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HISTORIA > EPIDEMIA
a Un episodio de la fiebre amarilla en Buenos Aires, 1871 (del pintor Juan Manuel Blanes).
EPIDEMIA
De la fiebre amarilla a la Cruz Roja: masonería y salud pública en la historia argentina.
Texto HÉCTOR FRANCISCO, DÉVRIG MOLLÈS, PABLO SOUZA, PABLO TESIJA, WALTER SERVI, CAMILO VELLUSO (LADN407) Ilustraciones MAURICIO MEDINA
esde el siglo XVIII, en el
Dmundo paneuropeo, la cultura científica y la cultura masónica se retroalimentaron de manera constante. Sin embargo, estas interacciones son mal conocidas y poco estudiadas, tanto en Europa como en América Latina.
En nuestra región, el frágil entramado de instituciones del saber encuentra antecedentes en la actividad académica de los jesuitas desde el siglo XVI y en el periodo de las guerras de Independencia -en particular durante el gobierno de Bernardino Rivadavia, sin embargo, su etapa moderna queda señalada por la reapertura de la Universidad de Buenos Aires en 1852. Influidas por “la occidentalización como ideal”, las minorías dirigentes locales comenzaban entonces a desarrollar un proyecto de modernización basado en la integración de la región en la economía y la cultura paneuropea.
Fue precisamente a partir de este periodo que la masonería entró, en las tres repúblicas oceánicas del Cono Sur, en un proceso de cristalización institucional, estadio nunca alcanzado por las efímeras logias de inicios del siglo XIX. A partir de este momento, filosofía, ciencias y humanidades se desarrollaron a la encrucijada de, por lo menos, dos influencias disímiles: la católica y la masónica.
La epidemia de fiebre amarilla que asoló Buenos Aires en 1871 es un poderoso ejemplo del vínculo histórico que une la medicina moderna y la masonería en la región. Con un saldo estimado de 13000 muertos (8% de la población), dejó en la memoria colectiva el recuerdo de las consecuencias de tener un sistema de salud pública deficiente. La movilización psicológica provocada por la hecatombe motivó, en la década de 1880, la fundación
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de una nueva generación de hospitales estatales (como el Hospital General de Hombres, hoy Ramos Mejía, y el Hospital General de Mujeres, actual Rivadavia). Además, promovió la difusión del higienismo, doctrina social y política importada de los centros industriales europeos donde la urbanización acelerada había planteado problemas similares. Estas experiencias sociales motivaron finalmente la fundación de la Cruz Roja Argentina, filial local de la asociación humanitaria y pacifista fundada en Suiza en 1863 (ICRC 2014). Todos los eslabones de esta cadena se articularon en estrecho vínculo con los círculos masónicos. A pesar del silencio historiográfico sobre este punto, es lo que enseñan los archivos, por lo menos en el caso de Argentina, Uruguay y, probablemente, Chile.
La epidemia de 1871 no fue la primera. Buenos Aires había sido afectada ya en 1852 por una fiebre proveniente de Brasil, que se repitió en 1857, 1859, y 1863 (cólera asiático). Por otra parte, eran endémicas la viruela, el sarampión y la fiebre tifoidea. Esta frágil situación sanitaria se agravó con la Guerra de Paraguay. En 1867, una epidemia de cólera iniciada en los campamentos militares llegó en pocas semanas a la capital, donde vivían 177.787 de los casi dos millones de habitantes censados en 1869. A fines de 1870, un nuevo brote se expandió de Asunción a Corrientes y a Buenos Aires, cuyo sistema sanitario no estaba preparado para atender a miles de enfermos y muertos. El pánico desorganizó el frágil aparato estatal. El Consejo de Higiene Pública, el Superior Tribunal de Justicia, la Legislatura de Buenos Aires, el comercio y la administración pública cesaron sus actividades. El presidente Sarmiento fue trasladado por seguridad a Junín, a instancias de su médico personal -João Francis Petit de Murat- quien prestó sus servicios contra la epidemia y, al mismo tiempo, se inició en el seno de la logia América nº322. De los 160 médicos residentes en la capital solo quedaron 60. Los hospitales y los cementerios se abarrotaron. Una multitud abandonó la ciudad, que quedó desabastecida y librada al crimen. La prensa señaló un chivo expiatorio: los inmigrantes. Tanto o más numerosos que los criollos, se apiñaban sin derechos en las casas insalubres del barrio sur, alquiladas a los extranjeros por familias adineradas. La higiene pública era pésima, los servicios públicos inexistentes (por ejemplo, la recolección de la basura). En este contexto, las tensiones comunitarias y los discursos xenófobos proliferaban. Las principales respuestas a esta crisis provinieron, según la literatura especializada, de la Iglesia católica, de la Comisión Popular de Salud Pública y de la masonería. La Iglesia poseía una red territorial heredada de la Colonia y una vasta experiencia en materia de asistencia social. El gobierno de la provincia decretó -en acuerdo con el obispo de Buenos Aires, Monseñor Añeiros- que los médicos residirían en las casas parroquiales, donde podían ser fácilmente ubicables por la población. En junio de 1871, se celebró un Te Deum para celebrar los mártires de la epidemia. Mientras tanto, la élite ilustrada y cosmopolita comenzaba a evocar la posibilidad de cremar los cadáveres, una práctica entonces condenada por la institución religiosa. La Comisión Popular de Salud Pública fue fundada en marzo de 1871 por un grupo de
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editores de prensa, entre los cuales había siete argentinos, un chileno, dos franceses, un inglés y dos italianos. Ante la ausencia del gobierno, este grupo se hizo legitimar por una asamblea popular a la que asistieron -según sus informes- unas 8000 personas. De los 28 notables designados para encabezarla, por lo menos ocho eran masones. Según un testigo directo, la presidía el Gran Maestre José Roque Pérez, un importante intelectual de Estado, abogado especialista en relaciones internacionales. En condiciones adversas, la Comisión popular improvisó. Diseñó un Código de Higiene y habilitó un nuevo cementerio (Chacarita), además de limpiar los focos de infección. Sus métodos fueron brutales: se incineraban las casas y las pertenencias de los sospechosos que, en el caso de los inmigrantes, deambulaban luego sin techo, sin rumbo y sin protección. Rápidamente, sin embargo, la Comisión Popular sufrió de intrigas. En dos meses, se fragmentó en seis comisiones, cuyas atribuciones se superponían. Las disputas de poder “deplorables discusiones (...) políticas y personales”, —según La Nación del 23 de abril— llegaron a la notoriedad pública.
La Comisión Masónica de Socorros funcionó en paralelo, también bajo la presidencia del Gran Maestre argentino. Como él, varios integrantes perdieron la vida durante esta epidemia, tales como el médico y abogado Manuel Argerich, quien es retratado junto a Roque Pérez en la famosa pintura de Blanes. Según la documentación conservada hasta ahora, esta comisión masónica se conformó durante la epidemia de cólera de 1867. Aparentemente, celaba su autonomía y desconfiaba de las intrigas que habían socavado la Comisión popular: es, por lo menos, lo que inducen a pensar ciertas cartas emanadas de la logia Unión del Plata nº1, en la cual Roque Pérez había sido iniciado en 1856. Esta autonomía es quizás lo que permitió a la masonería argentina, nueve años más tarde, fundar el antecedente inmediato de la Cruz Roja Argentina: el Cuerpo Masónico de Protección a los Heridos, creado durante la guerra civil de 1880. Su “humanitaria misión” consistía en asistir a todos los combatientes que pertenecieran a “las fuerzas nacionales y provinciales”. Sus miembros prestaban “solemne juramento (…) de guardar el más estricto sigilo sobre todo lo que vean u oigan en cualquiera de los dos campos” (Cuerpo masónico de protección a los heridos 1882, p. 1, 2, 3). Ambas fuerzas aceptaron “el ofrecimiento de la Institución Masónica”, en las palabras del presidente Avellaneda (Cuerpo masónico de protección a los heridos 1880). Reconocida su neutralidad, el Cuerpo masónico movilizó unos 200 miembros. Sus ambulancias estaban identificadas con uniformes decorados de la escuadra y del compás. Los inmuebles masónicos -entre los cuales el templo de la logia Libertad nº48 en Flores y la actual sede central- se convirtieron en hospitales.
En 1882, al terminar su mandato de Gran Maestre, el Dr. Langenheim destacó la actividad del Cuerpo. En la misma asamblea, fueron electos para remplazarlo dos figuras políticamente enfrentadas: Domingo F. Sarmiento y Leandro N. Alem, presidente y vicepresidente respectivamente. Los médicos, farmacéuticos y voluntarios del Cuerpo masónico habían cobrado una nueva legitimidad social. Su experiencia como masones había despertado en ellos el deseo de participar abiertamente de la naciente vida cívica, como lo hacían las colectividades europeas con las cuales mantenían vínculos (por ejemplo los italianos). Una consecuencia fundamental de esta crisis sanitaria y social fue -además del empoderamiento de la corporación médica- la creación de la filial argentina
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de la Cruz Roja. Como en el caso de otras sociedades científicas o humanitarias, las interacciones con la masonería fueron constantes.
Diversas generaciones de masones -argentinos y extranjeros- participaron activamente de este proceso, entre los cuales se encontraban varios de los “padres fundadores” de la medicina moderna en el país.
Durante las décadas siguientes, la red masónica sirvió para diseminar -entre otros- los comités locales de la Cruz Roja: es lo que muestra, por ejemplo, el caso de la logia Estrella de Tucumán, en el norte argentino en 1893 (Logia Estrella
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de Tucumán 1893). Todo indica que esta dinámica, lejos de ser estrechamente nacional, fue regional, con probables conexiones en Uruguay y Chile. Este internacionalismo -humanitario, masónico y científico- fue relevante en 1873, por ejemplo, cuando Montevideo enfrentaba a su turno la fiebre amarilla.
Apoyados por sus hermanos de Argentina, los masones de Uruguay organizaron entonces “una comisión permanente que día y noche atiende a los pedidos de socorro, brindando asistencia médica, medicinas, auxiliares retribuidos por la Masonería” (Logia Caridad 1873). Ì
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