A Francesc Roig Y a Elsa Bornermann (mis amigos del País del Nunca Jamás)
I. Cielito decide realizar su primer viaje En un gallinero, junto a las vías del ferrocarril, vivía un pollo al que su dueño llamaba Cielito. Lo llamaba así, tal vez, porque siempre “andaba en las nubes”. Tenía el cuello más largo que todos los pollos y las gallinas del mundo entero. Caminaba siempre mirando hacia arriba, como con ganas de echarse a volar por los aires. Aparte de tener el cuello demasiado largo, Cielito era increíblemente delgado. Esto de ser increíblemente delgado no significaba una desventaja, todo lo contrario, pues los pollos que engordan, a la larga, terminan dentro de una olla o en el horno. Delgado como era, no corría este peligro. Cuando sus compañeros del gallinero se lanzaban hacia el plato de la comida, Cielito, en un rincón, pegado al alambrado, soñaba con viajes imposibles de realizar. ¿Imposibles? . . . No tanto, porque justo al lado del gallinero estaban las vías del ferrocarril. SI bien no tenía alas lo suficientemente grandes como para volar, podía en cambio dar algunos saltos. Podía, por ejemplo, saltar hasta la parte más elevada del alambrado y, en el instante en que pasara el tren, dar otro salto más hasta caer sobre el techo de un vagón. Su deseo de aventuras fue creciendo y creciendo hasta que una mañana de verano, muy pero muy temprano, Cielito se decidió a realizar su primer viaje. EL gallo más viejo todavía no había soltado su insoportable canto despertador y el sol apenas asomaba se anaranjada cabellera. Sin que nadie lo notara, Cielito saltó hasta lo alto del alambrado. Allí se quedó esperando ansiosamente el primer tren. Y el tren no se hizo esperar mucho tiempo; cuando Cielito lo vio aparecer en la distancia, empezó a agitar sus alas injustamente cortas, loco de contento. -¡Ya se acerca la máquina! –exclamó para sí-, saltaré después de contar hasta tres:… uno dos… y … ¡tres!... Pero no se animó a saltar. Rápidamente se dijo: - no he saltado sobre la máquina, pero saltaré sobre el primer vagón. Uno… dos… ¡tres!... Siguió sin animarse. - Seguramente será mejor saltar sobre el segundo vagón. Aquí está, uno… dos… y… ¡tres!... Tampoco se atrevió. Y el segundo vagón pasó ante su pico abierto.
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Dicen que se viaja mejor en el tercero –comentó para darse animo-. Ahora sí, uno… dos… y…¡tres!... Se le fue el tercer vagón sin que se atreviera a saltar. -¡Qué me importa que digan que se viaja mejor en el tercero –se dijo a sí mismo-, yo quiero ser personal!, saltaré sobre el cuarto. Ya, uno…dos…y … ¡tres!... Tampoco se atrevió, y el cuarto vagón pasó de largo. -En realidad –volvió a hablar consigo mismo Cielito-, para hacer viajes largos no hay como el quinto vagón, es el más cómodo de todos. Sobre ese iré, uno… dos… y … ¡tres!... Pero se quedó aferrado al alambre una vez más. Miró a las nubes y les dijo en su idioma gallinero: -No crean que tengo miedo. No confundan inexperiencia con cobardía. Nunca he salido de viaje, es natural que me cueste decidirme. Si fuera de aire, como vosotras, no tendría problemas porque el viento me llevaría de un lado para otro. SI tuviese grandes alas me iría volando. Y si tuviese pies y manos, tomaría el tren en la estación. Mientras cielito hablaba enfadado con las nubes, pasaron ante su pico el sexto, el séptimo y el octavo vagón. Quedaba nada más que el noveno. Y éste era el último. Respiró profundamente, agitó sus pequeñas alas lo más que pudo, encomendó su alma al dios de los pollos, cerró los ojos y … saltó. Justo cuando terminaba de pasar todo el tren. Se salvó de caerse a las vías porque una larga caña de pescar, que asomaba de la última ventanilla, le sirvió para agarrarse. No había logrado el sitio más cómodo, pero por lo menos ya estaba viajando. II. Los amigos se entienden aunque hablen idiomas diferentes Lleva más de media hora de viaje afuera del tren cuando oyó la voz de un pasajero: - ¡Miren qué extraño pajarraco se ha posado sobre mi caña de pescar! Cielito, indignado, respondió en su idioma gallinero: - ¡No soy un pajarraco!, soy un pollo. Otro pasajero, que por supuesto no había entendido las palabras de Cielito, comentó: -Debe de ser un aguilucho al que le cortaron las alas. Cielito, más indignado todavía, chilló: - ¡No soy un aguilucho! Y si lo fuese no habría permitido que nadie me cortase las alas. Soy un pollo, eso es todo. Otro pasajero, muy desagradable, exclamó: - ¡Qué feo es! Cielito pensó en decirle: “¿Y usted quién se cree que es?, ¿el príncipe valiente?” Pero no se lo dijo, porque ninguno comprendía su lenguaje y, además, porque él sabía que era feo. Para consolarse, dijo al viento: - Es cierto, soy feo, pero tengo dentro de mí los sueños más hermosos. Otro pasajero gritó como si hubiese descubierto un cofre lleno de oro y piedras preciosas: - ¡Ya sé qué bicho es!, ¡ya sé qué bicho es! - ¡Pues dígalo de una buena vez! –dijo otro. - ¡Es un pichón de cigüeña!
Cielito comentó para sí: “¿Esta gente pensará pasar el resto del viaje tratando de adivinar qué animal soy? Harían mejor dejándome entrar al vagón y ofreciéndome un poco de agua”. Ni bien terminó de picotear este pensamiento, escuchó algo que le alegró el corazón. Un niño, que hasta ese momento no se había enterado muy bien de qué hablaban los demás, dijo mirándolo con ternura: - Señores, ése es un pollo. Es feo, es cierto, pero seguramente tiene sueños hermosos. Abriré más la ventanilla para que entre, y le daré un poco de agua. Cielito se dijo a sí mismo: “¡Qué maravilloso!, parece un caso de telepatía, como si me hubiese leído el pensamiento”. Al rato estaba bebiendo agua en un vaso de plástico, mientras tanto, el niño que lo había hecho entrar le acariciaba el plumaje. Por suerte los otros pasajeros se olvidaron de él. Cielito pensó: ¡¿Será esto la amistad? Si es esto, me gustaría saber cómo se llama mi amigo”. -¡¿Qué hacés con ese pajarraco, Federico?! Esta vez, a Cielito no le importó que le dijeran “pajarraco”, se quedó repitiendo en idioma gallinero: - Federico, Federico… Después exclamó en un redoble, como el del gallo de su ya lejano hogar: - ¡Qué emoción, tengo un amigo y además sé cómo se llama! Pero en seguida se lamentó: “¡qué lastima que no esté aquí el dueño de mi gallinero! Si apareciese y me llamara, Federico se enteraría también mi nombre”. Ya estaba demasiado lejos de su gallinero como para que pudiera aparecer el dueño. El tren había recorrido cientos de kilómetros. Entonces sucedió algo extrañísimo. Una de esas coincidencias que solo suceden cuando se tiene un amigo de verdad. Lo que pasó fue que… Federico lo tomó entre sus manos, lo alzó hasta la altura de sus ojos para mirarlo bien, y le dijo: - Ya que has caído del cielo al tren, te llamaré Cielito. Cielito se sacudió como si estuviese en una montañita de tierra suave. Luego de semejante alegría se quedó dormido en el calor de las manos de Federico, quien también se había dormido recostado en su asiento. La madre del niño observó a los dos durmiendo juntos y le pareció que, en realidad, ese pajarraco era bastante simpático. Había transcurrido la mitad de la tarde cuando el tren se detuvo. Los pasajeros descendieron cargados de bolsos, maletas, parasoles y otros elementos de playa. Era gente que estaba de vacaciones, y la estación se llamaba Mar de los Pepinos. Federico llevaba en una mano su tabla de surf y en la otra, apretándolo contra su pecho, a Cielito. Pero al llegar al hotel sucedió algo terrible. Un cartel en la puerta del edificio tenía escrita la siguiente frase: PROHIBIDO ENTRAR CON ANIMALES De nada sirvieron las quejas. Los amigos debieron separarse. La despedida fue triste, como lo son las despedidas de dos que se comprendieron y se quisieron durante siete horas en un tren.
Federico alzó nuevamente a Cielito hasta la altura de sus ojos y con profundísima pena le dijo: - ¡Qué lástima que no entiendas! Y Cielito dijo suspirando: - ¡Qué lastima que no entienda que lo entiendo! El hotel daba frente a una ancha playa llena de gaviotas. Cielito se revolcó sobre la arena y anduvo a los saltos, esquivando la espuma de las olas que llegaba y desaparecía misteriosamente. Pronto sintió sabor a sal en su pico y no le gustó nada. Hubiese preferido que el aire tuviese sabor a maíz. O por lo menos a pepinos, ya que el lugar se llamaba Mar de los Pepinos. Se unió a un grupo de gaviotas que picoteaban pescaditos en la playa. Por un momento se sintió semejante a ellas, y hasta creyó que él también era una gaviota. Ya ni se acordaba del gallinero. Estas nuevas amigas parecían tan felices y libres que se enamoró de ellas y de su libertad. Pero de pronto aconteció algo inesperado. Apareció, corriendo por la arena, un enorme perro negro. En cuanto lo vieron aproximarse, las gaviotas se lanzaron al vuelo sobre el mar. Cobraron altura y desaparecieron. Cielito dio un salto y agitó vanamente sus alas hasta caer de pico en el agua. El frío le recordó que era un pollo y no una gaviota. Desilusionado, al convencerse de que le era imposible alzar vuelo, se echó a correr. Corrió en dirección contraria al mar, buscando un sitio donde ponerse a salvo. Sus esfuerzos parecían inútiles, la playa era larguísima. El perro lo perseguía con intenciones nada buenas, y corría más rápido que él. Cielito ya estaba muy cansado, se le enredaban las dos patas y se iba de pico al suelo. En una de sus caídas el perro alcanzó a morderle las plumas de la cola. Cielito volvió a tomar carrera en un último esfuerzo para intentar escaparse de su terrible enemigo. Ya no podía más. Sus delgados músculos no le respondían. Comprendió que debía resignarse y se resignó a morir. Cerró los ojos y se echó sobre la arena temblando de miedo a que el perro se lo comiera. Era un montón de plumas temblorosas. Pasó un segundo… y nada. Pasó un rato más… y nada. Nadie se lo comía. Todavía temblando abrió sus redondos ojitos y vio dos pies humanos. Alzó la vista y comprobó que a esos pies les seguían dos piernas y un short y un cuerpo y un cuello y arriba de ese cuello… la cara sonriente de Federico. Entonces miró hacia atrás y vio al perro negro que huía espantado. Federico lo alzó y lo acarició mientras pensaba en voz alta: - El mar no es un buen sitio para un pollo, lo llevaré hasta la estación y lo meteré en un vagón de carga. Tal vez vuelva a encontrar su gallinero. Y así lo hizo. Lo llevó hasta la estación Mar de los Pepinos y en el primer tren de carga lo acomodó entre unas cajas de cartón. A su lado puso dos latas: una con agua y otra con dulces granos de maíz. Cielito, en su idioma gallinero, dijo: - ¡Qué lástima que no puedas entender lo agradecido que te estoy! Y Federico respondió:
- Estoy seguro de que tu quiri qui qui significa “gracias”. Y después de acariciarlo por última vez, agregó: - Te deseo un hermoso viaje. Entonces Cielito chilló loco de contento: - ¡Quiri qui quiiiii! El tren había comenzado a andar lentamente. Otra vez de viaje. Cielito miraba extrañado el paisaje preguntándose hacia dónde lo llevaría ese tren. No tardó demasiado en saberlo. Poco a poco el paisaje empezó a resultarle conocido, hasta que vio, para su total alegría, el alambrado del gallinero. Recobró súbitamente todas sus fuerzas y saltó. Quedó tambaleándose unos instantes sobre el alambre hasta que pudo tranquilizarse y hacer equilibrio. Entonces volvió a saltar; esta vez cayó sobre la tierra húmeda y pisoteada de su hogar-gallinero. Cielito miró desde el suelo al tren que se alejaba y se prometió a sí mismo que nunca más se iría de viaje. III. Cielito, héroe del ferrocarril Cierta mañana, Cielito, desde lo alto del alambrado miraba pasar las nubes. No sólo las miraba, también les decía cosas en su idioma gallinero. Les decía, entre otras cosas: - ¡Qué dichosas son ustedes! El viento las hace pasear por todas partes. Los perros las persiguen, pero no las alcanzan nunca. La gente no las confunde con aguiluchos ni con pichones de cigüeñas. Nadie se fija si son bonitas o feas, gordas o delgadas. Van por el mundo entero sin problemas. Después se quedaba en silencio, mirando el lejano horizonte, porque las nubes pasaban sobre su cabeza sin fijarse en él, sin escucharlo. Se imaginó a sí mismo con enormes alas blancas, como un pollo-ángel. Cerró sus pequeños ojos y creyó que se hallaba volando sobre las montañas nevadas y sobre el mar de espumas misteriosas. Quizá fue por tener la cabeza llena de estos alados pensamientos que, sin dudarlo un segundo, cuando pasó el primer tren se arrojó sobre la locomotora. Sus compañeros del gallinero lo vieron desaparecer con el tren. Algunos dijeron en el idioma de los polos criticones: - ¡Este ya no cambia más! Y continuaron comiendo maíz con los dos pies sobre la tierra segura y conocida. Pero allá iba Cielito rumbo a quién sabe dónde. Viajaba sentado a la intemperie, entre la máquina y el primer vagón. Le gustaba ese sitio, porque desde ahí escuchaba las canciones que cantaban unos excursionistas. Eran muchísimos: tres vagones llenos de excursionistas que volvían de un campamento. Ya llevaba una hora de viaje cuando a Cielito se le ocurrió trepar hasta el techo de la máquina. Allí se encontraba, gozando de la brisa y del sol, cuando vio algo que no podía ni quería creer; pero que era absolutamente verdadero: de frente venía…
… ¡Otro tren! Sí, y … ¡Por la misma vía! Entonces avanzó dando rápidos y firmes saltos hacía adelante para asomarse a la cabina. Lo que vio esta vez lo aterrorizó por completo: el maquinista se había quedado dormido. Cielito pensó que ése era su último día de vida, y se lamentó por haber salido del gallinero. Del perro negro lo había salvado Federico, pero aquí no había nadie para impedir esa catástrofe. Estaba absolutamente solo ante el destino. El tren que venía de frente iba a estrellarse con el de los excursionistas si alguien no frenaba a tiempo las dos locomotoras. Y nadie aparecía. Solamente él sabía que el conductor estaba dormido. Los excursionistas seguían cantándole al amor sin enterarse de nada. El otro tren estaba deteniéndose, pero el de Cielito continuaba a toda marcha. Cielito pensó en voz alta: -¡Ay!, si supiera dónde está el freno y si tuviese manos podría evitar este desastroso accidente. Pero no sé dónde está el freno, y tampoco tengo manos… E inmediatamente se dijo: - No tengo manos, ¡pero tengo un pico! Saltó velozmente al interior de la cabina y empezó a picotear el hombro del maquinista dormido hasta que lo despertó. El conductor consiguió detener su tren a tiempo, y como el otro también había frenado, no hubo ningún choque. Las maquinas quedaron justo justo una frente a la otra, como queriendo darse un beso ferroviario. Choque no hubo, pero cabezazos y guitarras que volaron por el aire en los tres vagones de excursionistas. El maquinista miró a Cielito y le habló como si pudiera entenderlo: - cuando sentí tus picotazos, pensé que eras algún ave maligna. Pero cuando vi el accidente que me has ayudados a evitar, pensé que eras un ángel enviado por el cielo. Ahora que te veo bien, noto que no tenés aspecto ni de ángel ni de ave mala. No sé quién sos ni si has comprendido tu maravillosa acción, pero me gustaría que comprendieses esto: creo que sos el ave más hermosa que he visto en mi vida y jamás te olvidaré. Cielito sintió una cosquilla por todo el cuerpo y no pudo contener un alegre y desafinado: - ¡Qui quiri quiiiiii! Después de que fueran hechos los cambios de vías correspondientes, el tren de Cielito, sano y salvo, continuó su viaje. Muchas horas faltaban todavía para llegar a la estación terminal. Y Cielito viajó todo ese tiempo junto al maquinista. Se hicieron grandes amigos. Cuando por fin el tren llegó a destino, los excursionistas no cantaban. Se oía, en cambio, una banda que tocaba desde el andén una marcha triunfal. En la estación, cubierta de banderas, estaban el alcalde de la ciudad, el obispo, el jefe de los ferrocarriles, un grupo de bomberos, otro de policías y una muchacha que agitaba banderines. Cielito pensó: “¡Qué manera tan simpática de recibir a los trenes tienen en esta ciudad!”. Pero después pensó un poco más y comprendió que se trataba de un acto público para celebrar algún acontecimiento especial.
Lo que Cielito no llegó a pensar ni a imaginar era que ese acto había sido organizado para homenajearlo a él. Pero, efectivamente, era así. Cielito fue homenajeado por todo e l pueblo. El obispo lo bendijo. El jefe de ferrocarriles lo palmeó como a un viejo amigo. El alcalde lo condecoró con un collar hecho con granos de maíz. Los excursionistas entonaron, acompañados por la banda, una canción que decía así: “Porque es un pollo muy bueno porque es un pollo muy bueno, porque es un pollo muy bueno… y nadie lo puede negar, y nadie lo puede negar, ¡y nadie lo puede negar!” Después, en un vagón privado, solo para él, con camareros que iban y venían trayéndole agua y maíz triturado, l lo llevaron hasta su gallinero. Los demás pollos no entendieron nada cuando vieron detenerse el tren en medio de las vías justo frente a sus picos. Y cuando Cielito bajó por un palo alfombrado de rojo, entre los aplausos y los saludos de los ferroviarios, no lo pudieron creer. Dos gallinas se desmayaron de envidia, las otras se pasaban asombradas las alas por los ojos. El gallo hizo como que no lo vio y se puso a tomar agua. Cuando el tren volvió a partir, Cielito lo miró alejarse pensando que las cosas habían salido bien, pero que esta vez casi pierde la vida en su aventura. Por eso se prometió a si mismo que nunca más volvería a saltar sobre los vagones de ningún tren.
IV. Cielito encerrado en la jaula de un canario. Transcurrieron semanas y semanas sin que Cielito rompiera su promesa de no embarcarse en aventuras ferroviarias. Pero cuando llegó nuevamente el verano, vio un tren distinto de todos los que había conocido hasta entonces. Era uno de esos trenes que hacen viajes muy largos y que, en los últimos vagones, llevan automóviles. Era tan llamativo ese ferrocarril lleno de coches de colores que, al verlo pasar junto al alambrado, olvidándose de lo prometido, Cielito saltó sobre él. Una gallina criticona le dijo a otra: - este pollo no tiene remedio. - Y la otra le respondió: - Pollos eran los de antes. Mientras en el gallinero continuaban criticándolo, Cielito, feliz, se hallaba otra vez en pleno viaje. Se pasó la primera parte del trayecto saltando de un auto a otro. Y cuando encontró uno que tenía la ventanilla abierta se metió en él. Ahí, instalado cómodamente en el asiento trasero, se quedó profundamente dormido. Pero, cuando despertó de su largo sueño, se llevó una tristísima sorpresa. Ya no se encontraba sobre el asiento trasero del coche. Tampoco estaba sobre el tren. Tenía a un costado un pequeño tarro con agua, al otro costado un plato con alpiste y, a su alrededor, una serie de rejas lo cercaban hasta el techo. Sí, se había despertado dentro de la jaula. El dueño del automóvil lo había llevado hasta su casa. Los hijos de este señor habían decidido ponerlo en una jaula para que cantase como si fuera un canario. Nuevamente lo habían confundido quién sabe con qué extraño pájaro. Nadie entendía que solo era un pollo, un poco delgado, con el cuello demasiado largo, pero pollo al fin. Los hijos del dueño del auto eran tres. Uno, alto y pecoso, se pasaba todo el tiempo molestándolo con una ramita y diciéndole de mala manera: - ¡Cantá!, ¡cantá!, ¡cantá! El otro era más bajo y gordito, con aspecto de científico loco; en realidad tenía más aspecto de loco que de científico. A éste le gustaba coleccionar animales embalsamados. Se acercaba a la jaula con enciclopedias y libros de zoología bajo el brazo. Daba dos o tres vueltas pensativo alrededor de Cielito, finalmente se detenía frente a él y le decía amenazadoramente: - En cuanto averigüe a qué especie pertenecés, te voy a embalsamar. Si a mi hermano no le divierte tu canto, me dejará embalsamarte. No tenés aspecto de
ser buen cantor, de bodoque voy a preparar mi laboratorio para cuando llegue el momento. Y el tercer hijo, no era hijo, era hija, porque era una niña. Tenía la cabeza llena de rulos y se acercaba a la jaula solo para mirarlo, no decía nunca ni una palabra. Era una niña misteriosa como espuma de mar.
Cielito se decía a sí mismo: “Este es el final, estoy muy lejos de mi hogar-gallinero. ¡Quién sabe en qué lugar del planeta estoy! ¿Por qué no me habré quedado del otro lado del alambrado?” Pero ya era demasiado tarde para lamentaciones. Además, se hallaba realmente lejos de su gallinero, más de lo que él se imaginaba. Por las noches, en lugar de dormir, Cielito se quedaba despierto intentando abrir el enrejado. Mas todos sus esfuerzos resultaban inútiles: la jaula estaba soldada y era irrompible. No había manera posible de escapar. Si aprendía a cantar, ya no lo molestarían con la ramita; pero lo mantendrían para siempre encerrado. Si no cantaba, su suerte no sería mucho más feliz, pues terminaría embalsamado. La única que no parecía querer hacerle daño, hasta ese momento, era la niña de los rulos. Ella solamente se acercaba a la jaula y lo observaba sin decir palabra. Trascurrieron los días y las noches y Cielito no hallaba el modo de escapar de ese desdichado encierro. Encerrado en esa horrible jaula, Cielito había perdido todas las esperanzas de salvación. Los dos niños, el alto y el gordito, se arrimaron a la jaula una tarde y le dijeron: - Si mañana no cantás como el mejor de los canarios te embalsamaremos.
Cielito pasó toda esa noche resoplando con el pico en diferentes posiciones: muy abierto, casi cerrado; con la lengua para arriba, con la lengua para abajo… pero no había manera, el canto no le salía. Se dio por vencido. No podía aprender a cantar como los pájaros, no podía abrir las rejas para fugarse, de modo que lo más sensato era tratar de dormir y no pensar más en su triste situación.
De pronto, en la oscuridad de la noche, alguien se acercó a la jaula y abrió la puerta. Cielito no pudo reconocer quién era el que le abría la jaula así porque sí. Entonces se preguntó a sí mismo: “¿Será cierto que alguien me quiere ayudar a huir?, ¿y si salgo y me dan un palazo en la cabeza para embalsamarme?” Finalmente no lo pensó más y se dijo: “perdido por perdido, mejor trato de huir”. Y salió dando saltitos por el suelo de baldosas. No veía absolutamente nada. Sin embargo, desde la calle llegaba un haz de luz artificial. Cielito comprendió que también habían abierto la puerta de calle. No era una trampa. Alguien lo estaba ayudando a escapar. Pero, ¿quién?, ¿quién le daba la libertad? Cielito volvió a hablar consigo mismo: “no puedo irme sin saber quién es la buena persona que me está ayudando”. Su deseo se vio rápidamente cumplido. En ese mismo instante escuchó una voz muy suave que le decía tiernamente: - Te vi tanta tristeza en los ojos que comprendí que preferías estar suelto, por eso he venido a abrirte la jaula. Además yo sé que no eres un pájaro. Eres un pollo. Un poco delgado y con el cuello muy largo, pero un pollo. Seguramente llegaste hasta aquí por tus sueños de libertad… ¡Escucho ruidos!, me parece que alguno de mis hermanos se ha levantado. Escapate, escapate, rápido, volveré a mi cama antes de que se den cuenta. Era ella, la niña de la cabeza llena de rulos. Cielito hubiera querido saber hablar para decirle lo agradecido que estaba, pero quizás ella lo comprendía igual, sin necesidad de palabras. Como la espuma del mar, la niña de los rulos desapareció. Misteriosamente como había aparecido. Cielito salió a ala calle respirando el dulce aire de su recuperada libertad. V. Una reunión de gatos a la luz de la luna Cielito caminó y caminó. Recorrió calles y calles en busca de las vías del ferrocarril, pero no pudo hallarlas. Al doblar una esquina vio las siluetas negras de un grupo de gatos. “Mejor tomo por otra dirección –se dijo Cielito-, hay algunos gatos a los que les gustan los pollos, pero no para hacerse amigos sino para comérselos.” Y justo cuando trataba de huir, entre las sombras, escuchó la vos de uno de los felinos que le preguntaba en el idioma universal de los animales: - ¿Quién sos y adónde vas? Cielito se estremeció, pero fingiendo naturalidad respondió con tono seguro: - Aunque no lo parezca soy un pollo, y voy hacía la estación de ferrocarril más próxima. - a estas horas los trenes no andan, te aconsejo que te quedés con nosotros hasta que amanezca. A Cielito le pareció que la invitación era sincera y que esos gatos no eran perseguidores de pollos. Por eso se unió al grupo. Una hermosa gata blanca le dijo: - yo me llamo Humedad, soy la gata del guardián del observatorio astronómico. ¿Vos cómo te llamas? - Cielito, y vivo en un gallinero que supongo que ha de estar muy lejos de aquí – respondió Cielito.
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Te presentaré a todos los del grupo: él es Becket, el gato del obispo de la catedral; ella se llama Margarina, su dueña es la almacenera de la esquina; él es Media Suela, el gato del zapatero; ellas son Esparta y Atenas, las gatas del profesor de historia, que también es dueño de ellos dos, se llaman Eufrates y Tigris. - Propongo que vayamos todos al techo del teatro, festejaremos la visita de Cielito con una serenata –dijo Margarina, la gata de la almacenera. La idea fue aprobada y marcharon todos en fila india, moviendo sus altivas colas a cada paso. Cielito los seguía detrás. Mientras tanto pensaba: - Estos gatos son buenos y no me hacen daño porque están bien alimentados por sus dueños. A ellos los cuidan, les ponen nombres y les dan de comer por cariño nada más. En cambio, a los pollos nos engordan para después meternos en un horno. ¡Qué desdichada es la vida de los pollos!, ¡qué estupendo hubiera sido ser gato! Humedad, la gata del guardián del observatorio astronómico, se le acercó y le dijo: - Veo que venís con nosotros, pero no estás tan contento como debieras. Tenés la cabeza llena de pensamientos tristes. Eso no está bien. Mirá qué bella luna hay
en el cielo; que haya una luna así, ya es bastante motivo para sentirse feliz, ¿no te parece? Cielito se quedó sorprendidísimo: - ¿Cómo sabés que estaba pensando cosas tristes? - Es que los gatos somos un poco sabios – respondió Humedad. Entonces Cielito comprendió que además de la espuma del mar y de la niña de los rulos, también los gatos eran parte del misterio de la vida. Después miró la luna plateada y se dijo: “Es cierto, la he visto tantas veces y jamás me había fijado en lo hermosa que es la luna”. Ya habían llegado al techo del teatro, por suerte no tuvieron que trepar paredes, si no Cielito no hubiera podido llegar. Los gatos sabios lo habían llevado por una escalera de caracol, y él subió a los saltitos. Se sentaron en ronda como los antiguos indios y como los actuales excursionistas. De pronto Cielito se sintió muy feliz, después de tantas noches en la jaula, se hallaba en libertad y rodeado por un simpático grupo de gatos cantores. Media Suela, el gato del zapatero, tomó la palabra: - En honor a nuestro invitado, entonaremos el himno de los gatos del Liceo. Todos afinaron sus voces y bajo la luz plateada de la luna cantaron suavemente esta canción: “Ser un buen gato es muy delicado hay que mover la cola para los dos costaaaaaaaaados Ser un buen gato es muy importante hay que tener coraje para ir hacia adelaaaaaante Si un zapato te golpea tendrás tendrás que aguantarte si te corren a escobazos tendrás tendrás tendrás que arreglarte arreglarte arreglarte! Ser un buen gato es muy peligroso hay que tener bigotes largos y brioooooooosos Ser un buen gato es muy valioso para cazar ratones que son muy sabrooooooozos Si un…” Estaban en lo mejor de la canción cuando cayó el primer zapato, que por suerte no le pegó a ninguno. Después cayó otro más. Ante la extraña situación que se presentaba, Becket, el gato del obispo, dio la voz de alarma: - Queridos amigos, esto es una emergencia, más vale que huyamos antes de que nos atrape el vigilante del teatro. Nos veremos mañana nuevamente.
Después, dirigiéndose a Cielito, dijo: - si no volvemos a verte, deseamos que tengas un buen viaje. Y cada uno huyó como pudo. Ya se oían las pisadas del vigilante que avanzaba con una escoba en la mano, dispuesto a hacer callar a quienes habían interrumpido su sueño. Como Cielito ya había adquirido bastante experiencia en fugas, logró salvarse de los escobazos y llegar a la calle sin ningún rasguño. Había olvidado preguntarle a los gatos dónde quedaba la estación. Por lo tanto, siguió su camino sin rumbo, tratando de guiarse por su desorientado instinto. Al pasar por un parque, se acurrucó entre las plantas para descansar un rato, pero el sueño lo venció y se quedó profundamente dormido. VI. ¡Qué difícil es vivir libremente! ¡Qué difícil es vivir libremente! Hay que estar cuidando la libertad día y noche. Pero por difícil que resultase, Cielito no estaba dispuesto a vivir de otro modo. Si se hubiera despertado cuando los rayos del sol se metieron por todos los rincones del parque, no habría pasado nada. Pero no fue así. El calor de la mañana lo hizo sentirse tan bien que siguió durmiendo entre las plantas. Un rastrillo, manejado por el jardinero del parque, descubrió al confiado Cielito. El jardinero alzó su herramienta amenazadoramente y gritó enfurecido: - ¡Salí de ahí, pajarraco del demonio!, ¡mirá cómo has estropeado mis plantas!, ¡salí de ahí inmediatamente! Cielito le respondió en su idioma gallinero: - Salgo, salgo, pero no soy un pajarraco, soy un pollo. Lo que sucedió entonces fue realmente increíble. El cuidador gritó: - ¡Ah!, ¡pero sos un pollo! Cielito nunca supo si entendió su idioma gallinero o si lo miró bien y por eso se dio cuenta de quién era. Lo cierto es que tuvo que salir corriendo para que no lo atrapase. Pero esta vez, su intento de fuga fracasó. El jardinero le arrojó una bolsa y Cielito no logró desembarazarse de ella. De pronto, se vio con las patas anudadas con una soga y metido en una cesta de mimbre. Allí encerrado pasó todo el día hasta que, al atardecer, el hombre se lo levó a su casa. Al llegar le dijo a su esposa: - Mirá, he encontrado un pollo en el parque. Está un poco delgado, pero lo criaremos afuera, en la parte de atrás de nuestra casa, hasta que engorde lo suficiente. En monos de un mes podremos comerlo con papas. Cielito se dijo a sí mismo: “Esta vez se acabaron los viajes y se acabó también mi vida. Estoy lejos de la casa de la niña de los rulos, estoy lejos de Federico, estoy lejos de mi gallinero, ¡ay de mí!” El jardinero y su mujer lo llevaron atrás de la casa. La señora le dijo a su marido: - Esta puerta la vamos a tener siempre bien cerrada para que no se escape. A los costados están las altas paredes de las casas vecinas, de modo que por ahí no podrá salir jamás. El señor agregó entonces con voz grave:
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Perdé cuidado, mujer, que no se irá. Aquí está la puerta, que tendremos siempre cerrada. Estas paredes de los costados son demasiado altas para que pueda saltarlas. Y por la parte de atrás tampoco podrá escaparse, porque están… ¡las vías del tren! Y, que yo sepa, los pollos no viajan nunca en tren. ¿Se imaginan cómo termina este capitulo? VII. Cielito y Anastasia En el capítulo anterior sucedió exactamente lo que has pensado. Esa misma tarde, Cielito saltó hasta lo alto del alambrado, y de ahí, hasta el techo del primer tren que pasó. Corrió por los vagones hasta que encontró uno descubierto y se zambulló dentro de él. Pero con tal mala suerte que su pico pegó contra la madera del suelo. El golpe fue tan fuerte que a Cielito se le escapó una mala palabra n idioma gallinero: - ¡Qui Quirico qui Quirico! Hay que disculparlo porque creyó que estaba solo, cuando en realidad… Mientras se recomponía de su accidentado aterrizaje, oyó una voz suave y desconocida que le preguntaba en su mismo idioma: - ¿Qué has dicho? Primero sintió mucha vergüenza, pero después se puso contentísimo, tanto como cuando lo homenajearon los ferroviarios. Ahí, en el mismo vagón que él, acurrucada sobre una pila de alfalfa, había una hermosa gallina pigmea. Parecía un ramillete de plumas de todos los colores. Cielito, que era rebelde y vagabundo, pero muy educado, la saludó cortésmente y le pidió perdón por la expresión que se le había escapado hacía apenas unos instantes. Ella sacudió su colorido plumaje, como si quisiera ponerse más bonita, y le devolvió el saludo. Su voz era cálida y dulce como el maíz triturado que le sirven a los pollitos. - Me llamo Anastasia –dijo coquetamente. Cielito puso voz de galán de cine para decir: - Simpático nombre. Entonces ella le preguntó: - ¿Y vos cómo te llamás? Cielito hubiera querido llamarse Rodolfo o Arturo o Fernando. Cualquier nombre que pareciese más importante, más aventurero, de gallo valiente que de pollo soñador de nubes. Por eso respondió tímidamente: - Cie-li-to. - ¡Qué nombre tan hermoso! – dijo la gallina, y agregó-: parece el nombre de un aventurero, de un gallo valiente y bien soñador, un nombre muy importante. - Bueno, en realidad, no es para tanto – dijo Cielito, agrandándose un poco. Hablaban a los gritos, porque el ruido del tren no les permitía (dibujo pag 27) oírse bien. Y además porque, de puro tímidos, estaban situados uno en cada extremo del vagón. - ¿Por qué no estás en tu gallinero? – preguntó la joven gallina. - Porque me gusta viajar –respondió, orgulloso, Cielito. - ¿Y has viajado mucho?
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Ya casi conozco el mundo entero –exageró Cielito, para impresionar a su nueva amiga. Yo, en cambio, no conozco nada. Esta es la primera vez que salgo de viaje –dijo, afligida, Anastasia. Ah, entonces necesitaras un guía – sentenció Cielito. ¿Y quién podría ser mi guía, si no tengo ningún amigo viajero? –preguntó entristecida Anastasia. Bueno –empezó a decir Cielito con un poco de pedantería-, considerando que no conocés a nadie, yo podría… ¡¿Podrías ser mi guía?! –exclamó ansiosa, Anastasia. Claro, primero tendré que ver si no tengo otras ocupaciones más urgentes, porque… -empezó a decir Cielito para darse importancia. Bueno, si no podés, creo que tendré que buscarme otro guía –dijo ella para demostrarle que se estaba haciendo demasiado el orgulloso y el importante.
Entonces, Cielito, que por nada del mundo quería alejarse de tan bonita gallina, dijo directamente: - Mirá, no nos hagamos más los interesantes y seamos amigos desde ahora mismo, ¿qué te parece? - Me parece que sos mucho más interesante cuando hablás sencillamente – contestó Anastasia. Y a partir de ese momento se convirtieron en amigos inseparables. Se sentaron juntos sobre la pila de alfalfa y así iniciaron una vida de viajes y aventuras sin final. Orgullosos de ser libre y de amarse. No sabemos qué cosas les sucederán, ni si serán felices o no, pero desde aquí les deseamos que tengan un buen viaje.
Índice I. Cielito decide realizar su primer viaje, 4. II. Los amigos se entienden aunque hablen idiomas diferentes, 5. III. Cielito, héroe del ferrocarril, 8. IV. Cielito encerrado en la jaula de un canario, 11. V. Una reunión de gatos a la luz de la luna, 14. VI. ¡Qué difícil es vivir libremente!, 17. VII. Cielito y Anastasia, 18.
Digitalizado el 19/01/10 + info