N煤mero 96
Coraz贸n de pesebre
Corazón de pesebre A medida que transcurrían las horas, José y María se sentían cada vez más desalentados. Habían viajado desde Nazaret, Galilea, hasta Belén en Judea, la ciudad de sus ancestros, pues eran descendientes de la familia del rey David. La aldea estaba abarrotada por una multitud de semejantes a ellos que habían concurrido para registrarse, según el censo ordenado por el César Augusto, y ratificado por Cirenio, gobernador de Siria. En medio de la muchedumbre, José y María se sentían —y eran en efecto— dos forasteros.
María venía con un embarazo avanzado y su condición añadía una preocupación más a la joven pareja. Intentaron hallar algún pariente, golpearon diferentes puertas, recorrieron las pocas posadas de la aldea, pero no había lugar para ellos. Por último, ya con las evidencias de un parto muy próximo, José y María recorrieron las callejuelas buscando cualquier lugar donde alojarse, pero sólo recibieron respuestas negativas: “No hay lugar”, “No los conozco”, “¿Tienen dinero?”
Las negativas y las excusas se sucedían con mayor o menor cordialidad, a veces apenas como una leve cortesía, otras con indiferencia o brusquedad ante los ruegos de la joven pareja. Advirtiendo las señales de su cuerpo, ella le avisó a su marido: “El Niño está llegando”. La alarma y el desaliento se reflejaron en el rostro fatigado de José. Pero las sombras invadían los rincones de la aldea y el frío se hacía sentir a cada momento con mayor intensidad. Sintiendo la urgencia de las contracciones en su vientre, María oraba en silencio mientras sus ojos recorrían las ya solitarias calles de Belén. Al fin se detuvieron en el portal trasero de una vieja casona. Allí sólo se podía observar lo que parecía un ruinoso establo, no mucho más que un hueco contra el muro donde varios animales tenían su cobijo durante las horas de la noche. “Aquí”, susurró ella al límite de sus fuerzas. Surgía del lugar una tenue calidez, producto de la presencia de los mansos animales que pacían en el lugar. José ni se atrevió a objetar, consciente de la necesidad y urgencia de las circunstancias. Con habilidad y decisión, comenzó a mover los haces de paja y a formar una especie de reparo y con sus mantos un lecho para su mujer, reservando un pequeño pesebre que al fin sería la cuna para el Niño. “Y mientras estaban allí, se le cumplió el tiempo. Así que dio a luz a su hijo primogénito. Lo envolvió en pañales y lo acostó en un pesebre, porque no había lugar para ellos en la posada” (Lucas 2:6–7, NVI). Lejos de ser la imagen bucólica que nos pintan hoy día las tarjetas navideñas, el cuadro era deprimente. Un José agotado por el
insomnio y el frío, una María extenuada por el parto pero procurando atender a las necesidades de su bebé recién nacido. María reflexionaba, tal vez pensando en el anuncio que había oído de labios de lo que ella había creído era un ángel: “Él será un gran hombre, y lo llamarán Hijo del Altísimo. Dios el Señor le dará el trono de su padre David, y reinará sobre el pueblo de Jacob para siempre. Su reinado no tendrá fin”. “¿Es este Su reino?” pensó con ironía, mirando el lugar miserable donde fue a nacer su Hijo. Pero eso duró solo un instante, sus labios callaron mientras guardaba esos pensamientos en su corazón. Finalmente dio gracias a Dios por aquel rústico establo que los acogió y cobijó en esas horas cruciales para su pequeña y joven familia… y para la humanidad. Otros acontecimientos curiosos y aun extraordinarios estaban ocurriendo durante esas mismas horas. Sin embargo, nuestros pensamientos se detienen en el simbolismo del histórico pesebre. ¡Cuán representativo es de la reacción del ser humano en estos tiempos! Jesucristo, el Hijo de Dios, fue a nacer exactamente en la nación depositaria de la promesa de un Redentor para la raza humana, y en la aldea del mítico rey David, mencionado como figura del Redentor. Pero la triste realidad es que ni Su nación ni Su aldea supieron recibirle: “Vino a lo que era suyo, pero los suyos no le recibieron” (Juan 1:11); este se considera como el versículo más triste de la Biblia. Pero no fueron sólo los receptores de este mensaje los que lo desecharon. A lo largo de siglos de predicación acerca de la llegada del Mesías, se han expuesto las excusas más inverosímiles, ridículas y hasta patéticas para jus-
tificar el rechazo que los humanos hacemos del Salvador, el Redentor prometido por Dios para salvar a la humanidad. Sin embargo, el humilde pesebre que se abrió para abrigar, dentro de su humildad, al Niño Salvador, representa a todos aquellos que, con corazón sencillo y humilde, lo reciben de buena voluntad. Así se cumple el pensamiento completo del evangelista: “Mas a cuantos lo recibieron, a los que creen en su nombre, les dio el derecho de ser hijos de Dios” (Juan 1:12). ¿Te has encontrado alguna vez solo o sola y sin recursos en una ciudad desconocida? ¿Has sufrido el rechazo de la gente, su indiferencia o su agresividad? Entonces, ¿está tu corazón preparado para recibir al Rey de reyes y Señor de señores? Tal vez esta propuesta te asombre, pues no te consideras digno o digna de recibir tal honor. El humilde pesebre, sucio y maloliente, si pudiera expresarse diría: “Yo no estaba preparado, pero le di lo que era y lo que tenía, mi techo en ruinas, mis haces de paja polvorienta, el aliento de mis animales, pero ¡miren en lo que
Él me ha transformado! Millones de hermosas tarjetas, de colores hermosos y brillantes y cálidas palabras cargadas de bienaventuranzas para los seres queridos. Nada parecido a lo que fue, pero que representan el amor, la solidaridad y los buenos deseos de paz y felicidad para nuestros semejantes. Tener un “corazón de pesebre” significa todo esto y más: es tener un corazón humilde y dispuesto para hacer de él un lugar de residencia permanente para el Cristo Redentor, abandonando todo espíritu de orgullo y todo aquello que sea desagradable a Él, y acomodando lo poco o mucho que haya en ti para honrarle a Él. Puedes orar diciéndole palabras similares: “Señor, mi corazón es como aquel pesebre; sencillo y humilde, sin las riquezas que tú te mereces, no soy digno, pero te invito a que entres en él y lo hagas tu morada. Estoy dispuesto a que, con tu presencia, lo transformes en un lugar radiante, lleno de todas las virtudes que quieras otorgarle. Ven a mi corazón, oh Cristo, ¡ven! Amén”.
Ser hijos de Dios
“Mas a cuantos lo recibieron, a los que creen en su nombre, les dio el derecho de ser hijos de Dios” (Juan 1:12, NVI).
Jesús, sin hogar Como millones de seres humanos hoy, Jesús experimentó, desde Sus más tiernos días, el rigor del desamparo y la falta de un techo digno bajo el cual cobijarse; así como también conoció la persecución y el destierro. Las ambiciones humanas, el despotismo de los poderosos, atacaron con virulencia al inocente Niño de Belén. Como miles de hombres, mujeres e incluso niños, desde Su nacimiento, en un refugio de animales, Jesús experimentó el desamparo y la indiferencia de la sociedad. Siendo adulto, llegó a exclamar: “Las zorras tienen madrigueras y las aves de los cielos nidos, pero el Hijo del hombre no tiene donde recostar la cabeza” (Mateo 8:20). Ahora está claro que se refería a Su pobreza voluntaria, que asumió como una forma de identificarse con los más pobres de la tierra. Existe un universo oculto a los ojos de la mayoría, una dimensión casi invisible, en que se mueve el mundo de los desamparados. La sociedad pasa a través de ellos sin verlos, sólo
accidental y fugazmente notan su presencia aquí o allá, pero sin tomar conciencia de que esa figura harapienta, sucia y maloliente es algo más que eso, mucho más: es un prójimo. El Evangelio es precisamente las buenas noticias para los pobres: “Los ciegos ven, los cojos andan, los leprosos quedan limpios de su enfermedad, los sordos oyen, los muertos vuelven a la vida y a los pobres se les anuncia la buena noticia. ¡Y dichoso aquel que no pierda su fe en mí! (Lucas 7:22–23, DHH). Si estás en esta condición, Dios no te ha olvidado, Él ya pasó por eso. No pierdas tu confianza, pues Él no te olvida. Si bien hoy en día existen instituciones dispuestas a socorrer a aquel que se encuentra sin hogar o un techo bajo el cual cobijarse, Jesús también se interesa en tu alma. Él quiere brindarte consuelo y fortaleza, sabiendo que estás solo, en un ambiente extraño. Jesús quiere abrazarte con Su amor y ayudarte a emprender una vida diferente.
Jesús, inmigrante y refugiado
Herodes era un rey que ocupaba un trono que no le correspondía. Tal vez por eso llegó a tal estado de paranoia que no dudó en asesinar a una de sus esposas y por lo menos a dos de sus hijos para eliminar así los posibles conspiradores contra su corona. Era temido, y Jesús sin duda no fue el primero ni el último en emprender el camino del ostracismo voluntario. Nadie estaba lejos de las sospechas y la ira de un hombre como él. Jesús, siendo bebé, llegó a ser un refugiado más entre los muchos que escapaban de las iras del déspota Herodes. Unos sabios llegados de un país del Oriente llegaron hasta el palacio real preguntando por “el rey de los judíos que había nacido”. Las antenas de alarma vibraron en la mente del rey, que inquiriendo con mucha astucia, ofreció pistas a los sabios al mismo tiempo que los comprometía a traerle información para poder erradicar él mismo a esa particular amenaza. Dios guió a los sabios para que regresaran por otra ruta y así evitar tener que delatar al Niño. Pero Palestina ya no era un lugar seguro para Jesús y Sus padres. La ruta hacia Egipto era la nueva aventura para Él. Vivió allí en pleno anonimato y con todas las dificultades de ser apenas un refugiado más, hasta que se enteraron que Herodes el Grande había muerto. La alegría del retorno no limitó sus precauciones porque los Herodes todavía continuaban
en el poder. Así que Sus padres eligieron una lejana aldea, al norte del país, donde vivir el resto de Su infancia y juventud. Las migraciones se repiten desde tiempos inmemoriales en nuestro planeta. A veces a causa de la tragedia de las guerras o las hambrunas. Otras veces en busca de mejores oportunidades para progresar o para vivir en libertad, como ocurre en varios países de nuestra Latinoamérica. Todo esto plantea problemas tanto a los países que los acogen como a los propios emigrantes que sufren dificultades económicas y legales y separación de familias. Aun así, millares emigran ante las pocas oportunidades de progreso en sus países de origen, y optan por hacerlo hacia donde creen van a tener mejores oportunidades para ellos y sus familias. Cualquiera sea la causa por la que estés, tal vez, viviendo una situación semejante, piensa que Jesús mismo la sufrió en carne propia. Por eso, busca en Él la ayuda y fortaleza para enfrentar esta situación. A veces las naciones receptoras adoptan una actitud negativa y hostil, pero confía en Dios, en que Él no te abandonará. Medita, ¿estará tú corazón dispuesto a recibir al Salvador Jesucristo, que emigró a este planeta para habitar en el corazón de todo hombre o mujer que esté presto a recibirle?
¿Deseas conocer más del Señor? Nos reunimos todas las semanas para estudiar la Biblia y aprender más del Evangelio. Estaremos muy contentos de recibirte entre nosotros.
Ven a Cristo hoy es publicado por Hispanic Word 58 Steward Street Mifflintown, PA 17059 hispanic@en-marcha.org 717–436–9275 Declaración Internacional de Misión El Ejército de Salvación, movimiento internacional, es una parte evangélica de la Iglesia Cristiana Universal. Su mensaje está basado en la Biblia. Su ministerio es motivado por amor a Dios. Su misión es predicar el Evangelio de Cristo Jesús y tratar de cubrir las necesidades humanas en Su nombre, sin discriminación alguna.
Mi corazón es un pesebre que necesita y quiere recibir a Jesús Tú dejaste tu trono y corona por mí al venir a Belén a nacer; mas a ti no fue dado el entrar al mesón y en pesebre te hicieron nacer.
Siempre pueden las zorras sus cuevas tener y las aves sus nidos también, mas el Hijo del Hombre no tuvo lugar en el cual reclinara su sien.
Ven a mi corazón, ¡oh, Cristo!, pues en él hay lugar para ti. Ven a mi corazón, ¡oh, Cristo!, ven, pues en él hay lugar para ti.
Tú viniste, Señor, con tu gran bendición para dar libertad y salud, mas con odio y desprecio te hicieron morir, aunque vieron tu amor y virtud.
Alabanzas celestes los ángeles dan, cuando rinden al Verbo loor; mas humilde viniste a la tierra, Señor, a dar vida al más vil pecador.
Del Cancionero del Ejército de Salvación Título original: “Thou didst leave thy throne…” Por Emily Elizabeth Steele Elliott (1836–1897)