BAJO EL RESPLANDOR CREPUSCULAR (avance de lectura)

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Bajo el resplandor crepuscular


Bajo el resplandor crepuscular [un poema visual, veintiún poemas de desamor y una canción esperanzada] Virginia Moratiel Diciembre MMXXI Primera edición Colección: Poesía ISBN: 978-607-99608-0-3

www.sillavaciaeditorial.com Corrección, diseño e impresión

Derechos reservados conforme a la ley © Virginia Moratiel © Silla vacía Editorial Diseño editorial Sr. Tarántula Ilustración en forro A Perch of Birds (1880), Hector Giacomelli (1822-1904) www.rawpixel.com

Impreso en México - Printed in Mexico


Bajo el resplandor crepuscular

Virginia Moratiel



Poema visual

¡NO! La poesía es música amorosa que se desliza entre los dedos. En su fluir acaricia y te moja con sus besos, para que el alma se sienta arropada y baile desvestida a su compás.

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Si la mirada te aleja en la distancia mientras el ojo abarca el escenario, con los brazos cruzados, inerme, y te dispone ceñuda a juzgar, la escucha, en cambio, te acerca cautelosa, despierta en el silencio tus sentidos, atentos al son de la voz de los demás, para dejarlos cobijados en tu corazón. No importa que sean gritos y llantos, o tras susurros, lamentos y protestas. Qué más da si rumor de olas, rugidos o trinos, entre el regocijo de risas y alguna canción. Si la poesía te estremece es porque restaura tu alma lacerada, te sana con el bálsamo del verbo, viene en ayuda a mitigar la soledad. Te seduce con la magia de lo bello, aunque lo haga surgir de la inmundicia, para amorosa enseñarte que somos uno y consolarte disuelta en la fraternidad.

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Yo no soy un poeta sino una generación No me digas que soy como Homero. Él fue un vate inspirado y a la vez una nación. Yo pululo entre zombis, simulacros y hormigas por un mundo caótico sin dioses ni fronteras, con héroes evanescentes en un ciberespacio, que ufanos asoman tras la máscara del ladrón. Ni siquiera soy poeta, porque no me enredo falsa en el lenguaje contra fantasmas de éter a viva voz. Creo en los hechos engarzados en la estela de la vida, centellas móviles, carentes de sentido, dispersas, me gusta batir su misterio con la mágica varita, y recortarlos chispeantes con un abracadabra. Confío en el poder cósmico y sanador de la palabra, y la enarbolo en paz como el tirso la sacerdotisa. No temo ser punto fluyendo entre fuerzas opuestas, así que, con respeto y deferencia, a mí me llamas poetisa. Pero no creas que me parezco en algo a Safo, la divina. Quién cantaría al placer y al amor descorazonado entre billetes o al raído sujeto, dictaminada ya su muerte por la filosofía. Tampoco quiero crear con cada poema un acto de barbarie, porque nací golpeada, heredera del Holocausto e Hiroshima. Es cierto que no me toca ser ni pueblo ni individuo, si bien nada me impide lanzar en un mensaje lo aprendido: frente a las nuevas, olvidada, yo también soy una generación.

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Adolescente me aposté con los estudiantes en las barricadas de un París convulso a tiro de piedras y cócteles molotov. Corrí desaforada por las calles ante las cargas policiales, panfletos bajo el brazo, gritando el arribo de la imaginación. Canté pelilarga el regreso de los soldados mutilados de Vietnam y lloré en la llanura inmensa ante los campos de concentración. Anchísimo el río, regado de lágrimas, barroso y sanguinolento, mientras otros festejaban destape, caballo, sida y constitución. Vi caer el muro y nacer endeble la Europa de los mercaderes, crecer desmesuradas las urbes asiáticas, humeantes y fabriles, con el olor universal de su comida fusionado en hamburguesas. Observé atónita el desplome de edificios en el centro /de Manhattan y, atrapada por las redes pescando almas en las pantallas digitales, desfallecí en primavera, ensangrentada, entre mezquitas /y azahares. Cabizbajo deambulaba entonces el espectro de la revolución, mientras los jóvenes incrédulos calculaban el precio de la ruina, de la crisis impuesta que ha de pagar varios siglos de facturas. Rapiña, asesinatos, bancarrotas, mafias, mentiras, especulación, guerras, miseria, esclavitud, sobornos, éxodo, violencia, /hambruna, codicia, vanidad, egoísmo, soberbia, odio, envidia y /discriminación. Mientras las aguas se erguían y los vientos racheaban sin parar, sentí quejarse a la tierra sepultada de basura y la vi moverse /agitada, como si furiosa meciera una cuna, disuelta en ondas, angustiada,

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reptando parecida a esos remolinos de plásticos que giran /en el mar. Y pedí perdón por lo que yo no había hecho ni hubiese /querido nunca, rogué ser como antaño sólo poeta y renunciar a la peor /generación. Entonces alguien tomó mi mano entre sus palmas /y acercándose a mi oído susurró: “¿Y para qué poetas en tiempos de penuria?”. Con un sollozo tenue pero aún sonriendo, respondí a su pregunta: Aquí estoy.

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Crepúsculo Briznas de hierba y aliento de azucenas el campo te acoge para poder soñar. Aún calientes del sol, difuminando las estrellas, granas de sangre brotan desde tus venas, para ver oscura la muerte llegar. Majestuosa levanta el vuelo la lechuza. Níveas las plumas, de color helada, busca ratones, arañas, sapos, reptiles, espoleando entre tripas y piltrafas, que ávida y radiante ansía devorar. Tú que todo lo niegas para pensarte impoluta, no te extrañe que te abatan a perdigones y expire tu graznido entre estertores. Aletargada la noche en todas las esquinas, ya no te dejará volver ni mirar atrás. Glaucos los ojos, abiertos como platos, dos abismos que engullen al que acecha. Ciegos ahora, con los párpados apenas visibles, llorosos de dolores arcaicos, desmesurados, inútiles, ya nunca más los podrás cerrar.

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Cantando a la banca desde la zanja Meticulosa y paciente acumula monedas, mientras disfruta risueña con cada clinc, clinc. Me pregunto de qué ríe si lo que junta no existe y me mira de reojo tras el fantasma de Caín, que recita con esmero los versos de Quevedo: “Poderoso caballero, es don Dinero”. De todos los bichos, éste es el peor de la zanja: roba siempre la comida, canta como la cigarra y acapara cual hormiga. Fatua por el lodazal con pies de barro camina, engañando a los incautos, jugando a la lotería. Altiva entona la banca el cuento del rey desnudo e inventa trajes ficticios. Y al ver sus estropicios las ranas croan de espanto, eructando por los sapos

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que tiene bajo su mando. Afanosa los encuentra enterrados en el cieno y les promete dejarlos repintados como flores, improvisando primores. A pesar de los olores, sigue haciendo en la charca desde escuerzos caballeros. Y así se dicen los dueños de lo que nunca fue suyo, mirándonos con orgullo y con bastante desprecio, cuando en verdad son los necios más conspicuos de la zanja. Me moriría de risa al verlos orondos pasar si no fuera porque tienen nuestra vida en sus garras. Canalla ladrona impune, nuestra engordada, la banca.

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La dama blanca Imposible impedirle coquetear con ella, porque sigilosa se filtraba bajo las puertas, adelgazada hasta volverse imperceptible, como una ramera consentida o encubierta, exudando placer y rodeada de lujos. Con el encanto de lo excepcional, le hacía creer que era la fruta prohibida a probar en una determinada ocasión, sin compromisos, un divertimento puntual, que inflexible se mantenía fuera de su control. Se aprovechó de esa marginalidad y lo sedujo con las más vulgares argucias femeninas, le mostraba una irresistible admiración que lo hacía sentirse cada vez más poderoso, ajeno a sus fracasos y a sus grotescos descaros. En su embeleso, él no sabía de su cautiverio ni que, camuflada en la imaginaria fortaleza, residía suplicante, sin abrigo, su olvidada debilidad. Impulsado por la inquietud, buscaba la adulación, anhelando exangüe un nuevo encuentro furtivo. A ella le daba lo mismo: ni escrúpulos ni reparos, no se arredraba frente al hombre al engrosar de otros los bolsillos, menos aún ante el rango o su condición. A todos los equiparaba en el vicio, de ahí su popularidad, para atarlos con cadena invisible y unirlos en esclavitud.

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Tenía la insistencia de una buscona y, amparada en el secreto de la fingida hermandad, con la destreza de una zorra hambrienta, tan alocadamente alegre como menesterosa, la dama blanca me lo arrebató. Tardé demasiado tiempo en percibir que era suyo. Sólo la violencia, ávida de carne, me desengañó. Entonces ya era imposible apartarlo de ella, abrazado a su cuello, desmembrando sus perlas, entre jactancia, alucinaciones, paranoia, prendido en sus garras el diablo se lo llevó.

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Homenaje a Sor Juana Inés de la Cruz

La envidia ¿En perseguirme, mundo, qué interesas? ¿En qué te ofendo cuando sólo intento expresar lo que soy sin aspaviento? ¿Es que en mí encuentras algo que te estresa? Sé que preferirías verme presa como a cualquiera que tenga talento. Sobrellevas el vacío opulento y te ofende el pensar de la diablesa. No distingues lo bueno de lo malo, sólo aprecias que cuadren tus designios, y aplaudes la obediencia o la desidia. Que nadie sobresalga despistado del rasero común del raciocinio, calcula tenaz y avara la envidia.

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Idealizaciones con canela en rama [una receta a la altura de los tiempos en que la corrupción es ciencia y la gastronomía, una de las bellas artes]

Trocee la realidad en dados pequeños y escoja el pedacito con el que va a trabajar. Apártelo de los otros y tizne los restantes con humo de sándalo. Entonces deséchelos o escóndalos para no volver a verlos nunca más. Aspire el aroma creyendo que emana del elegido, le dará fuerzas para continuar, y no escuche las voces amigas que incitan a parar. Con un palo amase la porción seleccionada. Agrándela con esmero hasta que ya no la pueda estirar. Con un espejo proyecte sobre ella lo mejor de su espíritu. Una vez bien mezclado, agréguele fermento y endúlcelo bien. Prepare una infusión con canela en rama, sumerja la parte hasta que el caldo bullente se agote y transmute el hedor en su propio olor ideal. Abrillante el trozo con dedicación y cuidado. Púlalo, brúñalo, lústrelo y colóquelo bajo el sol para que aún brille más. Haga del amarillo dorado, del gris plata, del azul topacio, del verde esmeralda, del marrón bronce, del rojo coral. Ya tiene lista su idealización con canela en rama. Sienta el orgullo de haberla hecho en plena soledad.

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Degústela, consúmala y saboree sus rescoldos. Serán tan amargos que ya no la volverá a probar.

Maridaje de vinos: Sírvase acompañado de ambrosía, la bebida de los dioses.

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El país de nunca jamás Agoniza un abeto arrancado de cuajo con disfraz de globos rojos y galletas de plástico. Resplandece la casa atiborrada de luces de colores que ahogan la paz de la estrella entre lo oscuro. Sin techo, sin suelo, sin centro, hiela el frío por los rincones. Un perro tocado de fieltro con cuernos de reno, un gato sacude la cabeza con gorro rojiblanco, el pordiosero de ayer se viste maloliente de Santa, un villancico se escucha a través de un celular. Una vieja se emborracha. Sola, tantas veces sola. Sola dio a luz a sus hijos. Sola los educó. Sola les entregó todo lo que tenía. Sola se quedó para que otros vivan. Sola se murió. La soledad es la ingratitud de los que te maman. Los ojos diamantinos como carbunclos en la noche. Tú no los ves y ellos te miran. Ausentes, presentes. La soledad es la vergüenza que se esconde para no verte,

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la culpa de los hijos que toma cuerpo y se deshace en nada... como los días y los segundos. Tantas veces armaste belenes y pesebres y ahora ni hay oídos que escuchen ni apenas tiempo para decirlo: ¡Feliz Navidad!

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Fascinación marina Olas estallando espumas contra acantilados, detonando estruendosas dentro de las cuevas excavadas en la roca con ancestral paciencia. Cual rítmicas crestas de una marea de fondo, avanzan sin tregua, tenaces, en arrebato, para estrellarse como pasiones ciegas, ante lindes, tributos u obstáculos. Azul marino intenso, vinoso ponto, temido por ignoto, indomable, profundo. Verde esmeralda, turquesa, jade, cristal centelleante que flexible transluce peces, tortugas y jardines de coral en sosiego transparente y purificador. Piélago enrojecido de atardeceres fogosos. Camino de luz, luna espejándose en la tiniebla. Negra noche que te ingiere sin horizonte mientras desprendes chispas diminutas encendiendo luminiscencia al nadar. Fluir que te abraza protegiéndote cariñoso, lento acaricia cada faceta de tu piel y dócil te peina con sus líquidos dedos. Agua revuelta por los tifones en superficie, tranquila por dentro, pero con corrientes, pasadizos deslizantes que conducen a sus santuarios a los grandes animales, útero primordial vomitando anfibios a tierra.

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Mar que amenaza con ahogarte y pide respeto, mar que da vida y puede arrebatarte hacia la muerte, mar que acerca y aleja, mar de olvido y de naufragio donde intuyes las botellas con sus mensajes flotar. Mar que extenuado lo abandonan las ballenas varándose insólitas en cualquier costa, antes de que el depredador más voraz lo asesine a fuerza de pesca, turismo y basura. Mar caliente rebosando plagas de sargazos o medusas, mar atestado de plásticos, ponzoñas y residuos. mar gélido donde los osos albos vagan sin rumbo, acorralados en los témpanos, esperando la muerte llegar. –¿Cómo hemos sido capaces de hacerte esto?–, inconsolable me pregunto, mientras ruego que me dejen al menos una playa virgen para que pueda perecer mirando el mar.

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Lamento de extranjería A menudo me parece que vivir sin fronteras no es, aunque quisiera, sentir mi casa en todas partes. Vagando de un lado a otro, con creciente sorpresa descubrí que la gente discrimina como sea y siempre me perciben extranjera. Lo mismo da adoptar con deferencia lo mejor de las costumbres ajenas y hasta el habla del sitio al que se llega. No importa si ayudas a la comunidad, te expresas empático en varias lenguas, ni siquiera si exhibes más de una procedencia. Tristemente sucede por donde vaya: tanto en la tierra en que nací, como en el país que a la sazón habite o transcurrió la mayoría de mi existencia educando a extraños o a mi descendencia. No es problema de lugar o adaptación, sino un modo de abolir el derecho a opinar, una estrategia artera que permite justificar la carencia de la propia responsabilidad atribuyendo la culpa a los de fuera. De un plumazo se elimina la competencia y, bajo el pretexto de ser forastera, desacreditado el mérito, se oculta la excelencia.

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