EL REY CUERVO La Profecía SANTIAGO LLOVERES
Título de la serie: El Rey Cuervo Título: La Profecía ©2016 Santiago Lloveres Diseño de portada: Santiago Lloveres Primera Edición ISBN 978-1533070586 Todos los derechos reservados
PRÓLOGO DEL AUTOR
Me llevó más de cuatro años finalizar esta novela. Escribirla fue sencillo; corregirla, una verdadera tortura. Envidio a los escritores cuya mente privilegiada les permite trazar un camino seguro y no tener que volver sobre sus pasos. Admiro a su vez a esos cineastas que no necesitan pasar sus obras por la sala de montaje. Si yo dirigiera una película, los productores terminarían por retirarme el crédito, y la mitad del reparto se confabularía para asesinarme. Es cierto que podría haber editado El Rey Cuervo en su primera versión y embarcarme en el siguiente proyecto, pero fui incapaz de hacerlo. Me absorbió desde la primera página. Quizás, en un principio, me pudo la avaricia y el deseo de reconocimiento, no seré yo quien lo niegue. No quería editar una historia, sino LA historia. Corría el año 2012, acababa de cumplir la treintena y de finiquitar El Ermitaño, mi opera prima. Todo eran vino y rosas. La escribí para demostrarme que era capaz de hacerlo, y lo conseguí. El estilo narrativo era desastroso, pero las críticas de mis allegados eran buenas, y no existía la presión del éxito comercial, por lo que, en aquel entonces, flotaba yo en una nube de optimismo. «Escribir es sencillo— me dije —Tan solo tienes que escuchar esa voz que parlotea en tu cabeza, y transferirla a un idioma inteligible para el resto de los mortales.»
Así que me puse a ello. Decidí cambiar de género y probar con la fantasía, con aquellas historias épicas que desde niño me habían atrapado. Estructuré la historia que rondaba en mi mente y me dejé llevar, pensando que no me llevaría demasiado tiempo. Me propuse que fuera una novela corta. Me juré a mí mismo que sería un relato sencillo y con pocos personajes; algo fácil de leer. Al fin y al cabo seguía siendo un escritor novel, y no debía dejarme cegar por la ambición. Tocaba ser prudente, y embarcarme en un proyecto acorde con mis posibilidades. Pero nada salió como esperaba. Para cuando quise darme cuenta, mi propia historia me había fagocitado, y ya no había marcha atrás. Se había convertido en algo gigantesco; un monstruo hambriento que devoraba mi tiempo y mi cordura con insaciable ferocidad. Me vi totalmente superado. Aquello me venía tan grande que me planteé abandonar, pero la historia parecía haber cobrado vida, y no me permitió dejarla inacabada. Día tras día, año tras año, sus tentáculos fueron creciendo, aferrándose con sus ventosas por toda mi piel hasta cubrirme por completo. Resultó ser una suerte de simbiosis en la que, mientras yo daba forma a la historia, ella, a su vez, me modelaba a mí, como a un moderno Pigmalión. Me transformó como persona y como escritor. Me obligó a perfeccionarla tantas veces que se volvió irreconocible, adquiriendo una esencia propia, un lenguaje particular y un estilo bien marcado. Llegó un momento en el que la narración parecía contarse a sí misma. Los protagonistas amenazaban con escapar a mi control, dialogando entre ellos libremente, como si yo solamente fuera un mero espectador. Por entonces comencé a sospechar que mi novela apuntaba maneras, pero, por desgracia, el final se antojaba cada vez más lejano. Cuanto más trataba de concluirla, más inconclusa me parecía. Era algo demasiado complicado para
alguien como yo, tan amante de la sencillez. Tuve que armarme de paciencia; aplacar las ansias de obtener resultados y convencerme de que no había prisa, pero, uno tras otro, los plazos que yo mismo me marcaba eran continuamente superados. Llegué a dudar de si realmente valía la pena, de si el tiempo invertido daría sus frutos, de si lograría éxito comercial. Ahora, visto a posteriori, sé que aquellas inseguridades eran infundadas. La realización de una novela, de una pintura, escultura o composición musical, jamás ha resultado ni resultará una pérdida de tiempo. No importa la aceptación del público, ni su comprensión, ni siquiera que sea pasto de las llamas antes de que nadie pueda disfrutarla. Crear arte es crear vida, y la vida es siempre digna de orgullo. Cuando insuflas alma a un personaje, sea cual sea, vuelcas en él una parte de ti. Llega un momento, tarde o temprano, en el que adquiere una personalidad tan marcada que lo sientes como alguien de carne y hueso. Viven, sufren, ríen y lloran como cualquiera de nosotros, y evolucionan. El General Rhob tiene un pasado trágico. A Hórlok, el sanguinario mombo, el destino le golpea con inusitada crueldad. Yo les di vida, decidí cuales serían sus miedos y cuales sus deseos, aquello por lo que habrían de luchar. En ocasiones me he preguntado qué diferencia a un personaje histórico de uno ficticio. ¿Es más trascendente Marco Polo que Phileas Fogg, el excéntrico millonario creado por Julio Verne? ¿Acaso Sigmund Freud merece mayor reconocimiento que Harry Haller, el alter ego de Herman Hesse? Una vez muertos, solo nos queda nuestro legado, y este no es muy distinto que el que dejan los protagonistas de algunas obras. Quizás nunca existieron en el mundo real, pero… ¿a quién le importa? Nacen y mueren cada vez que alguien toma un libro entre sus manos. Eternamente vivos. Eternamente imaginados.
Vivimos tiempos convulsos, es cierto. A veces me pregunto cuándo no lo han sido. Demasiada oferta, demasiada demanda. Demasiada prisa por triunfar, y un afán desmedido por llenarse los bolsillos a toda costa. Poca reflexión, y menos altura de miras; escasas oportunidades, y muy efímeras. Y aun así, la esperanza se mantiene. El esfuerzo casi siempre da sus frutos, y los más tenaces suelen sobrevivir. Yo, por más que lo intente, no puedo quejarme. No he tenido todo pero si lo suficiente. Nací con ojos en la cara, dedos en las manos y una imaginación prodigiosa. Esta novela es para todos aquellos que lo tuvieron más difícil que yo, y, pese a todo, nunca se rindieron.
A Paloma, Juan, Marta y JosĂŠ
La obediencia ciega es la excusa de los cobardes.
RUMBO AL ESTE
Aceptación. Ya anochecía, y Argos tenía claro que no viviría para ver un nuevo amanecer. Su final era tan inminente e inexorable que ya ni siquiera tenía miedo. Solo sentía un hondo desconsuelo; una inconmensurable tristeza por todo aquello que le quedaba por hacer, y que ya nunca haría. Hubiera dado cualquier cosa por tener la suerte de morir en cama, rodeado de los suyos y con la tranquilidad de haber dejado sus asuntos bien atados, pero la realidad era implacable; moriría entre las rocas, como un perro, y muy pronto los carroñeros se entretendrían desgajando la carne de sus huesos inertes. Era un hecho. «Demasiado tiempo huyendo», pensó, incapaz ya de correr. Tras dos días con sus dos noches le faltaba el resuello, y el terreno no le ayudaba demasiado. Aquella escarpada ruta que cruzaba las montañas, esculpida en roca viva, había lijado la suela de sus botas hasta convertir sus pies en un amasijo de carne levantada y ampollas que dejaban un marcado rastro de sangre tras de sí. Los calambres en las piernas eran cada vez más fuertes, y la asfixiante falta de aire nublaba su vista por momentos, lo que convertía su huida en una patética sucesión de tropiezos y caídas. Una vez más, miró en derredor. Todo estaba extrañamente tranquilo; ni una sola señal de la fatalidad que estaba a punto 17
de acontecer. A lo lejos, al norte, nubes de tormenta cubrían las tierras de Bram, pero allí, sobre su cabeza, apenas flotaban unos pocos jirones de nube contra el cielo. El Halash soplaba a ráfagas, meciendo las briznas de lavanda que asomaban tímidamente entre las piedras, haciéndolas brillar bajo las últimas luces del ocaso. No obstante, pese a que la noche estaba próxima, el amparo de la oscuridad no llegaría a tiempo para él. No esta vez. Un creciente rumor tomó forma a su espalda, provocándole un escalofrío. Era el heraldo de la tragedia. Las pisadas de aquellas bestias acortando terreno, con sus afiladas y ponzoñosas garras adentrándose en la tierra a cada zancada, que provocaban un estruendo parecido al de una tormenta. Desesperado, imploró a Naj, el dios supremo, que intercediera por él, aún a sabiendas de que no existía oración ni divinidad capaz de salvarle. Tal vez si huyera solo contaría con alguna posibilidad, pero cargaba con algo que lastraba demasiado sus pasos. De hecho, hacía tiempo que había dado por perdido su propio pellejo. Todos sus esfuerzos se centraban ahora en poner a salvo a la joven criatura que acarreaba en brazos; la razón por la que huía y lo más preciado para él. Cientos de imágenes cruzaron por su cabeza, atropellándose unas contra otras como piedras rodantes. Instantes de su pasado rescatadas de pronto del olvido. La imagen de un hombre sosteniendo orgulloso entre sus brazos al fruto de su semilla, tan nítida que le hizo estremecer. De algún modo que no alcanzaba a comprender, aquel día supo que su hijo era único y especial; no le cupo la menor duda. Desde el instante en el que vio aquel rostro extrañamente sereno percibió un insondable misterio bullendo en su interior; un poderoso estigma que cambiaría por completo su vida y la de quienes le rodeaban. Cuatro años después, cuando por fin descubrió de qué se trataba, 18
cayó en la cuenta de las terribles consecuencias que podía acarrear, y se apresuró en tomar medidas. Gracias a ello, su secreto había permanecido oculto cuatro inviernos más, y su familia a salvo. Pero los buenos tiempos habían llegado a su fin, y lo habían hecho de la forma más trágica que se podía concebir. Un atronador rugido resonó a su espalda, reverberando entre los riscos como el clamor de una avalancha. Fue tan intenso que no pudo evitar mirar hacia atrás, y de nuevo se fue de bruces contra el suelo. Conteniendo la respiración, tomó a su hijo en brazos y se dispuso a levantarse, cuando un crujido sordo hizo que ambos cayeran de nuevo. Hasta ese momento había evitado delatar su posición, pero la dentellada de dolor fue tan salvaje que prorrumpió en un brutal alarido. Postrado sin remedio sobre las rocas como un títere sin hilos, dirigió su vista hacia la astilla blanca que le asomaba más de un pulgada de la tibia. El hueso le había cortado la carne como un cuchillo, y la pernera del pantalón comenzaba a teñirse de rojo por momentos. Incapaz de continuar, se arrastró torpemente entre las piedras y tomó a su hijo por los hombros. —Vete— logró decir, entre agónicos jadeos —Sigue sin mí. El joven le miró desconcertado. Aquel no era su padre; el hombre fuerte y protector que conocía había desaparecido. El rostro de aquel desconocido estaba consumido por el esfuerzo; sus ojos, rebosantes de desesperación; y su voz, en otro tiempo grave y profunda, sonaba ahora rota por la angustia, como un cristal hecho pedazos. —Ya… ya sabes lo que has de hacer— le ordenó —Debes dirigirte hacia oriente durante el día, y hacia Vannaeh, la estrella guía, cuando caiga el sol. 19
De nuevo Arashi guardó silencio. En vano buscó palabras de agradecimiento, promesas inquebrantables… algo que le hiciera sentir orgulloso, pero de su garganta agarrotada no salió ni una sola sílaba. Argos era el último resquicio de esperanza que iluminaba la negrura en la que se había convertido su vida. Más allá, no había nada. El hombre yacente suspiró con fuerza y se pasó ambas manos por la cara, apartando a un lado sus cabellos sudorosos y enmarañados. El tiempo se les echaba encima, y necesitaba su aplomo más que nunca. —¡Maldita sea, Arashi!— gritó, zarandeándole con más violencia de la que habría deseado —¿Me estás escuchando? —Pe… pero… padre— logró decir por fin, entre amargos sollozos —No puedes quedarte aquí… ¡Te matarán! —¡Maldita sea! ¡¿Qué importa eso ahora?!— exclamó — ¿Crees que he huido para salvarme yo? Es a ti a quien quieren, y no descansarán hasta encontrarte. El muchacho observó consternado como el asta de hueso asomaba del pantalón de su padre, y la sangre manando a borbotones. Lentamente acercó su mano a la herida, pero Argos se la apartó con brusquedad. —¡No hay tiempo para eso! ¡Debes irte ahora! El rostro de Arashi tornó pálido de pronto. Consciente de su error, Argos trató de inculcarle ánimos, algo de fuerza para el duro trance que le aguardaba. —No te preocupes por mí, hijo mío; allá donde voy estaré bien. Es a ti a quien el destino tiene reservado grandes logros, estoy seguro de ello. Ella me lo dijo, por eso debes ser fuerte y seguir huyendo, y no rendirte por mucho que se tuerzan las cosas. Has de acudir en su busca. El nudo que se formó en su garganta ahogó sus palabras. Desesperado por la impotencia, lo abrazó con todas sus fuerzas y rompió a llorar desconsolado. De haber dispuesto 20
del tiempo suficiente hubiera pensado un discurso más emotivo y solemne, pero en aquella terrible situación la elocuencia le había abandonado. —Re… recuerda lo que siempre te dije;— añadió —nunca reveles tu identidad, y no confíes en nadie. Debes llegar a Isir cuanto antes y encontrarla. El rostro de Argos se contrajo de tal forma que Arashi no tuvo fuerzas para sostenerle la mirada. La inquebrantable columna sobre la que se había sustentado su vida, aquella que jamás le fallaría, yacía ahora hecha pedazos, dejándole suspendido en el vacío. —Te lo suplico— insistió, aferrándose desesperado a sus brazos —¡No puedes abandonarme! Algo asomó tras ellos, sobre la cresta de la colina, y se detuvo a observarles. Ambos enmudecieron de pronto al verle. Lanza en ristre, siluetas de bestia y jinete se fundían contra el cielo rojo del ocaso, de forma que parecían uno solo. Cuando el resto de los jinetes asomaron tras su líder, el rostro del joven quedó rígido, perlado de un espeso sudor. Muchos eran los rumores que circulaban sobre aquellas infames criaturas; los Señores de la Guerra, tal y como ellos mismos se hacían llamar. Historias de destrucción y saqueos, de crueldad y sed de sangre, de un ejército temible y un rey sádico. Sin embargo, tan al oeste, solo unos pocos habían tenido la desgracia de sufrir su crueldad. Bátrim había sido borrada del mapa de un solo y brutal zarpazo. Su querido hogar ya no era más que polvo y cenizas; un rescoldo humeante de escombros y cadáveres calcinados. No hubo resistencia ni tiempo de defenderse. Apenas irrumpieron comenzó la matanza; un exterminio sistemático en el que hombres, mujeres y niños fueron masacrados por igual, despedazados por el impío acero y quemados en las llamas como animales. 21
Después de presenciar aquello, sentimientos hasta entonces desconocidos crecían en su interior. El odio, la rabia y la impotencia corrían por sus venas como un corrosivo veneno, haciéndole desear que la ira de los dioses cayera sobre ellos sin piedad. De forma casi inconsciente fantaseaba con una pila de cadáveres mombos, alta como una montaña, y con el llanto de sus mujeres y niños. Tal vez se tratase de sed de justicia o quizás simple venganza, pero, fuera lo que fuera, aquello lo estaba consumiendo por dentro. Ya años atrás, desde el mismo día que, por casualidad, encontró una ilustración en un viejo libro, su tosco aspecto le infundió un inmediato rechazo. Los mombos eran seres grandes y desgarbados, más altos y corpulentos que la mayoría de los humanos, con unos brazos desproporcionadamente largos y manos callosas rematadas por uñas negras y afiladas. Aquellos rasgos le resultaban grotescos, propios de un animal salvaje. Cabeza rapada, frente abultada, ojos hundidos carentes de cejas y unas prominentes mandíbulas provistas de dientes largos y romos. Iban parapetados por gruesas corazas de cuero curtido a golpe de acero, en cuyo pecho destacaba el siniestro emblema del cuervo negro sobre la estrella de cinco puntas. Sin embargo, no era solamente su ruda fachada la que más le atemorizaba, sino la ingente cantidad de armas que portaban. Su amplio repertorio incluía espadas de grandes dimensiones, hachas, picas y arcos, cubiertos todavía con la sangre seca de sus últimas víctimas. Argos le apretó el brazo hasta provocarle dolor. Apenas les separaba media braza, pero su grito fue tan desgarrador que pudo oírse en varias millas a la redonda. —¡Corre!— le apremió —¡Aléjate de aquí! ¡Vamos! ¿A qué demonios esperas? 22
No hubo tiempo para suplicar. En cuanto el muchacho abrió la boca, el lejano chasquido de una cuerda le hizo enmudecer. Instantes después, un creciente silbido cortó el aire, y un impacto seco propulsó el grueso cuerpo de Argos hacia atrás, dejándole tendido boca arriba sobre las rocas. Atenazado por el dolor, el hombre permaneció inmóvil, contemplando, con una mezcla de sorpresa y consternación, como el asta de flecha le asomaba del pecho. No gritó. Tampoco trató de quitársela. Simplemente tomó aire para hablar, pero apenas fue capaz de inspirar una pequeña bocanada, y sus últimas palabras sonaron débiles como un susurro. —V… ve… te. Pon… ponte a… sal… vo. Demasiado asustado para llorar, Arashi contempló en silencio como la sangre teñía las rocas de un rojo carmesí, extendiéndose bajo sus pies como la escarcha en una helada. Tampoco se separó de su lado cuando, entre espasmos de dolor, aquella mano temblorosa señaló hacia la arboleda, y se mantuvo allí plantado, inmóvil, viendo cómo la vida se le iba. Un lejano alarido de furia precedió a la carga. Eran seis, y sus enormes monturas parecían tan ansiosas por darle caza que rugían y lanzaban dentelladas al aire. No fue hasta que el suelo comenzó a vibrar bajo sus pies que logró por fin reaccionar, y echó a correr ladera abajo. El pánico le hizo olvidar al ser moribundo que dejaba atrás. Con las primeras zancadas notó el amargo regusto del vómito en la garganta, y el repicar de su corazón rebotando desbocado contra su pecho. Le dolían los pulmones. Le dolían las piernas. Le dolía el estómago de hambre y también la cabeza, pero no podía detenerse. Rendirse equivalía a morir, y ya no quedaba lugar donde esconderse. En cierto modo, la inminencia del desenlace resultaba aún más terrible que el propio final. Aferrándose a la remota 23
posibilidad de encontrar cobijo en la arboleda apretó el paso, pero de nada servía engañarse; aquellas bestias cabalgaban veloces, y estaban demasiado cerca. Pronto el rumor se hizo tan ensordecedor que el pánico derivó en espanto, y después en puro pavor. Imágenes de muerte y devastación cruzaron por su mente como repentinos fogonazos, entremezclados con horripilantes alaridos de dolor. En aquella ocasión, oculto bajo una techumbre de paja recién derruida, observó en primera fila el ocaso de su mundo conocido bajo el yugo de la barbarie. Descubrió consternado la pasmosa facilidad con la que el metal era capaz de atravesar la carne humana, y el nauseabundo hedor que esta despedía al arder. No obstante, no fue la crueldad de los mombos lo que más le impactó, sino la de sus bestias. Cubiertas por una espesa mata de pelo gris, aquellas apestosas moles de carne superaban en tamaño a dos caballos puestos en fila, y eran mucho más fuertes y musculosas. Su cuello, semejante al de un toro, sostenía una cabeza descomunal, de largo hocico rematado por una hilera de dientes afilados como sables. Lo comprobó de cerca al presenciar cómo uno de ellos partía en dos a un hombre adulto de una sola dentellada, para devorarlo sin apenas masticar. Tan solo dos días habían pasado desde aquello, y seguía igual de conmocionado que entonces. Difícilmente podía guardar duelo por los suyos cuando aún no había terminado de asimilar su muerte. Durante el suplicio que había sido la huida a espaldas de su padre apenas había sido capaz de pensar, ni mucho menos razonar. Tampoco pudo dormir más que unos pocos minutos, y, cuando lo hizo, sus sueños fueron en realidad terribles pesadillas. Como una cruel tortura, la misma escena acontecía una y otra vez en su mente; un chasquido de metal y vértebras, y un rostro de 24
mujer rodando ensangrentado sobre el polvo, con un semblante rígido y la mirada vacía. «No pienses en ella. Corre» se dijo, consciente de que los recuerdos no le harían ir más veloz. Ni siquiera le hizo falta volver la vista atrás para saber que le habían alcanzado. El ruido resultaba atronador, la tierra temblaba de tal forma que le costaba mantener el equilibrio, y podía notar el fétido aliento de los grimkos en la nuca. Quién sabe si gracias a la ayuda celestial o fruto de la casualidad, el caso es que, llegado el fatídico momento en el que el líder mombo se disponía a cortarle el paso, Arashi escuchó en la distancia el inconfundible rumor de una corriente, y divisó a lo lejos un pequeño desfiladero donde el suelo desaparecía de pronto. Una vez más, apretó los dientes, tragó saliva y, sobreponiéndose al dolor de sus piernas, apretó el paso. La bestia del líder se situó a su vera, y una tosca garra se estiró hacia él. A punto estaba de cernirse sobre su cogote cuando sintió un repentino vacío bajo sus pies, y cayó sin remedio. Como una roca rodó y rodó sin control sobre el terraplén, hasta que de pronto una pared de agua frenó su caída, y se vio tragado por una gélida oscuridad. Tras la estación de lluvias, las embravecidas aguas del Kull descendían furiosas, entre rápidos, remolinos y pequeñas cascadas, y la corriente lo arrastró sin remisión lejos de allí, como una rama inerte a la deriva. Seis abultadas cabezas asomaron tras el cortado para presenciar cómo su presa se alejaba río abajo. Uno de los oficiales que formaba parte de la patrulla, un guerrero alto e inusualmente delgado, de piel clara y rostro afable, armó instintivamente el brazo y le apuntó con su lanza, pero una mano férrea le sujetó por la muñeca como una tenaza. El general Hórlok, el más corpulento y veterano de todos ellos, era un mombo fiero de impenetrable rictus y piel oscura 25
curtida por el sol. Haciendo valer sus galones, se dirigió a su esbirro con tono seco y tajante. —Si lo lastimáis, capitán Trogh, por muy pequeña que sea su herida, os despellejaré vivo y serviréis de comida a los grimkos— le advirtió, sin mirarle siquiera a la cara — Mhorkatt ha sido muy claro al respecto; quiere al humano vivo y sin un solo rasguño.
II
Sumisión. El emisario se postró ante al trono con tal vehemencia que solo le faltó besarle los pies al monarca. Lo hubiera hecho de buen grado de no ser porque aquel gesto podía ser interpretado como una muestra de debilidad, y no deseaba comprometer aún más su delicada posición. En aquellos momentos, cuando se veía inmerso en alguna espinosa negociación, solía recordar el consejo que su padre tantas veces le había repetido “La habilidad de la diplomacia reside en mantener el equilibrio e inclinar la balanza a tu favor en el momento preciso, nunca antes” —Dejaos de reverencias, Uxur;— protestó el rey, denotando una sincera antipatía —si hay algo que odio en esta vida son los lobos con piel de cordero. El emisario se puso en pie de un salto y tragó saliva. Todas las miradas se clavaban en él como dagas, y empezaba a notar cómo le sudaban las manos. No esperaba un caluroso recibimiento, por descontado, pero tampoco tanta hostilidad. Trató de fijar su vista en los detalles del lujoso salón; en las fastuosas columnas de mármol, la altísima bóveda o los brillantes estandartes de terciopelo con la Flor de Lis amarilla, también presente en el jubón de seda del rey 26
y en las armaduras de sus guardias. Sin embargo, tarde o temprano su vista terminaba traicionándole. «Esas malditas espadas parecen afiladas como dientes de lobo» pensó, tratando de controlar el temblor. Pronto el sudor se propagó al resto de su cuerpo, y una delatora gota salada le resbaló por la frente al imaginar la rapidez con la que, con un simple chascar de dedos, los soldados se le echarían encima. Incluso Tolhafeik, el apuesto príncipe de Rómjar, que permanecía en silencio a la derecha del trono, acariciaba provocadoramente el pomo de su mandoble esgrimiendo una media sonrisa, como si no viera el momento de ejecutarle. —No pretendo agasajaros, rey Tabbel,— aseguró, con voz temblorosa —tan solo mostraros el respeto que merecéis. Una sonrisa sarcástica se dibujó en el rostro del rey, cuya paciencia se agotaba por momentos. Sus ojos, sin embargo, permanecieron fríos como la piedra, al igual que su voz. —Tened cuidado, emisario;— le aconsejó —que seáis hijo de mi consejero no os otorga inmunidad. No puedo negar que habéis heredado su inteligencia, pero, mientras que vos sois el heraldo de la desgracia, él es un verdadero patriota; alguien cuya lealtad hacia mi está fuera de toda duda. Os aseguro que Turelion ni siquiera pestañearía si ordenara vuestra ejecución. En aquella sala hacía frío, y sin embargo, Uxur creía encontrarse sumergido en la lava de un volcán. Ni siquiera el viento gélido que hacía titilar el fuego de las antorchas y ondear las banderas fue capaz de enfriar sus ardores. —O… os… os aseguro, Majestad, que el hombre a quien sirvo me envió aquí en misión de paz— acertó a decir, luchando contra el nudo de su garganta —Tan solo desea lo mejor para vuestro pueblo, igual que vos. —¡Mentís!— bramó Tabbel, poniéndose en pie de un salto —Si es la conciliación lo que anhela, tal y como aseguráis, 27
que venga él mismo a negociar y deje de enviarme a sus esbirros. —Os ruego paciencia, Majestad, mi rey es un hombre sumamente ocup… —¿Acaso yo no?— le cortó —¡Maldita sea, mirad bien con quien estáis hablando! ¡No pienso consentir que me ninguneéis en mi propia casa! Uxur apretó las mandíbulas, cerró los puños hasta hacer crujir sus nudillos y tragó saliva de nuevo. «Maldito imbécil, deja de lamerle el culo a ese engreído— se dijo, tratando de controlar el pánico —Más vale que te impongas de una vez si no quieres salir de aquí con los pies por delante» —¡Ya basta, rey Tabbel!— exclamó, agravando el tono de su voz —¡No he recorrido cientos de millas para que me abronquéis como a un niño! ¡Estoy aquí para negociar, y no me iré sin una respuesta! —¡Vos no habéis venido a negociar!— bramó el príncipe, poniendo fin a su silencio —¡Habéis venido a chantajear a mi padre! ¡Y pensar que erais uno de los nuestros, rata traidora! ¡Vos y yo jugábamos juntos entre estos muros cuando éramos críos! —Vigilad esa lengua, Tolhafeik, y no os inmiscuyáis en la conversación entre dos hombres adultos— le advirtió Uxur, dedicándole una mirada heladora —Cada vez que me insultáis estáis faltando a aquel a quien represento, y no quisiera tener que darle cuenta de vuestras palabras. Puede que sea una rata traidora, pero quizás esta rata traidora sea la que os salve el pellejo a vos y a los vuestros. —¿Queréis negociar?— terció el rey, asqueado —Pues escupid de una vez lo que tengáis que decir y largaos antes de que me arrepienta. Tras un fugaz vistazo a su alrededor, el emisario ahogó un imperceptible suspiro de alivio en su interior. En aquellos 28
rostros donde antes solo había odio, ahora también había miedo. Su golpe sobre la mesa había funcionado. —Celebro que hayáis entrado en razón, Majestad. Veréis, se trata del cierre de vuestras fronteras. Han pasado ya muchos meses, y corren extraños rumores por las calles de Bram. Gromth está intranquilo, y eso no os conviene; ni a vos ni a mí. —No tuve otra opción. ¿Es que creéis que los secretos son eternos? Mi pueblo no es idiota; sabe lo que sucede, y los comerciantes bramitas no tardarían en enterarse. Vos sois en parte el responsable de este embrollo, así que encargaros de acallar los chismes. A un embustero de vuestra talla no le costará demasiado inventar algo. —Decidle a ese vicioso gordinflón que ni un solo bramita pondrá un pie en esta ciudad hasta que su hija venga aquí a disculparse en persona— espetó Tolhafeik. —Así lo haré, príncipe de Rómjar— aceptó el emisario, en mitad de una leve reverencia —Ciertamente, aquel incidente puede ser un pretexto convincente. De nuevo agradezco vuestro tiempo, rey Tabbel, y, con vuestro permiso, me dispongo a retirarme; no quisiera que una nueva nevada entorpeciera mi regreso. El monarca ni siquiera se dignó a contestarle, y le conminó a marcharse con un despectivo ademán. Uxur se dirigió hacia la puerta y abandonó la estancia con paso altivo y mirada orgullosa, pero apenas traspasó el umbral y se vio de nuevo a solas, tuvo que apoyarse contra uno de los muros para no desmayarse. «Si sigues por este camino no llegarás a viejo— se dijo —Más vale que lo dejes antes de que sea tarde» Tratando de templar los latidos de su corazón, enfiló a toda prisa el pasillo y se dirigió a uno de los muchos balcones en busca de aire fresco. La noche había caído, y soplaba un viento húmedo. Una leve claridad despuntaba todavía al 29
este, sobre las Montañas Blancas, donde el sol se había ocultado horas atrás. Al oeste, en la distancia, se advertían los mástiles de algunos veleros fondeados en la bahía de Terpoc, flotando sobre el inmenso mar de Ticklis, el fin del mundo conocido. Pero aquella noche sin luna todo estaba demasiado oscuro, y los miles de estrellas que sembraban el firmamento parecían diamantes ardientes. —Soberbia actuación, Uxur— escuchó tras él. El susto casi le hizo caer al vacío. De un respingo se volvió hacia atrás, blandiendo su ridículo estilete con mano temblorosa. Jamás lo había usado para otra función que no fuera la de abrir cartas, pero se sentía más seguro con él. —Guardad ese juguete, hijo mío; si los dioses quisieran veros luchar, os habrían concedido brazos fuertes en lugar de una mente prodigiosa. Turelion lo miraba con una mezcla de orgullo y reproche, como tantas veces solía hacer. Antes se arrancaría la lengua que reconocer la valía de alguien que no fuera él mismo, por mucho que fuera sangre de su sangre. —Espié vuestra audiencia a través de un pequeño agujero secreto— le confesó, mientras se situaba a su lado —No sé qué me ha impresionado más; si vuestra estupidez o vuestro valor. Andáis tan sobrado de ambos que a veces me recordáis a vuestro hermano. Uxur tomó aire, guardó su abrecartas y se apoyó contra la balaustrada, tratando de templar los latidos de su corazón. Hubiera preferido no verle. —No puedo negar que, en ocasiones, le envidio, padre— reconoció —El arco y la espada son herramientas menos exigentes que la pluma y el tintero. Krapso no se complica; cuando se lo ordenan, mata. Yo, en cambio, tengo que lidiar con reyes mezquinos y enredarme en las tapizañas de la política. Tal vez tengáis razón y sea buen juicio lo que me falta, pero me temo que ya es tarde para cambiar. Solo deseo 30
que esto acabe pronto y disfrutar de un poco de tranquilidad; creo que me la he ganado. —Acabará antes de lo que pensáis, pero debéis mantener la calma. La política requiere de temple y paciencia. —Para vos es fácil decirlo; no sois una paloma mensajera. ¡Maldita sea, solo soy un pobre erudito! ¡Nací para enfrentarme a los libros, no a las personas! —Dejad de protestar como una niña— sentenció Turelion, conminándole a callar —¿Creéis que mi trabajo aquí es fácil? Lo que vos pretendéis mediante el chantaje yo lo busco con la persuasión. Creedme, Tabbel está a punto de ceder; eso solo cuestión de días. Cuando eso ocurra mi trabajo aquí habrá terminado. Se avecinan tiempos gloriosos, hijo mío, y os aseguro que muy pronto ambos seremos recompensados por nuestros esfuerzos.
III
Rápidos. En la impenetrable oscuridad de la noche, un rostro asustado emergió de entre las aguas, prorrumpió en un grito de auxilio que nadie escuchó y fue engullido justo después. La corriente era implacable. Por más que luchaba contra ella, lo vapuleaba de un lado a otro como a un pelele, arrastrándole directamente contra remolinos y rocas. Con los brazos ateridos de frío, alcanzar la orilla se antojaba imposible. Apenas era capaz de bracear para emerger a respirar cada vez que aquel infierno de espuma se lo tragaba, y comenzó a temerse lo peor. «Se acabó; me ahogaré. Me romperé todos los huesos y los mombos sólo encontrarán mi cuerpo hinchado y pálido flotando a la deriva, devorado por los peces» 31
La negra sombra de Shohm, dios de los muertos, planeó sobre el río con sus alas de espectro. No era el primero que perecía en aquel lugar, ni sería el último, pero un árbol caído cuyas ramas se sumergían en la corriente, en la ribera derecha, le privó de su premio. «Vamos, Arashi, un último esfuerzo— se dijo, negándose a rendirse —Hazlo o muere» Segundos después, una figura temblorosa, jadeante y cubierta de barro emergió de entre las turbulentas aguas arrastrándose sobre la orilla y se perdió entre los juncos. A salvo de la corriente, ni siquiera tuvo fuerzas para celebrar su pequeña victoria. Estaba aterido de frío, agotado y hambriento, sin la menor idea de donde se encontraba. Una cosa era segura; los mombos no cejarían en su empeño, y habría de seguir huyendo. Asomó la cabeza entre la vegetación y miró al firmamento; allí estaba Vannaeh, su inestimable guía, junto a sus miles de hermanas; la Constelación del Jabalí, la del Dragón, el Ojo de Zemm, y todas las demás que los dioses habían dispersado en la bóveda celestial durante la creación. Sin embargo, no había rastro de luna, y reinaba una negrura propia de las fauces del mismo infierno. Era una absoluta locura seguir su camino en aquella oscuridad, así que optó por permanecer oculto en su escondrijo y aguardar a que amaneciera. El tiempo pareció detenerse aquella noche infame. El frío se apoderó de su cuerpo como un ladrón, helándole la sangre y los huesos hasta convertir cada segundo en un tormento. Tiritando sin control, se hizo un ovillo y trató de mantener el poco calor que todavía conservaba, pero de nada sirvió. Ni siquiera pudo frotarse las extremidades, pues las manos no le respondían, como si fueran las de otra persona. Dedos, nariz y orejas, fueron adquiriendo un preocupante tono azulado, y sintió que podían quebrarse como el cristal, al menor golpe. Y entonces, lentamente, sobrevino por fin el 32
dulce sopor que precedía la congelación. Se sintió desorientado y confuso, sus pensamientos tornaron lentos y el dolor dio paso a un reconfortante alivio. Cuando comenzó a rezar, suplicando a los dioses que acudieran en su ayuda, apenas fue capaz de recordar sus oraciones, y sus palabras sonaron casi inteligibles. Y quizás por ello no fueron precisamente los dioses quienes aparecieron. Aquel lejano gruñido, tan terroríficamente familiar, sobresaltó al muchacho de tal forma que a duras penas logró contener el impulso de salir huyendo. Con el corazón encogido de miedo se asomó entre los juncos; a lo lejos, la luz de seis antorchas vadeaba el rio directamente hacia él, tres por cada orilla. Tuvo que cubrirse la boca con ambas manos para que sus jadeos no delataran su presencia, y se preguntó si los rastreadores escucharían los latidos de su corazón. Una vez más se ocultó entre la vegetación y quedó arrodillado sobre el fango, tratando de contener el llanto. Segundos después, creyó morir al escuchar a pocas brazas los resoplidos de sus bestias olfateando la maleza, y las espadas mombas sesgando la vegetación mediante amplias estocadas. «Maldita sea, Naj, no dejes que me atrapen. Te lo suplico» Pero, cosas del destino, aquella noche la suerte estaba de su lado. El agua había borrado su olor y sus huellas en el barro. Era, sin embargo, la oscuridad, su mejor aliada, la que hizo que Hórlok pasara a poco más de una braza de él sin detectar su presencia. Al ver entre los juncos aquel rostro fiero e implacable escrutando entre la maleza, el joven contuvo la respiración y no se atrevió ni a pestañear. El tiempo se detuvo en unos segundos infinitos, y solo volvió a transcurrir con normalidad cuando finalmente el mombo pasó de largo y siguió el curso del río hasta desaparecer en la distancia. 33
El suspiro de alivio que escapó de entre sus labios fue largo y sentido. Consciente de lo cerca que había estado, se dejó caer de nuevo sobre el barro, cubrió su rostro con ambas manos y rompió a llorar. ¿Es que los dioses lo estaban poniendo a prueba? ¿Acaso pretendían que sufriera un infarto? Si su viaje hasta Isir iba a ser así, quizás debería dejarse atrapar de una vez por todas y terminar con su sufrimiento. Las horas pasaron lentas, y el sol, el único capaz de apiadarse de él, pareció haberse escondido para siempre. Acurrucado sobre el frío fango, y con el canto de las ranas que chapoteaban en la orilla como única cantinela, Arashi pasó la peor y más larga noche de toda su vida. Sus ropas mojadas, pegadas a la piel, parecían un manto de hielo que lo congelaba por momentos, y estaba tan hambriento que se hubiera comido un puñado de piedras. Allí, en la insondable oscuridad de la noche, se sintió triste y abatido, y terriblemente solo. Hubiera dado cualquier cosa por algo de compañía, por disponer de una mano amiga, alguien con quien compartir su camino. Un leve atisbo de claridad despuntó lentamente al este, y despertó entre largos bostezos. Minutos después, el horizonte azulado comenzó a teñirse de un rojo vivo, y presenció lo que, a su juicio, le pareció el amanecer más hermoso que había presenciado jamás. Un verdadero regalo de luz y calor para su alma atormentada. De un rápido vistazo se aseguró de que nadie rondaba por allí, emergió de entre la vegetación, y, tras tender su ropa mojada sobre un arbusto que crecía junto a la orilla, recostó su cuerpo desnudo contra una roca para que el sol lo calentara. Lo cierto es que, desde que apenas andaba, siempre fue un niño resuelto y capaz. Gracias a su padre había aprendido 34
nociones básicas de supervivencia. Argos siempre insistía en que habría de estar preparado, y no dudó en privarle de parte de su infancia en pos de un bien mayor. Mientras los niños de su edad aún se entretenían con muñecos de trapo, palos y piedras, Arashi manejaba aparejos de pesca y ponía trampas en las madrigueras de conejos, siempre bajo su estricta vigilancia. Sin embargo, su adiestramiento había terminado demasiado pronto, y su pequeño cuerpo aún no se había desarrollado lo suficiente como para sobrevivir sin su ayuda. Nada conocía del mundo exterior excepto vagas descripciones, y menos aún del extraño lugar al que había ido a parar; un paraje yermo y gris, continuamente azotado por el viento y habitado tan solo por carroñeros y alimañas. Justo lo contrario de las verdes praderas de Bátrim, donde el clima resultaba benévolo, los campos sembrados rebosaban grano y los bosques ocultaban sabrosos venados y suculentos jabalíes. Una vez más se esforzó en acallar la molesta voz que habitaba en su interior; aquella voz impertinente y testaruda que le hacía dudar de todo y de todos. ¿Qué haría su padre en su lugar? ¿Debería dar media vuelta y desandar el camino? Quizás, después de todo, Argos estaba equivocado. Aquella revelación no era más que un sueño, y la mujer que aseguraba haber visto podía ser un simple delirio ¿Es que acaso debía cruzar medio mundo por un estúpido sueño? Ir en busca de Isir, un lugar que tal vez ni siquiera existiera, resultaba una idea de lo más descabellada, pero, después de todo, no lo era menos regresar a su hogar, donde solamente encontraría una montaña de escombros y cuerpos calcinados. La Ciudad Perdida era, ciertamente, una quimera, un clavo ardiendo al que agarrarse, pero al menos era algo a lo que agarrarse. Tan solo un nombre y una dirección que seguir; por lo demás, no tenía nada: sin compañía ni transporte, 35
abrigo o comida. «Qué demonios; al fin y al cabo, si te quedas aquí acabarás muerto de todas formas» — pensó, mientras se enfundaba de nuevo en su camisa de arpillera y emprendía el largo camino hacia lo desconocido.
EL PÁRAMO
Desolación. Atrás quedaban las montañas, y ante él, extendiéndose hasta donde la vista alcanzaba, la nada absoluta. Ni una triste colina, río o bosque que llenara aquel vacío sumido en el silencio, azotado por el viento, y cubierto 36
por una bruma tan espesa que apenas dejaba ver la luz del sol. Al principio mantuvo la esperanza de que aquello no fuera más que un paréntesis en su camino. Sin embargo, hora tras hora, milla tras milla, el tiempo fue pasando y todo siguió igual. Allá donde sus ojos miraran se topaban con la misma respuesta una y otra vez; una llanura reseca y gris, donde el tiempo parecía haberse detenido. La tierra que pisaba no era más que polvo, un manto estéril aparentemente infinito donde solo crecían algunos cactus, cardos y brezales desperdigados al azar. Caminó y caminó, pero apenas encontró rastro alguno de vida a excepción de vagas huellas de roedores, algún que otro esqueleto de coyote semienterrado bajo la arena y aves de rapiña sobrevolando en círculos sobre su cabeza, cientos de brazas más arriba. Por más que buscó no fue capaz de hallar el menor atisbo de civilización humana o de cualquier otra raza, ni tan siquiera vestigios de una época pasada. «Esto es un erial— pensó, mientras enfilaba el cauce de un arroyo seco para ocultarse de cualquiera que pudiera verle —Aquí no encontrarás agua ni comida. Más vale que salgas de aquí cuanto antes» Ya era media mañana cuando lo que parecía ser la silueta de una cordillera surgió en la distancia, al este. Al principio tan solo una hilera de diminutas motas en la distancia, que, poco después, terminaron adquiriendo dimensiones colosales. «Las famosas Montañas Blancas» pensó, recordando lo que había oído sobre ellas; historias de nieves perpetuas, de picos tan altos que rozaban el cielo y de viajeros extraviados que morían congelados tratando de cruzarlas. Y estaban justo en su camino, como un muro infranqueable. Pronto, tal vez en menos de dos días, se toparía de bruces con ellas ¿Existía la posibilidad de dar un rodeo o se vería obligado a atravesarlas? 37
Sus divagaciones se vieron de pronto interrumpidas. A lo lejos, entre la bruma, advirtió la presencia de una extraña estructura recortándose contra el horizonte. A tan larga distancia le fue imposible distinguir de qué se trataba, pero, fuera lo que fuera, era algo fabricado por la civilización. No fue hasta varios minutos más tarde, a menos de media milla, cuando una pestilente ráfaga de viento le trajo la respuesta, despertando en su interior un temor instintivo. Una mitad de su cerebro, la más racional y prudente, le exhortó a pasar de largo, mientras que la otra mitad le animó a indagar. Finalmente la curiosidad se impuso, y no pudo resistir la tentación. A apenas diez brazas de la jaula el hedor golpeaba como un martillo. Conteniendo las ganas de vomitar, se cubrió la boca con la manga de la camisa y siguió avanzando. Una nube de moscas zumbaba a su alrededor, atraídas por el aroma de la carne muerta, y un par de alimañas, probablemente ratas, salieron huyendo ante su presencia. Aquel armazón de hierro, de dos brazas de alto por otras tantas de ancho, estaba cerrado a cal y canto por una gruesa cadena, y tan cubierto de mugre y óxido que parecía llevar allí desde el principio de los tiempos. A través de los barrotes distinguió tres cuerpos yaciendo sobre el suelo, cubiertos por infectos andrajos. Uno de ellos, devorado por las ratas y los gusanos, era un mero esqueleto, pero los otros dos, en cambio, parecían cadáveres más recientes. En cualquier caso, su lamentable deterioro dejaba claro que habían sido víctimas del hambre y la sed. El repentino espasmo casi le hace caer del susto. Entre toses y jadeos, uno de los cuerpos comenzó a retorcerse, escupiendo esputos de sangre sobre la arena. Arashi retrocedió de inmediato. Resultaba repugnante ver a aquel hombre postrado en el suelo con aquellos hilos de baba sanguinolenta colgando de entre los labios descarnados, 38
luchando por respirar. No fue la curiosidad esta vez, sino la lástima, la que impidió marcharse. El reo se dispuso a incorporarse. Con gran esfuerzo, tambaleándose sobre unas piernas huesudas y temblorosas, logró finalmente ponerse de rodillas. Arashi dejó escapar un suspiro de exclamación. Aquel despojo de piel y huesos se encontraba tan desnutrido que parecía un fantasma. Sus apestosos harapos de tafetán, salpicados de manchas de sangre, heces y vómito, dejaban intuir una piel sembrada de cardenales y heridas emponzoñadas. Apenas unos pocos mechones sucios sobrevivían entre las costras de su cabeza, y los pocos dientes carcomidos que todavía conservaba parecían a punto de caer. Pero era su mirada enloquecida, aquella mirada forjada a golpe de encierro, la que le hizo estremecer. De pronto el semblante del prisionero quedó desencajado por la sorpresa. Apenas advirtió la presencia del joven visitante, se arrastró de rodillas hasta la verja y rodeó los barrotes con unos dedos largos y carentes de carne. Sus ojos saltones lo miraron con verdadera devoción, como si presenciaran un milagro, o tan vez la encarnación de algún dios. —¡A…agua…por pie…dad!— suplicó con la voz rota, agitando las manos temblorosas entre los hierros. Arashi tardó un tiempo en contestar, luchando contra el impulso de salir huyendo. —No tengo agua— respondió finalmente. —Ne… necesito… a… agua— insistió, desesperado — Solo… solo un trago, por lo que más quieras. —Lo siento de veras,— se disculpó —pero, como podéis ver, no llevo odre ni cantimplora. El estruendo metálico espantó a los cuervos que se posaban sobre el techo de la jaula, que volaron lejos de allí. 39
—¡Entonces sácame de aquí, maldita sea!— bramó, zarandeando los barrotes como un demente. —Yo… yo no sabría cómo. No poseo nada con lo que forzar esa cadena. Amargas lágrimas brotaron de los ojos del prisionero, que, completamente desolado, se dejó caer sobre el polvo. Arashi sintió una dolorosa empatía. Hasta entonces se había creído víctima de la fatalidad, pero ver aquello le hizo sentirse afortunado de conservar su libertad. —Al menos tú estás al otro lado de estos barrotes— replicó, cabizbajo, con la mirada perdida en el infinito —Ya no recuerdo cuanto tiempo llevo aquí. Tan solo las ratas y los gusanos se atreven a acercarse, esperando a que mi muerte les brinde la poca carne reseca que cubre mis huesos. Y no son los únicos; si dispusiera de alguna herramienta con la que poner fin a mi vida, te aseguro que habría abandonado este cochino mundo hace tiempo. He tratado de ahorcarme varias veces, pero estos andrajos no resisten el peso de mi cuerpo. Arashi sintió una congoja tan intensa que le estremeció el corazón. ¿Cómo podían los dioses permitir aquello? ¿Es que acaso habían abandonado a los hombres, sus hijos? —Es realmente injusto lo que os sucede, y ojalá pudiera hacer algo por vos— dijo, tratando de ofrecerle al menos el consuelo de la conversación —Decidme… ¿quién os confinó en esa celda; acaso fueron los mombos? La pregunta del joven sumió al prisionero en sus recuerdos, haciendo que su mirada se perdiera de nuevo en el infinito. —Los Señores de la Guerra no acostumbran a hacer prisioneros, muchacho. Ojalá hubieran sido ellos mis captores; Shohm me habría librado de mi tormento hace tiempo. No, jovencito, no voy a mentirte: soy un ladrón y un asesino, y fueron humanos, como tú y como yo, quienes me encerraron aquí para que me pudriera. El mal es 40
inherente a todas las razas, y también existen hombres impíos. Sin embargo, no me considero peor ni más malvado que los cerdos que me enjaularon. —Y tú, jovencito— añadió —¿Quién eres, y que demonios haces aquí, en mitad de ninguna parte? —Mi nombre es Arashi y me dirijo hacia oriente, a la Ciudad Perdida. El rostro del prisionero se contrajo en una mueca de incredulidad. Aquel mocoso debía de ser idiota, o lo tomaba por idiota a él. —¿Cómo dices? —A Isir, el reino de las montañas— repitió, sin vacilar. —Curioso destino para un mocoso como tú, que apenas levanta un palmo del suelo. ¿Acaso te estás quedando conmigo? —En absoluto— aseguró Arashi, sin comprender el motivo de sus dudas —Os juro que es allí donde me dirijo. —En ese caso, pierdes el tiempo— le advirtió —Isir es tan solo una invención, y, aunque no lo fuera, nunca lograrás encontrarla tú solo y sin transporte. Son cientos de millas de tierras salvajes las que se interponen entre ti y tu destino, sembradas de peligros y habitadas por criaturas terribles. Dicen que la guerra es inminente, y pronto los caminos dejarán de ser seguros. Si no es el hambre o la sed quien te mata, lo harán los salteadores de caminos. O peor aún, te venderán al primer mercader de esclavos que encuentren por una moneda de oro, y pasarás el resto de tu vida empujando una rueda de molino, o algo peor. —Pero yo… —¿Sabes lo que dicen de ese lugar?— le interrumpió — Los hay que aseguran que está maldito, e incluso que se encuentra guardado por una bestia alada que se alimenta de viajeros incautos como tú. Es imposible saberlo a ciencia cierta, ya que nadie que ose aventurarse por esas latitudes 41
regresa jamás. Eres demasiado joven para morir, Arashi; borra esa descabellada ocurrencia de tu cabeza y regresa a tu hogar antes de que sea demasiado tarde. El joven permaneció largo rato en silencio, abrumado por el panorama que el prisionero le había planteado. No ignoraba los peligros, pero… ¿bestias aladas? Aquello sonaba a burda superstición. —Aunque quisiera, no podría volver— confesó, abatido —Una partida de rastreadores mombos arrasó mi aldea días atrás, y ya no tengo hogar al que regresar ni familia con la que reencontrarme. El prisionero resopló con desdén, dedicándole una mirada inquisidora. Resultaba desconcertante la seguridad con la que aquel pequeño embustero soltaba sus patrañas, sin siquiera pestañear. Quizás había perdido el juicio y había terminado creyendo sus propias mentiras, o tal vez solo pretendía confundirle. —¿Pretendes hacerme creer que los Señores de la Guerra se molestaron en tomar una ridícula aldea habitada por campesinos? ¡Menuda estupidez! Es evidente que ocultas algo. Además, si fuera verdad ¿por qué te dejaron con vida? Dudo mucho que lo hicieran a menos que poseas algo de incalculable valor. El silencio del muchacho llegó tarde. Aún no había transcurrido un día desde la muerte de su padre y ya había faltado a su memoria comportándose como un idiota. Había hablado de más, y con un total desconocido. Alguien capaz de revelar su rumbo a los mombos a cambio de un miserable sorbo de agua. —Lo siento, señor, pero debo irme— se excusó, alejándose de la jaula a pasos cortos —Lamento no poder ayudaros. —¡Espera, maldita sea, no te vayas!— escuchó a su espalda —¡No me dejes aquí! 42
De nada sirvieron sus ruegos ni sus posteriores amenazas. Ni siquiera cuando agitó los barrotes hasta provocarse dolor logró que se volviera hacia él. Aquel muchacho se había ido para siempre. Tal vez no lograría llegar a su destino, pero sus jóvenes piernas le conducirían lejos, y quizás, si la suerte lo acompañaba, disfrutaría de largos años de libertad para dar forma a su vida. Él, por el contrario, no conocería otra cosa que aquella apestosa jaula, y terminaría pudriéndose bajo el sol del páramo, viendo la vida pasar a través de aquella verja. Pronto estaría muerto, y nadie lloraría por su alma ni encendería velas en su honor. Absolutamente nadie. Al ver como aquella menuda silueta desaparecía en la distancia lo maldijo a gritos. Maldijo a los dioses, maldijo a su madre por haberle parido, y, por último, se maldijo a si mismo por existir.
III Recuerdos. “Sé que el destino te tiene reservado grandes logros, estoy seguro de ello. Ella me lo dijo, por eso debes ser fuerte y seguir huyendo, y no rendirte por mucho que se tuerzan las cosas” Aquella frase resonaba en su cabeza a cada paso, alentándole a continuar. Allá donde estuviera, el espíritu de Argos le estaría observando, y no podía decepcionarle. Habría de honrar su memoria y cumplir la promesa que le hizo en su lecho de muerte. Por todo aquello, Arashi trató de mostrarse imperturbable. Se esforzó en no dejarse arrastrar por sus trágicos recuerdos, por aquellos negros pensamientos que trataban de atormentarle. Lo intentó con todas sus fuerzas. Peleó contra sí mismo y contra aquel 43
desolado lugar, tratando de no caer doblegado ante él. Tal vez de haber contado a su lado con alguien lo hubiera conseguido, pero estaba solo, y la soledad era un enemigo demasiado cruel. Lo cierto es que el páramo le superaba. Su inmensidad le hacía sentir pequeño y miserable, incapaz de sobrevivir. Sabía que Bátrim era una excepción; un oasis en mitad del desierto, y que, lejos de allí, existían lugares terribles donde imperaban el hambre y la sed. Conocía, a través de cuentos e historias, lo dura que podía ser la vida del viajero, pero no estaba preparado para toparse de bruces con la realidad. Y, a pesar de todo, no se detuvo. Su instinto de supervivencia, más fuerte que el miedo o la tristeza, le hizo seguir caminando, braza tras braza, milla tras milla, en pos de su destino. Dejó atrás el cauce seco, caminó a cielo abierto y se internó en otro. Se cruzó en su camino con huesos quemados por el sol, con cardos famélicos, y le pareció escuchar a lo lejos aullidos de coyotes, pero ni un solo atisbo de que la estepa estuviera llegando a su fin. Al contrario, tuvo la impresión de que se adentraba más y más, y comenzó a sentir el peso de su propio cuerpo como una losa. A cada paso se sentía más débil y confuso. Demasiado tiempo sin comer ni dormir en condiciones. Pronto comenzó a arrastrar la suela de las botas al caminar, levantando una pequeña estela de polvo tras de sí, y sintió un doloroso vacío en su estómago, que rugía como una bestia moribunda. La sed se hizo insoportable. Sus ojos entornados buscaban desesperadamente un manantial, arroyo o charco entre la bruma, pero aquellas acacias cubiertas de espinas con las que rara vez se cruzaba parecían tan sedientas como él, confirmando que, de existir, el agua corría inaccesible bajo la tierra. Los primeros síntomas de la deshidratación no se hicieron esperar; pronto empezó a 44
encontrarse mareado, y, más tarde, aturdido. Ya no era capaz de pensar con claridad, y notó que su vista se volvía borrosa por momentos, así que decidió sentarse a retomar fuerzas. Después, todo se volvió negro.
IV
Providencia. El futuro que presagiaban era tan demoledor que, por fuerza, los huesos tenían que estar equivocados. De nuevo, las manos huesudas y arrugadas de la anciana recogieron las tabas, las agitaron y volvieron a lanzarlas, pero, una vez más, el resultado fue exactamente el mismo. —¡Dime, oh, divina Shat! ¿Por qué juegas conmigo?— clamó al cielo su voz quebrada, anhelando una explicación. La única respuesta fue el rumor del viento entre las ramas y los solitarios cantos de las aves que habitaban la espesura. Tampoco las criaturas del bosque parecieron inmutarse y continuaron a sus quehaceres, sondeando su sustento entre el manto de hojas muertas que alfombraba el suelo, o buscando cobijo en los huecos de los milenarios árboles. Desesperada, volvió la vista hacia Toéhm. Buscó en su rostro pétreo algo de consuelo, quizás una leve señal capaz de deshacer la incertidumbre que atenazaba su viejo corazón, pero este permaneció impasible, con la vista fija en el infinito. Una urraca se posó entonces sobre su cabeza, picoteó algunos insectos que trepaban por las hojas de hiedra y volvió a desaparecer en la oscuridad. 45
—Entonces es cierto— farfulló para sí, resignada —Ese joven nigromante viene directo hacia aquí, trayendo la desgracia consigo, y esos idiotas ni siquiera saben la que se les viene encima. Seguirán revolcándose en la indecencia, sin remordimientos, creyendo que la paz durará para siempre. Su bastón ceremonial apuntó al cielo, agitándose enloquecido, y el tintineo de las cuentas de marfil y hueso resonó por la arboleda, haciendo huir a las alondras que espiaban entre las hojas. —¡Piedad, dioses inmortales!— suplicó a voz en grito — ¡No volquéis vuestra ira contra todos ellos! ¡¿Es que no consideráis digno de salvación a ninguno de vuestros hijos?! De nuevo el silencio. Un golpe de viento avivó el fuego que hacía hervir la pequeña marmita, meciendo el denso humo que emergía de su interior hasta formar extrañas figuras vaporosas en el aire. Las efímeras burbujas que nacían del fondo metálico para extinguirse en la superficie compusieron una danza febril, y algunos lobos aullaron a lo lejos. —El viento anuncia cambios; cambios terribles,— sentenció —pero parece que los dioses no están por la labor de compartir sus planes conmigo. Me temo que, una vez más, tendrán que ser estas viejas y retorcidas manos quienes traten de evitar la tragedia que se cierne sobre nosotros.
V
Dolor. Una repentina punzada en el brazo le hizo despertar, pero la dolorosa claridad le cegó, obligándole a cerrar los ojos de nuevo. No obstante, bastó una simple bocanada de 46
aquel aire nauseabundo para ponerle en alerta. Segundos más tarde, antes incluso de atreverse a mirar, escuchó los primeros graznidos y notó aquellas pequeñas ráfagas de viento que generaban sus aleteos, señales inequívocas del serio aprieto en el que estaba metido. Eran de sobra conocidos para él. Los había contemplado surcando el cielo cientos de veces, con aquel vuelo majestuoso y señorial que les hacía parecer criaturas nobles e incluso bellas. Sin embargo, vistos desde tan pavorosa cercanía, los buitres no tenían nada de majestuosidad ni de nobleza. Aquellas bestias aladas de cabezas ralas y largos picos desprendían un hedor vomitivo, y se comportaban como crueles alimañas, picoteando sus extremidades sin ningún pudor. De un contundente manotazo se quitó al más osado de encima, pero de poco sirvió. Habían peleado duramente por su turno, y ninguno quiso renunciar a una presa tan jugosa como aquella, así que permanecieron justo donde estaban, aguardando pacientemente a que las fuerzas lo abandonasen del todo. Arashi tampoco estaba dispuesto a permitirlo. De un salto se puso en pie y comenzó a realizar aspavientos para que lo dejaran tranquilo, pero una vez más permanecieron impasibles, mirándole con aquellos ojos negros y vacíos, como si no entendiesen su absurda resistencia a morir. Ni siquiera se apartaron cuando, al intentar huir, las piernas del muchacho se doblaron como el papel y se fue de bruces contra un manto de cardos. «No puedo caminar» pensó, mientras el dolor de las espinas le hacía estremecer. Consternado, emitió un lastimero quejido apenas audible y permaneció tendido inmóvil sobre el polvo, incapaz de levantarse. Esta vez, ni la más emotiva frase de Argos fue capaz de infundirle ánimos. Desconsolado, rompió a llorar a lágrima viva, maldiciendo a los dioses por haberle abandonado. Había 47
suplicado su ayuda, y en vez de eso le habían enviado una horda de carroñeros para que lo devoraran. Quizás, después de todo, si le escucharon. De pronto los buitres comenzaron a graznar nerviosos. Más tarde, cuando aquel lejano murmullo se convirtió en el crepitar de un galope, levantaron el vuelo todos a una y le dejaron por fin solo. Desde el suelo, el joven viajero entornó la vista; a través de la nube de polvo que las aves habían levantado, distinguió la silueta de un jinete acercándose en la distancia. «Mombos» pensó, pero ni siquiera fue capaz de arrastrarse entre los cardos para huir. Segundos después afinó el oído y cayó en la cuenta de su error; fuera quien fuera aquel jinete se desplazaba a caballo, y cabalgaba solo. Cuatro pezuñas sin herrar levantaron una estela de polvo al detenerse, a apenas diez brazas, y dos botas altas de piel, curtidas y recubiertas de un espeso pelaje, aterrizaron junto a las patas del animal justo después. Con el sol a contraluz, el desconocido no era más que una silueta negra. Parecía realmente corpulento, de aspecto agreste y andares poderosos. Desde luego no se trataba de un campesino, ni tampoco de un soldado. Olía a cuero, a sudor y a metal, y apenas hacía ruido al caminar. Cuando por fin se puso en cuclillas frente a él, advirtió una larga trenza negra rodeando un cuello ancho y fornido, del que pendía un collar de huesos y colmillos. Su vieja casaca de felpa estaba sembrada de remiendos, al igual que la gruesa piel de oso que cubría sus hombros y sus pantalones de lana. —Que me aspen si es lo que parece— exclamó, mirándole con una mezcla de sorpresa e incredulidad. Su voz potente sonó extrañamente cavernosa a oídos del muchacho, como si se encontrara dentro de una urna de cristal. —Dime, ¿qué demonios haces aquí?— preguntó, al comprobar que no reaccionaba. 48
Ni una sola palabra salió de sus labios agrietados y resecos. Su vista se volvía borrosa por momentos, y la cabeza le daba vueltas. Mientras se agachaba para tomarle en brazos, el salvaje pronunció algunas palabras que no pudo escuchar. Ya en su regazo notó que los miembros no le respondían, que los sonidos se extinguían y el mundo a su alrededor se oscurecía de nuevo.
VI
Recuerdos. Durante las horas siguientes, sus sueños se entremezclaron con el repicar del galope, y en su cabeza se sucedieron las mismas imágenes una y otra vez, de forma recurrente. Le asaltaron fugaces imágenes de su aldea y su familia, imágenes que siempre terminaban convirtiéndose en fuego y gritos. Más tarde todo aquello se dispersó en la nada, y se vio a sí mismo encerrado en aquella jaula oxidada y pestilente, rodeado de cuerpos corruptos. Desesperado, zarandeó los barrotes tratando de que cedieran, mientras, a su espalda, los cadáveres volvían a la vida y se abalanzaban sobre él. Despertó empapado en sudor. Miró a su alrededor, y respiró aliviado al comprobar que nada era real. Ya era noche cerrada, y el Hamseff, el viento del oeste, mecía sus cabellos húmedos y los matojos de estipa que crecían entre el polvo. Sintió un inmediato estremecimiento, un frío tan intenso y profundo que ni la piel de oso que le cubría era capaz de mitigar. Hasta la hoguera que ardía a su lado parecía helarle. Se estremeció de pies a cabeza, incapaz de controlar el temblor que atenazaba todo su cuerpo, 49
sintiéndose débil como una rama seca y quebradiza, y tan dolorido como si un carromato lleno de piedras le hubiera pasado por encima. Echó un vistazo a su alrededor. A pocas brazas de él, paciendo tranquilamente las hojas de un brezal, descubrió la yegua que había escuchado durante la travesía. Era un animal magnífico, enorme y musculoso, de largas crines negras, sin marcas de hierro, herraduras o cualquier indicio de poseer dueño, cuyo oscuro pelaje brillaba de forma intermitente bajo la luz de las llamas. Alguien carraspeó entonces a su espalda, haciendo que su corazón sufriese un repentino vuelco. —Tranquilo, chico— dijo el extraño, al ver que el joven hacía ademán de huir —Estas ardiendo de fiebre; trata de descansar. Su voz calmada no logró tranquilizarle lo más mínimo. Fuera quien fuera, estaba totalmente a su merced, y aquello le hacía sentirse en peligro. A la luz de la hoguera, por fin pudo apreciar su rostro. Tal y como sospechaba, no era humano. Gran envergadura, negra melena, piel oscura, nariz ancha, cejas pobladas y orejas grandes y puntiagudas; tenía que tratarse, por fuerza, de un cazador de la estepa. Apenas existía información sobre ellos salvo vagas leyendas narradas por boca de los más ancianos, que a su vez habían escuchado de otras bocas. Se decía que los nummar habitaban el páramo desde hacía siglos, cuando, tras el auge de los mombos, fueron cruelmente instigados hasta casi desaparecer. Los rumores contaban que, los pocos que quedaban hoy en día, se habían convertido en nómadas que vagaban sin rumbo en busca de caza; seres huidizos y esquivos, cuya destreza con las armas les hacía peligrosos. —¿Quien…eres?— se atrevió finalmente a preguntar. El cazador posó su mano sobre el pecho e inclinó ligeramente la cabeza en un gesto de cortesía. 50
—Mi nombre es Krandal— le aclaró —Los pocos que me conocen se refieren a mí como “el errante”, pues nunca estoy dos días seguidos en un mismo lugar. Respecto a mis intenciones, puedes estar tranquilo; no pretendo hacerte ningún daño. Arashi se mantuvo callado. Sus palabras parecían sinceras, pero la experiencia le había hecho escarmentar, y prefirió ser prudente. —Has tenido mucha suerte, muchacho; es un milagro que te haya encontrado. Ignoro cuánto tiempo llevas vagando por aquí, pero no hubieras sobrevivido demasiado en un lugar así. Agradece a los buitres que te hubieran rodeado. De no ser por ellos hubiera pasado de largo sin verte. Dime, chico, ¿quién eres y a dónde te diriges? —Mi nombre es Arashi, …y lo cierto es que no sé exactamente por qué estoy aquí— dijo, tratando de que su respuesta no le comprometiera —Llevo varios días sin comer, y me encuentro algo desorientado. No recuerdo con detalles lo que ocurrió; solo sé que mi familia ha muerto. Krandal lo miró fijamente durante largos segundos, hasta que finalmente desvió su mirada hacia la luz de la hoguera. Aquello le había sonado a evasiva. Una vez más, añadió varias hojas de sauce al cuenco metálico que se calentaba sobre la hoguera, y removió el agua hirviente sirviéndose de una pequeña rama. —Lamento de veras lo de tu familia— aseguró —Debes de haberlo pasado muy mal en estos últimos días, pero ahora ya no debes preocuparte. Estas agotado, y debes guardar reposo. Hasta que estés recuperado yo cuidaré de ti. Krandal cumplió su palabra. Consciente de que la vida del muchacho pendía de un hilo, no se separó de su lado toda la noche. Su dedicación fue absoluta; cada pocos minutos fue vertiendo la infusión de sauce entre sus labios, y con infinita 51
paciencia secó su frente con un paño cada vez que esta se perlaba de sudor. Por desgracia, sus buenas intenciones no fueron suficientes. Hora tras hora la salud del muchacho se deterioraba más y más. Atenazado por la fiebre, su joven cuerpo ardía sin control, y la mente se le fue perdiendo en sus propios delirios. Entre los jadeos y el continuo castañeteo de dientes, comenzó a proferir palabras inconexas acerca de su padre, los mombos y los buitres. Fue entonces que Krandal sintió una presencia, y un escalofrío le recorrió la espalda; era la negra sombra de Shohm, dios del inframundo, sobrevolando sus cabezas como un ave carroñera. Las dudas le asaltaron. Su natural tendencia a la soledad le instaba a rechazar cualquier compañía, especialmente la de los humanos, pero aquel muchacho había visto muy pocos inviernos, y, si no hacía algo al respecto, aquel sería el último. Ni siquiera se planteó apagar la hoguera, aún a sabiendas de que, visible en varias millas a la redonda, suponía un poderoso reclamo para los lobos, serpientes o cualquier banda de salteadores de caminos. De haberse tratado de un adulto, hubiera renunciado a intervenir, permitiendo a la Naturaleza seguir su cauce. «El ciclo de la vida» pensó, escudándose en que nada podía hacer contra la voluntad de los dioses. No obstante, por extraño que pareciera, aquel joven campesino había despertado su curiosidad y, aunque quizás hubiese sido lo más sensato, no fue capaz de abandonarlo a su suerte. En contra de sus principios, aquella noche apeló al esoterismo más ancestral y primitivo. La voz de la razón, recelosa, le aseguraba que no serviría de nada, pero entonces recordó aquella ocasión, cuando era niño, en la que una infección le hizo enfermar hasta casi matarle. Su padre recurrió a un extraño ritual cuyo origen se perdía en los 52
albores del tiempo y, quién sabe si gracias a él o a la casualidad, la muerte pasó de largo aquel día. Decidido a salvarle, tomó una rama y grabó un círculo en la arena en torno al cuerpo yaciente de Arashi, e inscribió varias runas en su interior; mensajes dirigidos a Shohm, pidiéndole amablemente que diera media vuelta y renunciase a llevárselo. Después extrajo musgo seco de las alforjas de la yegua y lo arrojó al fuego para mantenerle alejado, pues se decía que su olor desagradaba al dios de los muertos. Por último, se desposeyó de su collar y lo colocó alrededor del cuello del joven humano. Quizás la esencia de cada una de sus presas, atrapada en las cuentas de aquel objeto, le brindase suerte en aquel oscuro trance. Y, agotados todos sus recursos, se arrodilló a su lado para seguir velando por él. Consternado y asustado a partes iguales, comprobó que la fiebre no remitía, que su rostro ardiente se quedaba lánguido e inerte por momentos, y que las fuerzas amenazaban con abandonarle del todo. Creyendo que eran sus últimos momentos, le tomó de la mano y comenzó a canturrear una vieja letanía, cuya letra apenas recordaba ya. “Las blancas barbas de Naj cubren el cielo Su voz de trueno resuena en las alturas Su hijo Zemm, señor de la espesura Supervisa a los Cuatro desde el suelo: Tolhemaj, furioso, agita el viento Kihán domina el fuego con su fragua El dios Drokay, la tierra es su elemento Bella Khalé, que habita entre las aguas Y mientras Shat, divina providencia Escruta el horizonte sin descanso 53
Y el cruel Razgull aguarda en los infiernos Los mortales, tan débiles y enfermos En busca de la paz y del remanso Huimos de la muerte y la inclemencia Renuncia Shohm, al alma que hoy reclamas Regrésate de vuelta a tu agujero Tiempo habrá, recorra este sendero Mas no será esta noche, ni mañana”
VII
Esperanza. El amanecer le sorprendió todavía rezando, aferrado a la mano del muchacho. Lejos de allí, las primeras luces del alba teñían de rojo las nubes de tormenta que se cernían al norte, pero sobre ellos el cielo estaba despejado, e incluso la bruma había desaparecido. Krandal alzó la vista hacia el rostro del muchacho. Hacía ya un rato que no se movía, y temió que hubiera muerto, pero entonces sintió una leve presión en sus dedos y sonrió aliviado; Arashi le apretaba la mano. Por extraño que pareciera, sus ruegos habían surtido efecto. La fiebre parecía haber remitido, su rostro apenas sudaba ya, e incluso había dejado de tiritar. No pudo disimular su sorpresa. Aquel niño ostentaba una fortaleza impropia de su corta edad, y una extraña idea cruzó por su mente: aquel no era un humano cualquiera; algo en su interior, un inexplicable presentimiento le decía que sus caminos no se habían cruzado por casualidad, y que era el destino quien los había unido. 54
—Despierta, Arashi— le conminó, nervioso —Debemos ponernos en marcha cuanto antes; estas tierras no son seguras. El joven entreabrió los ojos, desconcertado, y sufrió un repentino sobresalto al verle frente a él. La noche anterior se encontraba tan aturdido por la fiebre que no estaba seguro de si el salvaje era real o producto de sus delirios. —Ayer, antes de dar contigo, encontré huellas de mombos junto al cauce del Kull. No pude verlos, pero estoy seguro de que una patrulla de jinetes ronda por aquí cerca. Dime, muchacho ¿Sabes algo que yo no sepa? —¿Mombos?— respondió, tratando de parecer sorprendido —Sé tanto como tú, Krandal. —Dijiste que tu familia había muerto ¿Acaso fuisteis atacados? Arashi apenas era ya capaz de disimular su turbación. El rostro de Krandal rebosaba escepticismo, pero ya no podía echarse atrás. —¿Atacados? No… no fue así como sucedió. Cayeron enfermos, y… y después… supongo que fue una epidemia. No quise quedarme a averiguarlo. —Créeme, jovencito, la presencia de los Señores de la Guerra me sorprende tanto como a ti, pero tenía que preguntártelo. Quizás estén buscando algo, o a alguien. Aquella hipótesis terminó de alterar al muchacho, que apartó la vista hacia un costado y trató de desviar la conversación. —Todo es muy extraño— reconoció —De todas formas, te agradezco que me rescataras de las garras de los buitres y que cuidaras de mí durante la noche. Siempre estaré en deuda contigo. —No hay de qué, chico— contestó, restándole importancia. 55
Entonces el joven sintió una leve presión en el pecho, y reparó por fin en el collar que pendía de su cuello. Desconcertado, se lo quitó y se lo tendió a su dueño. —Quédatelo— dijo Krandal —Estás vivo de milagro, muchacho, y me parece que te ha traído suerte. Considéralo un talismán. El joven mantuvo el extraño amuleto entre los dedos, analizándolo. Le venía grande y resultaba tosco y pesado, pero el tintineo que emitían los huesos y colmillos al chocar unos con otros le hacía sentirse extrañamente reconfortado, así que volvió a colocárselo y le obsequió con una sonrisa agradecida. —Te prometo que nunca me lo quitaré, Krandal— aseguró, poniéndose en pie con energía —Ha sido una suerte encontrarte, pero no quiero suponer una carga; ya has hecho bastante por mí, y debo seguir mi camino. —Eres libre para irte, aunque yo en tu lugar me lo pensaría dos veces— dijo el cazador, mientras apagaba los últimos rescoldos de la hoguera con un puñado de tierra —Eres muy joven para vagar a solas y sin rumbo por estas tierras. Me dirijo al norte, a las tierras brumas en busca de las grandes manadas. Si lo deseas, puedo acompañarte hasta las murallas de Bram, a dos días de camino de aquí. Sé que no será como tu querida aldea; dicen que las ciudades están habitadas por lunáticos, rateros y maleantes, pero al menos allí estarás entre los tuyos, los humanos. Arashi guardó silencio unos instantes. Su oferta le había cogido por sorpresa, y no supo cómo reaccionar. Krandal era fuerte y conocía aquellas tierras. Contar con su protección era una garantía de éxito en su viaje, una inestimable ayuda caída del cielo que sin duda le ahorraría peligros, pero se dirigía al norte, y acompañarle suponía desviarse de su rumbo. En medio de sus reflexiones volvió su vista hacia las Montañas Blancas, y se vio sobrepasado 56
por su magnitud. Ahora que las tenía tan cerca, aquellos colosos de piedra se le antojaron infranqueables, y comprendió que jamás lograría cruzarlas sólo. Tal vez, más al norte, la cordillera llegase a su fin, y el paso hacia el este quedase por fin abierto. —De acuerdo— aceptó finalmente —Iré contigo hasta Bram, y allí separaremos nuestros caminos. Las manos de Krandal se movían con agilidad. En menos de un minuto había apagado la hoguera, borrado las runas, ensillado a la yegua y atado el fardo de la piel de oso a las alforjas, dejando un leve montón de ceniza como único rastro de su presencia. —¿A dónde te dirigirás entonces, chico?— inquirió, mientras le conminaba a subir a la montura. —Aún…no lo he decidido. El salvaje enarboló una ceja y frunció el ceño. Aquel mocoso embustero ocultaba algo, pero presionarle solo serviría para que se cerrase en banda, y prefirió ser paciente. —Has de hacerlo pronto, Arashi;— le aconsejó —Yo no puedo hacerme cargo de ti; siempre estoy cubriendo largas distancias, sin apenas detenerme, y estoy demasiado acostumbrado a vivir en soledad. En mi opinión, lo más sensato sería que te quedaras en Bram. Quizás allí tengas suerte y encuentres una familia, o incluso obtengas trabajo como aprendiz de algún gremio. Sé que aún eres muy joven, pero salta a la vista que eres un chico muy capaz. Arashi sintió una punzada de culpabilidad; aquel salvaje le había salvado la vida y no se merecía sus mentiras, pero revelarle sus planes desembocaría en una nueva oleada de incómodas preguntas, y no podía enfrentarse a eso. —Es demasiado pronto para tomar una decisión, y no quiero precipitarme— se excusó —Ya habrá tiempo durante el viaje para pensar en ello, pero, si es cierto que los 57
mombos andan cerca, preferiría que partiéramos de inmediato. Resignado ante su silencio, Krandal realizó las últimas comprobaciones y le ayudó a subirse. —Esta es Tarquin, mi fiel compañera— le presentó, tras auparse justo delante — Ella y yo recorremos estas tierras desde hace años; es mi única familia. En la antigua lengua de los cazadores su nombre significa “viento”, y pronto comprobarás el porqué. Y vaya si lo hizo. Apenas fue espoleada, la yegua arrancó tan de improviso que Arashi estuvo a punto de caer. Azuzada por unas botas sin espuelas, sus patas volaron como estrellas fugaces, dejando una estela de polvo tras de sí. Tras varios días huyendo a pie, el joven viajero agradeció disponer de una montura, y de sentir el reconfortante traqueteo del galope. Tenía las piernas entumecidas por la caminata, y apenas había cubierto una distancia insignificante. Ahora, gracias a Tarquin, su viaje hacia Isir había comenzado de verdad. Pronto dejaron atrás el lugar donde habían acampado, y fueron cubriendo millas a buen ritmo, sin mediar palabra. Al parecer, el salvaje no era un gran conversador, y dado que aquel paisaje desolado no ofrecía demasiadas distracciones, Arashi se dedicó a saciar su curiosidad. Con todo el disimulo del que fue capaz comenzó a husmear entre las escasas pertenencias del salvaje; cual hábil ladronzuelo entreabrió una de las alforjas, donde encontró una bolsa de cuero con algunos víveres, pedernal, aparejos de pesca y algunas hierbas medicinales. Más abajo, mecido por el traqueteo del galope, descubrió un carcaj cilíndrico repleto de flechas rematadas por plumas oscuras. Advirtió que eran más largas de lo normal, si bien parecían más ligeras y flexibles. Al otro lado, junto a la cantimplora y el pequeño cuenco metálico, encontró un arco de largo alcance; una magnifica pieza de madera de tejo, cuerda trenzada de lino, 58
largas palas y empuñadura de cuero trenzado. Y por último, enfundada en una vaina metálica, se topó con el arma más grande que había visto jamás; una espada de doble filo, hoja ancha acanalada de casi braza y media de longitud, guarda recta y mango rematado por un pomo esférico. Aquel instrumento de muerte no era muy distinto de la cimitarra que había decapitado a su madre, y parecía igual de afilada. Al parecer, lejos de Bátrim, donde las únicas defensas eran los aparejos de labranza, todos iban armados hasta los dientes, y resolvían sus problemas haciendo correr la sangre. Era un mundo violento y sin ley, donde la vida no tenía ningún valor, pero era el mundo real. Negros pensamientos atormentaron su viaje cuando su mente se perdió en los recuerdos. Añoraba el pasado; la plácida existencia en el campo, ayudando a su padre a recolectar la cosecha; los calurosos días de verano retozando en las tranquilas aguas del Ypso, el riachuelo que regaba los cultivos de Bátrim; las interminables jornadas de pesca, los paseos en barca y los inocentes juegos de los que se embarcaba con sus amigos en los escasos ratos libres de los que disfrutaba. Tiempos tranquilos, tiempos de paz, tiempos que nunca volverían. Casi podía escuchar la voz de Argos, repitiéndole una y otra vez que debía estar preparado para huir. Nunca le ocultó los peligros a los que se exponía, no con ánimo de asustarle, sino para que estuviese alerta, y aunque siempre tomó en serio sus advertencias, mantuvo la esperanza de que no se cumplieran. Ahora su vida estaba hecha añicos. Su futuro se había truncado de la noche a la mañana, y ya nada volvería a ser igual. Ante él solo había incertidumbre. La soledad resultaba abrumadora; el hecho de tener que tomar todas las decisiones que conducirían su vida al éxito o al fracaso le hacía sentirse sobrepasado, preso de una carga demasiado grande. No estaba preparado. El mundo 59
era un lugar vasto y salvaje, y él no era más que una insignificante hormiguita tratando de cruzarlo.
VIII
Silencio. Aquel fue un día de poco hablar y mucho cabalgar. A un ritmo endiablado y constante avanzaron hacia el norte dejando atrás varias colinas de tierra seca y matojos, cruzando arroyos secos y árboles muertos. Pronto comenzaron a surgir los restos de lo que en su día fueron pequeños asentamientos, en los tiempos anteriores a la Gran Sequía. Tan solo esqueletos de tiendas junto a tótems derruidos, tallas erigidas en honor a los dioses por ascetas muertos siglos atrás. Arashi no quiso preguntar. Todo el mundo conocía historias de los tiempos antiguos en los que las frondosas praderas se extendían por doquier, cuando aquel lugar era conocido como Tierra Verde en lugar de Tierra Gris, pero se decía que hablar de ello traía mala suerte. Más arriba, sobre la bruma, el sol siguió avanzando lentamente hacia el oeste, silencioso y distante. No había rastro de presencia alguna a su alrededor; ni el más mínimo sonido, rastro u olor. Sin embargo, Krandal parecía intranquilo. Tras toda una vida recorriendo aquellas tierras, había desarrollado un sexto sentido que le advertía de los peligros, y, por algún extraño motivo, se sentía observado. Decidió no detenerse a descansar, y ambos bebieron sobre la marcha para combatir el polvo que resecaba sus gaznates. El joven viajero quedó sorprendido por la dureza de Tarquin. Aquella yegua no solo era veloz como el viento, 60
sino que parecía incansable, y no mostraba síntoma de cansancio alguno por mucho que cabalgara. Lentamente, a medida que atardecía, aquel árido paisaje fue quedando atrás, y el viento comenzó a arrastrar hacia ellos un aire cargado de humedad. Ya empezaba a oscurecer cuando Arashi advirtió una mancha oscura en la distancia, y no fue hasta una hora después, con el sol languideciendo tras el horizonte, que distinguió copas de árboles recortándose contra el cielo crepuscular. Al ver que la noche caía, Krandal tiró por fin de las riendas para dar un respiro a su montura. A un trote lento se internaron en el bosque; una pequeña aunque frondosa extensión de abetos, robles, arces y castaños, donde un manto de musgo, hojas muertas y flores azules amortiguaba los cascos de la yegua. Un hilo de luna despuntó en el cielo, y un ejército de grillos comenzó a llenar el aire con sus cantos. Más tarde, llegados al corazón del bosque, donde el aire era húmedo y espeso, se escuchó el inquietante ulular de los búhos, y más tarde un murmullo de hojas agitándose y ramas pisadas entre la espesura. —Este es Fhogos, el Bosque Azul, conocido así por el color de los pétalos de la flor de Ruhf— dijo por fin el salvaje —Pasaremos la noche aquí. Conozco este lugar como la palma de mi mano, y sé que estaremos seguros. Si partimos al alba y viajamos a buen ritmo durante toda la jornada, quizás mañana consigamos llegar a Bram antes de que anochezca. —¿Estás seguro de que aquí estaremos a salvo?— preguntó el muchacho, cuyo corazón se sobresaltaba con cada sonido. —Está deshabitado; te lo aseguro. —Antes me pareció ver una extraña figura horadada en el tronco de un roble. Estaba cubierta de líquenes y musgo, 61
pero creí distinguir un árbol con rostro, o quizás un hombre de madera, con ramas, hojas y raíces. —Tienes buen ojo, muchacho, pero no debes tener miedo. Tan solo es un código entre viajeros, Arashi; se trata de Zemm, dios de la espesura, que protege este lugar y a quienes lo habitan. Asaltado por la curiosidad, el joven se dispuso a acribillarlo a preguntas, pero entonces Krandal tiró de las riendas junto a un enorme abeto y detuvo la marcha. —Este será un buen lugar para pasar la noche— dijo, y bajó a tierra de un salto. Un largo suspiro de alivio recorrió el bosque cuando los pies del muchacho pisaron por fin tierra firme. Tenía las piernas y el trasero entumecidos por el interminable galope, y echaba en falta poder caminar de nuevo. Sin embargo, verse lejos de la seguridad de Tarquin, inmerso en aquella inquietante penumbra, le provocó una sensación de inseguridad. Aquel bosque era frío, húmedo y frondoso; tan frondoso que las copas de los árboles formaban una impenetrable bóveda que ocultaba la luz de las estrellas. La oscuridad era absoluta. Tan solo algunas luciérnagas rompían la negrura que reinaba a su alrededor, revoloteando como pequeños fuegos fatuos que se perseguían unos a otros. Aquello hacía que cualquier presencia pareciese una amenaza, hasta los invisibles insectos y ratoncillos que correteaban entre el manto de hojas que formaba el suelo. Más allá, en la distancia, se escuchaban criaturas más grandes; aullidos, pisadas entre la vegetación y ramas siendo zarandeadas. Y lo peor de todo era que no se dejaban ver. A Krandal, por el contrario, aquella negrura no parecía preocuparle lo más mínimo. Lentamente desensilló a la yegua, se ató a la cintura la correa de la vaina que contenía su enorme espada, y se puso a la espalda el arco y el carcaj. 62
Sus movimientos eran serenos, y nada en su actitud denotaba tensión. Y sin embargo, algo en su rostro decía justo lo contrario. —Relájate— dijo, mientras extendía la piel del oso junto a las raíces del abeto —Tan solo son alimañas inofensivas; no se atreverán a acercarse. —Lo cierto es que me sentiría más seguro a la luz de un fuego— confesó Arashi, tomando asiento junto a él —Esta negrura me pone los pelos de punta. —Sería innecesario; aquí apenas sopla el viento y la temperatura es más benévola que en la estepa. Aquello no logró tranquilizar al muchacho, cuyos ojos abiertos como platos se movían de un lado a otro, sobresaltados, cada vez que algo se agitaba entre las ramas. —Sé que no es solamente por eso— dijo —Salta a la vista que el bosque no te da ningún miedo, pero algo te preocupa ¿no es cierto? —Nunca está de más ser precavido— reconoció — Sabiendo que los mombos han estado rondando no lejos de aquí, prefiero que pasemos lo más inadvertidos que sea posible. El fuego nos delataría. Un prolongado rugido resonó entonces; un rugido que no provenía de la espesura, sino de mucho más cerca. Con tanto ajetreo, Arashi había olvidado lo mucho que llevaba sin comer. Al llevarse la mano al abdomen, se dio cuenta de que se había contraído, y se agitaba de puro descontento. —¡Vaya!— exclamó el salvaje, impresionado, en mitad de una larga risotada —Tu estómago parece un jabalí furioso; creo que has espantado a todos los habitantes del bosque. —Yo… lo siento…— se excusó, ruborizado. —No te disculpes, muchacho; lo raro sería que no tuvieras hambre. Verás, no tengo mucho que ofrecerte; tan solo pescado ahumado y algunos frutos secos. Sé que no es gran cosa, pero, con las grandes manadas lejos de aquí, hace días 63
que mi arco no abate una presa decente— dijo, levantando el arma con ambas manos. Tras un corto vuelo, la bolsa de las provisiones fue a aterrizar sobre las manos de Arashi, cuyas papilas gustativas ya habían empezado a salivar. No fue cortés, ni tampoco educado. Cual animal salvaje se abalanzó sobre la pieza de pescado y la engulló de un bocado, sin apenas masticar. Apenas había tragado se metió un puñado de nueces en la boca, y sus carrillos quedaron graciosamente hinchados. Krandal rompió de nuevo a reír, y le tendió la cantimplora. —Pareces una ardilla. Toma; bebe un poco o terminarás ahogándote. Un largo trago, y su eructo retumbó entre los árboles como el bramido de un elefante, haciendo huir a algunas alondras que se ocultaban entre las ramas. Saciada su hambre, Arashi se sintió reconfortado. Llenar la panza no solo había calmado las entrañas, sino también su alma atormentada. Tras estirar sus músculos entumecidos, dio un largo bostezo y se recostó contra la piel de oso. Miró de nuevo alrededor, y, aunque la oscuridad seguía inquietándole, no sintió temor. «Maldita sea, Arashi, tienes frente a ti a un nummar; algo de lo que muy pocas personas pueden presumir. Algún día, si no te matan antes, le contarás esto a tus nietos.» —Espero que no te moleste, Krandal, pero he de confesarte que, la primera vez que te vi, dudé de tus buenas intenciones. —¿Y bien? ¿No vas a decirme por qué?— preguntó, al ver que no se decidía a explicarse. —Pues verás, habían llegado a mis oídos extraños rumores. En mi aldea, al sur de aquí, vivía un hombre llamado Pike. Era un anciano achacoso que se pasaba el día divagando mientras recorría las calles sin rumbo. Aseguraba que, en su juventud, cuando sus piernas aún eran fuertes y 64
rectas, viajó más allá de las Montañas Blancas, donde había visto cosas que nadie más había visto. A veces, los niños nos reuníamos bajo su ventana a escuchar sus historias. Hablaba de lejanos castillos, de grandes ejércitos y de bestias feroces. Un día, mencionó algo sobre los jinetes solitarios; una raza caída en el olvido que se ocultaba en el páramo, lejos de la civilización. Según sus palabras, se trataba de criaturas hurañas y peligrosas, capaces de matar a cualquiera que se cruzase en su camino. Creo recordar que incluso llegó a afirmar que no cazaban solamente animales, y que guardaban las cabelleras de sus víctimas como trofeos. Krandal negó con la cabeza de forma desdeñosa y apoyó su ancha espalda contra el tronco del árbol. No era la primera vez que conversaba con un humano. En contadas ocasiones había compartido fuego y confidencias con caminantes extraviados y pequeños grupos de nómadas, y no era la primera vez que escuchaba algo parecido. —…Sin embargo, empiezo a creer que no eran más que habladurías sin fundamento— continuó el muchacho — Cualquiera en tu lugar habría seguido su camino, pero tú velaste por mí. Desde luego no eres muy hablador, pero no me pareces peligroso. Quizás, después de todo, no seáis tan fieros como se os pinta. El salvaje guardó silencio y compuso una sonrisa. Conocía a más de uno que se hubiera ofendido ante aquella insinuación, pero lo cierto es que a él le sonaba tremendamente divertida. —No deberías creer esas historias, Arashi. La gente hace cualquier cosa con tal de llamar la atención; algunos se emborrachan más de la cuenta, y sus patrañas crecen a medida que son contadas como bolas de nieve que ruedan ladera abajo. No me sorprende; al fin y al cabo, nada sabéis sobre nuestras costumbres. Cierto es que rehuimos de la civilización y que preferimos vagar en soledad, pero de ahí 65
a rebanar cabelleras…. No debes confundir salvaje con bárbaro. Las criaturas del bosque son salvajes, y aun así se comportan con más criterio que muchas otras que se consideran a sí mismas “civilizadas”. Tú eres un campesino, y, sin embargo, me atrevería a afirmar que sabes leer y escribir. ¿Me equivoco? —No, Krandal, no te equivocas. —También yo aprendí el arte de entender los libros hace tiempo, cosa que no se puede decir de aquellos analfabetos ignorantes que nos tildan de crueles asesinos. Si tuvieran un poco de cultura, sabrían que no fuimos muy distintos de los humanos siglos atrás. Pero claro, algunos nunca entenderán lo que significa la libertad, ni lo que conlleva. Desde que tengo memoria la estepa ha sido mi hogar, y el cielo mi único techo. Siendo todavía un niño, mi padre me educó para ser cazador; me enseñó todo cuanto sabía y aprendí a sobrevivir en plena naturaleza, sirviéndome de los pocos recursos que me ofrecía y aprovechándolos al máximo. Más o menos cuando contaba tus mismos años, decidió que ya estaba preparado y me dejó solo. Sé que a ojos de los humanos esto os puede parecer cruel, pero así es como funcionan las cosas entre nosotros. Arashi le escuchó con atención, con los ojos muy abiertos y sin apenas pestañear. Trató de visualizar lo que escuchaba; de imaginar a un niño solitario peleando por sobrevivir. No pudo evitar sentirse identificado, pero acto seguido comprendió que no existía comparación posible entre ambos. Krandal era grande, fuerte y aguerrido, un superviviente nato, y él tan solo un pobre chiquillo, débil e inexperto. —Espero que algún día tú y los tuyos recuperéis el respeto de los hombres, pero desde luego el mío te lo has ganado— reconoció —Creo que eres un ser noble y honesto, y no soy quién para juzgar tus costumbres o las de los tuyos. Mi padre 66
me contó una vez que, en los albores de esta era, los mombos provocaron el declive de vuestro pueblo. Una cruenta guerra os expulsó de vuestro hogar, condenándoos al destierro. Si os convertisteis en cazadores nómadas fue por pura supervivencia. Krandal guardó silencio. No mucha gente conocía aquella historia, pero oírla por unos labios tan jóvenes resultaba aún más desconcertante. Definitivamente, aquel muchacho tenía algo especial. —Tu padre te contó la verdad— le contestó —Debió de ser un hombre sabio si estaba al tanto de tales hechos. También el mío me transmitió esa misma historia cuando era niño, pero eso pertenece al pasado, cuando estas tierras eran verdes y frondosas. Hoy en día casi nadie recuerda el esplendor de Parthem, nuestro antiguo hogar. —¿Es cierto lo que se dice sobre la caída de la ciudad? —No puedo asegurarlo, muchacho, solo los dioses sobrevivieron a aquellos días, y dudo que estén dispuestos a confiárnoslo a los mortales. Ocurrió hace siglos, pero, si la leyenda es cierta, fueron mis propios antepasados quienes la destruyeron. Por lo visto, los supervivientes decidieron reducirla a cenizas antes de entregársela a los mombos, y estos no quisieron reconstruirla, seguros de que volvería a ser incendiada. Hoy en día no son más que un puñado de ruinas cubiertas de polvo. —Supongo que debes de odiar a los mombos— dedujo Arashi —Son unas criaturas despreciables, ¿no crees? Los ojos del salvaje lo miraron con una mezcla de compasión y reproche. No era un tema del que le gustase hablar, pero aquel muchacho parecía poseer una curiosidad insaciable, y su silencio no le haría callar. —Desde luego— reconoció —Son despiadados, entrometidos y testarudos, y no huelen precisamente a rosas. Es una suerte que las Montañas Blancas nos separen de sus 67
tierras, aunque en ocasiones como esta, realicen pequeñas incursiones en la estepa, solo los dioses saben para qué. Trato de evitarlos en la medida de lo posible, pero no siempre lo he conseguido. Son esas ocasiones en las que agradezco contar con las veloces patas de Tarquin a mi lado. Arashi detectó cierto pesar en su voz. Saltaba a la vista que acudían negros pensamientos a su cabeza. —Aún recuerdo una vez, hace ya muchos años, cuando una patrulla me tendió una emboscada en un paso entre montañas. Eran una docena por lo menos, y se lanzaron contra mí como una jauría de perros furiosos. Flechas y lanzas volaron desde todas direcciones, hendiendo el aire. Piqué espuelas tan rápido como pude y hui, pero su líder me cerró el paso. Jamás había tenido tanto miedo, Arashi; creo que vi mi vida pasar ante mis ojos. —¿Y cómo saliste de aquella?— preguntó el joven, entusiasmado por su relato. —De milagro, muchacho. Apenas dispuse de tiempo para realizar un disparo, pero los dioses fueron benévolos y guiaron mi flecha entre sus ojos. Solo la suerte quiso que ninguno de sus proyectiles me alcanzara y logré dejarlos atrás. ¿Sabías que su sangre no es roja, sino negra? —Nunca vi a ninguno sangrar… ni tampoco en persona, desde luego— mintió, corrigiendo a tiempo su desliz — Debes de ser un tirador certero para haberle acertado en plena galopada. —Bueno… digamos que no se me da mal disparar— dijo, tratando de no sonar demasiado petulante —Si así fuera, tiempo ha que habría muerto de hambre. —Tienes razón,— reconoció el muchacho —pero no se trata solo de puntería. Hace falta mucho valor para ensartar a un Señor de la Guerra. Supongo que, además, fue una satisfacción verle morir. 68
De nuevo el muchacho advirtió aquella sombra de tristeza en su mirada. Esta vez más profunda y sincera. —Veras, Arashi, mentiría si te dijera que no los odio, pero eso no me da derecho a impartir justicia. La venganza y el odio son malos compañeros de viaje. Soy un ser pacífico; utilizo mi destreza con las armas para cazar y defenderme de mis enemigos, y aunque a veces los problemas acuden a mí, nunca busco conflicto con nadie. En cuanto a los mombos… de nada sirve acabar con uno; siempre vendrán más. Si existe alguien a quien me gustaría ver muerto, es a Mhorkatt, ese malnacido que los gobierna. Aquel nombre resonó en la mente de Arashi como un trueno. No era la primera vez que lo oía, pero los pocos que habían osado pronunciarlo en su presencia siempre lo habían hecho en voz baja, casi susurrando, pues se decía que el rey de los mombos era capaz de escucharlo todo y castigar a aquellos que se atrevieran a nombrarlo. En realidad existían todo un catálogo de supersticiones en torno a él, todas ellas absurdas, pero a pesar de ello respetadas. —Mi padre mencionó su existencia en cierta ocasión— recordó Arashi —Dijo que su poder solo era equiparable a su maldad, y que era capaz de hacer cosas terribles. Dime… ¿Qué más sabes sobre él? —Poco, salvo vagas historias sobre su origen y algunos rumores que circulan entre los comerciantes con quienes rara vez me cruzo. Al parecer tiene infinidad de nombres; El Brujo Sombrío, El Mago Negro… los hay que lo conocen como el Titiritero, por su facilidad para manipular almas, y también quien se refiere a él como El Rey Cuervo, debido a su afecto por dichas aves. En cualquier caso, su nombre es lo de menos; ese tirano es el causante de la época más sangrienta que los mombos han conocido. Siempre fueron amantes de la guerra, pero fue durante su reinado cuando comenzaron a cometer las mayores atrocidades. Y lo más 69
curioso es que ni siquiera es un mombo; de hecho, es tan humano como tú; el único rey de otra raza que los ha gobernado en toda su larga historia. Se dice que, gracias a las artes oscuras se ganó la confianza de Ghortuk, el legítimo rey de los mombos, quien lo nombró consejero. Años después, tras su sospechosa muerte, usurpó su trono y su corona, autoproclamándose Señor de la Ciudad Negra. Arashi sintió como todos sus nervios se tensaban de excitación. Ni siquiera el sueño o el cansancio eran capaces de frenar su curiosidad, y menos cuando aquel cazador conocía las respuestas a tantas preguntas. —¿De veras fue así como logró hacerse con el poder? ¿Y cómo pudo ganarse entonces el afecto de su pueblo? —Tranquilo, muchacho— dijo, soñoliento, mientras estiraba sus largos brazos —No quieras saberlo todo; ya habrá tiempo para eso en otro momento. Tan solo añadiré una cosa. Hay tres clases de criaturas en este mundo: las que someten, las que son sometidas, y unas pocas que viven al margen de todo, como hago yo. No hace falta que te diga a que clase pertenece Mhorkatt. Ostentar el poder conlleva controlar la vida de muchos, lo cual es una gran responsabilidad. Los hay que emplean dicho poder con sabiduría, valorando a aquellos cuyos destinos manejan, pero, por desgracia, la mayor parte se corrompen, pierden la noción de la realidad, y acaban creyéndose partícipes de un juego. Las guerras son tan antiguas como el mismo tiempo, y el suelo está sembrado con los huesos de aquellos que murieron inútilmente defendiendo causas ajenas. Creo que si fueran sus propias vidas las que estuvieran en juego, pocos reyes, por no decir ninguno, se atreverían a granjearse enemigos, pero siempre hay quienes darán la cara por ellos; quienes, confundiendo fanatismo con lealtad, entregarán sus destinos sin pensárselo. 70
—Pero basta ya de sermones, jovencito— añadió —Ahora debemos descansar; mañana nos espera un largo viaje. Para decepción de Arashi, el cazador cumplió su amenaza. Se recostó contra la corteza del abeto, se crujió las vértebras del cuello y cerró los ojos. Su actitud serena le hacía parecer tranquilo, pero, una vez más, las apariencias engañaban. Su semblante permanecía tenso, ni siquiera se había tumbado, y mantenía el arco entre sus dedos. Incluso parecía que dormía con un ojo abierto. Resignado, el joven se recostó a su lado, apoyó la cabeza sobre su propio brazo y se cubrió con el extremo de la piel de oso. Entre largos bostezos echó un rápido vistazo alrededor; cientos de pupilas brillantes le observaban ocultas en la espesura, de donde provenían lejanos aullidos y cantos de búhos. De haber estado solo le hubiera sido imposible conciliar el sueño, pero tenía la suerte de contar a su lado con una criatura capaz de tumbar un lobo de un solo golpe, y aquello le hizo sentirse relativamente a salvo. Sintió que el bosque lo mecía y que los párpados le pesaban, y pronto cayó en un profundo letargo. Por primera vez en varios días, sus pesadillas le concedieron una tregua, permitiéndole gozar del merecido descanso que su maltratado cuerpo y su atormentada mente necesitaban. IX
Inquietud. Apenas despuntaban los primeros rayos de sol entre las ramas cuando Arashi notó que le zarandeaban, interrumpiendo su plácido sueño. Bostezó largamente, estiró su cuerpo entumecido y miró en derredor. Hacía un frío húmedo, y una capa de rocío cubría el manto de flores azules haciéndolas brillar como zafiros. Bañado por la luz del alba, aquel bosque parecía de veras hermoso, pero un simple vistazo a su compañero bastó para comprender que 71
aquel no era buen momento para deleitarse en contemplaciones. Con inusitada rapidez, el salvaje se apresuraba en borrar cualquier rastro de su paso, y sus ojos se desviaban continuamente hacia la espesura, como si temiera una presencia entre los árboles. —Hemos de partir inmediatamente;— le apuró, mientras enrollaba a toda prisa la piel de oso —Anoche escuché ruidos en la lejanía. No pude ver nada, pero estoy casi seguro de que alguien ronda por aquí. Además, Tarquin está nerviosa, y eso no es buena señal. —¿Crees que son los mombos?— preguntó el muchacho, poniéndose en pie de un salto. —No lo sé Arashi, pero no pienso quedarme aquí para averiguarlo. Ni siquiera le concedió tiempo para librarse de las molestas legañas, y le aupó a lomos de Tarquin con un solo brazo, sin apenas esfuerzo. Tampoco se relajó al reanudar la marcha, y continuó escrutando la maleza a ambos lados, con el arco empuñado y listo para disparar. Quien quiera que anduviese por allí, podía ocultarse fácilmente entre la vegetación, y apenas contaban con margen de maniobra en caso de ser emboscados. Y así continuaron avanzando hacia el norte, bajo la continua tensión de una invisible amenaza. Amortiguados por el musgo que crecía entre las raíces de los árboles, los cascos de Tarquin trotaron silenciosos, zigzagueando entre aquel laberinto de troncos como un ciempiés. Krandal aguzó el oído; hacía rato que no escuchaba el trino de los pájaros, y cada vez estaba más seguro de que alguien los había espantado. Como un ciervo acosado por los lobos, comenzó a olisquear el aire, cada vez más convencido de que alguien les seguía. No podía verles, pero sabía que estaban ahí, y cada vez más cerca. 72
Sin embargo, las horas pasaron sin que sus temores se cumplieran. El sol ya brillaba alto cuando los árboles fueron quedando atrás, el aire se volvió seco y polvoriento y la estepa se extendió de nuevo ante ellos, trayendo aquel viento racheado y silbante que mecía las crines de la yegua. Lejos de sentirse aliviado, el rostro del salvaje se contrajo todavía más; allí, en el páramo, a plena luz del día, hasta un águila ciega podría verles, y no tendrían donde ocultarse. Sin ramas ni raíces que entorpecieran su paso, Tarquin hizo honor a su nombre. Sus patas volaron raudas sobre el polvo en un atronador galope, y pronto Fhogos pasó a ser una imperceptible mancha verdosa en el horizonte. Fue entonces, creyéndose a salvo del peligro, que el muchacho quiso romper el tenso silencio que había reinado durante toda la mañana. —Dime, Krandal ¿Falta mucho para llegar a Bram? —Ya basta de preguntas, mocoso— le cortó, sin despegar la vista del horizonte —Dime de una vez que demonios está pasando. —Yo… no sé a qué te refie… —¡No me tomes por idiota!— gritó, furioso —Desde que te conozco solo he escuchado patrañas, y ya estoy más que harto; dime quien eres y qué le sucedió a tu familia. Dímelo o juro que te abandonaré a tu suerte. Arashi dio un largo suspiro de resignación; había estado temiendo aquello desde el principio, pero guardaba la esperanza de poder esquivar sus preguntas hasta que separasen sus caminos. Ahora la paciencia de Krandal se había agotado, y ya era tarde para pedir perdón. —Veras… yo… Arashi sintió como se le helaba la sangre dentro de las venas. Ya conocía aquel sonido, el restallar de las cuerdas que precedía a la muerte, justo a su espalda. Casi al unísono ambos volvieron la vista atrás, justo cuando las flechas 73
comenzaban a clavarse en la arena. La primera impactó a apenas diez brazas, pero las demás cayeron cada vez más cerca, tanto que la última pasó rozando el cuello de Tarquin. El salvaje entornó la vista; entre la nube de polvo que se alzaba tras ellos distinguió cuatro enormes siluetas galopando en formación, y escuchó por vez primera el rumor de sus pisadas. Con el viento en contra habían logrado acercarse sin que los viera. —¡Por los cuernos de Razgull!— masculló —¡Los tenemos encima! Por alguna extraña razón, Arashi no podía dejar de mirarlos. Era una visión tan escalofriante que sus ojos ni siquiera pestañeaban. Notó esa angustiosa sensación de opresión en la boca del estómago, y el dolor en el pecho cuando su corazón comenzó a golpear dentro de él. Entonces les vio cargar sus arcos de nuevo, y apenas fue capaz de gritar. —¡Acelera, Krandal! ¡Acelera o estamos perdidos! —¿Crees que no lo sé, maldita sea?— le contestó, espoleando a Tarquin sin piedad —¡Hago lo que puedo, pero sus bestias son veloces! En plena marcha arrojó la piel de oso, y siguió soltando lastre a marchas forzadas; se deshizo de las mantas, de la alforja que contenía los aparejos de pesca, y, finalmente, de todo aquello que no resultaba indispensable hasta quedarse solo con las armas. Desesperado, miró en derredor en busca de un milagro. Tan solo divisó un pequeño pedregal al este, pero cualquier cosa era mejor que tratar de despistarlos en la llanura. —Agárrate fuerte a mí— indicó al muchacho, mientras hacía virar a la yegua. Arashi jamás había visto nada desplazarse tan rápido. Liberada del peso, la yegua cortaba el viento como un halcón, tan rápido que sus patas parecían no tocar el suelo. 74
Ágilmente serpenteó entre las rocas, donde fueron ganando terreno a unos grimkos incapaces de igualar su frenético ritmo. La segunda ráfaga de proyectiles cayó a unas veinte brazas de distancia, y el rumor de sus pisadas fue extinguiéndose en la distancia hasta que, finalmente, desaparecieron tras el horizonte. El jarro de agua fría fue descorazonador. Apenas emergieron del pedregal, Krandal tiró de las riendas con todas sus fuerzas, y la yegua se detuvo como un clavo. Dos jinetes más, a apenas cien brazas, cortándoles el paso, ponían fin a la trampa. Habían caído de lleno. —Esto pinta mal, muchacho— masculló —Los disparos no iban dirigidos contra nosotros, sino contra Tarquin, y ojalá me equivoque, pero tengo la impresión de que pretenden capturarnos vivos. Tú sabes muy bien por qué nos persiguen. Dime ¿qué es eso tan valioso que portas encima? —No se trata de ninguna posesión, Krandal— confesó, avergonzado —Es a mí a quien quieren. La mirada del salvaje fue afilada y certera como un dardo, casi enloquecida, pero, tras unos segundos escrutando aquellos ojos temerosos, no advirtió mentira en ellos. «¿A ti, a un vulgar campesino inofensivo, es a quien esos jinetes persiguen sin tregua?» pensó, demasiado aturdido para pronunciar sus pensamientos en voz alta. El estruendo de la carga le sacó de sus reflexiones. Ambos jinetes habían emprendido la galopada directamente hacia ellos, espada en ristre, entre gritos de furia asesina. Bajo el sol de mediodía, sus enormes cimitarras brillaban con siniestros destellos, de un modo similar al que lo hacían los dientes de sus bestias. —Pase lo que pase, mantente agarrado a mí;— le ordenó, tajante —no se te ocurra asomar la cabeza ni los brazos, y por nada del mundo te bajes de la yegua, ¿Me has entendido? 75
Arashi tragó saliva y sacudió la cabeza afirmativamente, demasiado asustado para hablar. La hora de la verdad había llegado. Krandal se crujió las vértebras del cuello, inspiró una larga bocanada y miró al cielo durante unos segundos, tratando de templar sus nervios. El suelo ya temblaba bajo las patas de Tarquin cuando miró de nuevo al frente y empuñó el arco. Arashi presenció expectante como colocaba la flecha, tensaba la cuerda y disparaba. Con terrible incertidumbre advirtió la trayectoria errónea del proyectil, que, tras quedarse corto, acabó clavado en una de las patas delanteras de la bestia. Sus esperanzas de que la herida detuviese su avance desaparecieron justo después, cuando, tras un desgarrador gruñido, vio como apretaba el paso. El ruido se hizo ensordecedor. El otro jinete disparó en plena marcha, pero Krandal no se achantó. De un fugaz movimiento respondió a su ataque, de forma que ambos proyectiles se cruzaron en el aire a apenas un palmo, meciéndose mutuamente las plumas de la cola. Sin embargo, mientras que, merced a una ágil torsión de cuello, el salvaje logró esquivar la muerte en el último suspiro, el mombo no tuvo tanta suerte. Su camarada enloqueció de rabia al ver cómo caía desplomado hacia atrás, con la cabeza atravesada como una sandía, dejando a su bestia a la deriva. Al mirar de nuevo hacia ellos, azuzó a su bestia sin compasión y clamó venganza a voz en grito. Krandal tragó saliva. Lo tenía tan cerca que no había margen de error; si fallaba de nuevo, no tendría tiempo para un segundo disparo. Dio un largo suspiro, guardó el arco, blandió el acero y picó espuelas. Arashi se aferró a su casaca hasta que le dolieron los dedos. Mientras galopaban directos hacia el mombo, trató de poner la mente en blanco, pero el miedo a un fatal desenlace hizo 76
que se le agarrotara el corazón. Él, mejor que nadie, sabía lo letales que resultaban los mombos en el cuerpo a cuerpo. Krandal había demostrado ser un excepcional tirador, pero esta vez la cosa era distinta. Habría de matarle a espada, cara a cara, poniéndose al alcance de una bestia capaz de matarlos a ambos de un solo zarpazo. Como en una improvisada justa, ambos jinetes se cruzaron en plena galopada, tan cerca que casi se estrellan. El súbito estruendo de acero contra acero resonó en mitad de una lluvia de chispas cuando Krandal desvió la mortal estocada de la enorme cimitarra del guerrero. Grimko y yegua se distanciaron de nuevo, y las manos de Krandal actuaron raudas; en un abrir y cerrar de ojos enfundó la espada, se giró y descerrajó su disparo contra una de las patas traseras de la bestia herida, que, incapaz de continuar, comenzó a cojear hasta que finalmente se detuvo. Esta vez, la cólera del jinete fue total; con el rostro rojo de furia volcó su frustración a golpes contra el lomo de la bestia y bajó de un salto a tierra. Justo cuando el mombo emprendía enloquecido la carrera hacia ellos, Krandal tiró de las riendas y se detuvo. Una vez más, para sorpresa de Arashi, guardó el arco y empuñó el acero. —No puedo permitir que la hieran— dijo, mientras le cedía las riendas —Sin ella estaríamos perdidos. —Pe…pero…. —¿Sabes montar? El muchacho asintió sin mucha convicción. Hubiera dicho algo, pero en aquel momento no le salían las palabras. —De acuerdo. Bram queda en aquella dirección— le indicó, señalando al norte —Si esto acaba mal, cabalga hacia allí sin mirar atrás. Si mantienes el rumbo y avanzas veloz, quizás logres ponerte a salvo tras sus muros antes de que anochezca. 77
Ni siquiera le dio tiempo a rechistar. Antes de que pudiera abrir la boca, el cazador bajó de un salto a tierra y se apartó de su lado, dejándole a solas con la yegua. Arashi presenció cómo se alejaba caminando con una mezcla de sorpresa y consternación. Al contrario que su oponente, Krandal parecía extrañamente tranquilo. Ni siquiera parecían afectarle los gritos histéricos del mombo, ni el hecho de tenerle cada vez más cerca. En un alarde de temple, comenzó a realizar filigranas en el aire con su espada, pasándosela hábilmente de una mano a la otra, sin mirarle siquiera. No fue hasta que lo tuvo casi encima que por fin se detuvo, separó ambas piernas, inclinó el tronco y levantó la guardia. El mombo comenzó a sudar. Acostumbrado a que sus rivales huyeran ante su sola presencia, la serenidad de Krandal le puso nervioso. Tratando de amedrentarle, profirió un último grito y se abalanzó sobre él sin piedad, descargando toda su furia en una brutal estocada. Su golpe tan solo hendió el aire. De un hábil quiebro el salvaje se hizo a un lado y empleó su espada a modo de escudo para desviar sus posteriores ataques, haciendo que miles de chispas brillantes barrieran la arena. Como un mudo espectador, Arashi presenció el lance con los nervios a flor de piel, sabedor de que ello dependía su propia vida. Las embestidas del mombo parecían zarpazos de oso, capaces de partir un buey en dos mitades, pero Krandal se anteponía a sus movimientos sin demasiados problemas, como si leyera su mente. Cada esquiva, cada bloqueo, evaluaba los puntos débiles de su adversario, buscando un resquicio en su guardia. Cuando por fin lo descubrió, comenzó a tomar la iniciativa, y alternó la defensa con fugaces ataques. Poco a poco el mombo se vio superado y comenzó a retroceder, pero antes de que lo arrinconara del todo el combate sufrió un vuelco inesperado. 78
Demasiado pendiente del arma de su rival, Krandal cometió el error de desproteger su costado. Tan solo fue un instante, pero la patada que recibió lo lanzó volando de espaldas contra el polvo, dejándole sin aire. Cegado por la cólera, el mombo saltó sobre él como un resorte y armó su brazo en el aire dispuesto a partirlo en dos. Esta vez, su espada no hendió el aire, sino el polvo. Por un palmo y en el último suspiro, el salvaje logró esquivarla desde el suelo, rodó sobre sí mismo y se puso en pie de un salto, todavía sin aliento. Fue entonces cuando comprendió por qué el mombo no le atacaba. Inútilmente trataba de sacar la espada de la arena, pero esta había quedado hundida más de un codo, y no tuvo con qué defenderse cuando el salvaje le atravesó las entrañas. Fue un golpe seco, un repentino aguijonazo, frío e implacable que le hizo estremecer, inundándole la boca de sangre. Ambos permanecieron inmóviles, frente a frente, mirándose con el odio más primario y sincero que se puede concebir. El fétido aliento del mombo golpeó a Krandal en plena cara, salpicándosela de pequeñas gotas negras. Entre espasmos de dolor, le tomó por la muñeca y lo atrajo hacia sí, ahondando en su propia herida hasta que el filo de la espada le asomó por la espalda. El salvaje no lo vio venir. Para cuando se dio cuenta de que ocultaba un estilete bajo la coraza ya fue tarde, y tan solo pudo soltar un gemido ahogado al sentir el frío acero en el costado. Atenazado por un dolor seco y punzante, apretó las mandíbulas para no gritar y retorció su propia arma en las entrañas del mombo hasta que este cayó muerto sobre el polvo. Arashi soltó un sollozo ahogado. A pesar de la distancia, pudo ver claramente el mango del cuchillo asomándole entre las costillas, y su rostro compungido de dolor. A toda prisa cabalgó hacia él y bajó a tierra de un salto, pero el salvaje no le prestó atención. Parecía ausente y 79
desorientado, con la mirada todavía fija en el cadáver del mombo. —Te han…herido— dijo, consternado, al ver cómo su casaca se teñía lentamente de rojo. Krandal le miró consternado. Había sufrido suficientes heridas como para saber que aquella era mortal de necesidad; dolía como mil demonios, y podía sentir la sangre encharcándole el pulmón, dejándole poco a poco sin aire. —Estoy acabado— sentenció, cabizbajo —Debes irte sin mí e intentar alcanzar las murallas de Bram; es tu única esperanza. —No pienso hacerlo, Krandal— le contestó, negándose a aceptarlo —Iremos los dos. —¡No hay tiempo para discutir!— bramó, encogiéndose de dolor —El resto de la patrulla no tardará en aparecer, y si voy contigo solamente conseguiré ralentizar la marcha. Prefiero quedarme aquí; caer luchando y no prolongar mi sufrimiento. Ambos miraron hacia un costado cuando oyeron el rumor a lo lejos. Segundos después, la columna de humo sobre el horizonte confirmó sus temores. El tiempo se agotaba. —Sé que hasta ahora no he sido sincero contigo, Krandal, y lo siento de veras, pero esta vez tienes que confiar en mí. Sé de alguien que puede ayudarte, pero tienes que venir conmigo. El salvaje le miró desconcertado. Sus ojos parecían sinceros, pero había algo más; una extraña intuición, una voz interior que le animaba a seguir a su lado. Entonces pensó que quizás, si cabalgaba junto a él, al menos su cuerpo le serviría de escudo contra las flechas mombas. Esta vez el muchacho subió a la yegua sin ayuda; con una mano sujetó las riendas y tendió la otra al cazador, que, con gran dolor, tomó asiento justo tras él. La sangre ya 80
encharcaba sus pantalones de lana, y la fiereza de su rostro había dado paso a una inquietante fragilidad. Cuando Tarquin emprendió furiosa la galopada, apenas tuvo fuerzas para agarrarse a la silla, y se sintió mareado; el pulmón rebosaba sangre, y supo que no duraría ni una hora.
X
Preocupación. Aquello fue una desagradable sorpresa. Una bestia agonizante, otra desaparecida, dos cadáveres desparramados sobre el polvo y sangre por todas partes. El rostro de los tres esbirros se contrajo de miedo, mientras que el de Hórlok lo hizo de furia. Difícilmente podía sentir temor cuando el ansia de venganza había ocupado por completo su corazón. Cuando, días atrás, Mhorkatt le encomendó aquella misión, jamás pensó que se toparía en su camino con tantos obstáculos. Al fin y al cabo solamente tenían que dar caza a un inofensivo muchacho a quien solo unos pocos campesinos defenderían. A través del paso de Mershum lograron, no sin esfuerzo, cruzar las Montañas Blancas, y en poco tiempo alcanzaron su aldea, pero, por algún motivo que no alcanzaba a comprender, el padre del chico había sido alertado de su llegada. Dos largos días les tuvo jugando al gato y al ratón, escabulléndose entre los peñascos hasta que lograron abatirle. Y ahí fue donde empezaron los verdaderos problemas, cuando perdieron al mocoso en el río, y más aún después, al reencontrar su rastro y descubrir que no viajaba solo. «Ese maldito jinete entrometido posee una montura veloz y sabe defenderse, pero ha abusado de mi paciencia, y por los dioses que lo pagará caro» 81
Escupió al suelo de rabia, bajó de un salto a tierra y se aproximó a uno de los cadáveres. La causa de su muerte no era ningún misterio, pues el asta de la flecha aún asomaba dos palmos de su cabeza, así que se apartó de su lado. El otro cadáver yacía boca arriba, con el rostro congelado en una macabra torsión, los ojos desorbitados y la lengua por fuera. La herida del pecho era tan grande que parte de sus entrañas se encontraban desparramadas sobre sus piernas. A su espalda, una mancha de sangre todavía caliente comenzaba a solidificarse con los granos de polvo, formando una masa viscosa. Hórlok rebosaba cólera por todos sus poros. Sin embargo, su rostro impenetrable esbozó una leve sonrisa segundos después, al descubrir junto al cuerpo un rastro de sangre roja. —Uno de los dos sangra,— le comunicó a los demás, tras montar de nuevo sobre su bestia —pero hemos de andarnos con cuidado; aún herido, ese salvaje puede resultar peligroso. —Tan solo ha tenido suerte— opinó Trogh, pretendiendo mostrarse poco impresionado por todo aquello —Lo que más me preocupa no es su habilidad para matar, sino sus intenciones ¿Quién nos asegura que lo está protegiendo? Quizás sea un caza recompensas que pretenda llenarse los bolsillos a su costa, o un mercenario al servicio de solo los dioses saben quién. Hasta es posible que sea él quien le haya herido, y pretenda usarle como escudo para evitar que lo capturemos. —Bobadas— farfulló Hórlok, con la vista todavía fija en los cadáveres —Os aseguro que nadie lo envía ¿Es que no habéis visto cómo viste? Es un cazador estepario, uno de esos nummar polvorientos y solitarios que vagan por estas tierras. No es la primera vez que nos topamos con ellos. —¿Y por qué le protege entonces? Vos mismo lo habéis dicho; es un jinete solitario, y ni siquiera es humano. 82
—Aún no lo sé,— confesó, entornando los ojos hacia la estela de polvo que los dos jinetes dejaban a lo lejos —pero no ha sido la fortuna quien ha hecho correr la sangre aquí; se trata de un hábil asesino, y no durará en matar a cualquiera que se le acerque. El suelo retumbó como el redoble de un tambor cuando reemprendieron la persecución. El líder no tuvo que advertir a sus guerreros sobre lo peliagudo de la situación. Bastaba fijarse en el rumbo que seguían para darse cuenta de que debían darles caza antes de que cayera la noche, o los perderían para siempre tras las gruesas murallas de Bram. La larga historia entre orbekianos y bramitas, cuya enemistad se remontaba tiempos remotos, estaba escrita con sangre. Se decía que aquel asentamiento era tan viejo como el mismo tiempo, y que los ancestros de los bramitas lo conquistaron cuando apenas era algo más que un insignificante poblacho. Según la información que Mhorkatt había logrado recabar, la larga paz de la que disfrutaban les había hecho prosperar y crecer hasta reunir cincuenta mil almas entre sus muros. Su conquista suponía un punto clave de cara a la expansión del imperio mombo hacia el oeste, y por ello había sido asediada por los Señores de la Guerra en varias campañas, pero sin éxito. Hacía ya muchos años que habían desistido, y, en la actualidad, jamás se acercaban por allí. Bram era un auténtico fortín, un inexpugnable bastión de roca dura como el diamante cuyas altas murallas se encontraban celosamente defendidas por una numerosa milicia de rudos soldados; hombres acostumbrados al frio y al hambre. El “Ejercito del Puño de Hierro” tal y como ellos mismos se hacían llamar, contaba con una numerosa caballería de más de un millar de cabezas en su haber, una raza de bravos alazanes de largas crines e indomable carácter. Gromth, dueño y señor de esas tierras, tenía fama de borracho y mujeriego, pero defendía su ciudad con uñas 83
y dientes, pues era descendiente directo del mismísimo Jalemth, el más célebre rey bramita de cuantos hubo, de quien se decía que era tanto o más fiero que los propios mombos. En cierta ocasión, durante su reinado, fueron sitiados durante seis meses, pero, lejos de claudicar, resistieron hasta después de haber agotado sus reservas de víveres. La leyenda cuenta que se comieron a sus muertos para sobrevivir. «De ninguna manera deben llegar allí» pensó el mombo, mientras tomaba la delantera a sus esbirros, clavando las espuelas en el lomo de su grimko hasta hacerle sangrar. Bajo ningún concepto podía regresar a la Ciudad Negra sin el muchacho. Mhorkatt no era de esos que aceptan un fracaso; si se presentaba ante él con las manos vacías, podía darse por muerto.
XI
Crepúsculo. Atardecía en el páramo, y el sol del ocaso prolongaba hasta el horizonte las sombras de las solitarias rocas. Elevándose por encima del ulular del viento, el desbocado galope de una yegua zaína llenaba el vacío de un rumor sordo y polvo en suspensión. A las riendas, un jinete que apenas levantaba una braza del suelo, y, de fardo, el cuerpo ladeado y moribundo de su amo. Ni siquiera hacía falta que la espolearan; como el estertor que precede a la muerte, una tras otra fueron sucediéndose aquellas terribles e inequívocas señales que la animaban a seguir huyendo; primero los gruñidos lejanos, después el clamor de las garras contra la arena y, por último, el creciente temblor bajo sus patas. 84
Arashi ni siquiera tenía valor para mirar. Aquellos sanguinarios jinetes estaban tan cerca que casi podía olerles. Podía escuchar el tintineo de sus espuelas, la agitada respiración de sus bestias y el leve crujido de sus arcos al curvarse. —¡Disparad a su montura!— oyó gritar a Hórlok tras de sí. A su orden, los tres esbirros soltaron las riendas y cumplieron sus órdenes, tratando de templar sus nervios. Si erraban dos palmos y alcanzaban al muchacho, Hórlok mataría en el acto al responsable. De nuevo aquel siniestro restallido, y el joven jinete advirtió de reojo como la ráfaga de proyectiles se les venía encima. Casi por acto reflejo tiró de las riendas hacia un costado con todas sus fuerzas, haciendo que la yegua virara tan bruscamente que a punto estuvo de tirar al salvaje. —¡Krandal, ayúdame!— exclamó, aterrado —¡Nos disparan! Al comprobar que no respondía, se armó de valor y miró hacia atrás. Hubiera preferido no haberlo hecho. Su compañero apenas respiraba, y su rostro, zarandeado de un lado a otro por el traqueteo del galope, se encontraba terriblemente pálido. Tenía los ojos en blanco, cerrándose por momentos, y de sus labios violáceos manaba una baba sanguinolenta. Krandal se moría. La segunda ráfaga fue tan repentina que no pudo virar a tiempo, y una flecha alcanzó a Tarquin en el cuello para terminar clavada en la arena. Arashi se temió lo peor. Contuvo el aliento durante varios segundos, seguro de que aquello había sido su sentencia de muerte, hasta que comprobó que no sangraba. Tan solo había sido un corte superficial, pero el animal jadeaba de puro agotamiento. Demasiadas millas en sus patas, y demasiadas persecuciones. 85
Agotada su reserva de proyectiles, los mombos decidieron poner fin a aquello por las bravas. Azuzando a sus bestias sin piedad tomaron la delantera y se dividieron en dos, situándose a ambos flancos con sus picas en ristre. Optaron por una maniobra envolvente. Como una manada de lobos fueron estrechando el cerco, dejándoles sin escapatoria. El jinete a su derecha fue el primero en atacar. Al ver brillar la punta de su lanza junto al cuello de Tarquin, la voz interior del joven jinete clamó más alto que nunca «¡No debiste huir, maldito idiota! De haberte entregado desde un principio te habrías ahorrado muchos sufrimientos, y este salvaje no te acompañaría en tu desgracia» Un súbito impacto sacudió de pronto el cuerpo del guerrero. Su semblante quedó rígido como la piedra y la sonrisa se le congeló en una mueca de incomprensión. Un hilo negruzco comenzó a manar de entre sus labios; sus piernas lánguidas dejaron de espolear a la bestia y su vista quedó fija en la extraña protuberancia que asomaba de su abdomen. Para cuando por fin comprendió que se trataba de la punta de una flecha, su corazón ya se había detenido. El arma se le escurrió de entre los dedos, y con los ojos en blanco se desplomó hacia delante para ser arrollado por su propia montura. Y entonces, mientras la solitaria bestia frenaba su carrera, se escuchó un cuerno en la distancia; un poderoso bramido que resonó en cada rincón de aquel cielo crepuscular, haciendo recobrar al joven jinete su fe en la divina providencia. El rostro de Hórlok no pudo ocultar su estupor. De un fugaz vistazo distinguió petos metálicos, cotas de malla y el estandarte rojo con el puño de hierro bordado brillando bajo los últimos rayos de sol. Una patrulla de al menos diez soldados uniformados cabalgando en formación directamente hacia ellos. 86
Sus dientes rechinaron de pura rabia, y sus nudillos crujieron alrededor de la empuñadura de su espada. Ya no quería atrapar al muchacho; quería matarlo. A él y al maldito salvaje, y dejar que sus cuerpos se pudrieran al sol. «No puedes regresar sin él» se dijo, buscando un motivo para que la ira no lo dominara, y azuzó a su bestia todavía más, maldiciendo por lo bajo. A la desesperada, estiró su largo brazo tratando de agarrarle en plena marcha, pero una vez más la fatalidad le privó de su premio en el último suspiro, cuando una flecha alcanzó de lleno a su bestia. Los dioses estaban en su contra. Mientras su montura herida iba quedándose rezagada, observó impotente como el joven jinete se alejaba. Le había perseguido sin descanso; había sudado sangre por atraparle, y su única recompensa había sido el más humillante de los fracasos. —¡No importa dónde te escondas, maldito mocoso, ni lo lejos que huyas!— exclamó, mientras él y sus dos esbirros viraban hacia las montañas —¡Juro que te encontraré, aunque sea lo último que haga!
XII
Premura. Ya despuntaban las primeras estrellas en el cielo cuando el grupo de jinetes dividió sus fuerzas. Cinco de ellos abandonaron la formación siguiendo el rumbo que habían tomado los mombos hasta perderse en la distancia, mientras que el resto continuaron hostigando a la yegua zaína a galope tendido. Al ver que sus dos ocupantes se dirigían hacia una arboleda lejana, su líder picó espuelas y tomó la delantera, visiblemente contrariado. 87
—¡He dicho que te detengas, mocoso!— insistió, a voz en grito —¡Obedece u ordenaré que te disparen! Su ultimátum fue desoído una vez más, y su rostro se puso rojo de indignación. O aquel muchacho era sordo o lo tomaba por idiota. Dispuesto a detenerle azuzó su montura tanto como pudo, pero no fue capaz de darle alcance a tiempo, y soltó un bufido de resignación al ver como la yegua se internaba en la espesura, donde las sombras la engulleron de un solo bocado. Los soldados tiraron de las riendas y redujeron la marcha, temiendo darse de bruces contra los árboles. Allí dentro la oscuridad era total, así que encendieron sus antorchas y avanzaron al trote siguiendo su rastro. Arashi, por el contrario, se jugó el todo por el todo; arañándose la cara con las afiladas ramas que le salían al paso, cabalgó y cabalgó sin descanso en mitad de una negrura espectral hasta estar seguro de haberlos despistado. Fue entonces, llegados a un pequeño claro donde la luz de la fina luna cubría el manto de hojas muertas que alfombraba el suelo, que por fin se detuvo y se apeó de un salto. Ni siquiera tuvo que ayudar a bajar a su compañero, pues este se desplomó sobre el suelo como un fardo inerte, sin emitir ni la más leve protesta, quedando tendido y exangüe boca arriba. Casi no le quedaba tiempo. Atenazado por la angustia se arrodilló a su lado y posó la cabeza sobre su pecho. Su respiración era muy débil, y apenas tenía pulso; había perdido tanta sangre que su cuerpo helado tiritaba sin control, y tenía la cara lívida, con los ojos entreabiertos y la mirada perdida. Cuando por fin reunió fuerzas para hablar, su voz sonó como un lastimero susurro. —¿Y… y los…mombos?
88
—Huyeron lejos de aquí, Krandal. Ahora voy a sacarte el cuchillo; te pondrás bien— le prometió, apretando su mano entre las suyas con todas sus fuerzas. El salvaje se retorció de dolor en cuanto rozó la empuñadura, mas su única queja fue un lamento ahogado apenas perceptible. —Es…inútil, Arashi,…márchate. Ya nada…puedes hacer. —Te equivocas, Krandal. Estoy en deuda contigo y no pienso abandonarte; ahora debes estarte quieto y confiar en mí. El arma salió de un solo tirón, y, a pesar de que el muchacho taponó la hemorragia lo mejor que pudo, Krandal sintió como el alma se le iba entre las costillas. El dolor resultó insoportable, pero ya no le quedaban fuerzas para gritar. Una mortal gelidez se apoderó de todo su cuerpo, y todo comenzó a volverse aún más negro a su alrededor. Por un momento las estrellas dejaron de brillar. Una sombra más oscura y fría que ninguna otra se deslizó entre el manto de hojas y musgo ensangrentado que cubría el suelo; la negra presencia de Shohm, que, agazapado entre la maleza, esperaba paciente su momento. No obstante, hasta el mismísimo dios de los muertos se llevó una sorpresa aquella noche. Un tenue fulgor se impuso de pronto a las tinieblas. A través de sus ojos vidriosos, Krandal advirtió una borrosa claridad; un pequeño halo blanquecino que emanaba de entre los dedos del muchacho. Su mente embotada se dispuso a buscar una explicación a aquel fenómeno cuando se vio asaltado por un reconfortante calor. Lo que sucedió a continuación le sumió en un estupor tan grande que, por muchos años que transcurriesen y muchas veces que narrase aquella historia, jamás sería capaz de explicar. La luz se volvió cegadora, y el calor se propagó por su costado hasta hacerse abrasador, pero, inexplicablemente, 89
no sintió daño alguno, sino un creciente alivio, como un dulce bálsamo que mitigaba el dolor y los temblores hasta hacerlos desaparecer. Estaba demasiado desconcertado para entender que le sucedía; era como si la propia energía vital del joven humano se estuviera transfiriendo a su propio cuerpo a través de sus manos. «Es un hechizo, Krandal; no puede ser real» se dijo, sin poder creer lo que veía. Aquel muchacho le estaba insuflando su propia vida. Y entonces, como si un repentino flechazo le hubiera atravesado la sien, lo comprendió todo. No se trataba de brujería, ni de una alucinación o un sueño lúcido. Nada podía explicarlo. Era un milagro. Así de simple. El proceso era imparable. La sangre de su pulmón terminó de drenarse y la herida se cerró por completo sin dejar siquiera cicatriz. Atónito, Krandal se vio asaltado por un imparable torrente de felicidad, una sensación de plenitud hasta entonces desconocida para él. Dio una larga bocanada de aire, y no sintió dolor alguno. Poco a poco su rostro amortajado recobró el rubor perdido, la vida inundó de nuevo su cuerpo y las fuerzas retornaron a sus extremidades. Con los ojos cubiertos de lágrimas miró al muchacho, y, por vez primera, no vio al niño sino al hombre. Aquel campesino no era solamente la criatura más especial que había conocido; era La Criatura; un ser místico, más cercano a los dioses que a los simples mortales. —N… no puedo creerlo, muchacho— acertó finalmente a decir, desde el suelo, mirando atónito su costado intacto — ¿De veras estoy vivo? —Tan vivo como yo, Krandal— le aseguró, sonriendo — Sano y fuerte como un roble. El salvaje se levantó despacio, todavía receloso de sus propias piernas, y miró en derredor. Ni siquiera recordaba cómo habían llegado a ese pequeño claro, ni dónde se encontraban. 90
—La… la verdad es que no sé muy bien qué decir— reconoció —Supongo que para empezar debería darte las gracias. —No tienes por qué hacerlo, Krandal; te lo debía. Ahora estamos en paz, y, aunque sé que es difícil, te agradecería que esto quedara entre nosotros. Krandal se arrodilló a su lado, y, mirándole a los ojos, le tomó por los hombros. Arashi jamás había visto tanta gratitud en una mirada. —Puedes estar tranquilo, muchacho; antes dejaré que me arranquen los pulgares que revelar tu secreto. De pronto, una idea cruzó fugazmente por la mente del salvaje, y su vista se perdió en el infinito. Su mente comenzó a cavilar enloquecida, y su frente se cubrió de arrugas. Sin mediar palabra se apartó de su lado y quedó apoyado contra el tronco de un abedul, absorto en sus pensamientos. —¡Pues claro, maldita sea!— exclamó de pronto, atropellando las palabras unas contra otras —Con razón te perseguían de esa manera. De alguna forma, ese maldito brujo supo de tu existencia y envió a sus esbirros en tu busca. Hasta es posible que haya más de una patrulla siguiendo tu rastro. Demasiado excitado para estarse quieto, comenzó a deambular de un lado a otro, trazando caóticos círculos sobre el suelo. Su cabeza parecía a punto de explotar, pero todo cobraba sentido. —¡Por las barbas de Naj, Arashi!— bramó —¿Te das cuenta de lo que sucedería si ese brujo te tuviera entre sus garras? ¡Sería terrible! Solo Shohm puede librarnos de su mal, pero, contigo a su lado, lograría burlarle una y otra vez, prolongando su vida tanto como la tuya. —Así es, Krandal,— admitió, cabizbajo —y por ese motivo te oculté la verdad; temía que me utilizaras o me 91
entregaras a él. Ahora sé que no serias capaz de hacer algo así. —Mientras yo viva, ese miserable no te pondrá un solo dedo encima— le prometió, arrodillándose de nuevo a su lado —Desde este momento mi arco y mi acero están a tu servicio, joven Arashi. Te ayudaré en tu misión sea cual sea, pero, si hemos de compartir nuestro camino, no ha de haber secretos entre nosotros. Dime, ¿a dónde te dirigías cuando te encontré? Espero que, al haber viajado tan al norte, no nos hayamos desviado demasiado del rumbo que seguías. —Viajaba al este, a un lugar al que llaman la Ciudad Perdida— le reveló —No tengo ni la menor idea de dónde se encuentra ni a que distancia queda, pero, antes de morir, mi padre me hizo prometer que acudiría allí. Según me dijo, es el hogar de una mujer a quien debo conocer. El rostro de Krandal quedó rígido de pronto. Visiblemente alterado se puso en pie y se apartó bruscamente de su lado. Aquello era lo último que esperaba oír. —¿Isir? Debes de estar de broma, jovencito. —Ojalá fuera así, Krandal, pero te aseguro que es la pura verdad. Consternado, Krandal regresó junto al tronco del abedul. Cuando por fin se dignó a mirarle, había desaparecido de su rostro cualquier rastro de jovialidad. Aquel joven parecía no entender la repercusión de sus afirmaciones. —¿Te das cuenta de lo que dices, Arashi? No la llaman la Ciudad Perdida por capricho; ese lugar, si es que existe realmente, se encuentra a casi mil millas de aquí, y lo poco que se sabe acerca de su localización se reduce a vagas leyendas. No soy de los que creen en cuentos de hadas, pero dicen que el mal habita en esas montañas, y que nadie que entra regresa jamás. —También he escuchado esos rumores,— reconoció el muchacho —pero… 92
—Al cuerno los rumores; te aseguro que nunca llegaríamos tan lejos como para comprobar si son ciertos ¿Acaso no sabes lo que aguarda al otro lado de las Montañas Blancas? Amnur y Grahmsel, los dos bastiones del reino mombo, y Orbek, su capital, erigida en medio del vasto desierto del Ham Jhast, y hogar de quién ya sabes. Créeme, sé de lo que hablo. Es una tierra estéril, sin agua ni alimento, cuyas fronteras están infestadas de patrullas de jinetes. Como ya has comprobado, esas malditas bestias poseen un olfato prodigioso; captarían nuestro rastro a varias millas de distancia. No, jovencito, he cometido muchas locuras en mi vida, pero aprecio demasiado mi pellejo para morir en pos de una quimera. Arashi guardó silencio. Cada vez que mencionaba su destino se le venía encima un panorama desolador, una muerte segura, un sufrimiento que podría evitar renunciando, simplemente, a una promesa. Quizás el prisionero de la jaula solitaria tuviese razón. Quizás Krandal tuviese razón. Aún estaba a tiempo de echarse atrás; de buscar una familia, un hogar, caliente y acogedor, donde rehacer su vida. Resultada demasiado tentador para no planteárselo. —Sé que no resultará fácil, pero no tengo otra alternativa,— dijo finalmente, tras meditar su decisión — Mi secreto es mi condena; allá donde vaya me perseguirá. Solo en Isir estaré a salvo. —¡Maldita sea, Arashi! ¿Es que no has escuchado nada?— clamó, exasperado. —¡Eres tú quien parece no entender! ¡No tengo otra opción! Ya sé lo peligrosas que son esas tierras, pero tú las conoces mejor que nadie ¿Estás seguro de no existe otra ruta? —En realidad, si la hay— puntualizó —Existe un lugar, al sureste de aquí, conocido como el paso de Mershum, que 93
atraviesa las Montañas Blancas. Supondría un atajo muy valioso que nos ahorraría cientos de millas, pero no podemos tomarlo; se trata de un terreno demasiado escarpado como para que Tarquin pueda llevarnos, y a estas alturas del invierno estará cubierto de nieve. Además, al otro lado se encuentran el reino de Rómjar, y no resultaría extraño que el paso estuviera vigilado por algún destacamento militar. Son humanos como tú quienes habitan allí, pero corren rumores de que el rey Tabbel, dueño y señor de esas tierras, ha claudicado ante Mhorkatt, su antiguo enemigo, y ahora le rinde pleitesía. —Entonces solo queda el camino del norte— sentenció el joven. —A menos que sepas volar, si, pero es una ruta suicida— le advirtió, tratando de hacerle recapacitar —¿Estás realmente seguro de que deseas ir allí? Ni siquiera sabes si tu padre estaba en lo cierto. —No te falta razón, pero eso no hará que renuncie a mi promesa. No tienes por qué acompañarme; como ya te he dicho, no me debes nada. —Te aseguro, jovencito, que no es solamente la gratitud la que me empuja a compartir tu camino— le aclaró — También es por mí, y por todos los que habitamos estas tierras. Si los mombos te atrapan, tu desgracia será la de todos. No pienso quedarme de brazos cruzados mientras ese malnacido se sale con la suya. Créeme, necesitas que alguien te cubra las espaldas. Un crujir de ramas crepitó a lo lejos, y el fuego de varias antorchas se atisbó entre la espesura, rompiendo la negrura reinante. Tarquin agitó nerviosa la cabeza, pero su relincho de advertencia llegó tarde; cinco jinetes armados surgieron de entre los árboles, rodeándoles antes de que pudieran huir. Krandal desenvainó presto su acero, pero al cerco de las 94
espadas se unió entonces una voz firme y autoritaria, que resonó por toda la arboleda. —Yo de ti me lo pensaría dos veces antes de cometer una estupidez, cazador— le advirtió Rhob, el general que los comandaba —Somos cinco contra uno; depón tu arma o atente a las consecuencias. Su advertencia no le hizo achantarse. Dispuesto a enfrentarse a ellos se mantuvo en sus trece, con el arma en alto y una mirada gélida e impenetrable. Tal vez tuviera razón, pero, si le vencían, tenía la intención de irse al otro mundo bien acompañado, matando a todos los que le fuera posible. —No os hemos hecho mal alguno— les recordó —Le tengo mucho aprecio a mi arma, y no veo por qué motivo habría de tirarla. —¿La aprecias más que tu vida?— preguntó Rhob, cuya paciencia se agotaba por momentos —No seas idiota; no tienes ninguna posibilidad. Por mucho que le doliera aceptar la verdad, aquel humano estaba en lo cierto. Su arco estaba junto a la silla de montar, demasiado lejos para empuñarlo, y la desventaja numérica resultaba a todas luces insalvable. Lleno de rabia, se rindió a la evidencia y arrojó su acero. Resultaba frustrante y doloroso, pero había jurado proteger al muchacho, y no podría hacerlo estando muerto. Arashi suspiró aliviado. En apenas cinco minutos había estado a punto de verle morir dos veces. Entornó los ojos y, bajo la luz intermitente de sus antorchas, trató de escrutar el rostro de los soldados. A excepción de su líder eran hombres jóvenes, de apariencia ruda, larga melena, barba rojiza y piel rosada curtida por el frio. Dos de ellos, ambos oficiales, eran tan parecidos que, por fuerza, debían ser hermanos. Rhob, por su parte, era la viva imagen de la seriedad. El joven calculó por sus arrugas y la barba entrecana que debía 95
rondar la cuarentena. Su brillante uniforme azul le distinguía del somero negro de sus hombres, pero era su mirada; aquella mirada inflexible que parecía juzgar todo cuanto veía, la que le hacía inconfundible. —¿Quiénes sois, y por qué no os habéis detenido a mi orden?— exigió, furioso —Más vale que me deis una buena explicación; puede que de ello dependa vuestra vida. El muchacho se dispuso a responderle, pero el cazador se le adelantó. —Mi nombre es Krandal, y él es Arashi— dijo, tratando de ahogar la rabia en su interior —Ambos os estamos agradecidos por habernos librado de los jinetes mombos. Os aseguro que no pretendíamos desobedecer vuestra orden; creímos que los Señores de la Guerra aún nos hostigaban, y por ese motivo no nos detuvimos. —Mientes— afirmó, con rotundidad —Era el joven quien llevaba las riendas, y estoy seguro de que vio como los mombos huían. Además, antes parecías medio muerto; ibas dando tumbos sobre la montura, dejando un rastro de sangre a tu paso ¿Cómo es que ahora estás ileso? —Con todos mis respetos, General, debisteis de haber visto mal— se excusó —Ese reguero de sangre no era nuestro, pues, como podéis ver, tanto el muchacho como yo nos encontramos perfectamente. —¿Dudas de mi vista? Te digo que el rastro provenía de vosotros— insistió —Además, si es cierto lo que dices, ¿puedes explicarme por qué tanto tu ropa como la mano del chico están cubiertas de sangre? Las excusas de Krandal se agotaban por momentos, y supo que se estaba arriesgando demasiado. Sin embargo, ya era tarde para echarse atrás, así que tragó saliva y trató de improvisar sobre la marcha lo mejor que pudo. —Veréis, General, recorro estas tierras en busca de caza, y este joven me acompaña desde que era un crío— le 96
explicó —Se lo compré hace tres años a un vendedor de esclavos por un puñado de monedas, y desde entonces viaja conmigo allá donde voy. Esta mañana, poco después del alba, logramos abatir un ciervo en los límites del bosque de Fhogos, al sur de aquí. Nos disponíamos a subirlo a la montura para transportarlo cuando esa patrulla de mombos surgió de la nada y se abalanzó sobre nosotros. Supongo que fue el hambre lo que les hizo atacarnos, y tan solo pretendían robarnos la pieza, y que se convirtió en algo personal cuando, durante la huida, logré abatir a uno de ellos con mi arco. Al ver que se nos echaban encima, decidí soltar lastre, y fue entonces cuando aparec… —¿Acaso me tomas por idiota?— le interrumpió —No creo ni una sola palabra. Esa sangre es fresca, y no parece la de un ciervo. Además, los mombos no se arriesgarían a adentrarse en estas tierras por un motivo tan absurdo. En cuanto al muchacho, dudo mucho que sea tu ayudante; conozco bien las costumbres de los tuyos, y sé que viajáis solos. —Vendréis conmigo hasta Bram,— sentenció —y compareceréis ante el rey. Más os vale que entonces le contéis la verdad; Gromth no soporta a los embusteros. —Capitán Norwall, Capitán Bagar, prendedles— ordenó, volviéndose hacia los hermanos. Fue un jarro de agua fría, pero ninguno ofreció resistencia a su arresto. Tocaba resignarse y aceptar aquel golpe del destino, dado que nada podían hacer para zafarse. Reprimiendo el deseo de romper algún hueso, el salvaje se mantuvo quieto cuando a ambos les ataron las manos a la espalda, y segundos después, cuando, al cachearle, encontraron un pequeño arsenal entre sus pertenencias. Además del arco, el carcaj y la espada, le requisaron dos cuchillos, una daga y un machete oculto entre las alforjas de Tarquin. Se sintió desnudo sin sus armas, pero, con gran 97
esfuerzo, logró controlarse. No obstante, había una línea roja que no estaba dispuesto a rebasar. —Si quieres que os acompañemos no tienes más que pedirlo,— le dijo a Norwall, al recibir el primer empujón — pero como vuelvas a tocarme o le hagas daño al chico, juro que no llegarás vivo a Bram. El oficial sonrió con sorna y amenazó su ancho cuello con el filo de su espada. Aquel salvaje le sacaba más de una cabeza y parecía capaz de matarle de un solo golpe, pero no podía mostrarse débil ante los demás. —Más vale que camines y subas a la yegua por propia voluntad, salvaje engreído, o harás el viaje arrastrado por una cuerda. Rhob no tardó en intervenir. De un salto bajó a tierra, dedicó a ambos una mirada heladora y, sin mediar palabra, tomó al muchacho por la cintura y lo subió a lomos de Tarquin. —Este “engreído” es desde ahora prisionero de Gromth, Capitán Norwall, y será él quien le enseñe modales, no vos. Puede que sea arrogante y embustero, pero no es imbécil, y sabe que lleva las de perder. El General ladeó la cabeza y señaló a la yegua con ambas manos, invitándole “amablemente” a que tomara asiento junto a Arashi, a lo que el cazador aceptó a regañadientes. Una vez que todos estuvieron a lomos de sus monturas, Bagar amarró una soga al bocado de Tarquin y la patrulla emprendió la marcha rumbo norte, perdiéndose de nuevo entre los árboles.
XIII 98
Esparto. El roce de la áspera soga contra las muñecas resultaba incómodo, y la inmovilidad, cada vez más angustiosa. Hacía ya un tiempo que habían dejado atrás la arboleda, y el grupo de jinetes galopaba a campo abierto en una noche fría y ventosa. Cada milla que avanzaban hacia el norte la temperatura descendía en picado, y Arashi apenas podía obtener cobijo tras la espalda de su compañero de penurias. El paisaje seguía siendo desolador; apenas unos pocos rastrojos agitados por el viento rodeados de tierra seca. Arriba, cientos de espesas nubes comenzaban a ocultar las estrellas, cubriendo el cielo de una oscuridad lechosa. Sobreponiéndose al frío, al hambre y al cansancio, el joven prisionero trató de ser positivo «Al fin y al cabo, todo podía haber sido mucho peor» pensó. Krandal estaba vivo, y seguían juntos a pesar de todo. Cierto es que apenas le conocía, pero aquel salvaje era ahora todo cuanto tenía, y, tras haber arriesgado sus vidas para protegerse mutuamente, se había formado entre ambos una amistad inquebrantable. Por otra parte, no podía olvidar que se había librado por fin de los mombos. Había sido igualmente apresado, pero de momento su secreto estaba a salvo. Quizás aquello no fuera más que un pequeño contratiempo. Tal vez los dejarían marchar al cabo de unos días, conscientes de que no habían cometido delito alguno. «Sabes muy bien que no es así» dijo aquella impertinente voz en su interior, barriendo sus esperanzas. De nada servía engañarse; nunca antes había estado en una ciudad, y no sabía a lo que se enfrentaba. Dentro de aquellos muros no existía más ley que la del rey, y la fama de Gromth era conocida en toda Tierra Gris. Pronto serían interrogados por un hombre déspota y orgulloso, y su coartada resultaba insostenible. 99
100
101