La Mother

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La Mother SEBASTIAN PARADELO

Cuando me clavé el ojo con la punta de la mesa de luz supe que lo que decían de la Mother era cierto. No es que no lo creía, simplemente me costaba pensar en ella de otra manera que no fuera como esa pasada rápida en las corridas por el campo y mi mirada lejana; su llamado desde el monte, su voz cascada. Su promiscuidad sexual me daba miedo, sentía que no estaba preparado. Eso decía papá y él sabía, ya lo había vivido, también tuvo trece años. Nunca me imaginé que me iba a enamorar de ella como lo hice. Menos aún, que todo iba a terminar así. Antes de conocerla mi padre me advirtió. “¡No las dejes acercarse!”. Mi padre odiaba a esos seres, así los llamaba, como si fueran de otro planeta. Él creía que Dios no podía equivocarse de esa manera y que quizás había una guerra contra otros dioses más feos y estos eran los que habían llegado a la Tierra. ¿A razón de qué? Mi padre las quería casar. En la parroquia del barrio, comandada por el padre Benito, buscó incansablemente gente que adhiera a su causa. Para mi padre no era normal la cantidad de personas que perdían sus ojos en el pueblo. —Un accidente domestico. —Pero… ¿cómo? ¿Te caíste en un lápiz parado? ¿Se te metió un alfiler mientras cocías? ¿Cómo? Mi padre no tenía respuesta y su impotencia se recrudecía. No se sabía mucho sobre el origen de las Mother. Algunos decían que eran seres celestiales, mitad ángel mitad demonio, como una especie de reencarnación de la carta del Diablo en el Tarot. Otros, con mi padre a la cabeza, argumentaban que eran monstruos venidos del cielo para destruir la humanidad. Por lo menos en la geografía coincidían ambas teorías. Solo en eso. Un día le pregunté a mi Mother que pensaba de los tuertos. Hay mucha gente descuidada en este pueblo, me dijo. Eso fue bastante después de conocerla. Al principio solo nos veíamos en el campo. Yo dos veces por semana salía a correr en la zona de quintas, detrás de los barrios privados y campos de soja. A veces me costaba respirar, lo cual me resultaba ilógico, estaba


en campo abierto; todo debería fluir. Pero no. Recuerdo esa tarde que la conocí como si fuera hoy, como si esa tierra no se estaría quemando y yo no tuviera que hacerme a un lado para evitar el ahogo. —Hola precioso —dijo una voz dulce y algo rocosa. No estaba acostumbrado a esos adjetivos pero no había nadie más cerca que pueda sentirse aludido; no podía obviar a quien sea que haya hablado. Además, Dios hablaría con todos si estuviera en la Tierra. —Hola —dije, tímidamente, y ella me arropó entre su cuerpo, protegiéndome del humo negro y voraz. Aguanté la respiración hasta donde pude y después olí: era olor a pescado. Su panza, su pecho, tenía aroma a mar. Mi padre decía que ese era de los peores olores del mundo creados por el diablo. Intenté alejarme, separarme de su cuerpo, pero sus manos eran fuertes. Ella era realmente alta. El humo no me permitía divisar con claridad su cara. De repente, de un salto, me llevó detrás de la maleza. Me olvidé de las piedras y de la tierra, y no me importó no comprender la distancia de su salto por sobre la zanja. Ella era realmente fuerte. Me solté, aflojé mis cordones, me dolían los pies. Ese día llevaba corriendo cerca de una hora, casi ocho kilómetros. Un record para mí. —¿Qué haces? —le pregunté mientras ella se arrodillaba y su cabeza quedaba sobre mi pecho. Tenía los ojos verdes con algunas marcas negras que, supuse, se debían a andar entre el monte esquivando ramas bajas. Sus labios eran extremadamente gruesos pero ella no era negra, como esos senegaleses que veíamos con mi padre cuando íbamos a la Capital a comprar ropa barata. No sé porque no los sacan de acá, hijos del diablo, decía mi padre. La Mother se ató su pelo chamuscado y rojo, en el que pude ver cosas parecidas a rastas como las que tenía Diego, mi primo hippie. He escuchado a mucha gente hablar sobre la belleza, lindo esto, hermoso lo otro; aquello es horrible, feo. Pero nunca había entendido el parámetro, la unidad de medida que lo establecía. Ella debía ser el equilibrio, si eso existía. Una belleza tan mía como los ojos que la miran: los míos. —Me debés un favor —dijo la Mother y bajó mi jogging azul de gimnasia. No pude resistirme; estaba con la espalda sobre un árbol y sus piernas ahora en cuclillas no me ofrecían salida. Nunca nadie había visto mi virilidad y menos dormida. En la escuela mis amigos


hablaban de masturbación, de tamaños y yo solo podía sonreír. Mi padre decía que hacer eso era una actividad del demonio pero que, a veces, era la única manera de encontrar a Dios. Mi pija se puso dura y me dolió, y la Mother se la metió en la boca hasta el fondo. Creí que la perdía pero enseguida volvió a aparecer. Ella hacía magia. Nunca había sentido algo así. Fue como si pudiera percibir todo lo que transitaba por cada una de mis venas. La electricidad viajaba lento desde mi cerebro hasta mi zona genital pero también se desviaba hasta mis pies y volvía, como una autopista. La Mother gemía y yo la seguía; también lo hizo el árbol a mis espaldas y quizás lo hizo la tierra y la maleza. Era una canción. Oh oh ah ah, oh oh ah ah, dámela. La Mother escondió su mano dentro de lo que parecía un ramo de rosas de distintos colores que estaba en su cintura y sacó una pija, idéntica a la mía. Oh oh ah ah, oh oh ah ah, dámela, seguíamos, y toda la rareza del costado del camino se movía al ritmo de esa melodía. Ningún auto o moto pasó por la calle y esto no era tan anormal ni tampoco me importaba. Estaba en trance. Mi miembro estaba muy mojado y me acordé del fuego, pero ya no estaba. Vi unas olas enormes detrás de los pinos más altos pero era imposible. ¡Dámela!, gritó la Mother y sentí que me iba a empapar. La miré a los ojos, eran tan dulces y salvajes, que supe que estaba por llegar, que mi padre estaba equivocado: cuántas más actividades diabólicas más cerca estoy de ser Dios, pensé. Ella me hizo sentir así. Pero antes que acabara, salió de mí y sonrió. Enseguida, saltó como cuando me trajo hacía allí y se perdió lejos del camino. No pude ver hacía donde. Mi semen voló como mariposas blancas algo desorientadas y se posó en las hojas verdes de la maleza, relucientes por la primavera. Me acerqué y vi como el esperma se fundía con la sabía y se formaban pequeñas burbujas perfectas, como huevos. Esa tarde me enamoré de la Mother aunque no supiera muy bien que significara eso.

—Pa, me voy a correr. — ¿No te cansas todos los días? —. No me cansó de ella, mi mejor ejercicio es verla arrodillada mientras miró sus ojos animales. Cantar nuestra canción primitiva, temblar con la tierra, explotar en ella. Verla correr en el momento justo. Por qué te vas justo ahí, le pregunté


una vez, por qué no te quedas abrazada a mi cintura y me acaricias el pecho. Porque tu semen puede matarme, me dijo, pero no a las plantas. Tenés que dar vida pero no la tuya, ustedes no. Claro que esto no se lo dije a mi padre. Nos veíamos a escondidas de él, no podía enterarse. —No, fíjate los músculos en mis piernas —se las mostré, “esto es de estar tanto parado”, pero él ni siquiera sonrió. En mi cabeza quedaron resonando las palabras de la Mother, eso sobre la aptitud. Pensé en la especie humana pero enseguida desistí, cómo lo harían, somos tantos; de cualquier forma si las Mothers querían acabar con todo tendrían sus razones y yo estaba enamorado de ella, algo fuerte sentía en mi pecho cada vez que me perdía entre los yuyos y el sol me pegaba fuerte en la cara y de repente, atardecía, la luz le daba de costado y su sombra parecía un árbol o un oso. —Vienen a desmoralizar todo —gritaba mi padre desde la terraza de casa con una Biblia en la mano. En la vereda decenas de personas lo escuchaban, muchas de la parroquia de Benito pero también se venían desde la Iglesia principal. Hasta los tuertos, cansados y zombis, llegaban hasta nuestra casa, convocados por los párrocos. Pero no solo venía gente de la iglesia. Norma, abogada, se paraba en primera fila. Ella había ayudado a papá con algunos asuntos de tierra, unos terrenos, algo así. También estaban Mari y Rubén, amigos de la familia que vivían en la quinta palacio, así la llamaba yo, por la que pasaba siempre cuando “salía a correr”. Las gárgolas en la entrada, el portón eléctrico. Papá decía que trabajaron mucho y Dios los ayudó. “Dios ayuda a quien trabaja, no te olvides”. No solo llegaba gente con plata, si no también algunos vecinos de la parte de afuera del barrio. Se paraban en la otra vereda –la calle se cortaba de la cantidad de gente-, y aguantaban las miradas penetrantes. —Todos somos hermanos —decía papá y todos aplaudían. Las vecinas pobres sonreían sin levantar la cabeza. Vestían con polleras largas y gastadas; en el barrio decían que eran gitanas. A papá no le importaba, necesitaba gente. Quizás después de las Mother iría por ellas. Él se sentía importante. Levantaba las cejas como Clint Eastwood y los miraba a todos desde arriba. — ¡A por ellas! —gritó mi padre. A veces se creía gallego aunque nuestras raíces fueran polacas. Pero cuando lo hizo, la multitud fue minúscula. Alguien tosió y Horacio, algo


borracho, dijo “sí”, y después se ahogó con su propia voz o vaya a saber qué. Ya no veía. Pocos lo hacían. Mi padre se enfureció. Algo estaba mal. Solo él lo sabía, uno de los pocos que todavía tenía sus dos ojos activos. Los tuertos se comportaban extraño. Eran generalmente gente grande, como papá, salvo que él aún tenía esperanzas de que todo sea mejor, como antes, decía. Se ocultaban en sus casas, parados detrás de las ventanas, como si esperaran algo. Cuando uno pasaba por la vereda, las cortinas se movían y los veías, mirarte, con la mirada perdida, como en otro tiempo. Parecían fantasmas. Yo dejé de ir al negocio de Lili por eso. Me ponía incomodo entrar, la oscuridad de la despensa, su voz tenue: qué querés, nada, no quiero nada, no vengo más, mientras golpeaba con su escoba el piso de madera. Toc, toc, hacia, y se quedaba quieta, paralizada con su propio movimiento. ¿Sabía que podía moverse aunque no veía? No lo sé. Después despertaba. Ustedes hicieron esto, nos hicieron, decía y se escondía debajo del mostrador, tirando cajas de alfajores. Lili temblaba y yo ya no podía tenerle miedo. La noche en que perdí mi ojo, la Mother vino a mi casa. Mi padre no estaba, tenía una reunión en la escuela. La fui a buscar al monte y le presté un buzo con capucha para que se tape. A nadie le llamó la atención su copiosa altura aunque algunos tuertos que nos pasaron por al lado en el camino, gruñeron. Ella no hablaba, definitivamente lo hacía a cuentagotas. No me quieren, dijo por fin y sus ojos verdes rasgados se arrugaron. Moría de ganas de darle un beso pero me aguanté. Además necesitaba treparme a ella para llegar a su enorme boca. Yo si te quiero, dije, y ella meneó la cabeza y frunció los labios. Cuando llegamos a mi habitación, me saqué la camiseta y la polera. Ella acarició mi pecho y sentí como su mano atravesaba mi cuerpo, no sé cómo explicarlo. Solo que no me dolió, más bien me gustó. Enseguida mi pantalón se abulto y ella lo percibió. Me tiró sobre la cama, me dio algo de vergüenza mis sábanas de niño. Ella era algo más que una mujer, tanto que quizás hasta no lo era. Se acercó a mi cintura y arrancó mi jogging de un tirón, como un lobo feroz. Pensé por una milésima de segundo que mi padre podría enojarse, siempre me pedía que cuide mi ropa. Pero me olvidé de todo un instante después. De él, de la Iglesia, de la gente sin ojos, de Dios. Sobre todo de Dios. La Mother hizo lo que hacía siempre entre mis piernas y yo golpeaba la cabeza contra la almohada con los ojos cerrados. Nada era civilizado. La canción sonaba en bucle tocada por


una orquesta sinfónica con más de 200 músicos. Oh oh ah ah, oh oh ah ah, dámela. Miré a mi alrededor para buscar alguna planta donde depositar mi semen y solo vi un cactus pequeño que me habían regalado en la escuela. Le hice señas y ella me dijo que no, que hoy no. Entonces me dio vuelta y dijo, no tengas miedo, no seas como ellos. Me puso en posición de banco y ella detrás de mí se acomodó las rosas. Me pinchaban pero no importaba. Todo estaba bien, todo era alucinante. Su pija entró en mi ano y me quemó. Desde mi cola a través de mi espalda cuello y cabeza, sentí su energía. La tenía adentro. Las rosas me lastimaban mi cintura y ella seguía cantando. De mis ojos caían lágrimas pero estaba feliz. Me acordé de papá en ese momento, de lo que era ser hombre y la Mother me daba más y más fuerte. La habitación temblaba y me daba miedo que también lo hiciera la casa y algún vecino se diera cuenta, porque no ven pero escuchan. Dámela, gritó, y pensé que el techo se volaba. Ya no era agua, las olas del mar: ella era viento huracanado. Me sentía tan abierto que podría haber aceptado cualquier cosa en ese momento. Me olvidé de los mandamientos, de las leyes. No había nada. Todo estaba por escribirse y yo quería escribir en todas las paredes del pueblo cuanto la amaba. Ella aumentó la velocidad y del impulso mi cara dio contra la punta de la mesa de luz a la altura de mi ojo derecho. Quedé clavado, mientras ella salía de mí y una cascada de esperma caía desde mi cola a mis piernas. —¿Qué hacés, hija de puta? —. Llegó mi padre. Lo sabía, tenía que hacerlo. Entró en la habitación con un cuchillo de carnicero que le había regalado su amigo Santiago y se lo clavó en el corazón a la Mother. Yo grité, mientras me despegaba de la mesa de luz y comenzaba a sentir el dolor, la sangre que se derramaba por mi cara. Él me abrazó e intentó alejarme de ella, pero yo estaba confundido. Lo corrí y volví a la cama, allí estaba el cuerpo de mi Mother, el amor de mi corta vida, con un cuchillo en su corazón. Extrañamente sonreía. Es el demonio, dijo mi padre, e intentó abalanzarse sobre ella pero algo lo frenó. El cuerpo de mi padre se paralizó. Extraño las calles de tierra mojadas, las campanadas de los domingos, las mujeres que no me amaron, comenzó a decir mi padre, con la mirada perdida y caminando en círculos por mi habitación. Qué le pasa, le pregunté a la Mother. Está en un lugar seguro, dijo, donde siempre quiso estar, con una voz que no tenía nada que ver con la agonía. Mi Mother saltó por la ventana y se perdió por la avenida principal que pasaba por la esquina de casa. Una pareja de chicos pasaba por la vereda de la mano. Se dieron cuenta que los


miraba y también lo hicieron. Pero no les pareció raro el agujero en mi ojo derecho ni la sangre en mitad de mi cara y mis manos, mi ropa, el loco de mi padre que caminaba detrás de mí en círculos. Quizás les pareció normal. Yo les levanté la mano, para pasar el momento de incomodidad y ellos devolvieron el saludo entre risas y algún comentario que no llegué a escuchar. Miré más lejos, a la zona donde empezaban los montes, y los vi crecidos, como si la ciudad fuera cediendo.


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