Índice
Presentación Mona Ozouf
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Prefacio. La inteligencia de lo político
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1. ¿La Revolución sin el Terror? El debate de los historiadores del siglo XIX
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2. La Revolución en el imaginario político francés 55 3. La idea francesa de revolución
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4. Burke o el fin de una sola historia de Europa
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5. 1789-1917: ida y vuelta
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Posfacio. Epitafio para la idea de revolución Darío Roldán
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Notas
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Fuentes de los textos
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Presentación Mona Ozouf
Este pequeño libro, que reúne seis artículos sobre la Revolución francesa que François Furet confió a la revista Le Débat a lo largo de los años, puede leerse como una introducción a su trabajo de historiador. En constante diálogo con las preocupaciones del presente, no contempla sólo el objeto “Revolución francesa”. Permite articular los dos grandes bloques de la obra de Furet, que se centran en la Revolución francesa y en la Revolución soviética. Así, ofrece una interpretación global de las pasiones revolucionarias. El texto inicial de esta recopilación –“La inteligencia de lo político”, que es también el primer texto que Furet escribió para el número inaugural de Le Débat– lo deja bien en claro. El problema encarado desde el comienzo es saber por qué a la intelectualidad de izquierda francesa –ocupada durante cincuenta años en una febril actividad defensiva de justificación, que la esterilizó de modo perdurable– le tomó tanto tiempo admitir –y, lo que es aun peor, percibir– la rápida deriva de la Revolución soviética hacia el totalitarismo. Firme en la convicción de que el régimen soviético había conseguido reemplazar la igualdad formal de los revolucionarios franceses con una igualdad real, esa intelectualidad no quiso pensar el Terror ni reflexionar sobre los lazos que podían vincular las revoluciones con el despotismo. Para vencer la ceguera demostrada ante esos problemas –que, sin embargo, habían surgido desde la Revolución francesa–, Furet aconseja una medicina a la vez modesta y suprema: el retorno a ciertos análisis subestimados y,
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durante mucho tiempo, desdeñados. Los textos del siglo XIX, que una historiografía arrogante considera “superados”, están allí para dejar en evidencia que los intérpretes de la Revolución francesa no habían permanecido ajenos al cuestionamiento de un acontecimiento que aún les resultaba muy cercano. Y sus reflexiones son lo suficientemente profundas como para sugerir que les habría resultado menos complicado comprender y conceptualizar la experiencia comunista que a los intelectuales del siglo siguiente. “¿La Revolución sin el Terror?” aporta la prueba. El artículo se ocupa del gran problema que surca y divide a la historiografía de la Revolución del siglo XIX: ¿Pueden disociarse la Revolución y el episodio del Terror? No, dice Joseph de Maistre, inventor de esta “Revolución-bloque” destinada a un muy brillante futuro. Sí, dicen al unísono Benjamin Constant, Madame de Staël, Alexis de Tocqueville, François Guizot, François Mignet, unidos más allá de la diversidad de sus análisis, en la voluntad de restituir la Revolución a su verdad de 1789 y sustraer las secuencias incompatibles con la idea de libertad, asociando a Maximilien de Robespierre y Napoleón Bonaparte en el mismo oprobio. No, dicen también los historiadores socialistas, que hacen sus propias variaciones sobre el tema del “bloque”: no se debe a que todos amen el Terror (así, Louis Blanc), pero ven en el año II, incluida su necesaria coda terrorista, la revelación del verdadero sentido de la Revolución y el anuncio de las revoluciones venideras. Ni socialistas, ni contrarrevolucionarios, ni liberales; resulta difícil adscribir a alguna bandería partidaria a los republicanos: Jules Michelet y Edgar Quinet. Uno y otro comparten con la izquierda liberal la repulsa a celebrar la dictadura del Terror y, pese a esto, permanecen distantes de su interpretación de ese año II. El primero, porque si bien denuncia en el jacobinismo una forma inédita de lucha por el poder, que se respalda en el control de un aparato de militantes y el manejo de una ortodoxia puntillosa, no por
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eso celebra menos el heroísmo de los soldados enrolados para la salvación de la patria. El segundo, porque no disocia el Terror de la Revolución si no es para asociarlo mejor a un gravoso pasado antiliberal, y lo lee como la repetitiva y monótona desgracia de una historia de Francia que no deja de retornar a su cauce absolutista. Así, en el siglo XIX existió una historiografía a la vez rica y conflictiva, que en lo esencial se dividió entre ochentainuevistas y noventaitresistas: para los primeros, fue cuestión de una Revolución cuyo impulso resultó desviado y traicionado; para los segundos, de una dinámica que se consumó en un episodio liberador y portador de una promesa. Dos historias antagónicas que sin embargo confluyen en un aspecto: en conjunto, componen el cuadro de “La revolución en el imaginario político francés”; son simultáneamente imágenes, recuerdos, pasiones, ideas. Al recuperar esta matriz de nuestro paisaje político, François Furet percibe a Francia como a una nación revolucionaria que conjuga dos creencias: aquella que da a un pueblo el poder de romper con su pasado, aquella que pone la clave del cambio en manos del estado. Pero esta nación también es aquella que oscila permanentemente entre el imperativo de poner término a la Revolución y el de darle nuevo impulso, y aquella que no logra arraigar en instituciones estables los principios que profesa: en efecto, la Revolución puede inventar una sociedad nueva, pero no inventa una Constitución. Transfiere a lo político las esperanzas que en épocas previas estaban ligadas a lo religioso, pero abre un conflicto durable y dramático con la iglesia. Al final, inaugura un vertiginoso repertorio político que, a lo largo de un siglo, “repone”, como se haría en el teatro, las formas políticas ensayadas durante la Revolución, unas y otras portadoras de interpretaciones contrapuestas. Lo extraño de eso que François Furet bautiza “La idea francesa de revolución” –producto de un consenso oculto
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en relación con el estado y de un visible conflicto político, reactivado sin cesar– puede apreciarse mejor si, al decurso de las historiografías a lo largo del tiempo, sumamos uno a través del espacio. Más allá de un episodio monárquico, que fracasa rápidamente, nada hay en la Revolución francesa que recuerde la idea y la práctica inglesa de una solución de compromiso entre dos soberanías: la Revolución francesa nunca fue moderada y, desde el principio, no hizo otra cosa que alimentar el desprecio por el equilibrio de los poderes. En cuanto a la versión americana de la revolución, el viaje transatlántico permitió que los estadounidenses vivieran la ruptura no como un salto vertiginoso hacia un futuro indeterminado, sino como el retorno a una historia originaria, una vez que el estado social aristocrático quedó muy atrás y bien lejos. Esta comparación permite comprender mejor qué carácter tuvo la idea francesa de revolución y cuál fue su destino. Por un lado, su éxito: en cuanto se abre hacia un futuro irrepresentable, cada generación puede alojar allí una esperanza lozana, capaz de sobrevivir a todas las experiencias. Por el otro lado, su fracaso: vive de la ilusión de una ruptura, mientras que ningún pueblo puede romper con su pasado, cosa que demuestran muy bien los desmentidos que le inflige el decurso de la historia. Burke fue el más profundo intérprete de ese fracaso; acaso porque este autor es heredero de una muy vieja historia, mientras que los revolucionarios franceses pretenden inaugurar una completamente nueva. En “Burke o el fin de una sola historia de Europa”, François Furet deja en evidencia la perspicacia profética del historiador inglés. Burke ve claramente que la cuestión central que 1789 plantea es la relación de los franceses con su propia historia, el rechazo que oponen a la larga sedimentación de los siglos y la voluntad de instaurar el cuerpo social sólo sobre la razón. Y, dado que esta ambición fundacional le parece a la vez extravagante y nefasta, explora, con un extraordinario sentido de la antici-
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pación, la posible deriva despótica, que a sus ojos es fruto de la abstracción democrática. Desde 1789, mucho antes del Terror, Burke comprendió que los individuos convertidos, por gracia de la Revolución, en particulares y a la vez iguales están emancipados sólo en apariencia. Por el contrario, su liberación de la autoridad tradicional implica el desplazamiento y la ampliación de esta última en forma de un estado investido de la soberanía del pueblo y peligrosamente exaltado. François Furet vuelve a encontrar aquí la relación entre 1789 y 1793, que tanto lo preocupó, pero también la relación entre 1793 y 1917, que constituye la otra vertiente de su obra; hacia allí lo conduce el último artículo de este libro, “1789-1917: ida y vuelta”. En cuanto toda la tradición socialista interpretó 1793 como la culminación de la revolución abortada de 1789, resulta fácil comprender que la familiaridad con la idea de una revolución que debe reiniciarse a partir de una experiencia inconclusa haya podido nutrir las simpatías de la izquierda intelectual por 1917, vista en el espejo del año II, dado que los jacobinos hacían el papel de ancestros de los bolcheviques rusos. Esta simpatía, común a los socialistas y a los comunistas franceses, se nutrió mucho menos del marxismo que de la pregnancia de la Revolución francesa en las imaginaciones (y de la idea, tan profundamente anclada, de que la democracia abstracta de los derechos es fruto del privilegio y de la mentira). Ahora bien, este suelo común tembló en la coyuntura de 1989. Los malestares de la conmemoración se deben a sus circunstancias: mientras el sistema comunista se derrumbaba, desacreditado por la historia, a la cual reivindicaba como su único tribunal, desaparecía la referencia mágica a octubre de 1917. Y esa caída en el olvido permite de nuevo ver en plenitud los principios de 1789, paradójicamente convertidos en el futuro de 1917. Así, la historia dio una respuesta irónica a la cuestión que François Furet había formulado desde el inicio en su primer artículo de Le Débat. Mien-
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tras los intelectuales franceses habían acompañado durante tanto tiempo el féretro del comunismo en un interminable cortejo revisionista, los vemos obligados a reconsiderar sus revisiones, a romper con su antihumanismo, a ver en 1789 el verdadero fundamento del mundo moderno; a reconocer en la democracia burguesa, a contrapelo del itinerario obligado, el horizonte del comunismo. Este libro nos invita a reordenar por completo ese legado. ¿Esto quiere decir que, luego de que todos sus prestigios se han desvanecido, la idea revolucionaria ha desaparecido de las imaginaciones? François Furet es un historiador demasiado escrupuloso, demasiado angustiado también, como para afirmarlo. De hecho, al mismo tiempo en que –gracias a sus investigaciones, a los historiadores que leyó, al comparatismo que practicaba– exploraba las potencialidades despóticas de la democracia revolucionaria, reconocía sus potencialidades utópicas. La democracia, fundada sobre la convicción de que el cuerpo político es producto de las voluntades de cada cual, está destinada a expandir constantemente los derechos de los individuos. Obliga a habitar un mundo de individuos desiguales mientras hace de su igualdad un principio; por ende, se condena a volver cada vez más insoportable la separación entre las esperanzas que suscita y las plasmaciones que ofrece. Así, es una idea sin término previsible, expuesta a la progresión ascendente y abierta a cualquier deriva pasional: por eso, es posible prever que el reportorio democrático está lejos de cerrarse en nuestras sociedades. Por ende, lo que constituye el nexo entre los artículos reunidos por Le Débat es la sensación de extrañeza, que permanece intacta, ante un acontecimiento sin embargo tan trillado, y una inquietud siempre presente. “Analista preocupado”, decía Henry James de sí mismo al reencontrarse, para interpretarlos, con los Estados Unidos de su infancia. Al regresar incesantemente al gran acontecimiento de nuestra vida nacional y ahondar incansablemente el surco abierto desde
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sus comienzos como investigador, también François Furet podría definirse con bastante acierto como un “historiador inquieto” de las pasiones revolucionarias: debe su agudeza a esta inquietud.
Ouverture du Club de la Révolution..., estampa de autor no identificado, París, 1789 o 1790. Algunos de los personajes satirizados son Jean-Louis-Claude Emmery, Anne-Josèphe Théroigne de Méricourt, el abad Grégoire, los condes de Mirabeau, Madame de Staël, Emmanuel-Joseph Sieyès.
Prefacio La inteligencia de lo político
En nuestros días la Francia política no deja de exhibir una gran disimetría: por un lado, exceso de información; por el otro, penuria de medios intelectuales para interpretarla. Todo sucede como si la evolución de ambos fenómenos se hubiera movido en sentido inverso: hay cada vez más datos que el ciudadano debe comprender, y cada vez menos instrumentos para lograrlo. Me parece que un francés cultivado de finales del siglo XX está menos preparado que su homólogo del siglo XIX para dar un sentido al espectáculo del mundo que le toca vivir. E incluso peor: en términos intelectuales su predecesor tal vez hubiese estado menos desvalido frente al mundo en el cual nosotros vivimos, aun cien o ciento cincuenta años después. Para aclarar esta afirmación tomaré como ejemplo la posición de la izquierda intelectual francesa frente a los dos grandes bloques que dominan su formación y su historia en el siglo XIX y en el XX: la Revolución francesa y la Revolución soviética. Si una parte tan importante de esta izquierda tardó tanto, y con tanta renuencia, en aceptar la idea de que la Revolución soviética degeneró rápidamente en un régimen totalitario, que negó las libertades elementales del ciudadano, ello se debe a un cierto número de convicciones intelectuales, cuyo inventario puede realizarse sin dificultad. En el centro del edificio está la Revolución soviética, heredera de una tradición francesa fundadora precisamente de lo que se llama “izquierda” y, por lo tanto, marcada, al mismo tiempo, por un
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signo de identidad y de extrema valorización. En cuanto revolución que posee, además, conciencia de sí misma –objeto de cuidados meticulosos–, es el marxismo-leninismo. Por eso, se le atribuye el poder de liberar al hombre respecto de la explotación capitalista y se la exime de las obligaciones jurídicas de la democracia, ya que, según se supone, en última instancia la emancipación económica conlleva el ejercicio soberano de los derechos políticos por intermedio de la dictadura del proletariado. Dado que la igualdad “real” sucede a la igualdad “formal”, las libertades “reales” sustituirán a las libertades “formales” de la democracia burguesa. Este esquema, cuyos elementos principales encontramos en las polémicas de Lenin, primero contra los mencheviques y luego contra Kautsky, se aloja fácilmente en una tradición política e intelectual francesa: la del jacobinismo. En efecto, si bien el esquema mencionado se diferencia en virtud de su pretensión científica, comparte con el jacobinismo la idea de que el estado revolucionario todopoderoso es el garante de la igualdad y, por lo tanto, de la libertad. Por otro lado, es superior a la ideología jacobina porque, al menos en apariencia, constituye una teoría deductiva, cerrada sobre sí misma, impermeable a lo empírico. La unión soviética del marxismo-leninismo constituye un encastramiento de conceptos que hacen del Gulag sencillamente algo impensable y, por eso mismo, fuera de lo perceptible. Contra las sorpresas de la historia, el sistema dispone, además, de algunas válvulas de seguridad. En primer lugar, la lisa y llana negación. Luego –cuando esta negación se vuelve insostenible por la dimensión del acontecimiento que genera una “desviación”– la atenuación, concesión que siempre puede retomarse cuando llegan días favorables al ocultamiento de los hechos revelados. Por último, si la existencia de un fenómeno que se contradice con la interpretación canónica deja de ser negada por un motivo u otro, como sucede desde Solzhenitsyn y los campos de concentración soviéticos, el último recurso es la explicación por medio de aquello que es exterior al sistema.
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Esta explicación puede ser sincrónica respecto del sistema o bien remontarse a los orígenes. En efecto, es factible que persista en las circunstancias que acompañaron al fenómeno por interpretar y que pudieron haber alterado su funcionamiento teórico por motivos de supervivencia práctica. Así, el recrudecimiento de la lucha de clases fue presentado por Stalin y por el movimiento comunista internacional como la razón que explicaba la vigilancia y la represión en la Unión Soviética de los años treinta o cincuenta. Si el régimen no era por entero democrático, se debía a que seguía siendo revolucionario y, como tal, no dejaba de combatir contra una contrarrevolución increíblemente encarnizada: se trataba, entonces, de una anomalía provisoria, secundaria, ya que la imponían las circunstancias. Por último –cuando a partir de mediados de los años cincuenta la dimensión y la índole del mundo concentracionario soviético descalificaron la explicación por este “exterior”–, los presupuestos de la ideología proveyeron soluciones de auxilio “revisionistas”, aunque de la misma índole que la tesis ortodoxa de los buenos viejos tiempos, dado que estaban destinadas a disculpar en esencia al régimen. Uno de los hallazgos más interesantes de ese modo de pensar fue el “culto de la personalidad” como explicación del Terror de masas: se trata de un concepto que por ende no ofrece flanco alguno que permita socavarlo mediante el comentario de textos y que carece de cualquier lazo lógico con la cuestión por resolver. Deriva su valor de esta misma extrañeza, ya que se propone conjurar, no explicar. El Gulag no aparecía ligado a la dictadura política del partido comunista ni a la colectivización de los medios de producción: era, simplemente, una desviación, vale decir, una desgracia aleatoria sin relación con el sistema. Último “exterior” convocado a auxiliar cuando los precedentes ya no bastan para asegurar una buena profilaxis: la historia misma. En efecto, las “circunstancias” invocadas pueden anteceder al fenómeno que se busca explicar, y contribuir
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a delinearlo por el peso que el pasado continúa ejerciendo sobre el presente. La “barbarie” del Imperio Ruso en 1917 explica así el salvajismo de la represión estalinista. La historiografía revisionista de la Unión Soviética se distinguió en este tipo de argumentos sin considerar que instauraba así una continuidad histórica y lógica entre el antiguo régimen y el nuevo, lo que atentaba contra el sentido mismo de la revolución. El historiador revisionista nunca llega a ese cuestionamiento, visto que utiliza el argumento histórico sólo para disculpar la revolución. Si la historia es culpable, la revolución está doblemente justificada: primero, por haber intentado poner fin a la historia, luego por haber conseguido apenas un éxito parcial. Ahora bien, toda esta actividad de racionalización y de defensa, a la vez muy sofisticada y completamente estéril, que ocupa gran parte de nuestra vida intelectual, reproduce debates del siglo XIX acerca de la Revolución francesa y, en especial, acerca del Terror. Desde principios del siglo XIX, pensar el Terror fue, para los republicanos,1 una obsesión política y filosófica, de cara a la tradición conservadora o contrarrevolucionaria. Los liberales, y en especial los hombres de 1830, hicieron de aquel un desvío del camino triunfal que la nación había tomado en 1789. Los demócratas y los socialistas lo absolvieron en nombre de las circunstancias y de la salvación pública, retomando los términos de los actores del año II. Pero lo que llama la atención cuando se releen las grandes discusiones históricas del siglo XIX a propósito de la Revolución francesa, y cuando se las compara con aquellas en torno a la Revolución rusa del siglo XX, es en qué medida el debate ha perdido buena parte de su riqueza filosófica y conceptual hoy en día. También los hombres del siglo XIX usaban y abusaban de la explicación-justificación por medio de las “circunstancias”, y no habría que esforzarse mucho para mostrar el parentesco que existe entre una parte de la tradición de la izquierda en relación con la Revolución francesa y la tradición comunista
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respecto de la Revolución soviética. En el género de lo que podría llamarse “apología incondicional” o “alegato vergonzoso”, Georges Cogniot o Jean Ellenstein no inventaron cosa alguna: ya en el siglo XIX esos argumentos tenían cabida desde muy temprano en la historiografía jacobina del Terror. Pero la gran diferencia es que en el siglo XIX esta historiografía no se impone, irrefutable, entre los intelectuales republicanos; y, sobre todo, que esta historiografía se enfrenta a una pregunta que se formula con claridad, incluso antes de que Tocqueville haga de ella el núcleo íntimo de su célebre libro: ¿cuál es el vínculo que une la Revolución francesa con la instauración (o la restauración) de un régimen político despótico? En estos últimos años los intelectuales franceses han exhumado –tardía y un poco histéricamente– esta cuestión. Sospecho que no han realizado grandes esfuerzos para reponer su genealogía; de lo contrario, habrían descubierto que ella había sido construida –en términos infinitamente más elaborados que los de hoy en día– por los autores liberales del siglo XIX. No sólo por conservadores como Tocqueville, sino también por republicanos e incluso por republicanos de avanzada como Edgar Quinet.2 En efecto, esta cuestión, que en apariencia es sorprendente, debido a que supone una relación entre dos tipos de fenómenos vividos como excluyentes (pero en eso mismo reside su carácter científico), está en el centro de la discusión histórica y política sobre el Terror en pleno Segundo Imperio, cuando se publica el libro de Edgar Quinet (1865). A diferencia de las imprecaciones actuales sobre el “poder” en general, se la plantea en términos a la vez claros y profundos, por lo cual conllevan la pregunta esencial por el sentido y la índole del fenómeno revolucionario. Tocqueville se preguntó por qué la Revolución francesa tuvo como principal resultado terminar la obra de la monarquía absoluta, es decir, la realización del estado administrativo centralizado. En otros términos, por qué Bonaparte
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consumó un sueño de Luis XIV. Vio en esto la obra de una dialéctica igualitaria que debilita la sociedad en beneficio del poder central, suerte de apogeo que la Revolución expresa. Al respecto Quinet añade la consideración del nivel político stricto sensu: a sus ojos, durante su fase de Terror, la Revolución retoma, bajo el viejo pretexto de la salvación pública (que ya había resultado muy útil a la monarquía absoluta), la práctica arbitraria del absolutismo. Lo muerto revive: Robespierre reencarna a Richelieu. Desde luego, según afirma el propio exilado del Segundo Imperio, dentro de este marco escribe una historia crítica de la Revolución francesa. Y lo sorprendente no es que esta ofusque a parte de los republicanos de su época, sino que concita a otra parte de ellos y provoca un verdadero debate sobre el núcleo del problema. En realidad, un republicano de esa época habría tenido que hacer menos esfuerzos que un intelectual de izquierda en nuestros días para conceptualizar el naufragio de la experiencia comunista, al que asistimos. Esclavitud y democracia nos parecen incompatibles. Hemos olvidado, o camuflado, ese concepto de “democracia servil” con el cual los liberales y los republicanos del Segundo Imperio –instruidos por la experiencia– querían decir que una sociedad con una excesiva inversión igualitaria y con un régimen político despótico no sólo era concebible, sino también verosímil. Los motivos por los que lo hemos olvidado, el modo en que lo hemos camuflado: allí habría una historia por escribir. En ella la Revolución rusa y el marxismo-leninismo desempeñan el papel principal. Por otro lado, la rama del marxismo constituida por la socialdemocracia se reveló tanto menos aguda en la crítica de la política revolucionaria que la rama de la Revolución francesa constituida por los republicanos liberales. Actualmente conocemos los resultados: se repudia el Gulag, pero ¿dónde hay un análisis?
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Ante un mundo que no comprendemos porque lo habíamos creído imposible, ¿sabremos reencontrar la inteligencia de lo político? Para comenzar, propongo el retorno a los buenos autores del siglo XIX.
Acte de justice du 9 au 10 thermidor, estampa a partir de una obra de Viller, París, “chez l’auteur”, 1794. Impulsadas por Eolo y controladas por el ojo y el oído de la Justicia, las Furias trasladan a los condenados hacia el Infierno; entre ellos, se destaca Robespierre.