Castigar al prójimo - Roberto Gargarella

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Índice

Introducción. El reproche estatal en una comunidad de iguales 9

parte i Contra un pensamiento penal antidemocrático 1. La tarea del juez y los límites del minimalismo penal Castigo y exclusión en la teoría   de Eugenio Raúl Zaffaroni 31 2. Mayorías democráticas y derecho penal Cuatro temas y cuatro problemas en la teoría   jurídica de Luigi Ferrajoli 59 3. Jueces, mayoritarismo y castigo 81 4. Sin lugar para la soberanía popular Democracia, derechos y castigo en el caso “Gelman” 91

parte ii Democracia sin castigo, reproche sin encierro 5. Cómo tender puentes entre el derecho penal y la teoría democrática Cuatro continuaciones posibles para la teoría   penal de Carlos Nino 127


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6. ¿De qué depende la validez de las normas penales? El punto de encuentro entre la teoría penal   y la teoría democrática de Carlos Nino 147 7. El lugar del pueblo en el derecho penal Un diálogo con Antony Duff 165 8. Democracia todo a lo largo Democracia, derecho penal y protestas sociales 197

parte iii La ley penal en el banquillo: discusiones y propuestas 9. La construcción social del “monstruo” y la teoría del castigo a partir de tres películas 241 10. Intervenciones en el debate público 251 Las razones del garantismo 251 Contra el elitismo penal 254 El hombre que se atrevió a pensar distinto sobre   el delito. Acerca de Nils Christie 257 Un ejercicio de empatía a partir   de los linchamientos 260 Delitos y leyes: la ineficaz respuesta   de la violencia penal 263 ¿­Tienen derechos los delincuentes? 266 Una señal de que las cosas no están bien 269 Pobreza, de­sigualdad y maltrato 271 Falta más discusión para ordenar la protesta 274 Nota sobre los textos 279 Bibliografía 281


Introducción El reproche estatal en una comunidad de iguales

En este libro me propongo retomar algunas reflexiones sobre temas penales que han estado en el centro de mis preocupaciones en los últimos años. El texto completo, conforme podrá advertirse, resume muchas de las principales cuestiones que han despertado mi interés en el área, las cuales incluyen asuntos como la justificación del castigo, la autoridad del Estado para castigar en el marco de sociedades de­siguales, el valor especial de la protesta social, y la necesidad de establecer una conexión mucho más significativa de la que hoy existe entre derecho penal y democracia (en particular, a la luz de la hostilidad con que todavía en este tiempo la teoría penal contemporánea se acerca a todo lo que tenga que ver con los requerimientos y las exigencias propias de la teoría democrática). Asimismo, en esta obra se incluye el examen crítico de trabajos provenientes de algunos de los autores que más me han inspirado en mis acercamientos al área. Entre ellos, principal pero no exclusivamente, repaso textos y temas penales expuestos por mi maestro Carlos Nino, el profesor italiano Luigi Ferrajoli, el exjuez de la Corte Suprema de Justicia de la Nación Eugenio Raúl Zaffaroni y el filósofo penal Antony Duff. Según se verá, ambas tareas –la de revisar temas fundamentales de la teoría penal y la de examinar con mirada crítica algunos escritos de teóricos que me han iluminado– aparecerán en buena medida entrecruzadas. Volver sobre ciertos planteos decisivos será, sobre todo, un modo de (tal vez, una excusa para) repensar interrogantes cruciales relacionados con el problema penal. En lo que sigue, introduciré las inquietudes principales que marcan este libro, y adelantaré también algunas de las intuiciones


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y esbozos de respuesta que he ido elaborando frente a los interrogantes que el mundo del duro –muchas veces brutal e injusto– derecho penal hoy vigente me ha forzado a plantearme.

prolegómenos: la necesidad de justificar el castigo en sociedades desiguales Permítaseme comenzar este repaso con una breve nota biográfica, que explica en buena medida mi acercamiento a un área temática –la vinculada con el castigo– que no era la mía. Comencé a aproximarme a esta cuestión luego de escribir una serie de trabajos sobre la protesta social. Estos textos me hicieron pensar, por un lado, sobre la justicia de los procesamientos que se llevaban a cabo contra personas que protestaban en nombre de necesidades insatisfechas. Por otro, me impulsaron a reflexionar sobre los usos y los modos habituales del castigo. Se trata de un territorio que desde un comienzo reconocí como de­safiante y de particular interés, sobre todo porque muchas de las respuestas que encontraba alguien como yo –extranjero en el área– resultaban disonantes, demasiado poco atractivas. Entiendo que tenemos un acercamiento a la materia muy poco reflexivo, muy inercial, muy contaminado. Por ello, señalaría que necesitamos abordarla de un modo más fresco y más crítico. Ello así, por un lado, dada la enorme importancia de lo que está en juego: nos referimos a los modos en que el Estado hace uso de la coerción. Es decir que lo que está en juego son los usos de la violencia legítima por parte del Estado, los usos que el Estado hace del aparato coercitivo que controla. Resulta claro, entonces, que hay una dificultad –o debería haberla– muy especial para justificar el castigo, puesto que implica –según la definición de Herbert Hart al respecto– que el Estado se comprometa con la “imposición deliberada del dolor”. Ese solo hecho debería obligarnos a una reflexión mucho más detenida sobre la materia; en efecto, en principio, sólo corresponderá dar “luz verde” a una intervención coercitiva del Estado


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en modos muy controlados, muy limitados, en situaciones muy excepcionales. Esta mirada restrictiva sobre el castigo penal no es en absoluto novedosa, sino que responde a un extenso entendimiento compartido del castigo como ultima ratio. Lamentablemente, el hecho es que dicha barrera de principios se rompió y de a poco comenzamos a naturalizar el castigo hasta convertirlo no en una respuesta de ultima ratio, sino en nuestra primera respuesta frente a cualquier falta más o menos seria cometida por algún ofensor, frente a cualquier tipo de situación capaz de incomodarnos colectivamente. Por otro lado, necesitamos pensar en forma crítica sobre el tema penal, a la luz de la de­sigualdad propia de sociedades como la nuestra. En este marco, uno puede prever la aparición de ciertos riesgos obvios, como el de que el aparato coercitivo pase a ser utilizado de modo discrecional –a su servicio, finalmente– por parte de aquellos que, de modo de­sigual y, por lo común, injustificado (y es que hablamos de de­sigualdades habitualmente injustificadas) tienen un acceso privilegiado a la pena: son ellos los que definen qué normas se van a aplicar, de qué modo van a interpretarse y cómo van a ser aplicadas. Resulta previsible, en tales contextos de de­sigualdad, que el aparato coercitivo termine poniéndose al servicio de los intereses y conveniencias de aquellos que se encuentran más beneficiados por esas de­sigualdades: así, la coerción comienza a trabajar a favor de la preservación y reproducción de las de­sigualdades existentes. Decir esto no implica suscribir ningún tipo de teoría conspirativa sino, más bien, reconocer algunos datos básicos sobre la naturaleza y la motivación humanas: el autointerés tiende a resultar una fuerza predominante, que encuentra campo fértil para expandirse en el marco de sociedades de­siguales. Este es, entonces, el punto de partida que asumo: el castigo constituye una actividad muy difícil de justificar, particularmente en situaciones de fuerte e inexcusable de­sigualdad, y por eso requiere de nosotros una aproximación, antes que complaciente, crítica. En relación con lo anterior, quisiera agregar una última y crucial cuestión introductoria. De aquí en adelante estaré pensando


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en los modos en que una comunidad decente, justa e igualitaria podría lidiar con el tema del reproche hacia quienes cometen faltas graves. Quiero decir que, en principio, considero (y así lo haré en lo que resta de este trabajo) que una comunidad tiene derecho a reprochar las faltas severas cometidas por algunos de sus miembros. El castigo aparece como una especie –difícilmente justificable, agregaría– del reproche, por sus peculiares características (el requerimiento de que el Estado se involucre en la imposición deliberada de dolor). La justificación del castigo es mucho más complicada y exigente, no sólo en el contexto de sociedades de­siguales (por lo dicho), sino también teniendo en cuenta los modos habituales en que en la actualidad tendemos a pensarlo, esto es, asociado a la privación de la libertad, una peculiar forma de respuesta que ha pasado a convertirse en la solución usual de nuestras comunidades ante casi cualquier tipo de falta más o menos severa.

la filosofía política del castigo En lo que sigue, procuraré fundar mi criterio sobre la justificación de la respuesta estatal ante las faltas serias cometidas por algún miembro de la comunidad en bases filosóficas que difieren de las que considero dominantes. En efecto, lo que encontramos con frecuencia son fundamentaciones filosóficas en defensa del castigo, ya sea de tipo benthamiano o consecuencialista (encuadradas también en lo que se conoce como utilitarismo), ya sea de tipo kantiano o retributivista. Las dos vías de justificación habituales para el castigo resultan problemáticas. Y aunque el tema requeriría de un examen mucho más detenido del que aquí puedo llevar a cabo, me conformaré con señalar, como síntesis, lo siguiente. El utilitarismo enfrenta problemas serios por los modos en que tiende a tomar a las personas como meros medios para asegurar el logro de ciertos beneficios generales: castigamos a algunos con el objeto de que los demás sepan lo que les espera si cometen una falta y se abstengan,


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por tanto, de cometerla. El utilitarismo enfrenta también el problema de justificar, in extremis, el castigo de inocentes. En efecto, parecería que no cuenta con buenas herramientas para impedirlo, en caso de que dicha decisión permita (imaginariamente) evitar riesgos mayores (como el del pánico social o los disturbios generalizados). Por lo demás, aparece la cuestión de que, si la pena se quiere justificar a partir de sus efectos sobre los demás, encontramos que, en los hechos, resulta muy controvertible que las penas tengan la capacidad disuasoria que el utilitarismo alega (o necesita alegar); y entonces, si no tienen esa capacidad, ¿por qué utilizar una herramienta tan extrema y violenta? Asimismo, se debe considerar el hecho de que existen formas alternativas posibles de disuasión que resultan, a primera vista, más razonables, menos violentas, menos brutales para el reproche penal. Entonces, uno se pregunta por qué estamos haciendo lo que hacemos. ¿Por qué justificamos primero y naturalizamos después la utilización del castigo, cuando este podría pensarse de modos radicalmente diferentes? Las justificaciones del castigo asociadas con el retributivismo también han mostrado sus problemas, tanto en sus versiones más cercanas a la filosofía kantiana como a la hegeliana. Por un lado, y de modo crucial, se encuentra el problema de que el castigo administrado por el Estado se parece demasiado a una forma de venganza: “Como has provocado un dolor tan grande, entonces nosotros te provocaremos dolor”. Sin duda, el anterior no parece un fundamento atractivo para el castigo, ni compatible con sociedades modernas y liberales como las que habitamos. Por lo demás, esas justificaciones se enfrentan con un problema serio, relacionado con cómo entender la proporcionalidad entre crimen y castigo: ¿cuál es, en un caso concreto, una respuesta satisfactoria proporcional al mal que se ha cometido, por ejemplo, un crimen violento? ¿Cuál a un robo con armas? ¿Cuál a un acto de violencia colectiva? No resulta extraño, en tal sentido, reconocer de qué modo nuestras prácticas habituales se caracterizan por desproporciones notables entre un Estado y otro, entre un distrito y otro, entre un juez y otro. Queremos la proporcionalidad, pero nos cuesta muchísimo definirla


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de modo apropiado e igualitario. En definitiva, se nos hace muy difícil justificar, tanto en la teoría como en la práctica, los usos del castigo, ya sea que utilicemos los caminos retributivistas, ya sea que nos inclinemos, en cambio, por los consecuencialistas. En vista de dificultades como las señaladas, en lo que sigue me ocuparé de explorar una línea de justificaciones alternativas. Se trata de una serie de propuestas que considero más sólidas, más atractivas, y que se relacionan con dos campos teóricos que reconozco particularmente valiosos: la teoría democrática deliberativa y la filosofía política republicana. Para quienes encuentren exótico mi enfoque, tal vez tenga sentido señalar que en los últimos años una larga lista de autores –filósofos y teóricos relacionados con la reflexión penal– ha explorado líneas de pensamiento semejantes, esto es, líneas de reflexión que conjugan las teorías democráticas que ponen el acento en la deliberación colectiva con una filosofía política republicana. Piénsese, por caso, en autores como Antony Duff, Albert Dzur, Pablo de Greiff, Philip Pettit, John Braithwaite o, en nuestro ámbito, Carlos Nino. Todos ellos han procurado pensar al castigo a partir de caminos alternativos a los propuestos por el retributivismo y el consecuencialismo. Todos ellos, por lo demás, de formas diversas y poco a poco, han ayudado a dar forma a un nuevo enfoque en la materia, que hoy suele ser descripto a través de la idea de concepciones comunicativas sobre el reproche estatal. La idea básica que asumen estas nociones es que la tarea fundamental que le corresponde al Estado, frente a las faltas severas cometidas por alguno, no es ni la de infligirle dolor a quien ha producido dolor ni la de tomar como medio a esa persona que ha cometido la falta, procurando que los demás ajusten su conducta a las pautas definidas por el Estado a través del castigo. Lo que le debe interesar al Estado, en cambio, es expresar cierto compromiso de la comunidad toda con determinadas reglas y valores. Frente a la grave falta cometida por alguien, la primera misión del Estado debe ser dejar en claro su de­sacuerdo con dicha conducta, para tratar de volver a colocar las cosas en el lugar (justificado) en que estaban. El Estado, así, no procura asegurar que esa persona no vuelva a cometer una falta a través de la imposición del miedo (sobre dicha persona, sobre los demás),


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sino a través de la razón y el convencimiento. Asumiendo que el ofensor es una persona capaz de entender razones y modificar su comportamiento, el Estado debe hacer entender que rompió un compromiso que –el ofensor, junto con todos los demás– estaba obligado (por propia decisión) a respetar. Esta línea de reflexión, prohijada por las “concepciones democráticas deliberativas”, suele presentarse de la mano de una filosofía política vinculada con el republicanismo político y preocupada por acentuar valores como el de “comunidad”, “integración”, “inclusión”, “participación política”, “igualdad” y “virtud cívica”. A la filosofía política republicana le interesa, en tal sentido, pensar las respuestas penales en el marco de comunidades integradas y preocupadas por la igualdad, cuyas normas son el resultado de acuerdos profundos entre sus distintos integrantes. Mis reflexiones sobre el reproche estatal se apoyarán en un ideal regulativo en línea con estas vías justificatorias: una concepción de la democracia de raíz deliberativa, una filosofía política de raíz republicana. En tal sentido, lo que haré será ofrecer un ejemplo ideal que –así lo espero– nos ayudará a pensar de qué modo una comunidad igualitaria podría plantearse dar respuesta (justificada) a las inconductas graves que, eventualmente, sus miembros pudieran cometer.

un ideal regulativo basado en la democracia deliberativa y el republicanismo Imaginemos la siguiente situación. Un grupo de amigos o personas cercanas deciden autoorganizarse, cansados del modo de vida que tienen, disconformes con las normas que regulan sus conductas. Deciden, entonces, irse a convivir y trabajar juntos en comunidad, dándose ellos mismos las normas básicas con que van a organizar su cotidianidad. Así, van a conformar lo que denominaré como “una comunidad de iguales”. Imaginemos ahora que esta comunidad comienza a deliberar acerca de las normas que van a regir su vida en común y deciden dedicar un tiempo a reflexionar acerca de las reacciones posi-


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bles cuando alguno cometa una falta grave. Según entiendo, hay varios datos fundamentales que enseguida podemos reconocer cuando nos planteamos de qué modo podrían concebirse los reproches frente a faltas graves en el marco de una comunidad de iguales. Ante todo, reconozcamos lo más elemental: es obvio que las reglas las establecen entre todos, pensando en aquello que sea beneficioso para el grupo. Son reglas que los propios miembros de la comunidad escriben, con el objetivo de vivir mejor juntos. En otros términos, ellos son responsables directos de esas reglas, a las que de ningún modo reconocen como heterónomas. Por el contrario, proceden de su voluntad autónoma, son producto de un acuerdo colectivo. Se advierte ya, por lo tanto, cómo las normas (penales) que construimos dependen de una cierta manera de pensar la democracia. En efecto, en una comunidad de iguales las decisiones se justifican en la medida en que son producto nuestro, producto de una discusión que hemos hecho entre todos, y no el resultado de la imposición de alguien, o de la idea propia de algún iluminado o grupo de iluminados que sabe lo que nosotros desconocemos. Resaltamos, entonces, rasgos como los de “Todos hemos intervenido”, “Todos hemos participado”, “Todos hemos podido decir algo”, “Sentimos esas normas como nuestras”, “Cuando la norma habla, hablamos nosotros”. Este sentido de identificación que uno tiene con las normas hace que luego se pueda justificar una reprobación colectiva. ¿Por qué? Porque la persona que cometió la falta no va a poder decir: “¿Por qué caen sobre mí con esta forma de reproche?”. La respuesta que resulta obvia para todos más bien es otra: “Sabías esto de antemano. ¿Recuerdas lo que tú mismo sostuviste cuando celebramos nuestro acuerdo inicial?”. Pudo ocurrir, por ejemplo, que en nuestro primer día de discusiones, y temiendo el incendio de nuestro granero, nos hayamos comprometido a no fumar en el área. Luego, un día alguien fuma, se incendia el granero y vamos sobre él, molestos, angustiados, le recordamos lo que habíamos dicho y las razones de por qué lo habíamos dicho. Puede ocurrir también que le pidamos que asuma un rol decisivo en la reconstrucción del granero, de modo tal de reparar la falta cometida y volver a la situación que regía en un principio.


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Es muy importante, en todo caso, reconocer la relevancia de que las normas sean construidas entre todos, accesibles a todos, reconocibles por todos como propias; no como algo ajeno, incomprensible y que de ningún modo serio puedo vincular con mis propias necesidades, urgencias e intereses. El punto es: en una comunidad de iguales, cuando el derecho habla, no escuchamos una voz ajena que no tiene nada que ver con nosotros, la voz de otro que habla sobre sus intereses y cómo protegerlos. No. Por el contrario, escuchamos nuestra propia voz hablando de lo que a nosotros mismos nos preocupa. En una comunidad de iguales se tiende a cumplir el sueño de Jean-Jacques Rousseau, quien hablaba de nuestra situación de “esclavos frente a la ley”, porque al obedecerla nos obedecemos a nosotros mismos, porque reconocemos la ley como propia, porque cuando escuchamos la voz del derecho escuchamos nuestra propia voz que se refiere a lo que más nos importa: soy esclavo de la ley porque me interesa autogobernarme, ser dueño de mi propia vida. Sé que yo mismo escribí esa ley, porque me importaba a mí y porque nos importaba a todos. El punto anterior nos ayuda a reconocer la concepción de la democracia, implícita en esta comunidad de iguales, que está detrás, en fin, de las normas que creamos. Pero, además, es importante reconocer la particular filosofía política que subyace a nuestros acuerdos, esto es (siguiendo trabajos como los de Pettit, Braithwaite o Duff), lo que encontramos detrás de nuestros acuerdos tiene que ver con lo que llamamos una filosofía política republicana. En efecto, vemos que en la comunidad de iguales las normas resultan el producto de un acuerdo inclusivo, del que participan, en la medida de lo posible, todos los afectados en potencia por esas normas. Son, por lo demás, resultado y expresión de los víncu­los de colaboración y afecto que los unen, una traducción de los intereses que tienen en común. La idea de comunidad está muy presente y, por lo demás, se trata de una comunidad en la que cada uno de los miembros importa, e importa por separado: importa Juan, importa Pedro, importa María, importa Sandra… Importa cada individuo en particular y, al mismo tiempo, el conjunto. Este es –a mi criterio– el ideal regulativo más interesante para pensar el castigo.


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Todo lo dicho hasta aquí en buena medida nos ilustra acerca de cómo se construyen las normas en el marco de una comunidad de iguales. En la próxima sección, considerando el mismo tipo de comunidad, trataremos de adentrarnos un poco en los rasgos que podrían ser propios de las normas penales.

el reproche como modo de reintegrar en lugar de excluir ¿Qué rasgos caracterizarían el reproche en una comunidad de iguales? Aun cuando la respuesta definitiva sólo la podamos conocer en la práctica efectiva, creo que estamos en condiciones de trazar algunos rasgos generales. Ante todo, en ese marco resulta entre inconcebible y completamente absurdo pensar en formas de castigo brutales como las que conocemos. Frente a la posibilidad de que se comentan faltas serias, la pregunta sería más bien otra: “¿Cómo seguimos viviendo juntos?”, “¿Cómo reparamos el daño que se ha cometido?”, “¿Cómo restauramos la comunidad tal como nos interesaba tenerla?”. La primera respuesta no será nunca poner a alguno bajo pena como si fuera un niño: se trata de nuestros amigos, nuestros pares, aquellos con quienes estamos comprometidos en un proyecto conjunto. ¿Cómo vamos a pensar en usar la violencia contra ellos? ¿Cómo vamos a plantearnos imponer sufrimiento o daño al otro? Imaginemos esta situación: una persona –llamémoslo Juan– celosa de otra –llamémoslo Pedro– toma, roba o esconde las herramientas de trabajo de Pedro. Ante dicha situación, que nos incomoda a todos, el propósito es, en principio, que Juan le devuelva las herramientas a Pedro; esto es, nuestra pregunta apunta a qué hacer para restaurar la situación anterior. Según el criminólogo noruego Nils Christie, la idea de restauración remite a un término nórdico que se relaciona con “volver a apilar los leños caídos”: alguien ha volteado los leños que habíamos apilado con esmero y tenemos que restaurar esa situación, volver a colocar leño sobre leño. La pregun-


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ta que nos hacemos en una comunidad de iguales, afín a la pregunta de la justicia restaurativa, es cómo restablecemos eso que se ha roto. No se trata de un equilibrio quebrado; se trata de un sentido de compromiso mutuo: la idea de que “formamos parte de la misma comunidad”, de que “todos nos debemos algo el uno al otro”. Entonces, es importante decir algo a quien ha cometido una falta, como es importante decir algo a la víctima, mostrarle todo el cuidado que estamos dispuestos a darle, el respeto que nos merece y el dolor que nos causa su dolor. Nos importa enormemente lo que padece quien ha sufrido la privación de sus instrumentos de trabajo. Queremos que esa persona vuelva a sentirse junto a nosotros como nosotros. Entonces, nos preguntamos: ¿cómo hacemos para reintegrarle eso que ha perdido? Y nos interesa también ofrecer un mensaje al resto de los que, de modo indirecto, han conocido o padecido esta situación. Nos interesa transmitirles que estén tranquilos, que queremos que las reglas permanezcan iguales, como siempre, para todos. El objetivo que está en juego, como anticipamos, no es ni causar daño a nadie, ni tomar a nadie como medio. Nos interesa, más bien, servir al bienestar general, poder seguir trabajando juntos, viviendo juntos en comunidad. No queremos –como nos recuerda Duff– “amoldar a alguien a los golpes”, asustarlo, provocar que la persona tenga miedo y por eso no vuelva a cometer una falta. Buscamos que entienda la gravedad de la falta cometida y no vuelva a hacerlo. Esta forma de respuesta –que refleja, a la vez, ciertos aspectos tanto individualistas como comunitaristas– nos conduce al tipo de diálogo moral que tenemos y queremos fortalecer y restablecer en caso de rupturas. Un diálogo que nos pone en contacto con la víctima, con el victimario y con los restantes miembros de la comunidad. Un diálogo del que todos, siempre, formamos parte, más allá de los quiebres eventuales que puedan producirse. Por supuesto, nadie duda de que ejemplos como los señalados (el robo de herramientas, los leños caídos) resultan, en cierto sentido, sencillos. En general, nos enfrentamos a problemas mucho más serios en comunidades mucho más amplias. Pero es importante, por ahora, entender la lógica muy particular y muy diferente que debe guiar las respuestas en una comunidad de iguales: se trata siempre


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de tomar al otro como un igual –el otro como igual a uno–, como capaz de entender, de dar un paso atrás, de repensar lo que ha hecho. Se trata de hacer todo lo posible para restaurar lo perdido (y no restauramos, sino que terminamos por agravar seriamente la situación, si nuestra respuesta es la de “devolver mal por mal, dolor por dolor”). Se trata de pensar en respuestas colectivas capaces de expresar y reafirmar nuestros compromisos originales, los más profundos, los que nos llevaron a tomar la decisión de vivir en conjunto. Conviene advertir, a esta altura, las fuertes diferencias que existen entre esta clase de respuestas y otras más vinculadas con el tipo de juicios penales que conocemos en la realidad. La idea de juicio (penal en este caso) se parece demasiado –por el modo en que está organizado– a un combate. Se trata de dos partes, enfrentadas la una contra la otra, y la cuestión es determinar cuál es la parte vencedora. Pues bien, esta idea es negada en una comunidad de iguales, cuyo propósito es el mutuo entendimiento, la reconciliación, el poder volver a estar juntos. Otra vez, los principios que guían ese proceso no nos remiten al problema de “qué parte le tuerce el brazo a la otra”. Se trata, por el contrario, de recuperar o restaurar la vigencia de nuestros acuerdos en común. Por lo demás, la situación que enfrentamos no involucra a dos personas (una contra otra), sino a todos, en distintos roles y desde distintos lugares. En ese sentido, entonces, la comunidad, el resto, no es ajeno; merece estar presente y participar. Las experiencias que John Braithwaite, paradigmáticamente, ha analizado en torno a comunidades restaurativas resultan bien ilustrativas del tipo de respuestas colectivas relevantes y pertinentes en una comunidad de iguales. Conviene recordar que –como en general se ha reconocido– las prácticas restaurativas que conocemos, y que Braithwaite ha sabido ilustrar muy bien, han sido muy exitosas en todo sentido: tanto en su impacto sobre las relaciones restauradas y en la reducción de las faltas como en el fortalecimiento de los víncu­los interculturales. Por supuesto, los casos que Braithwaite examina son casos localizados, en ámbitos localizados (él es australiano y estudió, en particular, experiencias ocurridas en Oceanía, que involucran normalmente a comunidades aborígenes en conflicto con las co-


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munidades dominantes). Sin embargo, nada de lo dicho niega que podamos pensar y derivar reflexiones y conclusiones más o menos generalizables a partir de tales ejemplos localizados. Estos, que tienen en su corazón la idea de que los conflictos no involucran a dos personas aisladas sino a grupos de personas o comunidades diversas, resultan de enorme interés para pensar el reproche estatal. El impulso central que anima esas prácticas –reunir en ámbitos comunes, cara a cara, a las diferentes partes, grupos o comunidades afectadas por el conflicto– también resulta de interés a la luz de nuestras preocupaciones democráticas y republicanas. Otra vez: nadie duda de la existencia de casos difíciles, en los que resulte indeseable o casi imposible el reencuentro cara a cara. Pero lo que tenemos aquí no es un mandato, sino criterios, principios guía a partir de los cuales podemos repensar y reconcebir el reproche estatal. Por lo demás, se trata de criterios que de­safían radicalmente las respuestas brutales, torpes e inefectivas que hoy tendemos a asumir como naturales. Otro punto de extraordinaria relevancia es el carácter sobre todo integrativo, no excluyente, que tiende a asumir el reproche dentro de una comunidad de iguales. En los trabajos de Pettit y Braithwaite, de hecho, uno de los rasgos distintivos más importantes del tipo de respuestas que ellos auspician es, justamente, el integrativo. La idea que promueven es la de una respuesta colectiva preocupada por cómo reintegrar, cómo asegurar que la persona que ha cometido una falta vuelva a estar con nosotros. Adviértase, en tal sentido, que una peculiaridad del tipo de respuestas penales hoy dominantes tiene que ver con su carácter excluyente. Curiosamente, en la actualidad, tendemos a separar y aislar a los delincuentes… con el objetivo de reintegrarlos (¡!).1 Por supues-

1  Permítaseme comentar una pequeña anécdota al respecto. La primera vez que fui a una cárcel tendría unos 14 o 15 años. Recuerdo siempre que, al hablar con su director, pudimos advertir que estaba muy orgulloso del emprendimiento que encabezaba. Mis compañeros y yo estábamos espantados por lo que habíamos visto, aun cuando sólo nos habían permitido acceder a las secciones más “civilizadas”


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to, en situaciones como la actual –en que primero se separa a los ofensores de sus parientes, sus afectos, sus vecinos, sus víncu­los, y luego se los vincula con todos los peores ofensores que se han detectado en la comunidad– la reincidencia criminal resulta esperable. Al menos, en tales casos uno no debería lamentarse ni mucho menos sorprenderse por tales sucesos. La reincidencia se convierte, en buena medida, en un mero producto del tipo de respuesta escogida por el Estado frente al crimen. A través de reflexiones como las anteriores hemos dicho algo no sólo acerca del modo en que se construyen las normas en una comunidad de iguales, sino también sobre las distintas piezas propias de un proceso penal: cómo pensar el rol de las partes en el proceso, el juicio y la sentencia.

el derecho penal en la actualidad: hostilidad hacia la democracia e indiferencia frente a la de­sigualdad Antes de terminar con esta presentación, permítaseme hacer un intento por dotar de algún grado mayor de realismo mi postura. Dejaré de lado, y por el momento, el ejemplo ideal de la comunidad de iguales para pensar el reproche en el contexto de sociedades fundamentalmente de­siguales, pero a partir de compromisos y principios que entendemos ahora justificados, esto es, guiados por un ideal regulativo definido. Será dicho ideal el que –es mi propuesta– contribuirá a que caminemos mejor, a pie más firme, en el marco de sociedades tan injustas como las nuestras. Desde

(digámoslo así) de la prisión. Pero esta persona nos decía: “Fíjense el esfuerzo que estamos haciendo para integrar a estos desviados a la comunidad”. Para todos nosotros, todavía casi niños, que veíamos la cárcel con los ojos inocentes de la infancia, resultaba insólito escuchar ese discurso luego de las miserias y la falta de humanidad y respeto al otro que habíamos visto.


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allí plantearemos nuestra posición crítica frente a los modos de respuesta penal actualmente existentes o dominantes. El primer elemento sobre el que me interesa llamar la atención es el siguiente: las comunidades de­siguales de la actualidad resultan, en materia penal, muy resistentes a toda preocupación seria por nuestros ideales democráticos, igualitarios y republicanos, y la doctrina penal dominante es ajena a tales preocupaciones. Sobre este último punto, sorprende la hostilidad que muestra esa doctrina hacia cualquier reflexión o preocupación de naturaleza democrática: el derecho penal vigente parece llevarse muy mal con nuestras más elementales preocupaciones de tipo democrático. Este hecho conspicuo se advierte no sólo en relación con los autores penales que –podíamos esperarlo– reaccionan agresivamente ante tales preocupaciones, dados los presupuestos conservadores o liberal-conservadores de los que parten para elaborar sus reflexiones. La hostilidad se advierte también –lo que resulta más curioso– en las mentes más atractivas y progresistas del derecho penal moderno, los autores que muchos de nosotros leemos y citamos con devoción. Aun dichos autores tienden a llevarse muy mal –ellos y, en particular, sus doctrinas– con la democracia, a tal punto que sospechan de ella. Ello es así, según creo, porque tienden a vincular democracia con hiperpunitivismo, con populismo penal, con demagogia punitiva. Conforme a dicha concepción, parecería que “la voz del pueblo” resulta equivalente a “la voz de los familiares y vecinos de la víctima, instantes después de que se cometiera el crimen”. Pero nosotros, a esta altura, ya nos encontramos en condiciones de resistir y rechazar tales enfoques: confundir democracia con populismo penal es un error derivado de una concepción inicial pésima, paupérrima, de la democracia. Tales voces –lo sabemos– merecen ser escuchadas, respondidas, amparadas. Pero la democracia es algo que poco tiene que ver con las expresiones de unos pocos, ni aun con las de cientos o miles, ocasionalmente reunidos en una plaza, que piden penas más duras luego de que se cometa un crimen horrendo. Otra vez: dichas voces deben ser escuchadas, son absolutamente necesarias, pero no nos dicen nada relacionado con la democracia.


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El acuerdo colectivo, inclusivo y producto de la discusión pública, con el que aquí asociamos el término “democracia”, no tiene prácticamente ningún rasgo en común con los dichos de un familiar o grupo de familiares de la víctima, instantes después de la muerte de su pariente. En definitiva, tratamos de mostrar más arriba por qué los acuerdos democráticos nos importan y, al hacerlo, dejamos en claro de qué modo –en absoluto superficial o simplista– entendemos la democracia. Hecha esta aclaración, en las experiencias que conocemos, en las que se han establecido condiciones de diálogo mínimamente sensatas en la comunidad para hablar del castigo o de las diversas formas posibles de respuesta estatal ante el crimen, los resultados efectivos no han sido, de ningún modo, los resultados apocalípticos esperados o anunciados por la doctrina penal hostil a la democracia. Más bien al contrario: no ha tendido a haber hiperpunitivismo sino, en todo caso, y en línea con lo aconsejado por Pettit y Braithwaite en sus reflexiones sobre el reproche, lo que podríamos llamar “parsimonia punitiva”. Al respecto, piénsese, por ejemplo, en los resultados de las experiencias de democracia deliberativa implementadas por el profesor estadounidense James Fishkin, que muestran la moderación penal a la que llegan los paneles de ciudadanos que debaten sobre el castigo en condiciones apropiadas. O, de modo más cercano a nosotros, en las experiencias del jurado en países como el nuestro, que muestran a los legos proponiendo penas más bajas que los expertos, y ello pese a que el mecanismo ha sido implementado de modo limitado y restringido. Lo que vemos en estos casos es que, en la práctica, los jurados no han asumido nunca las posiciones hiperpunitivistas que algunos esperaban. Por el contrario, los anuncios pavorosos que se hicieron al respecto fracasaron por completo: los jurados siempre han tendido a asumir posiciones moderadas, normalmente más parsimoniosas que las adoptadas por los jueces y expertos penales. Un último punto en relación no ya con la democracia (y la hostilidad de nuestro derecho penal y de nuestros doctrinarios penales hacia ella), sino con la cuestión de la (des)igualdad: como sabemos, nuestro derecho penal dista mucho del tipo de ideal igualitario que hemos tratado de retratar en las secciones anterio-


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res. En nuestras sociedades, suele ser creado, interpretado y aplicado por una elite que actúa en el marco de una sociedad radicalmente de­sigualitaria. En este tipo de contextos, las personas sobre las que se aplican las normas penales tienden a no reconocerse a sí mismas en el contenido e interpretación de dichas leyes. Si un miembro de un grupo fuertemente de­saventajado tuviera la oportunidad de opinar al respecto, sin duda diría que no entiende qué es lo que dice el derecho. Y no lo entiende en un sentido fuerte, porque no sólo no entiende el lenguaje en que se expresa el derecho sino que, si un especialista le traduce su significado, tampoco comprende el porqué de las decisiones tomadas. Por ejemplo, por qué se sanciona efectiva y tan gravemente a quienes venden estupefacientes y no a quienes cometen terribles desfalcos, o se involucran en redes de corrupción que terminan, muchas veces, con enormes daños a la comunidad (o con gravísimas muertes, como las relacionadas, en nuestro país, con la corrupción y eliminación de controles en el área del transporte público, tal el caso de la masacre ferroviaria de Once, ocurrida en febrero de 2012). Frente a la posibilidad de que se le aplique una grave respuesta penal, un joven que pertenece a los estratos más desaventajados de la sociedad y que ha cometido una falta (supongamos, un robo) podría decir –como sugirió Antony Duff– que él incumplió, incluso en forma severa, con sus deberes ciudadanos, pero que el Estado que ahora lo interpela y demanda incumplió primero, también con gravedad, los suyos. Y por lo tanto –este sería el corolario de lo anterior– no es claro que el Estado esté ahora en condiciones –o, mejor, que tenga la autoridad necesaria– para dar el tipo de respuesta (en general, violenta) que ahora pretende dar frente a la falta cometida. El punto es interesante porque llama la atención sobre un tema crucial y es que, en contextos de severa de­sigualdad, no sólo se pone en cuestión el sentido y valor del derecho penal (escrito, aplicado e interpretado por unos pocos, que parecen beneficiarse de él), sino la propia autoridad del Estado para aplicarlo. Según entiendo, el punto anterior es relevante también, si no en especial, en comunidades como la nuestra que no sólo se caracterizan por sus injusticias y de­sigualdades, sino que además, y


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a la vez, asumen fuertes compromisos igualitarios, como los que se expresan en su Constitución. En efecto, constituciones como la de nuestro país afirman un fuerte compromiso igualitario: todos somos, se nos dice, iguales ante la ley. Rige, se nos dice, la soberanía del pueblo. Todos tenemos derecho, se nos dice, a un riquísimo conjunto de derechos individuales, sociales, económicos, culturales y multiculturales. Cualquiera de nosotros, en dicho marco, tiene razones para tomar en serio ese documento y reclamar un trato igualitario, exigiendo al Estado que nos asegure el estatus de ciudadanos iguales al que se comprometió. De ningún modo su relación con nosotros puede comenzar, concluir o, sobre todo, limitarse a la aplicación de la coerción sobre nosotros, cuando –eventualmente, y tal vez de resultas de los maltratos recibidos– cometemos una falta. Mi punto es, en definitiva, que tenemos la urgencia de repensar nuestro acercamiento tradicional a las normas penales. Lo que está en juego es demasiado grave y demasiado importante, particularmente en el contexto de sociedades de­siguales como las nuestras. El grado de homogeneidad social que distingue a nuestras cárceles, en el marco de nuestras sociedades plurales y heterogéneas, denuncia el tipo de sesgos que están afectando nuestro derecho penal: el modo en que se lo escribe, se lo interpreta y se lo aplica. A la luz de los rasgos de violencia, elitismo y discrecionalidad propios de nuestro derecho penal, necesitamos volver a pensar de raíz tales normas. Ellas parecen sólo dirigidas a expresar, reafirmar y reproducir la brutalidad, el elitismo y la discrecionalidad con que fueron concebidas y puestas en práctica. Resulta imprescindible, por tanto, una revisión radical y crítica de los modos en que construimos y ponemos en práctica la normativa penal.

sobre los textos que integran el presente volumen El libro está organizado en tres secciones, compuestas de diversos textos, algunos ya publicados y otros inéditos. Todos fueron especialmente revisados y corregidos para este volumen, que en algún


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sentido se propone conversar con algunos de los autores más desafiantes de la doctrina penal contemporánea, tanto en el país como en el plano internacional. Me refiero fundamentalmente a Carlos Nino, de quien retomo –críticamente– su preocupación por pensar el derecho desde la perspectiva de una teoría democrática; Antony Duff, a quien sigo en su aproximación “comunicativa” en torno a la pena, cuyo alcance propongo extender a ámbitos que él no consideró; Luigi Ferrajoli y Eugenio Zaffaroni, en quienes me apoyo para repensar cuál es el mejor modo de proteger las garantías penales, y también para cuestionar cuáles son los efectos y límites del “minimalismo penal” con el que ambos se identifican. Para ilustrar mis preocupaciones acerca de los vínculos –necesarios pero hoy tan débiles– entre teoría democrática y pensamiento penal, abordo una diversidad de ejemplos, entre los cuales destacan dos, por su particular importancia: el caso de las protestas sociales (de tanta vigencia en América Latina, sobre todo desde comienzos del nuevo siglo) y el área de la justicia penal internacional (en este punto, el caso “Gelman”, decidido por la Corte Interamericana de Derechos Humanos, constituye un foco de especial interés en relación con las búsquedas de este libro). Estas páginas incluyen también una serie de breves intervenciones en el debate colectivo, porque dan buena cuenta de los temas y modos que, desde mi perspectiva, impactan sobre la discusión pública. Por último, la teoría que aquí sostengo busca orientar la reflexión crítica sobre cuestiones tan decisivas como los derechos de los que delinquen, los problemas de vínculo social de que nos hablan los linchamientos, la relación entre pobreza y crimen, y las consecuencias del extendido elitismo penal.


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