Reflexiones sobre Didáctica de la Filosofía
Reflexiones sobre Didáctica de la Filosofía Raúl Garcés Noblecía (Coordinador) 1a. edición, diciembre de 2015 ISBN: 978-607-96866-5-9 Printed in Mexico - Impreso en México Diseño de portada y formación Olga Santana Ramos Corrección de estilo y cuidado de la edición Cristina Barragán Hernández
Cuautitlán Núm. 69-A. Col. Guadalupe, C.P. 58140, Morelia, Michoacán, México. sillavaciaeditorial@gmail.com Los autores son responsables del contenido D.R. © Juan Álvarez-Cienfuegos Fidalgo, Erik Ávalos Reyes, Uriel Ulises Bernal Madrgal, Mario Alberto Cortez Rodríguez, Sofía Cortez Maciel, Javier Dosil, Marco Antonio López Ruiz, Ma. del Socorro Madrigal Romero, Adán Pando Moreno, Bernardo E. Pérez Álvarez, Rolando Picos Bovio, Marco Arturo Toscano Medina, Víctor Hugo Valdés Pérez y Raúl Garcés Noblecía D.R. © Universidad Michoacana de San Nicolás de Hidalgo D.R. © Facultad de Filosofía “Dr. Samuel Ramos Magaña” de la umsnh D.R. © Copyright 2015 Todos los derechos reservados conforme a la ley. Prohibida la reproducción total o parcial de esta obra sin previa autorización escrita del autor.
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Consejo editorial general de Publicaciones de la Facultad de Filosofía Dr. Erik Ávalos Reyes Dr. Oliver Kozlarek Dr. Emiliano Mendoza Solís Dr. Víctor Manuel Pineda Santoyo Dra. Ana Cristina Ramírez Barreto Dra. Adriana Sáenz Valadez
Índice
Presentación
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I. Filosofía y didáctica Los oficios del filósofo Adán Pando Moreno Senderos didácticos para una filosofía emergente (y en emergencia) Rolando Picos Bovio Reflexiones sobre una educación filosófica Víctor Hugo Valdés
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II. La formación filosófica Apuntes didácticos para la filosofía en México Marco Arturo Toscano Medina Aproximaciones a la concepción de Rafael Sánchez Ferlosio sobre la enseñanza Juan Álvarez-Cienfuegos Fidalgo Formación estética: libertad e impulso lúdico a partir de Schiller Sofía Cortez Maciel
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III. Crítica del aprendizaje filosófico La función del deseo en la educación filosófica Javier Dosil La experiencia filosófica: entre el adentro del aula y su afuera Erik Ávalos Reyes Formación filosófica e interacción electrónica Marco Antonio López Ruiz Raúl Garcés Noblecía
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IV. Estrategias didáctico-filosóficas Estrategia de acercamiento a la lectura de textos filosóficos en el nivel medio superior Bernardo E. Pérez Álvarez
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Análisis y reconstrucción lógica de un argumento Mario Alberto Cortez Rodríguez
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La retórica como herramienta en la didáctica filosófica Uriel Ulises Bernal Madrigal
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Didáctica filosófica y facultades múltiples Raúl Garcés Noblecía
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De la enseñanza de la filosofía a la educación filosófica Ma. del Socorro Madrigal Romero
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Presentación
La didáctica de la filosofía es una de las más valiosas y recientes dis-
ciplinas humanísticas que ha logrado alcanzar el reconocimiento de la actual comunidad filosófica internacional. Aparece como consecuencia no de una preocupación pedagógica y teórica sistematizada ni tampoco del desarrollo de medios instrumentales o didácticos especializados, sino que surge de las variadas experiencias de aprendizaje, es decir, de las prácticas discursivas y los ejercicios dialógicos implementados por los propios investigadores, profesores y estudiantes. La didáctica filosófica explora estrategias diferentes para el aprendizaje crítico en sus distintas orientaciones y tradiciones reflexivas, lo cual es posible a través de la renovación de las pautas de escucha y los procedimientos dialógicos, la inversión y superación de los roles tradicionales entre docentes y alumnos, así como de la actuación dinámica y propositiva de los agentes participantes en la formación filosófica. El desarrollo de esta disciplina acontece desde hace décadas, en momentos en que la enseñanza dominante de la filosofía no cesa de cuestionarse, tanto desde los contenidos propiamente filosóficos que han de impartirse como desde las condiciones académicas en las que ellos pueden cultivarse bajo modalidades alternativas. Se tiene la percepción de que ya resulta insuficiente la formación filosófica del modo tradicional, esto es, por medio de la exposición de “temas acabados” que no permiten impulsar el aprendizaje de cuestiones debatibles, las cuales inquieten nuestras concepciones y experiencias para volver a preguntar y reflexionar, replantear y crear opciones filosóficas. No se trata, una vez más, de sostener que la reflexión filosófica y sus valiosos contenidos especulativos pueden llegar a ser transmitidos con reiteración y persistencia, se trata más bien de que la experiencia del filosofar pueda 9
Presentación
ser aprendida de modo responsable e inteligible. Se trata de volver a hacer común el propósito filosófico de actualizar permanentemente la potencia crítica y emancipadora de una comunidad dialogante, de este modo, podrá confirmarse que en el ejercicio de las prácticas del pensamiento se encuentran las diversas modalidades y estrategias del actual filosofar. Así, se irán renovando las prácticas discursivas de la problematización y la crítica, el escepticismo metodológico e incluso el mero placer reflexivo. A lo largo del presente volumen se abordan algunos de los principales problemas a los que se enfrentan el docente y el profesor investigador en la ardua e inquietante tarea de enseñar a pensar y aprender a filosofar. Se exploran diversas reflexiones y perspectivas relativas a la didáctica de la filosofía y la filosofía de la educación desde puntos de vista que abarcan tanto las cuestiones más generales como algunas inspiraciones provenientes de autores específicos. El libro inicia con las reflexiones sobre los oficios del filósofo (Adán Pando); los senderos didácticos para una filosofía emergente (Rolando Picos); reflexiones sobre una educación filosófica (Víctor Valdés); apuntes didácticos para la filosofía en México (Arturo Toscano); para dar paso a las aproximaciones a la concepción de Rafael Sánchez Ferlosio sobre la enseñanza (Juan Álvarez-Cienfuegos); las reflexiones sobre la formación estética: libertad e impulso lúdico a partir de Schiller (Sofía Cortez); la función del deseo en la formación filosófica (Javier Dosil); la experiencia del filosofar entre el adentro del aula y su afuera (Erik Ávalos); la formación filosófica y la interacción electrónica (Marco López-Raúl Garcés); la estrategia de acercamiento a la lectura de textos filosóficos en el nivel medio superior (Bernardo Pérez); la didáctica de la lógica y análisis de argumentos (Mario A. Cortez); la retórica como herramienta de la didáctica filosófica (Uriel Bernal); sobre la didáctica filosófica y las facultades múltiples (Raúl Garcés); para culminar con un texto que va de la enseñanza de la filosofía a la educación filosófica (Ma. del Socorro Madrigal).
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Presentación
Esta publicación es resultado de la colaboración y los esfuerzos coordinados de los estudiantes, profesores e investigadores y personal del Departamento de Publicaciones, todos ellos miembros de la Comunidad de Filosofía de la Universidad Michoacana de San Nicolás de Hidalgo. Esta obra ha sido realizada en el marco del programa de investigación “Didáctica de la Filosofía y Facultades Múltiples” 20152016 con el aval de la Coordinación de la Investigación Científica de la umsnh. Esperamos que nuestras reflexiones y aportaciones permitan a los lectores encontrar recursos didácticos que puedan implementar en sus respectivas experiencias de aprendizaje filosófico. Raúl Garcés Noblecía Carlos A. Bustamante Penilla
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I. Filosofía y didáctica
Los oficios del filósofo Adán Pando Moreno Universidad Michoacana de San Nicolás de Hidalgo Para el Dr. Carlos Pereda
La filosofía ¿se ejerce? Es decir, ¿es alguna clase de habilidad, conduc-
ta, comportamiento, hábito, alguna clase de praxis, así sea ficta (como un derecho)? ¿Se tiene, se adquiere, se es? ¿Se puede definir la filosofía como el producto de lo que hacen los filósofos? O, al contrario, ¿el filósofo es algo así como la extensión somática de la filosofía? ¿Puede –y debe– llevarse la filosofía a la vida cotidiana, a la vida práctica? He escuchado esta clase de preguntas en bastantes ocasiones, en diferentes contextos. Son preguntas frecuentes, sobre todo las he escuchado como una inquietud constate entre estudiantes de filosofía. Son preguntas directamente relacionadas con la formación filosófica. La siguiente digresión no pretende, ni mucho menos, agotar estas cuestiones. A fin de cuentas, la pregunta que anima estas notas no es tanto cómo se hace la filosofía a sí misma sino cómo se hace el filósofo a sí mismo. Se trata tan sólo de una modesta aportación para ver una de las facetas del quehacer del filósofo, faceta de suma importancia pero con frecuencia velada: el oficio.1
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Adán Pando Moreno
*** En las dos acepciones más usuales en nuestro idioma, la noción de oficio tiene sendos sentidos: un sentido restringido y otro más amplio. El primero refiere a trabajos predominantemente manuales tales como carpintería, albañilería, etc., sentido que en un español un tanto arcaico sobrevive en la palabra menestral. En su sentido lato, el segundo, se entiende como cualquier actividad que constituye la forma de ganarse alguien la vida. En otras épocas y en otras lenguas, empero, la noción de oficio se ramifica de formas distintas. Aún en español, términos como ‘oficial’, ‘oficioso’, ‘oficina’, entre otros, no se derivan inmediatamente de oficio, aunque conservan el étimo común. En latín clásico officium es servicio, función, cargo, deber, obligación, incluso sentimiento mismo del deber.2 De ahí que la correcta traducción del título de la obra de Cicerón De officiis sea De los deberes (o Sobre los deberes). Este sentido se conserva en el sustantivo ‘oficial’, referido a aquel que posee un cargo, sobre todo de jerarquía militar o del servicio público (sentido presente con el mismo uso en, por lo menos, las lenguas francesa y portuguesa). También cuando se habla de un ‘oficio’ religioso u ‘oficio divino’ en la acepción de realización de un rito por la persona autorizada, o sea, un servicio (por ejemplo, “oficiar misa”, caso en que adopta la forma verbal). Nuestro adjetivo ‘oficial’ (como cuando decimos “documento oficial”), en cambio, viene de aquello que ha sido elaborado en la ‘oficina’. ‘Oficial’ y ‘oficioso’ emanan del mismo sitio pero tienen un carácter distinto, el primero proviene de una autoridad impersonal e institucional mientras que el segundo es actuación de aquel que ocupa el cargo pero a título personal, fuera de sus funciones. ‘Oficina’ en los siglos xvi y xvii eran los cuartos anejos a los aposentos del rey o el príncipe, en los cuales se despachaban sus decretos, edictos y demás documentos (en español de nuestros días los ‘oficios’, otro sustantivo
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que denota los escritos de carácter oficial). Pero era ‘oficina’ porque constituían los cuartos de servicio de escritura del monarca, uno de los lugares donde ejercía el cargo que tenía.3 Comparemos el universo semántico de oficio con otras dos lenguas romances. En francés contemporáneo, nuestra actual ‘oficina’ es bureau, mientras que officine tiene una acepción muy precisa de rebotica (donde se preparan los remedios que no son de patente), cercana a una vaga idea de taller, de atelier. De ahí también que en el nombre científico de algunas plantas figure officinalis como especie (por ejemplo, Melissa officinalis, Salvia officnalis, etc.) que quiere decir que tiene un uso apotecario. Pero officine en francés tiene además la connotación peyorativa de centro de intrigas o espionaje. Algo similar ocurre en portugués: el español ‘oficina’ debe traducirse por escritório, mientras que el portugués oficina debe traducirse al español por taller, laboratorio o estudio (como lugar, tal cuando decimos “el estudio de un pintor”, no como actividad ni esbozo). En tanto la palabra oficio lleva la misma ambigüedad en español que en portugués, en francés, por su parte, el sentido que ‘oficio’ tiene en español se divide en dos palabras: office y métier. La primera implica el rol que desempeña alguien (el ejemplo que pone Moliner de alguien que actúa como: “oficiar de mediador” o aun en situaciones teatrales: “Fulano en el oficio de Tal”). Office era una palabra mucho más usual y específica en el medievo y la modernidad temprana cuando se aplicaba a funciones de gobierno y cortesanas: l’office de roi era una expresión común en los escritos políticos. Pero en la actualidad la palabra que con más frecuencia traduce al francés nuestra ‘oficio’ es métier, un modo de hacer u obrar. Moliner da como palabra emparentada de oficio la de mester, de uso antiguo, como cuando se habla del mester de juglaría y el de clerecía (en plural mesteres). El mester del antiguo castellano y el francés métier tienen la misma raíz en menester, y están emparentadas también la ya mencionada menestral así como ministro y sus derivadas.
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Adán Pando Moreno
Pero las etimologías no agotan el sentido de las palabras, sólo nos ayudan un poco. La finalidad de aburrir con esta disquisición etimológica no es otra sino la de poner de relieve los tres ejes semánticos que atraviesan las dos acepciones comunes y nos permitirán recomponer la noción. Esos tres ejes son: a) Como un modo de vida. Un modo de ganarse la vida pero no sólo eso: un modo de vida. Desde este ángulo, es un término que denota una actividad, práctica e intelectual, pero que no puede quedar comprendida completamente en nociones como la de profesión. b) Como métier que remite, como quedó dicho, a un modus operandi. c) Como una dimensión ética. Junto con un examen sucinto de estos tres ejes semánticos convendrá ir deslindando el oficio de otras nociones que rondan la misma constelación y que a veces se toman por sinónimas pero que no lo son. En particular, oficio suele ser confundido con (1) un tipo de actividad y labor manual; (2) un aprendizaje demasiado generalizado que no especifica lo que tiene de propio el oficio (carrera, profesión, disciplina); (3) la técnica. Veamos el primer eje y, desde ya, el primer deslinde. Ligado a una noción laboral, de un cierto trabajo manual, corporal o, al menos, también sensorial y no sólo intelectual. Dos notas de este eje son, una, que oficio no es completamente equiparable con otras nociones afines como profesión, empleo, carrera o cargo; por lo tanto, el término ‘oficio’ nos puede ser de utilidad para distinciones conceptuales más finas. La otra nota, que aunque es una noción ligada a lo laboral tiene que ver con lo artesanal y con el desempeño de un cierto rol. Profesión en tanto declaración, expresión pública, adhesión. Puede haber profesión de un oficio. Pero puede profesarse –falsamente– lo que no se hace y puede hacerse –silentemente– lo que no se profesa. Ahora que profesión entendida como equiparable a estudios técnicos superiores o universitarios significa el reconocimiento y la aceptación ante la gente en general y las autoridades competentes: “Fulano tiene permiso (esto es, licencia, está licenciado) para ejercer tal o cual profe18
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sión”. Uno puede tener un título y no ejercer el oficio correspondiente y puede ejercer el oficio sin título. En algunos casos, como el de las profesiones liberales, el ejercicio de éstas tiene relación directa con una acreditación o permiso oficial para su práctica. Es usual también referirse a los estudios técnicos superiores y universitarios como una carrera. La distinción aquí es temporal. La obtención de un título acredita el permiso de ejercicio; el título y la cédula son la licencia. No concluye ahí la carrera, en realidad, ahí comienza. Ortega y Gasset, en una conferencia universitaria sobre las carreras, razonaba que “carrera” y “oficio” suelen distinguirse porque subyace la idea general de que la sociedad actual distingue entre “hombres de espíritu y hombres de la mano”.4 Carrera es un “concepto sociológico”, sinónimo de “profesión”. No obstante, la distinción no es categórica, reconoce que este es un uso relativamente actual y que ambos, carreras y oficios, son “esquemas sociales de vida” y dice que “para el asunto presente [la elección de carrera] no hay distinción” entre una y otro. Regresaré sobre el carácter manual del oficio más adelante. Por lo pronto hay que conservar esa idea de “esquema social de vida”. Al inicio casi de su conferencia Ortega y Gasset formula una profunda pregunta antropológica: “¿Ser albañil es ser hombre, como lo es ser poeta o ser político o ser filósofo?”.5 La concatenación entre el ser y el hacer y su mutua determinación excede los límites de este ensayo pero al final del mismo nos encontraremos con otra entrada que nos conduce al mismo sitio. Según el pensador español, los individuos eligen según su vocación y de manera más o menos libre entre un elenco de carreras que ya está ahí. Estas carreras no coinciden exactamente con lo que tiene que ser nuestra vida: incluye cosas que no nos interesan y deja fuera otras que sí.6 De hecho, la carrera “es una realidad social, una necesidad del cuerpo colectivo que exige ciertas funciones”.7 Así, desde este punto de vista, carrera y profesión no son contradictorias con el oficio –son “esquemas sociales de vida”– pero su concepto se inclina más al punto de contacto con lo institucional: en sus 19
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estudios, en su acreditación, en su ejercicio, en su reconocimiento, en la satisfacción de necesidades sociales, etcétera. De cierta forma, la carrera está ahí para que la realice el individuo, no brota de él, y esa es la distancia entre la carrera y la vocación. Ahora, segunda nota, es de destacarse la relación que la noción de oficio –sobre todo desde su acepción restringida– tiene con la labor que hoy en día llamamos artesanal, trabajo también manual pero al que se le reconoce que está más allá del puro esfuerzo muscular. Lo artesanal remite al arte, emparenta con la hechura de trabajo minucioso, que usa las manos y los sentidos de una manera peculiar. Su producto es una obra singular, con intencionalidad útil y estética al mismo tiempo; es singular porque el artesano puede hacer muchas piezas muy semejantes entre sí pero no resultarán nunca tan iguales como para confundirse, están hechas individualmente casi siempre de principio a fin y no en serie. Lo cual nos descubre otra característica del proceso: el artesano realiza la obra en su totalidad, no hace partes ni componentes de un objeto que no verá terminado; en ocasiones, puede haber oficios artesanales complementarios (ellos tejen los cotones y ellas los bordan, por ejemplo) pero siempre un artesano hace una obra que por sí misma puede ser reconocida como completa en su momento. Y si acabo de decir “en su momento” es porque la obra tiene su tempo; la obra puede ser completa pero nunca acabada. La completud, la redondez de la obra artesanal engendra, simultánea e inexorablemente, un abanico de variantes potenciales por explorar, de vías alternativas de soluciones a las disyuntivas prácticas que se presentaron, nuevos e inagotables puntos de perfeccionamiento, introducción de otras técnicas y, claro está, el inicio de un nuevo ciclo de tanteos, titubeos, zigzags y todo un prometedor mundo de errores por descubrir. Para la obra, su perentoria completud presente es la sublimación de las variantes pasadas y el anuncio del replanteamiento integral de sí misma en tanto obra. Para lo que hoy llamamos arte, vale decir bellas artes, este proceso es una parte inherente de la creación y percepción estética, cuyas fronteras sólo son, quizá, las de la materia bruta; pero en la artesanía y el oficio 20
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el límite está puesto por un doble juego: el de la estética y la materia y el del valor de uso. Sin embargo, a diferencia de las labores artesanales, hay oficios o trabajos dentro de cada oficio que no se resuelven en obras o, al menos, no en obras cristalizadas. Cuando realiza obras, es válido todo lo dicho para la artesanía; mas el oficio se complace tanto en el proceso como en el resultado, incluso cuando no hay una obra. El oficio no es ajeno, pues, al quehacer práctico, manual; si se quiere, este practicismo le es consustancial, pero también le es característico que no se agota ahí. Está presente, pero no es el todo. Del mismo modo que el practicismo se encuentra siempre un componente creativo, absolutamente individual. Esta arista artesanal del oficio nos permite pasar al segundo eje semántico: el oficio como métier. En este eje, oficio incluye una específica forma de hacer que requiere de un aprendizaje igualmente específico. Esta forma de hacer sigue algunos procedimientos generales pero deja margen al sello personal de quien lo hace. De modo lato podría pensarse en una técnica pero, como se dijo, tenemos el propósito particular de discernir ‘oficio’ de ‘técnica’. Lo que hoy entendemos por técnica es un sistema de procedimientos estandarizados, controlables y controlados, mesurables mediante indicadores objetivos, que arrojan –o se presume que arrojarán– un resultado predecible al cien por ciento o casi; dicho resultado también es estandarizado y no depende de quién aplique la técnica. Por lo general, se supone la aplicación de un conocimiento científico o experimental; técnica y método científico han sido asociados, la primera para resultados prácticos, el segundo para el conocimiento. El término ‘técnica’ contemporáneo tiene un olor a mecánico o incluso a automático. Pero la técnica es más que procedimientos: en la actualidad constituye una ratio instrumental.8 Aristóteles identifica, para comenzar, el hábito productivo acompañado de razón con el ars (tejné).9 En la época actual no lo entendemos así: en el ars es posible reconocer tanto técnica como oficio, pero tam21
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bién en el ejercicio de profesiones científicas, ingenieriles, etcétera. El oficio posee una doble cara, una que tiende a la especialización en el oficio y otra que, a partir de ello, abre un ángulo de visión general. El médico, por ejemplo, requiere los conocimientos de las ciencias anatómicas, fisiológicas, farmacológicas, etc.; requiere, además, la técnica quirúrgica. Pero un buen médico tiene lo que denominamos ojo clínico. No hay ni puede haber ninguna materia en la carrera de medicina sobre cómo adquirir el ojo clínico ni hay manuales ni tratados. El ojo clínico sólo se puede adquirir con experiencia o, mejor dicho, como una experiencia. Las vivencias que llevan a su adquisición deben cobrar el carácter de experiencia para el individuo, hay que experienciarlo –per donando la palabra– para adquirirlo. Esa experiencia particular es la clave analógica para poder comprender las experiencias de otros oficios. En razón de esta potencialidad analógica de la experiencia de un oficio, la práctica de todo oficio puede proporcionar, a quien así lo quiere, una visión universal. Contamos con un extenso repertorio de dichos y refranes provenientes de las más diversas profesiones que sabemos extrapolar a situaciones fuera del oficio, sobre todo, a la vida cotidiana. Desde “el buen juez por su casa empieza” hasta “en casa del herrero cuchillo de palo”, aunque puede ocurrir que “como en casa del jabonero, el que no cae resbala” o “al mejor cazador se le va la liebre”. Si bien siempre “la práctica hace al maestro”. El practicante de un oficio requiere eso que Pascal llama el espíritu de finura, esa destreza para saber evaluar la singularidad de un caso con un coup d’œil. Y, como ya fue mencionado, una peculiaridad del ejercicio del oficio es no haber perdido su relación con los sentidos, al contrario de lo que entendemos por técnica que se separa de ellos en su necesidad de poder ser aplicada por igual por cualquier persona; en la técnica suele ocurrir que los sentidos están intermediados por instrumentos especiales, extrañas prótesis que por una parte amplían la potencia de nuestros sentidos pero por otra le restan superficie. Entonces, el oficio implica el trato directo y sensorial con el objeto o materia de trabajo. Ya hablamos del ojo clínico, piénsese ahora en 22
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expresiones como ‘tener olfato’ para tal o cual negocio, el individuo en cuestión olerá la oportunidad o sabrá si algo ‘huele mal’; y ¿no es acaso el ‘tacto’ una cualidad favorablemente ponderada, en especial en los diplomáticos? Tener ‘buena mano’ es una habilidad tanto de un jardinero como de un tallador de black jack. La relación entre disciplina y oficio es compleja. Entre disciplina y oficio hay una marcada intersección. Hay analogía porque en ambos se aprende mientras te va enseñando (es decir, el oficio le va enseñando al practicante). Pero una disciplina es más algo de lo que se aprende que algo que se aprende; de una disciplina se aprende y se sigue. Un oficio se ejerce. La disciplina se acerca más a la virtud aristotélica, un hábito práctico acompañado de razón, que al ars. La diferencia en este aspecto es apenas de matiz. Pero quizás encontramos mayor diferencia en la direccionalidad de la disciplina: la disciplina es vertical y unidireccional, viene de arriba y no hay retroalimentación. Entonces, la disciplina parece la etapa primaria de aprendizaje del oficio. Disciplina es la transmisión de información de un maestro a un aprendiz o alumno, por eso las palabras disciplina y discípulo están asociadas. El oficio se logra cuando se ha superado la etapa de disciplina y se es capaz de crear. Ahora bien, afirmé hace unas líneas que la disciplina se acerca a la virtud aristotélica, de seguro es discurso sobre la virtud y, desde el punto de vista de quien la práctica puede ser virtud. Pero no en tanto enseñanza pues no existe la virtus docens. Porque la virtud está concatenada a la voluntad en tanto sólo ésta puede determinar los fines de la acción como se verá párrafos abajo. Para Foucault la disciplina normaliza.10 Normaliza sobre todo en relación con el cuerpo. En última instancia, la disciplina puede modelar o ajustar la voluntad (doblegarla o aniquilarla en los peores casos) pero no puede ponerla del lado de la razón por sí misma. Hay, pues, una diferencia entre la normalización coercitiva de la disciplina y la normalización epitáctica del oficio.11 Y esto da pie para otra distinción contrastante entre la técnica y el oficio, la técnica se enseña y se aprende, mientras el oficio se aprende 23
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pero no se puede enseñar. La disciplina, en este sentido, está del lado de la técnica. Claro que el oficio implica técnicas, necesarias mas no suficientes ni distintivas. El oficio se puede identificar con el criterio de un quehacer, es un know how, un savoir faire. De alguien que ejecuta impecablemente un instrumento musical decimos que lo hace con ‘virtuosismo’. De alguien que demuestra maestría en una materia decimos que ‘tiene oficio’. En el aprendizaje de un oficio, tanto como en la transmisión, hay un discurso y un léxico propio. El aprendiz aprende, sobre todo, imitando al maestro, con ejemplos y casos, por ensayo y error; está inmerso en un universo discursivo de términos particulares (una jerga) y tratando de encontrarle sentido a un conjunto de máximas, apotegmas, ilustraciones verbales, refranes, anécdotas del maestro, moralejas, dichos y “asegunes”, y toda la gama de casos que comprende la paremiología. Conjunto, pues, que va conformando lo que se llama las “reglas de oro” de todo oficio pero que queda siempre en la frontera de las endoxas, queda siempre en un corpus a medio constituir, nunca un sistema. Es el ambiente discursivo inseparable de la práctica misma del oficio. Sin duda, la transmisión del oficio es tradicional, es, literalmente, una traditio, una transmisión desde una autoridad y, por ello, de alguien vinculado al origen. Oficio y tradición se asimilan no paralelamente sino conjuntamente. Conviene que nos detengamos un momento en la cuestión de la virtud y episteme. Para Aristóteles, la división de las virtudes del alma se da entre éticas, o del carácter, e intelectuales o dianoéticas, o de la inteligencia.12 Cabe preguntarse, en primer término, si la adquisición de un oficio es un asunto de carácter o de inteligencia. Si fuese el primer caso, del carácter, el ethos se referiría a la voluntad. Habría entonces que dirimir si la voluntad es innata o se puede formar o qué parte corresponde a cada una. Después, si la voluntad es siempre una y la misma o se reconoce como una especie de núcleo (disposición o hexis) pero que puede tener oscilaciones (estado o diatesis).13 “La voluntad es del fin –dice Aristóteles–; la elección de los medios”.14 24
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Ahora bien, en el caso de que fuera una virtud intelectiva, las dos partes de la razón eran, la una, epistémica, que se ocupa de aquellas cosas que no pueden ser de otra manera (esto es, lo necesario y lo apodíctico); la otra, deliberativa y calculadora (suputativa), que se ocupa de aquello que puede ser de una u otra forma. Si el oficio no es una ciencia, no puede ser de la primera razón. Se ofrecen varias vías para concebir de qué razón es que se acompaña este arte. La primera posibilidad es que el conocimiento implícito en el oficio es de carácter retórico, una combinación entre una buena deliberación y cálculo, “conjeturas felices” e intuición.15 Otra posibilidad es entender el conocimiento puesto en juego en el oficio como mimético, un conocimiento propio de la tejné poiética, un saber emic, desde el interior del quehacer y al mismo tiempo desde el interior de la persona. El oficio no es únicamente una virtud ética ni una virtud intelectiva sino una conjunción de ambas, según Aristóteles: “De ahí que sin intelecto y sin reflexión y sin disposición ética no haya elección, pues el bien obrar y su contrario no pueden existir sin reflexión y carácter”.16 Podría incluso pensarse en el oficio como una especie de frónesis aplicada a una actividad particular. Por supuesto que un oficio conlleva la sabiduría práctica de la frónesis pero en la medida en que esto que llamamos oficio está ligado a un fin distinto de sí mismo, sería, según la clasificación aristotélica, un hábito productivo acompañado de razón, y no un hábito práctico pues su fin es la operación, la buena acción misma, tal la prudencia, la frónesis. Aunque están emparentados, el oficio sigue estando más cerca de tejné (hábito productivo acompañado de razón) que de frónesis (hábito práctico). El tercer y último eje semántico se relaciona con la índole moral del oficio, el oficio como deber, servicio, obligación. Dice Cicerón: Hay todavía otra división del deber, porque se habla del deber “medio” y del deber “perfecto”. Creo que el deber perfecto podemos llamarlo “recto en sí”, puesto que los griegos lo llaman katórzoma, y este deber común, officium, lo llaman kazékon. Los definen diciendo que el deber “recto” en sí, es absoluto; el deber “medio” dicen que se cumple por una razón plausible.17
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He aquí el punto de partida y la nota distintiva de la ética del decet de Cicerón. Ética del decet es de difícil traducción, ha sido traducido como ética de la decencia –pero en la época actual eso tendría una connotación moralina y más referida al pudor–, de la honestidad –pero ese sería uno de los criterios de Cicerón a tomar en cuenta, es más una parte que el nombre del todo–, de los buenos modales o del decoro –definición cierta pero demasiado superficial–, de conveniencia –que en sentido etimológico sería muy aproximada, es lo que con-viene, que atañe o viene al caso, traducción que en francés hace la idea pero que en su acepción contemporánea suena horrible en español–. Por estas dificultades he decidido dejarlo en su original. La ética del decet no es una deóntica, no procura normas universales para cualquier situación, no hay valores absolutos, no hay Tablas de la Ley. Es una ética circunstanciada y de pensamiento aspectal (según el atinado neologismo de C. Pereda),18 en cierto sentido es una ética casuística, prudencial. Pero tampoco se piense que la ética del decet es crudamente pragmática o un “todo se vale” (y la declaración de eclecticismo del mismo Cicerón no es óbice para ello); hay ejes claros de discernimiento ético: hay virtudes y vicios, lo útil y lo honesto, lo público y lo privado, dónde se conjugan estos ejes y dónde puede haber conflicto entre ellos. Uno de los rasgos más importantes de la ética del decet es el cálculo de los deberes: qué se debe, a quién, en qué modo y cantidad. Cicerón es explícito sobre este cálculo ético: “...y hay que conseguir hábito y experiencia para llegar a ser buenos calculadores de los deberes, y sumando y restando tendremos el saldo del deber que nos obliga con cada uno”.19 Si comprendemos el oficio desde los dos ejes semánticos ya mencionados, esto es como modo de vida y como modus operandi, se puede ver mejor la congruencia de la ética del decet. El oficio es la conjunción de virtudes éticas e intelectivas, de voluntad y razón en cada acción del oficio, es una proairésis específica que no puede separar estas dos dimensiones.
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Señala la investigadora Auvray-Assayas: “L’étique du decet comme celle du munus humanum est un’éthique de l’officium, de l’accomplissement de soi dans l’exercice de la fonction qu’on a choisi d’assumer”.20 Es desde esta cita que podríamos volver a aquel aserto de Ortega y Gasset sobre el ser del albañil y el del poeta, pero esa vuelta tendrá que esperar otra ocasión.
*** Hoy en día estamos inmersos en una paradoja educativa: por una parte, se ofrecen y se piden cursos para cualquier aspecto de la vida, tal parece que todo debiera y pudiera ser enseñado a través de cursos, en escuelas físicas o en programas virtuales. Lo que antes eran saberes del arte de vivir (sobre todo del buen vivir) y que se adquirían con la experiencia del mundo ahora tiene que acreditarse con un diploma: apreciar un vino o una comida, conseguir pareja o separarse de ella, afrontar las alegrías y disfrutar las tristezas… Tenga usted cuidado: no tomar un curso antes puede ser penado con tener que tomar terapia después. Pero, por otra parte, la educación escolar se abarata continuamente. Se exigen cada vez más altos grados pero estos grados cuestan cada vez menos esfuerzo. Hay licenciaturas de casi cualquier cosa y su duración tiende a reducirse tanto como los requisitos de titulación a bajar. Pues bien, creo que el concepto de oficio puede sernos de gran ayuda para navegar entre las corrientes de esta paradoja, en particular en el triángulo que se forma entre educación, filosofía y oficio. Hay que subrayar en primer término y con un carácter más bien ambiental que las carreras o profesiones universitarias no son excluyentes del oficio. Se puede aducir como indicio los títulos de obras en que ambas esferas se interrelacionan al margen del contenido concreto de cada texto. Ejemplos: de Pierre Bourdieu, El oficio de sociólogo; de Marc Augé, El oficio de antropólogo; y de Louis Pinto, La vocation et le métier de philosophe. Pour une sociologie de la philosophie dans le France contemporaine.21 27
Adán Pando Moreno
Ahora, de un modo puntual, aunque sucinto, veamos tres focos –entre varios posibles– de este triángulo. El primer foco será el relativo al modo de vida. De un lado, muchas posturas que quieren hacer de la filosofía un modo de vida la conciben como una disciplina, esto es según lo dicho una normalización; probablemente de suma virtud pero disciplina al cabo. Primero, deben reducir todas las filosofías a una, es decir, deben dejar en singular y en enálage (por cierto, figura retórica socorrida por Platón, o sea la Filosofía) lo que es plural y concreto (es decir, las filosofías). Enseguida, deben hacer del filósofo el ejecutor apodíctico de la disciplina: el filósofo es así una especie de extensión somática de la Filosofía. En esta línea es fácil reconocer el ideal helenístico del sabio, esa peculiar amalgama del sabio estoico y epicúreo. Pero también es posible reconocer las filosofías que creen ser alfa y omega de todo pensamiento, ya sea un tomismo mal entendido o un marxismo dogmático. Del otro lado, las posiciones de quienes ven en la filosofía sólo un conjunto de teorías generales no crean ninguna obligación ni, casi diría, ningún vínculo. Conservan la diversidad y pueden dar cuenta del mundo o, sencillamente, conformarse con ser ideas que dan cuenta de ideas. Se puede hacer cualquier acto circense intelectual sin red protectora. Es sólo philosophia docens. En el peor de los casos es la “ordenada rememoración de sus muertos” (J. Nuño). Concebir el quehacer del filósofo en relación con el oficio es muy diferente. Para comenzar, se pueden tener varios oficios. En las sociedades en las cuales la división estamental es más nítida, el individuo quedaba indisolublemente vinculado a un oficio (el oficio al gremio y el gremio a la cofradía). Más aún, el oficio era heredado familiarmente, el individuo no tenía casi posibilidades de elección. En la actualidad no es así, en las sociedades modernas, llamadas a veces sociedades complejas, el individuo cumple múltiples roles en distintos ámbitos sociales, somos poliédricos, y podemos aprender y ejercer varios oficios (los oficios mismos se recombinan y, como ya quedó dicho, un oficio puede recurrir a distintas técnicas). De hecho, el filósofo seguramente tendrá varios 28
Los oficios del filosófo
oficios: docente, investigador, escritor, asesor (pero no “comentarista en los medios”, lo cual podría ser un empleo pero no tiene visos de ser un oficio). Los oficios ya no son tampoco una cuestión de transmisión unipersonal aunque ésta sigue jugando un papel importante. La cuestión de la philosophia docens sirve de puente para pasar a un segundo foco. Sabemos ya que puede haber philosophia docens pero sólo hay virtus utens. La virtud no se enseña. Si la enseñanza de la filosofía no pretende ir más allá de la historia de la ideas, basta la philosophia docens; pero si se piensa en una filosofía práctica (ética, filosofía social y política, filosofía para la vida, incluso aplicada, entre otras), la philosophia docens siempre queda en déficit. Acaba siendo, como decía Ortega y Gasset, una carrera: incluye cosas que no nos interesan y dejan de lado otras que sí. Sin embargo, una facultad de filosofía no es ni tiene por qué ser sólo una carrera de filosofía. En el ámbito social denominado generalmente escuela existen “espacios” (áulico, no áulico) y “secuencias” (curricular, extracurricular) cuya combinación da lugar a cuatro cuadrantes: lo áulico curricular (como ejemplo en nuestro medio, las clases), lo áulico extracurricular (la discusión amplia en clase, las notas), lo extraáulico curricular (la tutorías; investigaciones, lecturas), y lo extraáulico extracurricular (el pasillo, la cafetería, la vida universitaria). Sólo la comprensión conjunta –aunque la expresión es casi un pleonasmo– de estos ámbitos permite jugar con los momentos de, uno, integración y, otro, libre elección entre los “esquemas de vida”. Los varios oficios que habrá de aprender el filósofo no se aprenderán sólo en las clases en las aulas: se aprenden en el combinando y contrastando el aula y el pasillo, la cafetería y la biblioteca. La carrera de filosofía habrá de ser, claro está, la columna curricular y áulica pero el oficio se extiende atmosféricamente a los cuatro cuadrantes. Las tendencias pedagógicas en boga dicen que la educación debe centrase en el aprendizaje pero las escuelas siguen centrando sus planes de estudio en la enseñanza, en el ámbito áulico curricular que es el ámbito de la docens por excelencia. La idea de la educación centrada en el apren29
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dizaje puede servir de antídoto ante una educación tradicionalista pero llevada al extremo es absurda. Primero, porque no puede haber educación sin aprendizaje: es en la escuela en donde aprendemos a copiarle al compañero, aprendemos a darle gusto al profesor y hacerle la barba para pasar, etcétera. La cuestión no es que no haya aprendizajes sino cuáles son éstos. Podemos aprender a repudiar la carrera o a decepcionarnos de los profesores, el problema es cuando el currículo oculto ocupa el lugar de los aprendizajes necesarios para la vida por encima de las enseñanzas del ámbito curricular. En segundo lugar, más absurdo aún si se pretende que los aprendizajes sean una especie de recapitulación filogénetica de lo que la especie ha adquirido –como se presenta en la peor versión de la formación por competencias, asunto cuyo análisis pormenorizado habré de diferir por razones de espacio–, es negarle a la escuela una de sus principales funciones históricas: la de condensar el conocimiento, tamizarlo, compactarlo, precisamente para que la especie no tenga que repetir el mismo camino cada vez. Si se quiere dar lugar al aprendizaje hay que integrar los cuatro cuadrantes y tiene que haber congruencia entre la “enseñanza” y los “aprendizajes”. Y de aquí a un brevísimo comentario sobre el tercer foco. Comencé estas notas hablando de la constatación de preguntas y preocupaciones frecuentes entre filósofos jóvenes o estudiantes de filosofía. Varias de ellas pueden ser agrupadas bajo el título general de la relación entre ethos y logos (cuestión que puede manifestarse también como el de la relación teoría-práctica): ¿la filosofía debe llevarse a la práctica? ¿El filósofo debe practicar lo que dice? ¿Debe, incluso, declarar lo que practica? ¿Debe creer en lo que enseña? Como cuando se habla de la congruencia de una persona entre su discurso y su práctica. Desde el enfoque adoptado, es evidentemente imposible hacer afirmaciones universales sobre este punto. No es posible emitir un juicio en abstracto. Pero en el campo del oficio sí que es posible. De modo aporético resulta que a una pregunta tan filosófica no cabe una respuesta desde la “filosofía pura” sino que, dado que la pregunta es sobre el quehacer del filósofo, la respuesta tiene que presentarse en esa escala. 30