SILVIA INÉS SEGAT WATSON
POCO TIEMPO PARA FELICIDADES
Segat Watson, Silvia Inés Poco tiempo para felicidades / Silvia Inés Segat Watson ; ilustrado por Gabriel Hernán Ramírez. - 1a ed ilustrada. - Ciudad Autónoma de Buenos Aires : Ediciones Watson, 2018. 80 p. : il. ; 24 x 20 cm. ISBN 978-987-46521-1-9 1. Cuentos. I. Ramírez, Gabriel Hernán, ilus. II. Título. CDD A863
SILVIA INÉS SEGAT WATSON
POCO TIEMPO PARA FELICIDADES
Ilustraciones GABRIEL HERNÁN RAMIREZ Diseño Gráfico HALABIDiseño Ediciones WATSON
ARAÑAR LOS CIELOS
Es domingo. Tal como lo venimos haciendo en los últimos veinte años, mi mujer y yo nos encaminamos a la cafetería de siempre. Nada nos apura, nada nos entusiasma. Entramos. Nos sentamos, como es habitual, lejos de los baños, junto a una de las ventanas que dan a la plaza. Nos gusta estar cerca de la puerta por si hubiera que evacuar el lugar en caso de emergencia. Afuera, las cotorras chillan y las palomas se lanzan sobre los restos que quedaron en las mesas desocupadas. Los perros se ladran unos a otros, los bebés lloran. Los vendedores ambulantes insisten en que les compren curitas. Muchos fuman, varios hablan por teléfono… aunque esto se da también adentro del local. Hojeamos los diarios que llegan a casa todos los domingos y siempre llevamos con nosotros. No se los prestamos a nadie. Mi mujer va directo al suplemento “espectáculos”. No entiendo para qué, si desde que la llevé al teatro por última vez ha pasado tanto tiempo que ya perdimos la cuenta. Lo mismo con el cine. Yo prefiero quedarme en casa. Tranquilo y aburrido, sí, pero en paz. Desayunamos siempre lo mismo: café con leche y tres medialunas de manteca. Tenemos el colesterol cada vez más alto… pero, bueno. Nadie se muere de eso. Creo. Además, no me atrevo a cambiar. Tampoco me atrevo a plantearle a mi mujer que me quiero divorciar. Cuarenta y ocho años de matrimonio. Una eternidad. Llamamos varias veces al mozo, es nuevo. Atiende también las mesas de afuera, y parece que no está acostumbrado a las palomas que acosan las mesas, los perros que ladran, los bebés que lloran y los vendedores ambulantes a quienes hay que sacarse de encima, según las
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órdenes de la encargada. Finalmente nos atiende: le pedimos la promoción del café con leche y las tres medialunas. Si en algo siempre hemos estado de acuerdo con mi mujer es en aprovechar las promociones, no importa de qué. Y más ahora, que disponemos de tan poco tiempo para vivir pequeñas felicidades, y de tantos años para sufrir grandes aburrimientos. A nuestro alrededor hay parejas, familias, hombres solos, mujeres solas. Nada tienen en especial y casi todos tienen en común el disponer
de los últimos dispositivos electrónicos. No así mi mujer. Tampoco yo. Nos valemos del viejo sistema de comunicación: el teléfono de línea. Nuestra única hija, divorciada, ejecutiva, vive a pocas cuadras de casa. Es vecina de gente de la farándula, se siente orgullosa. Ya le dijimos que eso es una tontería mayúscula, pero no lo quiere entender. "¡Es muy joven!", la justifica mi mujer, como lo hizo en todas las circunstancias de la vida. Los pocos amigos que teníamos se han ido muriendo, y otros viven en el extranjero. Parientes no tenemos (a Dios gracias). Estamos bien así, quiero decir: armónicamente solos… por decirlo de alguna manera. “¿Cómo están, chicos?”, nos saluda el mozo nuevo. Este chico está por divorciarse, casi le contesto, pero, ¿para qué incomodar al mozo nuevo? Bastante tiene con las palomas, los perros, los bebés y los vendedores ambulantes. Me propuse plantearle el divorcio a mi mujer ni bien terminara mi primera medialuna. Es una mañana fría de invierno y quiero tener algo sólido en el estómago antes de abrir la boca, para no sentirme aún más frágil y vacío. De vez en cuando miramos por la ventana, silenciosos los dos, como ha sido en todo este tiempo. En París era distinto porque éramos muy jóvenes; las medialunas eran croasán y las pedíamos con café-olé-silvuplé, y nos reíamos de nuestro precario francés aprendido a los tropezones en la Facultad. Mi mujer ha envuelto su tercera medialuna en una servilleta de papel. En París era yo el que envolvía una de las medialunas; ella siempre tenía hambre. Hambre de todo. Y yo la amaba por eso. Ahora, en
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cambio, la odio por ese gesto miserable, para no desaprovechar la medialuna porque, al fin y al cabo ya está paga.
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No hay caso: no puedo hablar. Estoy atorado con mi silencio. Ella se pinta los labios y pienso que nunca me ha sido infiel. Estoy seguro de eso. En cambio yo… pero igual creo que la amé. Durante muchos años la amé. No sé qué me pasó después. A esta altura de mi vida, tampoco me importa. “¿Vamos, Francisco?”, me propone. Se pone de pie y agrega “Ay, no, primero voy al baño. Pedí la cuentita, ¿sí?”. Miro el reloj. El tiempo se acaba. En unos minutos estará de vuelta. Si no encuentro ya una excusa para quedarnos, voy a tener que pagar. Una vez más me quedaré sin plantearle el divorcio. Escucho una exclamación. Todos miran hacia el fondo de la sala. Tal vez haya sido mi mujer. Aunque no haya sido ella la que se cayó, podría aprovechar para irme sin pagar. (Algo que siempre quise hacer y nunca me atreví). Así que me pongo de pie, pero el mozo nuevo se me acerca, me toma del brazo y me tranquiliza: “No se preocupe. Ella está bien. Pregunta por usted, el señor de la camisa a rayas y el pullover gris. ¿Ve? No perdió el conocimiento”. Calculo que debe haber unos treinta pasos hasta llegar a mi mujer. Pienso mis opciones: decirle al mozo que está confundido: yo no soy el marido. O puedo fingir un ataque de pánico y huir espantado. No alcanzo a vislumbrar la tercera opción: una puntada en el medio del pecho me quita el aliento. ¡Me ahogo!, quiero gritar; en cambio, otras palabras salen de mi boca: Me quiero divorciar. Lo digo tan bajito que nadie me escucha. Una segunda puntada me atraviesa el pecho y me doblo en dos. Debo de verme realmente mal, porque me depositan en el piso, cerca de mi mujer. Estoy por decirle Susi, me quiero divorciar, pero ella pone su dedo índice sobre los labios recién pintados, tal como la enfermera del cartel “Silencio, hospital”. Me resigno. Nuestro destino está marcado, y el mío sin dudas es callar. Me voy lentamente, como quien no quiere la cosa. Me hace gracia
que se empeñen en resucitarme. No entienden que no quiero volver. Ahora no tengo por qué divorciarme. Ya no siento el aroma del café; no escucho el más mínimo sonido. Sigo yéndome. Creo que mi mujer se ha puesto a llorar. No tengo miedo. Araño los cielos.
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CARTA A DEIDRE
Boston, otoño de 1809 Querida Deidre: No bien leí en el periódico el anuncio de tu concierto, me dispuse a escribirte, no sin antes superar esa sensación de extrañeza al habernos dejado de ver desde hace tanto tiempo... Recuerdo los años que pasamos juntas, compartiendo días y noches, sabiendo desde siempre que algún día nos separaríamos: tan diferentes éramos en nuestro modo de pensar y, principalmente, en la manera de demostrar nuestro amor; pero, a la vez, tanto nos unía el disfrutar de pequeñas grandes cosas: mirar la luna desde nuestra cama; dormir junto al muelle en las noches de verano; probarnos sombreros en las tiendas de Londres y no comprarnos nada… Ojalá esta carta te llegue antes de tu concierto; así, cuando nos veamos, quizá pueda descubrir en tus ojos esa tranquilidad, o esa “garantía”, como la llamabas, de saber que la distancia o el desencuentro, o ambas cosas, jamás debilitaron el deseo de estar juntas. Amarte era lo que daba sentido a mi vida. Aunque nunca pude decírtelo, mucho me afectó nuestra separación. Demasiado. Comencé a tener problemas para dormir; a comer mal y pronto dejé de salir. Me aislé de todo y de todos. Es que estabas presente en cada rincón de la casa. De la añoranza pasé a la desidia y de la desidia al enojo cuando comprendí que era una tontería dejar pasar el tiempo sin más. Concluí que, ya que nadie me necesitaba y no me inquietaba ningún deseo, lo mejor sería hacerme a la mar. Ansié entonces
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salir cuanto antes de mi amada ciudad; amada por haber sido el lugar donde nos conocimos. Mis parientes tomaron a mal mi decisión: embarcarse sola era impropio de una dama. Esto me inspiró para bautizar a mi embarcación “English Lady”. Zarpé a principios del verano. El amanecer del 28 de julio levé anclas, desplegué las velas y hacia el atardecer me encontré rodeando el Faro del Ciervo. Mi primera y mayor felicidad fue quitarme el vestido, el calzado y el corset. Ya no sentiría botones ni ataduras que me recordaran la civilización.
Una mañana, al aproximarme a la Bahía del Buen Augurio, fui despertada por un coro de voces femeninas. No pude evitar acercarme a la playa y, después de esquivar algunos bancos de coral, finalmente anclé. Un niño me hizo señas desde la playa. Remé con mi bote hasta él. Una vez en tierra, el pequeño me tendió la mano y me llevó hasta el lugar donde cantaba un grupo de niñas. Al verme, dejaron de cantar y me convidaron con un vino dulce, quesos y frutas. Ya estaba por preguntar por el niño, cuando vi que se acercaba con un sobre en la mano. Al abrirlo, me encontré con una sorprendente suma de dinero acompañada de una breve nota que guardo hasta hoy. Dice así:
CARTA A DEIDRE
Estimada Miss Poe: Acepte Ud. este dinero y mis mejores deseos de que continúe su travesía con salud y felicidad. Resérvelo para la educación de su sobrino Edgar Allan quien, a pesar de que morirá joven, algún día sus relatos lo harán famoso por sus relatos. Quien escribió esta nota se convertirá en mi futuro esposo. Eres la primera en saberlo. Con mi futuro cónyuge hemos hecho un pacto: el de vivir juntos solo por temporadas y, aunque bajo el mismo techo, en diferentes habitaciones. Él prevé que dentro de doscientos años esta forma de vida matrimonial será moneda común. Habremos colonizado Marte, después de feroces guerras en la Tierra. Volarán aviones desde un continente al otro transportando a los hombres y sus sueños. Viviremos hasta los cien años, aunque muchos no sabrán para qué. Máquinas de diversos tipos reemplazarán a hombres y mujeres. No existirán las escuelas ni los libros pues los conocimientos se nos habrán implantado a través de un dispositivo cuyo nombre no recuerdo. ¡Por suerte jamás llegaré a ser testigo de todas estas atrocidades! Pero seguramente estaré para tu concierto. Mi futuro cónyuge así lo previó. Te abraza, Sarah
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CHÉ, CORAZÓN
Sí, ella era consciente de que cada agujero de su cuerpo era una puerta. ¿Cuántos ya habían abrevado en (apostado a) las delicias de su cuerpo? Ese cuerpo de mina que sólo Dante había deseado con tal intensidad, hasta volverlo minón. Entonces el deseo había fluido como el agua: imparable, vital, necesario. Sin embargo, ¡qué distintos eran! Lo único que los unía era su pasión por Buenos Aires. Habían hurgado en todas sus librerías, ferneteado en todos sus bares, faineado en todas sus pizzerías…pero eso había quedado lejos. Muy lejos. Un día Dante le dijo me voy. Y se fue de Buenos Aires, nomás. Después de ese día no quedó nada y ella, orgullosa y fuerte (o así parecía), se quedó sola. Reemplazó las sábanas negras, que tanto le gustaban a él, por sábanas blancas. Blanco-hospital, le señalaron sus amigas, pero no le importó. Con el correr del tiempo, el hueco de la almohada se llenó de olvido. Cuando creía que su vida estaba hecha y que nada podría sorprenderla, que había conocido todo lo que había por conocer, una mañana abrió su correo y leyó: “Estoy de vuelta. ¿Cómo andás ché, corazón? ¿Nos vemos?”. Y ella, que no acostumbraba dar ni pedir explicaciones, respondió con un “¡Dale!”. Mientras tecleaba esas cuatro letras, su cuerpo de minón recuperó la memoria. Dos días más tarde, Dante la esperaba en la esquina de la milonga. En una mano sujetaba una imagen de El Ché, y en la otra, una del Sagrado Corazón, porque así se habían llamado cuando se amaban entre sábanas negras.
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Casi llegando a la milonga, ella soltó ¡mirá que sos nabo! ¡Para qué los carteles! Pasaron dos años nomás; ¡cómo no iba a reconocerte! Dante la abrazó. Ella cerró los ojos y pensó que no se acordaba que él era tan alto y ella tan menuda para un abrazo tan grande.
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Dante le reprocha haberlo hecho ir hasta una milonga. Él siempre había odiado el tango, y ella lo sabía. Ella se excusa diciendo que la milonga le queda muy cerca del trabajo y también de su casa, a donde seguramente irían después. El lugar está lleno de tangueros, turistas y curiosos. Ni bien se sientan, Dante pide una botella de blanco y una copa de tinto para la señora, sin siquiera preguntar. Sabe que a ella siempre la irritó eso de “señora”. Se dicen pocas palabras, casi ninguna, hasta que un tipo de traje y corbata y zapatos recién lustrados la saca a bailar. Dante le pide que se quede, pero ella no escucha…o finge no escuchar. Y él finge no ver todo lo que se dicen esos cuerpos al compás del dos por cuatro. Murmurando pero qué carajo hago yo acá, Dante sale a la calle con la botella y la copa en la mano. Se acomoda en una mesita y empieza a sentirse mejor. El olor del tabaco de las mesas vecinas se mezcla con el olor de los jazmines que trepan las paredes. Dos turistas rubias, tatuadas y algo ebrias se le acercan sonrientes y le piden photo, please!, pero Dante no se da por aludido. De vez en cuando mira al salón, ve que ella baila, sonríe y cambia de compañero. Supone (o quiere suponer) que está todo bien. El vino lo ha relajado lo suficiente como para no sentir que debe preocuparse por nada. Necesita tiempo, se dice para calmar su ansiedad. Vive sola; no debe tener a nadie, y si lo tiene, seguro que es cualquier tipo. Yo soy el que la hizo minón. Necesita tiempo. Eso es todo… Los insectos revolotean en las farolas que reflejan su luz en la calle húmeda y desierta. ¡Pero qué carajo hago yo acá! se reprocha Dante, esta vez en voz alta. Como si lo hubiera escuchado, aparece ella; lo rodea con sus brazos y le dice al oído vamos.
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Él termina lo que queda de la botella y se levanta. Tiene la apremiante necesidad de pedir otra botella, pero no como esa basura que me sirvieron en esa milonga-de-mierda, aclara. El tipo no cambió nada, piensa ella; como siempre, descalificando todo y a todos. De la nada aparece un taxi. Montes de Oca 1400 es el destino. A Dante eso le parece demasiado lejos, piensa que tal vez no lleguen nunca. Apoya su brazo en el casi desnudo muslo de ella, pero no consigue achicar la distancia que hay entre los dos. Cuando llegan, Dante casi no puede bajar del taxi. Típico de él, piensa ella, y se odia por haber creído que esta vez sería diferente, que él habría cambiado. A duras penas salen del auto. Dante se le cuelga de los hombros y aúlla estirando las vocales, ¿¡en qué piso vive la señora!? Haciendo caso omiso, ella pulsa el piso once. En una subida que se le hace eterna, ataja los manotazos de él, que está ansioso por desnudarla. Entran al mono ambiente y, sin ningún preámbulo, Dante se bambolea hasta la cama; cuando está por subir, se derrumba en el piso. Como puede se incorpora, araña las sábanas y consigue trepar a la cama. ¿Me querés? Ella lo escucha, pero tarda en responderle. En esa demora, él se queda dormido. Ya es de día, ella se prepara para ir a trabajar. No ha pegado un ojo. No se explica por qué siente tanta rabia. Más que rabia: odio. Cree que con una ducha conseguirá aplacarse… pero no. Se seca y se viste lo más rápido que puede. Echa una última mirada a Dante, que duerme como un niño, vulnerable. Un niño alto y torpe. La boca semi abierta, el miembro flácido, algo de baba que baja hasta el cuello. Repugnante y borracho, el niño torpe y alto hace rato que duerme sin haber obtenido respuesta a su pregunta. Ella teme volver del trabajo y encontrarlo tirado en la cama. De pronto comprende que él ha vuelto a Buenos Aires, y no a ella. Tiene la certeza de que no va a gustarle en absoluto que él siga ahí cuando vuelva de trabajar. Sabe que va a molestarle que la espere y (más aún) que quiera instalarse. Va a irritarla que le hable, y también que no
le hable. Pero finalmente está segura de una cosa: ha estado jugando con él desde el principio, haciéndole creer que lo amaba; que su cuerpo era para el regocijo de ambos y que cada agujero de su cuerpo era una puerta siempre abierta que él atravesaría gozoso. Pero no: cada agujero había sido siempre una trampa.
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EL ALEGATO DE PITÁGORAS DUVAL
“Entre otras cosas, me tildaron injustamente de loco” alegó frente al juez Pitágoras Duval, de cuarenta y nueve años (siete veces siete, edad en que se llega al máximo de discreción y se inicia la decadencia física), acusado de homicidio agravado. “Y nunca entendí (prosiguió) qué tiene de loco numerar las cosas de la vida. Los números se convierten en factores determinantes de nuestros actos y marcan la ruta de nuestro plano mental, pudiendo decirse que nuestros hechos, nuestros gustos, nuestros éxitos y fracasos, siempre están precedidos de una progresión de contingencias numéricas que determinan la culminación de nuestras empresas. Y, aunque a primera vista lo que numeramos puede parecer intrascendente, sin embargo no lo es”. “¡A ver, señor Juez y señores del Jurado! Los desafío a comprobarlo. Numeren, por ejemplo, cuántas personas leen mientras viajan en subte a la mañana. Cuántos hablan por el celular. Cuántos escuchan música y cuántos, en cambio, dormitan. Es apasionante numerar cuántas frases hay escritas en las puertas de los baños públicos. Cuántas personas se encuentran sentadas en la primera función de los cines. Cuántos árboles mea un perro en una vuelta manzana. Les sorprendería contar la cantidad de autos que escoltan un coche fúnebre. Cuántos niños cantan el Himno en un acto escolar y cuántos se quedan callados…”. “Las numeraciones no son casuales. Repito: las numeraciones NO son casuales. Y las cosas que observamos y numeramos, tampoco lo son. ¡Escuchen, señores! Una vez me preguntaron con cuántas mujeres había tenido sexo (con el perdón de la palabra). Afortunadamente, en ese momento llevaba la cuenta exacta: habían sido tres y agregué (aunque no
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me lo habían preguntado): también con dos hombres; es decir, cinco personas. Y por ello me catalogaron de inmoral. ¿Por haber tenido sexo tanto con mujeres como con hombres, o por haber recordado la cantidad de relaciones? Pero no repararon en el significado de la cifra “cinco” que se corporiza por medio de un hierofante. Sus mediocres mentes no se dieron cuenta de lo que simboliza el hierofante: ¡nada menos que el genio de las buenas inspiraciones! El sumo sacerdote, el intérprete de lo sagrado…y qué sé yo cuántas cosas más”. “Ustedes, señores, censuran mi conducta. ¡Y censores tuve demasiados en mi vida! Fueron dieciséis: mi padre, Juan Duval; mi madre, Adela Prebotta de Duval; mi abuela materna, Elisabet Gil; mis tías Cátula y Prímula; mi vicerrectora, la profesora Jesusa Redúndez Pinsot; mi profesora de historia, Penélope Perkins; y nueve jefes que conocí en mis diversos empleos y sería tedioso nombrar”. “Con el correr del tiempo noté que empezaron a señalarme. Por distintos motivos, me señalaban. No importaba dónde estuviera, me señalaban. Ni siquiera sábados, domingos o feriados me dejaban en paz. Fueron tantas las personas que me señalaban por día que, para mi horror, perdí la cuenta. Fue muy difícil para mí encontrar un lugar donde fuera sencillo numerar las veces que me señalaban y la cantidad de personas que lo hacían. Entonces decidí cambiar de escenario y hora del día para circular. Era necesario llevar una estadística. Numerar. Contar. Con exactitud. Así que me instalé en un lugar poco poblado y me encontraron precisamente en ese lugar. Quizá mi plan fue demasiado ambicioso, lo admito. Sin embargo era imprescindible numerar la cantidad de personas que me vi obligado a matar aquel día. Fueron veintidós. Curiosamente y NO casualmente, veintidós. Símbolo del Arcano Supremo del Magismo; quien nos representa la recompensa del hombre que ha cumplido su misión en la tierra: la de triunfar sobre sí mismo y trascender.
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EL BOSQUE VACÍO
Sandra López, dieciocho años, con estudios primarios hasta 5to. grado, está sentada frente a un periodista en una cárcel para mujeres, acusada de homicidio culposo. En las últimas horas su caso cobró estado público.
¿Quiere que le diga la verdad, don? A mí la guita nunca me interesó. O sea, si la cosa daba para morfar y pasarla bien, bué, ya con eso me conformaba; por eso lo de laburar en el hotel al principio me gustó. Mi vieja decía que en la vida hay que probar de todo. ¿Sabe qué pasa, don? Yo ya estaba harta de limpiar la mierda ajena, de lavar la mugre de los demás. Pero anote, anote; usted tiene que saber que cuando cumplí once, mi viejo se las tomó, y ese mismo año, como en la escuela siempre me iba mal, la vieja se cansó y me tiró ¡Basta, Sandrita, me tenés podrida! ¡No vayás más! Y eso fue grandioso, don, porque en la clase yo siempre miraba para afuera y veía los pajaritos y me entraba la envidia. ¡No se me ría, don, la envidia buena era…porque como decía la vieja: la envidia buena te hace ir para el frente; en cambio la mala te arranca la tripa y te la pudre. Pero…volviendo a lo del hotel: justo cuando taba por cumplir quince, me conseguí un laburo. Era en la playa, o por ahí…no sé…no me acuerdo bien. Iba gente de guita y eso se notaba. Y a mí me daban, como a las otras pibas, una piecita y el morfi. ¡Taba re güeno! ¿Qué tenía que hacer? ¡Fácil, don! Me paraba al lado de la puerta y le avisaba a la mina del escritorio Llegó fulanodetal en el auto así y asá le daba la marca, el color, la chapa y sin equivocarme ni un cachito. Si lo decía mal, me cagaban a gritos; así que prestaba mucha atención, y así toda la noche. Cero pucho, cero chamuyo, calladita sin decir ni mú. Pero eso sí: me daban la ropa, me la lavaban y todas las pibas igualitas,
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¿vio? Ni una arruga, ni una mancha, bué, así todo el tiempo hasta que una vuelta cayó un chabón en un Mercedes dorado, patente XRA 204. Me acuerdo tal cual. Cuando le abro la puerta, el chabón me relojea de arriba para abajo. Yo no soy linda, pero algo capaz que tengo porque el viejo siempre que podía me decía cositas, metía la manito por ahí…hasta que un día la vieja se apareció temprano del laburo porque se sentía mal. ¡Mama mía la que se armó! Yo justo taba a upa del viejo; se me vino al humo la vieja y me zampó un cachetazo con toda la furia. Mire, don, yo
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nunca, pero nunca la había visto así. El viejo me soltó, se las tomó y si t’evisto no me acuerdo. Ahí nomás la vieja se tiró en el catre y entró a llorar. Tanto, que me asusté. Desde ese día no se habló más del asunto. Pero… ¿En qué estábamos? ¡Ah, sí, el chabón del Mercedes! El tipo llegaba al hotel, le abrían la puerta del auto, el me miraba de arriba abajo y desaparecía. Cuando vino el verano el patrón me dice Piba, te voy a dar unos laburitos más. ¿Querés o no? Yo le pregunté si igual me iba a dar la piecita y el morfi y el se cagó de risa. No quise preguntarle nada, ninguna
aclaración para que no me tomara el pelo, ¿vio, don? Como al tiempo, cayó el chabón del Mercedes y ahí nomás me arrastró por el pasillo, abrió la puerta de una habitación, me tiró en la cama, se me vino encima y no me dio tiempo a nada. A mí me gustaba y no me gustaba… no sé cómo decirle. Me daba miedo y quería gritar, pero me tapaba la boca y yo, para no ahogarme, paré de gritar y me quedé quietita como una muerta. Eso lo puso loco. Él me gritaba ¡No te me hagás la mansita! ¡Peleala, puta, dale! Y mire, don, hasta hoy día no entiendo por qué me gritaba, pero estoy segura de una cosa: una puta no soy. De repente le sonó el celular; saltó como un resorte, se puso la pilcha y desde la puerta me dijo firme que ojo con que alguien me pusiera las manos encima porque yo era suya y de nadie más. Cuando quise salir, ¡qué le cuento que había puesto llave! Y nunca más vi el sol. Se terminó el verano; el chabón seguía viniendo, me tiraba en la cama, me hacía gritar y patear y me cacheteaba… pero igual me traía comida y agua después de hacerme todas las cosas que le hacen los hombres a las mujeres cuando les viene las ganas. ¿Usted me entiende, no don?
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Pero se nota que igual yo no estaba bien porque en el espejo me veía flaca y ojerosa y pensaba por qué el patrón no iba a verme. Hasta que una noche vino. Pero por más que me rompo la cabeza pensando qué pasó esa noche, no hay caso, se me pone todo nublado… Creo que también esa noche cayó el del Mercedes, varias veces más, no sé… todo se me hace un lío en la cabeza… ¿Y sabe qué? Alguno de los dos me hizo un bebé, pero no me duró porque en cuanto se me empezó a notar, me lo sacaron enseguida. Creo que mi vieja nunca se enteró de eso ni de nada; sino, me hubiera ido a buscar ¿no? La cuestión que acá estoy. Estos días no quiero morfar. Se me fueron las ganas. Tantos pinchazos me sacaron el hambre. Y no me quiero bañar. El olor del jabón me da asco. ¿Y quiere que le diga la verdad? Hay veces que me quiero arrancar la cabeza, así me olvido de todo y no pienso más en nada… pero acá no me dejan en paz y me preguntan dale, dale con lo
mismo. Entonces les repito lo de siempre: un día no aguanté más, me aproveché que el del Mercedes se había apoliyado y lo achuré con el cuchillo de sierrita. El patrón me cagó a patadas, pero no me importó. Me acuerdo que la vieja siempre decía Los hombres se hacen machos a los golpes. ¿Y las minas no se harán minas a los golpes también? ¿A usted qué le parece, don?
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EL BOSQUE VACÍO
(OTRA VERSIÓN)
Le cuento: yo tenía muchas ganas de laburar, pero laburar en serio, y nunca se me daba, hasta que por suerte conseguí en ese hotel, cerca de la playa. Mucho no ganaba, pero no tenía gastos, me daban una piecita y la cena. Cuando lo vi a aquel hombre por primera vez, era de día. Se ve que venía de la playa, con un toscano en la boca y unos anteojos negros enormes. Tenía un slip apretado y la panza se le caía. El tipo me miró; a mí me dio no sé qué y me fui para adentro. A la hora de la cena se apareció bien empilchado. Se sentó con unos tipos vestidos como él, se vé que hablaban de negocios. Chuparon un whisky tras otro, y yo sentía que el tipo no me sacaba los ojos de encima. Al día siguiente, como tenía franco, me fui al bar de al lado; y qué le cuento, que el tipo estaba ahí. Yo pensé, ¡no tendrá otra cosa que hacer! Y otra vez, dale mirarme. Pedí una cerveza, me la bajé rápido y me fui. El tipo también se levantó y salió caminando atrás mío. Yo pensé: en cualquier momento me pasa algo… Esa noche no lo vi en la cena. Me contaron que se había ido. ¡Menos mal! pensé: ¡Muerto el perro, se acabó la rabia! Cuando terminó la temporada, el patrón me llamó y me preguntó si quería quedarme. Por suerte me quedé, las chicas nuevas eran mucho más divertidas y en vez de uniforme nos dieron unas pilchas cancheras, como las de las revistas de hombres que les sacaba a mis hermanos de abajo de la cama. ¡Mamita! ¡Qué cuerpos! Mire, usted no me va a creer, pero otra vez se me vino el panzón de los anteojos negros con el toscano en la boca. No sé cómo, pero una noche de pronto aparecí tirada en una cama, en una pieza del hotel, y
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el chabón ahí, mirándome desde la silla. Tenía un reloj de oro con piedritas, y unas cuantas cadenas de oro colgando del cogote. También un anillote con una piedra roja brillosa. Ahí nomás, sin darme tiempo a nada, se me vino encima y me hizo de todo. No sé cómo explicarle... me gustaba y no me gustaba. Me daba miedo también, y cuando quería gritar él me tapaba fuerte la boca. Y yo pedía, diosito mío ayudáme que me voy a morir... Pero no me morí. El tipo me tenía encerrada en la pieza y siguió viniendo, vino no sé cuántas veces más. Me puse flaca y ojerosa. ¿Por qué no iba mi mamá a buscarme?¿Y el patrón por qué no venía? El patrón un día vino; pero no me acuerdo nada…tengo todo nublado…creo que también entró con el panzón. Alguno de los dos me hizo un bebé, pero no me duró. Me lo sacaron cuando se me empezó a notar la panza. Nunca tengo hambre. Tantos pinchazos me sacaron el hambre. Y por más que me froto, las marcas no se me van con nada. Yo pensaba que si me moría era mejor, pero después me avivé y me hice un plan: aproveché que el panzón dormía como un tronco... y lo achuré. ¿¡Y qué!? ¡Tenía mis razones, ¿no?! Igual me metieron en cana, no entiendo por qué. Si pregunto, se me largan a reír. ¿Sabe qué? no sé dónde era peor; si encerrada en el hotel o encerrada acá, con las otras. Esas sí que son asesinas… Yo no soy una asesina ¡Tenía mis razones! ¿no? Ahora váyase y déjeme sola. Nadie me puede salvar, y usted menos que nadie. ¡Para qué quiero un abogaducho! No sirven para nada. Y no vuelva más, haga el favor; no vuelva más.
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(OTRA VERSIÓN)
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EL SUEÑO CAPICÚA
Hasta 1994 los choferes del gran invento argentino llamado “colectivo”, además de manejar, cortaban los boletos en una maquinita y recibían el pago en monedas o billetes. Pedro Díaz, empleado bancario que tomaba el colectivo todos los días a las ocho de la mañana, tenía el afán de conseguir un boleto capicúa. Según la creencia popular, los números capicúa traen buena suerte. Y era tal el afán de Pedro Díaz, que decidió tomar dos colectivos en lugar de uno para tener el doble de posibilidades. Siempre pensó que sería difícil, casi imposible…hasta que una mañana pasó: el chofer le cortó un boleto capicúa. “Fue una casualidad”, se dijo, pero en las siguientes semanas obtuvo varios más. “Tengo buena suerte, pero no se lo voy a contar a nadie para que no me envidien. Estoy seguro de que cuantos más boletos consiga, más suerte voy a tener”. -¿Sabés mi amor?- le dijo un día a su esposa Rosi- tengo el pálpito de que se nos va a dar. ¿Viste la cajita que tengo en mi mesa de luz? -Mmm- murmuró ella mientras seguía en la pantalla su novela favorita. -Adentro de la cajita tengo boletos capicúa; si se me da, voy a ser rico y si soy rico voy a poner un telo en la Patagonia. Dicen que ahí los hombres están muy solos y les faltan mujeres. Me voy para allá, te hago una linda casa, te llevo y vos estás ahí mientras levantan el telo. Pedro no sospechaba que su mujer jamás iría a la Patagonia porque en la televisión de Buenos Aires había más canales que en cualquier otro lugar de la República.
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Una tarde, volviendo del trabajo, Pedro se subió al habitual segundo colectivo y estaba por guardar su boleto (otra vez capicúa) en el bolsillo, pero el colectivo arrancó de golpe y el boleto se le escapó de las manos. Varios pasajeros perdieron el equilibrio y Pedro fue arrastrado al fondo del vehículo. Le fue imposible recuperarlo. Esa noche casi no comió, y al día siguiente no quiso levantarse. Empezó a sufrir de insomnio. Esto, para su mujer, era un verdadero problema porque tenían una sola tele. Pedro le repetía una extraña historia de un boleto pisoteado y la mala suerte que se veía venir… y chau telo en la Patagonia. En la víspera de Año Nuevo, Rosi llamó a un médico a domicilio. -¿Cómo andamos, Díaz? – inquirió la doctora. A ver, cuentemé rapidito que me esperan para cenar. ¡Mire que enfermarse justo antes de Año Nuevo! ¿A qué se dedica? -Trabajo en el banco
-¿Y qué le duele? -Nada -¡¿Entonces para qué me llamaron?! Preguntó algo ofuscada la doctora mientras Rosi se aprestaba a ver la tele.
EL SUEÑO CAPICÚA
Pedro procedió a narrar el incidente del boleto perdido y su angustia de no encontrar cómo contrarrestar la mala suerte. Apurada por ir a la cena de Año Nuevo, la médica improvisó una idea que logró interesar a Pedro quien se incorporó en la cama, dando muestras de una súbita recuperación. El hombre en cuestión empezó el nuevo año con energía. Al terminar la jornada en el banco, visitaba la biblioteca popular del barrio y volvía a su casa con pilas de libros de todos los tamaños. Leía sin parar. Solo se interrumpía de vez en cuando para hacer anotaciones en un cuaderno. Una noche, mientras descorchaba un espumante después de cenar, Pedro le anunció a su esposa que cada vez estaban más cerca de la Patagonia, y brindó por la buena suerte que nuevamente asomaba a sus vidas. Fueron juntos al dormitorio y, mientras se desvestían, Pedro pensó en lo tonto que había sido al creer que un boleto perdido era signo de mal augurio; todo lo contrario: si eso no le hubiera pasado, él no habría conocido a la maravillosa doctora que le dio la genial idea de coleccionar palabras capicúa. Ya tenía tantas, que lo publicarían en el libro Guinness de los récords. -Pensándolo bien, mi amor, prefiero ser famoso antes que tener buena suerte. ¡Mirá si salgo en el libro récor-no-sé-cuánto! ¿Te imaginás Rosi? ¿Te imaginás? -Mmm…-murmuró ella mientras se apuraba a encender la tele porque empezaba una de sus series favoritas.
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LA APUESTA
-Hoy leí en el diario que Venecia se está hundiendo como un terrón de azúcar en una taza de té- anunció Marco Bevilacqua a sus compañeros de trabajo ni bien llegó a la agencia de turismo donde trabajaba. -¡Dejate de joder, Tano- dijo Leonardo mientras seguía el vaivén de las caderas de Sofía hasta perderse en el ascensor. - ¡Me tenés podrido con Venecia…con las minas que hay acá! A la una en punto de la tarde, salieron corriendo a almorzar. Como siempre, todo repleto. Y, como siempre, Sofía sola. A ella, el devenir cotidiano apenas la rozaba; la gente estaba por ahí, sí, pero ella parecía no estar enterada. Hacía sólo unos meses que trabajaba en la agencia, y se había convertido en un misterio para el resto de los empleados. -Te apuesto lo que quieras, que a esa mina no te la levantás ni con una grúa- le espetó Marco a su compañero. –Es más fácil que se hunda Venecia- continuó- que vos te levantés a Sofía. El desafío bastó para provocar a Leonardo, que en las siguientes semanas no tuvo otro pensamiento, ni otro objetivo, que el de ganar la apuesta. Creía que iba a ser fácil. Él tenía un talento especial: todas, tarde o temprano, sin importar la edad ni el estado civil, eran seducidas sin demasiado esfuerzo por este adicto a las redes sociales. Si alguien necesitaba clases de seducción, Leonardo era el profesor indicado. El Gerente convocó a sus tres empleados para un workshop en una isla del Tigre, y les sugirió un punto de encuentro al que cada uno podría llegar por sus propios medios. Para sorpresa de Marco y Leonardo, Sofía les preguntó si podía ir en el auto de alguno de ellos. Marco, seguro de que ganaría la apuesta, no tuvo problema en cederle el lugar a Leonardo, dejándole al gran seductor “el plato servido”.
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A las nueve de la mañana del sábado, Leonardo pasó a buscar a Sofía por una esquina cercana a la agencia, ya que ella insistió en que sería más sencillo para él, en lugar de pasar a buscarla por su casa. En el trayecto hablaron de la temperatura, la situación del país y otros temas impersonales. -Si me disculpás, voy a pegarme una siestita. Anoche casi no dormí y estoy fundida- dijo Sofía cuando estaban a mitad de camino, a lo cual Leonardo no se opuso; al contrario, lo sintió como un alivio: así no tendría que inventar más temas de conversación. En pocos minutos, ella apoyaba su cabeza en el hombro de Leonardo, quien no podía creer la maravilla de lo que estaba pasando, y tan rápido, sin haberlo previsto en absoluto. El workshop llegó a su fin. Según el gerente, había sido un éxito total “como no podía haber sido de otra manera en una empresa de primer nivel”. Aplausos de acá, aplausos de allá. Brindis, abrazos y blá blá blá… Durante las cuatro horas de reunión, Leonardo no había logrado concentrarse. Si bien habían asistido empleados de otras empresas, entre ellos mujeres atractivas y simpáticas, Leonardo no veía la hora de subirse al auto. Anhelaba volver a sentir la cabeza de Sofía descansando en su hombro y el perfume del sedoso pelo negro cayéndole en el rostro. -Me vuelvo con Marco- anunció Sofía cuando llegaron al estacionamiento. Los hombres se miraron. Un tímido y descorazonado “No hay problema” de parte de Leonardo concluyó la situación. El día domingo fue torturante para el gran seductor. Si bien Marco negó una y otra vez que hubiera “pasado algo” entre él y Sofía, tanto en el viaje de vuelta como durante el día, Leonardo desconfiaba. Ya no desconfió cuando el lunes encontró, en uno de los cajones de su escritorio, un papelito que decía: Te espero en casa hoy a las 7. Sofía. La idea de Leonardo de que se encontraría con un típico monoambiente de Palermo se desvaneció cuando estacionó el auto y comprobó la numeración. Lo impactó la fachada de una casa vieja y señorial al
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fondo de un jardín con árboles añosos. Todavía dudaba si avanzar o no, cuando Sofía abrió la puerta de golpe y le hizo señas para que entrara. En los treinta pasos que caminó hasta llegar a ella, Leonardo hizo un resumen de su vida y arribó a la conclusión de que un gran porcentaje había sido un desperdicio, y se prometió que si Sofía no lo atrapaba para siempre en esa casa fantasmal, sería más respetuoso con las mujeres, o por lo menos no les mentiría tanto. Una vez en el interior del enorme y oscuro salón de estar, un clima helado envolvió a Leonardo. Era asombrosa la colección de muebles de estilo. Las paredes estaban llenas de cuadros. El olor de museo y la exposición de retratos familiares que no dejaban un rincón libre, terminaron definitivamente con la ya debilitada iniciativa de Leonardo de seducir a Sofía. Sintió entonces unas enormes ganas de irse, rápidamente y para siempre. Subir al auto y huir. Volver a la agencia, atender el teléfono y enterarse de que Sofía había renunciado. Se apoderaron de él los viejos temores infantiles. Un creciente sentimiento de abandono lo llenó de pánico. Una súbita necesidad de ternura materna y de una sopa humeante para reconfortar su cuerpo. Una canción de cuna para calmar su corazón. Ajena a todo esto, Sofía se hundió en un sofá de terciopelo azul. No parecía incómoda: hasta casi parecía disfrutar del silencio del gran seductor. -Tengo trabajo para hacer en casa; me acordé de repente… - fue lo único que atinó a decir Leonardo; pero ella no lo escuchó. - ¿Fumás? -
le ofreció un cigarrillo aunque sabía que la respuesta sería negativa. -No fumo ni tomo... y soy virgen- respondió ella. Era lo último que Leonardo esperaba oír. Guardó el atado y sacó las llaves del auto. -Te veo mañana- dijo, pero pensó: ojalá que no; ni mañana ni nunca, porque seguramente esa misma noche ella montaría su escoba y aterrizaría en alguna otra oficina de Buenos Aires, para seducir a otro incauto como él y quitarle el placer de ganar una apuesta. Con todo lo que eso implicaba, principalmente un genuino sentimiento de virilidad y poder.
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LA CAJITA DE FÓSFOROS
A decir verdad, ese lugar nunca tuvo buena fama. Se rumoreaba que varias personas habían desaparecido durante la dictadura salvaje y que después de un tiempo los cuerpos descompuestos aparecían flotando boca abajo en los riachos que llevaban al río principal. Tal vez esa era la razón por la que sólo unas pocas familias habitaban en precarias viviendas esparcidas en ambas márgenes del río. En los restos de lo que había sido un muelle podía verse un bote sin remos y sin nombre balanceándose sin llegar a desprenderse de la cuerda que lo mantenía amarrado. Desde ahí salía una senda que llevaba a una casa de madera montada sobre pilotes. Adentro, su única habitante mascaba y escupía tabaco, y de vez en cuando mataba los piojos que chupaban la poca sangre que corría por sus venas. Flaca y enjuta, daba la impresión de que podía morirse en cualquier momento. Sin embargo no. Ella formaba parte de ese paisaje. Allí había nacido. Allí había criado a sus hijos y allí había asesinado a su marido, cuyo cadáver se había mezclado con los otros cadáveres durante la dictadura salvaje. En el otoño de las inundaciones el muelle terminó de deshacerse y el bote por fin fue libre. Definitivamente, la senda dejó de llevar a algún lugar. Pronto el agua avanzó sin prisa y sin pausa; trepó a los pilotes y los cubrió de enredaderas. La tierra se hizo pantano. Se ahogaron las gallinas. Ella lo intuyó cuando el silencio dejó de ser interrumpido por el cacareo de las mañanas. Luego ahogó a los perros porque supo que en poco tiempo se morirían de hambre. El agua tapó los pilotes y encontró fácil acceso a la casa. De día, la mujer observaba con creciente interés cómo se pudría el piso. Se le terminó el tabaco y se le terminaron los piojos cuando se quedaron casi sin
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sangre que chupar. Durante la noche las paredes reflejaban sombras desconocidas, pero la mujer hablaba con ellas. Les pedía que la taparan, porque pronto vendrían los días fríos y su única manta ya no la abrigaba. - ¿Hay alguien ahí? Fue la pregunta que escuchó una mañana en la que, a falta de tabaco, chupaba su pañuelo. No se molestó en contestar. Los hombres de Prefectura insistieron con la pregunta desde una lancha, ella siguió chupando su pañuelo. Los olores que en un primer momento le habían provocado náuseas, con el correr del tiempo se le hicieron familiares. Sin alimentos ni agua, una mañana no tuvo la fuerza necesaria para levantarse del catre. Una noche, sola con las sombras, con un frío que ya no le permitía dormir, descubrió la presencia de unos especímenes de varios tamaños que aparecían en las paredes y se apropiaban de ellas sin violencia y en silencio. Algunos brotaban en grupo, otros de manera individual. Ella fue acostumbrándose a su presencia, tal como se había acostumbrado al desamor de los hijos que se habían ido a la ciudad y jamás habían hecho el intento de volver a verla. Los especímenes cubrieron las paredes, tapizaron la sábana, la manta, la cuchara, el plato, el tenedor y el vaso, se apropiaron de la mesa, la silla y el espejo; siguieron con la ventana, la puerta y el farol. Nada les impidió invadir los pies de la mujer, y entonces fueron por las piernas, el torso, los brazos y las manos. Se alojaron en las uñas; aprove-
charon los oídos, los ojos y cuanta cavidad encontraron. Al llegar al cerebro fue sencillo controlarlo todo. Ella se dejó hacer. Desalojaron su cabeza hasta vaciarla de voces, recuerdos y deseos. Los hombres de Prefectura volvieron, pero esta vez procedieron a desembarcar con la orden de registrar el interior de todas las viviendas. Estaban exhaustos: habían requisado ríos y riachos; auxiliado isleños; envuelto cadáveres; escuchado lamentos; curado heridas; y todas esas labores sin cobrar un peso. Ya estaban por entrar a la casa de la mujer, cuando el olor los hizo retroceder. - ¡Ahí voy! Dijo el más viejo y agotado a sus compañeros. Entró tapándose la nariz. - Acá no hay nada. Salió rumbo al bote y ahí se quedó hasta que llegaron los otros. El más joven siguió sus pasos, pero el tercero tenía curiosidad: quería ver si en verdad no había nada en la casa. Entró con un cigarrillo en la boca. Revisó sus bolsillos buscando con qué encenderlo, y antes de que pudiera encontrarlo, de una pared brotó una mano que le alcanzó la cajita de fósforos que necesitaba. El hombre encendió un fósforo. Una enorme boca brotó de la pared, apagó el fósforo y se tragó al hombre de un bocado.
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(OTRA VERSIÓN)
Había un riacho y, en los restos de un muelle sobre una de las márgenes, estaba atado un bote sin remos y sin nombre. Del muelle partía una senda que llevaba a la casa más aislada del lugar. Ésta era de madera, montada sobre pilotes; adentro, su única habitante mascaba y escupía tabaco. Cuando sucedió lo de las inundaciones, el muelle se deshizo y el bote, por fin, fue libre. Definitivamente la senda dejó de llevar a algún lugar. El agua trepó a los pilotes y estos se cubrieron de enredaderas. La huerta se hizo pantano. Se ahogaron las gallinas. Ella lo intuyó cuando el silencio dejó de ser interrumpido por el habitual cacareo de la mañana. Pronto el agua tapó los pilotes y encontró fácil acceso a la casa. De día, la mujer observaba con creciente interés cómo se pudría el piso, mientras que por la noche las paredes reflejaban sombras desconocidas. -¿Hay alguien ahí?- fue la pregunta que escuchó la mujer mientras chupaba su pañuelo. Tres hombres de la Prefectura insistieron con la misma pregunta desde una lancha. Ella no respondió, siguió con sus tareas. Los olores se le hicieron cada vez más familiares. Una mañana le costó levantarse del catre. Aprovechó para seguir el rastro veloz de una cucaracha, y fue entonces cuando los descubrió. Había de varios tamaños. Surgían en las paredes y se apropiaban de ellas, sin violencia y en silencio. Pronto se acostumbró a ellos, como se había acostumbrado a la ausencia de su marido, muerto desde hacía veinte años; como se había acostumbrado al desamor de sus hijos cuando decidieron irse a la capital, como se había acostumbrado -en fin- al cambio de las estaciones. Cuando ya habían cubierto las paredes, los especímenes tapizaron
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la sábana, la manta, la cuchara, el plato, el tenedor y el vaso; se apropiaron del aparador, la silla y el espejo; siguieron con la ventana, la puerta y el farol. Nada les impidió invadir los pies de la mujer, y enseguida fueron las piernas, el torso, los brazos y las manos; se alojaron en las uñas; aprovecharon los oídos, los ojos y cuanta cavidad encontraron. Al llegar al cerebro, fue sencillo controlar todo. Ella se dejó hacer. Desalojaron su cabeza hasta vaciarla de voces, recuerdos y deseos. Los hombres de la prefectura volvieron, pero esta vez procedieron
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(OTRA VERSIÓN)
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a desembarcar con la orden de registrar todas las casas. Estaban exhaustos: habían requisado los ríos y riachos, auxiliado isleños, envuelto cadáveres, escuchado lamentos; todo, sin cobrar un peso. Cuando llegaron a la casa de madera más aislada del lugar, el más viejo y agotado se tiró en el piso y se quedó dormido; el más joven buscó un árbol donde orinar. El tercer hombre tuvo ganas de fumar, pero no tenía fuego. Revisaba el bolsillo de su camisa cuando de una pared brotó -servicial- una mano que le alcanzó la cajita de fósforos que necesitaba.
LAS CARTAS Y EL TESORO
Mi madre guardaba cartas de viejos amores en distintos muebles de la casa. No hacía con ellas ataditos con cintas rosadas, agrupados según la fecha: mezclaba todas sin seguir un orden cronológico. Unas escondían frases en un código de enamorados; otras incluían un poema, una flor seca o una foto del barco donde había zarpado algún viejo amor. Cuando pasábamos de invierno a primavera, o de verano a otoño, y preparaba la ropa para el cambio de estación, aprovechaba para darles una leída rápida. Cuando esto sucedía, yo me daba cuenta porque durante las comidas ella permanecía más callada que de costumbre y sus ojos se cubrían de sombras. No sólo atesoraba cartas de viejos amores; también atesoraba monedas de oro que conservaba en bolsitas de tela. Eran las monedas que mi padre, según la tradición, le regalaba cada aniversario de casados. Invariablemente, eran tres los obsequios: un ramo de flores, una caja de bombones y una moneda de oro. El año en que nací, mi padre incluyó una moneda, que se repetiría en cada uno de mis cumpleaños. Un día mi madre me dijo que sería mejor que yo guardara las mías; esto no le cayó bien a él, según supe más tarde. Tal vez presentía que en algún momento iba a deshacerme de lo que él llamaba “el pequeño gran tesoro”. Y no se equivocó: poco antes de cumplir los veinticinco, vendí mis monedas y me fui al extranjero. Mi padre siempre lo lamentó. Dudé entonces si lamentaba que yo vendiera mis monedas, o el hecho de que me hubiera ido de casa. Durante el tiempo en que viví afuera, mi madre guardó las cartas que yo le enviaba junto con las de sus viejos amores. No creo que al leer las mías sus ojos se ensombrecieran, porque yo me esforzaba por darles
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54 un tono ligero. Jamás se enteró de cuánto la extrañaba, ni tampoco supo nunca cuánto anhelaba su respuesta, más de la de cualquier otra persona. Afortunadamente, me respondía sin resentimientos. Recién a mi regreso me enteré de que mi padre le reprochaba el haberme dado tantas alas porque “ves, así nos paga la muy desagradecida”. Sin embargo la vida- esa gran compensadora- le dio varios nietos. Pero él se mantuvo distante: ser abuelo lo envejecía. Pocos años después, mi madre enfermó y murió. La mañana en que volvimos de enterrarla, la casa estaba sola y silenciosa. Soplaba un viento helado. El pasto del jardín todavía tenía las huellas de la escarcha. Me senté a tomar café y mis hijos salieron con su padre a comprar alguna golosina. De pronto, escuché mi nombre
desde el pie de la escalera. Y una vez más desde el dormitorio. Fui hasta allí. Mi padre había revuelto los cajones, esparcido las ropas del ropero y deshecho la cama. Tenía las cartas que yo había enviado a mi madre junto con las de los viejos amores, y al ver su cara desencajada pensé que ese era el motivo de su enojo. Pero no. Gritó: “¡Dónde están!” Comprendí. Se refería a las monedas. Ya no era el hombre sereno y pasivo que había sido, o fingido ser. Era una persona enérgica y vital que todavía creía en la ilusión de un tesoro. “Tranquilizáte, ya van a aparecer. Te ayudo a buscarlas” le dije, y se calmó. Las encontré rápidamente. Me abrazó con alegría y besó mi frente en reconocimiento. Pasaron más de diez años. Estoy sentada cerca de la cama de mi padre moribundo. Mucha gente ha venido a verlo. Estoy molesta porque me hacen preguntas y se compadecen de mí. No entienden nada de lo que me pasa. Cuando por fin quedo sola, lo miro y hago el intento de hablarle. No puedo. La ira me sella la boca. Debería hablarle. Queda poco tiempo. Pero no sé quién es él en realidad. ¿Es el hombre que obsequiaba flores, bombones y monedas? ¿Es el hombre que ahora teme a la muerte? ¿Qué siente? ¿Qué quiere? Uno de mis hijos se asoma a la habitación y le hago una seña para que se vaya. Necesito responderme quién es ese hombre agonizante. Se lo ve tan frágil, pero no me animo a tocarlo. Temo llorar. Temo vaciarme de tanto llanto; pero me digo que esto también pasará. Tengo las cartas que guardó mi madre. Cada tanto las leo hasta aquietar mi corazón
LAS CARTAS Y EL TESORO
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MASCARÓN DE PROA
Francisco puso la llave en la puerta, abrió, prendió la luz y tomó el libro que estaba en la mesa. Una frase le recordó a Maia y la época en que se dedicaba a la crítica de arte y a la difusión de artistas emergentes. Llevaba una vida interesante entonces, rutinaria ahora. Convivía con una mujer apasionada entonces, agradable ahora. Era un hombre afortunado entonces, resignado ahora. Todo empezó con la llegada de su amigo Belo, a quien no veía desde hacía mucho, y que se alojaría con ellos por un tiempo. ¿Cómo hubiera seguido la vida de cada uno si en vez de embarcarse en el crucero aquel día, se hubieran subido al avión como había sido la idea original? Se sintió molesto consigo mismo por hacerse esa tonta pregunta… Maia se apareció en su vida una mañana, sin previo aviso. Cuando llegó al estudio, la secretaria le avisó que “En el baño hay una señorita que lo espera desde hace media hora”. Francisco no recordaba haber dado cita en toda la mañana ya que estaría ocupado con una reunión de trabajo. “Lo mismo le dije yo, pero insistió en esperarlo”. Fastidiado por el imprevisto, Francisco se encaminó a su escritorio. Ni bien se sentó, unos golpes en la puerta le anunciaron a “La señorita … ” pero la secretaria no pudo completar la frase: Maia irrumpió en la habitación con una enorme carpeta bajo el brazo. - Ok, Francisco, ya que no te molestaste en abrir tu correo, ni contestaste mis mensajes, o sea, cero bola, te traje todo personalmente lanzó Maia, y procedió a desplegar sus dibujos en la alfombra. La secretaria, prudente, cerró la puerta y los dejó solos. Francisco, tratando en vano de acomodarse a la situación, repartía su atención entre los dibujos de Maia (que no estaban nada mal), sus largas piernas
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y sus pechos firmes y redondos. - ¿Y? ¿Qué opinás, Fran? -inquirió la joven artista incrustando sus enormes ojos verdes en Francisco- ¿No están re buenos? ¡Y eso que no viste todos! - Eh…eh…mmmsí…sí, están muy buenos, pero en diez minutos tengo una reunión. Déjemelos, señorita, que en cuanto… - Déjemelos señorita -se burló Maia- ¡No me jodas, Francisco! Te aviso: no me muevo de acá hasta que no me digas lo que pensás de mis dibujos. ¿Ok, Fran? Y así fue nomás. La joven artista de veinte años no sólo no se movió de ahí, sino que, como por arte de magia, en ese preciso momento transformó a Francisco en un viejo y anhelante “fauno”, como lo bautizó Belo. En los días siguientes, Francisco se compró ropa nueva y prendas deportivas. Estrenó zapatillas (que nunca había usado). Se dejó la barba y salió a correr todas las mañanas de 8:00 a 9:00. Su mujer -atenta a estas “transformaciones”- intuyó cuál sería el motivo, pero no se inquietó: estaba segura de que sería algo pasajero, tal como suelen ser los encandilamientos a cierta edad, tanto de parte de uno como de otra; uno por ser tan mayor y otra por ser tan joven. - ¿Y cómo anda ese viejo fauno? -saludó Belo una mañana. ¿Para cuándo citó a la bella ninfa? - Lo de “viejo” ya sabés que no me gusta… Maia no me dejó ningún dato, ya te dije, estoy esperando que me llame. - ¿Entonces estamos corriendo al pedo? ¡Y afeitáte esa barbita ridícula! ¿Por qué no nos vamos a algún lado? Por lo menos cambiamos de ambiente y la espera se te hace más liviana. Digo…¿no? Ante la insistencia de Belo, finalmente Francisco sacó dos pasajes a Nueva York, pero, al suspenderse una feria de arte en esa ciudad, cambió de planes. - ¿Un crucero? -le reprochó Belo. Los cruceros son para los viejos. Mi fauno amigo no es ningún viejo, según me aclaró. - Pero éste va a estar bueno: es para solos y solas.
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El puerto estaba atestado; lo mismo el barco. Los dos amigos se abrieron paso hacia el camarote y después de acomodar el equipaje se sentaron en la barra. Desde ahí tenían una vista general del salón y de los solos y solas que poco a poco llegaban al lugar. - ¡Nooo! ¡Mirá quién está ahí! -señaló Belo. Era Maia. La ninfa de enormes ojos verdes. La ninfa de las piernas largas y los pechos redondos y firmes. Belo literalmente bajó a Francisco de la banqueta. El viejo fauno estaba paralizado. Lo salvó de la parálisis Maia, quien, al verlo, se acercó sonriente, lo abrazó casi con furia y le estampó un beso en la boca. - Estoy con un amigo- susurró Francisco mientras señalaba a la barra. - ¡Ah, pero qué bien! Cenemos los tres, ¿dale? Francisco aceptó a regañadientes. Sin embargo, poco a poco consiguió distenderse, favorecido por la ingesta de vino, champán y “margaritas” pre y post cena. Transpirado y feliz, después de la cena bailó con Maia recuperando así -al menos por unas horas- sus años de joven seductor de artistas emergentes. Al carnaval carioca siguieron los “lentos”; Francisco recuperó la respiración. Maia se excusó para ir al baño y él aprovechó para buscar a su amigo, a quien había perdido de vista hacía rato. El salón fue vaciándose. Francisco se quedó prácticamente solo. Sin Maia, se volvió al camarote donde Belo roncaba, desparramado en la cama, apenas vestido con la camisa y las medias. Maia tampoco apareció a la mañana siguiente para el desayuno. Fue inútil preguntarle a Belo: él no recordaba nada de nada. Para Belo fue inútil intentar consolar a Francisco, que anhelaba volver a casa. Su corazón, roto. El capitán anunció el siguiente puerto, donde permanecerían tres horas, tiempo suficiente para recorrer la isla y visitar los puntos turísticos “que no se pueden perder”.
El sonido fuerte de la sirena atrajo a los pasajeros que acudieron prontamente, tal como había indicado el capitán. Belo y Francisco ya estaban cerca del barco, cuando algo les llamó la atención. Era una antigua embarcación. Los rayos del sol iluminaban a pleno el mascarón de proa: la figura de una mujer. Sus manos le cubrían los pechos redondos y firmes. Sus piernas largas parecían deslizarse sobre la proa. Sus enormes ojos verdes llamaban a los dos amigos con la mirada. Era la mirada que dirigía una atractiva y melancólica ninfa a un sensual y viejo fauno.
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PARA ENCERRAR A JORGE ENTRE PALABRAS
A veces cierro la puerta de mi habitación y me imagino que recién te fuiste, o que estás por llegar. Entonces dibujo tu cara en mi cabeza en un intento por recordarte. Siempre melancólico, casi siempre serio, nunca tierno. ¿Cómo considerar tu ausencia? Hubo un tiempo en que caminábamos poco, nos encerrábamos mucho y no podíamos vivir juntos, pero tampoco separados. Ahora sos imposible. No te tuve entonces. No te tengo ahora. No fuiste ni serás de nadie. Creíamos en muchas cosas. Jugábamos con la vida. Querías que hiciera míos tus ideales. Yo te miraba expectante, con desconcierto. La duda te acosaba como un animal. Solo estabas seguro de una cosa: de que morirías joven. Y nunca le di importancia a tu certeza. O, en todo caso, me servía para que me aferrara más a reclamarte como mío, ya que íbamos a estar juntos por poco tiempo. Pretendías que tus autores favoritos fueran también los míos, y no percibías cómo me aburrían tus lecturas. Por eso te amaba cuando no hablabas, y simplemente estabas y no pretendías nada de mí. “¡Qué buena pareja hacen!” -comentó Clara un día, con la ironía que la caracterizaba. “Son la combinación perfecta de la belleza y la inteligencia”. Ella te amaba y vos la amabas y los tres lo sabíamos. Pero no fueron nuestras diferencias lo que nos separó, tampoco mis celos ni tu necesidad de mí, siempre insatisfecha. Yo simplemente me fui. Un día empaqué y me alejé como para que nunca volvieras a encontrarme. Era inútil esperar a que me aceptaras tal como yo era. Y me olvidé de vos. En los años que siguieron nunca lloré ni intenté
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buscarte. Tampoco te llamé porque, sin esforzarme, pronto fuiste nadie, nada, ni siquiera un recuerdo o una imagen… hasta hoy. Hoy me encontré con Clara y me dijo lo que de pronto te hizo ser Jorge otra vez. Por eso quiero encerrarte entre palabras para que nunca más te vayas. Clara me dijo que habían entrado a la madrugada, a los gritos. “Patearon la puerta y les dispararon a los dos mientras dormían, a Jorge y a ella, que estaba embarazada. Iban a casarse. ¿Te das cuenta? ¡Él, que decía que nunca iba a casarse ni tener hijos! Ella era hija de milicos; será por eso que los rastrearon rápido. Igual, no entiendo, porque Jorge ya no militaba… ni siquiera aparecía en las reuniones…” No quiero escuchar nada más. Cierro los ojos para encontrarte, a ver si puedo escucharte -por fin. A ver si puedo reconocer algo de nosotros en tu muerte.
PARA ENCERRAR A JORGE ENTRE PALABRAS
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STUMM
Estaba el mudo mirando el edificio, como siempre. Bastaba que algún vecino lo saludara desde la ventana para que él se pusiera a “hablarles”. Para todos era un buen tipo, menos para Adelaida. Ella sentía la presencia del mudo como una amenaza. Su mudez la inquietaba, y estaba segura -aunque no podía explicarse cómo- de que el mudo la espiaba y esperaba pacientemente la ocasión para atraparla. Tal como una fiera acosa a su presa. La comparación la intimidaba. Una vez, por descuido dejó las cortinas de su habitación sin descorrer. Desnuda, terminaba de secarse el pelo, cuando sintió que alguien la acechaba. Se cubrió y se acercó a la ventana. El mudo estaba allí. ¿Desde cuándo estaría espiándola? Corrió las cortinas y no alcanzó a ver cómo él sonreía y se pasaba la lengua por los labios. Esa misma noche, hacia el amanecer, golpearon a la puerta de Adelaida. No abrió. Cuando a la mañana salió a comprar el pan, se enteró por un vecino de que el mudo se había marchado. ¿Habría sido él entonces quien había llamado a su puerta, para despedirse? La posible respuesta afirmativa la enfureció. Pecaba de ingenua. Seguramente, como la había visto desnuda y con las cortinas sin descorrer, consideró ese hecho como una provocación. Adelaida sintió que, en cierto modo, el mudo había triunfado: había golpeado a su puerta y estaba dispuesto a acostarse con ella, a pesar de todo. Pasó el tiempo y Adelaida se olvidó del incidente. Sus días transcurrían apacibles, aunque poco interesantes. Los chismes de los vecinos la tenían harta. La insistencia de sus padres para que se casara y por fin “siente cabeza”, la agobiaba. La comparación con sus hermanos, todos
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casados con hijos, ya estaba resultándole sofocante. Le atraía la ciudad. Le atraía mucho la ciudad. Por varios meses no hizo ningún gasto y ahorró los sueldos casi enteros. “Estoy ahorrando para viajar con Kari”, mintió. Y su familia le creyó. Una tarde de verano, en la ciudad, el mudo, sentado a la mesa de un bar, vio pasar a Adelaida. Salió corriendo y la tomó del brazo para llevarla, prácticamente a la rastra, al lugar donde vivía. Y allí están hasta hoy.
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Adelaida y el mudo no hacen otra cosa que amarse, comer, dormir y volver a hacer el amor. Ella se odia por haber desperdiciado tanto tiempo. Ahora goza del sexo libre y sin prejuicios, sin tener que escuchar falsas promesas ni reproches celosos. Poco a poco el sexo se complementa con un genuino sentimiento de amor hacia él. Se siente en paz. Plena. Por primera vez está enamorada. Y se sorprende de sentir deseos de casarse. Y quiere un hijo de él. Muchos. El compañero de Adelaida (ya no más “el mudo”), además de ser un gran amante es un gran lector. Por eso, un día, ella le da a leer su diario personal. Está segura de que estará feliz de comprobar que ella en verdad lo ama y desea casarse con él y tener hijos. Va a ducharse. Cuando vuelve a la habitación, él ya no está. Sobre la cama, ha dejado abierto el diario de Adelaida. Ella lee: Irás en la dirección indicada. Desde el principio lo sabíamos. Yo soy tu amo. ¿Te cabe alguna duda?
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UN HUECO ADENTRO
Al marido de la Julita para afanarle lo mataron sin asco. Ellos no vivían más juntos, pero igual creo que en el fondo ella le tenía cariño, y capaz que él también. Cuando me enteré me puse muy mal porque pensé: eso sí es una flor de tragedia, ahora los pibes se quedaron sin padre. Yo no sé cómo hizo la Julita para explicarles que el viejo no vuelve más. Antes lo veían de vez en cuando, pero por lo menos lo veían. Ahora, por más que pidan por él, ya está, ya no vuelve. Está muerto, bien muerto. Lo mataron sin asco. Lo peor es que lo conocían. Sabían dónde laburaba y lo fueron a buscar. Cuando alguien se te muere de golpe es muy fulero, pero, en fin, se te muere y se terminó todo. Ahora, decime bien: cuando a uno se le termina la esperanza, ¿cómo hace para seguir viviendo? Por eso lo mío es distinto. Yo no sé cómo, pero de repente una mañana sentí un hueco adentro. Y lo peor de todo: no pude llorar. Y ahora tampoco puedo llorar. Me falta fuerza, estoy vacía. Es verdad, esto no es nada comparado con lo que le pasó a la Julita… pero yo tengo que levantarme todas las mañanas, hacer los mandados, darle de comer a mis pibes, atenderlo al Rubén… y a la noche me viene más todavía el hueco adentro. Y todos duermen, pero yo sigo con los ojos abiertos. Los ojos muy abiertos. Y el hueco se me hace más grande, y eso que los pibes se portan bien y el Rubén es un tipo buenazo, tiene laburo, le pagan más o menos bien… A veces pienso que soy una desagradecida, porque otros la pasan muy mal, como la Julita. Tengo a toda mi familia y están todos bien. Pero igual me falta la esperanza. Por eso no piso más una iglesia, ni miro más la tele porque no le creo nada a nadie. A nadie. Y cuando quiero dormir
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me cuesta, porque no me puedo imaginar cosas lindas para mañana; veo todo negro y me lleno de rabia, porque esto no me lo busqué yo. No señor, no me lo busqué yo. A mí la esperanza me la sacaron de a poquito y sin que me diera cuenta. De repente, chau, no la tuve más. Doy vueltas, me siento, me paro, salgo a la calle, saludo a los vecinos… Las piernas me andan, la boca me habla, pero ésta no soy yo. Antes era distinta. Antes, cuando tenía la esperanza, yo sabía adónde caminaba y qué decía con mi boca. Ahora estoy partida en dos y tengo un hueco adentro y como nunca me había pasado, no sé qué hacer. Es tonto, pero no me animo a contarle a nadie lo del hueco adentro. El Rubén, por ejemplo, vuelve reventado, casi se queda apolillado sobre la mesa y al día siguiente, cuando se va a laburar, todavía es de noche. ¡Qué le voy a andar contando lo del “hueco”! A los pibes tampoco les puedo contar; por eso cuando me preguntan qué me pasa que estoy triste, me hago la tonta. Estaría bien feo eso de contarle a los hijos que no le creo más nada a nadie. Para colmo, se viene el invierno. El día se hace corto. La noche se hace larga. El frío aprieta. ¡Qué bruta!, ¿no? Tendría que preocuparme por lo importante: si el Rubén se queda sin laburo, o si los pibes se me enferman… pero eso ya nos pasó y seguimos adelante. En cambio lo que NUNCA me pasó es que me arranquen la esperanza. Si yo sabía que me la podían sacar, capaz que la cuidaba mejor. ¡Pero a quién se le iba a ocurrir que se iban a meter adentro de uno y arrancarle la esperanza! Y ahora tengo un aujero que no puedo llenar. El marido de la Julita tiene un aujero por cada bala que le metieron, pero estoy segura que no es lo mismo que tener un hueco adentro.
UN HUECO ADENTRO
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VECINOS NUEVOS
Erik y Margaretta se mudaron al barrio cuando yo cursaba la escuela primaria y ahora, al recordarlos, no puedo menos que inquietarme. Ella era una mujer de casi uno cincuenta de estatura, bien proporcionada. Impresionaba su cara de laucha y su pelo ralo. Él también era de contextura pequeña y miembros delgados, ideal para un jockey, de no haber quedado inválido en su juventud. Vivían con su hijo en una casa a la medida de ellos: pequeña, simple, algo parecido a una cuevita con jardín. La presencia en el barrio de Erik y su familia alteró la rutina: eran los padres de un chico idiota. Los primeros días de la mudanza yo me asomaba a la medianera y solía ver al idiota trotar por el jardín. Mi madre me increpaba ¡Bajáte de ahí! ¡Dejá de mirar! Y yo entonces me paraba frente al espejo para tratar de imitar sus movimientos. Si obtenía buenos resultados, me dedicaba a otra cosa. (Mis primos me habían prevenido que podía contagiarme…¡y yo les creía). Meses más tarde dejé de ver al chico idiota. En casa llegaron a la conclusión de que lo habían internado, pero yo no pensaba igual; prefería imaginarme que lo habían atado a la cama, como había leído en las historias de terror. Erik y Margaretta se saludaban con los vecinos y, aunque no se relacionaban con nadie, tampoco eran desatentos. En casa decían que era difícil entender el idioma, pero yo siempre pensé que nadie se había preocupado por hacerlo. Cuando nos sentábamos a comer, mi hermano mayor solía divertirme hablando con acento extranjero, intentando imitar el de los vecinos nuevos, pero esto irritaba a mi padre, quien nunca toleró que hi-
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ciéramos en la mesa otra cosa que no fuera comer. Era usual ver a Erik y Margaretta sentados en el porche, ella en una banqueta de mimbre y él en su silla de ruedas. Ella tejía o simplemente se cruzaba de brazos y sólo los descruzaba para alcanzarle agua a su marido o para espantarle algún insecto. Él permanecía con los ojos fijos en un punto del horizonte… si es que podía vislumbrarse uno desde la cuevita con jardín. De pronto rompían el silencio y tenían una especie de discusión. Entonces Margaretta se ponía de pie y se encaminaba al cuartito del fondo donde guardaban -podía suponerse- objetos en desuso, herramientas, y vaya a saber qué más. Yo era un chico y, como tal, no hice caso: seguí subiendo a la medianera para curiosear a los vecinos nuevos. En una de esas descubrí que Margaretta iba siempre al cuartito del fondo; se quedaba un buen rato y cuando salía, cargando una bolsa mediana, su rostro denunciaba un triste alivio. La gente del barrio decía que Margaretta era muy madrugadora. La veían camino a la estación siempre a la misma hora. Suponían que prepararía el desayuno para Erik, quien se las arreglaría solo hasta el regreso de su mujer. En casa no se imaginaban cómo haría el pobre Erik solo todo el día Dios lo guarde. Eso a mí no me preocupaba. Sí me preocupaba para qué iba Margaretta al cuartito del fondo tan seguido. En el verano, cuando ya habían terminado las clases, comprobé que iba por lo menos cuatro veces por día, y salía siempre con una bolsa en la mano. El día en que cumplí ocho, Margaretta se murió. Lo recuerdo porque cuando mi madre volvía de la pizzería con unas empanadas, vio a Erik sentado solo en el porche. Las ventanas estaban abiertas de par en par y se veía el pequeño ataúd con velas alrededor. Según dijo mi madre, algunos vecinos habían colaborado con los trámites para el velatorio y el entierro. Y si bien ella estaba incómoda con el paquete de empanadas calientes, se sintió obligada a detenerse y darle el pésame. Fue algo rápido: ella quería volver a casa, atender a mi cumpleaños y acostarse
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temprano, porque salíamos de vacaciones a la costa al día siguiente. Escuché que le decía a mi padre: Erik estaba mal. Me repetía “Yo quedar solo, señora”. Casi llorando, me dijo “¿Y ahora quién atender a mí?... Margaretta siempre cuidar a mí”. De repente, miró hacia el cuartito del fondo y me dijo despacito al oído: “¿Y qué va a pasar con Blödsinnig?”
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Hasta hoy, casi cinco años más tarde, mi madre se niega a hablar de lo que siguió. Dice que prefiere no acordarse de ese cumpleaños mío. A la vuelta de aquellas vacaciones, nos encontramos con que se había incendiado la cuevita con jardín. Erik había muerto asfixiado. El cuartito del fondo, sin embargo, seguía en pie.
NUEVOS VECINOS
Primera ediciรณn septiembre 2018
INDICE 5
ARAÑAR LOS CIELOS
11
CARTA A DEIDRE
15
CHÉ, CORAZÓN
21
EL ALEGATO DE PITÁGORAS DUVAL
25
EL BOSQUE VACÍO
31
EL BOSQUE VACÍO (OTRA VERSIÓN)
35
EL SUEÑO CAPICÚA
39
LA APUESTA
45
LA CAJITA DE FÓSFOROS
49
LA CAJITA DE FÓSFOROS (OTRA VERSIÓN)
53
LAS CARTAS Y EL TESORO
57
MASCARÓN DE PROA
63
PARA ENCERRAR A JORGE ENTRE PALABRAS
67
STUMM
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UN HUECO ADENTRO
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