El Ermitaño

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EL ERMITAÑO SANTIAGO LLOVERES

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“Nadie llega más lejos que aquel que no sabe a dónde va.”

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A mis padres, y a CalĂ­n.

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HARRY

Me llaman Harry, o al menos así me llamaban los pocos amigos que en esta vida tuve, hace ya tiempo. No es mi verdadero nombre, por supuesto, pero un nombre carece de importancia cuando solo queda el recuerdo de las personas que se dirigieron a tí llamándote así, cuando cada vez te cuesta más recordar lo que fuiste, y los acontecimientos de tu vida te han llevado, ya sea guiados por el destino o la casualidad, a ser lo que eres. Yo no soy el que fui, solo soy Harry, y esta es la historia de cómo llegué a ser yo mismo. Los primeros años de mi vida no serán relatados en estas páginas ya que no son especialmente relevantes en esta historia. Solo diré que desde mi más tierna infancia resultó evidente que yo no era como los demás niños. Ya en la guardería mostré un comportamiento bastante antisocial. No digo que no jugara como los demás niños, el problema era que yo lo hacia solo, en un rincón del aula. Muchos de los que lean esto pensarán que fui un niño infeliz, pero no es así. Cuando tienes tres años, el mundo no es sino lo que tú quieres que sea. En mi infantil cerebro todo era nuevo y misterioso, y no estaba dispuesto a compartir esa felicidad con ningún otro ser. 9


Mis padres siempre quisieron lo mejor para mi, e intentaron inspirarme los valores morales necesarios para que yo me convirtiera en un hombre de provecho algún día pero, como la mayoría de los padres, nunca llegaron a comprender que hay cosas importantes que jamás podrán dar a sus hijos. Aun así siempre se esforzaron por hacerme comprender que, siendo una persona ordenada y responsable, uno puede llegar a alcanzar la felicidad. Con el tiempo comprendí lo equivocados que estaban. Me di cuenta de que no existe una formula concreta para alcanzar la felicidad y, los pocos que en esta vida la consiguen, lo hacen por caminos muy distintos. Los años de colegio fueron duros, he de reconocerlo. Esa sensación de felicidad ante lo nuevo y misterioso de cuando tenia tres años, fue desapareciendo poco a poco, y descubrí con profunda decepción que el mundo que me rodeaba era aburrido, vacio y absolutamente previsible. Fue en esos primeros años cuando las personas de mi alrededor, profesores y familiares, no contentos con controlar mi vida, comenzaron a decirme como debería ser en el futuro. Intentaban moldear mi personalidad y doblegar mi espíritu para que al final me convirtiera en uno de ellos, en una pieza más del engranaje. Os puedo asegurar que ninguno de ellos se imaginaba en lo que me convertiría. Al principio esta profunda decepción de la que os hablo no se reflejo en mis estudios. Yo era un alumno aplicado, y aunque suene pretencioso 10


decirlo, creo que bastante más listo que los demás chicos. Y no solo lo pensaba yo, sino la mayoría de mis profesores. Me gustaba estudiar, y disfrutaba adquiriendo conocimientos, sobre todo de Naturaleza e Historia, pero si hay algo en lo que destacaba era en la clase de Dibujo. Recuerdo con nostalgia la cara de felicidad de mi madre cuando volvía del colegio y le regalaba un bonito dibujo, con una dedicatoria debajo que decía: “Para mi mamá, la mejor del mundo”. Años más tarde compensaría esos momentos de felicidad que le regalé haciéndola llorar ríos de lágrimas. Pronto descubrí que en esta vida la inteligencia no sirve de nada si no va acompañada de la pasión. Me gustaba estudiar, pero no me llenaba en absoluto. Tendría por entonces unos diez años y ya me había convertido en un ser pensativo, meditabundo y muy distinto de los demás chavales. Los pensamientos que llenaban mi cabeza eran demasiado metafísicos y transcendentales para un niño de mi edad. A lo largo de aquellos años fue cuando comencé a darme cuenta de que quizás no debería dejarme guiar por los adultos como hacían los demás niños, quienes confiaban ciegamente sus vidas y sus destinos a sus padres y profesores, pues estos no conocían mis deseos ni sabían lo que más me convenía. Pensaba que la realidad que ellos me dibujaban no era del todo cierta. Escuchaba con atención las explicaciones de los maestros en clase y sus charlas morales acerca del esfuerzo y el trabajo duro, pero muchas de ellas me parecían falsas y demagógicas, y sus argumentos no me convencían en absoluto. Podría parecer por mis palabras que me creía más listo 11


que nadie, pero no era del todo así. Yo sabía reconocer mis errores y aceptaba las criticas siempre que fueran constructivas. Siempre procuraba escuchar y sopesar las palabras de las pocas personas que creí que lo merecieran, y era muy consciente de mi propia ignorancia, pero consideraba que la concepción que yo me había formado del mundo y de las normas morales que lo regían, aun siendo la de un niño de diez años sin demasiada experiencia en la vida, no tenia por que ser menos valida que la que ellos me hacían ver. Al fin y al cabo ellos también habían sido niños alguna vez, y también habían sido instruidos por profesores ignorantes. Pasaron los años y por aquel entonces mi rendimiento escolar ya había comenzado a bajar. Mi madre empezó a preocuparse y mi padre comenzó a mirarme con un gesto de decepción cuando volvía del colegio. No tuvieron mejor idea que concertarme una cita con el psicólogo del colegio, “el loquero” como le llamaban los demás niños, los cuales, al enterarse de ello, comenzaron a hacer correr por todo el colegio rumores absurdos de que yo estaba completamente chiflado y que pronto acabaría internado en un manicomio. Estoy convencido de que alguno de ellos habrá acabado así. Fue hace ya mucho tiempo y no recuerdo con exactitud todos los detalles de aquella entrevista, pero estoy seguro de que hay alguien que no la olvidara jamás, y me refiero al entrevistador.

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Estaba muy nervioso, me sudaban las manos y no paraba de pensar en que era lo que me esperaba, qué es lo que me iba a preguntar, y sobre todo, qué demonios le iba a responder yo. Llame a la puerta y esperé. No recuerdo cómo se llamaba aquel hombre, solo recuerdo que vestía bata blanca, que era calvo y que tenía cara de pocos amigos. Me invitó a pasar y me pidió que me sentara. -Vallamos al grano chico, cuéntame tu problema -dijo él. -No tengo ningún problema, señor -conteste yo. -Eso no es lo que he oído. Según tus profesores has bajado bastante tu rendimiento en los últimos meses. Dicen que no te relacionas con los demás alumnos y que en vez de atender en las clases te pasas el día haciendo dibujitos en los márgenes de los libros. También he hablado por teléfono con tu madre; está muy preocupada. Me quedé callado, no tenía absolutamente nada que rebatirle ya que todo cuanto había dicho era la cruda verdad. -Vamos chico, dime qué es lo que te pasa, ¿tienes problemas en casa? -No, no tengo problemas en casa. -Entonces, ¿por qué no estudias, juegas y te relacionas como los demás niños? Otra vez volví a guardar silencio, pero esta vez me quede mirando fijamente a los ojos de aquel

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hombre que me hacía tantas preguntas incomodas. -Yo no soy como los demás niños -dije por fin apretando los dientes, sin dejar de mirarle. Entonces fue él quien guardó silencio por unos momentos, y fue en ese instante cuando comenzó a mirarme de forma distinta, ya no como a un crio sino como a un adulto. -¿Y por qué eres distinto de los demás niños?, si puede saberse. -Porque no me creo vuestras mentiras. Su cara comenzó a mostrar sorpresa. Desde luego el no se esperaba esas contestaciones de un paciente, y menos si este tiene diez años. Normalmente a su consulta iban niños gamberros o poco avispados que le contestaban lo que él quería oír para que les dejara tranquilos, pero ese no era mi caso. Ya no tenía nada que ocultar y el miedo ante aquella entrevista había dejado paso a una sensación de cierta euforia por poder decirle a alguien lo que de verdad pasaba por mi cabeza, mis verdaderos sentimientos. -¿A qué mentiras te refieres? -Ya sabe, señor, a esas que nos dicen que hay que llevar una vida ejemplar y esforzarse para ser un ciudadano de provecho el día de mañana. - ¿Es que acaso no quieres ser un ciudadano de provecho, llegar a ser alguien importante en la vida, ser un triunfador? 14


-Si para ser un triunfador he de renunciar a lo que de verdad me gusta y hacer lo que se supone que debo hacer, o sea, ser igual que el resto de la gente, entonces no quiero ser un triunfador. -¿Y crees que al ser distinto y no seguir a los demás serás más feliz? -No lo sé. Quizás algún día lo sea o quizás no. Es posible que la felicidad solo sea una sensación momentánea que todos tenemos alguna vez. Quizás no exista en el mundo nadie que sea feliz de verdad. -Realmente eres distinto a los demás niños, no creo que los chicos de tu edad tengan ese tipo de pensamientos, y no creo que el que tú los tengas te ayude. -¿Y cree que usted si puede ayudarme? -No lo sé, chico, eso depende de ti ¿Estarías dispuesto a dejarte ayudar? -Lo siento señor, pero no puedo. Usted no puede ser la solución porque es parte del problema. Todos los adultos se pasan el día diciéndome lo que debo hacer a cada momento, y ya estoy harto. Creéis que me podéis controlar como a los demás, pero estáis equivocados. Esos valores que proclamáis no son los míos, y lo que para vosotros es importante para mí carece de valor. Yo tengo mi propia moralidad, y es la razón la que me la dicta, no vosotros. No tengo porque creer lo que digáis solo porque sois adultos y yo solo un crio. Sé lo que me conviene y lo que no. Si no me relaciono con los demás es porque soy diferente y no comparto su forma de ser. Ellos lo saben y me tratan como a un bicho raro, me mantienen apartado e incluso algunos se burlan de mí, pero, ¿sabe qué? No me importa. 15


Nada de lo que ellos hagan me importa. A veces les escucho y no dicen más que tonterías. Nunca seguiría su estúpido juego solo para que me aceptasen, me niego. El se quedo callado, mirándome con gesto serio. Estaba perplejo y parecía que no sabía que decir. -Vaya, parece que tu problema es más grave de lo que pensaba. ¿De verdad es eso lo que opinas de nosotros? ¿Crees que todos estamos en tu contra? Lo que dices no tiene ningún sentido. Tus padres y tus profesores solo quieren lo mejor para ti. Sé que eres un chico muy independiente pero tan solo tienes diez años. En esta etapa de tu vida debes dejarte aconsejar por la gente adulta que tiene más experiencia en la vida que tú, y que solo quieren lo mejor para tí. Cuando seas mayor podrás vivir tu vida tal y como tú quieras, pero hasta entonces tendrás que esperar. -Ese argumento suyo sí que carece de sentido. El mundo está lleno de personas adultas y experimentadas en la vida que no saben ni entienden nada. La experiencia no lo es todo, y el hecho de que la gente crea en algo desde hace miles de años no lo convierte en realidad. La mayoría de las creencias más arraigadas de la humanidad, que se refieren a temas tan importantes como la existencia de dios o del más allá no se basan en la lógica ni en la experimentación. Tan solo son ideas impuestas por el entorno social, generalmente por los padres, y estas son transmitidas y admitidas como ciertas sin ningún atisbo de discusión. Según usted

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yo debería aceptar sin rechistar lo que me dice solo porque a usted también le obligaron a creerlo. Se puso pálido, y la seriedad de su cara se torno en furia. Le había enfadado de verdad. Parecía que esta vez le había dejado sin argumentos, y que ya no sabía que decir. -Está bien, muchacho, tú ganas. Es evidente que te crees muy listo y que opinas que no necesitas ningún tipo de ayuda. Si ese es el camino que has elegido no voy a ser yo quién te lleve la contraria, pero déjame decirte que es un camino peligroso. Si decides ser distinto a los demás renunciarás a muchas cosas. Solo te tendrás a ti mismo. -No necesito nada más –dije yo-. Después me levanté, me despedí educadamente y salí del despacho. El se quedo callado viendo como me iba, y ni siquiera me contestó. Así fue como terminó aquella entrevista. Como era de esperar, después de mi visita al psicólogo, mi situación en el colegio se volvió aun más delicada. Los chicos comenzaron a mirarme con desprecio, y muchas veces cuchicheaban cosas sobre mí a mis espaldas. Francamente no sé lo que decían de mi ni me importaba. Había oído infinidad de veces a los chicos hablar de rumores que circulaban por el colegio, y sabía de sobra que de sus bocas solo salían mentiras y tonterías, nada que valiera la pena escuchar. Para colmo las cosas en casa cada vez estaban peor. Estaba resentido con mis padres por ha17


berme hecho pasar el mal trago del psicólogo, así que empecé a mostrarme con ellos cada vez más distante. Los únicos ratos que pasaba a su lado eran durante la comida o la cena, y no abría la boca excepto para comer o beber. Después me retiraba a mis aposentos y me encerraba durante horas a disfrutar de mi soledad en el único lugar en el mundo que era solo mío, donde me sentía protegido y a salvo del peligroso contacto con los demás seres humanos. Por aquel entonces aún no sabía lo que esa habitación llegaría a significar en mi vida. Pasaron los años y todo siguió su curso natural, es decir, todo fue a peor. Mis malas notas comenzaron a ser desastrosas, lo cual hizo que mi padre dejara de mirarme mal. De hecho, dejo de mirarme, perdió toda esperanza de que yo me enderezara y me dio por perdido. Mi madre en cambio sufría por mí y por las noches la oía llorar en su habitación. Yo compartía su dolor, lo juro. Hubiera dado cualquier cosa por hacerla feliz, pero, ¿qué podía hacer? No podía cambiar, no quería cambiar, y era evidente que ella nunca me aceptaría tal y como era. Fue en aquellos tiempos cuando se me pasó por la cabeza por primera vez la idea de encerrarme para siempre en un lugar donde no pudiera hacerle daño a nadie, ni nadie pudiera hacerme daño a mí. Por aquel entonces en el colegio ya no hablaban de mí, me ignoraban y hacían como si no estuviera allí, y en cierto sentido tenían razón. Yo no estaba allí. Mi cuerpo se encontraba efectivamente sentado en aquel pupitre, y podría parecer que 18


mis ojos estaban mirando la pizarra e incluso que mis oídos estaban escuchando la soporífera charla del profesor, pero no era así. Mi mente se encontraba a muchos kilómetros de distancia, en un lugar maravilloso en el que todo era interesante y novedoso. Un lugar donde nadie me molestaba diciendo lo que tenia que hacer y en el que yo dictaba las normas. Lo llamaba “El mundo de Harry”, y aunque no fuera real, para mí era mucho más importante que la propia realidad. Y así transcurrieron los años, uno tras otro. Yo seguía evadiéndome en el colegio sumido en mis pensamientos mientras dibujaba personajes fantásticos en los márgenes de los libros, y lo mismo en mi casa, ya que pasaba largas horas frente al ordenador, jugando a videojuegos o chateando con los pocos chicos que, al igual que yo, no tenían amigos “reales” y tenían que buscarlos en la red. Es cierto, no tenia amigos, pero tampoco los necesitaba. A veces deseaba poder contarle a alguien como me sentía, decirle que era el mundo el que estaba en contra mía y no al revés, explicarle que no podía cambiar, que nunca podría ser como los demás, pero entonces me daba cuenta de que por mucho que lo intentara nadie iba a comprender mis razonamientos y que por lo tanto tendría que aprender a superar mis problemas solo, y ser fuerte. Y así fue como lentamente cree a mi alrededor una coraza de indiferencia absoluta hacia el mundo que me rodeaba, gracias a la cual nada ni 19


nadie podía herirme, simplemente por el hecho de que para mí no existían, no eran nada. Aquella coraza se fue haciendo cada vez más y más dura, cada vez más opaca. Los rayos del sol apenas podían ya iluminar lo que había dentro, y todo a mi alrededor fue perdiendo su color y se volvió oscuro. Nadie podía ver lo que ocurría den-tro de ella, nadie conocía ni sabía lo que pensaba el ser que habitaba en su interior, y tampoco yo podía apenas percibir los estímulos del mundo exterior. Tanto era así que a veces durante las clases podía sentir como la voz del maestro se iba apagando lentamente. Entonces comenzaba a oírse el canto de unas gaviotas e incluso se podía sentir el olor del mar y, al abrir los ojos, descubría que ya no estaban las paredes del aula ni del colegio y que habían dejado paso a una hermosa playa con arena blanca bañada por un agua cristalina que reflejaba una increíble puesta de sol… De repente el mar desapareció, las paredes del aula volvieron a formarse, los cantos de las gaviotas dejaron de sonar y mi coraza se rompió en mil pedazos. Allí estaba ella, de pie, en mitad de la tarima, con su cara de niña buena, esbozando una sonrisa forzada propia de la chica nueva de clase en el primer día de curso. La verdad, no tenia de que preocuparse, todo el mundo la aceptaría, era realmente preciosa. Era simpática y parecía lista, así que obviamente todas las chicas querrían ser sus amigas y todos los chicos caerían a sus pies. 20


No podía dejar de mirarla. Intente bajar la vista y apartar los ojos de ella, buscar por el suelo los pedazos de esa coraza que me había protegido durante tanto tiempo, volver a mi mundo en el que todo era perfecto y nadie podía entrar, pero ya era demasiado tarde. Aquella chica había entrado sin permiso dentro de mi cabeza y ya solo podía pensar en ella. En ese momento se giró hacia mí y me miró por primera vez, justo en el instante en el que la profesora la presentaba al resto de la clase. Su nombre era Sofie.

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