revista selecciones

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SEÑALES Y PRODIGIOS Existe una comunidad de hombres y mujeres que se oponen resueltamente al orden establecido. De ellos, unos concentran su rechazo en las múltiples formas del pecado, tanto suyo como del mundo; otros están resueltos a librar a todos los seres del sufrimiento inherente a la existencia; otros más se niegan a ser persuadidos por la retórica de la apariencia, y algunos buscan que su vida trascienda esas tres condiciones: el pecado, el sufrimiento y el engaño. Esta comunidad, cuya historia es probablemente tan antigua como la del comportamiento humano, es la de los penitentes y los santos, la de los yoguis, los chamanes y los iluminados: la comunidad de quienes buscan lo milagroso y están en contacto con ello. En torno a esta extraña compañía se reúne de manera informal otra. Sus miembros son todos aquellos que de vez en cuando se tropiezan en sus vidas con lo inexplicable, y a quienes a veces el propio sentido común les exige que acepten lo que de común no tiene nada. También han descubierto que los simples e inconmovibles "hechos" de la vida están a veces muy lejos de ser tales, que en realidad se trata a menudo de criaturas, cálidas y palpitantes o fríamente diamantinas, que no pueden ser adscritas con seguridad ni al mundo subjetivo ni al objetivo. En este segundo grupo de personas figuran sacerdotes y agricultores, bomberos y camioneros, enfermeras y criminales, presidentes, herreros y jardineros de todas las edades y circunstancias. Para esta segunda comunidad de individuos normales lo milagroso viene sin pedirlo, sirve de levadura a la monotonía de lo cotidiano y, en muchos casos, alivia las sombrías incertidumbres de la muerte. Para la comunidad de los santos el mundo puede parecer el reino de la luz, y el camionero y el jardinero no diferenciarse de los ángeles. Lo milagroso sobreviene de muchas formas. Una Madonna producida en serie, toda yeso y colores llamativos, humedece con sus copiosas lágrimas el uniforme del policía que la lleva a lugar seguro; un brazo de piedra se dobla bendiciendo; una gigantesca cruz plateada, que aparece de pronto, flota sobre una multitud de asombrados feligreses franceses. Si prodigios como éstos son signos de lo milagroso, ¿qué es lo milagroso en sí? Cuando algo incuestionablemente inerte se agita con una apariencia de vida, o cuando son puestas en jaque las leyes de la gravedad, percibimos que se han trascendido las leyes físicas y todas nuestras previsiones quedan sujetas a revisión. Pero, dado que incluso una tecnología modesta puede producir resultados aparentemente milagrosos para un auditorio sencillo, ¿basta definir lo milagroso simplemente como todo aquello que parece dejar en suspenso las leyes de la física? Tal vez, si tuviésemos un conocimiento preciso de esas leyes; pero no lo tenemos. La verdad es que, cualquiera que sea el nombre que demos a lo milagroso, sólo viene a añadir un nuevo término a nuestro acervo de prejuicios. Pero lo milagroso es precisamente destructor de prejuicios e ideas fijas. Todo milagro debe, por definición, hacer caso omiso del sentido común y la razón. Se convierte así en piedra de toque capaz de probar lo erróneo de ideas por las que sentimos el mayor apego. Más allá de esta comprobación desesperanzada están todas las posibilidades de las fuerzas desconocidas que tememos... o en las que confiamos. 282


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