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Solus Deus: Nostalgia Gastronómica
Por Marcela Toledo
Cuando Trump anunció que subirá de manera exorbitante los impuestos a las importaciones mexicanas casi me erizo como gato.
Y es que no sólo me horrorizó el pensar en tener que pagar 25 por ciento más por los Choco Roles, la papaya, el aguacate o el codiciado huitlacoche preservado que de cuando en cuando disfruto, sino en cómo afectará al resto de los inmigrantes en Estados Unidos, cuya alimentación diaria se basa en productos mexicanos.
Quienes vivimos en el extranjero – la regla aplica a los inmigrantes de todo el mundo, pues no creo ser la excepción – encontramos inevitablemente en el sabor o el olor, un pedazo de nuestra tierra. Esa que por una u otra razón abandonamos para convertimos en pasajeros perpetuos mirando desde el último vagón del tren, con los ojos del alma puestos hacia atrás, mientras caminamos hacia nuestra versión del sueño americano.
Pagamos un precio más alto que por los productos locales sólo por sentir ese pequeño apapacho en el corazón. Muchas veces es nuestro único consuelo cuando vivimos en una tierra que nos desdeña como a la Cenicienta, necesaria para mantener a la familia feliz y Quedamos atrapados en ese ciclo de nostalgia eterna que a veces afecta nuestro presupuesto, sólo por volver a probar esa memoria etérea que nos transporta a esos tiempos memorables que queremos atrapar en nuestro paladar o en una bocanada de aire.
¿A quién no le gusta probar un bocado de su infancia?
Mi niña interior resurge desaforada cuando veo los Pay de Piña, Gansitos o el Pan Bimbo tostado – hace mucho que no veo los Negritos –, el mole rojo, verde o negro de Oaxaca. La flor de calabaza crece aquí, lo mismo que el pápalo y otras hierbas que mi abuelita Herlinda me enseñó a comer. Hasta chapulines sazonados y tlayudas son exportados de alguna u otra forma.
Pero Trump no es la única persona que quiere tomar ventaja de esa añoranza eterna, que como maldición nos persigue por haber dejado nuestra tierra. Los paisanos también hacen su agosto. He pagado hasta 14 dólares por un chilacayote, sólo porque me remonta al pipián que mi abue Linda preparaba. Pago 11 dólares por un frasco de huitlacoche, porque me recuerda el tiempo bonito, cuando vendía quesadillas en el portal de mi casa, en Azcapotzalco. La flor de calabaza no me gusta envasada porque su belleza consiste en los colores vibrantes y el sabor sin preservativos. Prefiero ver cambiar el tono de verde en sus tallos cuando la preparo con cebolla y epazote fresco.
Pero no sólo es la comida. Es el detergente Roma, los Jarritos, y hasta los molcajetes y molinos de metal y tanta mercancía que ya es posible comprar de este lado. Como la humedad se incrusta inadvertida, trajimos nuestra Patria para acá. Y estamos a punto de ser sancionados. Ahora más que nunca los botes de basura de la aduana estarán llenos de todos los sabores y olores que no nos dejaron pasar, pues intuyo que la seguridad estará más férrea que nunca en cuanto míster Trump asuma la presidencia por segunda vez.
¿Cómo sobreviviremos pagar un precio aún más alto por algo que traemos tan enraizado en el alma? ¿Seguiremos pellizcando al presupuesto y a veces hasta meternos en problemas financieros sólo por ese sentimiento impalpable pero tan poderoso sentimiento como un volcán en erupción?
En 1985, mi prima del rancho mandaba traer piedras del río para tallarse los talones, su champú Vanart, y hasta el jabón Zote. Y yo era tan ignorante que la criticaba sin ver que ella fue más inteligente que yo. Una piedra es gratuita. El champú Vanart es barato si lo trae la familia como encargo, en comparación con los productos de acá. Mi prima se regresó. Y allá es la Señora. Yo acá soy más de lo que hubiera podido ser en mi país, y me trago la nostalgia.
Los tiempos cambiaron
El 'emperador' se ha dado cuenta de esta nuestra debilidad y redoblará los impuestos no porque seamos mexicanos, sino porque nuestro sentimiento de nostalgia es tan fuerte, y somos tantos, que sacará dinero de donde sea más fácil. La situación se complica porque si dejamos de comprar y de enviar dinero, se dañaría la economía mexicana. Y nosotros nos queremos hacer eso. Aunque nos tengan como hijos bastardos, dando todo nomás por tener el apellido que muchas veces de nada sirve.
Es cierto
Yo estoy más orgullosa de ser mexicana que de mi apellido. Como mexicana me he hecho sola. Y aunque amo a mi Madre Patria, y la nostalgia me embarga hasta la garganta, ya no me domina tanto la pasión por los recuerdos. Estoy aprendiendo a dominar la mayoría de mis deseos cuando van en contra de mi estabilidad de cualquier tipo. A veces puedo. A veces no.
¿Qué tal si matamos dos pájaros de un solo tiro? ¿Por qué no boicotear los productos que nos gustan? ¿Qué tal si dejamos de comprarlos hasta que reconozcan que los mexicanos en el extranjero tenemos derecho a opinar en nuestra tierra y hasta que Trump vea que rompimos la Maldición de Malinche y ya no nos manipula la preferencia ancestral por el rubio?
Guau. No les hablo a los que le dieron el triunfo a Trump. Les hablo a quienes alimentamos esa nostalgia eterna. A los que no nos quieren ni aquí ni allá. ¿Por qué no unirnos y demostrar que estamos hechos de otra madera? ¿Por qué no sacar el coraje de decir basta? La responsabilidad hace crecer a las personas. Y antes de ser mexicanos, somos seres humanos.
Bueno, me estoy tratando de convencer para no comer más Choco Roles porque me hacen daño. No prometo no comprar huitlacoche… todavía.
Marcela Toledo: Periodista bilingüe profesional que ha laborado en prensa escrita, radio, televisión e internet durante más de 30 años, en México, California, Texas, Illinois y Michigan, Estados Unidos. Ha ejecutado investigaciones en diferentes ciudades de España, Irlanda e Inglaterra para publicaciones mexicanas. Estudió en Oriel College, Oxford, Inglaterra.
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