"Dos padres", de Carlos Ríos

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DOS PADRES carlos ríos * ilustrado por: neta zeta

*Encontrá más títulos de la colección en: www.cultura.gob.ar/leeresfuturo


Ríos, Carlos Dos padres / Carlos Ríos ; coordinación general de María Inés Kreplak ; ilustrado por Neta Zeta. - 1a ed . - Ciudad Autónoma de Buenos Aires : Ministerio de Cultura de la Nación. Secretaría de Políticas Socioculturales, 2015. 98 p. : il. ; 16 x 12 cm. - (Leer es futuro / Vitali, Franco) ISBN 978-987-3772-95-5 1. Cuento. I. Kreplak, María Inés , coord. II. Neta Zeta, ilus. III. Título. CDD A863

Fecha de catalogación: 16/11/2015 • Coordinación editorial: Inés Kreplak • Edición literaria: Marcos Almada • Asistencia edición literaria: Juliana Portilla y Sebastián Basualdo • Diseño de tapa e interiores: Pablo Kozodij


colección leer es futuro En el marco de una serie de actividades de promoción y fomento de la lectura, el Ministerio de Cultura presenta la colección de narrativa Leer es Futuro, que llega a tus manos en forma gratuita para que puedas disfrutar del placer de la lectura. En esta oportunidad, convocamos a escritores jóvenes cuya carrera está apenas comenzando, con el objetivo de visibilizar su tarea, contribuir a la difusión de sus obras y democratizar el acceso a la palabra, en continuidad con la ampliación de derechos garantizada por los gobiernos de Néstor Kirchner y Cristina Fernández de Kirchner. También hay que mencionar la inclusión de


los ilustradores de cada uno de estos libros: todos j贸venes y talentosos dibujantes con ganas de mostrar su trabajo masivamente. Y en un formato de bolsillo para que la literatura te acompa帽e a donde vayas, porque leer es sembrar futuro. Ministerio de Cultura Teresa Parodi | Ministra de Cultura


carlos ríos santa teresita, buenos aires, 1967. Publicó Media romana (El Broche), La salud de W.R. y La dicha refinada (Dársena3), La recepción de una forma (Bonobos), Nosotros no (UNL), Perder la cabeza (Diatriba), Unidad de traslado (Pixel) Excursión a Farandulí (Vox), Códice Matta (Caja Negra), Háblenme de Rusia (Goles Rosas), Manigua y Cuaderno de Pripyat (Entropía), Cielo ácido (Clase Turista), En saco roto, Lisiana y Cuaderno de campo (Bajo la luna/EME), Obstinada pasión (RIL), A la sombra de Chaki Chan (Trópico Sur), El artista sanitario (Postales Japonesas) y Casapuente (Los Proyectos). Coordina talleres en instituciones y escuelas de cárceles bonaerenses. Integra el consejo editor de Bazar Americano y es coeditor de El Broche.


neta zeta concepción del uruguay, entre rios, 1979. Es Locutora Nacional (ISER), ilustradora y diseñadora gráfica autodidacta. Sus ilustraciones, diseños y collages digitales pueden verse en diversos discos, revistas, afiches y diseños web. Pueden verse sus trabajos en: > www.facebook.com/netazeta


wincher


Los que somos de la costa sabemos que para asegurarnos la comida no hay mejor cosa que aprender el trabajo de nuestros padres. Uno siente que ese trabajo ya naci贸 con uno y entonces no hay que salir a buscarlo porque siempre estuvo ah铆. Mi padre me llevaba a nutriar desde que era muy chico porque no le

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gustaba el trabajo en el pueblo, a mi madre no le hacía gracia porque era peligroso, pero él me escondía en el bote, abajo de unas lonas, y me llevaba dos, tres días, lo que duraba la caza en ese momento. Lo que sé lo aprendí de él. No era un cazador cualquiera. Era el mejor. Hay una historia que lo pinta de cuerpo entero. Palabras más, palabras menos, fue así. Entre los cazanutrias de la costa era muy comentada la existencia de un carpincho raro, distinto del resto, uno de color blanco, como una nube o un papel. Un carpincho que se le presentaba al cazador solitario, siempre al hombre solo,

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como una anunciación o algo por el estilo. Y como al primero que se le apareció era un paisano de lo más mentiroso, nadie se atrevió a decir que ese carpincho existía, porque si decían que sí todos iban a parecerse demasiado al paisano mentiroso. El hombre decía que el carpincho cantaba con una voz de coro de iglesia. Eso nadie se lo creía. Otras veces decía que chistaba como un pájaro o una lechuza, el paisano sentía atrás suyo un chistido y cuando se daba vuelta lo único que escuchaba era el ruido a pasto que hace el carpincho cuando se escapa de los cazadores.

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Cansado de que lo tomaran por loco se fue a vivir al paraje Las Margaritas por un tiempo y cuando volvió empezó de nuevo a hablar del carpincho blanco, que si cantaba, que si chistaba. Mi padre siempre dijo que ese hombre mentía para sobrevivir. Ahora que lo pienso, nunca le pregunté qué quería decir con eso. No sé, supongo que quería decir eso solo, nada más. Que mentía para seguir vivo. Puede que haya sido así porque el paisano se hizo mayor, dejó de hablar del carpincho y de otras cosas, se le fue la costumbre de mentir y eso lo llevó más rápido a morirse, como que

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le faltaba el pan de cada día que era su mentira. Había otro paisano que al animal le decía capibara en vez de carpincho porque su mujer era brasilera, también decía que una vez había aparecido una familia de Estados Unidos y le pagaron por cazar un pichón de capibara y que se lo llevaron para criarlo en una casa de campo, cerca de Disneylandia. Al bicho lo hacían trabajar, lo mostraban por ahí cerca y la gente les pagaba para sacarse fotos. Hasta el ratón Mickey aparecía en las fotos con el animal. Esta gente contaba que le habían puesto Gary de nombre y se había hecho mansito, le

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daban de comer en la boca. Como no tenían hijos, el carpincho aprovechó la oportunidad, se adaptó al modo americano de esta gente y en pocos meses ya era uno más de la familia. Dormía en el sofá y lo compartía con un gato. Hasta miraba televisión. Eso sí, se llevaba mal con las tortugas, si veía una en el jardín se ponía como loco y ahí los dueños le tiraban con un dardo que lo dormía. Eso lo supimos porque cuando se les murió volvieron a buscar otro y nos contaron que unos perros de la calle, unos cimarrones de ciudad, se metieron en el jardín de su casa y liquidaron a Gary a

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tarascones. Les pregunté qué habían hecho con el cuero. El dueño me dijo que lo tenía de cubreasientos en su camioneta. Le habían cosido una telita marrón que decía “Gary”. ¿Y la carne?, pregunté. La comimos, dijeron. A la parrilla. Yo los miré fiero. Enojado. Comerse a un amigo no está bien, dije. Se come al animal suelto, sin nombre. A ellos les hizo mal el comentario. Les pregunté si habían hervido la carne. Dijeron que no. Les expliqué que había que hervir la carne de carpincho una hora mínimo antes de tirarla en una parrilla. Y que había que aplastarla con una manopla de plomo

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para que quedara más blandita. Mi padre se cansó de tanta charla de mi parte y me mandó a volar. No quería que le arruinase el negocio. Les cazó un carpincho y esta gente pagó cinco dólares. Fin del asunto. Yo nunca había visto dólares y cuando le pedí a mi padre que me los mostrara dijo que ya los había cambiado por pesos en lo del contador. Ahí se dio cuenta de que les había cobrado una nada, entonces se fue al pueblo a ubicar a los extranjeros y trató de reclamarles unos dólares más porque le había costado mucho trabajo encontrar el carpincho y cazarlo vivo. Puras mentiras,

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no le había costado nada. A esta gente, decía, le describió las dificultades con engaños, les dijo que un carpincho era como un león y ellos, que habían criado a Gary como a un hijo, igual le creyeron. Al final le soltaron unos dólares más. Tampoco me los mostró. En fin, para mí el carpincho es manso como una paloma, quiero decir que tienen el mismo carácter. Es un animal de lo más zonzo. Por eso le gusta a los americanos, digo yo. El carpincho no se sabe defender. No están preparados para la vida al natural. Hay que andarle atrás o ellos le andan atrás a otros bichos más

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avispados. Pero ese carpincho más blanco que una nube era otra cosa, era la excepción a la regla. Por eso todos hablaban de él. La mayoría de los paisanos lo había tenido cerca, a golpe de escopeta, pero era tan rápido que no daba tiempo a disparar. Cada tanto un puestero o un cazanutrias contaba que lo había visto enredarse en las totoras y de golpe desaparecer. Yo pensaba que si ese carpincho era de verdad tendría que estar muy viejo, porque hasta los paisanos de ochenta hablaban de él. Algunos decían que el carpincho era el resultado de la transformación de una monjita que

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se había ahogado en la laguna. La monjita estaba lavando su ropa cuando uno de esos trapos se le escapó, otros dicen que a lo mejor se metió en la laguna para refrescarse, el caso es que entró a lo hondo y así le fue. Apareció días después, del otro lado, sus pies atrapados por los juncos, toda blanca, bien blanca y con la ropa sucia de barro. El chico que la vio trató de sacarla y como no pudo fue a buscar ayuda, pero cuando llegaron al lugar ya no la encontraron. Al chico le dijeron que era más mentiroso que el paisano de Las Margaritas y él lloró tanto que terminaron creyéndole recién cuando se

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lo contó al cura, también le quisieron creer porque la monjita había desaparecido de un día para el otro como si se la hubiera tragado la tierra. Es el día de hoy que nadie sabe de ella, qué fue lo que le pasó. A la laguna fue la gente de la iglesia a dejar flores, un par de albañiles hicieron un santuario como el del Gauchito Gil, el cura dio una misa a campo abierto, se hizo la denuncia, la policía rastreó la zona con unos perros capitalinos y luego todos se olvidaron. Con el tiempo alguien hizo la relación entre el carpincho blanco y la monjita, para muchos el carpincho venía a ser

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como su mascota, un aviso de que ella andaba por ahí, lo más bien, lavando su ropa, otros decían que era la monjita hecha animal. Volviendo a la cuestión del carpincho blanco y mi padre, lo cierto es que él nunca lo había visto y se lamentaba mucho porque era el mejor cazanutrias de la zona y había mucha gente dispuesta a pagar bien con tal de conseguir ese cuero blanco como una camisa. Los americanos habían prometido cien dólares. Ese carpincho es mío, decía mi padre mientras limpiaba su wincher mirando la laguna. Y empezó a hablar con los que decían haberlo visto, fue a

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esos lugares, digamos que se perdió en el asunto, descuidó tanto la caza de la nutria que tuve que hacer el recorrido de las trampas solo. Mi padre iba a la laguna o se quedaba mirándola durante horas, luego entraba a la casa, comía en silencio y se iba a dormir sin decir ni buenas noches. En el suelo blando del gallinero ensayaba mapas de la laguna. Los observaba rascándose la cabeza en el alambre tejido y de golpe borraba todo con el bigote de la alpargata. Dibujaba otra vez, borraba, hasta que al fin agarraba el wincher y se perdía entre los juncos. Mi madre lloraba por los rincones

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porque creía que se había vuelto loco, yo le decía que no, es que tiene la idea fija nomás, ya se le va a pasar, y con eso la tranquilizaba. Como dejaron de importarle los cueros de nutria llamé a un primo lejano, organizamos el trabajo y nos empezó a ir bien, mejor que con mi padre. Nosotros hacíamos la plata mientras él volvía con las manos vacías. Hasta dejó de ir al boliche a preguntar a los que habían visto al carpincho, porque la gente es dañina, y ya empezaban a meterle la mula, a decirle puras mentiras. De cazar nutrias mi padre pasó a estudiar el movimiento de los carpinchos. Eso sí,

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no tocaba ni uno, confiado en que lo llevarían hasta el más blanco de todos, el de la monjita. O a la monjita, como decían los cazadores cuando hablaban del animal. Alguno hasta llegó a decir que mi padre tenía algo que ver con la muerte de la monjita y que le había entrado una obsesión por encontrar el cuerpo, ¡qué disparate! Hay gente que habla por hablar, no tiene paz esa gente, busca ensuciar lo que está limpio y después todos se hacen los que no saben nada. Una mañana bien temprano mi padre dijo vení, Lisandro, acompañame. Entramos en el bote y antes de que saliera el sol

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estábamos del otro lado, donde la laguna se hace puro junco. Almorzamos unas criollitas con salamín y mi padre se tomó, sin convidar, una cajita de vino tinto. No recuerdo cuántas horas esperamos así, a mí se me acalambraron las piernas por el movimiento del bote, igual tuve que aguantar nomás porque a mi padre nunca le falté el respeto, y estaba en ese pensamiento cuando lo que él esperó durante tanto tiempo se insinuó a unos metros de nosotros: una silueta blanca como la espuma, me sale decir blanco como una montaña de azúcar, en un día sin sol. Ahí estaba el carpincho

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blanco, la monjita capibara, todo junto, animal y persona. Todas las nutrias de la laguna asomaron sus cabezas para ver a ese bicho que de tan blanco desordenaba el paisaje, haciendo que todo eso que nos rodeaba y conocíamos mejor que la palma de la mano se convirtiera en un misterio. Mi padre dudó un segundo. Con un ademán de rama caída acercó una mano al interior del bote, agarró el wincher de mi abuelo y se lo fue calzando como quien se pone una media o un guante. Aspiró hondo y apagó el cigarrillo en la culata. El carpincho blanco miró para los lados

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como quien va a cruzar una avenida, ajeno a la curiosidad de las nutrias que lo miraban como se mira a Jesús cuando hay que andar rogándole para que te cure cualquier enfermedad. Mi padre se puso el wincher en el hombro y su cuerpo agarró otra postura, la del hombre cazando, esa forma de entreverar los pies y alzar los codos como si fuera un pichón a punto de levantar vuelo, el wincher prendido al cuerpo maltratado por esa vida de campo que llevábamos. Encañonó al bicho y los dos se empezaron a mirar como si fueran viejos amigos. Parecían dos carpinchos cómplices.

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Al momento esa postal feliz se rompió con el cric del wincher. Mi padre abrió un ojo al máximo, cerró del todo el otro. Ojo por ojo, pensé. Me puse contento porque iba a recuperar a mi padre. También por los cien dólares. Por ahí se escuchó un benteveo. El viento entró en la escena, dio una vuelta como de espiral y regresó por donde había venido. Un hilo de sol cortó las nubes y el carpincho iluminado agachó la cabeza. Era tanta la blancura que daban ganas de llorar. Mi padre desvió el wincher y dijo mirá, llenate la vista porque no era mentira, ¡no es mentira! Su cuerpo se desinfló

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en el bote. El carpincho no dejaba de mirarnos. Agarré un remo y enterrándolo en el barro desprendí el bote del pajonal y despacito nos fuimos alejando en dirección al monte de talas, un poco tristes por el desenlace del que nunca hablaríamos con nadie, ni siquiera entre nosotros. Se hizo grande el silencio. La claridad cambió los tonos del cielo en la superficie de la laguna. Nos quedamos ciegos. Es el día de hoy que siento la presencia de ese carpincho que nos seguía con su mirada medio tonta, de pura tranquilidad, como de alguien que sabe lo que hace y por eso lo hace

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bien. Es una presencia que estremece, que te dobla en dos. A veces, muy de vez en cuando, mi padre me mira y despu茅s dice, con la vista en el suelo, que nos falt贸 capacidad.

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el amigo de mi padre


Con mi prima íbamos de paseo por las tardes a la playa, corríamos gaviotas y nos revolcábamos en los médanos, la arena se nos pegaba en todo el cuerpo. Era como estar en una película. Un día le pasé la mano por la espalda con intenciones de limpiársela. Me duele, dijo, y yo paré, pero ella pidió que siguiera.

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Seguí, dijo. Sí, dije, pero en vez de seguir fui a buscar un poco de agua y se la tiré en la espalda. Ella se enojó, igual le pasé la mano y la espalda quedó limpia, más blanca y lisa que una tabla de lavar. Algunas veces le ponía caracoles, le hacía caminos o letras con piedritas. Así pasábamos las horas. A ella también le gustaba pasar sus manos por mi espalda y cada vez que apoyaba los dedos yo me tensaba de frío, haciéndome el quisquilloso, aunque en el fondo me gustaba. Ella, haciéndose la preocupada, decía: ¿te duele? Y yo le decía que sí para que continuara, porque a ella siempre le

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gustaba llevarme la contra. Cuando esa novedad pasó se me ocurrió la idea de hacer un escondite, un hoyo en la arena cubierto con ramas. Lo había visto en una película de guerra: un hoyo y la gente adentro. Encontramos el lugar perfecto entre un cobertizo del camping que nadie usaba y un médano alto como un castillo. Nos llevó tres días acondicionarlo. Lo bautizamos como “la cueva”, ¿qué otro nombre podía tener? Ella me dijo que le cambiáramos de nombre, en vez de cueva podríamos decirle refugio, dijo, pero al final me impuse y quedó cueva, que suena más a casa. Refugio

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tiene que ver más con el miedo, y yo prefería un lugar llamado cueva para animarme desde ahí a muchas cosas, algunas conocidas, otras imaginadas. Bautizamos el lugar y le hice jurar a mi prima que por nada del mundo le diría al hijo del lechero ni a nadie que ese lugar existía, y ella dijo que sí, juró con la mano en el pecho y durante dos semanas entramos y salimos de la cueva como pequeños animales. Llevábamos comida y un poco de té, galletitas o lo que pudiéramos sacar del restaurante de la abuela. Apareció con una botella de licor y la tomamos de a sorbitos, entre risitas

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terminamos acariciándonos por primera vez. Mi prima me hizo jurar que no se lo contaría a nadie, y a cambio de mi silencio prometió hablar con el cura para que me dieran un trabajo en la parroquia. También dijo que prefería investigar algunas cosas conmigo porque sabía que nunca iba a traicionarla. Los otros varones le daban miedo por lo que irían a contar después de ella. Son todos iguales, dijo. ¿Y yo?, pregunté. Vos no, tonto, vos sos distinto porque sos mi primo. Sin pensarlo más dije a todo que sí y ella se puso a tocar según sus necesidades. Cerré los ojos y me dejé hacer

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hasta que sentí algo que me hizo doblar las rodillas, cerré las piernas y mi prima sonrió, en vez de aflojar la mano la cerró más fuerte, y siguió moviéndola hasta que paró de golpe y dijo uy, te mojaste. Esa tarde me quedé con el pito dolorido, cada vez que me daban ganas de hacer pis me venía un ardor horrible, como si tuviera una herida adentro, y un poco me asusté porque el dolor me duró hasta el día siguiente. Ninguno de los dos insistió para repetir la experiencia. En ese silencio mutuo también se nos acabó el interés por la cueva y la dejamos abandonada, hasta que un día que

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andábamos de acá para allá sin hacer nada pasamos cerca del cobertizo. Le pregunté a mi prima si quería tomar licor como lo habíamos hecho la otra vez, pero ella dijo que no. Le puse como excusa que era para ver cómo estaba la cueva y ella dijo que fuera solo, enojado le tiré de la remera hasta que se puso mal. ¡Me hacés doler!, gritó, después se encerró en la habitación de la abuela y estuvo sin hablarme todo el día. Como entendí que con ella ya no lograría más que eso, puras negativas, empecé a acercarme a sus amigas que iban de visita al camping. Para darme importancia les

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decía de memoria alguno de los versos que recordaba de los libros de mi padre, en especial un poema de ese libro que había leído con mi prima, el causante del toqueteo esa tarde en la cueva, porque con el licor nada más me daban ganas de dormir, pero el libro sumado al licor provocaba sensaciones que jamás pude describir, algo raro y nuevo manifestándose en mi cuerpo, de adentro hacia afuera. Quería recuperar todo eso y me concentré en descubrir la manera de arrastrar a una de las amigas de mi prima hasta la cueva, y una vez ahí leerle ese poema, o recitárselo mejor, darle

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el licor de a sorbitos o de boca a boca y después sentarme a esperar el efecto: cerrar los ojos y sentir la primera tensión en el arco del pito, esperando la llegada de sus dedos... Nada de eso ocurrió. Las amigas de mi prima eran todas unas monjitas, más grandes que yo, y a la retranca siempre. Así pasaron los meses y el camping siguió desierto y mi padre sin aparecer: ya era el segundo año que había prometido ir a verme, eso me había dicho la abuela, pero no había cumplido. Como mi prima, también me olvidé de la cueva, pero seguí leyendo. Había descubierto dónde guardaba

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la abuela los libros de mi padre y cuando se iba a trabajar me subía a su cama, en puntas de pie agarraba la bolsa que estaba arriba del ropero y sacaba un libro, lo leía y, antes de que ella regresara, ¡a guardarlo! De todos esos libros solo quería leer el de los poemas de amor, en especial un poema que traía esas palabras como imanes: todas iban directo al pito y me lo endurecían. Yo leía y no podía creer que el señor que había escrito ese libro fuera capaz de sentir semejantes cosas y escribirlas, en especial eso de los muslos blancos y la actitud de entrega, palabras que se habían

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grabado a fuego en mi cabeza, y a la vez me preguntaba cómo había hecho mi padre para que mi madre lo tocase. A lo mejor le había leído ese libro o la habría llevado a su propia cueva para darle licor de a sorbitos y hacer que luego lo tocara, mi padre habría cerrado los ojos esperando la torcedura de piernas, el dolor escalofriante en el pito, lo punzante ahí adentro como una mordedura, y pensé que si mi padre me hubiese visto en ese momento estaría bien orgulloso de que su primogénito lo siguiera paso a paso, como él había hecho años atrás con la que luego fue mi madre. Con

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semejante entusiasmo no llegaría muy lejos: la abuela, ni bien se dio cuenta que había estado revolviendo los libros y papeles de la bolsa, los metió en el ropero, bajo llave, y como castigo me mandó a barrer la entrada del restaurante. Eso hice hasta que con el frío del invierno se fueron los visitantes del camping, el balneario quedó vacío y, como había poco trabajo para hacer, me puse a leer algunos libros o revistas que la gente de la capital dejaba en la administración para los empleados o se olvidaban en los bungalows. Me tiraba como una iguana abajo del poco sol que había a leer sin descanso, las

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horas pasaban rápido o no pasaban. Era muy lindo estar así. Hasta que un día los libros desaparecieron de la casa, la abuela ya no soportaba que estuviera toda la tarde tumbado en un médano leyendo, ¡te vas a enfermar!, ¡de tanto leer te vas a quedar ciego!, decía, y escondió todos los libros que estaban a mi alcance. No me iba a quedar de brazos cruzados; empecé por chantajear a mi prima, que se encontraba todos los martes con el hijo del lechero en la casa, aprovechando que mi abuela iba al pueblo a visitar a su comadre. Le dije que si no me daba los libros le contaría a

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la abuela lo de sus citas. Aceptó de mala manera a cambio de que me quedara mudo y así pude volver a mis días de lectura, a razón de uno por semana. Cada martes mi prima se encerraba en la habitación de la abuela con el hijo del lechero y yo cruzaba el médano hasta el corral de los caballos. Me recostaba debajo de un pino a leer y a mirar los animales hasta que se hacían las cuatro, después le devolvía el libro a mi prima y el hijo del lechero, acomodándose la ropa, sacaba unos dulces de los bolsillos y me los regalaba. Todo estaba bien, aunque mi prima me dijo muchas veces que

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no le gustaba lo que hacíamos, porque esos libros eran para personas mayores y que me iba a enfermar si seguía leyendo esas cosas. No son libros para chicos de tu edad y además la abuela dio órdenes de esconderlos bajo tierra, porque si alguien se entera de que tenemos estos libros en la casa algo muy feo puede llegar a ocurrir, si la abuela sabe que te los dejo leer me mata, dijo, o nos mata a los dos. Tanto decirlo y decirlo que al final sucedió: por leer me engripé feo y me quedé sin mundo por unas semanas. Cuando ya pude salir de casa la abuela me mandó a lo de la maestra para

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que me diera las tareas atrasadas, tenía que hacerlas sí o sí durante las vacaciones. Ella alquilaba la casa en la que había vivido de más chico con mi madre y mis hermanos. Después de ese año no fui más a la escuela, pero seguí diciéndole maestra hasta su muerte. Abrió su esposo, un mecánico que la esperaba a metros de la escuela siempre fumando, recostado en un árbol, como si fuera alguien recién salido de la cárcel. Saqué al hombre de su siesta y eso le dio bronca. ¿Qué querés?, dijo de mala manera. Vengo a ponerme al día, dije. ¿Al día con qué? Con la cuenta de la abuela, me

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mandó a cobrar la vianda, mentí. En una de esas, el hombre me daba unos billetes. Quería comprarme libros. La maestra no está, dijo. Le pregunté si él no sabía adónde había ido mi familia, y eso lo desarmó porque fue a buscar a su esposa y escuché que le dijo nena, te busca un alumno, no me gusta ese pibe, y ella dijo shhh, seguro que ya te escuchó, no seas así. Se hizo un silencio y la maestra apareció con un camisón blanco, descalza, como le gustaba andar a mi madre por esa casa. No aguanté y me eché a llorar. Ella me acarició la cabeza y me dio un beso muy parecido a

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los besos que daba mi madre cuando con mis hermanos llegábamos de la escuela, después me hizo pasar a su casa y mientras me ofrecía un vaso con jugo de naranja miró con ojos de reproche a su esposo el mecánico. El hombre la llamó y ella puso su mano caliente sobre la mía, dijo esperá un poquito, y el mecánico golpeó con su bota el marco de la puerta. Se miraron como peleándose y, antes de desaparecer, él me miró como se mira a la gente que uno odia. ¿Puedo ver la pieza en la que dormía?, pregunté. Era mi momento. Ella dijo sí con la cabeza y me acompañó

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hasta la habitación que yo había compartido con mis hermanos. En vez del cuadro de la selección y la gaviota de madera colgando del techo vi a la mamá de la maestra acostada en la que había sido mi cama. Se notaba que la señora estaba muy enferma porque cuando me vio hizo fuerza para levantarse, pero tosió y un hilito de baba bajó por el costado hasta tocar la sábana. La señora estaba por morirse justo en mi habitación y recordé que lo único que se había muerto ahí era un renacuajo que había atrapado en el estanque. Lo teníamos en una botella de vidrio, el bichito estuvo dos días

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viviendo ahí hasta que un día apareció flotando y antes de que mis hermanos se despertaran vacié el contenido de la botella en el inodoro. Ese día juré que nunca más llevaría animales del estanque para ponerlos en mi habitación. Ahora estaba esa señora igual que el renacuajo, a punto de estirar la pata, y pensé cosas feas sobre ella cuando me miró con dulzura, me acerqué con desconfianza pero la mirada de la señora y la maestra que decía que sí con la cabeza me hicieron dar un paso adelante. Le di un beso en la frente pecosa, amarilla y gastada como la arena, y fue como darle un

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beso a un hueso apenas tapado por una membrana. Me toqué los labios de la impresión. La señora sonrió con sus dos dientes y no supe qué decir cuando sacó de una mesita de luz una pelota, idéntica a la que teníamos de chicos, la misma pelota amarilla y verde que mi hermano nunca me había prestado. Sentí que algo se me venía encima y agarré la pelota antes de que la señora se arrepintiera. Entonces me tomó de la mano y dijo, con una voz que parecía salida de una caverna: Andate, mijo... andate de acá... no vuelvas nunca... nunca más. No me animé a darle otro beso en la frente y

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salí corriendo. En el almacén me dijeron que la abuela estaba buscándome, el encargado se había ido muy enojado porque tuvo que cargar con toda la despensa. Ni bien llegué a casa la abuela me gritó: ¡Mocoso de porquería, no ves que Tito no puede cargar las cosas solo! Es un hombre mayor, no entendés… Ahora te vas a lavar la vajilla, eso te pasa por hacerte el vivo. Fui a buscar la tarea, dije. Quiero verla, dijo la abuela. No pude mostrársela porque no la tenía. Ves, dijo. Bajé la vista. Me pareció que la abuela levantaba la mano cuando mi prima la llamó. En mi mano derecha,

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la pelota hacía fuerza para salir y defenderme. Le di las gracias a mi prima, lavé la vajilla lo más rápido que pude y me encerré en mi habitación. Con los ojos cerrados hacía rebotar la pelota contra la pared, hasta que me quedé dormido. Soñé que mi hermano regresaba y abría la pelota con un abrelatas y se iba. A partir de ese día fui a visitar a la señora y cuando llegaba la maestra me servía un vaso de leche con galletitas. Tenés que volver a la escuela, dijo. No, dije, es mejor hacer las tareas acá. Eso se terminó cuando la maestra fue hasta el camping para explicarle a la abuela la situación y

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decirle que yo tenía que volver a la escuela. La negativa no se hizo esperar. Que trabaje, dijo la abuela. Que se gane el pan. ¡Ya estoy vieja, no doy abasto con todo el trabajo! Una lástima, señora, dijo la maestra, porque es un chico con capacidades. La abuela respondió que se metiera en sus asuntos. Lo que haga con este nieto es problema mío, dijo, y la maestra movió la cabeza como si dijera “no puede ser” y se fue. Desde ese día ya no pude ir a visitar a las dos mujeres. Al poco tiempo la madre de la maestra murió y ella se fue a vivir a otro lugar. El mecánico hizo reformas en la casa

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para transformarla en un taller. En lo que era mi habitación cavaron una fosa donde entraba una sola persona de pie. Después de eso pasó un mes en blanco, y pasó otro, y otro más. Pasaron los días de escuela, ni mi padre ni mi madre regresaron y la playa se llenó de langostas que siguieron de largo porque en el balneario ya no quedaba nada que comer. Por el restaurante de la abuela pasaban, como langostas también, los viajantes. Por la noche mi abuela contaba la recaudación con el encargado y la dividían. El encargado le ponía unos billetitos de más entre la ropa y mi abuela largaba

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una risita como de niña. El encargado se miraba los dedos y volvía a meterlos en el escote de la abuela, esta vez para sacar los billetitos y volverlos a meter. Y yo, que nunca antes había pensado en el dinero, al ver esas monedas y billetes apilados recibí un toc-toc en la cabeza, ahora que lo pienso fue el toc-toc de la economía. Así la escuela pasó a un segundo plano, al principio no sabía bien en qué emplearme y le pregunté a mi prima qué podía hacer para ganar dinero, y ella me llevó a la parroquia donde las muchachas del catecismo se ocupaban, mientras escuchaban bien bajito

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a Marco Antonio Solís, de alisar billetes y pegarlos con cinta adhesiva. Dinero del diezmo que era rociado con agua de rosas y luego se planchaba, billete por billete como si la parroquia fuera una tintorería, dinero que después cambiaban en el banco por billetes que brillaban de tan nuevos. Me dijeron que por cada cien pesos que preparara me corresponderían unos cinco y acepté, pero tuve que dejarlo al día siguiente porque los billetes me hacían estornudar y eso afectaba el trabajo de las muchachas, por si no fuera razón suficiente dijeron que no querían repartir el dinero con

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un niño, y a mí me dieron ganas de llevarlas a la cueva y darles licor para mostrarles que de niño ya no tenía casi nada, pero no sucedió nada de eso y volví al restaurante. A la abuela no le hizo gracia porque ahí también era un estorbo, entonces me quedé afuera barriendo las hojas hasta que un día un viajante me pidió que le lavara los vidrios de su camión, y lo hice muy bien porque las monedas que me dio sumaban lo que la abuela me pagaba en una semana. Desde ese día me dediqué a lavar los vidrios de los autos y camiones y fui guardando ese dinero en mi colchón, no abajo

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sino adentro, entre la lana, como guardan los animalitos el sustento que es la base de la vida diaria. Esos días fueron maravillosos, mi abuela estaba contenta porque los viajantes no paraban de llegar, el restaurante iba de lo mejor y yo recibía a los clientes con los brazos abiertos, sumando cantidades en mi cabeza: tantos viajantes, tantas monedas. Esa paz se rompió cuando la abuela recibió una carta de mi padre. Le pregunté cuándo iría a verlo y me prometió que para Navidad. Algo más traía esa carta porque la abuela se puso mal, se la pasaba insultando por lo bajo, vaya a saber qué

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pasaba. Lo cierto es que ella no quería que yo estuviera en el camping, y aunque no me lo dijo directamente, sentí el rechazo materializándose en esa baba verde que veía salir de su boca a todas horas. Por la noche la baba era una luminiscencia que manchaba las paredes por las que ella iba agarrándose cuando caminaba hasta el baño, y mi prima, cuando la veía así, lo único que hacía era escaparse, salir con el hijo del lechero o sus amigas, otras veces se iba a la parroquia a alisar billetes, no te quedés, me dijo, con tal de alejarme de la abuela prometió que me presentaría a una de sus

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compañeras, a esa sí me la podría llevar a la cueva, insistió, pero eso a mí ya había dejado de importarme porque lo único que me interesaba en el mundo eran las monedas que salían de los bolsillos de los viajantes, lavar los vidrios y quedarme entre los camiones. Los muslos blancos del poema habían pasado a un segundo plano aunque mantuve eso de la actitud de entrega, me entregué con alma y vida a enjuagar bien esos vidrios, quitarles los insectos que traían pegados de la ruta. Si los camiones y los autos superaban el máximo de velocidad permitido, esos animalitos verdes estallaban

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dejando en los vidrios o en sus frentes una pasta verdinegra con olor a veneno para hormigas. Los humedecía con agua tibia para que aflojasen rápido porque tenía por día tres o cuatro camiones que limpiar y el tiempo de limpieza era el mismo en el que los viajantes comían, veían un poco de televisión, hacían sobremesa contando sus hazañas en la ruta y en los pueblos que visitaban. Como un rayo restregaba esos insectos en los vidrios, pensando nada más que en esas monedas saliendo de los bolsillos de los viajantes. Lo demás era contar y guardar. Cuando junté una cantidad

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con más de un cero me vi en la obligación de buscar otro refugio, si la abuela descubría ese dinero se lo quedaría para ella, ni qué decir mi prima, era capaz de cambiármelo por el dinero sucio e inservible de la parroquia. Tenía que hacer algo, y pronto. Se me ocurrió gastarlo de una vez, de golpe, pero no sabía en qué porque no deseaba tener algo nuevo, los libros ya no me interesaban tanto y las pocas cosas que tenía en el camping me alcanzaban. No tenía ningún deseo al que darle cumplimiento. Solo era cuestión de esperar unos años para irme, o tal vez podría irme antes, pero en ese momento

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no tenía ganas, sólo quería lo mío por mi trabajo y que no me molestasen y no molestar a los demás, en eso se acababa el mundo para mí, hasta que me vi en la necesidad de esconder ese dinero. Estuve unos días meditando sobre la existencia de un lugar en el balneario que estuviera bien cerca pero a la vez fuera invisible para los ojos de los demás, algo semejante al vientre del colchón pero más seguro. ¿Dónde?, ¿dónde?, preguntaba a las paredes. Y pregunté tanto que la respuesta llegó. En la cueva, claro, ¿cómo no se me había ocurrido antes? Ése sería el mejor lugar.

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No lo pensé más: saqué la lata de té en hebras en la que guardaba el dinero, esperé que se hiciera de noche y las mujeres de la casa se durmieran. Era una noche de luna llena cuando me escabullí y salí al monte de pinos, hasta dar con el médano donde estaba la cueva, y cuando metí las manos para separar las ramas del arbusto que escondía el pozo mío y de mi prima algo me agarró de la ropa y me empujó para adentro, no me dio tiempo de gritar, desde atrás alguien me tapó la boca y lo único que vi fue cómo la caja de té con el dinero se abría y las monedas se desparramaban

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en la arena, mis ahorros de todos esos meses de lavar vidrios como un desesperado. Esos brazos me inmovilizaron y de inmediato me echaron al suelo, como una presa. Una voz masculina susurró: tranquilo, no te voy a hacer nada, no le digas a nadie que estoy acá porque ahí sí que voy a salir para matarte. Dije un mmm equivalente a un sí y el hombre me destapó la boca. Temblando le rogué que no me hiciera nada, ahí estaba mi dinero si lo quería. El hombre sonrió y dijo que no le interesaba mi dinero, lo único que quería por el momento era mi silencio y que le llevara

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algo de comida. Se sentó y dijo que tenía hambre, recién cuando dijo eso pude verle la cara, nada más la nariz de gancho y sus ojos, más claros que los de una víbora o los de un gato. Hubo algo en esa mirada que me tranquilizó y mientras juntaba las monedas, las que apenas veía o tanteaba antes de que se enterraran en la arena, le pregunté de dónde venía, y él solo dijo que le llevara algo de comer y cigarrillos, dije que sí muchas veces y agarré mi lata de té, pero al segundo lo pensé bien y la dejé con ese hombre porque mientras él estuviera ahí metido, fuera un ciruja o un prófugo de la

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justicia, mis ahorros estarían a salvo y lejos de manos peligrosas. Fui hasta la despensa y saqué unos panes, salamín y queso y se los llevé. El hombre devoró todo muy rápido, hizo señas de que quería más y volví a la casa, regresé con más comida y él se la comió con la misma rapidez con la que un gato se zampa un cuarto de carne picada. Una vez terminada la segunda ración me preguntó por los cigarros. Le dije que la abuela no fumaba, que tendría que ir por ellos al restaurante pero no tenía las llaves, entonces él dijo basta por hoy, mocoso, ni sueñes con contarle a alguien que estoy

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acá porque zac, te rebano el pito, y corrí a la casa y me metí en la cama con miedo de que ese hombre llegara con un enorme cuchillo dispuesto a matarme, enfermo de sospecha. Tenía miedo pero a la vez la expectativa me hacía armar en mi cabeza un teatro de ideas, preguntas sobre quién sería ese hombre. Tal vez se trataba de esa persona por la que preguntaba la abuela, alertándonos sobre ella, decía que si un desconocido entraba a la casa de inmediato teníamos que avisarle a ella o a Tito, pero con el ordenanza era imposible porque el hombre estaba sordo, casi ciego, más que

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un guardián del camping parecía un muerto a un paso del cementerio, igual era un hombre bueno, lo queríamos y no lo íbamos a molestar si ocurría alguna cosa extraña. Ahora había llegado ese hombre desconocido y estaba en la cueva. Algo me hacía pensar que la construcción de la cueva y la llegada del intruso participaban de una misma cosa, eso lo había leído en los horóscopos, a veces hay cosas que por arriba no tienen nada que ver pero por abajo están conectadas. Al día siguiente fui a la cueva pero el hombre no estaba. Bajé hasta la playa. Ni rastro: como si todo hubiera sido un

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sueño. En la cueva había pequeñas marcas de su presencia, las huellas a medio borrar, unos restos de salamín y las monedas que se habían caído la noche anterior. Me puse a juntarlas y una vez que conté peso sobre peso confirmando que la cantidad se correspondía con lo ahorrado me volvió el alma al cuerpo. Cerré la lata, la puse en una bolsita de nylon y la enterré en un rincón. Después salí a hacer mi trabajo en la puerta del restaurante como todos los días, parando la oreja para escuchar si los viajantes o mi abuela decían algo de un prófugo, pero nadie dijo nada. El día transcurrió

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como cualquier otro, salvo porque no vi a mi prima en el restaurante, cosa que había malhumorado a la abuela porque el trabajo en la cocina se atrasaba. Hice lo mío como todos los días y cada tanto miraba de reojo hacia la cueva, pero desde ahí no se veía nada porque era un buen escondite. En la luneta de uno de los camiones vi un paquete de cigarros y me dieron ganas de quedármelo para llevarlos a la cueva, estiré la mano pero me contuve, menos mal porque justo el dueño del camión apareció. Se dio cuenta de que miraba la cajetilla con deseo y después de pagarme

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por la limpieza de los vidrios me la regaló, es un secreto entre nosotros, dijo, tu abuela mejor que ni se entere porque está mal que los grandes enseñen a fumar a los chicos. Corrí a la cueva, nada más quería ver la cara del hombre de ojos claros, su reacción al ver el paquete de cigarros. Con esas ansias fui pero encontré todo como lo había dejado, la arena con la que había tapado mi lata de té estaba aún mojada y las únicas pisadas eran las mías, del hombre ni noticias. A la medianoche volví a la cueva. El señor estaba con la mandíbula apoyada en las rodillas, con los ojos cerrados.

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Dormía. Esperé a que abriera los ojos y le mostré los cigarrillos. Los agarró sin decir gracias, encendió uno y me preguntó si alguien sabía de su presencia en la cueva y yo negué unas seis o siete veces, entonces el señor pareció distenderse y lanzó un resoplido de regusto, ¡había triunfado! En ese momento pensé que yo, a mi corta edad, ya estaba listo para el mundo. Sentí que esa distancia que había entre el mundo de afuera y el de adentro del balneario se había roto. Era libre porque me había dado una oportunidad de serlo. Cuando el señor me preguntó si además traía algo de

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comer le dije que no, que la abuela había echado cerrojo a la despensa, y mientras le contestaba pensé que ese hombre tenía que ser el mismo que estaba esperando mi abuela, le di vueltas a esa idea hasta llegar a la conclusión de que ese señor tenía que ser mi padre. Si no se había presentado por la puerta del balneario era porque antes quería saber cómo estaban las cosas y prefería hacer un tanteo de la situación antes de venir a buscarme. Abracé a ese hombre como se abraza a un padre, pensé “papá, por fin”, pero él me apartó de un manotazo. ¡Qué te pasa, mocoso!, dijo. Entré en

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un mar de dudas. Yo sentía su cercanía como la que existe entre un padre y un hijo. No me di por vencido. Le pregunté por qué estaba ahí, escondiéndose, si era un ladrón o algo parecido. Nada de eso, soy amigo de tu padre, dijo, y vengo a buscar algunas cosas que él ahora no puede venir a buscar. Él está bien y te manda un abrazo, dijo. Ahora necesito tu ayuda… Quiero que vayas por una carpeta roja que está en el ropero de tu abuela, no en la bolsa de los libros sino adentro. Andá ahora y buscala. Le dije que solo le daría esa carpeta si él me llevaba con mi padre. El hombre

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me tomó de las solapas, me asusté y dije para mis adentros “se acabó”, pero me tiró al piso, prendió un cigarrillo y dijo está bien, voy a ver qué puedo hacer. Ahora quiero que te vayas y busques esos papeles y me los traigas, dejalos adentro de esta bolsa. Me fui con el corazón en la boca pensando en que había ganado una batalla, la primera contra el mundo y la segunda contra mí, y me acosté pensando en cómo hacer para sacar esa carpeta roja del ropero de la abuela. ¿Cómo hacer? Mi prima tampoco podía enterarse. Ahí se me ocurrió pedirle el manojo de llaves al encargado, una de esas llaves

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tenía que funcionar. Al otro día, bien temprano, fui con unos pancitos bien dorados a su casa, y mientras el hombre devoraba el pan le dije que la abuela me había mandado para pedirle prestado el manojo de llaves porque se le había perdido una y necesitaba abrir la despensa. En vez de darme las llaves se ofreció a hacerlo en persona y me negué, le dije que no se hiciera problema, ¡el viejo casi lo echa todo a perder! Entonces le prometí una botella de vino con tal de que no se preocupara y dejé caer una mentira: perdí la llave de la despensa, dije, y no quiero que mi abuela

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se entere porque me va a castigar. El viejo me guiñó el ojo y me dio todas las llaves, diciéndome que se las devolviera antes del mediodía con la botella de vino. Corrí con el manojo hasta la habitación de la abuela. A la novena o décima llave la puerta cedió y me recibió el olor a viejo de la gente grande. Tomé aire respirando adentro de mi pulóver y fui hasta el ropero, que para mi mala suerte también estaba cerrado con llave, no hizo falta revisar las del manojo porque eran todas llaves de puertas o portones, y estaba mirándome la cara en el espejo del ropero, en los ojos todo

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el desánimo del mundo, cuando alguien entró a la habitación. Ni tiempo de esconderme: fui hasta un rincón, tapándome la cabeza con las manos, pensando en la abuela y el castigo que me daría, cosa que no pasó porque era mi prima la que se sorprendió al verme ahí. ¿Qué buscás? ¿Los libros? Le dije que no, que buscaba una cosa de mi padre. No preguntó más. De la cajita musical sacó la llave, abrió y me zambullí con alma y vida en el ropero a buscar esa carpeta roja. Mi prima dijo que no desordenara lo que había ahí adentro. No le hice caso; vi una fotografía de mi padre

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teniéndome en brazos y la agarré, también una pelotita verde que seguro era mía y el libro de poemas. Venga para acá, dije. Ahí debajo estaba la carpeta roja. Envolví todo en el pulóver, mi prima cerró el ropero y se me quedó mirando. Yo sé que te vas a ir y no vas a volver nunca más, dijo. No tuve fuerzas para mentir y le conté que estaba a punto de irme a la capital, a buscar a mi padre, y ella dijo dentro de poco voy a hacer lo mismo, irme a otro lado porque estoy embarazada. ¿De quién?, pregunté y ella me pidió que no me hiciera el zonzo, que sabía bien. Damián, dijo.

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El hijo del lechero. Es muy bueno conmigo y prometió que vamos a casarnos, era cuestión de convencer a sus padres. Y yo que había visto al hijo del lechero con su novia oficial en el negocio de sus futuros suegros dije qué bueno o una cosa parecida y le di un beso en la boca. Las cosas de mi padre cayeron al piso. Mi prima, en vez de separarse me abrazó y juntó aún más su boca con la mía, empecé a besarla por el cuello y la abracé más fuerte. Me tengo que ir pero no quiero, dije. Ella dijo que era lo mejor, que me fuera nomás de la costa, ella iba a estar bien. Levanté las cosas

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de mi padre y salí rápido. Fui con la botella de vino y las llaves a lo del encargado. ¿Por qué llorás?, dijo. No sé, dije. Estás loco, una lástima, tan chico y tan loco, dijo. Me sentía mal. En vez de llevarle la carpeta al hombre de la cueva me fui a dormir. A la mañana siguiente la abuela me sacó temprano de la cama. ¡Qué estuviste haciendo, desgraciado! Nada, abuela. ¡Me vas a matar de un infarto! ¡Vino la policía y me preguntó por vos! Yo no le hice nada a nadie. ¡Ernesta me dijo que vos le dabas de comer a un hombre que estaba escondido entre los médanos! Decime, ¿ese hombre

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te hizo algo? ¿Te tocó? Suerte que lo espantó la policía, podría habernos robado o matado o quién sabe qué cosas terribles hubiera hecho con nosotros... viste lo que le hicieron a los Cardozo cuando se metieron en su casa, ni quiero repetirlo, y vos como si nada, como si acá no pasara nada y vas y le das de comer a ese desconocido como si fuera alguien de tu familia. ¡Contestá, te digo! No sé cómo se te ocurren esas cosas, como podés hacerme esto a mí, justo a mí que te cuido como si fueras un hijo... me vas a matar un día de estos, pero antes de que eso pase voy a buscar a tu

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madre y te vas con ella, así no aguanto más. Si hago esto es por tu padre, porque está en la cárcel sufriendo por algo que no hizo. A la tarde fuimos a la comisaría y la abuela, luego de disculparse con los policías y decir que yo no era mal chico, que me la pasaba leyendo y si hacía cosas raras era porque mi madre se había ido, a los tironeos hizo que les contara a los policías lo que había pasado en la cueva. Les mentí, por supuesto. A mí me enseñaron que siempre hay que mentirle a la policía. Cuando volvimos a casa la abuela se acostó porque le había subido la presión, o le había

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bajado. Era el momento de llevar la carpeta a la cueva. Ahora o nunca, dije, en el camino me puse a mirar esos papeles, en una de esas había plata. Eran papeles con mapitas y cálculos, no se entendía bien, ¿sería que iban robar un banco?, ¿sacar un tesoro escondido? Papeles que no mencionaban a mi padre ni a mi abuela. Reaccioné. Era el momento de pensar. ¿Y si esperaba un poco más? Dejé la carpeta en la bolsa y me fui a limpiar los parabrisas de los camiones, como si nada pasara. El bichito de una idea insistía, se hacía grande, tan grande que cuando llegó la noche y fui a la cueva,

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donde me esperaba el señor enfurecido, sabía qué decir. El hombre de ojos claros volvió a agarrarme de las solapas, más fuerte que la primera vez, pero no tuve miedo. Te pasaste de vivo, dijo. ¡Dame esos papeles! Yo no hago trato con pendejos. Dámelos o te mato, dijo. Le dije que quería irme de la costa. Quiero que me ayudes a salir de acá, dije. Quiero saber dónde está mi padre. Tu padre está en la cárcel de Olmos y esos papeles son para sacarlo de ahí, dijo. No creí que esos papeles ayudarían y me dio una tristeza infinita saber qué era lo que la abuela me ocultaba. Mi padre estaba en

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la cárcel. ¡Ella ya lo había dicho en la comisaría! Y yo como si nada. Cuánta vergüenza le daría reconocer que su único hijo estuviera encerrado. Le pregunté al hombre qué había hecho mi padre para que lo encerraran. Nada malo, respondió. Una gran mentira porque los que están en la cárcel, según la abuela, son culpables, si su hijo había cometido un error debía pagar con el encierro. ¿Dónde están los papeles?, gritó el hombre. Se me hizo un nudo en la garganta y tuve ganas de llorar. Aguanté. Tenía que aguantarme. Tragué saliva y le dije que si quería los papeles tendría que

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llevarme a la capital. Hizo silencio. Sí, dijo. Quedamos en que al día siguiente, bien temprano, nos veríamos al otro lado del camping. Me fui a dormir pero no pude pegar un ojo. Quise despertar a mi prima, darle un beso y decirle cuánto la quería. Las mujeres dormían encerradas en su habitación, asustadas por las cosas que dice la gente sobre la inseguridad, por eso no hubo despedida. A la madrugada llegué al lugar convenido. El señor apareció con un viajante y dijo él te va a llevar a la capital, ahora dame esos papeles. Le dije que los papeles estaban en la cueva, tenía que tirar de

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un hilo verde atado a una bolsa de nylon escondida en la arena. El hombre hizo una seña y el viajante me dijo que subiera atrás y me tapara con unas frazadas. Así fue como esa madrugada me fui a la capital, hecho un ovillo entre las cajas de un camión, sin saber adónde iría a parar pero con la firme idea de no volver jamás al camping, del que se haría dueño por los siglos de los siglos el amigo de mi padre.

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AUTORIDADES PRESIDENTA DE LA NACIÓN

Cristina Fernández de Kirchner MINISTRA DE CULTURA

Teresa Parodi JEFA DE GABINETE

Verónica Fiorito SECRETARIO DE POLÍTICAS SOCIOCULTURALES

Franco Vitali



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