El Expediente de un Soñador de Monstruos

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Mo r l e yRo be r t s F r a nkBe l k na pp L o r dDuns a ny Aug us t eV i l l e r s

Tho ma sL i ng o t t i

Jul i oCo r t z a r H. pL o v e c r a f t




EL EXPEDIENTE DE UN SOÑADOR DE MONSTRUOS DE LA LUZ A LA OSCURIDAD DE LA IGNORANCIA A LA SABIDURIA

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EL EXPEDIENTE DE UN SOÑADOR DE MONSTRUOS

Diagramado e Ilustrado SEBÁSTIAN ALFONSO TORRES MARTINEZ

editorial ACANTILADO

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©Ediciones Acantilado Prólogo por Sebastián Alfonso Torres Martínez Impreso en Studio Selection 2017 ISBN 978-84-96423-54-1 RESERVADOS TODOS LOS DERECHOS Esta publicación no puede ser reproducida ni en todo ni en parte ni registrada ni transmitida por un sistema de recuperación de información, en ninguna forma ni por ningún medio, sea mecánico fotoquimico o cualquier otro sin el permiso previo de la editorial.


INDICE 09.-

MÁS ALLÁ DEL EL MURO DEL SUEÑO. Hp lovecraft

25.38.42.61.66.73.92.-

CARTA A UNA SEÑORA EN PARIS. Julio Cortazar

LA VERDADERA DIFERENCIA ENTRE PERROS Y GATOS, Ánonimo

LOS PERROS DE TÍNDALOS. Frank Belknap Long

EL ASESINO DE CISNES Auguste Villiers

BLAGDAROSS Lord Dunsany

VASTARIEN Thomas Lingotti

EL ANTICIPADOR Morley Roberts


Quizas hay una bestia... Quizas solo nosotros...

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Prólogo De niños combinamos lo posible con lo imposible, somos protagonistas de nuestras fantasías, tenemos la facilidad de fabricar universos, soñamos que volamos en naves interestelares, somos astronautas, veterinarios, científicos, guerreros, salvamos mundos al lado de nuestros juguetes, nuestra imaginación no conoce límites. En un abrir y cerrar de ojos, nos convertimos en artífices de monstruos imponentes, seres fascinantes, criaturas que ya no podemos controlar ni derrotar, fuerzas oscuras, poderosas y destructivas, seres que invaden nuestra actividad nocturna ,nos arrastran hasta lo profundo de nuestros sueños, somos cazados y debemos huir. Cuando la luz te ciega comprendes que la oscuridad puede ser más amable, algo que debes tener claro es que el libro que tienes entre manos no lo has escogido tú, él te ha escogido a ti, por ser un amigo de lo extraño, un enemigo de lo cotidiano, un investigador de las profundidades, interesado en lo misterioso, lo incomprensible y lo que está más allá de lo que puede entender nuestra razón, un desenterrador de piezas ocultas, un hacedor de rompecabezas, un pensador, mártir de causas ya ganadas por otros, un soñador decidido. En este dossier a través de 8 cuentos algunas de estas criaturas tomarán forma a través de historias alucinantes engendradas a partir de bestiarios, un viajero tomará forma en un cuento y te llevará mar adentro hasta sus profundidades, pasarás de la ignorancia a la sabiduría pero asimismo de la luz a la oscuridad, comprenderás que huimos del lado equivocado, y siempre hay una verdad por descubrir. 7


Tu guía a través de las pesadillas, el orinauta es conocido por sumergirse en la profundidad de los sueños obteniendo la posibilidad de controlar o interactuar con el sueño, está en busca de una bestia ,resaltará hechos relevantes en las historias .


Más allá del Muro del Sueño

MÁS ALLÁ

URO DEL SUE M L ÑO DE

H. P. LOVECRAFT

«Lo que sabemos es una gota de agua; lo que ignoramos es el océano —Isaac Newton»

e pregunto a menudo si la mayoría de la humanidad se ha parado alguna vez a pensar en la enorme importancia que a veces tienen los sueños, y en el oscuro mundo al que pertenecen. Aunque la mayor parte de nuestras visiones nocturnas no son quizá más que débiles y fantásticos reflejos de nuestras experiencias vigiles. —en contra de lo que sostiene Freud con su simbolismo pueril— Hay sin embargo algunas cuyo carácter extramundano y etéreo permite una interpretación excepcional, y cuyo efecto vagamente emocional e inquietante sugiere posibles atisbos de una esfera de existencia mental no menos importante que la vida física, aunque separada de dicha vida por una barrera infranqueable. Según mi experiencia, no cabe duda de que el hombre, una vez perdida la conciencia terrena, reside en una vida incorpórea muy distinta de la vida que conocemos, de la qué, al despertar, sólo perduran los recuerdos más ligeros y confusos De estos recuerdos fragmentarios y brumosos pueden inferirse muchas cosas, aunque es poco lo que se puede demostrar. 9


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Es posible adivinar que en la vida onírica, lo que la tierra entiende por vitalidad y materia no son realidades necesariamente costantes; que el tiempo y el espacio no existen tal como nuestro yo vigil los comprende. A veces creo que esta vida menos material es nuestra vida más auténtica, y que nuestra vana presencia en el globo terráqueo es en sí misma un fenómeno secundario o meramente virtual. —Despertaba yo, una tarde del invierno de 1900, de una ensoñación juvenil colmada de divagaciones de este género, cuando ingresaron en la institución estatal para enfermos mentales en la que trabajo como interno al hombre cuyo caso me ha venido obsesionando de manera incesante desde entonces. Su nombre, según figura en su historial médico, era Joe Slater, o Slaader, y su aspecto era el Del típico habitante de la región de Catskill Mountain: uno de esos descendientes extraños y repugnantes de una raza de campesinos coloniales cuyo aislamiento durante casi tres siglos en una región montañosa y poco transitada les ha hundido en una especie de bárbara degeneración, en vez de progresar con sus hermanos mas afortunadamente asentados en distritos con cierta densidad de la población. Entre esas gentes extrañas, que equivalen justamente al elemento decadente del sur, no existe la ley ni la moral; y su nivel mental se encuentra sin duda por debajo del de cualquier sector de la población nativa americana.Joe Slater, que llegó a la institución bajo la vigilante custodia de cuatro policías estatales y fue calificado de persona sumamente peligrosa, no dio muestras de peligrosidad alguna la primera vez que le vi. Aunque de estatura bastante superior a la media, y de constitución algo musculosa, tenía un absurdo aspecto de inofensiva estupidez debido al azul pálido y soñoliento de sus ojillos aguanosos, 10


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su barba rala, descuidada y amarilla, y un grueso labio inferior que le colgaba con indiferencia. Se desconocía su edad, ya que estas gentes carecen de censos vecinales y de lazos familiares permanentes; pero por la calvicie de la parte delantera de su cabeza, y el estado de deterioro de sus dientes, el cirujano jefe le inscribió como hombre de unos cuarenta años. Por los informes médicos y judiciales —Nos enteramos de cuanto se había podido recoger sobre su caso; Este hombre, vagabundo, cazador y trampero, había sido siempre un extraño a los ojos de sus primitivos camaradas. Solía dormir más de lo corriente; y al despertar hablaba a menudo de forma tan singular sobre cosas que nadie sabia, que inspiraba temor aun en los corazones de un populacho sin imaginación. No es que su lenguaje fuese insólito en absoluto, pues jamás hablaba si no era en el degradado dialecto de su ambiente; pero el tono y tenor de sus expresiones eran de tan misteriosa extravagancia, que nadie podía escucharle sin aprensión. Por lo general, él mismo se mostraba tan aterrado y perplejo como, sus oyentes, y una hora después de despertar había olvidado cuanto había dicho, o al menos las razones que le habían impulsado a decirlo, cayendo en una normalidad bovina, semiafable, como la de los demás habitantes de los montes. A medida que Slater se fue haciendo mayor, al parecer, sus aberraciones matutinas se hicieron más frecuentes y violentas; hasta que alrededor de un mes antes de su llegada a la institución sucedió la espantosa tragedia que motivó su detención. Al despertar un mediodía del profundo sueño en que cayera sobre las cinco de la tarde del día anterior a causa de una orgía de whisky, el hombre 11


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empezó de repente a proferir unos aullidos tan espantosos y terribles, que atrajeron a varios vecinos a su choza Una pocilga inmunda donde convivía con una familia tan indescriptible como él. Saliendo precipitadamente a la nieve, alzó los brazos y comenzó a dar saltos en el aire, gritando que quería llegar a una «cabaña grande, grande, de techo, paredes y suelo resplandecientes, y una música lejana y singular». Cuando trataron de sujetarle dos hombres de regular estatura, se debatió con fuerza maníaca, gritando que quería y necesitaba buscar y matar a cierto «ser que brilla y tiembla y se ríe». Finalmente, tras derribar a uno de los que le sujetaban con un golpe repentino, se abalanzó sobre el otro en un demoníaco y sanguinario frenesí, gritando de forma enloquecedora que saltaría «muy alto y abrasaría cuanto se opusiera a su paso. La familia y los vecinos habían huido aterrados; y al regresar los más valerosos, Slater había desaparecido, dejando tras él una masa pulposa e irreconocible que una hora antes había sido un ser humano. Ninguno de los montañeses se había atrevido a seguirle, y probablemente se hubieran alegrado si hubiese muerto de frío; pero cuando, días después, oyeron sus alaridos en un barranco lejano, comprendieron que había logrado sobrevivir, y que, de una forma o de otra, había que eliminarle. A continuación se había organizado una cuadrilla de búsqueda que fueran cuales fuesen sus intenciones se convirtió en pelotón del sheriff cuando uno de los miembros de la escasa policía montada del estado vio casualmente a los buscadores, les interrogó y se unió finalmente a ellos.al tercer día encontraron a Slater inconsciente en el hueco de un árbol, y lo llevaron a la cárcel más próxima, donde lo reconocieron los alienistas de Albany tan 12


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pronto como volvió en si. Les contó una historia muy simple. Dijo que una tarde, hacia la puesta de sol, se había acostado después de haber bebido en exceso. Se había despertado de pie en la nieve, delante de su cabaña, con las manos ensangrentadas y el cadáver destrozado de su vecino Peter Slader a sus pies. Horrorizado, había echado a correr hacia los bosques en un vago esfuerzo por huir de la escena de lo que sin duda había sido su crimen. Aparte de esto, parecía no saber nada más; el experto en interrogatorios tampoco pudo sacar en claro un solo dato más. Esa noche Slater durmió tranquilo, y a la mañana siguiente despertó sin ningún síntoma particular, salvo cierta alteración en su modo de hablar. El doctor Barnard, que había estado observando al paciente, creyó notar en sus ojos azul pálido cierto brillo especial, y una tirantez en sus labios fláccidos apenas perceptible, como debida a una determinación inteligente. Pero al interrogarle, Slater cayó de nuevo en su habitual embotamiento de montañés, y se limitó a repetir lo que había dicho el día anterior. Al tercer día por la mañana ocurrió el primero de los ataques mentales del hombre. Tras manifestar ciertos síntomas de desasosiego durante el sueño, estalló en un acceso frenético tan tremendo que hicieron falta cuatro hombres para ponerle la camisa de fuerza. Los alienistas escucharon sus palabras con profunda atención, dada la enorme curiosidad que habían despertado en todos ellos las sugestivas historias, casi todas contradictorias e incoherentes, que habían contado su familia y sus vecinos. Slater estuvo desvariando durante más de un cuarto de hora, balbuceando en su tosco dialecto sobre verdes edificios de luz, océanos de espacio, extrañas músicas, y montes y valles sombríos. Pero sobre todo, se demoró hablando de cierta entidad misteriosa y resplandeciente que temblaba y reía y se burlaba de él. 13


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Esta entidad, inmensa y vaga, parecía haberle infligido un daño terrible, y era su deseo supremo matarla en triunfal venganza. Para lograrlo, decía, ascendería por encima de los abismos del vacío, abrasando cuantos obstáculos se interpusieran en su camino. Por esos derroteros corría su discurso, cuando cesó de la forma más inesperada. Se apagó en sus ojos el fuego de la locura, se quedó mirando con asombro a susinterrogadores, y les preguntó por qué le tenían atado. El doctor Barnard le quitó el arnés de cuero y no se lo volvió a poner hasta la noche, en que logró convencer a Slater para que se lo colocara voluntariamente, por su propio bien. El hombre había admitido ahora que a veces hablaba de manera extraña, aunque no sabía por qué. En el curso de una semana sufrió dos ataques más, aunque los doctores no lograron averiguar nada. Sin embargo, especularon extensamente sobre el origen de las visiones de Slater, ya que, como no sabía leer ni escribir, y .al parecer no había oído contar jamás una sola leyenda ni cuento de hadas, su espléndida imaginación resultaba totalmente inexplicable. El hecho de que el desventurado lunático se expresara sólo en su lenguaje simple probaba claramente que aquello no lo había sacado de ninguna fábula ni mito conocidos. Desvariaba sobre cosas que no entendía ni era capaz de interpretar; cosas que él pretendía saber, pero que no podía haber conocido a través de un relato coherente y normal. Los alienistas coincidieron muy pronto en que el fundamento de su perturbación estaba en sus sueños anormales; sueños cuya viveza podía llegar a dominar por completo, durante un rato, la mente vigil de este hombre básicamente inferior.Slater fue juzgado por homicidio con el debido rigor, se le absolvió a causa de su demencia, y fue internado en la institución en la que yo ocupaba una modesta plaza. 14


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—He dicho ya que soy un constante especulador sobre la vida onírica, de modo que es fácil imaginar la ansiedad con que me dediqué al estudio del nuevo paciente, tan pronto como comprobé la veracidad de su caso. El pareció percibir cierta simpatía en mí, consecuencia sin duda del interés que yo no podía ocultar, y de la manera afable con que le preguntaba. No llegó a reconocerme nunca durante sus ataques, en los que yo escuchaba con el aliento contenido sus descripciones caóticas, aunque cósmicas; pero me conocía en sus horas de tranquilidad, cuando permanecía sentado junto a su ventana enrejada, trenzando cestos de paja y de sauce, tal vez con el pensamiento puesto en la libertad de las montañas que quizá no volvería a disfrutar. Su familia no fue jamás a visitarle; probablemente porque había encontrado a otro jefe temporal, según es costumbre en esas gentes decadentes de las montañas Poco a poco, empecé a sentir una abrumadora admiración por las locas y frenéticas concepciones de Joe Slater. En si mismo, el hombre era lastimosamente inferior, tanto desde el punto de vista mental como lingüístico; pero sus visiones espléndidas y gigantescas, aunque descritas en una jerga bárbara e incoherente, eran de tal naturaleza que sólo un cerebro excepcional y superior sería capaz de concebir. —¿Cómo, me preguntaba a menudo, la embotada imaginación de un degenerado de Catskill era capaz de evocar visiones Cuya sola posesión implicaba una latente chispa de genio? —¿Cómo había podido alcanzar un rústico palurdo nada menos que una idea de esas regiones luminosas y excelsas del espacio de las que hablaba Slater en sus furiosos delirios?

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Cada vez me sentía más inclinado a creer que en la personalidad que se humillaba ante mí se encontraba el núcleo perturbado de algo que escapaba a mi entendimiento, de algo que estaba infinitamente más allá de la comprensión de mis colegas más expertos, aunque médica y científica— mente menos imaginativos que yo. Y sin embargo, no conseguía sacar nada en concreto de Este hombre. El resumen de toda mi investigación era que Slater vagaba o flotaba en una especie de vida Onírica semicorporal por espléndidos y prodigiosos valles, prados, jardines, ciudades y palacios de luz, en una región ilimitada y desconocida para el hombre; que allí no era un campesino y un degenerado, sino una criatura importante y de vida intensa que se desenvolvía de forma orgullosa y dominante, y sólo la obstaculizaba determinado enemigo mortal, una entidad visible al parecer, aunque de constitución etérea y carente de forma humana, ya que Slater jamás la mencionaba como si fuese un hombre ni cosa alguna, sino como el ser. Y este ser le había infligido a Slater alguna clase de daño espantoso pero desconocido, del que el maníaco «si es que era maníaco» ansiaba vengarse.Por el modo en que Slater aludía a sus relaciones, supuse que él y el ser luminoso se habían enfrentado en igualdad de condiciones; que en su existencia onírica, el hombre era también un ser luminoso de la misma raza que su enemigo. Esta impresión la confirmaban sus frecuentes referencias a volar por el espacio y abrasar ideas se interpusiese en su caminoNo obstante, tales ideas las formulaba en unos términos rudimentarios y totalmente inapropiados para expresarlos, circunstancia que me llevó a la conclusión de que si existía efectivamente un mundo onírico, el lenguaje oral no era su medio de transmisión de pensamientos.

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—¿Sería quizá, que el Alma soñadora que habitaba este cuerpo inferior estaba luchando desesperadamente por decir cosas que la lengua simple y defectuosa de la torpeza no era capaz de expresar? —¿Acaso me encontraba ante emanaciones intelectuales que podían explicar el misterio, con tal de que fuese yo capaz de aprender a descubrirlas y leerlas? No dije nada de todo esto a los médicos mayores que yo, pues la madurez es escéptica, cínica, y está poco dispuesta a aceptar ideas nuevasdemás, el director de la institución me había advertido últimamente, con su tono paternal, que trabajaba demasiado; que mi cabeza necesitaba descansar.Yo tenía desde hacia tiempo la convicción de que el pensamiento humano está compuesto fundamentalmente de emociones moleculares capaces de convertirse en ondas o radiaciones de energía como el calor, la luz y la electricidad. Esta creencia me había llevado muy pronto a pensar en la posibilidad de establecer comunicación telepática o mental por medio de un aparato adecuado, y en mis tiempos de la universidad había confeccionado un juego de aparatos transmisores y receptores, en cierto modo semejantes a los voluminosos artilugios utilizados en la telegrafía sin hilos de esa época rudimentaria anterior a la radio. Los había probado con un compañero de estudios, aunque no había conseguido ningún resultado positivo; luego los había empaquetado y arrinconado, junto con otros chismes científicos, por si me hacían falta más adelante.Ahora, en mi intenso deseo de sondear la vida onírica de Joe Slater, busqué estos instrumentos otra vez, y me pasé varios días reparándolos para ponerlos en correcto funcionamiento.

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Cuando los tuve a punto nuevamente, no perdí ocasión de probarlos. Cada vez que Joe Slater sufría un acceso, acoplaba el transmisor en su frente y el receptor en la mía, efectuando constantes y delicados ajustes para distintas e hipotéticas longitudes de onda de energía mental. Yo tenía muy poca idea, caso de que se produjera dicha transmisión, de cómo las señales mentales emitidas despertarían una respuesta inteligente en mi cerebro; pero estaba convencido de que podría percibirías e interpretarlas. De modo que seguí adelante con mis experimentos, aunque sin informar a nadie de su naturaleza. Y el veintiuno de febrero de 1901, ocurrió. Al pensar en ello ahora, después de tantos años, me doy cuenta de lo inverosímil que parece, y a veces me pregunto si el doctor Fenton no tenía razón cuando lo atribuyó todo a mi excitada imaginación. Recuerdo que me escuchó con gran amabilidad y paciencia cuando se lo conté, pero después me dio unos polvos sedantes, y me concedió medio año de vacaciones, de las que empecé a disfrutar a la semana siguiente. Aquella noche fatídica me sentía enormemente inquieto y preocupado, ya que a pesar de los excelentes cuidados que Joe Slater recibía, se moría de manera inequívoca. Quizá era la nostalgia de su libertad en las montañas lo que le consumía; o puede que el trastorno de su cerebro se había vuelto demasiado agudo para poderlo soportar su organismo indolente; el caso es que la llama de la vitalidad se iba apagando en aquel cuerpo decadente. Cayó en un sopor al acercarse el final, y al anochecer se sumió en un sueño inquieto. No le puse la camisa de fuerza, como era costumbre cuando dormía, ya que le vi demasiado débil para que se pusiese peligroso, aun cuando sufriera un acceso de violencia antes de 18


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expirar. Pero ajusté en su cabeza y en la mía los dos extremos de mi «radio» cósmica, esperando, contra toda esperanza, un primer y último mensaje del mundo de los sueños, en el escaso tiempo que quedaba. En la celda, con nosotros, estaba un enfermero, un tipo mediocre que no entendía el objeto de mi aparato, ni se le ocurrió preguntarme qué estaba haciendo. Pasadas algunas horas, le vi inclinar pesadamente la cabeza vencido por el sueño, pero no le mo— lesté. Yo mismo, sosegado por las rítmicas respiraciones del hombre sano y del moribundo, empecé a cabecear poco después. El rumor de una melodía lírica y misteriosa —me despabiló,Cuerdas, vibraciones, armonías extáticas. resonaba apasionadamente en todas partes, en tanto que, ante mis ojos arrobados, irrumpía un prodigioso espectáculo de absoluta belleza. Muros, columnas y arquitrabes de fuego viviente resplandecían cegadores alrededor del lugar donde yo parecía flotar en el aire, y se elevaban hasta una cúpula de altura infinita e indescriptible splendor Mezclándose con este alarde de radiante magnificencia, o más bien suplantándolo periódicamente en calidoscópica rotación, surgían fugaces visiones de inmensas llanuras y valles graciosos y altísimas montañas y grutas seductoras, todo ello adornado con los atributos más encantadores que mis fascinados ojos eran capaces de concebir, aunque formado de una sustancia plástica, esplendorosa y etérea, que participaba tanto del espíritu como de la materia. Mientras miraba, me di cuenta de que en mi propio cerebro estaba la clave de estas encantadoras metamorfosis; pues cada paisaje que se me aparecía era el que mi mente cambiante deseaba contemplar. En medio de estas regiones elíseas, yo no 19


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era un extraño; pues cada visión y sonido me era familiar; como lo había sido antes, durante innumerables evos de eternidad, y lo seguiría siendo eternamente en el futuro. Luego se acercó el aura resplandeciente de mi hermano de luz y entabló un coloquio conmigo, de alma a alma, en mudo y perfecto intercambio de pensamientos Era la hora del triunfo inminente; pues, ¿acaso no iba a escapar al fin para siempre mi compañero de la periódica y degradante esclavitud, y se disponía a seguir al maldito opresor hasta los supremos campos del éter, desde los cuales podía lanzar una venganza cósmica y abrasadora capaz de hacer estremecer las esferas? Estuvimos flotando así algún tiempo, hasta que, percibí un leve emborronamiento de los objetos que nos rodeaban, como si una fuerza me llamase a la tierra... que era adonde menos deseaba yo ir. La forma que estaba cerca de mi pareció sentir el mismo cambio también, ya que gradualmente llevó su discurso hacia una conclusión, se dispuso a abandonar el escenario, y desapareció de mi vista algo menos rápidamente de como lo habían hecho los demás objetos. Intercambiamos unos cuantos pensamientos más, y supe que el ser luminoso y yo debíamos volver a la esclavitud, aunque para mi hermano de luz sería la última vez. Casi consumido su doloroso caparazón terrestre, mi compañero tardaría menos de una hora en liberarse, y estar en disposición de perseguir al opresor a lo largo de la Vía Láctea y más allá de las estrellas, hasta los mismos confines del infinito. Un impacto muy definido separa mi impresión final del evanescente escenario luminoso respecto de mi súbito y algo avergonzado despertar y enderezamiento en la silla, al ver moverse de manera vacilante la agónica figura de la cama. 20


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En efecto, Joe Slater se estaba despertando, aunque quizá por última vez. Al observarle con más atención, vi que en sus flacas mejillas brillaban unas manchas de color que nunca había tenido. Sus labios, también, parecían extraños: los tenía muy apretados, como por la fuerza de un carácter más enérgico que el que siempre había manifestado el paciente. Por último, empezó a ponérsele la cara tensa, y volvió la cabeza desasosegadamente y con los ojos cerrados.No desperté al enfermero dormido, sino que volví a ajustarle el casco de mi «radio» telepática, que se le había ladeado ligeramente, dispuesto a captar cualquier mensaje de despedida que el soñador pudiera emitir. De pronto, volvió la cabeza con energía hacia mi, con los ojos abiertos, y me quedé mirándole con asombro. El hombre que había sido Joe Slater, el decadente de Catskill, me observaba con ojos luminosos y dilatados cuyo azul parecía haberse vuelto sutilmente más profundo. En aquella mirada no se percibía rastro alguno de locura ni de degeneración, y tuve la certeza de que estaba viendo un semblante tras el que había una mente activa de primer orden. En esta coyuntura, mi cerebro tuvo conciencia de estar recibiendo una influencia firme y externa. Cerré los ojos para concentrar más profundamente mis pensamientos, y vi recompensado este esfuerzo por el conocimiento positivo de que mi tanto tiempo anhelado el mensaje mental había llegado al fin.. no se utilizó ningún lenguaje real, mi habitual asociación de concepción y expresión fue tan grande que me pareció recibir el mensaje en inglés ordinario. Joe Slater ha muerto —me llegó la voz paralizadora de un agente de más allá del muro del sueño. Mis ojos abiertos buscaron el lecho Del dolor con horrorizada curiosidad, pero los ojos azules aún me miraban serenamente, y el semblante aún estaba 21


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animado por la inteligencia—. Es mejor que haya muerto, ya que no estaba preparado para contener el intelecto activo de una entidad cósmica. Su cuerpo grosero no ha podido soportar los ajustes necesarios entre la vida etérea y la vida planetaria. Era demasiado animal, demasiado poco humano; sin embargo, gracias a su deficiencia, has llegado tú a descubrirme, ya que las almas cósmicas y las planetarias no deberían encontrarse jamás. El ha sido mi tormento y mi prisión diurna durante cuarenta y dos de vuestros años terrestres. «Soy una entidad como aquella en la que tú mismo te conviertes cuando duermes libremente sin sueños. Soy tu hermano de luz, y he flotado contigo por los valles resplandecientes. No me está permitido hablar al yo vigil de tu ser real; pero somos vagabundos de los espacios inmensos y viajeros de los vastos períodos de tiempo. Quizá, el año próximo, esté yo morando en el Egipto que vosotros llamáis antiguo, o en el imperio cruel de Tsan Chan, que llegará dentro de tres mil años. Tú y yo hemos vagado por los mundos que giran en torno al rojo Arcturus, y hemos vivido en los cuerpos de los filósofos— insectos que se arrastran orgullosos sobre la cuarta luna de Júpiter. ¡ Qué poco conoce el yo terrestre la vida y sus dimensiones! ¡Qué poco, en efecto, debe saber, para su propia tranquilidad! «No puedo hablar del opresor. Los de la tierra habéis notado inconscientemente su lejana presencia... vosotros, que sin saberlo disteis ociosamente el nombre de Algol, la estrella del Demonio a ese faro parpadeante. Durante evos interminables he intentado en vano enfrentarme y vencer al opresor, retenido por ataduras corporales. Esta noche voy como una 22


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Némesis por tando justa y abrasadoramente la venganza cataclísmica. Mírame en el cielo, muy cerca de la estrella del Demonio. «No puedo seguir hablando, ya que el cuerpo de Joe Slater se está quedando frió y rígido, y el tosco cerebro está dejando de vibrar como yo quiero. Has sido mi único amigo en este planeta, la única alma que me ha sentido y me ha buscado en la repugnante forma que yace en este lecho. Nos veremos otra vez, quizá en las brillantes brumas de la Espada de Orión, quizá en una meseta desolada del Asia prehistórica, quizá en sueños no recordados esta noche, o bajo alguna otra forma, en los evos venideros, cuando el sistema solar haya dejado de existir» En ese instante se interrumpieron bruscamente las ondas de pensamiento, y los pálidos ojos del soñador —¿ o debo decir del hombre muerto?— sus ojos comenzaron a vidriarse como los de un pez. Medio estupefacto, me acerqué a la cama y le cogí la muñeca, pero la encontré fría, rígida, sin pulso. Volvieron a palidecer las mejillas, y se abrieron los gruesos labios revelando los dientes repulsivamente corroídos del degenerado Joe Slater. Me sacudió un escalofrío; eché una manta sobre el rostro espantoso, y desperté al enfermero. Luego salí de la celda y me fui en silencio a mi habitación. Sentía un inexplicable y repentino deseo de dormir y soñar cosas que no debo recordar. ¿El clímax? ¿Qué informe puramente científico’ puede presumir de tal efecto retórico? Me he limitado a consignar ciertos hechos que considero reales, para dejar que vosotros los interpretéis a vuestro gusto. Como he reconocido ya, mi director, el doctor Fenton, niega que sea real lo que he relatado. Jura que sufrí una crisis nerviosa, y que necesitaba muchísimo esas largas vacaciones pagadas que tan generosamente me concedió. Me asegura por su honor profesional que Joe Slater era un paranoico profundo, cuyas fantásticas ideas debían provenir 23


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de toscas historias que siempre se transmiten de generación en generación, aun en las comunidades más decadentes. Todo eso me dice... sin embargo, no puedo olvidar lo que vi en el cielo, la noche siguiente a la muerte de Slater. «El 22 de febrero de 1901, el doctor Anderson de Edimburgo descubrió una nueva y maravillosa estrella, no muy lejos de Algol. Hasta ahora, no se había visto estrella alguna en ese punto. Dentro de veinticuatro horas, la desconocida había adquirido tal brillo que había superado el resplandor de Capella. En el plazo de una semana o dos, había menguado visiblemente, y en el curso de unos meses apenas se distinguía a simple vista».

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Carta a una señora en París

CARTA A UNA

RA EN PARÍ S SEÑO JULIO CORTAZAR

«Muerto o vivo, no hay otro camino...» Proverbio aborígen..

A

ndrée, yo no quería venirme a vivir a su departamento de la calle Suipacha. No tanto por los conejitos, más bien porque me duele ingresar en un orden cerrado, construido ya hasta en las más finas mallas del aire, esas que en su casa preservan la música de la lavanda, el aletear de un cisne con polvos, el juego del violín y la viola en el cuarteto de Rará. Me es amargo entrar en un ámbito donde alguien que vive bellamente lo ha dispuesto todo como una reiteración visible de su alma, aquí los libros (de un lado en español, del otro en francés e inglés), allí los almohadones verdes, en este preciso sitio de la mesita el cenicero de cristal que parece el corte de una pompa de jabón, y siempre un perfume, un sonido, un crecer de plantas, una fotografía del amigo muerto, ritual de bandejas con té y tenacillas de azúcar.. Ah, querida Andrée, qué difícil oponerse, aun aceptándolo con entera sumisión del propio ser, al orden minucioso que una mujer instaura en su liviana residencia. Cuán culpable tomar una tacita de metal y ponerla al otro extremo de la mesa, ponerla

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allí simplemente porque uno ha traído sus diccionarios ingleses y es de este lado, al alcance de la mano, donde habrán de estar. Mover esa tacita vale por un horrible rojo inesperado en medio de una modulación de Ozenfant, como si de golpe las cuerdas d e todos los contrabajos se rompieran al mismo tiempo con el mismo espantoso chicotazo en el instante más callado de una sinfonía de Mozart. Mover esa tacita altera el juego de relaciones de toda la casa, de cada objeto con otro, de cada momento de su alma con el alma entera de la casa y su habitante lejana. Y yo no puedo acercar los dedos a un libro, ceñir apenas el cono de luz de una lámpara, destapar la caja de música, sin que un sentimiento de ultraje y desafío me pase por los ojos como un bando de gorriones. Usted sabe por qué vine a su casa, a su quieto salón solicitado de mediodía. Todo parece tan natural, como siempre que no se sabe la verdad. Usted se ha ido a París, yo me quedé con el departamento de la calle Suipacha, elaboramos un simple y satisfactorio plan de mutua convivencia hasta que septiembre la traiga de nuevo a Buenos Aires y me lance a mí a alguna otra casa donde quizá... Pero no le escribo por eso, esta carta se la envío a causa de los conejitos, me parece justo enteraría; y porque me gusta escribir cartas, y tal vez porque llueve. Me mudé el jueves pasado, a las cinco de la tarde, entre niebla y hastío. He cerrado tantas maletas en mi vida, me he pasado tantas horas haciendo equipajes que no llevaban a ninguna parte, que el jueves fue un día lleno de sombras y correas, porque cuando yo veo las correas de las valijas es como si viera sombras, elementos de un látigo que me azota indirectamente, de la manera más sutil y más horrible. Pero hice las maletas, avisé a la mucama que vendría a instalarme, y subí en el ascensor. 26


Carta a una señora en París

Justo entre el primero y en el segundo piso senti que iba a vomitar un conejito. Nunca se lo había explicado antes, no crea que por deslealtad, pero naturalmente uno no va a ponerse a explicarle a la gente que de cuando en cuando uno vomita un conejito . Como siempre me ha sucedido estando a solas, guardaba el hecho igual que se guardan tantas constancias de lo que acaece (o hace uno acaecer) en la privacía total. No me lo reproche, Andrée, no me lo reproche. De cuando en cuando me ocurre vomitar un conejito. No es razón para no vivir en cualquier casa, no es razón para que uno tenga que avergonzarse y estar aislado y andar callándose. —Cuando siento que voy a vomitar un conejito me pongo dos dedos en la boca como una pinza abierta, y espero a sentir en la garganta la pelusa tibia que sube como una efervescencia de sal de frutas. Todo es veloz e higiénico, transcurre en un brevísimo instante. Saco los dedos de la boca, y en ellos traigo sujeto por las orejas a un conejito blanco. El conejito parece contento, es un conejito normal y perfecto, sólo que muy pequeño, pequeño como un conejillo de chocolate pero blanco y enteramente un conejito. Me lo pongo en la palma de la mano, le alzo la pelusa con una caricia de los dedos, el conejito parece satisfecho de haber nacido y bulle y pega el hocico contra mi piel, moviéndolo con esa trituración silenciosa y cosquilleante del hocico de un conejo contra la piel de una mano. Busca de comer y entonces yo (hablo de cuando esto ocurría en mi casa de las afueras) lo saco conmigo al balcón y lo pongo en la gran maceta donde crece el trébol que a propósito he sembrado. El conejito alza del todo sus orejas, envuelve un trébol tierno con un veloz molinete del hocico, y yo sé que puedo dejarlo e irme, 27


Julio Cortazar

continuar por un tiempo una vida no distinta a la de tantos que compran sus conejos en las granjas. Entre el primero y segundo piso, Andrée, como un anuncio de lo que sería mi vida en su casa, supe que iba a vomitar un conejito. En seguida tuve miedo¿o era extrañeza? No, miedo de la misma extrañeza, acaso) porque antes de dejar mi casa, sólo dos días antes, había vomitado un conejito y estaba seguro por un mes, por cinco semanas, tal vez seis con un poco de suerte. Mire usted, yo tenía perfectamente resuelto el problema de los conejitos. Sembraba trébol en el balcón de mi otra casa, vomitaba un conejito, lo ponía en el trébol y al cabo de un mes, cuando sospechaba que de un momento a otro... entonces regalaba el conejo ya crecido a la señora de Molina, que creía en un hobby y se callaba. Ya en otra maceta venía creciendo un trébol tierno y propicio, yo aguardaba sin preocupación la mañana en que la cosquilla de una pelusa subiendo me cerraba la garganta, y el nuevo conejito repetía desde esa hora la vida y las costumbres del anterior. Las costumbres, Andrée, son formas concretas del ritmo, son la cuota del ritmo que nos ayuda a vivir. No era tan terrible vomitar conejitos una vez que se había entrado en el ciclo invariable, en el método. Usted querrá saber por qué todo ese trabajo, por qué todo ese trébol y la señora de Molina. Hubera sido preferible matar en seguida al conejito y... Ah, tendría usted que vomitar tan sólo uno, tomarlo con dos dedos y ponérselo en la mano abierta, adherido aún a usted por el acto mismo, por el aura inefable de su proximidad apenas rota. Un mes distancia tanto; un mes es tamaño, largos pelos, saltos, ojos salvajes, diferencia absoluta Andrée, un mes es un conejo, hace de veras a un conejo; pero el minuto inicial, cuando el copo tibio y bullente encubre una 28


Carta a una señora en París

presencia inajenable. Como un poema en los primeros minutos, el fruto de una noche de Idumea: tan de uno que uno mismo... y después tan no uno, tan aislado y distante en su llano mundo blanco tamaño carta. Me decidí, con todo, a matar el conejito apenas naciera. Yo viviría cuatro meses en su casa: cuatro —quizá, con suerte, tres— cucharadas de alcohol en el hocico. ¿Sabe usted que la misericordia permite matar instantáneamente a un conejito dándole a beber una cucharada de alcohol? Su carne sabe luego mejor, dicen, aun—que yo... Tres o cuatro cucharadas de alcohol, luego el cuarto de baño o un piquete sumándose a los desechos.) Al cruzar el tercer piso el conejito se movía en mi mano abierta. Sara esperaba arriba, para ayudarme a entrar las valijas... ¿Cómo explicarle que un capricho, una tienda de animales? Envolví el conejito en mi pañuelo, lo puse en el bolsillo del sobretodo dejando el sobretodo suelto para no oprimirlo. Apenas se movía. Su menuda conciencia debía estarle revelando hechos importantes: que la vida es un movimiento hacia arriba con un click final, y que es también un cielo bajo, blanco, envolvente y oliendo a Lavanda, en el fondo de un pozo tibio. Sara no vio nada, la fascinaba demasiado el arduo problema de ajustar su sentido del orden a mi valija—ropero, mis papeles y mi displicencia ante sus elaboradas explicaciones donde abunda la expresión «por ejemplo». Apenas pude me encerré en el baño; matarlo ahora. Una fina zona de calor rodeaba el pañuelo, el conejito era blanquísimo y creo que más lindo que los otros. No me miraba, solamente bullía y estaba contento, lo que era el más horrible modo de mirarme. 29


Julio Cortazar

Lo encerré en el botiquín vacío y me volví para desempacar, desorientado pero no infeliz, no culpable, no jabonándome las manos para quitarles una última convulsión. Comprendí que no podía matarlo. Pero esa misma noche vomité un conejito negro. Y dos días después uno blanco. Y a la cuarta noche un conejito gris. Usted ha de amar el bello armario de su dormitorio, con la gran puerta que se abre generosa, las tablas vacías a la espera de mi ropa. Ahora los tengo ahí. Ahí dentro. Verdad que parece imposible; ni Sara lo creería. Porque Sara nada sospecha, y el que no sospeche nada procede de mi horrible tarea, una tarea que se lleva mis días y mis noches en un solo golpe de rastrillo y me va calcinando por dentro y endureciendo como esa estrella de mar que ha puesto usted sobre la bañera y que a cada baño parece llenarle a uno el cuerpo de sal y azotes de sol y grandes rumores de la profundidad. De día duermen hay diez. De día duermen. Con la puerta cerrada, el armario es una noche diurna solamente para ellos, allí duermen su noche con sosegada obediencia. Me llevo las llaves del dormitorio al partir a mi empleo. Sara debe creer que desconfío de su honradez y me mira dubitativa, se le ve todas las mañanas que está por decirme algo, pero al final se calla y yo estoy tan contento. Cuando arregla el dormitorio, de nueve a diez, hago ruido en el salón, pongo un disco de Benny Carter que ocupa toda la atmósfera, y como Sara es también amiga de saetas y pasodobles, el armario parece silencioso y acaso lo esté, porque para los conejitos transcurre ya la noche y el descanso. Su día principia a esa hora que sigue a la cena, cuando Sara se lleva la bandeja con un menudo tintinear de tenacillas de 30


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azúcar, me desea buenas noches —sí, me las desea, Andrée, lo más amargo es que me desea las buenas noches. Se encierra en su cuarto y de pronto estoy yo solo, solo con el armario condenado, solo con mi deber y mi tristeza. Los dejo salir, lanzarse ágiles al asalto del salón, oliendo vivaces el trébol que ocultaban mis bolsillos y ahora hace en la alfombra efímeras puntillas que ellos alteran, remueven, acaban en un momento. Comen bien, callados y correctos, hasta ese instante nada tengo que decir, los miro solamente desde el sofá, con un libro inútil en la mano —yo que quería leerme todos sus Giraudoux, Andrée, y la historia argentina de López que tiene usted en el anaquel más bajo—; y se comen el trébol. Son diez. Casi todos blancos. Alzan la tibia cabeza hacia las lámparas del salón, los tres soles inmóviles de su día, ellos que aman la luz porque su noche no tiene luna ni estrellas ni faroles. Miran su triple sol y están contentos. Así es que saltan por la alfombra, a las sillas, diez manchas livianas se trasladan como una moviente constelación de una parte a otra, mientras yo quisiera verlos quietos, verlos a mis pies y quietos —un poco el sueño de todo dios, Andrée, el sueño nunca cumplido de los dioses, no así insinuándose detrás del retrato de Miguel de Unamuno, en torno al jarrón verde claro, por la negra cavidad del escritorio, siempre menos de diez, siempre seis u ocho y yo preguntándome dónde andarán los dos que faltan, y si Sara se levantara por cualquier cosa, y la presidencia de Rivadavia que yo quería leer en la historia de López. No sé cómo resisto, Andrée. Usted recuerda que vine a descansar a su casa. No es culpa mía si de cuando en cuando vomito un conejito, si esta mudanza me alteró también por dentro —no es nominalismo, no es magia, solamente que las 31


Julio Cortazar

cosas no se pueden variar así de pronto, a veces las cosas viran brutalmente y cuando usted esperaba la bofetada a la derecha—. Así, Andrée, o de otro modo, pero siempre así. Le escribo de noche. Son las tres de la tarde, pero le escribo en la noche de ellos. De día duermen ¡Qué alivio esta oficina cubierta de gritos, órdenes, máquinas Royal, vicepresidentes y mimeógrafos! Qué alivio, qué paz, qué horror, Andrée! Ahora me llaman por teléfono, son los amigos que se inquietan por mis noches recoletas, es Luis que me invita a caminar o Jorge que me guarda un concierto. Casi no me atrevo a decirles que no, invento prolongadas e ineficaces historias de mala salud, de traducciones atrasadas, de evasión Y cuando regreso y subo en el ascensor ese tramo, entre el primero y segundo piso me formulo noche a noche irremediablemente la vana esperanza de que no sea verdad. Hago lo que puedo para que no destrocen sus cosas. Han roído un poco los libros del anaquel más bajo, usted los encontrará disimulados para que Sara no se dé cuenta. ¿Quería usted mucho su lámpara con el vientre de porcelana lleno de mariposas y caballeros antiguos? El trizado apenas se advierte, toda la noche trabajé con un cemento especial que me vendieron en una casa inglesa —usted sabe que las casas inglesas tienen los mejores cementos— y ahora me quedo al lado para que ninguno la alcance otra vez con las patas (es casi hermoso ver cómo les gusta pararse, nostalgia de lo humano distante, quizá imitación de su dios ambulando y mirándolos hosco; además usted habrá advertido —en su infancia, quizá— que se puede dejar a un conejito en penitencia contra la pared, parado, las patitas apoyadas y muy quieto horas y horas). A las cinco de la mañana (he dormido un poco, tirado en el sofá verde y despertándome a cada carrera afelpada, a cada tintineo) 32


Carta a una señora en París

los pongo en el armario y hago la limpieza. Por eso Sara encuentra todo bien aunque a veces le he visto algún asombro contenido, un quedarse mirando un objeto, una leve decoloración en la alfombra y de nuevo el deseo de preguntarme algo, pero yo silbando las variaciones sinfónicas de Franck, de manera que nones. Para qué contarle, Andrée, las minucias desventuradas de ese amanecer sordo y vegetal, en que camino entredormido levantando cabos de trébol, hojas sueltas, pelusas blancas, dándome contra los muebles, loco de sueño, y mi Gide que se atrasa, Troyat que no he traducido, y mis respuestas a una señora lejana que estará preguntándose ya si... para qué seguir todo esto, para qué seguir esta carta que escribo entre teléfonos y entrevistas. Andrée, querida Andrée, mi consuelo es que son diez y ya no más. Hace quince días contuve en la palma de la mano un último conejito, después nada, solamente los diez conmigo, su diurna noche y creciendo, ya feos y naciéndoles el pelo largo, ya adolescentes y llenos de urgencias y caprichos, saltando sobre el busto de Antinoo (¿es Antinoo, verdad, ese muchacho que mira ciegamente?) o perdiéndose en el living, donde sus movimientos crean ruidos resonantes, tanto que de allí debo echarlos por miedo a que los oiga Sara y se me aparezca horripilada, tal vez en camisón —porque Sara ha de ser así, con camisón— y entonces... Solamente diez, piense usted esa pequeña alegría que tengo en medio de todo, la creciente calma con que franqueo de vuelta los rígidos cielos del primero y el segundo piso.

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Julio Cortazar

ili

El Onirauta ha encontrado a los 11 Conejos.

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Carta a una señora en París

Interrumpí esta carta porque debía asistir a una tarea de comisiones. La continúo aquí en su casa, Andrée, bajo una sorda grisalla de amanecer. ¿Es de veras el día siguiente, Andrée? Un trozo en blanco de la página será para usted el intervalo, apenas el puente que une mi letra de ayer a mi letra de hoy. Decirle que en ese intervalo todo se ha roto, donde mira usted el puente fácil oigo yo quebrarse la cintura furiosa del agua, para mí este lado del papel, este lado de mi carta no continúa la calma con que venía yo escribiéndole cuando la dejé para asistir a una tarea de comisiones. En su cúbica noche sin tristeza duermen once conejitos; acaso ahora mismo, pero no, no ahora — En el ascensor, luego, o al entrar; ya no importa dónde, si el cuándo es ahora, si puede ser en cualquier ahora de los que me quedan. Basta ya, he escrito esto porque me importa probarle que no fui tan culpable en el destrozo insalvable de su casa. Dejaré esta carta esperándola, sería sórdido que el correo se la entregara alguna clara mañana de París. Anoche di vuelta los libros del segundo estante, alcanzaban ya a ellos, parándose o saltando, royeron los lomos para afilarse los dientes —no por hambre, tienen todo el trébol que les compro y almaceno en los cajones del escritorio. Rompieron las cortinas, las telas de los sillones, el borde del autorretrato de Augusto Torres, llenaron de pelos la alfombra y también gritaron, estuvieron en círculo bajo la luz de la lámpara, en círculo y como adorándome, y de pronto gritaban, gritaban como yo no creo que griten los conejos. He querido en vano sacar los pelos que estropean la alfombra, alisar el borde de la tela roída, encerrarlos de nuevo en el armario. El día sube, tal vez Sara se levante pronto. Es casi extraño que no me importe verlos brincar en busca de juguetes. 35


Ánonimo

No tuve tanta culpa, usted verá cuando llegue que muchos de los destrozos están bien reparados con el cemento que compré en una casa inglesa, yo hice lo que pude para evitarle un enojo... En cuanto a mí, del diez al once hay como un hueco insuperable. Usted ve: diez estaba bien, con un armario, trébol y esperanza, cuántas cosas pueden construirse. No ya con once, porque decir once es seguramente doce, Andrée, doce que serán trece. Entonces está el amanecer y una fría soledad en la que caben la alegría, los recuerdos, usted y acaso tantos más. Está este balcón sobre Suipacha lleno de alba, los primeros sonidos de la ciudad. No creo que les sea difícil juntar once conejitos salpicados sobre los adoquines, tal vez ni se fijen en ellos, atareados con el otro cuerpo que conviene llevarse pronto, antes de que pasen los primeros colegiales.

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La verdadera diferencia entre Perros y Gatos

El Onirauta ha encontrado a Clรกvicula

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Ánonimo

LA

DERA DIFEREN A D C R VE TRE PERROS Y GATOIA S EN ANÓNIMO

, los gatos fueron adorados como dioses y todavía no lo han olvidado. os es el océano»..

L

a madrugada llegó imprevistamente, sin discusiones, sin debates, sin polémicas, acaso aprovechando los efectos de un torrontés corrosivos que nos hervía en la cabeza. Algunos fumábamos en silencio, otros dormitaban sobre las mesas, desparramando los naipes y los dados caprichosos. El único ser vivo del bar que aún se mantenía activo era la Ñata, una perra abandonada que se nos había arrimado una tarde y que desde entonces nos acompaña. Aquella noche en particular la Ñata estaba especialmente activa. Iba de un lado a otro del salón, olisqueando zapatos y reclamando algún resto de comida. Como todos los perros fieles, la Ñata se conformaba con poco, A veces una caricia alcanzaba para hacerla olvidar el hambre. No obstante, otra criatura misteriosa lo observaba todo desde las alturas. Su nombre era Clavícula, una gata insidiosa y astuta que secuestraba minutas de las mesas, y que ninguno de nosotros llegó a acariciar realmente, salvo cuando ella lo decidía. 38


La verdadera diferencia entre Perros y Gatos

—¿Usted qué opina, profesor Lugano? ¿Perros o gatos? — preguntó un acólito que todavía se mantenía razonablemente lúcido El profesor no respondió. En cambio, le echó una mirada misericordiosa mientras se servía otra caña. —Yo amo a los perros. —continuó el hombre— Los adoro. Y le voy a decir por qué. Mejor dicho, voy a demostrárselo El hombre tomó un resto de churrasco del plato, revoloteado por moscas obesas, y llamó a la Ñata, La perra se acercó, primero con cautela, pero sobre todo con desconfianza por la presa jugosa que se le ofrecía, y luego empezó a mover la cola y a trotar animadamente hacia el hombre. Cuando el bocado estuvo al alcance de su boca el hombre le dio un tremendo golpe en el hocicoLa Ñata retrocedió, confundida. Inmediatamente el hombre volvió a arrimarle el pedazo de carne. La Ñata volvió a acercarse, esta vez con menos confianza todavía, pero el engaño se repitió, solo que esta vez el golpe fue aún más fuerte. La perra sacudió la cabeza. Nos miró a todos, uno por uno, como si fuésemos parte de aquel acto de crueldad. —Nunca me sentí menos humano. —Vení,perrita...—repitió el hombre. Varios de los que aún se mantenían despiertos nos incoporamos para intervenir, pero el hombre no volvió a golpear a la perra. Dejó que ésta se acercara tímidamente, y mientras el animal masticaba vorazmente el pedazo de carne la acarició en el lomo. —¿Se dan cuenta? —dijo el hombre, señalando la cola de la Ñata mientras se sacudía alégremente— Por eso me gustan los perros. No tienen memoria. No importa lo cruel que sea su amo, ellos nunca nos hacen sentir que los hemos tratado mal. En cierta forma, somos sus dioses. 39


Ánonimo

La Ñata se retiró apenas terminó su bocado.Todavía movía la cola.—Me fascinan este tipo de experimentos. Se puede aprender mucho de los animales. —dijo el hombre, mientras hurgaba en el interior de su chaqueta— Creo que los he olvidado en casa. ¿Alguien sería tan amable de convidarme un cigarrillo? —preguntó el hombre —Por supuesto. —respondió el profesor. Le acerco generosamente uno de sus mejores habanos, y cuando el hombre estuvo a punto de tomarlo Lugano le partió una botella de Pernod en la cabeza.El hombre se desplomó en el suelo. Sangraba. El profesor volvió tranquilamente a su asiento. Nadie dijo una sola palabra. Solo Clavícula se atrevió a acercarse a ese objeto enigmático que sangraba copiosamente sobre las baldosas. Primero dio unas vueltas alrededor del cuerpo, acaso verificando su origen, propósito y peligrosidad, y luego se echó encima. Ronroneaba.—Siempre me han gustado los gatos. —dijo por fin el profesor— Fíjese qué curioso. Los gatos nunca nos acarician, sino que se acarician contra nosotros.Ningún gato verá un dios en el hombre, sino más bien un mueble que sangra y respira. La Ñata, antes de echarse a los pies del profesor, intentó orinar sobre el cuerpo que yacía en el suelo, pero Clavícula la ahuyentó retrayendo los labios y enseñándole sus agudos colmillos. Ya lo había reclamado para ella. Era suyo; como el bar, como nosotros, y ninguno se atrevió a discutir su reinado.

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El Onirauta ha encontrado a los perros de Tindalos


Frank Belknap Long

ERRO LOS P DAL S DE OS TIN Frank Belknap Long

Se caza y devora a cualquier cazador lo suficientemente estúpido Como para cazar de noche

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e alegro de que hayas venido —dijo Chalmers.Estaba sentado junto a la ventana, muy pálido. Junto a uno de sus brazos ardían dos velas casi derretidas que proyectaban una enfermiza luz ambarina sobre su nariz larga y su breve mentón. En el apartamento de Chalmers no había absolutamente nada moderno Su propietario tenía el alma medieval y prefería los manuscritos iluminados a los automóviles, y las gárgolas de piedra a los aparatos de radio y a las máquinas de calcular. Quitó, en mi obsequio, los libros y papeles que se amontonaban en un diván y, al atravesar la estancia para sentarme me sorprendió ver en su mesa las fórmulas matemáticas de un célebre físico contemporáneo junto con unas extrañas figuras geométricas que Chalmers había trazado en unos finos papeles amarillos —Me sorprende esta coexistencia de Einstein con John Dee dije al apartar la mirada de las ecuaciones matemáticas y descubrir los extraños volúmenes que constituían la pequeña biblioteca de mi amigo. En las estanterías de ébano convivían Plotino y 42


Los Perros de Tindalos

Emmanuel Mascópoulos, Santo Tomás de Aquino y Frenicle de Bessy Las butacas, la mesa, el escritorio estaban cubiertos de libros y folletos sobre brujería medieval y magia negra, así como de textos sobre todas las cosas hermosas y audaces que rechaza nuestro mundo moderno. Chalmers me ofreció, sonriendo, un cigarrillo ruso y dijo: —Estamos llegando ahora a la conclusión de que los antiguos alquimistas y brujos tenían razón en un setenta y cinco por ciento, y los biólogos y los materialistas modernos están equivocados en un noventa por ciento—Usted siempre se ha tomado un poco a broma la ciencia de hoy —repuse, con un leve gesto de impaciencia. —No —contestó—. Sólo me he burlado de su dogmatismo. Siempre he sido un rebelde, un campeón de la originalidad y de las causas perdidas. No te extrañe, pues, que haya decidido repudiar las conclusiones de los biólogos contemporáneos.—¿Y qué me dice usted de Einstein? —pregunté. —¡Un sacerdote de las matemáticas trascendentes! murmuró con respeto—. Un profundo místico, un explorador s mensos cuya misma existencia sólo ahora se empieza a sospechar.—Entonces no desprecia usted la ciencia por completo. —¡Claro que no! Lo que no me inspira confianza es el positivismo de estos últimos cincuenta años, ni tampoco las ideas de Haeckel ni de Darwin ni de Bertrand Russell. Creo que la biología ha fracasado lamentablemente cuando ha intentado explicar el origen y el destino del hombre —Déles usted un margen de tiempo. —Los ojos de Chalmers despidieron chispas:. —Amigo mío —murmuró—, acabas de hacer un juego de palabras verdaderamente sublime. ¡Deles usted un margen de tiempo! Yo se lo daría encantado, pero precisamente cuando les 43


Frank Belknap Long

hablas de tiempo, los modernos biólogos se echan a reír. Poseen la llave, pero se niegan a utilizarla. ¿Qué sabemos del tiempo? Einstein lo considera relativo y Cree que se puede interpretar en función del espacio, de un espacio curvo. Pero no hay que quedarse ahí detenido. Cuando las matemáticas dejan de prestarnos su apoyo, ¿acaso no se puede seguir adelante a base de... intuición?.Ese es un terreno muy resbaladizo. El verdadero investigador evita siempre caer en esa trampa. Por eso avanza tan despacio la ciencia moderna. Sólo admite lo que es susceptible de demostración. Pero usted... —Yo, ¿sabes lo que haría? Tomar hachís, opio, todas las drogas. Yo imitaría a los sabios orientales y acaso así consiguiera... —¿Consiguiera qué? —Conocer la cuarta dimensión ¡Eso es pura teosofía, una estupidez!—Puede que sí, pero estoy persuadido de que las drogas consiguen aumentar el alcance de la conciencia humana. William James está deuerdo sobre este particular. Además, he descubierto una nueva —¿Una nueva droga?—Fue utilizada hace siglos por los alquimistas chinos, pero apenas se conoce en Occidente. Posee ciertas propiedades ocultas verdaderamente asombrosas. Gracias a esta droga y a mis conocimientos matemáticos, creo que puedo remontar el curso del tiempo. —No comprendo qué quiere usted decir. El tiempo no es más que nuestra percepción imperfecta de una nueva dimensión espacial. El tiempo y el movimiento son otras tantas ilusiones. Todo lo que ha existido desde el origen del universo existe ahora también. Lo que sucedió hace milenios sigue sucediendo en otra dimensión del espacio. 44


Los Perros de Tindalos

Lo que sucederá dentro de milenios sucede ya. Si no lo podemos percibir es porque tampoco podemos penetrar en la dimensión espacial donde sucede. Los seres humanos, tal como los conocemos, no son sino partes infinitesimales de un todo inmenso. Cada uno de nosotros está unido a toda la vida que le ha precedido en nuestro planeta. Todos nuestros antepasados forman parte de nosotros. De ellos sólo nos separa el tiempo, y el tiempo es una ilusión. —Creo que empiezo a comprender —murmuré—Basta con que tengas una vaga idea del asunto para poderme ayudar. Lo que pretendo es arrancar de mis ojos el velo de la ilusión que los cubre y ver el principio y el fin. —¿Y usted cree que esta nueva droga le serviría de algo? —Estoy convencido de ello. Y pretendo que me ayudes.Quiero tomarla inmediatamente. No puedo esperar. Tengo que ver —sus ojos lanzaron extraños destellos—. Voy a viajar en el tiempo. Voy a retroceder en el tiempo. Chalmers se levantó y tomó de encima de la chimenea una cajita cuadrada.—Aquí tengo cinco gránulos de la droga Liao. Fue utilizada por el filósofo chino Lao—Tse y, bajo su influencia logró contemplar el Tao. Tao es la fuerza más misteriosa del mundo. Rodea y penetra todas las cosas y contiene en sí la totalidad del universo visible y todo lo que denominamos realidad. El que logre contemplar el misterio del Tao sabrá todo lo que fue y todo lo que será.Fantasías —comenté.Tao es como un enorme animal reclinado e inmóvil que contiene en sí todos los mundos, el pasado, el presente, el porvenir. A través de una hendidura que llamamos tiempo percibimos sectores de ese monstruo terrible mediante esta droga voy a ensanchar la hendidura. Contemplaré así el rostro mismo de la vida; veré la bestia entera, inmensa y 45


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agazapada.—¿Y cuál será mi misión?—Escuchar, amigo mío. Escuchar y anotar lo que escuche. Y si me alejo demasiado hacia el pasado, me tendrás que sacudir violentamente para traerme de nuevo a la realidad. Si vieras que estoy sufriendo dolores físicos intensos, me debes hacer regresar al instante. —Chalmers —dije—, este experimento no me gusta nada. Va a correr usted un peligro terrible. No creo en la cuarta dimensión y mucho menos en el Tao. Tampoco apruebo el uso de drogas desconocidas.—Para mí no es desconocida —repuso—. Conozco sus efectos sobre el animal humano y también sus peligros. La droga en sí no es peligrosa. Yo lo único que temo es extraviarme en el abismo del tiempo, porque has de saber que mi intención es colaborar activamente con la droga. Antes de tomarla me concentraré en los símbolos geométricos y algebraicos que he trazado en este papel —me enseñó el diagrama que tenía sobre las rodillas— y así prepararé mi espíritu para el viaje transtemporal. Primero me aproximaré todo lo posible a la cuarta dimensión mediante el solo esfuerzo de mi propio ego, y luego tomaré la droga que me dará el poder oculto de percepción. Antes de penetrar en el mundo onírico del misticismo oriental dispondré de toda la ayuda matemática que pueda ofrecerme la ciencia. La droga abrirá las puertas de la percepción y las matemáticas me permitirán comprender intelectualmente lo que así perciba. Así mis conocimientos matemáticos y mi aproximación consciente a la cuarta dimensión complementarán la pura acción de la droga. En mis sueños ya he conseguido captar muchas veces la cuarta dimensión en forma intuitiva y emocional, pero en estado de vigilia no he sido después nunca capaz de recordar el resplandor oculto que me era revelado momentáneamente en sueños. 46


Los Perros de Tindalos

Creo, sin embargo, que con tu ayuda podré hacerlo esta vez. Tu anotarás todo lo que diga durante mi trance, por muy extraño incoherente que te parezca. A mi regreso espero poder proporcionarte la clave de todo lo que no hayas entendido. No estoy seguro de mi éxito, pero, si lo tengo —sus ojos volvieron a despedir un extraño fulgor—, ¡el tiempo ya no existirá para mí! De pronto, se sentó. —Voy a hacer el experimento ahora mismo. Ponte, por favor, junto a la ventana y no dejes de vigilarme. ¿Tienes pluma? Asentí hoscamente y saqué mi pluma Waterman verde claro del bolsillo superior de la chaqueta.—¿Y has traído algo donde escribir, Frank?De mala gana saqué una agenda. —Insisto enérgicamente una vez más en que no apruebo este experimento —gruñó—. Va a correr usted un peligro terrible. —¡No seas niño! —agitó un dedo ante mí—. Estoy decidido a hacerlo a pesar de todo lo que me digas, y además a hacerlo ahora mismo. Por favor, estate en silencio mientras medito sobre estos diagramas.Puso los dibujos ante sí y se concentró intensamente en ellos. En el silencio oí cómo el reloj de la chimenea iba desgranando segundos. Una angustia indefinida me oprimía el pecho. De pronto, el reloj se paró. En ese momento, Chalmers introdujo la droga en su boca y la tragó. Rápidamente me aproximé a él, pero con la mirada me advirtió que no le interrumpiera. —El reloj se ha parado —murmuró—. Las fuerzas que lo gobiernan aprueban mi experimento.El tiempo se detuvo y yo tomé la droga. ¡Dios mío, haz que no me extravíe! Cerró los párpados y se extendió en el sofá. Su rostro estaba exangüe, y respiraba con dificultad. Era evidente que la droga estaba actuando extraordinariamente de prisa. 47


Frank Belknap Long

—Comienzan las tinieblas —murmuró—. Anótalo. Todo se está poniendo oscuro y se van desdibujando los objetos familiares de la habitación. Aún los veo, pero borrosos, y se están desdibujando rápidamente Sacudí la pluma estilográfica, pues la tinta fluía mal, y seguí tomando veloces notas taquigráficas. —Abandono la habitación. Las paredes se disuelven como niebla. Ya no veo ninguno de los objetos, pero todavía te veo la cara. Supongo que estarás escribiendo. Creo que estoy a punto de dar el gran salto a través del espacio, o acaso del tiempo. No lo sé. Todo es confuso, incierto. Permaneció en silencio durante algún tiempo, con la barbilla apoyada en el pecho. De pronto, se puso rígido y abrió los ojos. —¡Dios mío! —exclamó—. Veo. Se hallaba todo contraído, tenso, mirando fijamente la pared que había frente a él. Pero yo sabía que su mirada la atravesaba y que los objetos de la habitación no existían para él. —¡Chalmers! ¡Chalmers! ¿Le despierto? —¡De ninguna manera! —aulló—. ¡Veo todo! Ante mí veo los billones de vidas que me han precedido en este planeta. Veo hombres de todas las épocas, de todas las razas, de todos los colores. Luchan, se matan, construyen, danzan, cantan. Se sientan en torno a la hoguera primitiva, en desiertos grises, e intentan elevarse en el aire a bordo de monoplanos. Cruzan los mares en toscas barcas de troncos y en enormes buques de vapor. Pintan bisontes y elefantes en las paredes de cuevas lúgubres y cubren lienzos enormes con formas y colores del futuro. Veo a los emigrantes procedentes de la Atlántida y Lemuria. Veo a las razas ancestrales: a los enanos negros que invaden Asia y a los hombres de Neanderthal, de cabeza inclinada y piernas torcidas, que se extienden por Europa. 48


Los Perros de Tindalos

Veo a los aqueos colonizando las islas griegas y contemplo los rudimentos de la naciente cultura helénica. Estoy en Atenas y Pericles es joven. Me hallo en tierra italiana. Participo en el rapto de las sabinas. Camino con las legiones imperiales, Tiemblo de respeto y de pavor cuando flamean los gigantescos estandartes y el suelo trepida bajo el paso de los hastati victoriosos. Paso en una litera de oro y marfil arrastrada por negros toros de Tebas y ante mí se postrernan mil esclavos y las mujeres, cubiertas de flores, exclaman: «¡Ave César!». Yo les sonrío y saludo a la multitud. Soy esclavo en una galera berberisca. Veo cómo, piedra a piedra, se va levantando una catedral. Contemplo durante meses, durante años, cómo van colocando en su sitio cada uno de los sillares. Estoy crucificado, cabeza abajo, en los perfumados jardines de Nerón y veo, con ironía y desprecio, cómo funcionan las cámaras de tortura de la Inquisición. ¡Es un espectáculo divertido! …Penetro en los más sagrados santuarios. Entro en el Templo de Venus. Me arrodillo, en adoración, ante la Magna Mater y arrojo monedas al regazo de las prostitutas sagradas que, con el rostro velado, esperan en los Jardines de Babilonia. Penetro en un teatro inglés de la época isabelina y, en medio de una multitud maloliente, aplaudo El Mercader de Venecia. Paseo con Dante por las estrechas callejuelas de Florencia. Mientras contemplo, arrobado, a la joven Beatriz, la orla de su vestido roza mis sandalias. Soy sacerdote de Isis y mis poderes mágicos asombran al mundo. A mis pies se arrodilla Simón Mago, implorando mi ayuda, y el Faraón tiembla ante mi sola presencia. En la India hablo con los Maestros y huyo horrorizado, pues sus revelaciones son como sal en una herida sangrante. 49


Frank Belknap Long

Todo lo percibo simultáneamente. Todo lo percibo a la vez y desde todos los ángulos posibles. Formo parte de los billones de vidas que me han precedido. Existo en todos los seres humanos y todos los seres humanos existen en mí. En un instante veo a la vez toda la historia del hombre, el pasado y el presente. Mediante un pequeño esfuerzo soy capaz de contemplar pasados cada vez más lejanos. Ahora me remonto hacia el mismo origen, a través de curvas y ángulos extraños. A mi alrededor se multiplican los ángulos y las curvas. Hay grandes sectores de tiempo que los percibo a través de curvas. Existe un tiempo curvo y un tiempo angular. Los moradores del tiempo curvo no pueden penetrar en el tiempo angular. Todo es muy extraño…Sigo retrocediendo cada vez más. De la tierra ya ha desaparecido el hombre. Veo reptiles gigantescos agazapados bajo enormes palmeras y nadando en pútridas aguas negras. Ya han desaparecido los reptiles. Ya no hay animales terrestres ,pero veo perfectamente bajo las aguas formas sombrías que se mueven lentamente entre las algas. Las formas que veo son cada vez más simples. Ahora los únicos seres vivos son células. A mi alrededor hay cada vez más ángulos, ángulos totalmente ajenos a la geometría humana. Tengo un miedo horrible. En la creación existen abismos en los que nunca ha penetrado el hombre… Seguí sin perderle de vista. Chalmers se había levantado y gesticulaba como pidiendo ayuda. Al poco volvió a hablar: —Atravieso ángulos ajenos al espacio terrestre. Me aproximo al horror supremo. —¡Chalmers! —exclamé—. ¿Quiere usted que intervenga? Se llevó la mano al rostro, como para no ver una visión indeciblemente espantosa. Pero dijo trabajosamente:—¡Todavía no! Quiero seguir adelante... Quiero ver... lo que hay... aún más allá... 50


Los Perros de Tindalos

Tenía la frente cubierta de sudor frío y movía los hombros de modo espasmódico. Su rostro espantado era de color gris ceniciento.—Más allá de la vida existen cosas que no logro distinguir. Pero se mueven lentamente a través de ángulos alucinantes. En ese momento percibí por primera vez en la estancia un olor bestial e indescriptible, nauseabundo, insoportable. Me lancé a la ventana y la abrí de par en par. Cuando volví al lado de Chalmers y vi su expresión, estuve a punto de desmayarme —¡Me han olido! —lanzó un alarido—. ¡Lentamente se dan la vuelta hacia mí! todo el cuerpo le temblaba horriblemente. Durante un momento agitó los brazos en el aire, como buscando un asidero, y luego le cedieron las piernas. Cayó al suelo, donde permaneció boca abajo, sollozando, gimiendo. En silencio contemplé cómo se arrastraba por el suelo. En aquellos momentos, mi amigo no era un ser humano. Enseñaba los dientes y en las comisuras de la boca se le formó una espuma blanquecina —¡Chalmers! —grité—. ¡Chalmers, basta ya! Basta ya, ¿me oye?, Como en respuesta de mi llamada, comenzó a emitir unos sonidos roncos y convulsivos, semejantes a ladridos, y a caminar en círculo a cuatro patas por el suelo. Me incliné y le cogí por los hombros. Le sacudí violentamente, desesperadamente, y él intentó morderme la muñeca. Me sentía enfermo de horror, pero no le solté, pues temía que se destruyese a sí mismo en un paroxismo de rabia. —¡Chalmers! —murmuré—. Basta ya. Está usted en su habitación. Nada malo le puede suceder. ¿Comprende? A fuerza de sacudirle y de hablarle, logré que la expresión de locura fuera desapareciendo de su rostro. Tembloroso y convulsivo, quedó como un grotesco montón de carne en el centro de la alfombra china. Le ayudé a caminar hasta el sofá y a tumbarse en él. Su rostro estaba contraído de dolor y me di 51


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cuenta de que seguía luchando sordamente contra recuerdos espantosos.—Whisky —murmuró—. Está ahí, en el mueblecito, junto a la ventana, en el cajón superior de la izquierda. Cuando le alcancé la botella, la asió con tal fuerza que los nudillos se le pusieron azules. —Casi me cogen —dijo entrecortadamente. Bebió el estimulante a grandes tragos irregulares y poco a poco le fue volviendo el color a la cara.—Esa droga —dije— es el diablo en persona.—No era la droga —gimió. Su mirada ya no era de loco. Ahora daba impresión de un profundo desaliento—Me han olido a través del tiempo —susurró—. He llegado demasiado lejos—¿Có.o eran? —pregunté para seguirle la corriente e inclinó hacia mí y me agarró el brazo hasta hacerme daño. Otra vez fue dominado por horribles temblores. —¡No hay palabras para describirlos! —murmuró —. Han sido vagamente simbolizados en el Mito de la Caída y en cierta forma obscena que a veces aparece grabada en algunas tablillas arcaicas. Los griegos le daban un nombre que ocultaba la impureza esencial de esos seres. La manzana, el árbol y la serpiente son símbolos del misterio más atroz cabo de unos momentos su voz se convirtió en un aullido: —¡Frank! ¡Frank! ¡En el comienzo se consumó un acto terrible e inmencionable! Antes del tiempo, el acto, y después del acto. Comenzó a andar histéricamente por la estancia —Las consecuencias del acto se mueven a través de ángulos en los oscuros recodos del tiempo. ¡Tienen hambre y sed! —Chalmers —intenté razonar—, ¡estamos en el tercer decenio del siglo XX Pero él siguió ululando: —¡Tienen hambre y sed! ¡Los Perros de Tíndalos! 52


Los Perros de Tindalos

—Chalmers, ¿quiere usted que llame a un médico?—Ningún médico puede ayudarme. Son horrores del alma y, sin embargo —ocultó la cara entre las manos—, son reales, Frank. Los vi durante un momento horrible. Durante un instante he llegado a estar al otro lado. Me encontré en una ribera lívida, más allá del tiempo y del espacioabía una luz espantosa que no era luz y un silencio hecho de aullidos, y allí los vi. En sus cuerpos flacos y famélicos se concentra todo el mal del universo. En realidad no estoy seguro de que tuvieran cuerpo: sólo los vi un instante. Pero los he oído respirar. Durante un momento indescriptible sentí su aliento en mi cara. Se volvieron hacia mi y huí dando alaridos. En un solo instante huí a través de millones de siglos. Pero me han olido. Los hombres despiertan en ellos un hambre cósmica. Hemos escapado momentáneamente del aura impura que los rodea. Tienen sed de todo lo que hay limpio en nosotros, de todo lo que emergió inmaculado de aquel acto. En nosotros hay elementos que no participaron en el acto y ellos los aborrecen. Pero no te imagines que son literal y prosaicamente malos. En el plano donde habitan no existen el bien y el mal tal como nosotros los concebimos. Son lo que, en el principio quedó desprovisto de pureza para siempre jamás. Al cometer el acto, se convirtieron en cuerpos de muerte, en receptáculo de toda impureza. Pero no son malos en el sentido que nosotros damos a esta palabra, porque en las esferas en que se mueven no existe pensamiento ni moral ni bueno ni malo. Allí sólo existen lo puro y lo impuro. Lo impuro se expresa en ángulos; lo puro, en curvas. El hombre, o mejor dicho, lo que hay en él de puro, procede de lo curvo. No te rías. Hablo completamente en serio.Me levanté para irme. Mientras iba hacia la puerta, dije: 53


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—Me da usted mucha pena, Chalmers. Pero no estoy dispuesto a oírle delirar. Le enviaré a mi médico. Es un hombre de edad, muy comprensivo, y no se ofenderá aunque usted lo mande al diablo. Pero confío en que siga usted las indicaciones que le dé. Se pasa usted una semana descansando en buen sanatorio y verá qué bien le sienta..Mientras bajaba las escaleras le oí reír. Era una risa tan desprovista de alegría que me hizo llorar. II

Cuando Chalmers me telefoneó a la mañana siguiente, mi primer impulso fue colgar inmediatamente el receptor. Me llamaba para pedirme algo tan insólito, y tan anormalmente alterada estaba su voz, que temí por mi propia cordura si seguía adelante con este asunto. Pero no pude dejar de percibir la sinceridad de su angustia, y cuando se le quebró la voz y comenzó a sollozar, decidí acceder a su petición. —De acuerdo —dije—, ahora mismo voy y le llevo la escayola De camino hacia casa de Chalmers, me detuve en una droguería y adquirí diez kilos de escayola.Al entrar en el cuarto de mi amigo, le vi agazapado junto a la ventana, contemplando la pared de enfrente con ojos enfebrecidos por el terror. Cuando me vio entrar, se puso en pie y me arrebató el paquete de la escayola con una avidez que me puso los pelos de punta. Había sacado todos los muebles de la estancia, la cual presentaba ahora un aspecto absolutamente desolado. —¡Aún podemos salvarnos! —exclamó—. Pero tenemos que actuar rápidamente. Frank, hay una escalera plegable en el vestíbulo. Tráela inmediatamente. Y ve a buscar también un cubo de agua. —¿Para qué? —murmuré atónito ,se volvió vivamente hacia mí y vi un relámpago de ira en sus ojos. 54


Los Perros de Tindalos

—¿Para qué va a ser, so bobo? ¡Para hacer la masa con la escayola! —gritó, fuera de sí—. Para hacer la masa que nos salvará el cuerpo y el alma de una contaminación indecible. Para hacer la masa que salvará al mundo de un peligro... ¡Frank, tenemos que cerrarles las puertas!—¿A quiénes? —pregunté.—¡A los Perros de Tíndalos! —exclamó—. Sólo pueden llegar hasta nosotros a través de ángulos.¡Eliminemos todos los ángulos de la habitación! Voy a poner escayola en todos los ángulos, en todos los rincones, en todas las hendiduras. ¡La habitación quedará como el interior de una esfera! Habría sido inútil discutir con él. Le llevé la escalera. Chalmers mezcló la escayola con el agua y estuvimos trabajando durante tres horas. Tapamos las cuatro esquinas de la pared y también las intersecciones de ésta con el suelo y el techo. Por último, redondeamos los duros ángulos de la ventana. —Ahora me quedaré en esta habitación hasta que se vayan —dijo Chalmers cuando hubimos dado fin a la tarea—. Al darse cuenta de que el olor que siguen les obliga a atravesar curvas, se volverán. Se volverán, hambrientos, frustrados, insatisfechos, al plano de impureza de donde proceden, anterior al tiempo y más allá del espacio.Sonrió afablemente y encendió un cigarrillo te agradezco mucho que hayas venido —¿Sigue usted sin querer ver a un médico? —rogué —Quizá mañana —repuso—. Ahora tengo que vigilar y esperar —¿Esperar qué? —apremié. —Chalmers sonrió débilmente— Tú crees que estoy loco —dijo—; me doy cuenta perfectamente. Eres inteligente, pero también eres muy prosaico y no puedes concebir la existencia de ninguna entidad independiente de toda energía y de toda materia. 55


Frank Belknap Long

Pero, mi querido amigo, ¿se te ha ocurrido pensar alguna vez que la energía y la materia son las barreras que el tiempo y el espacio imponen a nuestra percepción? Sabiendo, como yo sé, que el tiempo y el espacio son lo mismo y que son engañosos porque ambos no son sino manifestaciones imperfectas de una realidad superior, no tiene sentido buscar en el mundo visible ninguna explicación del misterio y del terror del ser.Me levanté y me fui hacia la puerta —Perdona —exclamó—. No he querido ofenderte. Tienes una gran inteligencia, pero yo tengo una inteligencia sobrehumana. Es natural que yo sea consciente de tus limitaciones. —Telefonéeme si me necesita —dije, y bajé las escaleras de dos en dos—. «Ahora sí que le envío a mi médico —me iba diciendo a mí mismo—. Está loco de remate y sabe Dios lo que puede pasar si no se ocupa alguien inmediatamente de él.» III. Resumen de dos artículos publicados en la Patridgeville Gazette del 3 de julio de 1928: TEMBLOR DE TIERRA EN EL CENTRO DE LA CIUDAD

A los dos de la madrugada de hoy, un violento terremoto ha hecho temblar los barrios céntricos de la ciudad, rompiendo varias ventanas en Central Square y causando graves daños en el tendido eléctrico y en las instalaciones de la red tranviaria. En los barrios periféricos también fue observado el fenómeno resultando completamente derruido el campanario de la iglesia baptista de Angell Hill, que había sido diseñado por Christopher Wren en 1717. Los bomberos luchan por apagar el incendio que se ha declarado en las naves de la fábrica de neumáticos. El alcalde ha prometido un expediente a fin de determinar responsabilidades si las hubiere. 56


Los Perros de Tindalos ESCRITOR OCULTISTA ASESINADO POR VISITANTE DESCONOCIDO

Horrible Crimen en Central Square. Un misterio impenetrable envuelve la muerte de Halpin Chalmers. A las nueve horas del día de hoy fue hallado el cuerpo sin vida de Halpin Chalmers, escritor y periodista, en una habitación vacía situada encima de la Joyería Smithwich & Isaacs, en el número 24 de Central Square. La investigación judicial puso de manifiesto que dicha habitación había sido alquilada amueblada al señor Chalmers el día 1 de mayo último y que el propio inquilino se había deshecho de los muebles hace quince días. El señor Chalmers era autor de varios libros sobre temas de ocultismo. Pertenecía a la Asociación Bibliográfica y anteriormente había residido en Brooklyn (Nueva York).A las siete de la mañana, el señor L. E. Hancock, inquilino del apartamento situado frente al del Chalmers en el edificio de Smithwich & Isaacs, sintió un olor especial al abrir la puerta para dejar entrar a su gato y recoger la edición matinal de la Patridgeville Gazette. El olor, según afirma, era extremadamente acre y nauseabundo, y tan intenso en las proximidades de la puerta de Chalmers que tuvo que taparse la nariz cuando se aventuró por dicha zona del rellano.Estaba a punto de regresar a su propio apartamento cuando se le ocurrió que acaso Chalmers se hubiera olvidado de apagar el gas de su cocina. Considerablemente alarmado por esta posibilidad, decidió investigar lo sucedido y, como quiera que nadie contestase sus repetidas llamados a la puerta de Chalmers, avisó al encargado del edificio. Este último abrió la puerta mediante una llave maestra y ambos penetraron en la habitación de Chalmers. la estancia estaba totalmente desprovista de mobiliario y Hancock asegura 57


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que, al ver lo que había en el suelo, se sintió enfermo, teniendo que permanecer el encargado y él asomados un rato a la ventana sin mirar atrás Chalmers yacía boca arriba en el centro de la habitación. Estaba completamente desnudo y tenía el pecho y los brazos cubiertos de una especie de gelatina azulada. La cabeza, totalmente separada del tronco, reposaba sobre el pecho y sus facciones aparecían horriblemente retorcidas y mutiladas. No había ni rastro de sangre. La habitación presentaba un aspecto insólito. Todas las aristas habían sido cubiertas de escayola, que en algunos sectores se había agrietado y en otros, desprendido. Los fragmentos de escayola caídos habían sido agrupados en torno al cadáver, formando un triángulo perfecto. Junto al cuerpo se hallaron varias hojas de papel amarillo casi enteramente consumidas por el fuego. En ellas había dibujado varios símbolos fantásticos y extrañas figuras geométricas y podían leerse diversas frases escritas apresuradamente a mano. Dichas frases, sin embargo, son tan absurdas que no proporcionan la menor pista sobre el posible autor del crimen. He aquí algunas de tales frases: «Vigilo y espero». Estoy sentado junto a la ventana y vigilo las paredes y el techo. No creo que lleguen hasta aquí, pero debo tener cuidado con los Doels porque acaso puedan ayudarles a pasar. También los ayudarán los Sátiros y éstos pueden avanzar a través de los círculos purpúreos. Los griegos sabían cómo impedirlo. Es lamentable que hayamos olvidado tantas cosas...» En otro papel, en el más quemado de los siete u ocho fragmentos recogidos por el Sargento Detective Douglas (de la Policía de Patridgeville), había garrapateado lo siguiente: ¡La escayola se cae! La ha agrietado una vibración terrible. ¡Un terremoto parece! No podía preverlo. 58


Los Perros de Tindalos

Se va yendo la luz de la habitación. Telefonear a Frank. ¿Pero llegará a tiempo? Debo intentarlo. Recitaré la fórmula de Einstein. ¿Voy a Romper! ¡Están pasando! ¡Consiguen atravesar! Sale humo de las esquinas de la pared sus lenguas… A juicio del Sargento Detective Douglas, Chalmers ha muerto envenenado por algún desconocido producto químico. La policía ha enviado muestras de la extraña gelatina azul que cubría el cuerpo de Chalmers al Laboratorio Químico de Patridgeville y confía en que el informe correspondiente arroje alguna luz sobre este crimen, el más misterioso de los últimos años. Se sabe que Chalmers tuvo un visitante la noche anterior al terremoto, pues su vecino oyó sin lugar a dudas, al pasar ante su puerta, rumor de conversación. El principal sospechoso es, pues, este desconocido visitante, cuya identidad la Policía se esfuerza afanosamente por averiguar. IV.

Informe del doctor James Morton, químico y bacteriólogo: Señor Ju ez d e Inst r u cción: l a su st a ncia semi l íquida que usted me remitió para su estudio es la más extraña que he analizado en mi vida. Presenta ciertas analogías con el protoplasma, pero en ella no se encuentran ni aun indicios de enzimas. Las enzimas son catalizadores de las reacciones químicas que se producen en el seno de la célula viva. Cuando las células mueren, las enzimas las desintegran mediante hidrólisis. Sin enzimas, el protoplasma poseería una vitalidad prácticamente infinita, es decir, sería inmortal. Las enzimas, por así decir, son los elementos negativos del organismo unicelular, que constituye la base de la vida, y, en opinión de los biólogos, sin ellas no puede existir materia viva. Y, sin embargo, tales cuerpos indispensables se hallan ausentes 59


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de la gelatina viva que usted me remitió. ¿Se da usted cuenta del significado que puede tener este descubrimiento para la ciencia? V

Fragmento de un manuscrito titulado «Los que velan en silencio», original del fallecido Halpin Chalmers:¿Y si existiese otra forma de vida paralela a la que conocemos, pero carente de los elementos que destruyen la nuestra? ¿Y si en otra dimensión existe una fuerza diferente de la que genera nuestra vida? ¿Y si esta fuerza emite una energía, que, procedente de su dimensión desconocida, consigue alcanzar nuestro espacio—tiempo y crear en él una nueva forma de vida celular? Cierto es que no se puede demostrar que tal forma nueva de vida exista en nuestro universo, pero yo he visto sus manifestaciones y he hablado con ellas. De noche, en mi habitación, he hablado con los Doels. Y en mis sueños he contemplado a su Creador. Lo he visto en lejanas riberas, más allá del tiempo y la materia. Se mueve a través de curvas extrañas y de ángulos alucinantes. Algún día viajaré en el tiempo y me enfrentaré con él cara a cara.

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El Asesino de Cisnes

SINO DE CISNES E S A ANONIMO

El sonido de una pesadilla

A

l consultar los volúmenes de Historia Natural, nuestro ilustre amigo, el doctor Tribulat Bonhomet había terminado por aprender que el cisne canta bien antes de morir. Efectivamente, nos confesaba, desde que la había escuchado, sólo esa música le ayudaba a soportar las decepciones de la vida, y cualquier otra ya no le parecía sino una cencerrada, puro Wagner. ¿Cómo había conseguido esa alegría de aficionado?. En los alrededores de la antiquísima ciudad fortificada en la que vive, el anciano había descubierto en un parque abandonado, a la sombra de grandes árboles, un viejo estanque sagrado, sobre el sombrío espejo del cual se deslizaban doce o quince aves; había estudiado meticulosamente los accesos, calculado las distancias, observado sobre todo al cisne negro, el vigilante, que dormía, perdido en un rayo de sol. Éste, permanecía todas las noches con los ojos abiertos, con un guijarro en su pico rosa, y si la más mínima alarma le revelaba peligro para aquellos a quienes custodiaba, lanzaba bruscamente al agua el guijarro, en mitad del blanco círculo de 61


Ánonimo

los dormidos para despertarlos: al oír la señal, el grupo habría huído en medio de la oscuridad hacia avenidas profundas, hacia lejanos céspedes, hacia alguna fuente en la que se reflejaban grises estatuas, o hacia cualquier otro refugio conocido por su memoria. Y Bonhomet los había contemplado en silencio, sonriéndoles incluso. ¿No era, pues, con su último canto con el que, como perfecto diletante, soñaba regalarse muy pronto los oídos? a veces, pues, cuando sonaban las doce de alguna otoñal noche sin luna, fastidiado por el insomnio, Bonhomet se levantaba de repente y se vestía para asistir al concierto que necesitaba volver a escuchar. Tras introducir sus piernas en descomunales botas de goma forradas que prolongaba, sin sutura, una ancha levita impermeable. El huesudo y gigantesco doctor introducía las manos en un par de guantes de acero blasonado provenientes de alguna armadura medieval (guantes que había conseguido al abonar treinta y ocho monedas —¡Una locura!— a un anticuario). Hecho esto, se ceñía su amplio sombrero, apagaba la vela, descendía y, con la llave de su casa en el bolsillo, se encaminaba, a la burguesa, hacia la linde del parque abandonado. Enseguida, se introducía por oscuros senderos hacia el retiro de sus cantantes favoritos, hacia el estanque cuya agua poco profunda, y bien sondeada por todas partes, no le pasaba de la cintura. Y, bajo la bóveda de la arboleda ensordecía sus pasos al pisar ramas secas. Cuando llegaba al borde del estanque, lenta, muy lentamente, introducía una bota, luego la otra, y avanzaba dentro del agua con precauciones inauditas, tan inauditas que apenas se atrevía a respirar. Como el melómano ante la inminencia de la cavatina esperada. De tal manera que, para dar los veinte pasos que le separaban de 62


El Asesino de Cisnes

sus queridos virtuosos, empleaba normalmente entre dos y dos horas y media, hasta tal extremo temía alarmar la sutil vigilancia del guardián negro El soplo del cielos sin estrellas agitaba las altas ramas en la oscuridad, pero Bonhomet, sin dejarse distraer por el misterioso susurro, seguía avanzando y tan bien que, hacia las tres de la madrugada, se encontraba, invisible, a medio paso del cisne negro, sin que éste hubiera percibido ni el más mínimo indicio de su presencia. Entonces, el buen doctor, sonriendo en la oscuridad, arañaba suave, muy suavemente, rozando apenas con la punta de su índice medieval, la superficie anulada del agua, delante del vigilante. Y arañaba con tal suavidad que éste, aunque algo sorprendido, no juzgaba esta vaga alarma como de una importancia digna de lanzar el guijarro. El cisne escuchaba. A la larga, cuando su instinto se percataba vagamente de la idea de peligro, su corazón, ¡oh! su pobre corazón ingenuo se ponía a latir horriblemente, lo que llenaba de júbilo a Bonhomet. Y los bellos cisnes, uno tras otro, perturbados por ese ruido en lo profundo de su sueño, sacaban ondulosamente la cabeza de debajo de sus pálidas alas plateadas y bajo el peso de la sombra de Bonhomet, entraban poco a poco en un estado de angustia, percibiendo no se sabe qué confusa consciencia del mortal peligro que los amenazaba. Pero, en su infinita delicadeza, sufrían en silencio como el vigilante, al no poder huir puesto que el guijarro no había sido lanzado. Y todos los corazones de aquellos blancos exiliados se ponían a dar latidos de sorda agonía, inteligibles y claros para el oído maravillado del excelente doctor que sabía muy bien lo que moralmente les producía su cercanía y se deleitaba, en pruritos incomparables, 63


Ánonimo

con la terrorífica sensación que su inmovilidad les hacía padecer. ¡Qué dulce resulta estimular a los artistas! Se decía en voz baja. Tres cuartos de hora, más o menos, duraba este éxtasis que no habría cambiado por un reino. ¡De repente, un rayo de la Estrella de la Mañana, deslizándose entre las ramas, iluminaba de improviso a Bonhomet, así como las aguas negras y los cisnes con ojos repletos de sueños! El vigilante, aterrorizado por aquella visión, arrojaba el guijarro. ¡Demasiado tarde! Con un grito horrible en el que parecía desenmascararse su sonrisa, Bonhomet se precipitaba, con las garras en alto y los brazos tendidos, hacia las filas de las aves sagradas. Y eran rápidos los apretones de los dedos de acero de aquel paladín moderno, y los puros cuellos de nieve de dos o tres cantantes eran atravesados o rotos antes de que se produjera el vuelo radiante de los demás pájaros—poetas. Entonces, olvidándose del buen doctor, el alma de los cisnes moribundos se exhalaba en un canto de inmortal esperanza, de liberación y de amor, hacia los Cielos desconocidos. El racional doctor sonreía de este sentimentalismo del que, como serio conocedor, sólo se dignaba saborear una cosa: El Timbre. No apreciaba musicalmente nada más que la singular suavidad del timbre de aquellas simbólicas voces, que vocalizaban la Muerte como una melodía. Con los ojos cerrados, Bonhomet aspiraba en su corazón las vibraciones armoniosas, luego, tambaleándose, como en un espasmo, iba a dejarse caer en la orilla del estanque, se tendía sobre la hierba, se acostaba boca arriba, dentro de sus ropas cálidas e impermeables. Y allí, aquel Mecenas de nuestra era, perdido en un sopor voluptuoso, volvía a saborear el recuerdo del canto delicioso de sus queridos artistas.

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Blagdaross

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Lord Dunsany

BLAGDAROSS Lord Dunsany

Todo lo que vemos o parecemos es solamente un sueño dentro de un sueño, Edgar Allan Poe

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n un campo de las afueras de la ciudad sembrado de ladrillos caía el crepúsculo. Una o dos estrellas aparecían sobre el humo, y en ventanas distantes se encendían misteriosas luces. La quietud y la soledad se hacían cada vez más profundas. Entonces, todas las cosas desechadas que callan durante el día hallaron voces. Un viejo corcho habló primero. Dijo: Crecí en los bosques de Andalucía, mas nunca escuché los perezosos cantos de España. Crecí fuerte a la luz del sol, aguardando por mi destino. Un día los mercaderes llegaron y nos arrancaron; por la costa, apilados, a lomo de asno, nos llevaron a una ciudad orillas del mar, donde me dieron forma. Un día me enviaron al Norte, a Provenza, y allí cumplí mi destino. Porque me pusieron de guarda sobre el vino hirviente, y durante veinte años permanecí centinela fiel. Durante los primeros años, el vino que guardaba durmió en la botella soñando con Provenza; mas al transcurso del tiempo fue tomando fuerza, hasta que por fin, cuando quiera que un hombre pasaba, el vino me empujaba con todo su poder, diciéndome: ¡Déjame salir! ¡Déjame salir! Y a cada año su vigor aumentaba y 66


Blagdaross

acentuaba el vino su clamor siempre que el hombre pasaba; pero nunca logró arrojarme de mi lugar. Pero luego de haberle contenido poderosamente durante veinte años, le trajeron al banquete y me quitaron de mi puesto, y el vino saltó bullicioso y corrió por las venas de los hombres, y exaltó sus almas hasta que se alzaron de sus asientos y cantaron canciones provenzales. Pero a mí me arrojaron, a mí, que había sido su centinela veinte años y que estaba aún tan fuerte y macizo como cuando me pusieron de guarda. Ahora soy un despojo en una fría ciudad del Norte, yo, que he conocido los cielos de Andalucía y guardado muchos años los soles provenzales que arden en el corazón del vino regocijante.. Un fósforo incólume, que alguien había tirado, habló en seguida: Yo soy un niño del Sol —dijo— y un enemigo de las ciudades; hay en mi corazón cosas que no sospecháis. Soy hermano de Etna y Strómboli; guardo en mi fuegos escondidos, que surgirán un día hermosos y fuertes. No entraremos en la servidumbre de ningún hogar, ni moveremos máquinas para nuestro alimento allí donde lo encontremos aquel día en que seamos fuertes. Hay en mi corazón niños maravillosos, cuyos rostros han de ser mas vivaces que el arco iris; firmarán pacto con el viento Norte y éste los empujará adelante; todo será negro tras ellos y negro sobre ellos, y nada habrá bello en el mundo sino ellos; se apoderarán de cuanto hay sobre la tierra y ésta será suya, y nada los detendrá, sino nuestro viejo enemigo, el mar...Luego habló una vieja tetera rota, y dijo: Soy la amiga de las ciudades Me siento sobre el hogar entre las esclavas, las pequeñas llamas que se alimentan de carbón. Cuando las esclavas danzan tras las rejas, me siento en medio de la danza y canto y alegro a mis amos. 67


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Y entono cantos sobre la molicie del gato, y sobre la inquina que hay hacia él en el corazón del perro, y sobre el torpe andar del niño, y sobre el arrobamiento del señor de la casa cuando cocemos buen té moreno; y a veces, cuando la casa está muy Caliente y contentos el amo y las esclavas, rechazo los vientos hostiles que soplan sobre el mundo... Y habló después un trozo de vieja cuerda: Fui hecha en un lugar de condena, y condenados tejieron mis fibras en un trabajo sin esperanza. La suciedad del odio se asentó en mi corazón, y por esto jamás dejé libre nada una vez que lo hube sujetado. He atado muchas cosas, implacable, por meses y años; porque acostumbraba a entrar plegándome en los almacenes donde las grandes cajas yacen abiertas al aire, y una de ellas se cerró de súbito y mi fuerza espantosa cayó sobre ella como una maldición, y si sus tablas gemían cuando yo las estrechaba, o si pensando en sus bosques crujían en la noche solitaria, yo las estrechaba todavía más, porque vive en mi alma el pobre odio inútil de los que me tejieron en un lugar de condena. Mas, a pesar de todas las cosas que había retenido con mi garra de prisión, mi última obra fue libertar una. Estaba yo ociosa una noche en la sombra, en el suelo del almacén. Nada se movía, y hasta dormía la arana. Hacia media noche, una gran bandada de rumores ascendió de las planchas del suelo y estremeció los techos. Un hombre vino hacia mí, solo. Y conforme se acercaba reprochábale su alma, y vi que había una gran pugna entre el hombre y su alma, porque su alma no quería dejarle y continuaba reprochándole. Entonces, el hombre me vio y dijo: Esta, al fin, no me faltará. Cuando así le oí decir, determiné que cualquier cosa a que me requiriese sería cumplida hasta el límite. Y cuando formé este 68


Blagdaross

propósito en mi corazón impasible, me asió y se subió a una caja vacía que debería atar a la mañana siguiente, y me enlazó por un extremo a una negra viga; mas el nudo fue atado con descuido, porque su alma estaba reprochándole de continuo y no le daba reposo. Después hizo una lazada de mi otro cabo, y entonces el alma del hombre cesó de reprocharle y le gritó jadeante y le suplicó que se pusiera en paz con ella y que nada hiciera de súbito; mas el hombre prosiguó su trabajo y puso la lazada por su cabeza hasta por debajo de la barba, y el alma gritó horriblemente. Entonces, el hombre apartó la caja de un puntapié, y al momento comprendí que mi fuerza no bastaba; mas recordé que él había asegurado que no habría de faltarle, y puse todo el vigor de mi odio mugriento en mis fibras y le sostuve con sólo el esfuerzo de la voluntad. Entonces, el alma me gritó que soltara, pero yo dije: —No; tú humillaste al hombre. Me gritó que me soltase de la viga, y ya resbalaba, porque sólo me sujetaba a ella por un nudo mal hecho; mas apreté con mi garra de presa y dije de nuevo—Tú humillaste al hombre Y sofocadamente me dijo otras cosas, mas no respondí; y al fin el alma que vejaba al hombre que en mí había confiado voló y le dejó en paz. Jamás pude luego atar ninguna cosa, porque mis fibras quedaron desgastadas, retorcidas, y aun mi implacable corazón habíase debilitado en la lucha. Poco después me arrojaron aquí. Había cumplido mi trabajo. Así hablaron entre sí, pero mientras asomaba sobre ellos la forma de un viejo caballito de madera que se quejaba amargamente. Dijo...Soy Blagdaross. Triste de mí que yazgo ahora como un despojo entre estas dignas pero humildes criaturas. ¡Ay de aquellos días que nos fueron robados y ay de Aquel Grande que fue mi dueño y mi alma, cuyo espíritu se ha encogido 69


Lord Dunsany

y no puede saber más de mí, ni cabalgar por el mundo en caballerescas empresas! Yo fui Bucéfalo cuando él Alejandro, y le llevé victorioso hasta el Indo. Con él hallé los dragones cuando él era San Jorge, y fui el caballo de Rolando en lucha por la cristiandad, y muchas veces Rocinante. Batallé en los torneos y caminé errante en busca de aventuras, y encontré a Ulises y a los héroes, y las mágicas fiestas. O ya tarde en la noche, antes de encenderse las lámparas en el cuarto de los niños, montaba sobre mí bruscamente y galopábamos a través del Africa. Allí cruzábamos en la noche tropicales selvas y pasábamos oscuros ríos, que centelleaban con los ojos de los cocodrilos, y en donde flotaban los hipopótamos corriente abajo, y misteriosos ganados surgían de pronto en la oscuridad y furtivamente desaparecían. Y después de haber cruzado la selva encendida por las luciérnagas, salíamos a la abierta llanura y galopábamos por ella, y los flamencos escarlata volaban a nuestro lado por las tierras de los reyes sombríos con coronas de oro sobre sus cabezas y cetros en las manos, que salían de sus palacios para vernos pasar. Entonces revolvíame yo súbitamente y el polvo se desprendía de mis cuatro herraduras cuando galopaba hacia casa de nuevo y mi amo era llevado al lecho. Y al otro día montaba en busca de extrañas tierras, hasta que llegábamos a una mágica fortaleza guardada por hechiceros, y derribaba los dragones a la puerta, y siempre volvía con una princesa más bella que el mar. ...Pero mi amo empezó a ensanchar de cuerpo y a encogerse de alma y rara vez salía de aventuras. Al fin vio el oro y nunca más volvió a cabalgarme, y a mí me arrojaron entre esta gentecilla... Pero mientras el caballito hablaba, dos niños se escaparon, sin permiso de sus padres, de una casa situada en el confín y cruzaron el descampado en busca de aventuras. 70


Blagdaross

Uno de ellos llevaba una escoba, y al ver al caballito, nada dijo, pero rompió el astil de la escoba y lo ajustó entre sus tirantes y su camisa, al costado izquierdo. Después montó en el caballito y enarbolando el astil de la escoba, aguzado en la punta, gritó: Saladino está en este desierto con todos sus secuaces; yo soy Corazón de LeónLuego. Luego dijo el otro niño: -Déjame a mí también matar a Saladino. Blagdaross, en su corazón de madera, que estaba henchido con pensamientos de batalla, dijo: ...Aún soy Blagdaross.

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El Onirauta ha encontrado a el cuervo


Vastarien

VASTARIEN thomas ligotti

Ten cuidado con lo que pides, no sea que te lo concedan

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n la oscuridad de su sueño, unas luces empezaron a brillar como velas en una celda enclaustrada. La iluminación era débil e inestable y no procedía de ninguna fuente determinada. Sin embargo, gracias a esta descubrió muchas formas bajo las sombras: unos edificios altos cuyos tejados se inclinaban hacia el suelo, unos edificios grandes cuyas fachadas parecían seguir la curva de una calle y edificios oscuros cuyas puertas y ventanas se ladeaban como cuadros mal colgados. Incluso si se veía incapaz de situarse en esa escena, sabía dónde lo habían llevado una vez más sus sueños. Mientras las estructuras alabeadas se multiplicaban en su visión y llenaban la distancia perdida, él seguía teniendo una sensación de intimidad con cada una de ellas, una conciencia peculiar del espacio de sus interiores y de las calles que se enroscaban alrededor de su masa. Una vez más sabía lo que había en lo más hondo de sus cimientos, donde una vida oscura parecía establecerse, una civilización secreta de repeticiones que crecían entre unas paredes crujientes.

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Thomas Lingotti

Sin embargo, en lo más profundo de su interior se presentaban algunas dificultades: había escaleras que se desviaban hacia lugares inútiles, ascensores cerrados que instaban a los pasajeros a hacer paradas no deseadas, escaleras de mano delgadas que subían a un laberinto de huecos y conductos, las arterias y válvulas oscuras de un organismo petrificado y monstruoso. Y él sabía que cada rincón de ese mundo corroído tenía muchas opciones, aunque debía elegirlas a ciegas en un lugar donde no había claras consecuencias ni una jerarquía de posibilidades: una habitación cuya decoración gastada y silenciosa irradiara una serenidad sombría podía atraer a un visitante que después descubriera determinadas figuras envueltas en mobiliarios lujosos, figuras que no se movieran ni hablaran sino que solo miraran fijamente; y llegar a la conclusión de que estos maniquís cansados habían ejercido una indulgencia extraña en reposo y que había que reflexionar sobre las alternativas: ¿quedarse o marcharse? Al eludirlos encantos claustrales de esas estancias, su mirada vagaba ahora por las calles del sueño. Escudriñaba las alturas más allá de los altos tejados inclinados. Allí era como si las estrellas no fueran más que ceniza plateada que se asomara por la boca de las grandes chimeneas, aferrada a algo oscuro y espeso que amenazaba por encima, algo que se cernía sobre todos los horizontes negros. Le pareció que algunas torres altas prácticamente rompían la negrura decaída al alargarse hacia la noche para estar lo más lejos posible del mundo de allí abajo. Y fue en la punta de una de las torres más altas donde descubrió unas siluetas borrosas que se movían de forma desenfrenada en una ventana con mucha luz, y que giraban y se inclinaban sobre el cristal como sombras chinescas engarzadas en una disputa demencial. 74


Vastarien

A través de las calles laberínticas su visión se deslizaba despacio, como si fuera arrastrada por una lenta corriente. Las ventanas a oscuras reflejaban la luz de las estrellas y la de las farolas; las ventanas iluminadas, por débiles que brillaran, revelaban extrañas escenas que el viajero soñador dejaba atrás mucho antes de que todo su misterio pudiera abrumarlo. Paseaba por las calles más apartadas, y empujado por la corriente se movía junto a un muro expansivo que parecía bordear un abismo, flotar sobre puentes que se arqueaban sobre el murmullo de las negras aguas de los canales.Cerca de una esquina determinada de la calle, en un lugar tranquilo y de claridad sobrenatural, vio dos figuras que quedaban bajo la mirada cristalina de una luz colocada en la parte alta de un muro de piedra tallada. Sus sombras eran perfectas columnas de oscuridad sobre el pavimento lívido; sus caras un par de máscaras descoloridas que ocultaban ideas profundas. Parecían hacer su vida sin ser conscientes de la presencia del observador soñante, que solo deseaba vivir con estos espectros y conocer sus sueños, quedarse en aquel lugar donde todo estaba paralizado en el orden de lo irreal. Parecía que nunca jamás podrían obligarlo a abandonar aquel reino de hermosas sombras. Victor Keirion se despertó con una breve convulsión de sus miembros, como si se hubiera estado moviendo de forma caótica para evitar una caída desde una altura imaginaria. Durante un momento permaneció con los ojos cerrados, con la esperanza de conservar la euforia del sueño que se disipaba. Finalmente, parpadeó una o dos veces La luz de la luna que entraba por la ventana sin cortinas le ofreció una imagen de sus brazos extendidos y de sus manos, que por algún motivo estaban retorcidas. Al agarrar las sábanas por el borde del colchón, se liberó de esa postura y se giró sobre 75


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su espalda. Después tanteó hasta que sus dedos encontraron la cadena que colgaba de la lámpara que había sobre la cama. Apareció ante él una habitación pequeña, sin apenas muebles. Se incorporó y alcanzó la mesilla de noche de metal pintado. Entre el espacio de sus dedos separados vio las tapas de color gris claro de un libro, y algunas de las letras en negrita estampadas sobre la cubierta: «V», «S», «R», «N». De repente retiró la mano sin tocar el libro, pues la intoxicación mágica del sueño había desaparecido y temía no ser capaz de restablecerlo. Se liberó de las gruesas mantas y se sentó en el borde del colchón, con los codos reposados en las piernas y las manos cruzadas de forma relajada. Tenía el pelo y los ojos claros, una tez bastante grisácea que recordaba el color de ciertas nubes, o aquel característico del que ha estado mucho tiempo recluido. La única ventana de la habitación solo estaba a unos pasos de distancia, pero él trataba de no acercarse, ni siquiera intentaba mirar en aquella dirección. Sabía perfectamente lo que vería a esas horas de la noche: edificios altos, edificios grandes, edificios oscuros, unas cuantas estrellas y luces desperdigadas, un movimiento letárgico en las calles de allí abajo. En muchos sentidos, la ciudad que había detrás de aquella ventana guardaba semejanza con el otro lugar, que ahora parecía sumamente lejano e inaccesible. Pero el parecido se manifestaba tan solo en su visión interna, únicamente en las imágenes que recordaba y formaba cuando cerraba los ojos o desenfocaba la vista. Sería difícil concebir una criatura para quien este mundo —con su forma desnuda vista con los ojos abiertos— representara un paraíso codiciado. Delante de aquella ventana, con las manos metidas en los bolsillos de un albornoz acartonado, se dio cuenta de que faltaba 76


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algo, una propiedad crucial que se había negado a las estrellas arriba y a las calles abajo, una esencia de otro mundo necesaria para salvarlas. La expresión «de otro mundo» resonó en la habitación. En aquel lugar y a aquella hora, la ausencia paradójica, la cualidad perdida, se hizo evidente para él: se trataba del factor de lo irreal.Pues Victor Keirion pertenecía a aquella secta de almas desgraciadas que creían que el único valor de este mundo residía en su poder de, en determinadas ocasiones, insinuar otro mundo. Sin embargo, el lugar que ahora contemplaba por la ventana no podría ser nunca nada más que un sutil fantasma de aquel otro sitio, nada más que una vaga imitación de la anatomía de aquel gran sueño. Y aunque era cierto que había veces en que uno podía engañarse, momentos aislados cuando el don del disfraz triunfa, la imitación nunca podría ser perfecta o duradera. No existía nada que desafiara la rica irrealidad de Vastarien, donde todas las formas insinuaban otros cientos, cada sonido se difundían en ecos eternos y las palabras fundían un mundo. Ningún miedo o alegría igualaba las sensaciones a flor de piel que se experimentaban en aquel lugar que estaba en otra parte, ese fascinante retiro donde todas las vivencias estaban entrelazadas para componer fantásticas texturas de sensaciones, una fina tracería oscura de diseños ilimitados. Pues todo en lo irreal apunta al infinito, y todo en Vastarien era irreal, ilimitado por la mentira tangible de la existencia. Hasta sus aspectos más modestos revelaban esa verdad. Él se preguntaba: ¿qué puerta de otro mundo podría implicar las posibilidades extrañas y abundantes que pertenecían a las fascinantes puertas del sueño? Luego, mientras centraba la vista sobre una parte remota de la ciudad, recordó una puerta en parti-

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cular, unode los objetos menos sugerentes con los que se había encontrado nunca y que indicaba poco de lo que había más allá. Era un rectángulo de cristal difuminado dentro de otro rectángulo de madera rayada, algo estropeado y colocado en una pared de ladrillos al final de unas escaleras que bajaban de una calle que se desmoronaba. Se abrió con facilidad hacia dentro, era una mera formalidad sutil entre la tienda subterránea y el mundo exterior. Al entrar te encontrabas con un espacio abierto con forma un tanto circular, que parecía más el pasillo de un viejo hotel que una librería. La circunferencia que formaba el localestaba compuesta por estanterías llenas de libros cuyas partes separadas estaban unidas para crear un polígono irregular de once lados, con un largo escritorio donde hubiera ido la duodécima. Detrás del escritorio había unas cuantas estanterías más, dispuestas formando pasillos, con una monótona longitud que conducía a las sombras. En la otra punta de la tienda empezó su recorrido por las estanterías, que parecían muy prometedoras por toda la variedad de cubiertas antiguas y rojizas, como restos de algún otoño magnífico. Sin embargo, muy pronto se rompió la promesa y el halo de misterio de la Librairie de Grímoires, de acuerdo con las expectativas, se retiró para revelar, a sus ojos, el puestecillo de un charlatán; pero esa desilusión era solo culpa suya. Además, apenas podía expresar la naturaleza de la discrepancia entre lo que había esperado hallar y lo que en realidad había encontrado en esos lugares. Dejando a un lado lo que él esperaba, había muy poco en lo que basarse para pensar que allí existían otros misterios, uno totalmente diferente al que le ofrecían los libros que había ante él, que estaban empapados de una realidad obscena, aventuras falsamente herméticas que consistían en dar vueltas alrededor 78


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de un paisaje absurdo. Los otros mundos descritos en esos libros servían de forma inevitable como anexos de este; eran impostores de la irrealidad auténtica que servía como único reino de redención, por más horripilante que pudiera parecer. Y era este el paisaje terminal que él buscaba, no aquellos rituales del «camino» que nunca llega, cielos o infiernos que son meros pretextos para circunnavegar lo real y deleitarse en ello. Pues él soñaba con volúmenes extraños que se apartaban de toda luz terrenal para perderse en sus propias pesadillas, páginas que predicaban una salvación nocturna, una liturgia de las sombras, catecismo de fantasmas. Su máxima: habitar entre las ruinas de la realidadY parecía rebasar toda probabilidad el hecho de que allí no existiera ningún precedente de ese sueño, que no se hubiera detallado la visión por escrito en una Biblia delirante que sería la ruina de todas las otras, una escritura sagrada que empezaría con el apocalipsis y conduciría a sus discípulos a la destrucción de toda creación. De hecho, en ciertos libros se había encontrado con pasajes que se acercaban a este ideal y daban a entender al lector —casi amonestándolo— que la página que tenía ante sus ojos estaba a punto de ofrecerle una idea del abismo y arrojar una luz temblorosa sobre alucinaciones desoladas. «Convertirse en viento en lo más crudo del invierno», así podría empezar un verso tentado de sueños. Pero pronto el visionario desconcertado vacilaría y retraería el escenario prometido de un reino de sombras al final de toda entidad, y quizá se disculparía por ese lapso en lo irreal. La obra una vez más retomaría el tema universal y revelaría su verdadera intención de fustigar la ambición más trivial y profana de todas: el poder, con el conocimiento como esclavo. La visión de una ilustración desastrosa, de una iluminación catastrófica que 79


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se invocaba de pasada y luego se desechaba. Lo que quedaba era siempre una metafísica tan sistemáticamente banal y degradada como las leyes físicas que pretendía trascender, un manual que esbozaba el camino a un estado hipotético de gloria absoluta. La que continuaba perdida era la revelación de que nada hasta ahora había acabado en gloria; de que todo lo que termina lo hace agotado, confuso y convertido en desechos. Sin embargo, un libro que contuviese siquiera un gesto en falso hacia su excéntrica máxima verdadera podría realmente servir a su propósito. Cuando dirigía la atención de un librero para seleccionar los contenidos de tales volúmenes, decía: «me interesa un área temática en particular, quizá usted sepa… eso, me preguntaba si sabe de otras, cómo le diría, fuentes que me pudiera recomendar para mi…». De vez en cuando consultaba a otro librero o al propietario de una colección privada, y a la larga no le quedaba otro remedio que darse cuenta de que lo habían malinterpretado de forma grotesca cuando se encontraba al margen de una sociedad dedicada a una empresa totalmente demoníaca.La misma librería en la que estaba ahora curioseando representaba solo el paréntesis más reciente en una búsqueda sin progresos. Pero había aprendido a ser cauteloso, e intentaría perder el menor tiempo posible en descubrir si había algo oculto allí para él. Desde luego, no en las estanterías que lo rodeaban.—¿Ha visto a nuestro amigo? —preguntó una voz cercana que lo sobresaltó un poco.Víctor Keirion se volvió hacia el desconocido. Aquel hombre era bastante bajo y llevaba un abrigo negro; su pelo también era negro y le caía con libertad por la frente. Aparte de su aspecto en general, había también algo en su presencia que recordaba a un cuervo, a una criatura carroñera al acecho. 80


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—¿Ha salido de ese agujero? —preguntó señalando el escritorio vacío y hacia la zona oscura que había detrás. —Perdone, no he visto a nadie —contestó Keirion—. En usted acabo de reparar ahora mismo. —No puedo evitar ser silencioso. Mire estos piececillos —comentó el hombre mientras apuntaba a un par de zapatos negros muy lustrados. Sin pensar, Keirion miró hacia abajo; se sintió como un inocentón y subió de nuevo la mirada hacia el desconocido sonriente. —Parece muy aburrido —opinó el cuervo humano. —¿Perdone? —No se preocupe. Ya veo que lo estoy molestando. El hombre se alejó con un leve aleteo del abrigo y empezó a mirar algunas estanterías de más allá.—No lo había visto por aquí antes —dijo desde el otro lado del local. —Nunca había estado aquí —contestó Keirion. —¿Ha leído alguna vez este? —preguntó el desconocido mientras sacaba un libro y sujetaba la cubierta negra sin nada escrito en ella. —No —contestó Keirion sin apenas echarle un vistazo al libro. Parecía ser la mejor manera de tratar a aquel personaje que, por algún motivo indefinible, creía extranjero, extranjero de manera indiscutible. —Bueno, debe de estar buscando algo en particular —continuó el otro hombre, que devolvió el libro de color negro a la estantería—. Y ya se sabe cómo es cuando buscas algo muy especial. ¿Alguna vez ha oído hablar de un libro, un libro muy especial, que no… Sí, que no trata sobre nada, pero en realidad es ese algo? Por primera vez el repelente desconocido había conseguido intrigar a Keirion en vez de irritarlo. 81


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—Eso parece… —comenzó a decir, pero entonces, el otro hombre exclamó—: Ahí está, ahí está. Perdone. Parecía que el propietario (el amigo mutuo) por fin había aparecido y ahora estaba detrás del escritorio, mirando hacia sus dos clientes. —Amigo mío —dijo el hombre cuervo mientras daba un paso con una mano extendida hacia el caballero suavemente calvo y dulcemente gordo. Ambos se estrecharon la mano y cuchichearon durante un rato. Luego el hombre cuervo fue invitado a pasar detrás del escritorio y, guiado por el fornido y adusto librero, se adentró en la oscuridad al fondo de la tienda. En un rincón apartado de aquella negrura, se iluminó de repente el rectángulo brillante del contorno de una puerta, que dejaba entrar a través del marco una sombra larga con dos cabezas. Solo, entre aquellos volúmenes de la tienda sin ningún valor, Victor Keirion sintió la triste frustración del que no ha sido invitado, del que ha sido abandonado. Más que nunca se había contagiado de las esperanzas y curiosidades de una clase indeterminable, y pronto encontró imposible quedarse fuera de aquel radiante cuartito en el que los otros dos habían entrado y sobre cuyo umbral él, en ese momento, permanecía en silencio. La habitación era un estrecho cubículo bibliográfico dentro del que había otro cubículo formado por unas estanterías independientes que creaban cuatro pasillos muy estrechos en el espacio que quedaba entre ellas. Desde la puerta no podía ver cómo se entraba al cubículo interior, pero oía las voces de los otros que hablaban dentro de este. Caminó con cautela y empezó a recorrer el perímetro de la estancia, escudriñando con voracidad una amplia variedad de volúmenes de aspecto extraño. 82


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Enseguida sintió que alguna cosa de especial naturaleza aguardaba su descubrimiento, y la prueba para tal intuición empezó a desarrollarse. Cada uno de los libros que examinaba servía como pista en esta investigación delirante, una señal enigmática que atraía sus poderes de interpretación y transmitía la fe para continuar. Muchas de las obras estaban escritas en lenguas extranjeras que él no conocía; algunas parecían estar redactadas en un código basado en caracteres familiares y otras parecían transcritas en una criptografía totalmente artificial. No obstante, en cada uno de esos libros encontró una orientación indirecta, una característica de mayor o menor importancia: alguna rareza en el tipo de letra, las páginas y las cubiertas de textura poco común, o diagramas abstractos que no indicaban ningún ritual ortodoxo o sistema oculto. Hasta se creó mayores expectativas por algunas ilustraciones en particular, dibujos y grabados misteriosos que representaban escenas y situaciones que jamás había visto. Y obras tales como Cynothoglys o El noctuario del tronco expresaban esquemas tan extraños, tan distantes de los textos y los tratados conocidos de tradición esotérica, que estaba seguro del sentido de aquella búsqueda. Los susurros se hicieron cada vez más altos, aunque no más claros, mientras doblaba una esquina del cubículo interior y advertía con ansiedad la abertura en la otra punta. Al mismo tiempo lo distrajo, sin razón aparente, un librito grisáceo que estaba inclinado dentro de un hueco entre tomos más grandes y estridentes. El librito estaba colocado en el estante más alto, por lo que tuvo que estirarse para alcanzarlo, como si estuviera en un potro vertical de tortura. Intentó no revelar su presencia con los ruidos de su dolor y al final logró agarrar el objeto de color 83


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ceniza —tan pálido como él mismo— con las yemas del pulgar y el índice. Tiró de él con cuidado para sacarlo de su sitio sin hacer ruido; una vez conseguido su objetivo, volvió a su posición normal y examinó las frágiles páginas del libro. Parecía ser una crónica de sueños extraños. No obstante, de algún modo los pasajes que revisó no eran un recuerdo de sueños no controlados, sino más bien una encarnación de ellos, no mera retórica sino la cosa en sí. El uso del lenguaje en el libro era muy forzado, y el autor de la obra desconocido. Es más, daba la impresión de que el texto hablaba por sí solo y únicamente para sí mismo; las palabras fluían como sombras proyectadas por una forma ajena al libro. Pero aunque este volumen parecía estar escrito en una jerga de misterios, sus palabras sí infundían una clara comprensión y creaban en el lector una aprensión visceral por el mundo que describían, al existir inseparables de este. ¿Podría realmente ser aquello la invocación de Vastarien, aquel mundo inverosímil al que hacían referencia las letras retorcidas de la cubierta? ¿Es que acaso era un mundo? Más bien la esencia irreal de uno, con todos los elementos naturales purgados por un proceso oculto de extracción, donde por el día se destilan sueños y por las noches pesadillas. Cada pasaje que comenzaba lo cautivaba y a la vez lo consternaba con imágenes e incidentes tan extraños y caóticos que el sentido habitual de estos términos se desintegraba junto con todo lo demás. La rareza desatada parecía ser la norma del reino; la imperfección se convirtió en el origen de lo milagroso, las maravillas de la deformidad y la malformación. Sin duda era un horror; pero un horror no comprometido por ningún sentimiento de alegría perdida o redención frustrada; más bien se trataba de salvarse a través de la condenación. 84


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Y si Vastarien era una pesadilla, era una pesadilla transformada en espíritu por la ausencia absoluta de un refugio: la pesadilla convertida en normalidad. —Disculpe, no me había dado cuenta de que había llegado hasta aquí —dijo el librero con voz alta, pero débil.Acababa de salir de la cámara interior de la habitación y allí estaba de pie, con los brazos cruzados sobre el pecho. —Por favor, no toque nada. ¿Podría devolverme esto?El librero alargó el brazo derecho y volvió a su postura anterior cuando el hombre de los ojos claros no soltó la mercancía. —Creo que quiero comprarlo —contestó Keirion—. Estoy seguro de que lo haría si…—Si el precio fuera razonable, por supuesto —terminó el librero—. Pero quién sabe, tal vez no sea capaz de comprender lo valiosos que pueden llegar a ser estos libros . Ese… —comentó mientras sacaba un bloc y un lápiz del interior de su chaqueta y garabateaba un poco. Arrancó la primera hoja y se la colocó delante al futuro comprador para que la viera. Después, con absoluta seguridad, guardó los materiales de escritura como si ya hubiera acabado.—Pero podríamos llegar a un acuerdo… —protestó Keirion. —Me temo que no —respondió el librero—, y menos cuando no hay otro igual, como ocurre con la mayoría de estos volúmenes. No obstante, el libro que tiene entre las manos, esa copia única… Una mano rozó el hombro del librero y pareció apagar su voz. El hombre cuervo salió al pasillo. Sus ojos estaban fijos sobre el objeto que se trataba y preguntó: —¿No considera el libro un tanto… difícil? —Difícil… —repitió Keirion—. No sé. Si se refiere a que el lenguaje es extraño, tengo que admitirlo, pero… 85


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—No —interpuso el librero—, no se refiere a eso en absoluto. —Discúlpenos un momento —dijo el hombre-cuervo.Después los dos hombres volvieron a meterse en la habitación interior, donde se quedaron cuchicheando un rato. Cuando se callaron, salió el librero y le comunicó que había habido un error. El libro, aunque era una rareza, merecía un precio mucho menor del antes propuesto. La valoración revisada, aunque todavía era alta, estaba sin embargo dentro del alcance del bolsillo de este comprador en particular, quien accedió al instante a pagarlo. De este modo fue cómo empezó la obsesión de Victor Keirion por un libro en particular y cierto mundo imaginado, aunque hacer una distinción de estos dos fenómenos a la larga fue un error, pues el libro, de hecho, no solo describía aquelmundo extraño sino que, de manera un tanto oscura, era una redacción fiel de la cosa en sí misma, la encarnación de su forma. A partir de entonces, cada día estudiaba los episodios hipnóticos del librito; cada noche, mientras soñaba, realizaba expediciones sin forma a su fantástica topografía. Todo parecía indicar que había descubierto la cumbre o el abismo de lo irreal, el paraíso del agotamiento, de la confusión y los restos, donde la realidad acaba y donde se puede morar entre sus ruinas. Y no tardó mucho en pensar que era necesario volver a visitar la tienda de doce lados con la intención de preguntar al librero obeso por el tema del libro, aunque no quería descubrir la verdad acerca de por qué había acabado vendiéndolo. Cuando llegó a la librería, en algún momento a mitad de una tarde gris, Victor Keirion se sorprendió al encontrarse con que la puerta que había abierto con tanta libertad en su visita anterior ahora estaba cerrada a cal y canto; ni siquiera hizo ruido en el marco cuando, nervioso, la empujó y tiró del picaporte. 86


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Como el interior de la tienda estaba iluminado, sacó una moneda del bolsillo y empezó a dar golpecitos en el cristal. Finalmente, alguien avanzó entre las sombras del fondo de la habitación. —Está cerrado —dijo con mímica el librero desde el otro lado del cristal.—Pero… —se quejó Keirion mientras señalaba su reloj de pulsera. —De todas formas —gritó el grandullón. Pero entonces, después de examinar al cliente decepcionado, el librero quitó el cerrojo a la puerta y la abrió lo suficiente para mantener una breve conversación. —¿Qué puedo hacer por usted? Está cerrado, así que tendrá que venir en otro momento si… —Solo quería preguntarle una cosa: ¿recuerda el libro que le compré no hace mucho, aquel…? —Sí, me acuerdo —contestó el librero, como si estuviera preparado para aquella pregunta—. Y permítame decirle que me quedé bastante impresionado, así como por supuesto… el otro hombre.—¿Impresionado? —repitió Keirion.—Estupefacto sería una palabra más apropiada en su caso —prosiguió el librero—. Me dijo que el libro había encontrado su lector, ¿y qué otra cosa podía hacer más que estar de acuerdo? —Me temo que no lo entiendo —dijo Keirion. El librero parpadeó y no añadió nada más. Después de unos instantes explicó a regañadientes:—Esperaba que, por lo menos, ahora ya lo entendiera. ¿No ha contactado con usted el hombre que estuvo aquí aquel día? —No, ¿por qué debería hacerlo? El librero volvió a parpadear. —Bueno —dijo—, supongo que no hay razón por la que deba quedarse ahí fuera. Está empezando a hacer mucho frío, ¿no lo nota? 87


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Luego cerró la puerta y movió a Keirion un poco hacia un lado. —Hay una cosa que querría comentarle —susurró—. Aquel día no me equivoqué en el precio del libro. Lo que costaba lo pagó en su totalidad el otro hombre, y no me pregunte nada más sobre él. Pues bien, pagó aquel precio menos la pequeña cantidad que usted aportó. No estafé a nadie y mucho menos a él, que hubiera sido feliz de pagar incluso más con tal de que el libro cayera en sus manos; y aunque no estoy seguro de sus razones, creo que usted debería saberlo. —Pero, ¿por qué no se limitó a comprar el libro para él? — preguntó Keirion. El librero parecía confuso. —No le servía para nada. Tal vez hubiera sido mejor si usted no se hubiera descubierto cuando le preguntó por el libro, por lo que sabía de él. —Pero yo no sabía nada, aparte de lo que había leído en el libro. Vine aquí a encontrar…—… nada, me temo. Usted es el que debería explicarme, es impresionante. Pero no le estoy preguntando nada, no me malinterprete, y no le puedo contar nada más, pues ya he violado todo precepto de discreción.Aunque este es un caso muy excepcional. Es impresionante, si de hecho usted es el lector del libro.Comprendió que como mucho había entrado en un diálogo de misterio, y posiblemente en uno de mentiras, así que Víctor Keirion no se arrepintió cuando el librero le abrió la puerta para que saliera. Pero no pasaron muchos días, y sobre todo muchas noches, antes de que supiera por qué el librero se había sorprendido tanto y por qué el desconocido con aspecto de cuervo había sido tan generoso: el que le había obsequiado con el libro no veía sus misterios. En el transcurso de aquellos días, de aquellas noches, supo que aquel desconocido le había dado una cosa que no podía 88


Vastarien

obtener de otro modo, pues leía el libro a través de unos ojos prestados y robaba sus secretos del alma del lector legítimo. Al final quedó claro lo que estaba ocurriéndole durante aquellas noches de sueños. Todas aquellas noches las formas de Vastarien se abrían paso entre la oscuridad de su sueño, un vasto paisaje que surgía de su propia imagen onírica profunda y salía de un lugar sin nombre ni dimensión. Y mientras los inclinados monumentos se volvían a manifestar, parecían expandirse y elevarse alto por encima de él, arrastrando su visión hacia ellos. La escena iba adquiriendo cada vez más matiz y expresión; a un ritmo constante, la creación se convertía en algo más compacto y complicado dentro de su negra matriz: las calles eran entrañas sinuosas que serpenteaban por el oscuro cuerpo, y los edificios eran los huesos prominentes de un esqueleto con una delgada musculatura de sombras. Pero justo cuando su visión se extendía para abarcar completamente la forma irregular y misteriosa del sueño, parecía que todo se alejaba y lo abandonaba en el borde de un vacío sin sueños. El paisaje se alejaba y se reducía en la distancia. Ahora, lo único que podía ver era una única calle limitada por dos líneas convergentes de edificios, y al otro lado de esta calle, más alta incluso que los mismos edificios, se veía la silueta de una gran figura. Desde aquella posición, la imponente sombra asimilaba todas las otras formas en la suya, lo que hacía que poco a poco fuera ganando altura mientras el paisaje se retraía y disminuía El perfil de aquella figura titánica parecía ser el de un hombre, aunque también era el de una oscura ave rapaz. Aunque durante unas cuantas noches Victor Keirion se las arregló para despertarse antes de que el carroñero hubiera 89


Thomas Lingotti

consumido a conciencia lo que no era suyo, no había garantía de que siempre fuera capaz de conseguirlo, o de que el sueño no pasara a manos de otro. A la larga, consideró que era necesario apoderarse del sueño que había codiciado durante tanto tiempo. Vastarien, susurró entre las sombras y entre la luz de la luna de aquel cuartito en que apenas había muebles, donde una puerta de metal macizo evitaba que se escapara. Dentro de aquella puerta había instalado un cuadradito de grueso cristal para que lo pudieran observar día y noche. También había una malla rígida de alambre fuerte que cubría la ventana que daba a la ciudad que no era Vastarien. Nunca, gritó una voz que podría haber sido la suya. Y después, más insistente: nunca, nunca, nunca…Cuando se abrió la puerta y algunos hombres con uniformes entraron en la habitación, encontraron a Victor Keirion gritando con todas sus fuerzas e intentando trepar por la gruesa malla de metal que cubría la ventana, como si estuviera arrastrándose hacia una inverosímil vía de liberación. Por supuesto, lo tiraron al suelo y lo estiraron sobre la cama, donde le ataron con fuertes correas las muñecas y los codos. Más tarde, por la puerta entró a zancadas una enfermera que llevaba una fina jeringuilla rematada con una aguja plateada. Durante la inyección continuó vociferando palabras que todos los de la habitación ya habían oído antes, y con cada arranque desarrollaba el tema de su injusto confinamiento El hombre no podía leer el libro —aquel libro—, y estaba robando los sueños que el libro había generado. Roba mis sueños, murmuró mientras la droga empezaba a hacerle efecto. Roba mis… El grupo de personas permaneció alrededor de la cama durante unos instantes. Contemplaron en silencio a su ocupante dominado. Luego, uno de ellos señaló el libro y empezó una conversación 90


Vastarien

familiar para todos ellos.—¿Qué debemos hacer con esto? Ya se lo han llevado varias veces, pero siempre aparece otro. —No sirve de nada. Mira estas páginas, no hay nada, no hay nada escrito.—Entonces, ¿por qué se pasa horas leyéndolas? No hace otra cosa. —Creo que va siendo hora de que lo consultemos con las autoridades.—Sí, muy bien, podemos hacerlo, pero, ¿qué les diremos exactamente?¿Que se le tiene que prohibir la lectura de un libro aun interno? ¿Que se pone violento? Y luego preguntarán por qué no le quitamos el libro. ¿Qué contestaremos a eso? podremos decir nada. Y en cuanto abriéramos la boca, sería lo último que hiciéramos.—Y cuando alguien preguntara qué significa para él el libro, o incluso su nombre…, ¿cuál sería nuestra respuesta? Como respuesta a esa pregunta, unos gemidos sin forma salieron del delincuente sicótico que estaba atado a la cama. Pero nadie pudo entender el significado de la palabra o las palabras que pronunció, y menos todavía él mismo, pues ahora se hallaba muy lejos de sus propias palabras, en lo más profundo de sus sueños, en un lugar donde todo estaba paralizado en el orden de lo irreal; y de donde, al parecer, ciertamente no volvería nunca.

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EL VERDADERO MONSTRUO En el libro Impreso hay una hoja que refleja tu rostro.


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NTICIPADO A L R E

N

o me importaría tanto si Burford escribiera bien, pero no sabe escribir un cuento. Mira esa última historia mía... es decir, suya. Yo la veía como una criatura impetuosa y palpitante, que vibraba y cantaba, una verdadera Ménade, llena de sangre roja. En sus manos, ni siquiera nació muerta; está diciendo a gritos que es un muñeco, pierde el aserrín, se mueve como un maniquí, huele de lejos a cosa fabricada. Mas ahora ya no puedo escribir ese cuento. Lo ha arruinado para siempre. Es la tercera vez. ¡Maldito sea, y maldita mi suerte! Yo trabajo cuando siento la necesidad de crear. -Tomas muy en serio tu vocación -dijo Vincent perezosamente-. Al fin y al cabo, ¿qué importa? ¿Qué son los cuentos? ¿No son un opio para la vida de los cobardes? Preferiría inventar algún pequeño instrumento, o construir un puente de tablas sobre un arroyo fangoso, antes que escribir el mejor cuento del mundo. Esplan estalló. -Bueno, bueno -dijo casi a los gritos-, el hombre que inventó el cloroformo fue grande, y quienes lo fabrican son útiles. Lo que hacemos nosotros llámalo cloral, morfina, bromuro; lo que quieras, pero damos alivio. -Cuando sería mejor usar vejigatorios...-¡Qué estupidez! -contestó Esplan-. En todo caso, tu charla es ociosa. Yo soy yo, los escritores son escritores... pequeños, si quieres, pero un resultado y una fuerza. Déjame descansar. No hables de tonterías ideales Pidió brandy. Después de beberlo, su aspecto cambió un pocoSonrió.-Acaso no vuelva a suceder. Si sucede, creeré que Burford se obstina en cruzarse en mi camino. Tendré que... 93


H.P. Lovecraft

-¿Eliminarlo? -preguntó Vincent. -No. Trabajar más rápido. Pronto escribiré algo. Algo que indudablemente le encantaría echar a perder. La conversación cambió y poco después se separaron. Esplan se dirigió a su departamento de Bloomsbury. Durante algunos minutos caminó por la sala, pero luego sintió el impulso de escribir. Le escocían los dedos, un estado de ánimo semiautomático se apoderaba de él. Se sentó y escribió, primero lentamente, después más rápido, y por último con furia. Eran las tres de la tarde cuando empezó a trabajar. A las diez seguía sentado ante el escritorio, poblado por las cenizas de innumerables pipas. A intervalos se alisaba con las manos húmedas los cabellos erizados. Sus ojos cambiaban como ópalos: a veces centelleaban y casi ardían, a veces se volvían opacos. Él mismo cambiaba con cada frase; pronunciaba en alta voz lo que escribía; cada pensamiento se reflejaba en su rostro pálido y móvil. Reía y gemía. En el punto culminante de su narración, le corrieron lágrimas por la cara y borraron el ya indescifrable manuscrito. Pero a las once se levantó, rígido y tambaleante. Con dificultad recogió del piso las páginas sin numerar, y las ordenó. Después se desplomó en su asiento. -¡Es bueno, es bueno! -decía, sonriendo-. ¡Qué extraño demonio soy! Mis callados antecesores reviven fantásticamente en mí. Es extraño, infernalmente extraño. El hombre no es más que un micrófono, y loco por añadidura. ¿Cuánto tiempo estuve madurando esto que acabo de escribir; El cuento es viejo y al mismo tiempo nuevo. Se lo mandaré a Gibbon. A él le gustará. Pequeña bestia, pequeño horror, pequeño cerdo, con un divino anillo de oro de inteligencia crítica en el sucio hocico. Bebió medio vaso de whisky y se echó en la cama. Su imaginación corría alocadamente. 94


Más allá del Muro del Sueño

-Mi ego está un poco fisurado -dijo-. Debo cuidarme. Y antes de dormirse pronunció conscientes tonterías. Se burló de la necedad de su imaginación, y sin embargo tenía miedo. Por fin tomó morfina en una dosis tan grande, que le afectó el nervio óptico. Relámpagos subjetivos brillaron en la oscuridad de su cuarto. Soñó con un Burford gigantesco y brutal, que usaba un gran diamante en la pechera de la camisa. -Comprado merced a la transmisión de mis pensamientos -dijo. Pero al mirarse advirtió que él tenía una joya aún más grande, y pronto su alma se disolvió en la contemplación de sus rayos, hasta que su conciencia fue disipada por una divina absorción en el Nirvana de la Luz. Cuando despertó, al día siguiente, era ya avanzada la tarde. Estaba destrozado por el trabajo de la víspera, y aunque mucho menos irritable, caminaba con inseguridad. La molestia de mandar su cuento a Gibbon le resultó casi insuperable; pero lo envió, y después tomó un taxímetro que lo llevó a su club, donde permaneció varias horas, casi en estado comatoso. Dos días más tarde recibió una nota del jefe de redacción. Le devolvía su cuento. Era bueno, pero... -Hace varias semanas Burford me envió otro con el mismo tema, y lo acepté. Esplan golpeó contra la repisa de la chimenea su mano delgada y blanca, haciéndola sangrar. Aquella noche se embriagó. El vino pareció corroer, morder y retorcer hasta el último nervio y la última célula de su cerebro. Su irritabilidad se volvió tan extrema que se quedó al acecho de sutiles e imaginarias ofensas, y meditó mórbidamente sobre el aspecto de inocentes desconocidos. Pagó al camarero el doble de lo que había consumido, no porque lo mereciera, sino porque comprendió que la menor señal de descontento por parte de aquel hombre podría originar en él un estallido de irreprimible cólera. 95


H.P. Lovecraft

Al día siguiente se encontró con Burford en Piccadilly, y pasó junto a él sin saludarlo, con una amarga sonrisa. -No me atrevo a dirigirle la palabra -murmuró-. ¡No me atrevo! Y Burford, que no alcanzaba a comprender, se sintió ultrajado. Él mismo odiaba a Esplan con el odio de un rival que se siente desplazado y aventajado. Sabía que su trabajo carecía de la diabólica precisión de Esplan, de la frase brillante, el toque justo de color, el certero -Lo haré, lo haré -murmuraba, y en el club los hombres hablaban de él. -Mañana -dijo, pero después lo postergó. Debía planearlo con arte. Lo dejó para que germinase en su fértil cerebro. Y por fin, cuando ya había empezado a escribirlo, la acción, iluminada por extrañas circunstancias, fue creciendo ante él. Ese asesinato despertaría un mundo de resplandores, inaugurando una época en la historia del crimen. Aun cuando el planeta se viera convulsionado por las guerras, aun entonces los demás querrían oír esa historia increíble, penetrar en ella, dilucidar el método y el crecimiento de los medios y el motivo. Sonreía solo en la calle, y reía con risa aguda en su cuarto de fugaces visiones. Por la noche transitaba las solitarias callejuelas próximas, ponderando con ansia el borbollón de sus encontrados pensamientos; y apoyado en las rejas de frondosos jardines, veía fantasmas en las sombras de la luna y los invitaba a conversar. Se convirtió en un pájaro nocturno. -Mañana -dijo por último. Mañana daría el primer paso. Se frotó las manos y rió, ya cerca de su casa, en una plaza solitaria, al tramar los últimos detalles sutiles que su imaginación multiplicaba.-¡Está bien, basta, basta! -gritó a su fantasía enloquecida-. Ya está hecho realidad.

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En tus manos una recopilación de grandes novelistas del género de horror y terror psicológico ,entre ellos Howard Phillips Lovecraft a quien se le considera un gran innovador del cuento del terror, el cual trató temas como los viajes en el tiempo, el terror sobrenatural, el horror cósmico, los sueños y finalmente como guía para conceptualizar y construir este libro. ¿Qué es un monstruo?, una anomalía?, un ser fantástico que causa espanto?, una persona?, un viajero inmerso en una constante, los sueños y los monstruos intentará responderte estas preguntas a través de 8 alucinantes y emocionantes relatos, junto a ilustraciones realizadas por este viajero, el cual se sumergirá junto a ti en la historia y te mostrará hechos importantes que inf luenciaran la historia a lo largo del libro. El libro que tienes entre manos no lo has escogido tú, él te ha escogido a ti, y debes saber que te llevará de la ignorancia a la sabiduría pero asimismo de la luz a la oscuridad, si estás preparado para descubrir la verdad no dudes en leer el libro.

978-84-96423-54-1


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