Ruta Verde (Los Ríos)

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Ruta verde

Desde el inicio de la Panamericana en Chiloé hasta la ciudad de Valdivia, en la Región de los Ríos, 500 kilómetros de mitos indígenas, mariscos y truchas carnosas, ferrys, mingas, bajadas de río en kayak, Neruda y un alerce de 3.500 años. por constanza coll

C

arolina Peña tardó diez años en volver, pero siempre supo que Chiloé era su lugar en el mundo. Vino por primera vez a los 17, con sus amigos de la secundaria, haciendo dedo desde la ciudad de Santiago. Mochila al hombro y con un presupuesto que no alcanzó, en esta isla empezó a tejer la trama de lo que sería el master en Turismo, Medioambiente y Desarrollo que acaba de conseguir (ayer) en el King’s College London: “Calculamos mal y el último día del viaje no teníamos plata ni para comer, así que salimos de excursión a la playa, aprovechamos que la marea había bajado y juntamos un balde de choritos, almejas y navajuelas que hervimos en una gran olla. Conseguimos gratis hasta el postre, unas manzanas que arrancamos de los árboles camino al mar. Ese día me di cuenta de que se podía vivir de otra manera, más sana, más natural, lejos de los supermercados”. Hoy, Carolina trabaja en el Hotel Refugia, es el nexo con la comunidad chilota, la persona que recorre el pueblo invitando a los vecinos a participar de este nuevo proyecto turístico con sus artesanías en madera, su miel, sus tejidos y 36

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fotoS constanza coll y sernatur

cosechas. Como la señora Magalí, que tiene cientos de hectáreas sembradas de papa y un invernadero con las lechugas más pomposas, o Don Jorge, que tiene un buen séquito de caballos para hacer recorridos por la costa y los cerros verdes. El viaje a dedo que hizo Carolina es un clásico entre los estudiantes de la capital chilena. Son casi 1.200 kilómetros desde la Ruta 5 hasta el Hito Cero, donde termina (o empieza) la Panamericana que recorre las tres Américas, hasta Alaska. Nosotros hicimos ese tramo en avión, y vamos a deshacerlo por tierra hasta la ciudad de Valdivia, en la Región de los Ríos: unos 500 kilómetros en total. Hay una movida de gente joven que está llegando a Chiloé para vivir a la antigua, a un ritmo mucho más lento que en las grandes ciudades. Personas de espíritu libre que se pasan los días cosechando sus propias verduras, que crían chanchos para vender en el mercado, tienen gallinas, vacas lecheras para cortar el café de la mañana o hacer muzzarella. Aunque es la segunda isla más grande de Sudamérica después de Tierra del Fuego, conectada vía ferrys con el continente, Chiloé siempre estuvo muy aislada: las familias locales históricamente se mezclaron entre ellas; por eso tanto apellidado Altamirano, Barria,

enfrente: El Rìo Bueno en el cruce del Puerto Lapi; arriba: iglesia con tejuelas de alerce en Ancud; plato de almejas gratinadas de Kuranton; imagen del Trauco en el mercado agro-artesanal de Ancud.

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ríos y lagos de chile Mancilla con “c” y también con “s”. Por eso los almacenes siguen teniendo listas de fiado “hasta que llegue la plata” y el famoso Trauco, personaje mitológico de los indígenas chonos, todavía hace de las suyas con las niñas que salen de fiesta... y vuelven embarazadas. “Fue el Trauco mamá, te juro”, aseguran con el respaldo de una leyenda que lleva miles de años en boca de los isleños. Preincaica según Carolina, la minga es otra tradición que se conserva intacta en Chiloé: “Hay minga pa´ todo, está la minga de la siembra y de la cosecha, la del madereo en el monte y la minga para trasladar casas de pescadores de un lado para el otro a fuerza de buey o en barco. No hay billetes de por medio, es un trabajo comunitario que se hace por el solo hecho de ayudar. Todos se conocen y en este sentido, nadie deja que una persona muera de hambre en el invierno, eso no pasa en Chiloé”. Como en todas las historias, hay un malo que amenaza el reino de la paz y la igualdad, un enemigo que genera trabajo y dinero para todos pero que no transa con las costumbres de pueblo. ¿Franco para la minga de la papa? ¿Para la cosecha? Estas cuestiones no caben en las rutinas de la industria salmonera o de la madera.

Chiloé es la isla más grande del

de arriba a abajo: Vista del Lago Ranco desde la Piedra Mesa; picada y tejidos artesanales en el mercado agro de Ancud; calle en las afueras de La Unión, en la región de Los Ríos.

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archipiélago con el mismo nombre, tiene 145 mil habitantes según el último censo y tres ciudades principales: Ancud, Castro y Quellón. El nombre original era Chillehue, que en la lengua indígena mapudungun significa “lugar de gaviotas”, pero el tiempo y el hombre blanco siempre terminan por abreviar, así es más fácil. En el año 2000, Unesco declaró Patrimonio de la Humanidad un conjunto de 16 iglesias de Chiloé, algunas construidas por los jesuitas a mediados del siglo XVIII, todas en madera de ciprés, coihue y alerce. “Los carpinteros chilotes eran verdaderos magos -explica con ojos maravillados el guía en la Fundación Amigos de las Iglesias de Chiloé-, usaban tarugos de madera y tallaban la madera para que las partes encastrasen de manera perfecta. En muchos casos, ni tuvieron que usar clavos”. Como el chilote es experto en la construcción de barcos, muchas de las naves de estas iglesias tienen el techo cóncavo, como si fuera un casco dado vuelta. Algunas casas de la isla conservan la arquitectura típica chilota, con tejuelas de alerce en techos a dos aguas y paredes exteriores (parece que esta madera se pone mejor y mejor con cada lluvia), ventanas pequeñas para resistir el viento del Pacífico y cocinas económicas en el centro para abrigar los meses de invierno, para hacer pan casero, para calentar agua y cebar unos mates, para secar la ropa. Sobre la costa, las casas se trepan a pilotes para recibir las mareas altas, aunque muchos de estos palafitos desaparecieron con el último tsunami, en febrero de 2010. Pueden ser de un piso o de dos, algunos más grandes, otros más pequeños, pero en general todos están pintados de colores chillones, tal vez porque llueve tanto, para contrarrestar el gris que suele tapar el cielo. Por ejemplo, la Iglesia San Francisco en Castro, una de las dieciséis protegidas por Unesco, está estrenando la combinación violeta-amarillo-rojo, y ninguno es pastel.

“Curanto,

ayudando a la gente a tener buen sexo desde 1826”, reza un cartel de madera en el restaurante Kuranton, ciudad de Ancud. Ese año se hicieron las primeras elecciones presidenciales de Chile, pero el cartel es engañoso, esta receta es mucho más antigua: según las últimas excavaciones, en la casa de un hombre que descubrió un sitio arqueológico cuando fue a ampliar su baño, este plato tiene por lo menos 5.500 años y es propiedad intelectual de los chonos. Julio Sanzana es el dueño del Kuranton junto a su mujer, Erna Cárdenas. Los dos arriba de setenta y con muchos más años por venir, explican con amor cómo se prepara el plato: -En un pozo de metro y medio, en la tierra, se colocan y calientan al rojo vivo unas piedras... - empieza Erna. -No cualquier piedra que encontrás por ahí -corrige Julio-, son piedras especiales, azules, de las que gritan cuando están a punto. Entonces se retiran las brasas con las que se prendió el fuego y se coloca, primero, una capa los mariscos. -Con las cáscaras y rebarbas, los mariscos se echan al hoyo tal cual vienen del mar, nada de andar limpiando, eh -agrega Erna. Julio la mira de costado, ella dibuja un cierre sobre su boca. -Después de los choritos y las almejas llega el pollo, el cerdo, la longaniza, los milcaos y chapaleles- sigue Julio, y tras unos instantes de silencio, mientras toma un sorbo de vino blanco, Erna agrega: -¿Ya sabés qué son los chapaleles, no? Son masas a base de papas cocidas y harina de trigo, como ñoquis gigantes, también se hacen dulces para comer con el té. Y el milcao se prepara mezclando papa cruda y papa cocida. Puede ser obvio en este punto, pero la papa es un producto

clave en la cocina chilota, sólo en la isla hay más de 250 especies nativas. Algunos dicen que 300. Arriba de todos los ingredientes se colocan hojas de una planta llamada nalca, tierra, y se deja cocinar por una hora y media, “más o menos, eh”, aclaran Erna y Julio a coro. El curanto (“piedra caliente” en mapudungun) es un evento social, en el que todos ponen y del que todos se sirven, cada uno la cantidad que quiera y de lo que más le guste. Pero no se hace curanto al hoyo todos los días, en su defecto, se puede probar la versión a la olla, como la que preparan en Kuranton. En cualquier caso, atención, comer con vino blanco y buenos modales.

El ferry

tarda cuarenta minutos en cruzar el canal de Chacao hasta el continente (US$ 20 por vehículo). Salimos del auto, tomamos café caliente, miramos cómo la isla se achica en el horizonte y ya estamos de vuelta en suelo firme. Pedro disfrutó el paseo exprés por el Pacífico, dice que otras veces se mueve más, que el viento y las olas sacuden el barco y termina de cama. “Salimos al tiro”, apura Pedro, que quiere llegar a su casa antes de las diez para ver “Los 80”, una novela histórica que pasan por Canal 13 y que ya va por la cuarta temporada. En la radio suenan puras rancheras, género mexicano que desembarcó en Chile en la década del treinta y que se quedó prendido como abrojo en los barrios del sur, mucho más que la cumbia o cualquier otro ritmo latinoamericano. Dejamos atrás Pargua, Puerto Montt, Puerto Varas, Llanquihue, Frutillar y Osorno. Entramos en la Región de los Ríos. Pedro espera al chofer de relevo al costado del camino, las balizas puestas, el motor en marcha. Son casi las diez de la noche cuando Cristóbal Flaño toma la posta;

arriba: Cabalgata por la comuna del Lago Ranco; La bandurria es una de las tantas especies de aves que se puede avistar en la Región de Los Ríos.

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de arriba a abajo: Vista del atardecer sobre la cordillera y el Lago Ranco desde la Piedra Mesa; lanchero de la empresa Luz Nativa, que ofrece recorridos por la Reserva Natural de Puñihuil; pesca de truchas en el Río Calcurrupe, que desemboca en el Ranco.

experto en la zona, es quien nos va a acompañar el resto del viaje por la cuenca del Lago Ranco. Hace varios días que no llueve y eso, aunque bueno para las fotos, no hace feliz a la gente de los Ríos. Cristóbal vivió en Santiago un par de años, estudió negocios en Australia y volvió a la tierra de sus padres para ayudar al desarrollo empresario de la región. Y aunque al principio le costó un poco el tema de los 2000 mm de agua anuales, dice que es un precio justo por tener los bosques siempre verdes, el campo súper productivo y el carácter tan especial que esculpe en las personas: “Las familias son muy unidas, con tanta cortina de lluvia se pasa mucho rato dentro de la casa, alrededor de la cocina a leña. Eso define la forma de ser de la gente, y a mí, la verdad, me gusta esa forma de ser”. En las cabañas de Puelcura nos espera el fuego prendido, mate con menta, pan casero, palta y una horma de queso. En la mañana, fría, Jorge Rocha prepara el desayuno. Pequeño gigante, de camisa leñadora, pelo rojizo en una colita baja y lentes en la mitad de la nariz, se mueve ágil por la cocina. “Ya vas a ver qué huevos”, promete entre mil historias que enlaza y remata con algún gag políticamente incorrecto. Los huevos se fríen en aceite de oliva sobre una cazuela de hierro, pero se sirven casi crudos, para que cada uno los deje cocinar tanto

como quiera. “¿Te gusta el picante?”, pregunta con un ají cacho de cabra en cada mano. Ante la negativa, condimenta con sal marina y una pizca de merkén ahumado. La cocina es un verdadero cambalache, hay cañas de pescar colgadas en todas las paredes, una colección de botellas vacías, cacerolas de aluminio, cascos, libros, frascos de conservas y redes viejas que hacen de perchero. Jorge corre una pila de cosas en la mesada y descubre una radio, sintoniza Futrono, espera el clima: “La máxima va a alcanzar los 25 °C, nada de lluvia para hoy Rocha, podés bajar tranquilo”. Los locutores de esta frecuencia local le pasan el parte todas las mañanas, saben que él y su sobrino Javier siempre están pendientes de si van a poder bajar el Río Calcurrupe en kayak. Allá vamos. Son unos 15 kilómetros desde el nacimiento de este río hasta su desembocadura en el Lago Ranco, el tercero más grande de Chile, y cuyo nombre significa “aguas traicioneras” en mapudungún. Por este mismo río navegó a escondidas Pablo Neruda, el poeta y Premio Nobel de Literatura chileno, pero también senador y militante comunista para quien, en 1948, el gobierno militar de turno ordenó inmediata captura. Así escapó, primero de Santiago de Chile a Valdivia en un viejo Chevrolet, después en barco a través del río Calcurrupe hasta Puerto Llifén, y por último, a caballo a través de la cordillera hasta San Martín de Los Andes. Neruda escribe de estos dos meses clandestinos por la Patagonia en el libro Confieso que he vivido: “En una marcha silenciosa cruzábamos aquella gran catedral de la salvaje naturaleza. Como nuestro camino era oculto y vedado, aceptábamos los signos más débiles de la orientación”. El Calcurrupe hoy corre tranquilo, de vez en cuando se arremolina alrededor de una piedra y salpica un poco, pero nada para preocuparse, un par de remadas estratégicas del joven Javier y seguimos en carrera. Dice que es nivel uno, “una papa”, apto para menores, y para mayores. De hecho, muchos pescadores de punta en blanco pelean sus truchas en este río, tan cristalino que deja ver su fondo de piedras hasta en las partes más profundas. El cerro Llifén nos sigue a la derecha, las copas verdes de los árboles se reflejan al otro lado y unos picos nevados enmarcan el fondo de esta postal viva. Javier mantiene su remada a buen ritmo, el resto hace lo que puede, quince kilómetros es bastante, casi tres horas. El río se contornea, posa con sus mejores ángulos para la cámara: playas vírgenes, costones de piedra, saltos de agua y pescadores contentos: en el Calcurrupe hay buen pique siempre, no hace falta madrugar.

Dicen que los paraguas son inútiles

en los Ríos, que el viento los rompe “al tiro”, que mejor entregarse a la lluvia. Esta tarde cae mucha agua y en todas las direcciones, pero Gabriel Rojas sigue como si nada con su rutina en el invernadero. Elige unos rabanitos bien gordos, una planta de espinaca y otra de lechuga mantecosa para la ensalada de esta noche. El plato principal va a ser conejo al escabeche, el mismo peluche negro que acabamos de visitar en la granja. Gabriel lo tiene claro: “Acá los únicos

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animales con nombre son los reproductores, porque esos no se comen ni se venden, como la oveja Alberta”. El resto ya sabe, todo forma parte de un gran ciclo en Secretos del Sur, los restos orgánicos de la casa se usan para alimentar a los cerdos o para hacer compost y fertilizar la huerta. Para el postre, su mujer está preparando pie de limón, con huevos del gallinero, leche fresca que le regala un vecino y limones de su jardín. Hace siete años Gabriel y su esposa empezaron este proyecto a orillas del lago Ranco, en el sector de Ilihue (en mapudungun, “lugar de luz”). Primero produjeron miel y derivados, más tarde sumaron las codornices, los corrales para cerdos y jabalíes, construyeron un par de cabañas donde recibir visitas y armaron un circuito de senderos, tirolesas y puentes colgantes en la copa de los árboles. “Es para todo el mundo -tranquiliza Gabriel- lo hicieron tanto un bebé de un año y ocho meses como una abuela de 86”. Después del paseo lleno de adrenalina, por la tarde salimos a recorrer los puntos claves de las inmediaciones: la Pisada del Diablo, los saltos helados del Pichi-Ignao y un sendero por la selva autóctona en la Piedra Mesa, bien arriba en la montaña, desde donde se llega a ver casi todo el lago. Gabriel señala su casa a lo lejos, no volvería a vivir en la ciudad.

También

en la provincia del Ranco, pero más cerca de la costa pacífica, la comuna de La Unión queda sobre la Ruta 5 / Panamericana, que llega al aeropuerto de Valdivia (y hasta Alaska, para el que quiera seguir). La Unión tuvo su belle époque a fines del Siglo XIX y principios del XX, fue una capital industrial con importantes curtiembres, la gran productora de lácteos Colúm (hoy cooperativa), una fábrica de lino, astilleros y un molino centenario que todavía funciona. Juan Fernández trabaja en la central hidroeléctrica que alimenta el molino, tiene la camiseta puesta, literalmente: “Generamos hasta 770 kilowatts por hora, que es más o menos lo que consumen cuatro casas en un mes”. Toda esta parafernalia es idea y obra de la familia Grob, inmigrantes alemanes que cultivaron la tierra y levantaron el molino, en la segunda generación trajeron turbinas hidráulicas de Europa para generar la energía que necesitaban, y ahora, pasados los tiempos de gloria, perdida la competencia con las multinacionales y el tren que unía Puerto Montt con Santiago, se redujeron a una producción artesanal. La familia Grob llegó con la oleada de alemanes que trajo a Chile la “Ley de inmigración selectiva”, de 1845, una iniciativa del entonces presidente Manuel Bulnes para poblar la tierra entre Valdivia y Puerto Montt. Con un clima similar al germánico y mucha tierra fértil, los alemanes no tardaron en adaptarse. Y si bien nunca superaron el 5%de la población total en estos lugares, sí fueron la clave para el desarrollo industrial. De entonces quedan las casonas más imponentes de La Unión, con pisos en damero, escaleras talladas en madera, vitrales en techos y paredes. También es evidente la influencia alemana en algunos platos típicos de la zona y la exquisita cerveza que producen fábricas como Kunstmann y Calle, entre otras cuarenta etiquetas: la Región de los

Ríos se impone como Capital Cervecera de Chile. Aristeo Iván Ríos, como bien indica su primer nombre de dios griego, es “el guardián de las abejas”. Apicultor, andinista, guitarrero y guía, ofrece visitas por La Unión y el PN Alerce Costero (Tel.: 94510115); acaba de cumplir 54 años “vividos a toda carrera”, y le creemos. Habla sin parar, tirando datos históricos como un lanza pelotas, sin encadenamiento lógico, o tal vez sí, pero el tiempo, por alguna razón, no es suficiente. Tiene mucho para decir. Petiso y liviano, de bigote y cejas tupidas, Iván se desafía a romper su propio récord en el sendero de la zona del Mirador: “Vas a ver, en 40 minutos estamos en El Alerce Abuelo, nos tomamos unos mates, y calculamos... 50 minutos más para la vuelta, ojo que es en subida, eh, y bastante cansadora. Igual, el tiempo depende de con quien esté caminando, he ido hasta El Abuelo con abuelos”, se ríe cortadito de la redundancia. En medio de un área protegida de casi 25 mil hectáreas, El Alerce Abuelo está al final de un sendero entre arrayanes, ulmos, avellanos, canelos, olivillos y otros cuantos cientos de alerces más novatos. Es un árbol de 4 metros de diámetro, con más de 3.500 años, vivió el nacimiento de Cristo y sobrevivió a la última glaciación.

arriba: Travesía en kayak por el Río Bueno hasta el puente.

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