Los autores Pablo Gerchunoff es historiador económico. Profesor emérito de la Universidad Torcuato Di Tella; profesor honorario de la Facultad de Ciencias Económicas (UBA); profesor visitante en diversas universidades extranjeras. Investigador asociado del Instituto de Estudios Latinoamericanos de la Universidad de Alcalá de Henares, miembro de número de la Academia Nacional de Ciencias Económicas y becario de la Fundación Guggenheim (2008-2009). Premio Konex 2016. Autor de varios libros sobre temas de historia económica y desarrollo económico, solo y en colaboración. Pablo Fajgelbaum es licenciado en Economía por la Universidad Torcuato Di Tella y doctor en Economía por la Universidad de Princeton. Actualmente se desempeña como profesor asistente de Economía en la Universidad de California (Los Angeles) y es miembro del National Bureau of Economic Research. Es autor de varios artículos sobre temas de comercio internacional y geografía económica, publicados en revistas especializadas como el Quarterly Journal of Economics, Journal of Political Economy y Review of Economic Studies.
pablo gerchunoff pablo fajgelbaum
¿por qué argentina no fue australia? historia de una obsesión por lo que no fuimos, ni somos, pero… ¿seremos?
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Gerchunoff, Pablo ¿Por qué Argentina no fue Australia?: Historia de una obsesión por lo que no fuimos, ni somos, pero… ¿seremos? // Pablo Gerchunoff y Pablo Fajgelbaum.- 2ª ed.- Buenos Aires: Siglo Veintiuno Editores, 2016. 128 p.; 20 x 13 cm.- (Mínima) ISBN 978-987-629-699-1 1. Historia Económica Argentina. I. Fajgelbaum, Pablo II. Título CDD 330.982 © 2006, Siglo XXI Editores Argentina S.A. 1ª edición: 2006 2ª edición, ampliada: 2016 Diseño de cubierta: Eugenia Lardiés ISBN 978-987-629-699-1 Impreso en Altuna Impresores // Doblas 1968, Buenos Aires en el mes de noviembre de 2016 Hecho el depósito que marca la ley 11.723 Impreso en Argentina // Made in Argentina
Índice
Presentación a la nueva edición
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Prólogo
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Introducción
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1. Fases de la comparación
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2. Desfasaje temporal y convergencia argentina
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3. Dos países, un conflicto distributivo
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4. La Argentina y Australia en la cima de la colina (1851-1914)
47
5. El redoblar de las apuestas (1914-1929)
57
6. Armas desiguales para afrontar la crisis (1929-1945)
63
7. Fortuna geográfica, fortuna política e igualitarismo acelerado (1945-1975)
71
8. El fin de la historia (1975-2002)
83
9. La historia recomienza. ¿De nuevo convergencia? (2002-¿?)
89 7
Apéndice. Implicancias redistributivas del proteccionismo
8
99
Notas
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Bibliografía
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Presentación a la nueva edición
En 2005 cerramos la primera edición de este libro con una pregunta: ¿por qué ahora, que no promete nada, la Argentina tiene la oportunidad de igualar el de sempeño económico australiano? El interrogante era de por sí optimista, así como la hipótesis que arriesgamos: tal vez comenzaba a asomar, al costo de una profunda herida social, el fin de un proteccionismo redistributivo que ya había dado todos los frutos que podía. La especulación se basaba en dos factores. Por un lado, el crecimiento chino atemperaría la “desventura nacional” a la cual aludimos en el prólogo de 2005 –la anemia exportadora, la caída en los términos del intercambio durante algunas décadas–, advertida tempranamente por muchos observadores de la economía argentina. Por otro, tanto la progresiva diferenciación entre canasta de consumo y canasta exportadora como la caída en los precios internacionales de insumos y bienes finales moderarían esa otra dimensión del conflicto: la de exportar aquello que la fuerza de trabajo consumía.1 Sin embargo, también advertimos sobre el potencial renacimiento del conflicto bajo otra forma y con los ingredientes de una nueva modernidad. En ese sentido, un componente central de nuestro argumento era el retraso argentino en el desarrollo de instituciones capaces de canalizar las demandas populares. Con ese telón de fondo, ciertas tendencias externas –la presión a la baja en los salarios de trabajadores menos calificados como resultado de la misma entrada en escena de China y del cambio tec9
nológico sesgado en su contra, el crecimiento de servicios intensivos en trabajo calificado– podían reavivar la llama del conflicto. La moneda estaba en el aire, pero persistimos con nuestros propios aires esperanzados. ¿Qué sucedió, desde entonces, con las variables que motivaron nuestro ilusionado pronóstico? Quizás estimulado por esas nuevas tendencias externas, o quizás por la propia dinámica inercial de la lucha distributiva interna nunca superada, el proteccionismo redistributivo de la Argentina recobró un sorprendente vigor tras el experimento aperturista de los años noventa. A pesar de un sesgo mayor hacia las manufacturas (sobre todo en el sector automotriz), la naciente diversificación de las exportaciones que en su momento colocamos en el centro de la escena no cobró un impulso sustancial. Y si, con variaciones menores, la composición de la canasta exportadora argentina no dista mucho de ser un calco de lo que era diez años atrás, el nuestro es hoy un país más cerrado: como proporción del producto, el comercio de bienes cayó de un 30% en 2005 (un nivel similar al australiano) al 25% en 2015; en términos reales, las exportaciones por habitante están en un valor cercano al de cinco años atrás. Adicionalmente, nada sugiere la reversión de las tendencias regresivas globales; al contrario, tal vez estas sean un rasgo sombrío de la economía global al cual deberíamos acostumbrarnos, lo que acentuaría aún más la propensión argentina a girar en torno de su conflicto distributivo estructural. Por su parte, el desempeño australiano de estos últimos diez años se apoyó sobre los mismos pilares que habían sustentado su desarrollo histórico. Acuerdo social en torno al tema distributivo, términos de intercambio favorables y, como consecuencia de estos en una economía ya acostumbrada a incentivar la exploración de sus propios recursos, sucesivos descubrimientos mineros de gran dimensión. Tal vez la novedad en Australia haya sido la falta novedades: allí 10
donde podríamos haber esperado una economía más arraigada en la diversificación industrial, en el crecimiento de la productividad y en un aumento adicional en la velocidad crucero de los servicios transables, encontramos en cambio una cada vez más dependiente de la inversión minera y la demanda china. El más reciente boom minero australiano estuvo basado en hierro, carbón y gas natural, y nos evoca una escena de 1850 en pleno siglo XXI. La participación de la inversión minera en el producto creció a récords históricos, y la demanda china fue suficiente para empujar los términos del intercambio en proporción similar o mayor que cualquier boom minero anterior. El desempeño australiano fue sin duda superior al promedio de los países de sarrollados, creciendo en algunos casos a casi el doble de velocidad que otros países avanzados. Amortiguando su propio conflicto distributivo, las ventajas comparativas y la ley de Engel siguieron siendo más favorables a Australia que a la Argentina: el primero exporta a China insumos al sector industrial cuya oferta crece a base de exploración minera, mientras que el segundo exporta a China insumos al sector alimentario cuya oferta sólo puede crecer a base de innovación y nuevas tecnologías. La moraleja es sencilla: nuestro país tiene el camino más difícil. El resultado entonces fue que la etapa de convergencia que vislumbramos no se materializó. Nuestro libro se publicó en 2005, cuando el producto por habitante de la Argentina representaba un 35% del de Australia. Tras un breve período de crecimiento más veloz en nuestro país, la relación se estabilizó alrededor del 40%, porcentaje que se mantuvo hasta 2015. En ese mismo 2005, Australia ocupaba el puesto nº 3 en el human development index elaborado por el Banco Mundial, y la Argentina, el nº 34; diez años después, Australia escaló al nº 2, mientras que la Argentina descendió al nº 40. ¿Es hoy diferente el pronóstico que arriesgaríamos? Desde luego, las variables históricas no cambiaron y, por 11
lo tanto, se mantienen los ejes de la comparación. Sin embargo, además de la futilidad de cualquier pronóstico, una lección de la historia reciente es que tal vez nuestro ejercicio futurológico haya subestimado el componente inercial del conflicto distributivo argentino –un conflicto más sostenido en la propia lógica del equilibrio no cooperativo que en fundamentos macroeconómicos de corto plazo–. Ese equilibrio no cooperativo puede describirse en términos de una “trampa de los ingresos medios”: alcanzado cierto nivel de desarrollo, con la emergencia de nuevas aspiraciones sociales y, sobre todo, de consumo modernos, pero todavía en ausencia de habilidades y capacidades para incrementar la productividad –educación, infraestructura, investigación, instituciones–, las mejoras de competitividad sólo se logran a costa de reducir los salarios reales. Pero esa reducción empuja a la Argentina (o a cualquier país encerrado en la trampa) a una zona de mayor desencuentro social, en cuyo contexto cae la tasa de inversión e innovación, lo que perpetúa el estado estacionario y opone una valla al progreso de la nación.2 Tal vez hayamos subestimado también cuán alejada está Australia de esa trampa de ingresos medios, en términos de su riqueza natural por habitante sensiblemente mayor –estimada en al menos cuatro veces la de la Argentina–, su (relativa) proximidad geográfica a la región más dinámica del capitalismo mundial, la ausencia de una gran brecha de ingresos entre sus propias regiones, y la enorme diferencia educativa en la fuerza de trabajo (casi el 80% de la población adulta con educación media y alta, contra menos del 50% en la Argentina). Y endógenamente a estas diferencias, una mayor tasa de inversión (27% como proporción del producto entre 2011 y 2015 relativo a 18% en nuestro país), mayores exportaciones (exportaciones por habitante de recursos primarios y manufacturas basadas en recursos ocho veces mayores que aquí) y mayor estabilidad en sus indicadores reales: 12
Australia acaba de cumplir veinticinco años sin recesión; entre 2010 y 2015, la volatilidad del producto argentino fue cinco veces mayor que la australiana. Todas esas variables alejan todavía más a Australia de la “frontera” que separa a las economías desarrolladas de aquellas inmersas en la trampa de ingresos medios. Hace mucho que Australia pertenece al club de las naciones ricas, y aún hoy mantiene esa membresía. Así pues, si comparar los presentes de la Argentina y Australia era una tarea compleja diez años atrás, hoy lo es todavía más, enriquecida nuestra visión por la interfase entre geografía e instituciones que propone Jared Diamond en Sociedades comparadas. La premisa de nuestro libro fue que la comparación entre estos países es posible en términos de “momentos relativos”. Si ambos recorrieron una trayectoria que aparentaba ser común –desde puntos de partida y a velocidades distintos, sujetos a diferentes accidentes históricos– hasta situarse hoy en diferentes estadios, ¿es posible encontrar un momento anterior australiano semejante el presente argentino? Desde esta perspectiva, tal vez la pregunta más útil a partir de los dilemas actuales no sea sobre la potencial convergencia ni sobre la idoneidad de Australia como punto de comparación. Eso se puede poner válidamente en duda: ¿debe tomarse como modelo un país que, al fin y al cabo, depende de la expansión de su principal socio comercial y de su fortuna geográfica para crecer, y que hace mucho tiempo superó la trampa de los ingresos medios? Más bien, si para superar la trampa en el caso argentino es necesario construir una noción colectivamente compartida de normalidad distributiva, y si enraizar esa noción requiere de un enorme esfuerzo productivo e institucional que compatibilice las demandas cruzadas de la sociedad, tal vez sea una tarea más fértil hurgar una vez más en la historia australiana hasta encontrar el momento y la forma en que estableció su propio “tratado de paz” social. Y esa misma búsqueda 13
valdría para países que, como Italia, España, Corea y la mayoría de la Europa nórdica, tuvieron que superar la trampa de los ingresos medios en tiempos recientes. Pero no discurramos tanto. Quedémonos en “nuestra” Australia inequívocamente próspera para formularnos esta pregunta final: si encontramos ese momento y esa forma del “tratado de paz”, ¿será una enseñanza para los argentinos? “No lo sabemos”, es en 2016 nuestra respuesta claramente más escéptica que la de hace diez años. La historia, con sus causas y sus azares, nos puede llevar por senderos impensados. Si las últimas décadas nos ofrecen alguna regularidad, ella es la ausencia de un rumbo definido. Permítannos los lectores ilustrarlo con los ejemplos del menemismo y del kirchnerismo, como la última versión de las dos eternas caras de la moneda argentina. El primero fue un intento de apertura globalizante y de modernización acelerada que sólo en parte compensó a los perdedores, la sociedad cohesionada y a la vez bloqueada de la etapa mercadointernista. El segundo fue una restauración social reparadora y a la vez un imposible intento restaurador del viejo orden productivo que a la distancia se lo percibió como la cuna de la felicidad popular. ¿Podrá alguna vez escribirse la historia de una diagonal superadora que arme, aunque sea modestamente, el rompecabezas de la modernización con equidad y quiebre la trampa? Seguimos esperanzados en que ello ocurra, seguimos esperanzados en que el método comparativo contribuya a que ocurra, aunque más no sea para no sentirnos tan solos en el mundo.
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Prólogo
ste trabajo transita por la resbaladiza ruta de la E historia comparada. ¿Qué se compara? La evolución económica de la Argentina y Australia durante aproximadamente ciento cincuenta años. Excesiva ambición, quizás, que se disimula detrás del recurso de “la estilización de los hechos”. L o que alentó a los autores a llevar hasta el final la fatigosa empresa es haberse encontrado con ambiciones todavía mayores. Decenas de economistas (y algunos historiadores) están intentando cada día encontrar regularidades estadísticas que permitan explicar por qué algunas naciones han recibido la bendición del desarrollo y muchas otras no. A yudados por los avances informáticos ingresan en sus cross section la información de un torrente de países para encontrar la variable explicativa del progreso económico. ¿Son en verdad comparables esos países? No es una pregunta que se hagan, pues el homo oeconomicus, con su apretada racionalidad a cuestas, lo es en todo tiempo y lugar; lo que hay que encontrar, entonces, es ese factor que convierte su conducta privada en virtud pública. ¿Es acaso la casualidad de la geografía?: ¿la distancia del ecuador, la baja exposición a las enfermedades tropicales, el fácil acceso a los mares y océanos? ¿Cuál de estos factores? En Los seis libros de la R epública (1576), J ean Bodin –precediendo largamente a Montesquieu–escribió que los hombres de suelos ricos y fértiles resultan, muy comúnmente, cobardes y afeminados; mien15
tras que, en sentido opuesto, un territorio pobre hace hombres templados por necesidad y, en consecuencia, los vuelve cuidadosos, vigilantes e industriosos. adie se atrevería hoy a suscribir una afirmación como la N de B odin, pero sorprendería al lector el prestigio académico de la “explicación geográfica”, aun con la rebeldía que provoca su determinismo de hierro. ¿O se trata, en cambio, de las instituciones y la política? U n extenso y heterogéneo catálogo se abre ante nuestros ojos: progresan los países en que se ha afincado la democracia, o aquellos que respetan los derechos de propiedad, o los que no han debido soportar un legado colonial anticapitalista, o los que han distribuido de manera igualitaria la tierra, o los que universalizaron y mejoraron su educación, o los que se han integrado comercialmente al mundo. Aunque tal vez no sea ninguno de estos factores, sino otros determinantes todavía más profundos; tal vez, como sugiere Douglass North en su obra Understanding the Process of Economic C hange, el verdadero elemento diferencial sea el “sistema de creencias” de aquellos en posición de establecer las reglas del juego… Hay, naturalmente, una regresión econométrica para cada hipótesis. H emos preferido en nuestro texto rescatar a la Argentina y a Australia de la marea del cross section y establecer la comparación sobre uno de los postulados de John Stuart M ill en El utilitarismo: un sistema de la lógica. Partimos de la convicción de que no hay una teoría universal, monocausal y ahistórica del crecimiento económico. Tratamos, pues, de encontrar las diferencias de dos casos que se parecen –o por lo menos que se han parecido en el pasado–para explorar si esas diferencias explican las divergentes trayectorias económicas. Ser sensibles a las diferencias implica, por lo tanto, una sensibilidad previa a las similitudes. La Argentina y Australia compartieron a lo 16
largo de la historia un conflicto social y una desventura nacional. El conflicto social residió en que ambos países, por su dotación de factores, produjeron y exportaron materias primas que –en distinta medida–formaron parte de la canasta de consumo de las clases populares, a la vez que dieron empleo a las clases populares en actividades que no exportaban. La desventura nacional residió en que esas materias primas fueron perdiendo –en distinta medida–participación y precio en los mercados mundiales. La clave para comprender la diferencia está en “las distintas medidas”. En parte porque las medidas fueron diferentes es que el conflicto social se procesó de manera también diferente en cada país. Y porque la magnitud de la desventura nacional fue diferente resultó que su costo se atemperó en un caso y se agravó en el otro. No hay que ser adivino para anticipar que la Argentina vivió el conflicto social y la desventura nacional con mayores complicaciones y mayor infortunio que A ustralia, y que eso se lleva la parte del león a la hora de explicar la decadencia relativa de la Argentina desde principios de los años treinta. La breve historia que vamos a narrar combina variables. Geografía económica, geografía política, instituciones, desfasajes temporales y hasta eventos fortuitos poseen un lugar en ella. I ncluso tiene un lugar el crepúsculo del argumento central. Durante el último cuarto del siglo X X y el primer quinquenio del siglo X XI, en medio de una dinámica económica caótica y una extrema polarización social, quizá la Argentina haya dejado atrás la modalidad más exaltada de su conflicto social. Y los cambios en el patrón del comercio mundial quizás estén atenuando su Así como las similitudes iniciales desventura nacional. entre los dos países se fueron borroneando con el tiempo hasta convertir a Australia en el contrafactual exitoso de la Argentina, ¿no puede ensayarse la hipótesis de que la divergencia está llegando a su fin, y aun de que una nueva y sorprendente convergencia es posible? Eso es lo 17
que hacemos en la última mitad del último capítulo. Si el terreno de la historia comparada es resbaladizo, el de la prospectiva comparada es definitivamente una ciénaga. Tome el lector esas líneas finales como una invitación a las especulaciones más arriesgadas, aquellas que pueden perder sentido en el mismo momento en que terminan de formularse. Agradecemos a la F undación Pent, en el seno de la cual se realizó una versión anterior de este trabajo, y a sus investigadores: Carlos Acuña, Horacio Aguirre, Manuel alderón, José Mara Ghio, Alexis Roitman; a Horacio C Sánchez Caballero; a los participantes de un seminaCepal: Luis Beccaria, O Cetrángolo, Daniel rio en scar Heymann, Bernardo K osacoff, Lucas Llach, Adrián Ramos y Juan Sourrouille; a nuestros amigos y compañeros de la U niversidad Torcuato D i T ella, que han comentado borradores: Ezequiel Gallo, Natalio Botana y Fernando Rocchi; a Andrew M itchell de New South Wales U niversity y L ondon School of E conomics; a José María Fanelli; a Néstor Stancanelli; a Susana Lumi; a Tim D uncan, por su minuciosa lectura de nuestros borradores y sus valiosas sugerencias; a Jeffrey W illiamson. Particularmente agradecemos a J uan Marcos Wlasiuk por su trabajo en la búsqueda de datos y armado de series.
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Introducción
n este trabajo vamos a discutir por qué la E Argentina no igualó el de sempeño económico de Australia cuando al menos hasta 1930 prometía hacerlo, y por qué ahora, que no promete nada, sorprendentemente puede hacerlo. Esto implica una comparación, siempre compleja, que ante todo parece necesario justificar. L os dos autores del ensayo han discutido su pertinencia. E n las primeras conversaciones el más joven puso rápidamente en aprietos al más veterano: ¿qué fundamentos puede tener la comparación si se observan las fotografías del presente, el abismo de los datos duros de la economía, y de los indicadores sociales, las profundas diferencias culturales? A ustralia ocupa el décimo lugar en el ránking de ingreso por habitante (primero en el hemisferio sur) y la Argentina está por debajo del cuadragésimo; Australia alcanza el segundo puesto en el ordenamiento mundial de desarrollo humano elaborado por las Naciones Unidas y la Argentina, el puesto 34; en A ustralia, el 20% más rico de la población gana siete veces más que el 20% más pobre, nadie vive con menos de dos dólares estadounidenses por día y el desempleo es del 5%; en la A rgentina, el 20% más rico multiplica por dieciocho el ingreso del 20% más pobre, más del 14% de la población vive cada día con menos de dos dólares y la desocupación es superior al 12%. El veterano saldrá dificultosamente del paso recurriendo a los argumentos que le provee la historia: la comparación tiene sentido hoy porque la tuvo, sin disputas, en el 19
pasado, y si ahora parece no tenerla bien valdría la pena averiguar por qué. L a comparación fue válida, por ejemplo, para muchos actores políticos entre finales del siglo XIX y la Gran Depresión: Roca envió durante su primera presidencia una misión a las colonias australianas –que todavía no conformaban una federación–intuyendo que los detallados informes que obtendría de sus amigos Llerena y Newton le develarían el misterio del futuro argentino; Godofredo Daireaux examinó la pujanza de la estancia argentina en relación con los establecimientos rurales australianos en las páginas del C enso Ganadero de 1908; J uan B. Justo no se cansó de envidiar –hasta su muerte, en 1928– la estructura de la tenencia de tierra en el nuevo país de las antípodas; R afael Herrera Vegas, el desafortunado primer ministro de Hacienda de Alvear, decidió que el joven becario Raúl Prebisch viajara a M elbourne para recoger enseñanzas sobre la tributación directa. A ustralia no era sólo fuente de experimentos económicos y sociales en los que la Argentina podía abrevar: a caballo entre dos siglos, ambos países también se reconocieron como verdaderos contendientes en la disputa por los mercados internacionales de bienes primarios. S i no lo dice todo el severo título de un opúsculo publicado en 1901 por el renombrado grazier y político australiano A. W. P ival: earse (Our Great R The Argentine Republic), por lo menos hay que dar crédito a las siguientes palabras que P edro Luro pronunció frente a la Cámara de Diputados en el crucial debate monetario de 1899: a L República A Australia luchan rgentina y la hoy en el campo de la producción de ganado ovino en condiciones que las han colocado en el primer rango. La cifra de las exportaciones de carnes congeladas ha alcanzado el año pasado a seis millones y pico de cabezas entre la R epública Argentina y la A ustralia. En uno y otro país se 20
han radicado poderosísimas empresas de congelación, y hoy que los progresos de la técnica industrial han suprimido casi la distancia entre los campos en que se alojan los ganados argentinos y australianos y las grandes ciudades de Inglaterra y F rancia, puede calcularse el inmenso porvenir que le está deparado a esta industria en los dos países. Y si se estudian las condiciones en que unos y otros están colocados, puede asegurarse que nosotros saldremos definitivamente triunfantes en esta lucha de predominio (Cámara de Diputados de la Nación, 1911: 28-29; el destacado es nuestro). El convencido temor de P earse ante las ventajas de su rival, sobre todo en lo concerniente al bajo precio del trabajo y a lo que él vislumbraba como el poder político de los terratenientes argentinos (Dyster, 1979: 92-93), se complementa de manera notable con el optimismo beligerante que destila Luro, para quien ambos países competían en un juego en el que la A rgentina prometía ser el claro vencedor. Sin embargo, un siglo más tarde, la lucha por el predominio entre la A rgentina y “la A ustralia” quedaría limitada, con suerte diversa, a los tennis courts del mundo, pues ya nadie los consideraría adversarios económicos de la misma talla.3 ¿Se debió la errada predicción de Luro y muchos de sus contemporáneos a una incapacidad para apreciar rasgos fundamentales de cada economía que ya eran evidentes entonces, o acaso acontecimientos que nadie pudo haber calculado se ocuparon de revertir la historia? S ea cual fuere la respuesta, lo cierto es que en algún momento estuvo claro que, como objetaba el joven economista, la brecha de riqueza entre las dos naciones del sur se estaba tornando abismal, desalentando los viejos paralelismos que habían entusiasmado a los hombres de acción. F ue entonces cuando, explicablemente, ingresó 21
en la escena el interés académico: comparar la A rgentina con Australia resultaba atrayente, no a pesar de los marcados y crecientes contrastes sino a causa de ellos; así fue como desde mediados de los años sesenta afloraron numerosos trabajos de historia económica dedicados a esa comparación.4 Al menos del lado argentino, el momento más recordado es el del seminario llevado a cabo en el Instituto Torcuato D iT ella en 1979 con la participación de científicos sociales argentinos y australianos (Fogarty, Gallo y Diéguez, 1979). N adie buscó en aquella reunión un consenso, pero un cuarto de siglo después es posible construir una narración coherente que hila las ponencias: el progresivo deterioro relativo de la Argentina tenía predominantemente su origen en las ventajas geoeconómicas y geopolíticas de Australia: su ubicación en el P acífico Sur y su relación con Gran B retaña la habían beneficiado comercialmente durante los conflictos bélicos de la primera mitad del siglo XX, y su abundancia de recursos minerales había contribuido a diversificar su base industrial y a reducir su dependencia de insumos importados. T an sólo de manera marginal se haría referencia a los rasgos distintivos en el ámbito cultural e institucional que habían desvelado a L lerena y Newton5 y que constituyen el argumento central en buena parte de la literatura reciente: el legado británico de Australia en contraste con el legado español de la Argentina; la temprana instalación de la democracia en Australia y la solidez de sus instituciones económicas y políticas vis-à-vis la demorada modernización económica y política de la Argentina. El dictamen favorable a A ustralia que emergía del seminario, y cuyas pruebas tenían más que ver con la fortuna que con la política, nunca llegaba a ser excesivamente condenatorio del desarrollo argentino. Después de todo estaba claro que el país atlántico había crecido más rápidamente hasta por lo menos 1930, e incluso, en algunas as postuversiones, hasta el surgimiento del peronismo. L 22
ras más escépticas sobre el desarrollo argentino no eran suficientemente sólidas, en palabras de Héctor Diéguez, para “respaldar el punto de vista de un fracaso argentino y de un éxito australiano”. E l propio Diéguez afirmó que la mayor parte del diferencial en el ingreso por habitante para fines de los años setenta del siglo X X estaba contenida y explicada por los niveles de riqueza inicial. ¿Podrían refrendarse hoy –con la información del presente–estas convicciones? La respuesta es inevitablemente negativa. Algo distinto ocurrió desde entonces, y lo que ocurrió no sólo debe ser comprendido per se sino que, en el propio proceso de comprensión, quizás eche una nueva luz sobre la historia anterior. Marc Bloch ha señalado que el estudio de la distribución de la tierra en la F rancia del siglo XX era indispensable para entender los patrones de tenencia medievales. Para nuestro caso, la brutal caída relativa de la Argentina durante los últimos treinta años obligará también a reescribir el pasado.
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