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CURACIONES E INMUNIDADES Tarde o temprano, todos piden —o quizá sólo esperan— un milagro. Y, dado que el tiempo y la enfermedad sojuzgan y acaban por destruir todas las cosas vivas, los milagros más solicitados son aquellos que invierten el curso de una enfermedad mortal o paralizante, o que inmunizan contra alguna peligrosa conspiración de los elementos. A veces, en circunstancias desesperadas, las oraciones parecen ser escuchadas y las esperanzas se ven cumplidas. O, por decirlo de un modo menos ofensivo para los escépticos a ultranza, hay ocasiones en que una necesidad desesperada y las circunstancias que la alivian concurren en un contexto de plegaria, ritual o esperanza. Por ejemplo, las víctimas de un naufragio, a punto de morir de sed, encuentran una zona de agua dulce en medio del océano; la cuerda que rodea el cuello de un condenado se rompe inexplicablemente antes de que sea ahorca dp,' hombff ftz(); camina sin quemarse sobre una capa de piedras al rojo; un tumor bañado en agua de Lourdes desaparece poco ct poco. Desde un punto de vista escéptico, tales hechos son meras coincidencias; pero esto es poco más que una evasiva semántica, pues la coincidencia para unos es milagro para otros. Como dicen que dijo el Dr. William Temple, arzobispo de Canterbury: "Cuando rezo tienden a darse las coincidencias; cuando no rezo, no." Por supuesto, el escéptico puede recurrir a ataques más frontales. Cuando se trata de curaciones milagrosas, puede decir que el diagnóstico era equivocado y el enfermo no estaba tan grave; que la enfermedad era más funcional que orgánica (producto de la histeria, y por tanto curable por sugestión), o que se trataba de un mal susceptible por naturaleza de curación espontánea (como sucede a veces con el cáncer o la tuberculosis). A estas observaciones, indudablemente válidas, el creyente sólo puede replicar que hay casos a los que no parecen aplicables; que, en un contexto religioso, el que un diagnóstico resulte equivocado, los síntomas histéricos se alivien o se cure una enfermedad mortal constituyen coincidencias milagrosas. A lo que el escéptico puede replicar a su vez que esa idea resultaría más convincente si el porcentaje de recuperaciones atribuibles a tales causas en un gran hospital no fuese tan parecido al de Lourdes. Los defensores de las curaciones milagrosas rara vez llevan la cuenta de sus fracasos, pero tanto escépticos como creyentes estarán probablemente de acuerdo en que por cada paralítico que salta de su silla de ruedas en una reunión religiosa hay otros muchos que regresan en ella sin experimentar el menor alivio. Para éstos y para sus seres queridos, la falaz esperanza de recuperación despertada por los curanderos puede ser un grave perjuicio, especialmente si evita que el paciente recurra a la medicina ortodoxa. Pero donde hay una necesidad desesperada habrá siempre charlatanes e hipócritas deseosos de ofrecer promesas a cambio de dinero, o sedicentes salvadores que sólo piden un regalo simbólico y respeto para sus supuestas dotes. Todo esto es cierto. Y, sin embargo, hay casos a los que nada de ello parece aplicable y que se dan en un campo, el de la medicina, cuyos practicantes honestos admiten sin ambages lo menguado de su saber. Y, por encima de todo, está la incontrovertible verdad de que las facultades del cuerpo y de la mente constituyen todavía un misterio tan profundo como desconcertante.

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