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ENTREVISTA > HOSPITALARIOS
Hospitalarios
En pandemia, médicos de todas las especialidades pusieron su determinación de salvar vidas por encima de su propia salud.
Texto MANUEL CANTÓN • Fotos ALEJANDRO CHASKIELBERG, JUAN SALVARREDY Y NICOLÁS J. SILBERAY PÉREZ
l 31 de diciembre no solo se celebra la fiesta de Año
ENuevo, también es el aniversario del día en que el Comité de Salud Municipal de Wuhan informó a la Organización Mundial de la Salud que algo extraño estaba pasando en su ciudad. Había un aumento inexplicable en la incidencia de neumonía, especialmente entre trabajadores del mercado. Las pruebas indicaban que el virus causante de la enfermedad no era el SARS, ni el MERS, ni ninguna otra de las enfermedades respiratorias conocidas. El genoma del COVID-19 fue secuenciado poco más de una semana después.
Ese fue el principio de la pandemia que aún hoy, casi tres años después, continúa asolando el mundo. En ese tiempo, Argentina en particular atravesó más de seis meses de confinamiento; un año de distanciamiento social, faltantes de barbijos, máscaras, alcohol en gel y respiradores, diez puntos de caída del PBI, cinco millones y medio de casos, setenta millones de vacunas administradas y alrededor de ciento veinte mil lamentables muertes. Es una crisis sanitaria sin precedentes, cuyos efectos todavía no podemos dimensionar del todo. En este momento histórico, como en tantos otros, los masones hemos tenido una participación destacada. Si bien muchos hermanos, cada uno desde su lugar, han sabido colaborar con su esfuerzo, la Orden de los Caballeros de Malta destaca sobre las demás. Fundada y presidida por Pablo Arana, médico clínico, esta logia operativa reúne a más de ciento cincuenta profesionales de la salud de todo el país, con miembros en cada provincia. “La logia surge a principios de 2020, cuando veo que en Europa los casos empiezan a aumentar”, dice Arana. “Las logias son, para los masones, la unidad de trabajo más pequeña. Esta en particular era una logia operativa, cuyo objetivo era luchar contra todo lo que podía traer aparejado la pandemia del coronavirus. No sabíamos nada del virus en esa época. Entonces, el objetivo era trabajar
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cuidando la salud de los hermanos masones, de sus familias y, como la masonería no solamente cuida a los hermanos, sino que también es filantrópica y progresista, la idea era también ayudar al resto de la población”. Desde entonces, la Orden de los Caballeros de Malta funciona principalmente como un sistema de interconsulta y de apoyo entre profesionales de la salud, aunque también ejecutó algunas acciones coordinadas. Además de donaciones de insumos al Hogar Bernardino Rivadavia y donaciones de máscaras a hospitales en todo el país, miembros de la orden viajaron a asistir a las víctimas de los incendios en El Hoyo y en El Bolsón, en marzo de este año. Durante este tiempo, sus integrantes dedicaron tiempo y esfuerzo a construir una red nacional que pudiera asistir allí donde hiciera falta. Hoy tres de ellos deciden compartir sus experiencias.
Pablo Wizenberg
Pablo Wizenberg es médico psiquiatra, especializado en estrés postraumático. Trabaja, sobre todo, con situaciones de catástrofe; debido a ello ha asistido a personas de condiciones muy diversas: desde excombatientes de Malvinas, hasta víctimas de la tragedia de Cromañón. Hoy en día se dedica principalmente a atender clientes particulares en su consultorio y a asesorar empresas en materia de inteligencia emocional.
—Vos no trabajás en hospitales, sino de forma particular. ¿Cómo empezaste a sentir el impacto de la pandemia desde esa perspectiva?
—Bueno, yo empecé a trabajar en el tema desde muy temprano, porque Caballeros de Malta se formó cuando el virus todavía no había llegado hasta acá. Dentro de ese grupo hay una Comisión de Salud Mental, a la cual pertenezco, y desde ahí intentamos trabajar sobre la otra pandemia, que es la pandemia emocional. Por ahí, la gente no lo recuerda, pero los primeros quince días de aislamiento fueron absolutos. Yo transitaba la ciudad y parecía un pueblo fantasma. Y eso implicó lo que yo llamo el "efecto caverna". No querés salir, te parece que el afuera te da una señal peligrosa. No solamente por el contagio: la sensación psicológica es que el afuera es un lugar de violencia. Y hay gente que lo está padeciendo; gente mayor, de mediana edad y hasta chicos. Estoy atendiendo a muchos pacientes que están sufriendo las consecuencias del aislamiento y de la des-sociabilización, es decir, de la pérdida de referencia de sus pares. Con respecto a la salud, la gente dejó de atender sus necesidades primarias, onces sus situaciones se empezaron a agravar. Realmente, yo creo que uno pierde la noción del impacto emocional que significa esta pandemia.
—Mencionaste los efectos del confinamiento, pero dado que vos te especializás en estrés postraumático, te quería preguntar si no trabajaste también por ese lado. ¿Tenés casos de gente atravesando estrés posttraumático o duelos?
—Vos sabés que esta pandemia emocional toma una modalidad especial: vamos a ver gente con más ansiedad, con más estados depresivos, pero también con mucho de lo que llamamos "burnout". El "burnout", en su descripción clásica, afecta especialmente a los profesionales, cuando hay una carga excesiva de trabajo o una exigencia muy grande del entorno en la cuestión laboral. Entonces, se dice que la persona termina "quemada", y "quemada" es esto: disminuye su rendimiento y le cuesta relacionarse. Hoy, el estrés postraumático en la gente es algo parecido al" burnout". Por algo en este momento estamos viviendo socialmente como si no existiera el COVID. Es la necesidad humana de volver a estar conectado con la naturaleza, con los otros, con la alegría, con la música. Es así, no estamos acostumbrados a ponernos algo en la cara para no respirar adecuadamente, no estamos acostumbrados a no abrazarnos, a no besarnos. Si bien por ahí es una cuestión de costumbre, no es nuestra cultura, y entonces la padecemos.
—Y a vos, personalmente, ¿cómo te afectó el proceso?
—En lo personal, cuando empecé a vivir todo esto y a trabajar en intensidad y en cantidad, me acuerdo de que una noche le dije a mi mujer: "Che, qué cosa, mirá lo que me está tocando". Y al mismo tiempo que se lo decía, pensaba: "Qué suerte", porque la verdad es que para eso estoy formado, para eso tengo capacidad, y es una oportunidad profesional para dar una ayuda. Entonces, me ha energizado, desde ese lugar es como que redoblo la apuesta. Me siento contento cuando estoy ayudando, voy con todo. Cuando fui a asistir a las víctimas de los incendios en el sur, fue muy difícil la situación, porque la gente había sido usada desde todos los puntos de vista. Más de mil
casas habían sido destruidas y la gente estaba indignada porque los políticos venían a sacarse fotos con las ruinas. Pero, a pesar de todo eso, de la indignación y de la bronca que tenía la gente, fuimos bien recibidos, abrimos puertas y pudimos ayudar en vez de ser echados como en otros casos.
—¿Vos sentís que la Orden te ayudó, te contuvo de alguna forma?
—Totalmente. La Orden es una oportunidad para ejercer mi profesión y generar un espacio de contención y de confianza. Porque, para los que pertenecemos a la Orden, hay una primera regla básica: confiamos en los Hermanos. Entonces, cuando viene un Hermano, o incluso gente que no es de la Orden, pero viene referida, uno lo recibe listo para dar una mano, porque se sabe que es buena gente. Y, aunque no sea buena gente, estamos para ayudar, desde el punto de vista médico, no discriminamos. Te cuento un ejemplo interesante. Hace poco fue La Noche de los Museos, y ahí se abrieron las puertas de la Gran Logia que está en el centro. Yo fui con mi mujer, porque ella nunca había ido, a ver lo que nosotros llamamos el Gran Templo. Y lo interesante es que me saludaba gente que yo no conocía. “Hola, Pablo”, me decían; "Te agradezco mucho", decía otro. En un momento mi mujer me dice: "Che, qué famoso que sos". Pero no es que yo sea famoso. Esa era toda gente que yo había ayudado durante estos dos años de pandemia, a través de Zoom o Google Meet; hay tanta gente que uno pierde la cuenta. Pero que vuelvan, te saluden y te agradezcan, eso te llena el alma. Es una buena gratificación.
—¿Es eso lo que te empuja a continuar con tu trabajo?
—Mirá, para los que estamos en salud y creemos en la salud, las convicciones te ayudan a ser resiliente. Cuando uno tiene la posibilidad de desarrollar sus convicciones, como es mi caso, te transformás en una persona resiliente. Obviamente, estoy cansado. Por momentos estoy muy cansado, me doy cuenta de que llega la noche y estoy muerto, pero me levanto a la mañana, totalmente renovado y cuando viene un pedido de ayuda estoy a full. No digo "Uy, otro caso más", ¿me entendés? La resiliencia tiene mucho que ver con el amor, en el buen sentido del amor, y con la entrega, el compañerismo, el reconocimiento, la pertenencia. La pandemia nos tiene que enseñar a todos a vivir en el aquí y ahora. Es un gran aprendizaje en ese sentido. Estamos construidos mentalmente para proyectar, para ver qué hacemos el día de mañana, qué hacemos con nuestro próximo examen, qué hacemos con nuestro próximo trabajo, qué hacemos con nuestra próxima pareja; y me parece que la pandemia nos vino a decir que el aquí y el ahora son fundamentales. Disfrutemos de esta charla que tenemos ahora, de esta entrevista que me estás haciendo. Te entrego lo mejor de mí en este momento, después veremos.
Antonio Pérez Sánchez
Antonio Pérez Sánchez es médico pediatra, especialista en terapia intensiva pediátrica. Es otra víctima del pluriempleo, típico entre los profesionales de la salud: trabaja en el Hospital Lucio Meléndez de Adrogué, en la Corporación Médica de San Martín y en el Hospital Gutiérrez de la Ciudad de Buenos Aires.
—Durante mucho tiempo se recalcó que la parte "buena" de la pandemia era que no afectaba tanto a los niños. ¿Esto se vivió así dentro de los hospitales?
—Sí, es benigna, no los afecta tan directamente como a un adulto; sí tiene afección a nivel respiratorio, pero al no tener muchas de las comorbilidades que se generan con la edad (la hipertensión, por ejemplo), no hay tanta gravedad ni tanta replicación dentro de los pacientes. Aunque el COVID sí causa otras cosas, esto tardamos bastante en entenderlo, pero con el tiempo nos dimos cuenta de que puede generar una especie de síndrome inflamatorio multisistémico, quizás un poco parecido a la enfermedad de Kawasaki, que es un tipo de reacción autoinmune que genera marcas en la piel. En el Gutiérrez se veían pacientes que tenían reacciones en la piel, como si fueran una gran quemadura, y era precisamente por el COVID. De todas formas, en el Gutiérrez yo no traté tantos casos de COVID, porque ahí me dedico a la terapia intermedia, que es diferente.
—¿En qué se diferencia?
—Es diferente porque en la intensiva tenés todas las máximas gravedades. En cambio, en la terapia intermedia tenés posquirúrgicos, o pacientes a los que hay que realizarle controles, ya sea internos, cardiológicos, o algunos oncológicos no invasivos. Durante todo este tiempo nosotros intentamos hacer la terapia "back up" de la terapia con pacientes no-COVID. ¿Qué significa eso? Que, si algún paciente llegaba a necesitar atención intensiva sin ser COVID, nosotros se la íbamos a dar.
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"Los médicos sabemos que nos vamos a contagiar, pero nuestras familias no. Mi señora es pediatra, así que ¡doble chance! Entonces, aislé a mis padres, ancianos, y dejé de tener contacto con dos de mis hijos".
—O sea que, durante la pandemia, por lo menos en el Gutiérrez les tocó tomar todas las terapias intensivas no relacionadas con el COVID.
—Tal cual. Al principio había muy pocos pacientes porque se cerraron todos los hospitales. Imaginate que había oncológicos en tratamiento, o con turno quirúrgico, a los que se les suspendió todo; quedó mucho paciente en banda, fue terrible. El primer año fue eso, no teníamos tanto. En el segundo año sí, ya empezamos a atender. Porque la cosa la empezamos a entender recién después de un año. Te pongo un ejemplo: en el Gutiérrez, al principio de la pandemia, si había un caso de un nene positivo, se encerraba a toda la familia, teníamos a toda la familia, con tres o cuatro hijos quizás, adentro del hospital. Lo peor es que había gente que, cuando se iba, te agradecía y te decía: "La pasamos mejor acá que en casa. Acá por lo menos teníamos dos o tres comidas". Eso es muy común en pediatría. No vemos en los hospitales pediátricos a gente con obras sociales fuertes, no, es más bien gente que realmente no tiene nada; y ese tipo de cosas te pega bien adentro. Algunas madres llegaban a agradecer tanto que se iban llorando. No querían irse a la casa. Y esa misma gente, la más necesitada, fue también la que más nos dio a nosotros.
—¿En qué sentido?
—Mirá, una de las cosas que yo más recuerdo es que el aplauso, el famoso aplauso de las nueve, no le gustaba a nadie, a nadie. Es como que te aplaudan en el Coliseo, con el león enfrente. Me acuerdo que en el barrio empezaron a aplaudir y yo salí con una olla a golpear, con toda la bronca, mi señora me tuvo que meter adentro. “¿Qué hace la gente?”, pensaba. “¿Se preocupa? No, nos mandan adelante, desprotegidos, y no les importa nada”. Yo llegué a escuchar: "Bueno, vos elegiste eso". Y en un montón de lugares pedí colaboraciones, para conseguir máscaras, barbijos... Conseguí mucho más en el hospital chiquitito de Adrogué que en cualquier otro lado. La gente más humilde venía y decía: "¿Qué necesitan?, acá salvaron a mi hijo, ¿Qué necesitan?”. Se terminó armando un grupo de cosedoras que nos cosía camisolines. Y el resto de la gente, la espalda.
—¿Te sentiste muy desprotegido durante la pandemia?
—Cuando se instauró la pandemia, mi primera preocupación fue mi familia. Los médicos sabemos que en algún momento algo nos vamos a contagiar, pero nuestras familias no. Además, mi señora también es pediatra, por lo que teníamos el doble de chances. Así que, aislé a mis padres, que son mayores, y dejé de tener contacto con dos de mis hijos, los del primer matrimonio. Con mi actual pareja tenemos un nene que lo llevamos a la casa de los abuelos, y una nena, que ella tiene con una pareja anterior, que fue a quedarse con el padre. Entonces, quedamos aislados. Eso fue duro. Imaginate que, bueno, yo soy medio obeso, tengo algunas condiciones, pero así y todo no quise quedarme atrás; no, yo quería estar adelante. Y aun así al principio no podía dormir; porque lo peor es que vos sabés, por ahí, para alguien que no sabe nada, el miedo es una ratita. Nosotros teníamos elefantes. Nosotros sabemos lo feo que es terminar ventilado. Después me enteré, charlando, de que yo no era el único que tenía problemas para dormir. A muchos les pasaba lo mismo. Y con el tiempo, el miedo fue aflojando.
—¿Qué hizo que aflojara?
—Bueno, en primer lugar, entender más sobre el virus. Pero también me ayudó mucho Caballeros de Malta. Era un lugar donde podíamos charlar, donde hablábamos todos el mismo idioma. Al principio sentíamos miedo, y dudo de que haya alguno que no lo haya sentido. Pero al estar reunidos en un lugar, aunque sea virtual, en un chat, podíamos por lo menos charlarlo. He hablado con muchos que se ponían a llorar, que decían: "Mi familia vive en tal lugar, deciles esto cuando yo me vaya". Hablábamos a las tres, cuatro de la mañana. Fue muy bueno, porque así teníamos un lugar de descarga. En ese sentido también ayudaron otras cosas. En su momento, ya hablando como médicos, se intentó —“se intentó”, digo, porque los médicos somos muy egocéntricos y aparentemente no podemos unirnos como tales — hacer un sindicato de terapistas. A muchos colegas les pasa que son especialistas y no les reconoce la especialidad, y además en muchos lugares hay terapistas que no son terapistas. No estoy necesariamente en contra de eso, pero la pandemia dio lugar a las peores bajezas, sobre todo en el ambiente privado. Vos pasaste por el cartel de terapia, ya sos terapista; vos sabés intubar, ya sos terapista, y eso tiene consecuencias. Encima vos, sin experiencia, podías ser terapista como yo y ganar exactamente lo mismo. Eso hurga en las peores condiciones de cada uno, hasta que uno después se va habituando y vuelve de nuevo al estado natural —la indefensividad, le digo yo—, y piensa que ya está todo hecho y no se puede cambiar nada. Se hizo, de todas maneras, una especie de sindicato de intensivistas. Se llegó a alcanzar la representación legal, y ahí estamos.
Marcelo Bravo
Marcelo Bravo es intensivista, aunque también se ha dedicado a la emergentología. Trabaja en el Hospital Santojanni de la Ciudad de Buenos Aires, donde es médico de planta.
—¿Cuándo empezaron los intensivistas a sentir el impacto de la pandemia?
—Aproximadamente, en marzo de 2020. Ahí empezamos a planificar la respuesta frente a lo que se iba a venir, que terminó ocurriendo ese mismo marzo. A mí me tocó coordinar la tarea, un poco porque muchos de los médicos del hospital, aunque estaban muy bien formados, eran jóvenes todavía. Después, el impacto en serio se empezó a notar en junio de 2020, sobre todo por la cantidad de casos. En la guardia hubo que aumentar la capacidad de la terapia intensiva: estos pacientes la requerían casi de inmediato porque la primera cosa que el COVID afecta gravemente son los pulmón. En los años que tengo de terapia no vi tanto impacto pulmonar, tan rápido y grave. Encima, en la primera ola, iban todos a respirador. Todos los graves, ¿no?, que era un porcentaje más bien chico, pero en un contexto de muchos casos, hay más casos graves. Si bien en el porcentaje frío quizás eran pocos, la cantidad neta de infectados era mucha. Nosotros hemos tenido la terapia intensiva al cien por ciento durante dos o tres meses de corrido.
—Es mucho tiempo para estar a plena capacidad, ¿no?
—Mirá, yo durante mucho tiempo me dediqué a víctimas múltiples, que es cuando hay una gran cantidad de víctimas en un determinado accidente. Una colisión de trenes, un derrumbe, ese tipo de cosas. La diferencia es que eso es agudo; por ahí es más dramático, pero tiene un fin claro. Vos hacés el triaje de las víctimas, las trasladás, y se termina. La diferencia con esto era que no se terminaba más. Los pacientes llegaban, y llegaban, y llegaban. Encima, había mucha mortalidad inicial, porque realmente no teníamos herramientas terapéuticas efectivas más que el corticoide, los anticoagulantes y la respiración mecánica. No había mucho más que eso. La más impactante fue la segunda ola, en la que se nos han muerto familias enteras, “enteras”. Y de gente más joven. Eso fue un problema porque de repente los médicos más jóvenes estaban atendiendo a mucha gente de su misma edad y, lógicamente, hacían una especie de transferencia. Es muy difícil sobrellevar ese tipo de cosas, porque el médico no es un hielo, sino al contrario. Entonces, los más grandes teníamos que ir y decirles: "Bueno, mirá, hasta acá llegamos. No hay más nada que se pueda hacer”. Eso realmente pasa.
—O sea que, como médico más experimentado, te tocaba moderar a los más jóvenes.
—Éramos tres médicos más viejos, y esa fue nuestra función: un poco de contención, un poco de coordinación, un poco de acompañamiento. Y también colaborábamos cuando había una maniobra que costaba mucho. Era difícil, porque había que ponerse los trajes especiales, y eso te limitaba la visión, te limitaba los movimientos, te deshidrataba. Los trajes te aíslan de la infección, pero de alguna forma hay que hidratarse. Y uno entraba una hora o dos, pero los chicos estaban ahí durante cinco o seis, trabajando. Encima, como era tanto el daño pulmonar, a los pacientes había que estarles mucho encima. Había que darlos vuelta, lo que se llama ventilación prona, para que las áreas que no están oxigenadas se oxigenen mejor. Los más graves eran obesos mórbidos; pensá que entonces teníamos que dar vuelta a alguien de 140 kilos con todo el aparataje encima —porque el riesgo de moverlo es que se extube— y con márgenes muy pequeños de trabajo. Eso fue extenuante, la verdad es que fue extenuante.
—¿Cuál fue el impacto que tuvo este pico en vos?
—Lo que yo te comentaba: que no se terminaba. Bajaba un poco y arrancaba de vuelta; en la primera ola incluso se morían bastantes. Hemos tenido gente que se fue hablando con nosotros. O sea, uno puede dividir en varias etapas estas olas, pero la sensación permanente era que no se iba a terminar nunca. Yo a mi vieja no la vi durante cuatro meses, hasta que me vacuné, a mis hijos tampoco. Veía nada más que a mis colegas. Si bien no estuve encerrado, como dice la gente, porque yo iba al hospital, igual era algo muy raro de ver. Toda la ciudad estaba vacía. Todavía no estaba aprobada la vacuna, mucho menos dada, no sabíamos realmente cuándo iba a llegar el final. Entonces, el cansancio era mayor. Yo te puedo decir —porque sufrí mucho estrés postraumático— que me convertí en un observador de lo que pasa. Entonces, yo veía cómo
los más jóvenes entraban en el negativismo. "Se mueren todos, se van a morir todos", decían. Ese era el tipo de frustración que te agarraba, sentías que no se podía hacer más nada, y lo peor es que era cierto, no se podía hacer más. Nos pasó que en el primer momento no había equipamiento y tuvimos que buscar donaciones para cuidar a los trabajadores (de hecho, parte de los equipos de protección los donó la Orden). En una sala teníamos catorce pacientes: el rango de contaminación era muy elevado, como para no estar protegidos. Nosotros nos vacunamos casi al año de que empezó la pandemia; yo me vacuné el dos de enero de del 2021, fui de los primeros. Eso significa que pasamos todo ese período sin vacuna, expuestos. Yo tenía miedo porque además, soy diabético tipo dos. Muchos me preguntaban por qué no me pedía una licencia especial, pero veía a los más jóvenes, que estaban cansados, y no entendía cómo sacaban fuerzas para seguir, entonces no podía dejar de ir al hospital. Recién ahora estamos viendo las consecuencias de todo este esfuerzo, todavía no nos damos cuenta.
C Dr. Marcelo Bravo, de guardia, unidad de terapia intensiva, Hospital Santojanni, CABA.
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—¿Qué tipo de consecuencias?
—Vos pensá que estábamos todos en las casas, acovachados, y que parecía que se venía el Apocalipsis. El que no tuvo miedo no es humano, nadie está exento de tener miedo en esos contextos. Hubo colegas que no vieron a sus familias por dos años. Otros le empezaron a dar al alcohol mucho más que antes. En este sentido, fue y es muy útil el laburo de la Comisión de Salud Mental de Caballeros de Malta, el grupo de autoayuda que se armó para que los médicos nos acompañemos entre nosotros. De hecho, ahora esa misma gente está intentando ocuparse de todo el daño psicológico que recibieron algunos Hermanos. ¿Se podría haber hecho más? Sí, como todo, pero creo que lo que se hizo fue... fue como un abrazo, digamos. Yo siempre digo que a todos nos gusta que nos mimen, a todos nos gusta recibir un abrazo, una caricia. Hablo figurativamente, claro. Y Caballeros de Malta fue precisamente eso: un abrazo para todos. Ì
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