La Avioneta de Romero

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LA AVIONETA DE ROMERO Isidro Sánchez

Once meses al año los pasábamos obsesionados con la avioneta de don Alejandro Romero, viéndola volar rasante sobre nuestras casas, soñándola rugir en las noches, haciendo avionetas de palo, jugando con avionetas de lata, y esperando ansiosos las vacaciones para viajar, sólo unos pocos minutos, en el mágico chunche que recorría sin cesar los cielos lluviosos de San Carlos. Cuando jugábamos en el parque, teníamos al frente sur una vidriera con una avioneta pintada: Aero Vías Occidentales (AVO) decía. Eran las oficinas de la diminuta empresa, unos pocos metros cuadrados y un único empleado con un aparato de radio para comunicarse con Romero y con los diferentes "aeropuertos", en realidad simples potreros de zacate amargo que debían ser desalojados de vacas y caballos cada vez que se iba a aterrizar en La Fortuna, Monterrey, Venado, Altamira, Boca de Arenal, Boca de San Carlos.... El aeropuerto central era el de Ciudad Quesada, El Campo le llamaban. Tenía el lujo de un hangar de madera y algo de maltrecho pavimento en la pista. Ya era un lugar de rancia historia cuando yo era chiquillo. Ahí habían aterrizado las fuerzas invasoras de Somoza en abril de 1948 y cuando la intentona mariachi de enero de 1955, había caído en manos calderonistas por varias horas, hasta

que lo recuperaron las fuerzas de Figueres. Apenas pasaba la navidad y se acababan los agotadores temporales de fin de año, la obsesión llegaba a sus límites. Don Isidro tenía que escucharnos mañana y tarde la letanía suplicante de llévenos a pasear en avioneta. Y cuando arreciaban los vientos de enero inventábamos cualquier pretexto para ir a ver y tocar el aparato monomotor, que como hormiguita voladora llevaba y traía campesinos y mercaderías de los más remotos e incomunicados rincones de la geografía sancarleña. Las veces que don Isidro nos cumplió el deseo fue para volar a Monterrey, a visitar por un mes a la tía Jeny Vargas, maestra, o al tío Toño, también maestro y a la tía Carmen en La Fortuna. Ni pensar en ir a caballo entonces, estábamos muy pequeños todavía y los caminos eran un eterno barrial donde sólo se aventuraban los jinetes muy valientes con las bestias más heroicas. Monterrey era entonces un potrero largo con la casona de dos pisos de don Fingo Vargas a un lado y una ínfima pulpería del otro, algo de abras ganaderas alrededor y el resto bosque virgen, suelos magníficos y aguas excelentes para cualquier lado que se mirara. La Fortuna, con su alucinante Cerro Arenal, verde de monte hasta la mismísima punta, era lo más parecido que uno se pueda imaginar al Macondo


de la novela: un río Burío con corrientes cristalinas y piedras como huevos prehistóricos y unas cuantas casas de "tablilla" adornadas con flores y macetas, en cuadras bien trazadas y ordenadas. Ya se veía que era un pueblo marcado por la prosperidad. El vuelo de Quesada a la Fortuna o Monterrey era muy corto, pero en un día bien claro podía verse todo el norte de Costa Rica en un instante: desde el futuro volcán Arenal a la izquierda, hasta las llanuras de Tortuguero a la derecha y con suerte la cinta plateada del lago de Nicaragua sobre la lejanía de las planicies de Guatuso y Los Chiles. Y mirando directo hacia abajo, maravillas de llanuras y cerros cubiertos de selva, los ríos San Carlos, Arenal, Platanar y Peñas Blancas dibujados en un mapa de apretado verde brócoli, el bosque tupido e inmaculado como no lo habíamos visto nunca. A diferencia de otros chiquillos, que les daba por llorar y vomitar durante el vuelo -no me oigan las primas Ugaldemis hermanillos y yo si disfrutábamos cada segundo, y si alguna ráfaga violenta sacudía la avioneta, eso era para nosotros motivo de escandalosas algarabías, festejos y carcajadas. El campo de aterrizaje de Ciudad Quesada es ahora una urbanización, don Alejandro Romero está pensionado, y las carreteras llegan a todos los rincones de San Carlos. Los que vuelan por los aeropuertos de la zona son en su

mayoría turistas, no campesinos. Todo ha cambiado. El bosque enorme y unánime ya sólo vive en los recuerdos.


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