INICIACIÓN AL TRIDUO PASCUAL El centro del año litúrgico no es la Semana Santa, sino el Triduo Pascual, por ser precisamente la celebración cumbre del Misterio Pascual: «Del mismo modo que la semana tiene su punto de partida y su momento culminante en el domingo (dada la índole pascual del día), así, el centro culminante de todo el año litúrgico esplende en el santo Triduo pascual de la pasión y resurrección del Señor, que se prepara en el tiempo de Cuaresma y se prolonga en la alegría de los 50 días sucesivos.» (Preparación de las Fiestas Pascuales, 2). Celebra, pues, el tránsito del Señor de este mundo al Padre a través de su muerte, sepultura y resurrección, que tuvieron lugar en los tres días del viernes, sábado y domingo. Se trata, en realidad, del Triduo del crucificado, sepultado y resucitado. Con su celebración se hace presente y se realiza en nosotros el Misterio de la Pascua, es decir, el tránsito de la Iglesia con su Señor de este mundo al Padre: «En esta celebración del Misterio, por medio de los signos litúrgicos y sacramentales, la Iglesia se une en íntima unión con Cristo, su Esposo...» (ibid. 38)
Se trata, pues, de participar del Misterio Pascual de Jesús a través, precisamente, de signos litúrgicos. Éstos no han de ser concebidos, por tanto, ni como ceremonias emotivas, ni como simples rúbricas más o menos estéticas, sino como verdaderos signos sacramentales a través de los cuales se participa del Misterio. Hay pues que advertir que, en las celebraciones propias de estos días, los signos más importantes no son precisamente los más extraordinarios. Así, por ejemplo: el Domingo de Ramos es más importante la aclamación al Señor que los ramos en sí y su bendición, pero la lectura de la Pasión y la liturgia eucarística es todavía más importante que la procesión con los ramos; en la Vigilia Pascual, lo principal es la lectura prolongada de la Palabra y la celebración sacramental, mientras que el fuego y el lucernario es sólo la introducción a lo principal. NOCHE DE LA CENA DEL SEÑOR El santo Triduo pascual se inaugura con la misa vespertina de la cena del Señor que es como su introducción o pórtico de entrada. Como toda Eucaristía, ha de vivirse sobre todo como sacramento que recuerda y hace presente el misterio pascual de la muerte y resurrección del Señor, que se celebrará con solemnidad especial en los días del Triduo a la que esta celebración introduce. Esta misa vespertina evoca la última cena, esto es, la noche de su entrega: * su amor hasta el extremo * su ofrenda adelantada en el pan y el vino entregados * su encargo al ministerio sacerdotal La Eucaristía y el ministerio, que el Señor dio a su Iglesia la víspera de su pasión, son los medios que permitirán a la Iglesia vivir el triunfo pascual de su Señor y la vida nueva recibida de la Pascua. La atención del espíritu debe, pues, centrarse en los misterios que se recuerdan: la institución de la Eucaristía, la institución del ministerio y el mandato de la caridad fraterna. Con todo, hay que advertir que no se trata del gran día de la Eucaristía. «Eucaristía» significa originariamente «Acción de gracias por el triunfo obtenido». El gran día de la Eucaristía no es, pues, el jueves santo, sino la noche de Pascua y, en general, el domingo cristiano. La misa vespertina del jueves santo es sólo como una profecía de lo que será el gozo exultante de la misa de Pascua, que es la única del Triduo. Su celebración ha de situarse de cara a la Pascua que anuncia y a la que introduce y no reducirla al «día de la Caridad», al «día de la Eucaristía» o al «día del sacerdocio». Las lecturas presentan la Eucaristía como sacramento del memorial (profecía) de lo que celebramos en el Triduo: la Pascua del Señor por su muerte y resurrección:
2 – primera Lectura: En su cena pascual, los israelitas celebraban el gran acontecimiento del Éxodo. La celebración actualizaba la salvación que Dios les hizo experimentar, cuando los instituyó como pueblo de la Alianza. – segunda Lectura: Los cristianos hemos recibido del Señor el encargo de celebrar la Eucaristía como memorial de un nuevo Éxodo: el paso de Jesucristo de la muerte a la vida nueva. La celebración eucarística actualiza lo que significa el sacrificio pascual de Cristo en la cruz (mi cuerpo entregado y mi sangre derramada) para que podamos participar de él (tomad y comed). – Evangelio: Escena del lavatorio: Para que lo que yo he hecho con vosotros, también vosotros lo hagáis unos con otros. Si el sacramento que celebramos es entrega por nosotros, la comunidad debe ser también lugar de experiencia de la actitud de caridad como entrega servicial a los demás. – El gesto del lavatorio: El ministro celebrante, como signo sacramental de Cristo, le imita en su condición de Siervo. Es todo un signo de lo que comporta la Eucaristía como actitud de entrega a los demás. – La Reserva Eucarística: Subraya hoy lo que solemos hacer habitualmente: reservar pan eucarístico pensando en los enfermos e impedidos y en la oración personal. Hoy se hace pensando en todos los que comulgarán en la celebración de la Pasión del Señor y pensando también en la meditación contemplativa ante ese Cristo que nos ha querido dejar el recuerdo vivo de su entrega. La oración ante el Sagrario: Ante la reserva eucarística, la comunidad cristiana suele hacer unos momentos de oración -la clásica hora santa- para meditar, profundizar y alabar el Misterio que se empieza a celebrar, porque toda la celebración de este día radica en iniciar la Pascua. VIERNES DE LA MUERTE DEL SEÑOR El viernes santo es, propiamente, el primer día del Triduo que conmemora la primera fase del Misterio Pascual: el sacrificio redentor de Jesucristo que, como sumo sacerdote y en nombre de toda la humanidad, se ha entregado voluntariamente a la muerte para salvar a todos. «En este día en que ha sido inmolada nuestra víctima pascual, Cristo, (1 Cor 5,7) la Iglesia, meditando la Pasión de su Señor y Esposo y adorando la Cruz, conmemora su nacimiento del costado de Cristo dormido en la Cruz, e intercede por la salvación de todo el mundo.» (PFP 58)
Es el comienzo de la Pascua –y no su preparación inmediata: ¡la Cuaresma ya terminó!–. Comenzamos así el Triduo como tres días consecutivos que celebran la Pascua, es decir, el «tránsito» de Jesucristo de este mundo al Padre, haciendo pasar consigo, de la muerte a la vida y del pecado a la amistad y comunión con Dios, a la humanidad entera. No se trata, pues, de que hoy celebramos su muerte y otro día celebraremos su resurrección. Lo que propiamente celebramos es el pasar de Jesús de este mundo al Padre a través de su muerte en la Cruz... Ya una antigua oración lo expresaba así: «por su muerte, su alma pasó ya al Padre; con su sepultura, su carne pasó de la fatiga y el sufrimiento al descanso; y, con su resurrección, el cuerpo glorificado pasó a la esfera de lo divino». Así pues, todos y cada uno de los días del Triduo y todas y cada una de sus celebraciones conmemoran la totalidad del Misterio pascual. Solo que este único Misterio se celebra cada día con matices propios y un tanto diversos. El viernes santo contemplamos a Cristo que con su muerte inaugura la Pascua venciendo la muerte de la humanidad. Celebramos, pues, la muerte gloriosa del Señor que sube a la cruz para pasar al Reino de Dios. Bajo este aspecto es significativo el canto más antiguo de este día: la antífona «Tu cruz adoramos, Señor, y tu santa resurrección alabamos y glorificamos». No se trata, pues, de un duelo, sino de una celebración centrada en la Cruz del Señor, proclamando la Pasión y adorando la Cruz. Se trata de una memoria de la muerte del Señor,
3 preñada de esperanza y contemplada como victoria. Por eso, las vestiduras litúrgicas de los ministros no son hoy moradas como en las celebraciones penitenciales, sino de color rojo, que es el color de la victoria. La Cruz, mirada a la luz de la fe pascual, significa en realidad el fracaso de un mundo de valores y el nacimiento de un nuevo orden de cosas: lo que antes era miserable y absurdo, desde la Cruz se convierte en riqueza y sabiduría. Cristo en la Cruz no es un fracasado, sino un triunfador. Por eso, la Iglesia puede contemplar hoy la Cruz con ojos de júbilo. Para ella no es un instrumento de escarnio que culmina con la muerte vergonzante del crucificado, porque mira la Cruz a la luz del Resucitado. – La postración inicial en silencio es un gesto de humildad en consonancia con el clima de la celebración. Trata de expresar la humillación del hombre terreno antes de la Pascua liberadora de Cristo. – Las lecturas antes de la proclamación de la Pasión tratan de evocar los sentimientos de Cristo Jesús para que los oyentes puedan sintonizar con ellos: la primera Lectura expresa la tensión humillación-libertad que pasa por la muerte del Siervo; el Salmo expresa la voluntad interior de oblación con la que Jesús se enfrenta a la muerte («Padre, a tus manos encomiendo mi espíritu»); la segunda Lectura muestra cómo la obediencia en el sufrimiento ha convertido a Cristo en causa de salvación eterna para todos los que le obedecen. – La lectura de la Pasión según S. Juan es el momento culminante y central de la celebración. Según remotísima tradición, se ha escogido para este día el relato del IV Evangelio, precisamente, porque es el que mejor conecta con el espíritu en el que la Iglesia contempla hoy la pasión y muerte de su Señor: Juan lo presenta como la gran hora de la entrega de Jesús por amor y de su glorificación. Diríamos que S.Juan presenta ya en su relato un Cristo post-pascual: la muerte del Señor (y no simplemente la de Jesús, como hacen los sinópticos) – La Oración universal de los fieles se expresa en esta celebración con su acento más tradicional y solemne, porque hoy adquiere más sentido que nunca. Se trata de la participación de la Iglesia en la ofrenda de Cristo: la Iglesia, al celebrar cómo Cristo se ha entregado por la salvación de todos los hombres como Mediador y Sumo Sacerdote, toma conciencia del valor universal de la muerte de Cristo y, sintiéndose ella misma vinculada a ese sacerdocio, lo ejerce intercediendo por las grandes intenciones de la Iglesia y de la humanidad entera. Se siente así asociada activamente a la salvación universal del viernes santo, sin detenerse en peticiones particularistas. – Con la adoración de la Cruz, la Iglesia-Esposa quiere expresar sus sentimientos de reconocimiento, gratitud y amor a su Señor y Esposo que en ella sufrió para salvarla. La comunidad cristiana venera la Cruz como principio de Pascua. Más que de venerar una imagen se trata de un gesto expresivo de la fe que proclama la victoria pascual de Cristo en la Cruz. Es lo que intentan expresar los cantos recomendados para acompañarlo. Se pueden indicar diversos gestos alternativos: un beso a la cruz, tocarla y santiguarse, una genuflexión ante ella o una inclinación profunda (cada cual puede escoger uno de estos gestos para expresar su adoración). – La Comunión eucarística tiene en esta celebración un significado peculiar: se ha conservado en la liturgia de este día, considerándola como una forma de unirse al Sacerdote que se entrega. Es como una conclusión de la Eucaristía vespertina del jueves porque, de suyo, el Triduo tiene una sola Eucaristía, la de la Vigilia Pascual. No es, pues, un momento culminante de la celebración. De ahí que se realice sobriamente en silencio, sin canto y sin manteles. – Austeridad y ayuno marcan el ambiente de estos días. No se trata de un ayuno penitencial, porque la Cuaresma terminó el ayer. Tiene otro sentido que conviene precisar, porque es el que siempre recordamos en el ayuno eucarístico de una hora, antes de comulgar. Es éste un ayuno pascual, como signo litúrgico del tránsito de la Iglesia con su Señor: hoy y mañana se ayuna hasta llegar a la fiesta en la noche santa y poder pasar, así, del ayuno a la comida eucarística
4 (forma de encuentro con el Resucitado que presagia el banquete escatológico). Es, además, una expresión de la actitud contemplativa de la Iglesia que sigue el camino de su Esposo y Señor, a través de la muerte, en la espera escatológica de su triunfo: con su ayuno, la Iglesia delata, en definitiva, la ausencia del Esposo. Por eso, el ayuno de estos días abarca otros aspectos: la ausencia de sacramentos (la comunidad sólo puede reunirse para la meditación, la contemplación o la alabanza de la liturgia de las horas) y el carácter sobrio de la celebración (sin luces, sin flores, sin música ni campanas, el altar despojado y el sagrario abierto y vacío). SÁBADO DE LA SEPULTURA DEL SEÑOR «Durante el sábado santo de la sepultura del Señor, la Iglesia permanece junto al sepulcro del Señor, meditando su pasión y muerte y su descenso a los infiernos; y esperando en la oración y el ayuno su Resurrección.» (PFP 73)
Jesús en el sepulcro es el mejor símbolo del Mesías que se ha abrazado con el dolor, la muerte y el silencio de todos los hombres de todos los tiempos. Pero es una situación esperanzada: «dormiré y descansaré en paz; mi carne descansa serena; espero gozar de la dicha del Señor en el país de la vida». Silencio, ayuno, austeridad… no vacíos, sino llenos de sentido: están llenos de esperanza contenida, en espera de la fiesta... DOMINGO DE RESURRECCIÓN La noche de Pascua es el punto culminante del Triduo pascual. Con la Vigilia pascual en la noche santa, la mayor de las celebraciones del año litúrgico, comienza el tiempo de Pascua que se prolongará durante toda una cincuentena hasta Pentecostés. Rompiendo el ayuno, inauguraremos una fiesta de cincuenta días, a la manera de un gran domingo, que celebraremos con la Palabra y los Sacramentos: se trata del paso del duelo a la fiesta, de la muerte a la vida, juntamente con el Señor. Así, con unos signos más festivos y extraordinarios, la Iglesia manifiesta y vive este tiempo como un anticipo de la vida futura, de aquella felicidad en la que espera compartir, ya sin velos ni sombras, la vida del Resucitado. Por eso, se suprimen los signos propios de los días terrenos (actos penitenciales), para gustar con más intensidad la vida definitiva en la que introduce el Resucitado a la humanidad, pasada ya la etapa de las figuras (supresión de lecturas del A.T.). Como nos dice la primera rúbrica del Misal, la Iglesia, recogiendo una antiquísima tradición, conmemora la noche santa en la que el Señor resucitó velando en su honor. Fundamentalmente, se trata de velar y la tradición a la que alude se remonta a la celebración de la Pascua entre los Israelitas: «Noche en que veló el Señor para sacarlos de la tierra de Egipto. Esta misma noche será noche de vela en honor del Señor para todos los israelitas, por todas sus generaciones.» (Éx 12,42). Siguiendo una interpretación de S. Agustín, el Misal mismo lo explica diciendo: «Los fieles, tal como lo recomienda el Evangelio (Lc 12,35s), deben asemejarse a los criados que, con las lámparas encendidas en sus manos, esperan el retorno de su Señor, para que cuando llegue les encuentre en vela y los invite a sentarse a su mesa.» En realidad, sólo entenderemos la Vigilia de esta noche santa, si entendemos la Pascua como la celebración más importante y la mejor ocasión para la renovación profunda de la vida cristiana (y no como una mera ocasión cargada de admiración y de entusiasmo pasajero). La «Vigilia» es, por definición, «espera en la noche». El paso de la noche a la aurora forma parte del mismo significado pascual de la celebración. No se trata de una hora escogida sentimentalmente por la emoción del recuerdo histórico (como el jueves o el viernes santo), esperando el momento de la resurrección del Señor. En realidad, nadie sabe cuando resucitó porque nadie fue testigo inmediato de ese momento. En este caso, la hora nocturna forma parte del mismo significado sacramental del día: a través del paso de la noche a la aurora pascual se significa y se hace presente el Misterio del «tránsito de la Pascua» en la que Jesús, por su muerte y resurrección,
5 hace «pasar consigo» a la Iglesia de las tinieblas de la muerte y del pecado a la luz de la resurrección y la vida. La hora nocturna ha sido escogida, así, como signo de la fe cristiana: expresa la noche de la fe en la que vive la Iglesia. La Iglesia hace esa noche lo que debe hacer siempre espiritualmente: «Israel, estate preparado para el encuentro con tu Señor». Esa noche, la Iglesia se experimenta como Esposa desvelada que espera la vuelta de su Esposo y Señor. Por su propia naturaleza, es una celebración prolongada: «Tened encendidas las lámparas. Vosotros estad como los que aguardan a que su señor vuelva de la boda, para abrirle apenas venga y llame. Dichosos los criados a quienes el señor, al llegar, los encuentre en vela (Lc 12,35ss). Y, precisamente para la espera y el camino de la fe, la Iglesia tiene el Libro Santo que mantiene y alimenta su esperanza en su futura resurrección, consumación del misterio de la vida cristiana. Se trata, en definitiva, del «consuelo de las Escrituras». La Vigilia es, asimismo, una velada de Iniciación sacramental. Con ella, la Iglesia se prepara y dispone para la celebración o renovación del gran sacramento de la Iniciación Cristiana: Bautismo, Confirmado por el Espíritu y alimentado con la Eucaristía más solemne del año. La Iglesia, nuevo Israel, celebra la Pascua teniendo en cuenta los varios niveles de significado de la Pascua judía, en la que el antiguo Israel: festejaba su nacimiento como pueblo (memorial de las proezas de Dios); se afirmaba en su conciencia de ser el pueblo elegido (presencia de Dios en medio de su pueblo); y renovaba su esperanza en otro nuevo Éxodo (promesa escatológica de una intervención decisiva de Dios en favor de su Pueblo). Para Israel, pues, la experiencia religiosa no estaba anclada en el recuerdo del pasado, sino en el futuro que aquel presagiaba. El pasado era sólo boceto del porvenir: Dios aparecerá de nuevo para llevarse a los suyos, estableciéndolos en su Reino, donde Israel vivirá para siempre en la luz de su Rostro. De ahí, el grito de su plegaria nocturna: «Oh, si rasgases los cielos y descendieras». Era, pues, preciso velar porque se trataba de la espera de la Pascua (tránsito) auténtica y definitiva. En la Vigilia pascual, la Iglesia no monta una representación piadosa para grabar teatralmente unos acontecimientos, sino que en ella participamos en algo muy real: esperamos el paso sacramental del Señor entre nosotros y queremos que nos encuentre en vela, preparados. Aquel tránsito del Señor en su Resurrección es prenda de este tránsito sacramental. Pero este encuentro sacramental con el Resucitado entraña una expectación jubilosa ante el retorno del Señor que vendrá para sacarnos del país de esclavitud, es decir, del mundo en que somos peregrinos que no pueden instalarse ni descansar, porque no tenemos donde reposar la cabeza. En realidad, esa noche, más que nunca, nos podemos experimentar como hermanos que caminan hacia su patria definitiva, donde Él nos ha precedido como Cabeza y Primogénito para prepararnos un hogar eterno. La Iglesia, pues, que ha con-resucitado con Cristo en la fuente bautismal, experimenta en esta noche la tensión escatológica de su peregrinación como dimensión fundamental de su vida. Es, precisamente, la celebración eucarística la que recuerda y actualiza la Pascua del Señor y en donde la Iglesia participa de ella. Por eso, la celebración de esta noche santa consiste fundamentalmente en una Eucaristía. Aunque, eso sí, se trata de la Eucaristía más importante del año. Justamente porque se celebra en el día más densamente marcado de significado pascual, que es la dimensión más nuclear de toda Eucaristía. Por tratarse, pues, de la Eucaristía más importante y solemne, los elementos esenciales, constitutivos de toda celebración eucarística, cobran esta noche una plenitud incomparable, un realce insuperable y una expresividad exclusiva: – El rito introductorio lo constituye hoy el Lucernario: rito inicial de entrada que pretende crear el clima de la celebración proclamando solemne y expresivamente el Misterio Pascual de Cristo, luz de la fe salvadora y orientadora de la Iglesia que peregrina. – La liturgia de la Palabra es hoy, más que nunca, un memorial agradecido de la obra salvadora de Dios. Se trata, no de enterarse de unos hechos desconocidos (en todos los ritos y años son siempre las mismas lecturas), sino de contemplar y revivir, a través de unas páginas muy conocidas de la Escritura, las grandes maravillas de la Historia de la salvación. Es un recuerdo
6 de las grandes proezas de Dios en favor de su Pueblo, que ya presagiaban y finalmente culminan en la Pascua de Cristo, el Amén definitivo del Padre a todas sus promesas y fuente de salvación por nuestra participación y configuración pascual en el bautismo (3 últimas lecturas). Las lecturas se proclaman junto al Cirio que ilumina, indicando que se trata de una meditación cristiana de la Escritura Santa: los grandes hitos de la historia salvífica son contemplados a la luz del Cristo resucitado, que les da su sentido definitivo y constituye su clave interpretativa para su último significado espiritual: I. Lecturas de la Ley: Contemplación de la Historia Sagrada como acción de Dios en favor nuestro: – 1ª Lectura: La creación primera, culminada en la nueva creación en Cristo: La narración de la obra de la creación señala el marco cósmico, originariamente bueno, de la obra de Dios y la tragedia del pecado, profanador de la existencia humana y de la obra creadora. Es el inicio de un designio divino de salvación en el que Cristo será el restaurador, la cumbre de la nueva creación, más hermosa aún y más llena de bondad que la primera. – 2ª Lectura: El sacrificio de Isaac, figura de la muerte y resurrección de Cristo: La vocación de Abrahán inicia el proceso de la fe salvadora. El sacrificio de Isaac, el hijo de la promesa, es el momento álgido de la fe obediente de Abrahán el creyente, y anuncio típico del sacrificio del Hijo de Dios en el cordero sustituto de Isaac. Es el presagio de la acción de Dios que «para rescatar al esclavo, entregó al Hijo» (Pregón). De una manera inesperada Abrahán, tras aceptar el sacrificio de su hijo confiando en el Señor de la vida, pudo ver realizada la promesa de una descendencia numerosa. El Hijo sacrificado y resucitado de entre los muertos es primicia e inicio de la resurrección universal. – 3ª Lectura: El «paso» del mar Rojo, profecía de nuestro camino hacia la libertad: El paso del mar Rojo evidencia la omnipotencia y la presencia bondadosa de Yahveh, realizando la salvación de su Pueblo tras celebrar la Pascua como punto de arranque de la liberación de Egipto. Es un acontecimiento pascual en su contexto (tránsito o paso) y bautismal en su significado (a través del agua). «Figura» del nacimiento del pueblo cristiano: el faraón hundido en el agua, imagen de la sepultura de nuestros enemigos, el pecado y la muerte; el pueblo que a través del agua alcanza la libertad, profecía de nuestro bautismo por el que somos absorbidos en la victoria de Cristo. II. Lecturas de los Profetas: Los profetas nos invitan ahora a la conversión, como respuesta nuestra a la salvación que Dios nos ha ofrecido. – 4ª Lectura: La salvación es fruto de la Alianza, donde se expresa cómo el amor de Dios para con su pueblo elegido es perenne: ante la infidelidad, Dios mantiene su iniciativa de amor y su alianza. Por eso, llama de nuevo a su elegida, como Esposo enamorado, redimiéndola de la degradación y manteniendo su eterno amor entrañable. La Iglesia, pues, recuerda con esta lectura cómo el Señor está dispuesto a acogernos y a renovar su amor, a pesar de nuestra infidelidad; y escucha hoy este poema como Esposa que espera en vela la llegada su Esposo redentor. – 5ª Lectura: A quienes nos disponemos a renovar la gracia de nuestro bautismo, Dios va a describirnos el camino que tenemos por delante y las riquezas de salvación que nos ofrece. Por boca del profeta, Dios anuncia una Nueva Alianza que superará el amor salvífico expresado en la primera. Dios quiere abrazar en ella a todos los pueblos. Derrochará su misericordia ofreciéndoles las riquezas de su perdón gratuito y de la experiencia de su inmenso amor. – 6ª Lectura: La conversión que exige la oferta salvífica de Dios ha de ser una vuelta sincera a la Sabiduría, la fidelidad y la ley del Señor, que nos hace conocer lo que le agrada. No dejemos, pues, que nos cautiven otros intereses ante la vida; no nos dejemos encantar por otros ideales ajenos al Evangelio; no nos dejemos contagiar ya por los criterios terrenos.
7 – 7ª Lectura: Respondiendo a esta conversión, Dios establecerá con los regenerados una unión amorosa más profunda: se trata, en realidad, de una alianza de santidad, donde renovará en fidelidad los corazones y las entrañas con un Espíritu nuevo. Es lo que Dios ha realizado ya en nosotros con el don de su Espíritu: por el agua del Bautismo, la efusión de la Confirmación y las lágrimas de la penitencia nos ha purificado y nos ha reunido en la comunión «eucarística» de su nuevo pueblo, la Iglesia. III. Lecturas del Nuevo Testamento: Inauguran el «tránsito» de las figuras y los anuncios a la realidad salvífica, cumplida en Cristo. Este «tránsito» viene remarcado en este momento por diversos elementos festivos: iluminación y adorno del altar; canto del Gloria; toque de las campanas, música instrumental y el «Aleluya». – 8ª Lectura: Este proceso salvífico culmina en la realidad pascual del Bautismo, como sacramento de incorporación santificante a Cristo en la plenitud de los tiempos. Por boca de Pablo, esta lectura proclama la índole pascual del Bautismo como sacramento de incorporación a la muerte de Cristo, para incorporarnos también a la vida nueva del Resucitado. – Evangelio: Todo este misterio pascual, presagiado, anunciado y ofrecido, tiene su base y garantía en el hecho histórico de la Resurrección de Jesucristo. – El canto del Aleluya, eco del clamor de los bienaventurados en torno al Cristo triunfante (Ap 19,1-9), es esta noche, en los labios de la Iglesia peregrina, profesión de su fe en Cristo vivo, himno de serena alegría que brota del amor profundo a Cristo y respuesta a los salmos que proclaman esta noche las razones divinas que explicitan y comentan el contenido y la motivación profunda del Aleluya de la Iglesia. Resulta, así, una expresión de la vivencia pascual de la Iglesia: se despierta como un grito balbuciente, eco de la gracia de Cristo en las conciencias de los creyentes; es una exclamación que expresa la alegría de ser de Cristo para siempre. – La liturgia sacramental celebra hoy la Eucaristía como culminación de la Iniciación Cristiana, precedida de la liturgia Bautismal. Se trata, pues, de la Eucaristía por antonomasia. Por eso aparece como la culminación del memorial de la Muerte y Resurrección del Señor, que la Iglesia celebra en su memoria hasta que Él vuelva. Es, sencillamente, la iniciación a la fiesta para siempre, simbolizada en la cincuentena que con ella comienza. Conclusión: Histórica y sacramentalmente, toda la Iglesia fue y será siempre una comunidad de creyentes, hecha, desarrollada y acrecentada a golpe de Pascua. La Iglesia aparece, así, como el marco sacramental que actualiza y verifica el Misterio Pascual de Cristo para todos los hombres: en su seno, se gesta la regeneración bautismal; se consigue la inserción en el Misterio de Cristo; y se adquiere la filiación cristiforme por la santificación del Espíritu del Resucitado. En esta noche, pues, la Iglesia recobra litúrgicamente la plena conciencia de su condición de ser una comunidad cristocéntrica y cristiforme, nacida de la Pascua. Por eso en esta noche, más que el simple recuerdo de la Resurrección del Señor, interesa a la Iglesia la autenticidad de su con-resurrección con Cristo: «Si habéis resucitado con Cristo, buscad las cosas de arriba, donde está Cristo sentado a la diestra de Dios. Aspirad a las cosas de arriba, no a las de la tierra. Porque habéis muerto, y vuestra vida está oculta con Cristo en Dios. Cuando aparezca Cristo, vida vuestra, entonces también vosotros apareceréis gloriosos con Él.» (Col 3,1-4).