ascesis, en la que brilla con gran esplendor por su pobreza, castidad y obediencia. Del espíritu de obediencia del Santo son innumerables los testimonios, pudiendo afirmarse que para él la exacta fidelidad al promitto de la ordenación fue la ocasión para una renuncia continuada durante cuarenta años. Es necesario por tanto, que nosotros analicemos cómo hemos vivido aquella promesa de la ordenación y hacer un serio análisis personal sobre nuestra obediencia en todos los sentidos, con el obispo y los superiores, a la liturgia y a las normas de nuestra Iglesia, qué tan obedientes somos a la Palabra de Dios, a la recepción y la


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impartici贸n de los sacramentos y, sobre todo, qu茅 tan obedientes somos para hacer la voluntad del Padre y no la nuestra. Propongamos algo en concreto para mejorar nuestra obediencia en el ministerio sacerdotal que Dios nos ha confiado.


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IX Nuestro celibato sacerdotal Mt 19,1-12 Cuando Jesús terminó de decir estas palabras, dejó Galilea y fue al territorio de Judea, más allá del Jordán. Lo siguió una gran multitud y allí curó a los enfermos. Se acercaron a él algunos fariseos y, para ponerlo a prueba, le dijeron: “¿Es lícito al hombre divorciarse de su mujer por cualquier motivo?” Él respondió: “¿No han leído ustedes que el Creador, desde el principio, los hizo varón y mujer; y que dijo: Por eso, el hombre dejará a su padre y a su madre para unirse a su mujer, y los dos no serán sino una sola carne? De manera que ya no son dos, sino una sola carne. Que el hombre no separe lo que Dios ha unido”. Le replicaron: “Entonces, ¿por qué Moisés prescribió entregar una declaración de divorcio cuando uno se separa?” Él les dijo: “Moisés les permitió divorciarse de su mujer, debido a la dureza del corazón de ustedes, pero al principio no era así. Por lo tanto, yo les digo: El que se divorcia de su mujer, a no ser en caso de unión ilegal, y se casa con otra, comete adulterio”. Los discípulos le dijeron: “Si esta es la situación del hombre con respecto a su mujer, no conviene casarse”. Y él les respondió: “No todos entienden este lenguaje, sino sólo aquellos a quienes se les ha concedido. En efecto, algunos no se casan, porque nacieron impotentes del seno de su madre; otros, porque fueron castrados por los hombres; y hay otros que decidieron no casarse a causa del Reino de los Cielos. ¡El que pueda entender, que entienda!” VER En la última asamblea nacional de la Dimensión Episcopal del Clero (Toluca, agosto de 2010) se presentaron los desafíos de la realidad sociocultural, presbiteral y eclesial en la vida y ministerios de los presbíteros de México. Sobre la base de serios estudios a nivel nacional acerca la situación de la realidad de los presbíteros de todo el país, se identifican “ocho áreas de oportunidad que es necesario afrontar” y que se expresan de la siguiente manera: (1) Salud y desarrollo físico, (2) Integración afectiva y sexual del sacerdote, (3) Baja autoestima, (4) procesos de socialización, (5) autoafirmación por el poder, tener o placer, (6) vida espiritual sólida, (7) caridad pastoral y (8) interés intelectual. Respecto a la segunda área de oportunidad, que se refiere a la integración afectiva y sexual del sacerdote, el estudio mencionado, la describe así: “Un número significativo de sacerdotes no ha logrado vivir su sexualidad como un valor positivo y como una riqueza de su personalidad para manifestar, vivir y expresar el amor como un don de sí mismo para los demás, como hombres y como sacerdotes. “Las dificultades que se presentan en este factor de la personalidad son: incapacidad para dar y recibir afecto, actos masturbatorios, relaciones heterosexuales con una o varias mujeres, obsesiones o compulsiones sexuales, necesidad de autoerotismo viendo pornografía en películas, revistas e Internet, asistencia a lugares de diversión para adultos, homosexualidad y pocos casos de pedofilia.


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“Es importante resaltar cómo en algunos casos se da una desintegración entre sus valores, ideales y estilo de vida, de tal manera que pueden dejar el sacerdocio y vivir establemente con una mujer que estuvo casada o asistir a antros homosexuales, revelar su identidad homosexual en Internet, dificultad para aceptar y enfrentar sus problemas afectivo-sexuales y con mucha resistencia y mecanismos de defensa al respecto. Además de los sacerdotes que se han visto implicados en escándalos sexuales y que se han divulgado en los medios de comunicación social”. Dialoguemos acerca de esta problemática que se percibe a nivel nacional y cómo nos está afectando en nuestro presbiterio. JUZGAR El celibato por el reino de Dios es un “don precioso de la gracia divina, dado por el Padre a algunos” (Cf PDV 29; Mt 19,11; 1Cor 7,7). La caridad pastoral es, en efecto, reforzada por el don de la castidad en el celibato. Ella tiene una motivación religiosa: es por el Reino. El compromiso asumido en el celibato va más allá de la simple renuncia al matrimonio. En efecto, invita a donarse a Dios y a los hermanos, y a conducir la comunidad cristiana como virgen unida a un único esposo, Cristo (Cf PO 16; PDV 29). Se trata de la “opción de un amor más grande y sin divisiones, por Cristo y por su Iglesia, en la disponibilidad plena y gozosa del corazón para el ministerio pastoral” (PDV 50). Es una fuerza de testimonio profético al mundo. La dimensión cristológica del celibato es decisiva. El célibe participa del celibato-castidad de Cristo, esto es, de su amor exclusivo por toda la humanidad. El celibato implica, entonces, una amistad profunda con Cristo, en la dedicación esponsal a su obra de salvación. Entonces, con la virginidad o celibato por el reino de los cielos, los presbíteros se consagran a Dios con un nuevo y excelso título, se adhieren más fácilmente a él y con un corazón no dividido se dedican más libremente en él y por él al servicio de Dios y de los hombres (Cf PO 16). Hay una dimensión eclesiológica del celibato. El celibato invita a ser signo del amor esponsal entre Cristo y su Iglesia, a amarla y servirle como él la ama, a dedicar nuestras energías y tiempo al servicio de la comunidad a nosotros encomendada. Él es, en efecto, signo y al mismo tiempo estímulo de la caridad pastoral, y fuente especial de fecundidad espiritual en el mundo. Con el celibato, los presbíteros sirven con mayor eficacia el Reino de Dios y su obra de regeneración sobrenatural, y en ese modo se disponen mejor a recibir una más amplia paternidad en Cristo (Cf PO 16). El celibato tiene, también, una dimensión antropológica. Cuando es vivido como signo de imitación de Cristo en el ser y el hacer, ayuda a conseguir la madurez humana y cristiana. Esta


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forma de vida implica renuncias y sacrificio. La renuncia al matrimonio, que exige la privación del gozar de un amor conyugal. Sin embargo, las inclinaciones de la afectividad y las pulsiones del instinto permanecen. Se necesita, entonces, entrar en un proceso permanente de madurez del amor y de la propia capacidad de vigilar y de ser prudentes (CF PDV 44). El celibato es un camino que nos lleva a la plena realización en el amor, amor respecto de aquellos a los cuales somos enviados con este don y vocación. El celibato por el Reino, tiene también una dimensión escatológica, como anticipo del encuentro final con Cristo, en una nueva humanidad (Cf PO 16). Los pastores atestiguan frente a los hombres de querer dedicarse exclusivamente a la misión de esposar los cristianos son el único Esposo y de presentarlos a Cristo como virgen casta, manifestando así el antiguo desposorio instituido por Dios, que se manifestará plenamente en el futuro cuando la Iglesia será eternamente unida a Cristo su único Esposo. Ellos además se convierten en signo viviente de aquel mundo futuro, ya presente a través de la fe y de la caridad, en el cual los hijos de la resurrección no se unen en matrimonio (Cf PO 16). En el proceso de formación permanente para el celibato (Cf PDV 29.50) nos ayuda: • Descubrir el celibato como expresión de un amor sin divisiones por Cristo y por la Iglesia, en una disponibilidad plena y gozosa del corazón para el ministerio pastoral, y no como una simple normativa funcional (Cf PDV 50). • Tener una vida espiritual fuerte, una grande devoción eucarística y mariana; comprometerse en la oración contemplativa; • Ser realista: El celibato vivido en la castidad es un camino difícil que exige una constante maduración afectiva; se necesita aprender amar de modo maduro; educarse al amor verdadero: pasar del “amor captativo” al “amor oblativo”, dejándose guiar de motivaciones evangélicas que justifican nuestra opción de vida; • Cultivar la amistad verdadera y sincera, según el modelo de las relaciones de fraternidad y de amistad que Jesús ha tenido con los Apóstoles y otros amigos y amigas suyos (Cf Jn 11, 5; PDV 44); vigilar los signos de posesividad en las relaciones, como los celos y los modos dominantes de comportarse; tener amistades a la luz del sol: esconderse es morir; • Comportarse dignamente con las mujeres, evitando en los encuentros con ellas expresiones de ternura o de intimidad legítimas sólo entre marido y mujer; comportarse bien con los jóvenes, que tienen confianza en nosotros; el proceso formativo existe, entonces el autocontrol; • Educarse a vivir en un mundo habitado de hombres y mujeres, eliminando toda actitud de miedo, de arrogancia, de superioridad basada sobre el sexo, de frialdad excesiva; • Asumir nuestra identidad masculina, para desarrollar relaciones normales con todos: Tener una paternidad espiritual sobre los hombres y mujeres que encontramos;


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• Desarrollar un modo no físico de manifestar la intimidad con las personas, como la conversación y la correspondencia epistolar, el compartir de servicios ministeriales o de pasiones intelectuales; • Controlar las propias emociones sin reprimirlas; aceptar y reconocer en modo sereno las propias pulsiones sexuales, sin que cada movimiento produzca un shock; aprender a controlar el propio pensamiento, las inclinaciones del espíritu, y las tentaciones del cuerpo , y a tener estima y respeto en las relaciones con hombres y mujeres (Cf PDV 44); • Vivir la soledad como el lugar del encuentro con Dios; • Hacerse acompañar de un director espiritual o de una amigo maduro. Para vivir mejor el don del celibato, son también necesarios algunos medios de comunión y servicios de apoyo: • Estimar la amistad y la fraternidad sacerdotal, tanto como la autodisciplina y el dominio de sí; • Informar la propia familia y los fieles laicos colaboradores sobre la misión pastoral y las motivaciones evangélicas, espirituales, y pastorales del celibato sacerdotal, para favorecer su apoyo, su colaboración y su sincera amistad; • Adoptar formas de comunión con los hermanos, que ayuden a superar muchos límites y tentaciones de una vida solitaria (Cf PO 8; PDV 81). • Apreciemos el don del celibato y, confiados en la gracia de Dios, comprometámonos en ello generosamente y de corazón, y esforcémonos en perseverar fielmente en este estado. • Vivamos el celibato como ocasión de maduración afectiva, de fidelidad al propio estado de vida y como estímulo de nuestro amor de pastores a Cristo, a su Iglesia y a todos los hombres. ACTUAR Dialoguemos: • ¿Cuáles medios nos han ayudado más a vivir plenamente nuestro celibato sacerdotal? • ¿Cuáles servicios diocesanos conviene reforzar para favorecer nuestra renovación y nuestra fidelidad en este campo?


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X Nuestra pobreza sacerdotal Lc 9,57-62 Mientras iban de camino, un hombre le dijo a Jesús: “Señor, deseo seguirte a dondequiera que vayas”. Jesús le contestó: “Las zorras tienen cuevas y las aves tienen nidos; pero el Hijo del hombre no tiene donde recostar la cabeza”. Jesús le dijo a otro: “Sígueme”. Pero él respondió: “Señor, déjame ir primero a enterrar a mi padre”. Jesús le contestó: “Deja que los muertos entierren a sus muertos; tú ve y anuncia el reino de Dios” Otro le dijo: “Señor, quiero seguirte, pero primero déjame ir a despedirme de los de mi casa”. Jesús le contestó: El que pone la mano en el arado y sigue mirando atrás, no sirve para el reino de Dios”. VER El tema de la pobreza evangélica resulta siempre un tema “controvertido” en la vida sacerdotal, ya que frecuentemente son muy diversos los “criterios” que manejamos respecto a la administración de los bienes terrenos, tanto los propios como los de la Iglesia, pero para un adecuado enfoque debemos partir siempre de la dimensión salvífica que Cristo encarnó en este tema. En efecto, Jesús nos enseña que el verdadero bien, la verdadera riqueza que hemos de buscar es Dios:¿Qué cosa sirve al hombre ganar el mundo entero, si pierde la propia vida? Porque, ¿qué cosa podría dar el hombre en cambio de la propia vida? (Mc 8,36-37). Él ha asumido la pobreza material como estilo de vida para estar más unido al Padre: El hijo del hombre no tiene donde apoyar la cabeza (Mt 8, 20). Nacido en la pobreza, vivió pobre en Nazaret, estaba desnudo en el momento de su muerte sobre la cruz. Él, además, se presenta como el enviado del Padre para salvar los pobres (Cf. Lc 4, 18), por eso no duda en declararlos bienaventurados (Cf. Mt 5, 3). San Pablo indica esta actitud del Maestro como estilo de vida del cristiano: Conozcan la gracia de nuestro Señor Jesucristo: de rico que era se ha hecho pobre por ustedes, para que ustedes lleguen a ser ricos por medio de su pobreza (2 Cor 8,9; Cf. Fil 2,5 – 8). Preguntémonos y dialoguemos: ¿Qué criterios estamos manejando para la administración de los bienes terrenos tanto propios como eclesiales? ¿Qué es lo más urgente en nuestro presbiterio para favorecer una “conversión pastoral” respecto al tema de la pobreza evangélica? JUZGAR Es en la pobreza evangélica en la cual nos deberemos comprometer como pastores. Es “sumisión de todos los bienes al Bien supremo de Dios y de su reino” (PDV 30), y confianza total en él. Somos llamados a configurarnos con Cristo en el ser y en el hacer, para llegar a hacernos pobres por amor de los hombres como él (Cf. Ef 5, 2). La pobreza está íntimamente ligada a la caridad pastoral. Tiene una fuerte dimensión cristológica, como signo de la presencia de Cristo pobre. Ella refuerza la disponibilidad y la fecundidad apostólica en la Iglesia. Tiene, pues, una dimensión eclesiológica.


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La pobreza voluntaria es útil para nuestro ministerio pastoral. Muy recomendada por Jesús a sus discípulos en los discursos de la misión (Cf. Mt 10, 9-10; MC 6, 8 – 9; Lc 9, 3), ella hacer libres, según el Evangelio, para la misión. Así no nos dejemos corromper por los bienes terrenos como el dinero, los honores, los encargos, la comodidad, las posesiones, el tiempo… y de todo aquello que puede impedir el recto cumplimiento de la misión (Cf. PO 17; PDV 30). Tiene, pues, una dimensión profética. La pobreza, además, nos hace sensibles al servicio de los más pobres, a los marginados, a los sin voz, a los sin afecto, a los sin tierra, a los desocupados, a los perseguidos, y para la compartir con ellos. Ella tiene, entonces, una dimensión social. La pobreza evangélica del ministro ordenado es signo del buen pastor. La comunidad humana tiene necesidad de este signo y testimonio de pobreza evangélica de parte de los pastores, para crear un mundo solidario, un mundo justo y fraterno, la comunión entre todos los hombres y todas las naciones (Cf. SRS 40; PDV 30). Se trata, entonces, de un gran signo de esperanza y de anuncio de la fraternidad universal querida por Jesucristo. Ella tiene, entonces, también una dimensión escatológica. ¿Cómo vivir el espíritu de pobreza evangélica? Nuestra pobreza debe manifestarse a través de signos evangélicos visibles, evidentes y claros: • La simplicidad y la moderación en el uso de los bienes terrenos, en el modo de vestir, en los medios de trasporte, en los lugares escogidos para vacaciones, etc. Evitar cualquier tipo de vanidad que pueda alejar a los pobres (Cf PO 17). • La fraternidad sacerdotal: Compartir con los hermanos necesitados del presbiterio. • La equidad en la distribución de los bienes entre los hermanos (Cf PDV 30). • El Espíritu de sacrificio, la alegría en el servicio pastoral y en la vida de la comunión; la humildad y la disponibilidad ministerial. • La justicia y la total “trasparencia” en la administración de los bienes de la comunidad: evitar comportarse como si fueran un patrimonio propio, sino desarrollar la conciencia de que se trata de cosas de las cuales se debe rendir cuenta a Dios y a los hermanos (Cf. ibidem). La fidelidad a la finalidad de los bienes recibidos en el ministerio pastoral: para el sostenimiento del clero, del culto, y del apoyo a los pobres. • La opción preferencial por los pobres, sobre todo en la propia comunidad eclesial; con la disponibilidad a privarnos de los superfluo que puede contradecir nuestro testimonio (Cf. PO 17; CIC, canon 282; 387). • La apertura del corazón, la solidaridad con todos y el espíritu de acogida: “Organicen su casa de tal modo que no resulte cerrada a ninguno y que ninguno, así sea el más humilde, tenga temor de frecuentarla” (PO 17). Pasos a dar para crecer en nuestro espíritu de pobreza evangélica: • Contemplar en la meditación de la Palabra de Dios el ejemplo de la pobreza de Jesús (Cf. Ibidem; DMVP 67);


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• Profundizar, en la teología espiritual, el significado profundo de la pobreza como virtud que invita a reconocer los propios límites, y a tener confianza en Dios (Cf. Lc 1, 52-53), y como servicio del amor de Dios, por la construcción del Reino; distinguir entre la pobreza que debemos amar y la pobreza que hemos de combatir por el Reino de Dios, entre la pobreza como bien y virtud y la pobreza como mal, para no caer en un espiritualismo vacio. • Educarnos al uso común de los bienes (Cf. PDV 30). • Evitar preocuparnos de las propias comodidades, de un excesivo bienestar de la casa parroquial o del obispado: En el uso de los bienes, tener la recta intención y el desprendimiento de quien tiene su tesoro en los cielos (Cf. DMVP 67); abstenerse de las actividades lucrativas no acordes con el ministerio sacerdotal (Cf. ibidem). • Hacer una revisión crítica de las actitudes y decisiones en materia de consumo, también para aquello que se refiere al arreglo de la Iglesia (sagrarios dorados, imágenes costosas, etc.). • Contemplar e imitar a María, discípula perfecta (Cf. MC 35) y el modelo de adhesión a la voluntad del Padre (Cf. Lc 1, 38) y de pobreza (Cf. Lc 1,46-55). • Acudir a consejo espiritual y a la revisión de vida. ACTUAR Nuestro Obispo diocesano, en la visita pastoral que ha estado realizando en los decanatos, ha descubierto la necesidad de que reflexionemos a fondo, desde el presbiterio, sobre el tema de la pobreza evangélica desde un punto de vista integral, es decir, que hagamos un estudio desde sus varias dimensiones (v. gr.: teológico-espiritual, histórico, litúrgico, canónico, etc.) y no sólo desde el aspecto arancelario. A través del Consejo Presbiteral, durante este año 2011 llevaremos a cabo este estudio y serán los miembros de este Consejo, como representantes de los diferentes grupos de sacerdotes, quienes sean los responsables de llevar al Obispo las inquietudes del presbiterio respecto a este tema. Por ello, invitamos a organizar reuniones de estudio dedicadas a abordar este tema, y ofrecer sus reflexiones al Consejo Presbiteral. Con esta finalidad se ofrecen en este mismo folleto algunos subsidios que pueden ser útiles para el caso.


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“Jesucristo, siendo rico, se hizo pobre para enriquecernos con su pobreza”

II Parte Guiones para los estudios mensuales en los decanatos Presentamos en este subsidio guiones que sirvan para organizar jornadas de estudio en los decanatos y otras instituciones de nuestra Diócesis, recopilados y elaborados, por una parte, para llevar a cabo los objetivos propuestos por la Comisión del Clero para el año 2011, que son los siguientes: Objetivo general: Consolidar la identidad del sacerdote mediante la asimilación de una conversión permanente que nos lleve a una espiritualidad más sólida, vivida en comunión, para que exprese de manera más convincente nuestro ser de discípulos misioneros en la Diócesis de Zacatecas. Objetivos por dimensiones: Espiritual: Fomentar la espiritualidad propia del presbítero diocesano. Humana: Tomar conciencia de la necesidad de la formación permanente para fomentar nuestra identidad sacerdotal. Intelectual: Favorecer el estudio en los decanatos ofreciendo subsidios. Pastoral: Fomentar la comunión y fraternidad sacerdotal, especialmente en los encuentros sacerdotales que toca organizar y programar a la Comisión. Por otra parte, desde el Consejo Presbiteral se trata también de emprender a fondo una reflexión sobre la cuestión económica en la Diócesis, con el criterio de hacer un estudio integral que englobe todos los aspectos: jurídico, teológico, pastoral e histórico, etc., de modo particular, en cuanto se refiere a nosotros los presbíteros. La iniciativa de este estudio es de acuerdo a la propuesta del Señor Obispo quien, a través de los representantes de los presbíteros en dicho Consejo, nos invita a todos a reflexionar a fondo sobre este tema con el fin de que veamos nuestra realidad y nos dejemos evangelizar por Jesús Pobre en el ejercicio de nuestro ministerio (en la perspectiva de la conversión pastoral a la que nos llama Aparecida); por lo que no se trata principalmente de una “puesta al día” de los asuntos económicos tales como aranceles, congrua sustentación, fondos de previsión social, etc., ni tampoco de una exigencia de “rendición de cuentas” de nuestra administración; todo lo cual, sin embargo, sería una consecuencia práctica del estudio que se pretende realizar. De este modo, se pretende que los miembros del Consejo Presbiteral realicen eficazmente su función “representativa” y “consultiva”, siendo así un medio de comunión de todo el Presbiterio con el Obispo diocesano, para lo cual será necesario revitalizar la figura de los miembros


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de este Consejo dándole la importancia que tiene en los decanatos y en las otras instituciones diocesanas. Como el tema propuesto es, por su propia naturaleza, delicado y complejo, será tratado durante todo el año 2011, a través del Consejo Presbiteral, de acuerdo a la dinámica que se establezca al interior del mismo organismo y que apruebe el Obispo; por lo tanto, no se trata de contestar de una sola vez “una pregunta” como se hacía anteriormente: ¿Qué propones al Obispo para…?, sino que, en determinado momento podamos, a través de nuestros representantes decirle al Obispo: Habiendo estudiado a fondo el tema en sus diversos aspectos, como Presbiterio, decimos al Obispo cuanto sigue…, a fin de que él tome las decisiones que crea convenientes. Ese es el fin que pretenden las preguntas propuestas por el Obispo, cuyo estudio ha comenzado con una consulta inicial a los decanatos (octubre-noviembre 2010) y con el Plenario del Presbiterio (17 diciembre de 2010):

VER 1.- ¿Desde la pobreza vivida por el Hijo de Dios, cómo percibes tu realidad personal respecto al modo de relacionarte con los bienes materiales? 2.- ¿Cómo percibes la pobreza que nos propone Jesús, en nuestro presbiterio? JUZGAR 3.- ¿Cómo deberíamos dejarnos evangelizar por Jesús Pobre, tanto a nivel personal como a nivel presbiterio? ACTUAR 4.- ¿Qué propones para vivir la pobreza evangélica en nuestra vida personal y en nuestro presbiterio? Ojalá que este ejercicio contribuya a una renovación de nosotros, presbíteros y diáconos, como pastores; a una renovación de nuestras estructuras como Diócesis, y a la renovación de nuestra pastoral orgánica en vistas a la misión que tenemos todos como Iglesia, Pueblo de Dios. Atentamente, Zacatecas, Zac., a 17 de diciembre de 2010 Pbro. Víctor Hugo Gutiérrez García Coordinador de la Comisión del Clero, Moderador del Consejo Presbiteral


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TEMA I: EL RECTO USO DE LOS BIENES MATERIALES (desde la Sagrada Escritura) Pbro. Marco Antonio Castañeda Haro En la Sagrada Escritura podemos encontrar diversos pasajes que nos hablan acerca del dinero y de los bienes materiales. En esta ocasión yo pretendo ofrecer solamente un texto bíblico que nos da una enseñanza sobre cuál debe ser nuestra actitud ante los bienes materiales. A través de esta sencilla reflexión bíblica deseo que como administradores de los dones de Dios y de los bienes la Iglesia podamos ser fieles administradores (1 Cor 4,2) de lo que Dios y la Iglesia nos han encomendado. El trato y el uso que le damos a los bienes que se nos han confiado es un reflejo de nuestro compromiso con Dios y con la Iglesia. Dios se fija no tanto en qué es lo que tenemos sino más bien en nuestra actitud hacia lo que tenemos. Por ejemplo, el décimo mandamiento dice “No codiciarás” (Ex 20,17), pero continuamente estamos comparando nuestra situación con la de otros, estamos queriendo tener lo que otros tienen. Con frecuencia nos valoramos unos a otros antes que nada en términos de los bienes materiales que poseemos. Nuestra actitud hacia el dinero afecta mucho nuestra relación con Dios. En el libro del Deuteronomio 8,10-14, a Dios le preocupa que nuestra codicia de bienes materiales nos llene de orgullo y nos lleve a olvidarnos de Dios y de su bondad hacia nosotros. Esto se refleja en Proverbios 30, 8-9: “No me des pobreza ni riqueza, déjame gustar mi bocado de pan, no sea que llegue a hartarme y reniegue, y diga ¿quién es Yavé?; o no sea que, siendo pobre, me dé al robo, e injurie el nombre de mi Dios”. El Nuevo Testamento en diversos pasajes nos advierte sobre la actitud que debemos tener ante las riquezas, y un texto que trata precisamente este tema es Lc 19,1-10. Quiero detenerme aquí para considerar el actuar de Cristo, que es, como el actuar mismo de Dios. El episodio tiene dos protagonistas: Jesús y Zaqueo. También el actuar de Zaqueo o del hombre contiene una enseñanza esencial y ello atañe, al planteamiento sobre la riqueza y sobre los pobres. Desde este punto de vista, para ser bien comprendido el episodio de Zaqueo debe ser leído sobre el trasfondo de los dos fragmentos que le preceden, el del rico epulón y el del joven rico. Con esta sucesión de enseñanzas Lucas ha pretendido dar a la Iglesia una idea exacta y completa del pensamiento de Jesús en torno a las riquezas. La comparación entre Zaqueo y el rico epulón pone de relieve una diferencia. Este último le negaba al pobre hasta las migajas, que caían de su mesa; el primero, da la mitad de sus bienes a los pobres; uno hace uso de sus bienes sólo para sí mismo y para sus amigos ricos, que pueden ofrecerle la contraprestación; el otro usa sus bienes también para los demás, esto es, para los pobres. La atención como se ve, está en el uso que hay que hacer de los bienes materiales. Las


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riquezas son inicuas cuando vienen acaparadas, sustrayéndolas a los más débiles, a los más pobres y vienen usadas para el propio lujo desenfrenado; cesan de ser malas cuando son fruto del propio trabajo y se consiguen para servir también a los otros y a la comunidad. Así, el rico quiere imitar a Dios; pero, Dios, en efecto, es el rico por excelencia, poseyéndolo todo; pero, todo lo ha dado por el bien y la alegría de sus criaturas: el aire, el sol, la lluvia, sin mirar ni siquiera quién es digno y quién no lo es. Igualmente, la comparación con el episodio del joven rico aclara una diferencia, pero, esta vez no en el actuar del hombre sino en el de Dios. Un día, un joven se le presentó a Jesús preguntándole qué debía hacer para alcanzar la vida eterna. Jesús, primeramente le recordó la observancia de los mandamientos; después, añadió: “Si quieres ser perfecto… aún te falta una cosa: vende todo cuanto tienes y repártelo entre los pobres, y tendrás un tesoro en los cielos; luego, ven y sígueme” (Lc 18,22). “Todo cuanto tienes”: al joven rico se le pide que lo entregue todo a los pobres; a Zaqueo, sólo la mitad de sus bienes. Zaqueo permanece rico. El oficio que hace (es el jefe de los que cobran las tasas de la ciudad de Jericó; que tiene el monopolio de algunos productos en aquel tiempo muy buscados, hasta Egipto) le consiente permanecer acomodado y rico, incluso después de la drástica reducción de sus haberes. Pero, aquí está posiblemente la enseñanza más nueva atada a la figura de Zaqueo, que rectifica una falsa impresión que se puede tener por otras frases del Evangelio. No es la riqueza en sí lo que Jesús condena sin apelativos sino el uso perverso de ella. ¡También para el rico hay salvación! Cuando Jesús pronunció aquellas terribles palabras: “Es más fácil que un camello entre por el ojo de una aguja que el que un rico entre en el Reino de Dios” (Lc 18,25) los discípulos, asustados, le dijeron “¿Y quién se podrá salvar?” (Lc 18,26). Entonces, Jesús replicó: “Lo que es imposible para los hombres es posible para Dios” (Lc 18,27). Zaqueo es la nueva prueba de que Dios puede realizar también el milagro de convertir y salvar a un rico sin necesariamente reducirlo al estado de pobreza. Una esperanza, ésta, que Jesús no negó nunca y que más bien la alimentó, no desdeñando tratar él, también pobre, con los ricos y jefes militares. Cierto, él no aduló nunca a los ricos y no buscó nunca su favor achatando o disminuyendo, ante su presencia, las exigencias de su Evangelio. ¡Todo lo contrario! Zaqueo, antes de oír: “Hoy ha llegado la salvación a esta casa” debió tomar una valiente decisión: esto es, dar a los pobres la mitad de sus sueldos y de los bienes acumulados, reparar las extorsiones hechas en su trabajo, restituyendo cuatro veces más. Dos cosas estas para pensárselo bien, puesto que pueden pedirle al rico una valentía y un sacrificio no iguales sino más grandes de lo que sería necesario para mandarlo todo a correr y vivir sin más responsabilidades. El caso de Zaqueo aparece así, como el espejo de una conversión evangélica, que es siempre conjuntamente una conversión para con Dios y para con los hermanos. De este pasaje del evangelio, brota una luz y exhortación para quienes poseemos y administramos bienes materiales. Para ser verdaderos discípulos de Jesús, como fieles administradores,


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debemos tener una actitud sana, justa, honesta y generosa ante las riquezas materiales. Es decir, debemos usar el dinero con un sentido de responsabilidad y de justicia social; por ejemplo, pagando bien a nuestros trabajadores, haciendo buen uso de los bienes de la parroquia, utilizar el dinero para la construcción y para la evangelización, ayudar a los más pobres de la comunidad, etc. Recordemos que sólo somos administradores, no somos los dueños, y como administradores un día tendremos que rendir cuentas. Jesús le dijo a Zaqueo: “Baja enseguida; porque conviene que hoy me quede yo en tu casa”. Zaqueo se apresuró a bajar y lo recibió con alegría. Entonces, también es para nosotros la invitación de Cristo. Es necesario descender de la posición peligrosa en que estamos. Jesús podría pasar otra vez por debajo de nosotros y que ya no levantara más la mirada. Sigamos el ejemplo de Zaqueo, descendamos del árbol y recibamos a Jesús en nuestra vida con mucha alegría.


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TEMA II: EL PRESBÍTERO Y LOS BIENES TERRENOS (Desde el Magisterio de la Iglesia) Pbro. Víctor Hugo Gutiérrez García I.- El ejemplo de Jesús. Espíritu de pobreza evangélica1 Para todo cristiano, especialmente para el presbítero, Jesucristo es el modelo del desprendimiento de los bienes terrenos. En efecto, Jesús nació y vivió en pobreza: Siendo rico, por ustedes se hizo pobre (2 Co 8, 9). La pobreza de Jesús tiene una finalidad salvífica. A una persona que quería seguirlo, Jesús le dijo de sí mismo: Las zorras tienen guaridas y las aves del cielo nidos; pero el Hijo del hombre no tiene dónde reclinar la cabeza (Lc 9,58). Esas palabras manifiestan un desasimiento completo de todas las comodidades terrenas. Con todo, no hay que deducir de ello que Jesús viviese en la miseria. Otros pasajes de los evangelios nos relatan que recibía y aceptaba invitaciones a casa de gente rica (cf. Mt 9, 10.11; Mc 2, 15.16; Lc 5,29; 7, 36; 19, 5.6), tenía colaboradores que lo ayudaban en sus necesidades económicas (cf. Lc 8, 2.3; Mt 27, 55; Mc 15, 40; Lc 23, 55.56) y podía dar limosna a los pobres (cf. Jn 13, 29). Sea como fuere, no cabe la menor duda de la vida y el espíritu de pobreza que lo caracterizaban. Por otra parte, entre las exigencias de renuncia que Jesús propuso a sus discípulos, figura la de los bienes terrenos, y en particular la riqueza (cf. Mt 19,21; Mc 10,21; Lc 12,33; 18,22). Es una exigencia en lo que se refiere al espíritu de pobreza, es decir, el desapego interior de los bienes terrenos, desasimiento que nos hace ser generosos para compartirlos con los demás. Sin embargo, el espíritu de pobreza no implica la práctica de una pobreza radical con la renuncia a toda propiedad o, incluso, con la abolición de este derecho del hombre. El magisterio de la Iglesia condenó varias veces a quienes sostenían esta necesidad (cf. DS 760; 930 ss.; 1097), procurando conducir por un camino de moderación su pensamiento y su práctica. La pobreza evangélica no significa, pues, despreciar los bienes terrenos, que Dios puso a disposición del hombre para su vida y su colaboración en el plan de la creación; el presbítero, como todo cristiano, teniendo una misión de alabanza y de acción de gracias, debe reconocer y magnificar la generosidad del Padre celestial, que se revela en los bienes creados (cf PO, 17). II.- El espíritu de pobreza es necesario para el presbítero La pobreza que Jesús reclama a los Apóstoles es un filón de espiritualidad que no podía agotarse con ellos, ni reducirse a grupos particulares: el espíritu de pobreza es necesario para todos, en cualquier tiempo y lugar; si faltara, se traicionaría el Evangelio. Es una exigencia y un compromiso de vida inspirado por la fe en Cristo y el amor a él. Es un espíritu que exige tam1

Este tema está esencialmente tomado de una catequesis del Papa Juan Pablo II (21 de julio de 1993).


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bién una práctica, según una medida de renuncia a los bienes que corresponde a la condición de cada uno, ya sea en la vida civil ya en el estado en el que se halla en la Iglesia en virtud de la vocación cristiana, ora como individuo ora como miembro de un grupo determinado de personas. Respecto a los presbíteros, afirma el Concilio, aunque viven en el mundo, deben tener presente siempre que, como dijo el Señor, no pertenecen al mundo (cf Jn 17,14.16), y por tanto deben liberarse del apego desordenado, a fin de adquirir la discreción espiritual, por la que se halla la rectitud ante el mundo y ante los bienes terrenos (cf PDV 30). Sin embargo, hay que reconocer que se trata de un problema delicado. Por una parte, “la misión de la Iglesia se realiza en el mundo, y los bienes creados son totalmente necesarios para el desarrollo personal del hombre”. Jesús no prohibió que sus Apóstoles aceptaran los bienes necesarios para su existencia terrena. Es más, afirmó su derecho cuando dijo en un discurso de misión: coman y beban lo que tengan, porque el obrero merece su salario (Lc 10,7 cf. Mt 10,10). San Pablo recuerda a los corintios que el Señor ha ordenado que los que predican el Evangelio vivan del Evangelio (1Co 9,14). Él mismo ordena con insistencia que el discípulo haga partícipe en toda suerte de bienes al que lo instruye en la palabra (Ga 6,6). Los presbíteros son invitados a abrazar la pobreza voluntaria, por la que se conformen más manifiestamente a Cristo y se tornen más prontos para el sagrado ministerio (PO 17). El mismo espíritu de pobreza de Jesucristo deberá animar el comportamiento del sacerdote, caracterizando su actitud, su vida y su misma figura de pastor y hombre de Dios. Se traducirá en desinterés y desprendimiento del dinero, en la renuncia a toda avidez de posesión de bienes terrenos, en un estilo de vida sencillo, en la elección de una morada modesta, a la que todos tengan acceso, en el rechazo de todo lo que es o, incluso, a lo que sólo parece lujoso, y en una tendencia creciente a gratuidad de la entrega al servicio de Dios y de los fieles. Es justo, pues, que los presbíteros tengan bienes terrenos y los usen “para aquellos fines a que, de acuerdo con la doctrina de Cristo Señor y la ordenación de la Iglesia, es lícito destinarlos” (PO 17). III.- Algunas indicaciones concretas del Magisterio reciente 1.- En cuanto a la administración de los bienes eclesiásticos “Los bienes eclesiásticos propiamente dichos, como lo pide la naturaleza de la cosa, los administrarán los sacerdotes, observando lo que dispongan las leyes eclesiásticas, con la ayuda, en cuanto fuere posible, de laicos peritos y los destinarán siempre a aquellos fines para cuya consecución le es lícito a la Iglesia poseer bienes temporales, a saber, para la ordenación del culto divino, para procurar la honesta sustentación del clero y para ejercer las obras del sagrado apostolado o de la caridad, señaladamente con los menesterosos” (PO 17).


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Una administración responsable: conscientes de que los bienes temporales de la parroquia son de la Iglesia y no propiedad personal, los sacerdotes velará porque su administración se haga con orden y justicia, sólo en conformidad con sus finalidades… Sepan establecer una distinción según las normas diocesanas, entre los bienes personales y aquellos de la Iglesia, que no se deben utilizar nunca en beneficio de terceros, ya se trate de parientes o amigos. En la administración de los bienes parroquiales o de las obras pastorales, recurran a la ayuda de expertos, posiblemente laicos; establezcan el consejo de asuntos económicos; tengan al corriente a la comunidad sobre la situación económica de la parroquia, según criterios de prudencia y transparencia: sean precisos en los informes, de acuerdo con las disposiciones del Obispo (Guía para los sacerdotes diocesanos… 28). Autosuficiencia económica y solicitud de donaciones: el objetivo de una comunidad cristiana, desde el punto de vista económico, es aspirar gradualmente a la autofinanciación. Eduquen los sacerdotes a los fieles para proveer las necesidades de la Iglesia y a compartir con los necesitados. Es conveniente, animar a una coparticipación entre las distintas Iglesias. Sean los sacerdotes, sin embargo, discretos al solicitar ofertas y donaciones: éstas se deberán utilizar únicamente en conformidad con las intenciones de los donantes; cuando una ofrenda tiene libre destinación, ha de emplearse en favor de las necesidades de la Iglesia y para ayudar a los pobres. Sean prudentes al solicitar, e incluso también al aceptar ofrendas por parte de ricos y potentes para no exponerse a peligrosos condicionamientos en su ministerio (Guía para los sacerdotes diocesanos… 28). 2.- En cuanto a los bienes adquiridos con ocasión del ejercicio de algún oficio eclesiástico “Salvo el derecho particular, los emplearán los presbíteros, al igual que los Obispos, primeramente para su honesta sustentación y cumplimiento de los deberes del propio estado; mas lo que sobrare, tengan a bien emplearlo en bien de la Iglesia o en obras de caridad. Así, pues, no tengan como negocio el oficio eclesiástico ni empleen las ganancias que de él provengan para aumentar la hacienda familiar propia. Los sacerdotes, por ello, sin apegar de manera alguna su corazón a las riquezas, eviten siempre toda codicia y absténganse cuidadosamente de todo género de comercio” (PO 17). Una cierta garantía económica: es necesario que los sacerdotes tengan una cierta garantía económica como servidores del altar (cf. 1 Cor 9,13), para que puedan ejercer el ministerio sin excesivas preocupaciones y distracciones. Vale siempre el principio tradicional de que el mantenimiento de los sacerdotes está confiado a las respectivas comunidades cristianas. Pertenece a las Conferencias Episcopales y a cada Obispo establecer las formas más adecuadas para una justa retribución de los sacerdotes, precisando lo que corresponde al sacerdote y lo que toca a la Iglesia. El uso de los bienes personales, sin embargo, debe también estar impregnado de un espíritu de pobreza y caridad. Por tanto, los sacerdotes han de vivir la "espiritualidad del peregrino", cubiertas las necesidades de su vida y la justa retribución de quienes trabajan a su servi-


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cio, las ganancias que superen, las emplearán, en favor de la Iglesia y de las obras de caridad, sin acumular para sí, convencidos de que el estado clerical no es una ocasión para mejorar la propia situación económica (Guía para los sacerdotes diocesanos… 28). Una vida sencilla: “El presbítero, si bien no asume la pobreza con una promesa pública, está obligado a llevar una vida sencilla; por tanto, se abstendrá de todo lo que huela a vanidad; abrazará, pues, la pobreza voluntaria, con el fin de seguir a Jesucristo más de cerca. En todo (habitación, medios de transporte, vacaciones, etc.) el presbítero elimine todo tipo de afectación y lujo” (Directorio para el ministerio… 67). 3.- En cuanto a la participación del presbítero en las actividades profanas Respecto a las actividades relacionadas con la gestión de asuntos terrenos fuera del ámbito religioso y sagrado, el Sínodo de los obispos de 1971 declaró que “se debe dar al ministerio sacerdotal, como norma ordinaria, tiempo pleno, Por tanto, la participación en actividades seculares de los hombres no puede fijarse de ningún modo como fin principal, ni puede bastar para reflejar toda la responsabilidad específica de los presbíteros”. Es este sentido, el mismo Sínodo señaló, como regla a seguir, la conformidad, o no, de un cierto compromiso de trabajo profano con las finalidades del sacerdocio, “a juicio del obispo del lugar con su presbiterio, consultando, si es necesario, a la Conferencia episcopal”. 4.- Opción preferencial por los pobres Estando llamador por Jesús y según su ejemplo a evangelizar a los pobres, “eviten los presbíteros, y también los obispos, todo aquello que de algún modo pudiera alejar a los pobres” (PO 17). Por el contrario, al alimentar en sí mismos el espíritu evangélico de pobreza, podrán mostrar su opción preferencial por los pobres, traduciéndola en participación y en obras personales y comunitarias de ayuda incluso material a los necesitados. Es un testimonio de Cristo pobre que dan hoy tantos sacerdotes, pobres y amigos de los pobres. El presbítero, “amigo de los más pobres, reservará a ellos las más delicadas atenciones de su caridad pastoral, con una opción preferencial por todas las formas de pobreza, viejas y nuevas, que están trágicamente presentes en nuestro mundo; recordará siempre que la primera miseria de la que debe ser liberado el hombre es el pecado, razón última de todos los males” (Directorio para el ministerio… 67). 4.- Previsión social Seguro de enfermedad y de vejez: En caso de que la organización civil no contemple estas posibilidades de manera adecuada, es deber de las Iglesias particulares intervenir en ese campo con iniciativas económicas y estructuras propias, a nivel diocesano o, mejor aún, a nivel de la Conferencia Episcopal. Se sugiere, igualmente, que se establezcan casas adecuadas para


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acoger a los sacerdotes ancianos, de manera que puedan pasar los últimos años de su vida siendo asistidos con amor, en toda serenidad y en un ambiente sacerdotal. En este contexto, se invita a los sacerdotes a que cuiden de su salud en forma de prevención contra las enfermedades, a que se sometan a control médico periódicamente y tomen las precauciones necesarias para evitar las enfermedades contagiosas, en especial en los lugares donde no hay buena higiene. Testamento: entre los deberes relacionados con la justicia y la pobreza, está el de hacer a su debido tiempo un testamento escrito, depositándolo de preferencia en la curia diocesana. Ha de tenerse presente que en el testamento no se puede disponer de los bienes de la Iglesia, sino sólo de los bienes personales. Preocúpense los sacerdotes por ayudar a la Iglesia y a los pobres también después de la muerte, y no permitan que sus bienes contribuyan al enriquecimiento de particulares (Guía para los sacerdotes diocesanos… 28).


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TEMA III: LA AVARICIA EN LA VIDA SACERDOTAL. LA POBREZA Y LA VERDADERA RIQUEZA DEL SACERDOTE (Desde la Formación Permanente del Presbiterio) Mons. Miguel Romano Gómez2 1.- “No sean amantes del dinero en su conducta; conténtense con lo que tienen” (Hb 13,5). La avaricia en la vida sacerdotal El impulso hacia la posesión es algo connatural al hombre. En él se oculta la aspiración al descanso, pues por la posesión esperamos no tener ya más preocupaciones y poder entregarnos a una vida tranquila. Además el hombre se percibe a sí mismo como frágil y vulnerable y busca seguridades que le ayuden a caminar. Estas seguridades, generalmente, se centran más en la posesión de bienes materiales que en los espirituales. El apetito de querer conseguir y tener cada vez más puede llegar fácilmente a dominarnos. Si nuestros deseos se dirigen a los bienes terrenos, nuestra ansia de poseer nunca se saciará, ya que ninguna cantidad de cosas puede colmar nuestra profunda aspiración al descanso, a sentirnos seguros y en armonía con nosotros mismos. En cambio, si buscamos nuestro descanso y seguridad en los bienes que no se corroen (Cf. Lc. 12,33), nuestro apetito de los bienes exteriores será más mesurado. El consumismo ha ido avanzando rápidamente en la mentalidad actual, llegando a identificar la felicidad con la posesión, siempre actualizada, de ciertos bienes o servicios. Esta mentalidad consumista, en cierta manera, incluye también la avaricia. Muchos gastan con el afán de tener más, y otros ahorran, pero con la esperanza de tener más dinero para acceder así a bienes cada vez más costosos, que muy poco beneficio tiene para los demás. Esta mentalidad también ha minado la mente de los consagrados, y se ha propiciado que se les deje de considerar como personas pobres y sencillas dentro de la sociedad y, por el contrario, se les considera en muchos ambientes como burgueses dentro de la sociedad de consumo. Esta tentación, también adquiere matices distintos, según la edad del ministro ordenado. El sacerdote joven, por ejemplo, generalmente aspira a vivir en una casa propia, contar pronto con un buen automóvil, disponer de muchos medios que le permitan gustar de recreaciones no siempre baratas, o de participar en viajes onerosos. Parecería que vivió con un deseo reprimido en este punto y, apenas tiene acceso a ciertos bienes, los procura con ahínco. Por su parte, el sacerdote maduro, ante la posibilidad real de no contar en el futuro con los apoyos que le ha brindado algún tiempo la Parroquia o la Diócesis, busca asegurar casa y fondos de retiro. A diferencia del joven, que gasta fácilmente lo que gana, el maduro gasta poco, porque esta previendo lo que necesitará más adelante, lo cual es una medida prudente. Pero el 2

Mons. Miguel Romano Gómez, Tesoro en vasijas de barro (pp. 39-49).


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problema se presenta cuando el sacerdote cuenta ya con una cierta seguridad, pero no se contenta con eso, sino que comienza a acumular más allá de lo que estrictamente necesita y a conducirse como dueño de la Parroquia, en lugar de su administrador, y a disponer de los recursos de la Parroquia como si fueran propios. No pocos párrocos se asignan un sueldo mayor que el que les corresponde y, en consecuencia, algunos vicarios aspiran a ser párrocos cuanto antes, pues buscan hacerse de más recursos. Por ejemplo, se da el caso de que el párroco dispone del dinero de la parroquia a beneficio personal o de su familia. Quien es párroco debe pagarse solamente lo que el obispo ha estipulado, y de su legítimo sueldo, si es el caso, puede ayudar solidaria y subsidiariamente en algunas necesidades a su familia. Por una estricta razón de justicia, el párroco no puede disponer de los recursos parroquiales a merced de las necesidades familiares. En este sentido, conviene subrayar lo siguiente: los curatos y otras propiedades de la parroquia no deben convertirse en la casa familiar del Señor Cura, pues esto genera, tarde o temprano, tensiones con el Vicario. No faltan ocasiones en las que el Vicario es tratado como “la visita” en el curato, cuando él tiene pleno derecho de vivir, no como visita, sino como miembro prominente de él, porque ha sido destinado por el Obispo a prestar sus servicios en esa comunidad. También se advierte de la presencia de un cierto nepotismo en algunas comunidades parroquiales. Se debe evitar, igualmente, que los miembros de la familia tengan puesto claves en la administración de la parroquia y en la pastoral, o que influyan en las decisiones pastorales. El riesgo tanto para los jóvenes como para los maduros, es que la avaricia los lleve a comprometer su libertad en el ministerio. Por un lado, la sola posesión y acumulación de bienes esclaviza y ata, pues como señala San Jerónimo: “quien es esclavo de las riquezas, las guarda como esclavo”. Pero además, el sacerdote para poder acceder a bienes y servicios que exceden su legítimo sueldo, tiene que comprometerse en diversas celebraciones, llegando a caer, hasta en la simonía. En este sentido, hay quienes verdaderamente incurren en este pecado al acceder a los caprichos y gustos de aquellos que les puedan reportar algún beneficio, bien sea a su persona como a la comunidad parroquial. No es raro que alguien con recursos quiera que se le cumpla un gusto, aun cuando este excede los deberes de un párroco, pero tampoco es raro encontrar quienes se prestan para cumplir estos caprichos. Debemos recordar que el fin nunca justifica los medios, y la corrupción en este campo es una falta muy grave, la cual es sancionada con el entredicho o la suspensión (Cf. CIC, c. 1380). Otros, si bien no caen en la simonía, se prestan a diversas celebraciones que le representan considerables ingresos, descuidando hasta la propia comunidad parroquial que le fue encomendada. Bajo el pretexto de atender a necesidades pastorales, existen sacerdotes que fácilmente se hacen presentes en la celebración de sacramentos donde se sabe que serán bien remunerados. Lamentablemente, esta solicitud pastoral no se ve reflejada cuando algún otro


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hermano sacerdote, de una parroquia de pocos recursos, les pide encarecidamente apoyo en alguna ceremonia. También se puede presentar una tentación para el sacerdote, que está relacionada con el uso incorrecto de los bienes materiales y la rectitud de intención: el afán de promover construcciones o modificaciones en los espacios ceremoniales de la parroquia, con tal de dar una falsa impresión de un buen trabajo pastoral y asegurar su permanencia en esa parroquia. Si estas construcciones e innovaciones se realizan con falta de recta intención, lamentablemente indican que el párroco, o el encargado de la comunidad, se siente el “señor feudal” de su parroquia, y busca hacer cuanto sea necesario para permanecer en ella. Es muy sano y necesario que aprendamos a trabajar con diligencia, pero sin apegarnos a lo que hacemos. Debemos mantener, también en ello, nuestra libertad. No podemos quedar atados a ningún cargo, pues cuando pretendemos hacerlo, es porque en él encontramos seguridades que nos impiden caminar, de manera ascendente, hacia la santidad. Además, la avaricia no queda reducida solamente al campo meramente económico. A veces, fruto de la inmadurez, se puede presentar la misma actitud avara respecto a las amistades, con las cuales se guarda cierta exclusividad y no se mantiene la apertura, de trato y de contacto, con los demás. Por otro lado, muchas veces el sacerdote puede llegar a ver disminuida su libertad al aceptar favores de ciertas familias, dinero u otro tipo de bienes, y se queda comprometido con ellas. Como señalábamos al hablar de la gula, el sacerdote, en estos casos, puede considerársele como un “capellán de hacienda” que está a merced de los gustos y caprichos del hacendado. Debemos ser agradecidos, pero sin dejarnos comprar, pues debemos permanecer disponibles para poder servir a todos. Asimismo, debemos ser honestos, claros y justos en nuestro gobierno y en nuestra administración. Sería un sacrificio como el de Caín el desviar los recursos destinados al culto, lo que lleva a pretender “maquillar” las cuentas para que estas “cuadren” en el informe de economía. Cuando el sacerdote que es modesto, ordenado, honesto y se procura una vida austera y acorde a su ministerio, no tiene necesidad de llegar a estos engaños y mentiras, las cuales no dejan de ser faltas graves. Debemos de esforzarnos por rendir buenas cuentas de nuestra administración, no solamente al obispo, si no a Dios (Cf. Lc 16,2s), y en esto ayuda mucho el vivir la pobreza, tanto espiritual como material. 2.- La pobreza y la verdadera riqueza del sacerdote Cristo llama bienaventurados a los pobres de espíritu. Esta abre la lista de las bienaventuranzas porque se presenta como la condición indispensable para poder vivir todas las demás, pues quien no es pobre ante Dios, no es capaz de experimentar el gozo que las demás bienaventuranzas anuncian. La pobreza es una virtud íntimamente relacionada con la humildad y la puerta de entrada al camino de la felicidad, porque sólo los sencillos tienen acceso a Jesús de Nazaret: aquellos que se acercan a la Palabra de Dios con humildad y amor.


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Jesús nos dejó ejemplo de pobreza, tanto espiritual como material, pues vivió como pobre, aunque no en la miseria. Desde su nacimiento hasta su muerte, estuvo marcado por la pobreza, consecuencia de su Kénosis, pues el Hijo de Dios, siendo rico en gloria y honor, al hacerse hombre, vino a ser pobre, sujeto a las necesidades materiales. Por ello, la Escritura señala que Cristo, siendo “de condición divina, se despojó tomando condición de siervo, haciéndose semejante a los hombres” (Flp 2, 5-8). Cristo, con su Encarnación optó libremente por esta forma de vida, pues “tuvo que asemejarse en todo a sus hermanos para ser pontífice misericordioso” (cf. Hb 2,17; 4,15). Por ello el cristiano, y de manera particular el sacerdote, a ejemplo de Jesucristo, debe de procurar una vida de desprendimiento. La pobreza, desde esta perspectiva, no es sólo un consejo, sino un imperativo que nace de la condición de discípulo, adquirida desde el día de nuestro bautismo. Sin embargo, ¿cuál es la pobreza que se proclama bienaventurada en la Sagrada Escritura? Evidentemente no se identifica con una categoría social, sino que alude a una actitud espiritual. Esto no excluye que la verdadera virtud conlleve unas manifestaciones externas, pues quien no vive de manera austera y pobre materialmente, no puede ser pobre espiritualmente, ya que el lujo y el afán de comodidades le estorban en su camino de santificación. La pobreza, entonces, viene expresada fundamentalmente en términos de humildad, como un carecer de autosuficiencia, de orgullo, al igual que en el reconocimiento del propio pecado y de la necesidad de salvación. Se trata de un nuevo modo de ponerse el hombre delante de Dios, en el cual no cabe ninguna justificación, sino sólo el deseo de depender absolutamente de él. Este abandono confiando en Dios genera un sentimiento de confianza incondicional y, por ello, es fuente inagotable de felicidad, ya que al sentirse desposeído el hombre descubre su riqueza al contar con la gracia y el amor incondicional de Dios. En este sentido, advierte Hans Urs von Balthasar: Bienaventurados los pobres. No simplemente los que no tienen nada, sino los pobres de espíritu, los que no se conforman con su pobreza esencial y le dicen sí. Esta pobreza esencial es triple: la pobreza de la criatura indigente frente al Dios rico; la pobreza del pecador, que ha perdido en si el amor de Dios; y la pobreza del cristiano, que, por la majestad real del amor hecho Hombre, se desprende de todos sus propios bienes por amor al rey” (H. U. Von Balthasar, Tú coronas el año con tu gracia, Madrid, Ediciones Encuentro 1997, 34.). Por ello, la pobreza consiste más en reconocer la propia condición de indigencia, que en “desprenderse” de algo, que es su consecuencia. Debemos advertir que no es pobre el que tiene poco, sino el que no cuenta con otra riqueza sino la de Dios. Pero para que El sea nuestra riqueza, no basta con desprendernos de algo, sea poco o sea mucho, sino que es necesario darnos por completo a Dios, y por amor a Él, a los demás mediante nuestro servicio. Ante un Dios que se nos ha donado por completo, no queda otra respuesta que la entrega libre, incondicional y absoluta de toda nuestra persona. La pobreza debe entonces entenderse como una riqueza, como una pertenencia, pues el pobre está en Dios. De esta manera, junto con el salmista, el sacerdote puede exclamar: El Señor es el lote de mi heredad y mi copa; mi suerte está en tu mano: me ha tocado un lote hermoso, me encanta mi heredad (Sal. 15, 5-6).


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Basado en este salmo, San Agustín comenta: “El salmista no dice: ‘Dios, ¡dame una heredad! ¿Qué me darás como heredad?’ Por el contrario dice: todo lo que me des fuera de Ti no vale nada. Sé Tú mismo mi heredad. Eres Tú a quien yo amo… Buscar a Dios en Dios, ser colmado de Dios por Dios. Él te basta, fuera de Él nada te puede bastar” (Sermón 334, 3: PL 38, 1469). Estas palabras del santo pueden aplicarse, de manera inminente, al sacerdote, quien ha sido consagrado de una manera especial ya desde la ordenación diaconal, y en esa consagración el sacerdote debe encontrar la bienaventuranza. Si logramos entender correctamente qué es la pobreza, en toda su radicalidad, nosotros podremos confiar más en Dios, para así, entregarnos más y mejor a sus planes. Sin embargo, no perdamos de vista que la pobreza espiritual se manifiesta de alguna manera en la pobreza material, pues una comunica, transparenta y refleja a la otra. El que se siente pertenencia de Dios y colmado de Él, tiende a buscar cada vez menos las cosas que incluso creía que le eran necesarias y aprende a usar de ellas solamente para el bien de los demás. Quien no procura la pobreza material, corre el riesgo de buscar otras riquezas fuera de Dios, depositando en ellas, no solamente su seguridad, sino incluso su felicidad. Una consecuencia de la ausencia de pobreza, tanto espiritual como material, es el aburguesamiento, una tentación común para un consagrado en esta época postmoderna. El Papa Benedicto XVI ha advertido, en varias ocasiones, que el aburguesamiento en la vida de los consagrados es causa del desaliento y de la pérdida de ilusión en la propia vocación; y que la cultura secularizada también ha penetrado las paredes de la Iglesia, trayendo graves consecuencias. En este sentido, Su Santidad pronunció unas palabras que nos pueden ayudar a reflexionar: “La cultura secularizada ha penetrado en la mente y en el corazón de no pocos consagrados, que la entienden como una forma de acceso a la modernidad y una modalidad de acercamiento al mundo contemporáneo. La consecuencia es que, juntamente con un indudable impulso generoso, capaz de testimonio y de entrega total, la vida consagrada experimenta hoy la insidia de la mediocridad, del aburguesamiento y de la mentalidad consumista. […] Así pues, una condición previa al seguimiento de Cristo es la renuncia, el desprendimiento de todo lo que no es él. El Señor quiere hombres y mujeres libres, no vinculados, capaces de abandonarlo todo para seguirlo y encontrar sólo en él su propio todo. Hacen falta opciones valientes, tanto a nivel personal como comunitario, que impriman una nueva disciplina en la vida de las personas consagradas y las lleven a redescubrir la dimensión totalizante de la sequela Christi” (Benedicto XVI, Discurso a las superioras y superiores generales de las congregaciones e institutos seculares, 22-V-2006). El aburguesamiento del sacerdote consiste en buscar acomodarse, procurar lo fácil y placentero; en una palabra, la renuncia a la Cruz, al sacrificio. Es como querer arrancarle al Evangelio las páginas de la Pasión, lo cual equivale a mutilar el Misterio Pascual. En consecuencia, la ilusión por el ministerio se va perdiendo, y puede llegar a extraviarse.


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En realidad, hay una relación muy viva entre el Misterio Pascual y la vocación sacerdotal. Cuando reflexionamos sobre el origen de nuestra vocación, evocamos la oración de Cristo y el posterior llamamiento a sus discípulos (Cf Mt 10, 1-4; Mc 3, 13-19; Lc 6, 12-16). Cristo ora y llama a los que él ya había elegido. Cabe recordar también como la gracia de la vocación tiene su fundamento y manantial en el Misterio Pascual. La vocación al sacerdocio es “gracia cara” y a veces, el olvido de tal realidad causa la poca valoración de lo mucho que hemos recibido de Dios. Es una “gracia cara”, porque la vocación nos fue dada a través del Misterio de la Pasión, Muerte y Resurrección de Cristo. Esto supone para nosotros una gracia valiosísima. Nuestra vocación es una riqueza, no sólo un cumplimiento, o la respuesta a una invitación. Es una gracia que para nosotros representa al “tesoro escondido” o la “perla preciosa” (Cf Mt 13, 44-46), por la cual podemos y queremos renunciar a todo, con tal de seguir a Cristo. Eso no es motivo de tristeza, sino de felicidad, pues al igual que aquel que vende lo suyo para comprar el terreno donde está escondido el tesoro, el sacerdote ha dejado algo, pero para quedarse con Todo. Igualmente, la vocación y la conversión guardan una íntima relación pero no siempre es fácil plasmar esa unidad en nuestras vidas. El converso se siente en deuda y agradecido, pues siente que Dios ha hecho por él hasta lo indecible, y en consecuencia es capaz de entregarse del todo. Cuando nosotros desvinculamos la vocación y la conversión, experimentamos el deseo de reclamar nuestros “derechos”, los cuales le restan la primacía a la gracia. Es entonces cuando pasamos de un cristocentrismo a un antropocentrismo, y como consecuencia, se pone mayor atención en el ejercicio del ministerio que en la gracia que uno ha recibido gratuitamente de parte de Dios. Separar vocación y conversión es peligroso y puede llegar a ser, espiritual y pastoralmente, mortal. Sólo si uno conserva la primacía de la gracia, el ministerio se convierte en una fuente de bienaventuranza, de manera personal y para los demás. Porque la mayor pobreza, la bienaventuranza, consiste en el desprendimiento de uno mismo.


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TEMA IV: LA VIDA ECONÓMICA DE LOS SACERDOTES (aspecto histórico) Pbro. Luis Humberto Jara Íñiguez INTRODUCCIÓN En este tema se aborda el aspecto histórico. La vida sacerdotal en nuestra Diócesis tiene una larga historia que contar respecto a su forma de subsistir económicamente, pero por razón de tiempo y de fuentes de información, sería imposible tomar en cuenta todas las etapas de la historia, por eso nos vamos a reducir a tres periodos. PRIMER PERIODO (1950-1960) El final del episcopado del señor Obispo Don Ignacio Plascencia y Moreira (1950). El episcopado del señor Plascencia fue muy largo 29 años (1923-1950). Le tocó gobernar en tiempos muy difíciles: Una vez terminada la persecución religiosa (1914), trató de reorganizar la Diócesis, realizando el Primer Sínodo Diocesano y promoviendo el Seminario dejándolo con más de doscientos alumnos y habiendo ordenado ciento cinco sacerdotes. En la etapa de senectud del señor Plascencia, dado su impedimento físico para seguir gobernando la Diócesis, fue básicamente el Cabildo quien le ayudó a dirigir la Diócesis. En este tiempo el sistema económico que se hallaba en vigor era el de “beneficio”, es decir, de acuerdo al lugar donde se estuviera se percibía lo que la comunidad pudiera apoyar; por lo tanto, quien estaba con los que tenían pocos recursos percibían poco, y los que estaban con quienes tenían más recursos percibían más; no había una justicia distributiva y social. Sin embargo, podemos decir que la riqueza de la Diócesis era su gente: sacerdotes, religiosos y laicos, buenos cristianos que sabían compartir desde su pobreza. El episcopado del señor Obispo Don Francisco Javier Nuño (1951-1954). Llegó a la Diócesis como Obispo coadjutor con derecho a sucesión. Cuando llega a ser Obispo residencial trata de organizar la Economía Diocesana, fundando el Instituto Hacendario que ayudaría a revisar el sistema económico de la Diócesis (beneficio) y, sobre todo, para crear conciencia en los fieles del deber de ayudar a su Iglesia para que ésta, teniendo los recursos necesarios, pudiera igualar la retribución de los sacerdotes que trabajaban en la Diócesis y así, hubiera una justicia retributiva. Esto causó crisis, de tal manera, que hubo división del clero, de hecho algunos tuvieron que salir de la Diócesis, quedando una situación de desigualdad. El episcopado del señor Obispo Don Antonio López Aviña (1955-1961). Él se distinguió por su aprecio por los sacerdotes y el Seminario, manifestado en un trato muy cercano y cordial: Entusiasmó a toda la Diócesis en la construcción del nuevo Seminario fomentando el ol-


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vido de sí y el desprendimiento, para apoyar la gran obra constructiva. Logró involucrar a los movimientos de apostolado secular que había establecido. Zacatecas entonces es uno de los Estados más empobrecidos, esto empieza a provocar un éxodo, es decir, un movimiento migratorio no sólo de los laicos, sino también de sacerdotes que comienzan a salir sobre todo a la Diócesis de Tlalnepantla y a la Arquidócesis de México en busca de una mejor calidad de vida. SEGUNDO PERIODO (1960-1970) El episcopado del señor Obispo Don Adalberto Almeida y Merino (1962-1969). Pone en marcha la renovación de la Diócesis de acuerdo al Concilio Vaticano II, creando nuevas estructuras pastorales. Este ideal hace que pase a segundo plano la vida económica, ya que el entusiasmo conciliar hace trabajar a los sacerdotes aun en condiciones de pobreza. El episcopado del señor Obispo Don José Pablo Rovalo Azcué (1970-1972). Preparó la renovación de la Curia diocesana y promovió la previsión social del clero iniciando la filiación de los sacerdotes de la Diócesis al CCYAS. El episcopado del señor Obispo Don Rafael Muñoz Núñez (1972-1984). Nombró la nueva Curia Pastoral; publicó el Primer Plan Diocesano de Pastoral. Organizó la pastoral diocesana por regiones, y también la pastoral general y especial. Estableció la “contabilidad única” para lograr pasar de una economía diocesana de sobrevivencia a una economía que permitiera el ahorro para promover la evangelización y una mayor calidad de vida de los sacerdotes, apoyando los seguros del CCYAS para los sacerdotes, quedando éstos como una aportación tripartita: una parte el Obispado, otra la parroquia y otra el sacerdote. Por otra parte, existe el Equipo Promotor del Presbiterio que promueve la fraternidad, la convivencia y la solidaridad, creando un “fondo común sacerdotal” para préstamos a sacerdotes para apoyar la adquisición de vehículos. TERCER PERIODO (1980-2008) El episcopado del señor Obispo Don Javier Lozano Barragán (1982-1997). En lo económico desarrolló la captación de fondos: Primero: El Fondo Sacerdotal de Nivelación Solidaria (10 nov 1985), para realizar el proyecto de una justa retribución económica que provea al congruo sostenimiento de los sacerdotes, con la cooperación solidaria de todos para resolver notables desigualdades, y así asegurar a todo el clero, la congrua sustentación, liberarlo de angustiosas penurias económicas hacia un ministerio pastoral más fecundo y eficaz. La mística de nuestro objetivo es la solidaridad, que se eleva a una auténtica fraternidad sacramental. Todos tenemos que ver por todos. Todos aportar para formar el fondo y entre todos disfrutar de sus beneficios.


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Segundo: Fondo Sacerdotal para la Reparación de Vehículos (1987), Fondo solidario para hacer frente al problema de los vehículos. Metas: 1ra. Reparar vehículos descompuestos para el futuro; 2da. Lo necesario para el mantenimiento; 3ra. Ayudar al cambio y renovación de vehículos. El punto de partida es nuestra solidaridad que expresa la fraternidad sacramental que nos une. Tanto funciona el proyecto en cuanto vivamos en la fe nuestra fraternidad sacramental. En una mentalidad que tenga por finalidad el lucro económico de acuerdo al mercado de oferta y demanda, nuestro proyecto es tonto y absurdo. En cambio, operando en una verdadera opción por los pobres dentro de una fraternidad sacramental sacerdotal, un hermano le ofrece al hermano lo que tiene sin necesariamente esperar ganancias comerciales. Se trata de ayudarnos unos a otros para resolver nuestros problemas. Tercero: Mutual Sacerdotal para gastos médicos menores (1994), su fin es completar y perfeccionar los servicios que presta CCYAS. Este fondo común sacerdotal es para apoyar el pago de gastos menores que no paga CCYAS, de manera que podamos vivir en comunión y participación la fraternidad sacerdotal en estrecha unión caritativa en nuestras enfermedades. La responsabilidad de cada uno es cubrir puntualmente las cuotas propuestas que nos beneficiará a todos y así seremos solícitos a las enfermedades y situaciones críticas de los demás. Cuarto: Actualización de los fondos de Nivelación solidaria y de Reparación y Mantenimiento de vehículos (1994). Después de haber experimentado por casi diez años la subsidiariedad y solidaridad sacerdotal que nos ha propuesto el FSNS, se trata de poner al día el Decreto que lo creó. Se actualizan las normas, sin embargo, no hay una evaluación que exprese más explícitamente lo positivo y sobre todo las diferencias que se han venido dando para conseguirlas. Por otra parte, no se toma en cuenta el impacto cultural sobre las nuevas generaciones de la cultura posmoderna, del individualismo, del presentismo, la fragmentación de la realidad, la mutación profunda de valores. Todo esta dificultad para apreciar y vivir los valores evangélicos de la solidaridad y subsidiariedad en que están apoyados los fondos. Pues de otra manera, los fondos no funcionarán y se desvirtuarán con el mal uso, el abuso y sobre todo el influjo cultural de la cultura posmoderna que pone la primacía en el interés individual sobre el interés común. Todo esto requiere un diálogo con las generaciones nuevas para que superando el impacto del influjo negativo cultural se abran a los valores evangélicos de la solidaridad, de la fraternidad. El episcopado del señor Obispo Don Fernando Chávez Ruvalcaba (1999-2008). Se dio continuidad a los fondos sacerdotales, actualizándose el decreto sobre la mutual sacerdotal para gastos médicos menores (feb. 2006). Va en aumento la falta de solidaridad de los sacerdotes con los fondos y sobre todo el abuso en el beneficio de estos fondos por algunos sacerdotes. La seguridad de tener unos fondos, nos hizo descuidar la concientización. La formación sobre los valores (sobre todo en las nuevas generaciones) necesarios para el mantenimiento y buen uso de los fondos; pues no basta tener recursos; es necesario la responsabilidad, la conciencia para una recta y eficaz administración.


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Si en el pasado no se tuvieron todos los medios, sin embargo, sí se tenía claro los fines: la solidaridad y subsidiaria, la fraternidad. Hoy se cuenta con los medios (fondos), pero no están claros los fines. El episcopado del señor Obispo Don Carlos Cabrero Romero (2008). Ha expuesto la urgente necesidad más que de renovar los decretos de los fondos, plantear a fondo la vida económica de los sacerdotes de una manera integral.


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TEMA V: EL ESTIPENDIO DE LA MISA3 (aspecto histórico-litúrgico) Pbro. Guillermo Cabrera Bautista Introducción Estas notas, tal vez un poco extensas y que sólo son la simple traducción del un anexo de la obra citada al pie de página, quieren ser una iluminación en nuestra muy noble labor pastoral, como sacerdotes ordenados, de presidir la celebración de los misterios cristianos para el Pueblo de Dios y aquello que de ella se deriva. La profundización y consecuencias práctico-pastorales sobre la celebración de la Eucaristía, principalmente, y los demás sacramentos, emergerán no de modo exclusivo pero sí complementario de la reflexión personal, seria y decida; y de aquella que surge desde las comunidades presbiterales en nuestros decanatos y demás instituciones diocesanas, en miras a tener celebraciones litúrgicas aún más dignas y una clara y adecuada relación con los bienes temporales que de éstas se derivan para la vida de la Iglesia. El presente artículo presenta dos grandes partes, las cuales para una mejor asimilación se estructuran de tal manera que puedan ser compartidas por un moderador de una manera más sintética. La intención de no haber mutilado el contenido es la de haber considerado conveniente el conocimiento amplio del tema aquí propuesto, ya que éste afecta en gran manera la vida ministerial de nuestro sacerdocio y la vida pastoral en las comunidades a nosotros confiadas. I.

Aspecto histórico

A. La ofrenda eucarística y la ofrenda caritativa Comenzamos nuestra reflexión realizando una distinción entre las dos forma de ofrenda realizada durante los primeros siglos en la vida de la Iglesia, dentro del marco celebrativo de la Eucaristía o en estrecha relación con la misma: primero, la ofrenda del pan y del vino para la consagración eucarística y la ofrenda caritativa para los pobres y necesitados en la Iglesia. Llamamos a la primera ofrenda eucarística, a la segunda caritativa. Estas dos ofrendas eran una forma de participación en la Eucaristía, la primera obvia y directa, la segunda menos evidente e indirecta, pero real.

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VINCENZO RAFFA, Liturgia eucaristica. Mistagogía, teologia e storia della celebrazione, EDH, Roma, 2004, 1179-1199.


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La primera precedía la plegaría eucarística y era portada procesionalmente por los oferentes como expresión de un servicio y donación. La segunda, al menos con frecuencia, seguía a la Misa, pero era preparada desde el inicio y era expresión del sentimiento oblativo de los oferentes, en base al cual, los mismos, ofreciendo para los pobres y para la Iglesia, se ofrecían a Dios y con ello, se unían a Cristo que en la Misa se ofrece al Padre. Ya san Justino (+166) nos ofrece un testimonio sobre la ofrenda caritativa. Ésta era hecha por aquellos que la portaban hacia el final de la Misa. La ofrenda era entregada al obispo que presidía la Eucaristía para que él a su vez, proveyera su distribución a los necesitados. De esta ofrenda caritativa habla en repetidas ocasiones la Traditio Apostolica de inicios del siglo III. La práctica de la ofrenda caritativa para los pobres y la Iglesia en relación con la Misa es una práctica que permanecerá y será testificada a través de los siglos, con algunas variantes en el género y en las modalidades concretas. Ahora bien, se cuestiona si nuestro llamado “Estipendio de Misa” es herencia o expresión de la ofrenda del pan y del vino o de la ofrenda caritativa. Varios historiadores dicen que terminada la época histórica de la ofrenda procesional del pan y del vino, en su lugar surgió el estipendio de la Misa. Es decir, como expresión de la oblación destinada a la consagración. Se suple la materia para el sacrificio eucarístico por un pago para que quien presida la Eucaristía, él mismo pueda adquirir lo necesario para la celebración. Ciertamente, en cuanto a su destinación final tanto la ofrenda eucarística como la caritativa son cosas distintas. Sin embargo, todo parece indicar que el estipendio es la continuación de la ofrenda puramente caritativa, que en un cierto momento de la historia se institucionaliza limitándose a una expresión monetaria.

B. Periodo de libre beneficencia caritativa Los primeros siete siglos 1. Se tienen noticias, gracias a los testimonios del papa Inocencio I (416) y de san Jerónimo (+420), que en la Iglesia de Roma del siglo V se proclamaban los nombres de los oferentes particulares. Esta labor era realizada por el diácono a manera de una proclama pública.4 Nos encontramos en un ambiente en el que los fieles realizan su ofrenda por iniciativa libre y privada, en exclusión a toda forma contractual entre el oferente y el que preside la celebración de la Eucaristía.

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In Hierem. Proph. Lib. 2; PL 24, 755D-756A.


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Encontramos también el testimonio de san Gregorio Magno (+604), quien ya señala la iniciativa de personas que encomendaban la celebración de Misas con el fin de obtener especiales gracias o favores. Relata el caso en el que un obispo comisiona a un presbítero la celebración de una Misa a favor de un náufrago, del cual se dice que en virtud de la Misa celebrada, escapó de la muerte. Otro caso es el de una mujer que mandó celebrar una Misa cada semana por su marido prisionero, del cual, después se supo que justo en los días de la celebración el prisionero era liberado de las cadenas.5 San Gregorio en estos casos no señala un donativo, pero dice explícitamente que los que mandaban celebrar las Misas han tomado la iniciativa en orden a una intención especial dentro de la celebración. En cierta ocasión, escribe al obispo Juan de Siracusa y le pide que acepte la ofrenda de un tal Venancio y acepte su solicitud para la celebración de la Misa en su propia casa.6 No se precisa el tipo de ofrenda pero, ciertamente, resulta claro que la ofrenda está ligada a la celebración de la Misa, y dado que se trata en la carta de si aceptarla o no, hace pensar que se trata de una ofrenda caritativa más que eucarística. De los anteriores testimonios podemos concluir: -

Que los particulares podían solicitar la celebración de Misas según su propia necesidad e intención. Que, al menos en ocasiones, acompañaban su solicitud con una ofrenda sea en especie o en dinero. Que no era excluida la mención pública de los oferentes. 2. Época del siglo VIII y siglos siguientes La Regula Canonicorum de san Crodegango, obispo de Metz (+766), testifica la individualización del donativo, destinado al uso y consumo exclusivo del sacerdote celebrante en particular.7 Dicho texto no afirma que la limosna o donativo recibido fuera necesariamente dinero, pero tampoco lo excluye. San Gregorio Magno en repetidas ocasiones se interesa por la justa distribución del dinero entre los diferentes ministros del culto, el cual, podía provenir de diversas actividades, sin excluir las ofrendas de los fieles.

5Dial.

IV; Homiliarium, Hom. 37; PL 76, 1276.

6Registrum 7PL

epist. Lib. 8, ep. 43, linea 1; CCL 140, 415-416.

89, 1116C.


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Los ministros designados para una iglesia de manera legítima, podían ser considerados entre los beneficiarios, porque toda su actividad era en beneficio del culto y de la acción pastoral, por lo tanto, a favor del pueblo cristiano. Se trataba de una libre beneficencia por parte del pueblo, tal vez recomendada como se lee, por ejemplo, en los discursos de Cesáreo de Arlés y ya antes en las exhortaciones hechas en lo referente a las limosnas por san Agustín y otros. La ofrenda de la cual habla la regla de san Crodegango fue dirigida a un presbítero perteneciente a una comunidad canonical. También en la misma regla se sugiere que la ofrenda sea dirigida a la comunidad, aduciendo al hecho de que las acciones espirituales solicitadas pueden ser más eficaces si son hechas por más personas. Así, se va abriendo camino la idea de que el donativo sea de modo particular o bien, de modo comunitario.

3. Reglamentación oficial de la ofrenda para la misa Desde el siglo VIII y IX se introduce una cierta reglamentación de naturaleza financiera por parte de la autoridad eclesiástica local, al menos para algunos sectores. Por doquier se fija oficialmente la suma de dinero que había que donar por parte de aquel que solicita la celebración de la Misa según la propia intención. Los siguientes datos son recabados y tomados como ejemplo de un tarifario oficial: a. La ofrenda de dinero para misas penitenciales Especialmente para los países francos era tenida presente una situación nueva que surgió a partir del siglo VIII. Con la penitencia llamada tarifada el número de penitentes aumento, y así también, el de aquellos que buscaban en el número de Misas celebradas el sustitutivo de las largas obras expiatorias, impuestas a ellos por los confesores. Aumentando así la demanda de celebración de Misas. A diferencia de los tiempos precedentes se instauró una nueva metodología. El procedimiento penitencial no se aplicaba sólo para el caso de pecados graves, como sucedía en el régimen de la penitencia canónica, sino para todo el basto campo de la pecados por cometer en el actuar humano. Las penitencias impuestas pasaron de castigos durísimos y prolongados propios del tiempo antiguo a obras menos gravosas y siempre más fáciles de realizar. Se introduce también, en cierto momento, la conmutación de penitencias mediante el encargo de celebración de Misas. Un subsidio importante para la administración de la penitencia por parte de los confesores era


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el libro penitencial. Éste contenía la lista de los diferentes pecados cometidos con su respectiva indicación de la expiación por imponer al penitente. La pena más frecuente era la del ayuno por un periodo más o menos prolongado no sólo según la gravedad de los pecados, sino también conforme a su recurrencia. De este modo, el confesor realizaba la suma de las penas según los pecados cometidos, y se daban los casos en que podían resultar largos periodos de penitencia, de tal modo que algunos llegaban a acumular uno o más siglos de penitencia. Sin embargo, bastaba mandar celebrar un número preestablecido de Misas, correspondiente al periodo de tiempo de ayuno impuesto, para ser exonerado de tal penitencia. Ciertamente, para la celebración de las Misas era necesario pagar una suma de dinero. Es evidente que esto discriminaba a los pobres. Así era el sistema, al menos en algunos lugares. No existen documentos que prueben esta práctica en el área estrictamente romana. Para tal fin, se crearon tablas o tabuladores especiales con precios y tarifas. Un ejemplo lo encontramos en el Penitencial Excarpsus de Beda-Egberto: 1 Misa rescata de 12 días de ayuno (impuestos como expiación de los pecados confesados). 10 Misas rescatan 4 meses de ayuno. 20 Misas rescatan 10 meses de ayuno. 30 Misas rescatan 12 meses de ayuno. Otra tabla establecía la cantidad a pagar por la celebración de las Misas. Citamos ahora el tarifario trasmitido por el sacramentario de Rheinau (795-800). - Quien solicita la recitación de 100 salmos o la celebración de 3 Misas debe dar un soldo o una moneda. - Por una onza (tal vez de oro o de plata) se puede obtener la recitación de150 salmos o la celebración de 3 Misas. - Dando 6 onzas se obtiene la recitación de 6 salterios y la celebración de 3 Misas. - Quien ofrece una libra puede obtener la recitación a su favor de 12 salterios y la celebración de 12 Misas. El sistema penitencial debe haber sido sino el único, probablemente el que mayormente acreditó el sistema de paga de dinero a cambio de la celebración de Misas. De hecho, la liberación de los ayunos debía ser un estímulo no indiferente para recurrir a la celebración de las Misas. b. La ofrenda de dinero por Misas votivas y de sufragio De modo paulatino y constante, se desarrolló la idea en la mente de los fieles del “resto”, teológicamente exacta, que la misa es el medio máximo para obtener la ayuda divina ante las necesidades.


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San Gregorio Magno había mostrado la eficacia de la Misa por los vivos y los difuntos y lo documentó en sus diálogos, reportando episodios de gran impacto psicológico: la celebración de la Misa había liberado de las cadenas a los prisioneros, ayudo a escapar del naufragio, liberó a los muertos de las penas del purgatorio merecidas por los pecados. Por lo cual, san Gregorio llegó a afirmar: “Quantum possit animabus immolatio sacrae oblationis ostenditur”.8 El Medievo conservó y desarrollo esta tradición. Al respecto existen diversos testimonios como el de la abadesa Bugga que en el año 720 envía a san Bonifacio (+755) 50 monedas para una misa de sufragio.

1. Nueva categoría de presbíteros y ofrendas para la Misa Hacia finales del primer milenio se habla, de modo general, de grandes categorías de presbíteros que eran dos: los de las comunidades monásticas y canónicas y la de aquellos que eran destinados al servicio fijo y estable de iglesias, de otros lugares de culto u otras instituciones eclesiásticas. Las ofrendas de los fieles garantizaban de modo suficiente el mantenimiento de los ministros miembros de las comunidades monásticas y canónicas y los pertenecientes a otros entes de diverso carácter, que hoy llamamos diocesanos. En general, al menos como regla general, la ofrenda de la Misa no se consideraba como indispensable para el sostenimiento del sacerdote celebrante. En cambio, después del primer milenio se introduce el uso de ordenar presbíteros fuera de las categorías ya mencionadas. Así pues, estos ayudaban en orden a su sostenimiento, sin estar bajo la mirada o cuidado de alguna institución. Por lo cual, debían proveerse de lo necesario por cuenta propia. Ante esta situación la Misa terminó por ser el medio principal y tal vez, para algunos, el único en dicho objetivo. La novedad de este periodo parece consistir en el hecho del estipendio destinado al sacerdote en particular, en orden a su sostenimiento material. De hecho, ya antes no faltaron casos en los cuales la ofrenda era destinada al sacerdote en particular, como lo atestigua la regla de san Crodegango. Ciertamente el número de sacerdotes, desvinculados de las instituciones eclesiales y puestos en condiciones de deber proveer lo necesario por sí mismos para el propio sostenimientos, debió de haber crecido y es posible, que se haya extendido en cierta medida a todas las categorías de sacerdotes no incardinados a organismos o instituciones comunitarias. 8Dial.

IV 57; PL 77,417C.


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Se creó la persuasión de que la Misa daba el derecho en tener lo necesario para el propio sostenimiento. Ello, tal vez influyó de alguna manera, para acreditar una praxis con un cierto tinte comercial y jurídico. Quien da la ofrenda se le garantiza una ventaja mayor a quien no la da. La Misa para el oferente produce frutos superiores respecto a aquellos que no dan la ofrenda. 2. Época de teorización sobre el estipendio Nos limitaremos a dar algunos datos. Surge entre los juristas y moralistas el problema de la simonía, lo cual supone que la práctica del estipendio no estaba constituida de casos aislados, sino que era notablemente extendida. La doctrina católica enseña que recibir dinero a cambio de un bien espiritual es simonía. Se explicó, sin embargo, que si el sacerdote es pobre y no tiene otro ingreso o modo para vivir el hecho no constituía un acto de simonía. Santo Tomás de Aquino (+1274) habla de los padres conducti que no estaban incardinados a algún organismo o institución. Los disculpa de la simonía si aceptan el estipendio por necesidad de sostenimiento.9 Una declaración atribuida por el Decretum a Alejandro II (1061-1073) muestra que la justificación del sostenimiento podía inducir a multiplicar las Misas cada día para aumentar las entradas o ganancias. Se trataba de un abuso por parte de mercantes con poca conciencia.10 Probablemente, es en este contexto histórico que surge la famosa división de los frutos en general, los especialísimos y, sobre todo, el especial ligado estrechamente con la ofrenda. La distinción es atribuida a Duns Scoto (+1308), pero puede ser más antigua. Ya Amalario de Metz, hacia la mitad del siglo IX, había especificado la distinción de los tres destinatarios de la ofrenda eucarística: para toda la Iglesia, para los oferentes de la limosna y para los sacerdotes celebrantes, sin embargo, no teoriza la distinción de los tres tipos de frutos. Bajo la mirada de varios teólogos, se ven dos formas de aprovechamiento de la Misa, una llamada intensiva y la otra extensiva. La primera corresponde al don eucarístico en su valor infinito enteramente disponible; también, en la práctica, es posible este fruto en modo limitado. Sobre este punto parece existir la unanimidad del juicio de los teólogos. Otro es el discurso relativo a la extensividad de la Misa. Esto respecto al número de beneficiarios, como factor que pueda condicionar la medida del fruto, al menos del fruto llamado especial. En otras palabras, según un cierto criterio, la porción de los frutos sería entera si es uno

9In

IV sent. dist. 25 q. 3, ar. 2 ad. r. 4.

10C.

53 sufficit, dist. 1 de consecrat.


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sólo uno el beneficiario del fruto especial y se reduciría a una centésima parte para cada uno, si por ejemplo, los beneficiarios fueran cien. En efecto, según una concesión tardía medieval, hacia el siglo XIII, la Misa poseía un tipo de fruto que está disponible sin límites y otro tipo de frutos sujeto a límites. El fruto en sí mismo está disponible para el sacerdote celebrante (fruto especialísimo) y la multitud de todos los demás beneficiarios eventuales (fruto general) se supondría sin límites. En cambio, el fruto disponible (fruto especial) para el donador de la ofrenda o estipendio de la Misa, sería (según algunos ya en acto) limitado. A ello seguiría, según esta percepción, que si el oferente es uno solo puede recibir la cantidad completa disponible, pero si son mil los oferentes, para cada uno de ellos estaría disponible solamente una milésima parte de la cantidad completa. Esta teoría acerca del fruto especial, limitado o no, se restablece bajo una doble motivación. Primera. Existe, primero que nada, el hecho de que el sacerdote celebrante mediante la aplicación, es decir, mediante su intención volitiva y mental (aplicación) tiene el poder de asignar o no el fruto al donador; además, lo podía asignar de manera completa o subdividirlo en partes menores a más donadores. Si no lo asignaba a ninguno el fruto regresaría al tesoro de la Iglesia dejando privados del fruto a todo donador o a los donantes. Si lo debiera aplicar a más donadores terminaría por subdividirlo, privando eventualmente al primero de la cantidad completa, que habría recibido si hubiese permanecido como único beneficiario. Por donador se entiende aquel que da la ofrenda o el estipendio de la Misa. Segunda. Existe, secundariamente, la práctica de la Iglesia de que en un momento o en otro reconocería un fruto especial diversamente cuantificable para el oferente. A la teoría se opone, justamente por parte de varios teólogos11, el hecho de que el poder discriminante, arbitrario acordado hacia el sacerdote (primera motivación) no tiene ningún fundamento en la Sagrada Escritura, ni en la tradición más antigua de la Iglesia. En cuanto a la práctica de la Iglesia (segunda motivación), consta históricamente que no va más allá del segundo milenio y que además, jamás ha sido formalizada propiamente de manera oficial por el magisterio. En base a la teoría expuesta un argumento de peso, brota del dato referente al fruto especial, es decir, aquel que corresponde al estipendio o bien, a la ofrenda. Este garantizaba al oferente 11K.

RAHNER, Die vielen messen, 56-73.


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un beneficio espiritual en mayor medida de aquel obtenido por quienes no realizaban ofrenda alguna. Para garantizar a los padres beneficiarios del estipendio la inmunidad ante la simonía, se discurrieron varias soluciones. Por ejemplo, hubo quien afirmó que no se trataba de una compraventa, porque el laico dando su ofrenda cumplía un acto de caridad a favor del sacerdote que ostentaba el derecho de lo necesario para vivir. Por otra parte, el sacerdote al celebrar la Eucaristía por el oferente, realizaba también un acto de caridad espiritual a favor del oferente.12 Otras afirmaban que no había una finalización entre el dinero y la celebración de la Misa, sino sólo una relación causal de contemporaneidad.13 Una de las teorías que paulatinamente fue adquiriendo mayor crédito, fue la llamada locatio operis. La cual, afirmaba que el oferente no pagaba la Misa, sino el trabajo humano del sacerdote, trabajo conectado, de alguna manera, con la celebración. A partir de esta teoría, se comprendió en mayor manera que el dinero era de la competencia del sacerdote por verdadero derecho de justicia. La idea de la ofrenda como operación de activa participación en la Misa no parece atrajera mucho la atención. 3. Intervenciones de la Santa Sede No parece que grandes concilios ecuménicos o papas se hayan ocupado especialmente respecto a la reglamentación del estipendio de la Misa, aun cuando llamaran la atención los abusos en los sectores más diversos. El evento clásico que provocó la intervención de un papa fue el sínodo de Pistoia del 1786. Los sinodales entre otras cosas, contestaban indiscriminadamente lo referente al estipendio de la Misa. Pío VI en la bula Auctorem fidei del 1794 condenó dicha posición extremista, definiéndola como lasciva del derecho eclesiástico y pastoral, e injuriosa hacia la Iglesia y sus ministros.14 Una normativa muy cuidada sobre la materia se encontrará en el CIC del 1917, en los cánones 824-844; 1506,1509,5. La cual se encuentra en un modo notablemente más sobrio en el CIC de 1983, en los cánones 945-948.

12

Esta parece ser la explicación de SANTO TOMÁS DE AQUINO, IV Sent. Dist 25, q. 3 ar. 2, ra.4.

13

R. REGATILLO, Instituciones Iuris Canonici, Sal Terrae, Santander, 1956, Vol. II, 9.

14DH

2654.


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4. Conclusión Aproximadamente, y en forma hipotética, podemos resumir la evolución histórica del estipendio de la Misa de la siguiente manera: - Derivó su praxis de la ofrenda caritativa de los primeros siglos y no de la ofrenda eucarística. Estas diferían en cuanto a su finalidad, dada su función y la intención del sujeto oferente. La ofrenda eucarística estaba destinada a la consagración y a la comunión, y la caritativa a las diversas necesidades de los pobres y de la Iglesia. Además, la ofrenda eucarística daba a los colaboradores diversas competencias y su dinámica era sobre un plano espiritual. En cambio, la ofrenda caritativa debía ser como un bien de consumo o de orden material, sin prescindir de las exigencias del culto. Así pues, el estipendio de la Misa no puede ser puesto en el mismo nivel de la ofrenda eucarística, dados los aspectos ya indicados. - En los primeros siete siglos se notan sólo episodios, y ocasionales, de comisiones explícitas de Misas acompañadas de algún donativo. Se trata, en general, de iniciativas libres de los fieles en miras no tanto al sostenimiento personal del sacerdote, sino sobre todo, a ser una ayuda para los pobres y las necesidades general de la Iglesia. - En la época carolingia y en el área franco-alemana se verificó un nuevo y amplio fenómeno: el de las Misas penitenciales y, posteriormente, el de las que eran ofrecidas a manera de sufragio y las votivas. Se cuestiona si se trata de simonía, al menos de nivel de magisterio, y tal vez porque se prescinde de contratos bilaterales entre el sacerdote y el oferente. Los tarifarios, en cuanto tales, podrían ser considerados como simples propuestas no taxativas por parte de la autoridad local. - Concluido el primer milenio, se difundió aún más la ordenación de sacerdotes, más allá de las comunidades monásticas y canonicales y de las iglesias locales. La ofrenda por la Misa llega a ser un medio de sostenimiento para esta nueva categoría de sacerdotes. Esto tiende a adquirir un nuevo carácter del do ut des. - Hacia los siglos XII y XIII el fenómeno se generaliza. Por un parte, el concepto particular del poder clerical, la doctrina de los frutos del sacrificio eucarístico y otros factores contribuyen a la teorización relativa de la ofrenda para la Misa. Así, nace la teoría de la intención del presidente, visto este como árbitro de asignación de una medida mayor de los frutos mencionados a los oferentes respecto a los recibidos por los no oferentes. La teoría del fruto especial tiene también el efecto de exaltar el valor de la ofrenda en dinero en orden a la medida de frutos recibidos por el oferente. Por último, la configuración precisa llegada en el tardo-medievo del estipendio de la Misa, parece surgir en los primeros siglos del segundo milenio. Y en general, respecto a la ofrenda, como ejercicio de participación activa en la Misa, no se insiste mucho. La finalidad expiatoria e impetratoria de la Misa, parecen prevalecer sobre la eucarística y latréutica de la celebración.


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II. Praxis actual El Motu propio Firma in traditione, en la ofrenda para la celebración de la Misa, ve en un modo particular la participación activa en el sacrificio eucarístico y en él, la comunión más estrecha con Cristo que se ofrece como víctima, trayendo como consecuencia, un fruto espiritual más abundante de la celebración. Por lo tanto, la eficacia espiritual privilegia las disposiciones espirituales y morales de la persona. Admite que la ofrenda puede ser causa de un fruto mayor, pero sin mencionar el fruto especial que fue considerado durante un buen tiempo en relación intrínseca con la ofrenda caritativa, ya que éste discriminaba a aquellos que no podían ofrendar económicamente. Sin embargo, el Motu propio no profundiza las condiciones previas para recibir los frutos y no afronta los numerosas problemas unidos a dicho tema. Esto se explica del hecho que el documento es de carácter disciplinar y administrativo destinado a resolver cuestiones creadas por la infravaloración, respecto a la entidad e identidad de los legados antiguos. El Código de Derecho Canónico de 1983, en los cánones 945-958, delinean normas precisas respecto a la ofrenda para la celebración de la Misa. Destacamos algunos datos: En primer lugar, notemos la diversa terminología que supone, el menos en parte, una nueva concepción. Mientras el Código de 1917 usa en repetidas ocasiones el término stipendium (cc. 8824, 826, 828) unido al de eleemosyna, el cual no aparece más en el nuevo Código, sustituido generalmente por la palabra stips que designa los dones, limosnas, ofrendas o cosa semejantes. También la expresión ex titulo iustitiae (c.824,2), ha sido sustituida por el de obligación (c. 949). Lo cual, supone la idea madurada por varios canonistas de que los términos de justicia conmutativa no es más aceptado y ya no es sancionado de manera oficial. Se ordena el evitar toda apariencia de contratación o comercialización. Por lo tanto, se opta por la plena gratuidad de la ofrenda para la Misa por parte del donador u oferente, sin excluir obviamente la obligación de quien la recibe de celebrar la Misa. Además, se recomienda el celebrar alguna vez, por los más pobres, por aquellos que no pueden mandar celebrar la Misa (c. 945,2). Entre las normas señalamos las siguientes. Deben ser celebradas Misas distintas según las intenciones de aquellos quienes han dado la ofrenda y ésta ha sido aceptada (c. 948). Por esta razón se excluye que con una sola Misa se puedan satisfacer diversas intenciones. Sin embargo, la hermenéutica del texto no es unívoca y en la práctica, a veces, parece verificar el sentido aparentemente más obvio del canon. En las binaciones y trinaciones el presbítero celebrante puede tener para sí sólo la ofrenda de una Misa. La ofrenda eventual de las otras debe ser devuelta al ordinario. Por ordinario se entiende, según los casos, aquel del lugar o bien, el propio de la familia religiosa. El concelebran-


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te que bina puede recibir la ofrenda de una sola Misa, salvo para las tres Misas de Navidad, (CIC c. 951,1). 1. Principios teológicos El criterio general relativo a los frutos del sacrificio eucarístico vale lo ya afirmado anteriormente, es decir, la medida del beneficio por parte de los distintos oferentes está siempre ligado no a la cantidad o el cúmulo de ofrendas por parte del oferente, sino que está en relación a las disposiciones interiores. La ofrenda caritativa material puede no sólo expresar la oblatividad interior, sino también acentuarla bajo diversos aspectos. La IGMR 140 nos dice: “Es bueno que la participación de los fieles se manifieste con la ofrenda sea de los dones del pan y del vino para la celebración eucarística, como la ofrenda de otros dones que miren a las necesidades de la Iglesia y de los pobres”. Existe una tradición, ubicada hacia los primeros siglos, si bien comprendida y observada, que puede ser una expresión externa privilegiada de los sentimientos internos. De modo que la ofrenda puede ser no sólo signo de devoción, de la fe y de la caridad personal, sino también un ejercicio consciente y efectivo que puede traer en gran medida un beneficio espiritual. Se puede decir que con la ofrenda de la Misa las finalidades de glorificación divina y de la salvación humana, podrían encontrar también en ella una acentuación particular. Lo cual, supone una renuncia, es un acto de caridad hacia los pobres y la Iglesia. Es un acto de fe en el valor de la Misa. Es un modo de solidarizarse con la actitud oblativa de Cristo y un acto de solidaridad con la oblación de la Iglesia. 2.

Recitación o mención de los nombres en la Misa

a. Notas históricas La mención del difunto o de la intención por los cuales la Iglesia local ofrece a Dios el sacrificio eucarístico responde a una tradición casi bimilenaria. En África dan testimonio Tertuliano15, san Cipriano16 y san Agustín17. En el área galicana lo testifica la oración Post nomina18. En 15De

exhortatione castitatis, CCL 2, 1015-1035.

16Ep.

1,2; CSEL 3/2 466ss.

17Sermo

in natali app. Petri et Pauli, c. 2; PL 38,1360. Sermo 159, c.1; PL 38, 368.

18Missale

Francorum, ed. Mohlberg, n. 150, p. 30.


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Oriente los autores de las catequesis mistagógicas nos lo reportan como san Cirilo19 y san Juan de Jerusalén, con la particularidad de la mención de los nombres dentro de la plegaria eucarística. Para la liturgia romana la mención de los nombres nos la reportan el papa Inocencio I20 y san Jerónimo.21 Además, una cincuentena de oraciones de la Misa contenidas en el sacramentario Gelasiano reportan la sigla illius o illorum referida a la mención de los nombres. En este caso no se trata de nombres integrados a la anáfora sino dentro de marco celebrativo de la Misa. El sacramentario preadrianeo de Padua, del siglo IX, tiene la siguiente rúbrica: “Si fuerit nomina defunctorum recitentur dicente diacono: Memento etiam Domine” (Memento de los difuntos). Aquí la integración del nombre se encuentra en el canon. En el primer Memento del canon romano del sacramentario de Rheinau (795-800), se hace referencia explícita a los nombres de los difuntos con la sigla illorum et illarum. El penitencial de Mersembugense del siglo VIII, nos presenta la siguiente indicación: “Secumdum romanus (sic) die dominico nomina mortuorum ad missa non recitantur”22

Según este documento, al menos la mención de los nombres es admitida en los días feriales. La costumbre romana, a la cual se hace referencia podría ser la liturgia de la Misa papal no a la presbiteral, como nos lo reporta el sacramentario de Padua ya arriba citado. El Memento de los muertos en múltiples códigos del sacramentario gregoriano tiene las siglas ill et ill, que indican la integración de los nombres. En el canon romano tanto el memento de los vivos como el de los difuntos presenta la letra N que supone la posibilidad de la integración de los nombres de alguna persona. La letra N en el canon romano aparecerá regularmente en el Ordinario de la Misa del papa Honorio III anterior al 1227 y en los misales hasta el actual. Se trata de una tradición nunca cuestionada a nivel de los libros litúrgicos. 19Cat. 20R.

Mist. V,9; SC 126.158.

CABIÉ, ed. cit. P. 22.

21HIERONYMUS, 22Ed.

Comentaría in Hezechielem Prophetam, V, 18; CCL 75,238; PL 25, 175C.

R. KOTTJE, CCL 56,159, c. 118.


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Para concluir esta notas de carácter histórico se debe de recordar los dípticos, que eran listas de nombres dispuestos sobre el altar con el fin de su recuerdo vivo y personal, que los unía a la fuente viva del sacrificio eucarístico. Los dípticos llegaron a ser, en algunas ocasiones, Liber vitae que comprendía a todos los que eran asociados en el recuerdo de la santa Misa. b. Ordenamiento del misal del 2002 El misal de 1970 y el de 1975 en las anáforas segunda y tercera opta por una fórmula propuesta para la integración del nombre y de los nombres de los difuntos. En el misal del 2002 esta fórmula se encuentra sólo en la anáfora segunda. Respecto a la anáfora tercera se dice que el nombre del difunto se puede integrar sólo si se elige el formulario de la missa defunctorum. Se ha de tener presente la diferencia entre la Missa pro defunctis y la Missa defunctorum. La primera no es un formulario de misa exequial, en cambio la segunda sí lo es. Como ya se dijo, también el canon romano ofrece la posibilidad de integrar el nombre en la plegaria eucarística. De hecho, tiene la letra N en el Memento de los muertos. c. Decir el nombre: función y finalidad La mención del nombre en la plegaria eucarística y no fuera de ella tiene un valor particular dada su cercanía del cumplimiento del sacrificio convivial. Este valor es destacado ya desde las catequesis mistagógicas. Las cuales, mencionan que el recuerdo de los difuntos les proporciona una gran alegría porque en ese momento sobre el altar está presente la víctima divina, el Cordero de Dios. De este modo, la aplicación del sacrificio aparece de una manera más clara. La objeción de la privatización23, sugerida tal vez desde la teoría del fruto especial, es destituida de su fundamento, en el sentido que esta mención privilegiada no defrauda a ninguno. Cada uno podrá disfrutar de los beneficios de la Eucaristía enteramente, sin dejar de lado lo relativo a la medida de las disposiciones personales. El misal del 2002 en varios casos consiente la integración de los nombres dentro de la plegaria eucarística, además de los nombres del papa y del obispo. La posible integración del nombre está indicado con la letra mayúscula N. Ahora bien, resumiendo, la encontramos en los dos Memento del canon romano, en el Memento de los muertos

23

Algunos autores exageran al juzgar como un hecho negativo la aplicación de la Misa por personas o intenciones particulares, afirmando que la Misa es celebrada para beneficio de todos. El Código de Derecho Canónico aprueba especialmente la integración de la intención particular (cf. cc. 945, 946, 948, 949, 950), la cual es confirmada por la tradición bimilenaria de la Iglesia y, por otro lado, por el valor infinito de la Misa. El misal en su tercera edición típica, mantiene esta praxis.


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de la segunda anáfora y también en la tercera cuando se usa el formulario exequial. Además del Hanc igitur de la misa para la celebración del matrimonio y la bendición de un abad o abadesa. Cierto es que algunos de estos son casos especiales y diferentes de la Misa celebrada por una ofrenda. Sin embargo, en el conjunto son suficientes para desacreditar el espectro de la privatización.

3. Algunos problemas Nos limitaremos a señalar algunas posiciones relevantes en los libros y revistas respecto al problema de la ofrenda para la Misa. a. La Misa, por naturaleza propia y por institución divina, es una celebración de acción de gracias y de alabanza a Dios por todas las maravillas realizadas por él. Sucede que los oferentes se han interesado exclusivamente en obtener por medio de la Misa una gracia espiritual o un beneficio para sus difuntos, convencidos de que la ofrenda del dinero para la Misa actúa a la manera de un talismán mágico a distancia, dejando de lado toda idea de participación y de disposiciones interiores personales. Es difundida la persuasión de que la Misa es algo que se vende y se compra. De b. hecho, bastantes la piden diciendo: ¿Cuánto cuesta? El sistema, llamado eufemísticamente, ofrenda, deja una sombra negra tanto sobre la Iglesia como sobre la Misa. c. Parecería en ocasiones que a los que presiden la Misa les interesa más el dinero que las disposiciones morales de los donantes. Un problema es el hecho de la intención aplicativa por parte del sacerdote. Para d. algunos la ausencia de tal intención, privaría de todo beneficio al oferente y los frutos de la Misa regresarían al tesoro de la Iglesia. e. Se observa que frecuentemente, el oferente no sólo no está presente en la Misa que ha solicitado, sino que ni siquiera sabe dónde, cuándo y por quién es celebrada. El presbítero al cual llega el estipendio, tal vez después de pasar por varias manos, lo aplica ad mentem offerentis o bien, llega a él de las manos de un portador sin tener el mínimo conocimiento del oferente. Todo se desarrolla en el máximo anonimato. El principio de la participación viva, activa, consciente y fructuosa es totalmente dejado de lado. Todo esto obscurece la gran dignidad de la Misa reducida a un instrumento mágico y a un asunto meramente comercial. f. Según el sistema actual se verificaría la paradoja de que la intención de un rico oferente o donador, totalmente ausente de la celebración no sólo física, sino también moral y espiritual, vendría privilegiada sobre las intenciones de los fieles presentes que participan en la celebración de manera activa y con gran fervor. g. Sucede que con una sola Misa se satisfacen la multiplicidad de oferentes, con una notable ventaja económica y un mínimo de incomodidad para el sacerdote celebrante.


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h. Según una tradición bimilenaria la asamblea era estimulada a unir su propia intercesión a favor del oferente, razón por la cual se proclamaba su nombre. Ahora, en ocasiones, se prohíbe a nivel de sínodos como una indebida privatización de la Misa o con otras motivaciones. Sin embargo, no se prohíbe la publicidad del donante u oferente mediante folletos o avisos a las puertas de la iglesia. Esto, demostraría que el interés está ligado, sobre todo, al provecho económico del sacerdote celebrante. i. Algunos se sitúan dentro de una postura radical solicitando, incluso, el abolir del todo la práctica del estipendio de la Misa y pensar en algún otro método alternativo en orden al sostenimiento del clero.


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TEMA VI: EL CONSEJO EVANGELICO DE LA POBREZA EN EL PRESBITERO DIOCESANO (aspecto jurídico) Pbro. Jorge Eduardo Domínguez Díaz I.- INTRUDUCCION Hablar de pobreza al clero secular parece a primera vista algo extraño. Desde el momento en que se observa la parte que el actual Código reserva a los derechos y obligaciones del clérigo (cc 273-289), se nota que jamás utiliza el término pauperitas. Se habla de obediencia (c 273), de continencia y de celibato (c 277, 1). Con todo, es muy lógico que el sacerdote que ha de representar el mensaje del Reino futuro y que ha de proclamar la muerte y resurrección de Cristo, practique él mismo, en primer lugar, la primera de las bienaventuranzas, concretamente en su doble forma: - En la de una vida, si no pobre, al menos sencilla y - En la del amor especial a los pobres y la solidaridad con ellos. De ahí, pues, la necesidad de exponer brevemente algunos puntos importantes de la vida económica de los presbíteros diocesanos. Primero hablaré de la pobreza, luego de los derechos (remuneración y asistencia social para los presbíteros) II.- LA POBREZA COMO VIRTUD PARA EL SACERDOTE DIOCESANO No existe una obligación jurídica de vivir la pobreza material, aunque, según el c 282,1 (Doc. Ultimis temporibus, II/II,4), los clérigos deben llevar una vida simple y deben abstenerse de toda vanidad. Por consiguiente, los clérigos deben usar los bienes temporales sólo para aquellos fines a los que pueden ser destinados de acuerdo a las enseñanzas del Señor y del ordenamiento de la Iglesia (PO 17). Además, los bienes eclesiásticos propiamente dichos deben ser administrados según la norma de las leyes eclesiásticas y utilizados para aquellos fines para los que la Iglesia los puede poseer, es decir, el culto divino, la digna sustentación del clero y el mantenimiento de las obras de apostolado y de caridad, especialmente para los pobres (PO 17c; Comm. 14,1982, 80; c 1254, 2). Por lo que se refiere a los bienes recibidos para el ejercicio de un oficio eclesiástico que exceden las necesidades del sustento y del cumplimiento de los otros deberes del estado, el c 282,2 invita a los clérigos a emplearlos para el bien de la Iglesia y para las obras de caridad, y no para aumentar los recursos de su propia familia (PO 17c). Sigue en pie la invitación que hace el Concilio a los clérigos de abrazar la pobreza voluntaria, para conformarse de manera más evidente a Cristo y poder desempeñar mejor su ministerio (PO 17d). En efecto, los presbíteros y los obispos deben evitar todo lo que de cualquier forma pueda mover a los pobres a apartarse


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de ellos y, por tanto, deben eliminar toda huella de vanidad en sus propias casas; su morada ha de ser modesta y estar accesible a todos (PO 17e; PDV 30, TE 67). III.- REMUNERACIÓN Y ASISTENCIA A REMUNERACIÓN Con el c 282 se relaciona el c 281, que sanciona el derecho a la remuneración y a la asistencia social. Este derecho se afirma en relación con el obispo, procedente de la misma incardinación24 (Comm, 14 1982, 172), y en relación con los fieles, ya que se basa en la justicia distributiva natural y en la Escritura (PO 20a; cc 222,1; 1261; Mt 10,10; Le 10,7; 1Cor 9,7-14; 1Tim 5,18). El obispo tiene la obligación de proveer al sustento y a la asistencia social de los clérigos que desempeñan su ministerio en la Diócesis, ya que la condición económica de los que son trasladados a otras diócesis, según norma del canon 271,1, está regulada por el acuerdo por escrito que intervino entre los dos obispos diocesanos (c 271, 1 y 2). El canon 281,1 da como criterios para la remuneración: 1. La naturaleza del oficio desempeñado (c 281,1; PO 20a) 2. Las condiciones de los tiempos y lugares (c 281,1; PO 20a). Aunque tiende a una distribución igualitaria, por una parte evita el igualitarismo absoluto y, por otra, establece que la remuneración debe ser suficiente para: 1. Las necesidades de la propia vida. 2. Para la justa retribución de los que dependen de él o están a su servicio. 3. Para salir al encuentro de las necesidades de los pobres (PO 20ª, Dir. Ecclesiae imago, 117ª). El c 281,1 está en conexión estrecha con el c 1274,1 que trata de la institución especial diocesana organizada para la sustentación del clero. B ASISTENCIA SOCIAL De la previsión social se trata en el c 281,2, para atender las necesidades del clero en caso de enfermedad, de invalidez o de ancianidad. Ante todo, los clérigos deben gozar de la asistencia social que les correspondería por ley civil; para los que no pueden gozar de ella, hay que proveer mediante una institución especial constituida por disposición de la conferencia episcopal (c 1274,2) (En nuestra Diócesis de Zacatecas tenemos la Mutual para gastos menores y CCYAS para gastos mayores). De la condición especial de los diáconos casados (en nuestra Diócesis no tenemos) se ocupa el c 281,3 (M. P. Sacrum Diaconatus Ordinem, 19). La remuneración de los casados que se dedican a tiempo completo al ministerio debe ser suficiente para el sustento suyo y el de su familia; sin 24

CONGR. OB., Ecclesiae imago, 22 febrero 1973, n. 117a, en EV$/2118.


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embargo, los que perciben una paga por su profesión civil deben proveer con ella a sí mismos y a su familia, aunque ha de considerarse justo que, si la Diócesis tiene a su disposición medios económicos, el obispo cargue con los gastos que el diácono tuviese que afrontar en el desarrollo de su ministerio (DO 15-20). C PROHIBICION DE TENER ACTIVIDADES DE NEGOCIO Y COMERCIALES El canon 286 prohíbe que los clérigos ejerzan, personalmente o por medio de otros, tanto por interés propio como por interés ajeno, actividades económicas, es decir, de forma general, toda actividad lucrativa y actividades comerciales, como compra-venta de géneros, a no ser que reciban licencia de la legítima autoridad eclesiástica, es decir, del propio ordinario (PO 17c). Pero hay que observar que la prohibición se refiere al ejercicio de esas actividades, que se tiene sólo cuando se ponen actos repetidos o de costumbre. El c 1392 establece una pena indeterminada para los que violan el c 286, mientras que el canon 1042 2°, habla de un impedimento simple para recibir las órdenes. Si no se da motivo de escándalo, la necesidad extrema, e incluso grave, tanto del clérigo como de los que éste está encargado de sustentar, excusa de la prohibición del canon. Hay que decir que están permitidas: 1. La actividad económica no industrial, que ha de entenderse como recta administración de los bienes y como un modo honesto de procurarse con el trabajo propio el sustento necesario (por ejemplo, comprar mosto y vender vino), siempre que no aparte de las obligaciones propias del ministerio; 2. La venta no lucrativa de objetos (por ejemplo, vender libros a los alumnos, estampas, rosarios y otros objetos de los santuarios, etc.); 3. La adquisición de obligaciones y de acciones de sociedades comerciales o industriales que desarrollan actividades lícitas con tal que no se participe en la administración de las mismas. Esta prohibición se refiere también a todos los religiosos (c 672), pero no a los miembros no clérigos de los institutos seculares y de las sociedades de vida apostólica, ni a los diácnos permanentes diocesanos (c 288).


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