Cuentos Infantiles

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CUENTOS INFANTILES

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Autores: Harles Perrault Caperucita Roja Hans Christian Andersen La sirenita Charles Perrault La cenicienta Cristina Rodriguez Lomba Los tres cerditos Hermanos Grimm Hancel y Gretel Hans C. Andersen Patito Feo Hermanos Grimm La sirenita Hermanos Grimm Rapunzel

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Cuentos Infantiles Editor: Sinahy Camacho Rosarito Baja California 28-Julio-2020

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INDICE

Caperucita Roja ...................10 La cenicienta.........................16 Los tres cerditos...................26 Hancel y Gretel....................32 Patito Feo...............................40 Sirenita...................................46 Rapunzel................................53 El gato con botas..................83 Pinocho..................................92

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Caperucita roja

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Érase una vez una preciosa niña que siempre llevaba una capa roja con capucha para protegerse del frío. Por eso, todo el mundo la llamaba Caperucita Roja. Caperucita vivía en una casita cerca del bosque. Un día, la mamá de Caperucita le dijo: – Hija mía, tu abuelita está enferma. He preparado una cestita con tortas y un tarrito de miel para que se la lleves ¡Ya verás qué contenta se pone! – ¡Estupendo, mamá! Yo también tengo muchas ganas de ir a visitarla – dijo Caperucita saltando de alegría. Cuando Caperucita se disponía a salir de casa, su mamá, con gesto un poco serio, le hizo una advertencia: – Ten mucho cuidado, cariño. No te entretengas con nada y no hables con extraños. Sabes que en el bosque vive el lobo y es muy peligroso. Si ves que aparece, sigue tu camino sin detenerte. – No te preocupes, mamita – dijo la niñaTendré en cuenta todo lo que me dices. – Está bien – contestó la mamá, confiada – Dame un besito y no tardes en regresar. – Así lo haré, mamá – afirmó de nuevo Caperucita diciendo adiós con su manita mientras se alejaba. Cuando llegó al bosque, la pequeña comenzó a distraerse contemplando los pajaritos y recogiendo flores. No se dio cuenta de que alguien

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la observaba detrás de un viejo y frondoso árbol. De repente, oyó una voz dulce y zalamera. – ¿A dónde vas, Caperucita? La niña, dando un respingo, se giró y vio que quien le hablaba era un enorme lobo. – Voy a casa de mi abuelita, al otro lado del bosque. Está enferma y le llevo una deliciosa merienda y unas flores para alegrarle el día. – ¡Oh, eso es estupendo! – dijo el astuto lobo – Yo también vivo por allí. Te echo una carrera a ver quién llega antes. Cada uno iremos por un camino diferente ¿te parece bien? La inocente niña pensó que era una idea divertida y asintió con la cabeza. No sabía que el lobo había elegido el camino más corto para llegar primero a su destino. Cuando el animal llegó a casa de la abuela, llamó a la puerta. – ¿Quién es? – gritó la mujer. – Soy yo, abuelita, tu querida nieta Caperucita. Ábreme la puerta – dijo el lobo imitando la voz de la niña. – Pasa, querida mía. La puerta está abierta – contestó la abuela. El malvado lobo entró en la casa y sin pensárselo dos veces, saltó sobre la cama y se comió a la anciana. Después, se puso su camisón y su gorrito de dormir y se metió entre las sábanas esperando a

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que llegara la niña. Al rato, se oyeron unos golpes. – ¿Quién llama? – dijo el lobo forzando la voz como si fuera la abuelita. – Soy yo, Caperucita. Vengo a hacerte una visita y a traerte unos ricos dulces para merendar. – Pasa, querida, estoy deseando abrazarte – dijo el lobo malvado relamiéndose. La habitación estaba en penumbra. Cuando se acercó a la cama, a Caperucita le pareció que su abuela estaba muy cambiada. Extrañada, le dijo: – Abuelita, abuelita ¡qué ojos tan grandes tienes! – Son para verte mejor, preciosa mía – contestó el lobo, suavizando la voz. – Abuelita, abuelita ¡qué orejas tan grandes tienes! – Son para oírte mejor, querida. – Pero… abuelita, abuelita ¡qué boca tan grande tienes! – ¡Es para comerte mejor! – gritó el lobo dando un enorme salto y comiéndose a la niña de un bocado. Con la barriga llena después de tanta comida, al lobo le entró sueño. Salió de la casa, se tumbó en el jardín y cayó profundamente dormido. El fuerte sonido de sus ronquidos llamó la atención de un cazador que pasaba por allí. El hombre se acercó y vio que el animal tenía la panza muy hinchada, demasiado para ser un lobo. Sospechando que pasaba algo extraño, cogió un cuchillo y le rajó la

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tripa ¡Se llevó una gran sorpresa cuando vio que de ella salieron sanas y salvas la abuela y la niña! Después de liberarlas, el cazador cosió la barriga del lobo y esperaron un rato a que el animal se despertara. Cuando por fin abrió los ojos, vio como los tres le rodeaban y escuchó la profunda y amenazante voz del cazador que le gritaba enfurecido: – ¡Lárgate, lobo malvado! ¡No te queremos en este bosque! ¡Como vuelva a verte por aquí, no volverás a contarlo! El lobo, aterrado, puso pies en polvorosa y salió despavorido. Caperucita y su abuelita, con lágrimas cayendo sobre sus mejillas, se abrazaron. El susto había pasado y la niña había aprendido una importante lección: nunca más desobedecería a su mamá ni se fiaría de extraños.

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LA CENICIENTA

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Adaptación del cuento de Charles Perrault Hace muchos años, en un lejano país, había una preciosa muchacha de ojos verdes y rubia melena. Además de bella, era una joven tierna que trataba a todo el mundo con amabilidad y siempre tenía una sonrisa en los labios. Vivía con su madrastra, una mujer déspota y mandona que tenía dos hijas tan engreídas como insoportables. Feas y desgarbadas, despreciaban a la dulce muchachita porque no soportaban que fuera más hermosa que ellas. La trataban como a una criada. Mientras las señoronas dormían en cómodas camas con dosel, ella lo hacía en una humilde buhardilla. Tampoco comía los mismos manjares y tenía que conformarse con las sobras. Por si fuera poco, debía realizar el trabajo más duro del hogar: lavar los platos, hacer la colada, fregar los suelos y limpiar la chimenea. La pobrecilla siempre estaba sucia y llena de ceniza, así que todos la llamaban Cenicienta. Un día, llegó a la casa una carta proveniente de palacio. En ella se decía que Alberto, el hijo del rey, iba a celebrar esa noche una fiesta de gala a la que estaban invitadas todas las mujeres casaderas del reino. El príncipe buscaba esposa y esperaba conocerla en baile. ¡Las hermanastras de Cenicienta se volvieron lde con-

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tento! Se precipitaron a sus habitaciones para elegir pomposos vestidos y las joyas más estrafalarias que tenían para poder impresionarle. Las dos suspiraban por el guapo heredero y se pusieron a discutir acaloradamente sobre quien de ellas sería la afortunada. – ¡Está claro que me elegirá a mí! Soy más esbelta e inteligente. Además… ¡Mira qué bien me sienta este vestido! – dijo la mayor dejando ver sus dientes de conejo mientras se apretaba las cintas del corsé tan fuerte que casi no podía respirar. – ¡Ni lo sueñes! ¡Tú no eres tan simpática como yo! Además, sé de buena tinta que al príncipe le gustan las mujeres de ojos grandes y mirada penetrante – contestó la menor de las hermanas mientras se pintaba los ojos, saltones como los de un sapo. Cenicienta las miraba medio escondida y soñaba con acudir a ese maravilloso baile. Como un sabueso, la madrastra apareció entre las sombras y le dejó claro que sólo era para señoritas distinguidas. – ¡Ni se te ocurra aparecer por allí, Cenicienta! Con esos andrajos no puedes presentarte en palacio. Tú dedícate a barrer y fregar, que es para lo que sirves. La pobre Cenicienta subió al cuartucho donde dormía y lloró amargamente. A través de la ventana vio salir a las tres mujeres emperifolladas para dirigirse a la gran

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fiesta, mientras ella se quedaba sola con el corazón roto. – ¡Qué desdichada soy! ¿Por qué me tratan tan mal? – repetía sin consuelo. De repente, la estancia se iluminó. A través de las lágrimas vio a una mujer de mediana edad y cara de bonachona que empezó a hablarle con voz aterciopelada. – Querida… ¿Por qué lloras? Tú no mereces estar triste. – ¡Soy muy desgraciada! Mi madrastra no me ha permitido ir al baile de palacio. No sé por qué se portan tan mal conmigo. Pero… ¿quién eres? – Soy tu hada madrina y vengo a ayudarte, mi niña. Si hay alguien que tiene que asistir a ese baile, eres tú. Aho ra, confía en mí. Acompáñame al jardín. Salieron de la casa y el hada madrina cogió una calabaza que había tirada sobre la hierba. La tocó con su varita y por arte de magia se transformó en una lujosa carroza de ruedas doradas, tirada por dos esbeltos caballos blancos. Después, rozó con la varita a un ratón que correteaba entre sus pies y lo convirtió en un flaco y servicial cochero. – ¿Qué te parece, Cenicienta?… ¡Ya tienes quien te lleve al baile! – ¡Oh, qué maravilla, madrina! – exclamó la jovenPero con estos harapos no puedo presentarme en un lugar tan elegante.

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Cenicienta estaba a punto de llorar otra vez viendo lo rotas que estaban sus zapatillas y los trapos que tenía por vestido. – ¡Uy, no te preocupes, cariño! Lo tengo todo previsto. Con otro toque mágico transformó su desastrosa ropa en un precioso vestido de gala. Sus desgastadas zapatillas se convirtieron en unos delicados y hermosos zapatitos de cristal. Su melena quedó recogida en un lindo moño adornado con una diadema de brillantes que dejaba al descubierto su largo cuello ¡Estaba radiante! Cenicienta se quedó maravillada y empezó a dar vueltas de felicidad. – ¡Oh, qué preciosidad de vestido! ¡Y el collar, los zapatos y los pendientes…! ¡Dime que esto no es un sueño! – Claro que no, mi niña. Hoy será tu gran noche. Ve al baile y disfruta mucho, pero recuerda que tienes que regresar antes de que las campanadas del reloj den las doce, porque a esa hora se romperá el hechizo y todo volverá a ser como antes ¡Y ahora date prisa que se hace tarde! – ¡Gracias, muchas gracias, hada madrina! ¡Gracias! Cenicienta prometió estar de vuelta antes de medianoche y partió hacia palacio. Cuando entró en el salón donde estaban los invitados, todos se apartaron para dejarla pasar, pues nunca habían visto una dama tan bella y refinada. El príncipe acudió a besarle la

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mano y se quedó prendado inmediatamente. Desde ese momento, no tuvo ojos para ninguna otra mujer. Su madrastra y sus hermanas no la reconocieron, pues estaban acostumbradas a verla siempre harapienta y cubierta de ceniza. Cenicienta bailó y bailó con el apuesto príncipe toda la noche. Estaba tan embelesada que le pilló por sorpresa el sonido de la primera campanada del reloj de la torre marcando las doce. – ¡He de irme! – susurró al príncipe mientras echaba a correr hacia la carroza que le esperaba en la puerta. – ¡Espera!… ¡Me gustaría volver a verte! – gritó Alberto. Pero Cenicienta ya se había alejado cuando sonó la última campanada. En su escapada, perdió uno de los zapatitos de cristal y el príncipe lo recogió con cuidado. Después regresó al salón, dio por finalizado el baile y se pasó toda la noche suspirando de amor. Al día siguiente, se levantó decidido a encontrar a la misteriosa muchacha de la que se había enamorado, pero no sabía ni siquiera cómo se llamaba. Llamó a un sirviente y le dio una orden muy clara: – Quiero que recorras el reino y busques a la mujer que ayer perdió este zapato ¡Ella será la futura princesa, con ella me casaré! El hombre obedeció sin rechistar y fue casa por casa buscando a la dueña del delicado zapatito de cristal. Muchas jóvenes que pretendían

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con su amado. Él la esperaba en la escalinata y fue corriendo a abrazarla. Poco después celebraron la boda más bella que se recuerda y fueron muy felices toda la vida. Cenicienta se convirtió en una princesa muy querida y respetada por su pueblo. al príncipe intentaron que su pie se ajustara a él, pero no hubo manera ¡A ninguna le servía! Por fin, se presentó en el hogar de Cenicienta. Las dos hermanas bajaron cacareando como gallinas y le invitaron a pasar. Evidentemente, pusieron todo su empeño en calzarse el zapato, pero sus enormes y gordos pies no entraron en él ni de lejos. Cuando el sirviente ya se iba, Cenicienta apareció en el recibidor. – ¿Puedo probármelo yo, señor? Las hermanas, al verla, soltaron unas risotadas que más bien parecían rebuznos. – ¡Qué desfachatez! – gritó la hermanastra mayor. – ¿Para qué? ¡Si tú no fuiste al baile! – dijo la pequeña entre risitas. Pero el lacayo tenía la orden de probárselo a todas, absolutamente todas, las mujeres del reino. Se arrodilló frente a Cenicienta y con una sonrisa, comprobó cómo el fino pie de la muchacha se deslizaba dentro de él con suavidad y encajaba como un guante. ¡La cara de la madre y las hijas era un poema! Se quedaron patidifusas y con una expresión tan bobali-

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cona en la cara que parecían a punto de desmayarse. No podían creer que Cenicienta fuera la preciosa mujer que había enamorado al príncipe heredero. Señora – dijo el sirviente mirando a Cenicienta con alegría – el príncipe Alberto la espera. Venga conmigo, si es tan amable. Con humildad, como siempre, Cenicienta se puso un sencillo abrigo de lana y partió hacia el palacio para reunirse

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Los tres cerditos

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Los tres cerditos Había una vez tres cerditos que vivían al aire libre cerca del bosque. A menudo se sentían inquietos porque por allí solía pasar un lobo malvado y peligroso que amenazaba con comérselos. Un día se pusieron de acuerdo en que lo más prudente era que cada uno construyera una casa para estar más protegidos. El cerdito más pequeño, que era muy vago, decidió que su casa sería de paja. Durante unas horas se dedicó a apilar cañitas secas y en un santiamén, construyó su nuevo hogar. Satisfecho, se fue a jugar. – ¡Ya no le temo al lobo feroz! – le dijo a sus hermanos. El cerdito mediano era un poco más decidido que el pequeño pero tampoco tenía muchas ganas de trabajar. Pensó que una casa de madera sería suficiente para estar seguro, así que se internó en el bosque y acarreó todos los troncos que pudo para construir las paredes y el techo. En un par de días la había terminado y muy contento, se fue a charlar con otros animales. – ¡Qué bien! Yo tampoco le temo ya al lobo feroz – comentó a todos aquellos con los que se iba encontrando. El mayor de los hermanos, en cambio, era sensato y tenía muy buenas ideas. Quería hacer una casa confortable pero sobre todo indestructible, así que fue a la ciudad, compró ladrillos y cemento, y co-

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menzó a construir su nueva vivienda. Día tras día, el cerdito se afanó en hacer la mejor casa posible. Sus hermanos no entendían para qué se tomaba tantas molestias. – ¡Mira a nuestro hermano! – le decía el cerdito pequeño al mediano – Se pasa el día trabajando en vez de venir a jugar con nosotros. – Pues sí ¡vaya tontería! No sé para qué trabaja tanto pudiendo hacerla en un periquete… Nuestras casas han quedado fenomenal y son tan válidas como la suya. El cerdito mayor, les escuchó. – Bueno, cuando venga el lobo veremos quién ha sido el más responsable y listo de los tres – les dijo a modo de advertencia. Tardó varias semanas y le resultó un trabajo agotador, pero sin duda el esfuerzo mereció la pena. Cuando la casa de ladrillo estuvo terminada, el mayor de los hermanos se sintió orgulloso y se sentó a contemplarla mientras tomaba una refrescante limonada. – ¡Qué bien ha quedado mi casa! Ni un huracán podrá con ella. Cada cerdito se fue a vivir a su propio hogar. Todo parecía tranquilo hasta que una mañana, el más pequeño que estaba jugando en un charco de barro, vio aparecer entre los arbustos al temible lobo. El pobre cochino empezó a correr y se refugió en su recién

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estrenada casita de paja. Cerró la puerta y respiró aliviado. Pero desde dentro oyó que el lobo gritaba: – ¡Soplaré y soplaré y la casa derribaré! Y tal como lo dijo, comenzó a soplar y la casita de paja se desmoronó. El cerdito, aterrorizado, salió corriendo hacia casa de su hermano mediano y ambos se refugiaron allí. Pero el lobo apareció al cabo de unos segundos y gritó: – ¡Soplaré y soplaré y la casa derribaré! Sopló tan fuerte que la estructura de madera empezó a moverse y al final todos los troncos que formaban la casa se cayeron y comenzaron a rodar ladera abajo. Los hermanos, desesperados, huyeron a gran velocidad y llamaron a la puerta de su hermano mayor, quien les abrió y les hizo pasar, cerrando la puerta con llave. – Tranquilos, chicos, aquí estaréis bien. El lobo no podrá destrozar mi casa. El temible lobo llegó y por más que sopló, no pudo mover ni un solo ladrillo de las paredes ¡Era una casa muy resistente! Aun así, no se dio por vencido y buscó un hueco por el que poder entrar. En la parte trasera de la casa había un árbol centenario. El lobo subió por él y de un salto, se plantó en el tejado y de ahí brincó hasta la chimenea. Se deslizó por ella para entrar en la casa pero cayó sobre una enorme olla de caldo que se estaba calentado al fue-

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go. La quemadura fue tan grande que pegó un aullido desgarrador y salió disparado de nuevo al tejado. Con el culo enrojecido, huyó para nunca más volver. – ¿Veis lo que ha sucedido? – regañó el cerdito mayor a sus hermanos – ¡Os habéis salvado por los pelos de caer en las garras del lobo! Eso os pasa por vagos e inconscientes. Hay que pensar las cosas antes de hacerlas. Primero está la obligación y luego la diversión. Espero que hayáis aprendido la lección. ¡Y desde luego que lo hicieron! A partir de ese día se volvieron más responsables, construyeron una casa de ladrillo y cemento como la de su sabio hermano mayor y vivieron felices y tranquilos para siempre.

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HANCEL Y GRETEL

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En una cabaña cerca del bosque vivía un leñador con sus dos hijos, que se llamaban Hansel y Gretel. El hombre se había casado por segunda vez con una mujer que no quería a los niños. Siempre se quejaba de que comían demasiado y que por su culpa, el dinero no les llegaba para nada. – Ya no nos quedan monedas para comprar ni leche ni carne – dijo un día la madrastra – A este paso, moriremos todos de hambre. – Mujer… Los niños están creciendo y lo poco que tenemos es para comprar comida para ellos – contestó compungido el padre. – ¡No! ¡Hay otra solución! Tus hijos son lo bastante espabilados como para buscarse la vida ellos solos, así que mañana iremos al bosque y les abandonaremos allí. Seguro que con su ingenio conseguirán sobrevivir sin problemas y encontrarán un nuevo lugar para vivir – ordenó la madrastra envuelta en ira. – ¿Cómo voy a abandonar a mis hijos a su suerte? ¡Son sólo unos niños! – ¡No hay más que hablar! – siguió gritando – Nosotros viviremos más desahogados y ellos, que son jóvenes, encontrarán la manera de salir adelante por sí mismos. El buen hombre, a pesar de la angustia que sentía en el pecho, aceptó pensando que quizá su mu-

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jer tuviera razón y que dejarles libres sería lo mejor. Mientras el matrimonio hablaba sobre este tema, Hansel estaba en la habitación contigua escuchándolo todo. Horrorizado, se lo contó al oído a su hermana Gretel. La pobre niña comenzó a llorar amargamente. – ¿Qué haremos, hermano, tú y yo solitos en el bosque? Moriremos de hambre y frío. – No te preocupes, Gretel, confía en mí ¡Ya se me ocurrirá algo! – dijo Hansel con ternura, dándole un beso en la mejilla. Al día siguiente, antes del amanecer, la madrastra les despertó dando voces. – ¡Levantaos! ¡Es hora de ir a trabajar, holgazanes! Asustados y sin decir nada, los niños se vistieron y se dispusieron a acompañar a sus padres al bosque para recoger leña. La madrastra les esperaba en la puerta con un panecillo para cada uno. – Aquí tenéis un mendrugo de pan. No os lo comáis ahora, reservadlo para la hora del almuerzo, que queda mucho día por delante. Los cuatro iniciaron un largo recorrido por el sendero que se adentraba en el bosque. Era un día de otoño desapacible y frío. Miles de hojas secas de color tostado crujían bajo sus pies. A Hansel le atemorizaba que su madrastra cumpliera

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sus amenazas. Por si eso sucedía, fue dejando miguitas de pan a su paso para señalar el camino de vuelta a casa. Al llegar a su destino, ayudaron en la dura tarea de recoger troncos y ramas. Tanto trabajaron que el sueño les venció y se quedaron dormidos al calor de una fogata. Cuando se despertaron, sus padres ya no estaban. – ¡Hansel, Hansel! – sollozó Gretel – ¡Se han ido y nos han dejado solos! ¿Cómo vamos a salir de aquí? El bosque está oscuro y es muy peligroso. – Tranquila hermanita, he dejado un rastro de migas de pan para poder regresar – dijo Hansel confiado. Pero por más que buscó las miguitas de pan, no encontró ni una ¡Los pájaros se las habían comido! Desesperados, comenzaron a vagar entre los árboles durante horas. Tiritaban de frío y tenían tanta hambre que casi no les quedaban fuerzas para seguir avanzando. Cuando ya lo daban todo por perdido, en un claro del bosque vieron una hermosa casita de chocolate. El tejado estaba decorado con caramelos de colores y las puertas y ventanas eran de bizcocho. Tenía un jardín pequeño cubierto de flores de azúcar y de la fuente brotaba sirope de fresa. Maravillados, los chiquillos se acercaron y comenzaron a comer todo lo que se les puso por delante ¡Qué rico estaba todo! Al rato, salió de la casa una mujer vieja y arrugada

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que les recibió con amabilidad. – ¡Veo que os habéis perdido y estáis muertos de hambre, pequeños! ¡Pasad, no os quedéis ahí! En mi casa encontraréis cobijo y todos los dulces que queráis. Los niños, felices y confiados, entraron en la casa sin sospechar que se trataba de una malvada bruja que había construido una casa de chocolate y caramelos para atraer a los niños y después comérselos. Una vez dentro, cerró la puerta con llave, cogió a Hansel y lo encerró en una celda de la que era imposible salir. Gretel, asustadísima, comenzó a llorar. – ¡Tú, niñata, deja de lloriquear! A partir de ahora serás mi criada y te encargarás de cocinar para tu hermano. Quiero que engorde mucho y dentro de unas semanas me lo comeré. Como no obedezcas, tú correrás la misma suerte. La pobre niña tuvo que hacer lo que la bruja cruel le obligaba. Cada día, con el corazón en un puño, le llevaba ricos manjares a su hermano Hansel. La bruja, por las noches, se acercaba a la celda a ver al niño para comprobar si había ganado peso. – Saca la mano por la reja – le decía para ver si su brazo estaba más gordito. El avispado Hansel sacaba un hueso de pollo en vez de su brazo a través de los barrotes. La bruja, que era corta de vista y con la oscuridad no distinguía

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nada, tocaba el hueso y se quejaba de que seguía siendo un niño flaco y sin carnes. Durante semanas consiguió engañarla, pero un día la vieja se hartó. – ¡Tu hermano no engorda y ya me he cansado de esperar! – le dijo a Gretel – Prepara el horno, que hoy me lo voy a comer. La niña, muerta de miedo, le dijo que no sabía cómo se encendían las brasas. La bruja se acercó al horno con una enorme antorcha. – ¡Serás inútil! – se quejó la malvada mujer mientras se agachaba frente al horno – ¡Tendré que hacerlo yo! La vieja metió la antorcha dentro del horno y cuando comenzó a crepitar el fuego, Gretel se armó de valor y de una patada la empujó dentro y cerró la puerta. Los gritos de espanto no conmovieron a la chiquilla; cogió las llaves de la celda y liberó a su hermano. Fuera de peligro, los dos recorrieron la casa y encontraron un cajón donde había valiosas joyas y piedras preciosas. Se llenaron los bolsillos y huyeron de allí. Se adentraron en el bosque de nuevo y la suerte quiso que encontraran fácilmente el camino que llevaba a su casa, guiándose por el brillante sol que lucía esa mañana. A lo lejos distinguieron a su padre sentado en el jardín, con la mirada perdida por la tristeza de no tener a sus hijos. Cuando les vio aparecer, fue co-

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rriendo a abrazarles. Les contó que cada día sin ellos se había sido un infierno y que su madrastra ya no vivía allí. Estaba muy arrepentido. Hansel y Gretel supieron perdonarle y le dieron las valiosas joyas que habían encontrado en la casita de chocolate. ¡Jamás volvieron a ser pobres y los tres vivieron muy felices y unidos para siempre!

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Patito feo

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Era una preciosa mañana de verano en el estanque. Todos los animales que allí vivían se sentían felices bajo el cálido sol, en especial una pata que de un momento a otro, esperaba que sus patitos vinieran al mundo. – ¡Hace un día maravilloso! – pensaba la pata mientras reposaba sobre los huevos para darles calor – Sería ideal que hoy nacieran mis hijitos. Estoy deseando verlos porque seguro que serán los más bonitos del mundo. Y parece que se cumplieron sus deseos, porque a media tarde, cuando todo el campo estaba en silencio, se oyeron unos crujidos que despertaron a la futura madre. ¡Sí, había llegado la hora! Los cascarones comenzaron a romperse y muy despacio, fueron asomando una a una las cabecitas de los pollitos. – ¡Pero qué preciosos sois, hijos míos! – exclamó la orgullosa madre – Así de lindos os había imaginado. Sólo faltaba un pollito por salir. Se ve que no era tan hábil y le costaba romper el cascarón con su pequeño pico. Al final también él consiguió estirar el cuello y asomar su enorme cabeza fuera del cascarón. – ¡Mami, mami! – dijo el extraño pollito con voz chillona. ¡La pata, cuando le vio, se quedó espantada! No era un patito amarillo y regordete como los demás, sino un pato grande, gordo y negro que no se parecía nada a sus hermanos.

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– ¿Mami?… ¡Tú no puedes ser mi hijo! ¿De dónde habrá salido una cosa tan fea? – le increpó – ¡Vete de aquí, impostor! Y el pobre patito, con la cabeza gacha, se alejó del estanque mientras de fondo oía las risas de sus hermanos, burlándose de él. Durante días, el patito feo deambuló de un lado para otro sin saber a dónde ir. Todos los animales con los que se iba encontrando le rechazaban y nadie quería ser su amigo. Un día llegó a una granja y se encontró con una mujer que estaba barriendo el establo. El patito pensó que allí podría encontrar cobijo, aunque fuera durante una temporada. – Señora – dijo con voz trémula- ¿Sería posible quedarme aquí unos días? Necesito comida y un techo bajo el que vivir. La mujer le miró de reojo y aceptó, así que durante un tiempo, al pequeño pato no le faltó de nada. A decir verdad, siempre tenía mucha comida a su disposición. Todo parecía ir sobre ruedas hasta que un día, escuchó a la mujer decirle a su marido: – ¿Has visto cómo ha engordado ese pato? Ya está bastante grande y lustroso ¡Creo que ha llegado la hora de que nos lo comamos! El patito se llevó tal susto que salió corrien-

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do, atravesó el cercado de madera y se alejó de la granja. Durante quince días y quince noches vagó por el campo y comió lo poco que pudo encontrar. Ya no sabía qué hacer ni a donde dirigirse. Nadie le quería y se sentía muy desdichado. ¡Pero un día su suerte cambió! Llegó por casualidad a una laguna de aguas cristalinas y allí, deslizándose sobre la superficie, vio una familia de preciosos cisnes. Unos eran blancos, otros negros, pero todos esbeltos y majestuosos. Nunca había visto animales tan bellos. Un poco avergonzado, alzó la voz y les dijo: – ¡Hola! ¿Puedo darme un chapuzón en vuestra laguna? Llevo días caminando y necesito refrescarme un poco. -¡Claro que sí! Aquí eres bienvenido ¡Eres uno de los nuestros! – dijo uno que parecía ser el más anciano. – ¿Uno de los vuestros? No entiendo… – Sí, uno de los nuestros ¿Acaso no conoces tu propio aspecto? Agáchate y mírate en el agua. Hoy está tan limpia que parece un espejo. Y así hizo el patito. Se inclinó sobre la orilla y… ¡No se lo podía creer! Lo que vio le dejó boquiabierto. Ya no era un pato gordo y chato, sino que en los últimos días se había transformado en un hermoso cisne negro de largo cuello y bello plumaje. ¡Su corazón saltaba de alegría! Nunca había vivido un momento tan mágico. Comprendió que

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nunca había sido un patito feo, sino que había nacido cisne y ahora lucía en todo su esplendor. – Únete a nosotros – le invitaron sus nuevos amigos – A partir de ahora, te cuidaremos y serás uno más de nuestro clan. Y feliz, muy feliz, el pato que era cisne, se metió en la laguna y compartió el paseo con aquellos que le querían de verdad. El gato con botas Érase una vez un molinero que tenía tres hijos. El hombre era muy pobre y casi no tenía bienes para dejarles en herencia. Al hijo mayor le legó su viejo molino, al mediano un asno y al pequeño, un gato. El menor de los chicos se lamentaba ante sus hermanos por lo poco que le había correspondido. – Vosotros habéis tenido más suerte que yo. El molino muele trigo para hacer panes y tortas y el asno ayuda en las faenas del campo, pero ¿qué puedo hacer yo con un simple gato? El gato escuchó las quejas de su nuevo amo y acercándose a él le dijo: – No te equivoques conmigo. Creo que puedo serte más útil de lo que piensas y muy pronto te lo demostraré. Dame una bolsa, un abrigo elegante y unas botas de mi talla, que yo me encargo de todo. El joven le regaló lo que le pedía porque al fin y al

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La sirenita

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Hace mucho tiempo en las profundidades del mar, cerca del más bello arrecife de coral, vivía el misterioso pueblo del mar, un pueblo noble y pacífico de gran cultura. La gente del mar era muy parecida a nosotros los humanos, la única diferencia es que en lugar de las piernas tenía unas aletas hermosas y coloridas que le permitían nadar rápidamente. Su vida transcurrió en torno al majestuoso palacio del soberano Rey Tritón, un líder muy sabio, respetado y amado por sus súbditos. El rey tenía seis hermosas hijas, todas sirenas: las primeras cinco eran felices de vivir en el mar y pasaban el día nadando y disfrutando del paisaje marino, mientras que la más jóven, la princesa Ariel, quería conocer el mundo de los humanos. Para la gente del mar, los humanos eran un gran misterio… Ninguno de los habitantes del reino marino podía entender cómo los humanos eran capaces de sostenerse sobre sus piernas y vivir fuera del agua. Como todos los misterios, también despertaron curiosidad y admiración, especialmente entre los jóvenes habitantes de las profundidades marinas.

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La ley del Rey Tritón, permitía sólo una vez en la vida satisfacer la curiosidad por los humanos. El día del 18º cumpleaños, los jóvenes habitantes del mar podían subir a la superficie y conocer el mundo fuera del agua, y por fin había llegado el momento mágico para la hija menor del rey. Ariel, había escuchado con inquietud las historias de sus hermanas: la mayor había asistido a una fiesta junto al mar, la mediana había visto a dos jóvenes casándose en un barco, la tercera había escalado en invierno en medio de témpanos de hielo y animales rarísimos como focas y pingüinos, la cuarta hermana había visitado los países del Este y la quinta, un poco mayor que Ariel, había visitado las costas habitadas por animales salvajes. Finalmente llegó su turno La sirena se dirigió a una pequeña ciudad pesquera, allí había cientos de personas que compraban y vendían cosas de todo tipo en la larga pasarela que atravesaba el puerto. Había cientos de puestos apelotonados uno sobre otro, con unas telas que servían de tejado de vivos colores que se movían al son de la brisa marina… El sol era intenso y había un

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murmullo generalizado, casi monótono, que solo se veía alterado por el ocasional ruido de las gaviotas. Ariel estaba atónita, viendo con asombro cada detalle, tratando de no sacar mucho la cabeza del agua. De pronto un suntuoso barco paso junto a ella, hundiendo su cabeza contra el agua por la gigante ola que había creado al pasar a su lado. Ariel dió unas volteretas bajo el agua enganchada por un remolino, pero pudo zafarse gracias a su habilidad para nadar.

Cuando algo mareada y con el susto en el cuerpo, saco de nuevo la cabeza, vio al barco perfectamente alejarse del puerto. Sobre él estaba el príncipe de ese país que se asomaba mirando al infinito y pensó que era el joven más bello que había visto en su vida. Decidió seguir al barco nadando detrás de él, y así estuvo durante horas, hasta que salieron a mar abierto. De repente se desató un vendaval espantoso moviendo las velas del barco y con ellas una cuerdas del tamaño del tronco de un árbol engancharon al príncipe, golpeándolo en la cabeza con las poleas y cayendo inconsciente por la borda directamente al agua. Sin que aparentemente nadie de la tripulación se diera cuenta de lo ocurrido. Ariel no dudó un instante y se sumergió en el agua para tratar de agarrarle… Pero pesaba mucho más que ella y poco a poco se iba hundiendo hacia abajo… Al fin logró sacarlo a flote, haciendo un gran esfuerzo ¡Como

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pesaba ese humano bajo el agua! Como Ariel estaba cansadísima por haber tenido que bucear tanto para sacar al príncipe, decidió arrastrarlo hasta una pequeña isla que había a unas cuantas brazas de donde ellos estaban. Era un sitio desde el que se podían ver pasar muchos barcos, y ella acudía allí de vez en cuando para estar a solas con sus pensamientos y poder ver a los humanos desde lejos, así que pensó que sería un buen lugar para hablar con el príncipe. Cuando llegaron a la isla, Ariel pasó un buen rato mirando a ese humano de pelo oscuro y gran espalda. Sin darse cuenta, se estaba enamorando de él.

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Rapunzel

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Érase una vez una mujer llamada Anna que vivía infeliz porque, tras varios años de matrimonio, no había cumplido su gran deseo de ser madre. La falta de esperanza le hacía sentirse tan mal, tan deprimida, que llegó un momento en que todo lo que sucedía a su alrededor dejó de interesarle. Ya no se la escuchaba canturrear mientras cocinaba su famoso pastel de carne, ni daba largos paseos las tardes de sol. Su día a día se limitaba a subir a la buhardilla y sentarse junto a la ventana a contemplar el jardín que su vecina, una bruja con fama de malvada, poseía al otro lado del muro que delimitaba su casa. Y así, entre suspiro y suspiro, en silencio y casi sin comer, pasaba las horas sumida en la más profunda de las melancolías. Su querido esposo Robert, que la amaba con locura, estaba realmente preocupado por su salud y se sintió en la obligación de darle un toque de atención. Querida, no puedes seguir así. ¡Tienes que animarte un poco o acabarás enfermando! La mujer parecía ausente, como si alguien le hubiera robado la fuerza necesaria para vivir.

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Anna, por favor, te estoy hablando muy en serio. ¡Reacciona! Las palabras de Robert hicieron cierto efecto; Anna, con la mirada fija en el cristal, levantó el dedo índice y balbuceó: ¿Ves aquellas flores que crecen en el jardín de la bruja Gothel? ¿Las de color azul intenso? Robert miro a lo lejos y asintió. ¡Claro que las veo! ¿Por qué lo dices? Tan solo una infusión hecha con sus raíces podría sanar el enorme dolor que habita en mi corazón. El hombre se angustió al pensar que debía invadir una propiedad que no era suya, pero también era consciente de que, si quería salvar a su mujer, no le quedaba otra que armarse de valor e ir a buscar esas flores. Tragándose todos los miedos, le susurró: Tranquila, mi amor; esta misma noche prepararé esa bebida para ti. El bueno de Robert aguardó pacientemente a que asomara la luna para salir al patio trasero y llegar hasta el muro. Amparado por la oscuridad trepó por él, descendió por el lado que daba al jardín de la bruja, y corrió

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hasta donde florecían las delicadas campanillas. Había tantas que en un pispás formó un bonito ramillete. Supongo que son suficientes, así que ¡manos a la obra! Nervioso como una lagartija volvió sobre sus pasos y se fue directo a la cocina. Avivó el fuego para hervir las raíces, y lista la infusión, se la ofreció a su esposa. Tómatela despacio y acuéstate. Necesitas descansar. Anna bebió el contenido de la taza y se fue a dormir. Al día siguiente, Robert se puso contentísimo al observar que su esposa se despertaba con más vitalidad, con las mejillas sonrosadas, y hasta esbozando una ligera sonrisa. ¡Qué satisfacción verte un poquito mejor! Seguirás con la medicina hasta que te recuperes. Trabajó toda la jornada como de costumbre, y en cuanto anocheció repitió la hazaña de saltar al jardín de su vecina. Cuando llegó al lugar donde crecían las flores azules, se agachó para arrancar una docena. Diez… once… y doce. ¡Genial, ya las tengo! Bien poco le duró la alegría, pues en ese mismo instante una voz profunda y desagradable retumbó sobre su cabeza.

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¡¿Qué es lo que tienes, ladrón de pacotilla?! Temblando como un flan, Robert se puso en pie y vio una espantosa bruja desdentada que le miraba con cara de odio. Ante tan desagradable encontronazo, solo se le ocurrió poner una falsa mueca de sorpresa y tratar de decir algo amable. ¡Oh, señora, qué enorme placer conocerla! Varios años siendo vecinos y es la primera vez que nos vemos las caras. ¡Es usted más atractiva y esbelta de lo que me habían contado! ¡Déjate de monsergas y dime qué estás haciendo en mi finca! Verá, mi esposa está muy débil y solo podrá curarse si bebe infusiones preparadas con las campanillas de su jardín. Presa de la indignación, la bruja bramó: ¡¿Pero cómo te atreves a invadir mis tierras y robar mis más preciadas flores?! Tiene usted toda la razón, no debí hacerlo, pero deje que me lleve algunas. ¡Usted tiene un montón y no las echará en falta! ¡No, no, y mil veces no! ¡Tendrás un castigo que no vas a olvidar!

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¡Tenga piedad, por favor! Anna es una bellísima persona y yo solo quiero que vuelva a estar sana, a ser feliz como antaño. La bruja Gothel estaba enfadadísima, pero de repente, se dio cuenta de que podía sacar tajada de la situación. ¡Cállate ya, que me estás sacando de quicio con tanto gimoteo! Para que veas que no soy tan mala persona, dejaré que hoy y solamente hoy, te lleves todas las campanillas que quieras. ¡Oh, qué bien! Es usted una bru… ¡una dama encantadora! ¡Silencio, no he terminado! Como puedes suponer, esto no es un regalo. ¿Ah… no? Claro que no, majadero, esto es un trato. ¡¿Un trato?! Escucha con atención: a cambio de las campanillas tendrás que prometerme que si en un futuro tu esposa y tú tenéis descendencia, me darás el bebé en cuanto nazca. Robert se quedó pensando que después de tantos años esperando un hijo eso ya no ocurriría, así que respiró aliviado y aceptó el acuerdo sin problema. Un trato justo, señora. Tiene mi palabra de que así será. ¡Pues no se hable más! ¿Ves ese saco? Es para

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ti. Coge todas las flores que necesites y lárgate de aquí antes de que me arrepienta. Robert llenó el saco y regresó a su hogar radiante de felicidad. Ya a solas, la bruja retornó a su mansión, y en cuanto cerró la puerta, soltó una estruendosa carcajada. Gracias a las infusiones diarias Anna recuperó la salud y el buen humor hasta el punto de que sucedió algo inesperado: se quedó embarazada, y a los nueve meses dio a luz a una lindísima niña a la que llamaron Rapunzel. La felicidad de la pareja era tan grande, que Robert ni se acordó del pacto con la bruja. La malvada Gothel, en cambio, lo tenía muy presente: nada más escuchar el llanto del bebé, se dio prisa por ir a reclamarlo. ¡Je, je, je! Ha llegado la hora de hacer una visita a los vecinos. ¡Menuda sorpresita se van a llevar! Sin mostrar ni un ápice de compasión, la muy miserable se coló sigilosamente en la vivienda de Robert y Anna. Como era de esperar, los encontró mirando embelesados a la chiquitina, que dormía plácidamente en su cuna de madera. Al feliz papá le dio un vuelco el corazón cuando vio a la bruja entrar como una rata mugrienta en la habitación. ¡¿Qué hace usted aquí?!… ¡Fuera de mi casa!

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Gothel,

sin

inmutarse,

se

encaró

con

él.

¿Qué me vaya?… Sí, pero cuando cumplas tu palabra, queridísimo vecino. Hicimos un trato, ¿recuerdas? Tu mujer está sana gracias a mis flores, así que esta niña es mía. Anna, que no sabía nada del pacto, se puso delante de la cuna y gritó: ¡Nunca te daré a mi hijita, vieja loca! De nada sirvió. Gothel la apartó de un empujón y la pobre fue a caer sobre Robert, quedando ambos tirados en el suelo. Aprovechando ese estado de indefensión, la miserable bruja raptó a la recién nacida y se la llevó a un lugar donde sabía que nadie la iba a encontrar. Pasaron los años y Rapunzel se convirtió en una joven adorable e increíblemente atractiva. Sus ojos color esmeralda y unos larguísimos cabellos dorados como el sol despertaban admiración. ¡Todos los muchachos de la comarca suspiraban por su amor! Gothel, temerosa de que decidiera casarse con alguno, tomó una cruel determinación el día que la muchacha cumplió dieciocho años. Rapunzel, te has convertido en una mujer y no quiero

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que nadie te separe de mí. Desde que naciste hemos vivido juntas en este pueblo de montaña, pero a partir de ahora permanecerás aislada del resto del mundo. ¿Por qué, señora? Yo no he hecho nada malo… ¡Usted no puede hacerme eso! ¡¿Que no puedo?! ¡Tú misma lo vas a comprobar! Y sin más explicaciones, la llevó a un torreón abandonado en medio del bosque y la encerró en la parte más alta. Antes de largarse, la vieja se aseguró de tapiar la puerta de entrada para que de ninguna manera se pudiera escapar. A partir de esa fatídica decisión Rapunzel tuvo que resignarse a vivir prisionera, con la única compañía de unos pocos libros y un arpa de la que extraía las más exquisitas melodías. La bruja se presentaba todas las tardes con una cesta llena de alimentos, y como la entrada estaba sellada, se colocaba a los pies de la torre y la llamaba a gritos: ¡Rapunzel, niña hechicera, lánzame tu cabellera! Rapunzel, siempre obediente, se asomaba a la ventana y dejaba caer su larguísima trenza rubia para que Gothel pudiera trepar por ella hasta la ventana. Cuando la visita terminaba, la bruja la utilizaba de nuevo para bajar como si de una cuerda se tratara, y

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se marchaba dejando a la muchacha en total soledad. Esta era la vida de la bella Rapunzel hasta que, una tarde de primavera, el apuesto príncipe Alexander salió a pasear, y sin darse cuenta se adentró en lo más profundo del bosque a lomos de Donner, su inseparable corcel. Caballito mío, me temo que nos hemos alejado demasiado y nadie sabe que estamos aquí. Al girar para tomar el camino de vuelta, divisó algo que despertó su curiosidad. ¡Un momento! ¿Qué es eso que se ve detrás de aquellos árboles? El príncipe se acercó y confirmó que se trataba de una torre muy antigua, aparentemente deshabitada. ¡Menudo hallazgo! Este torreón debió formar parte del castillo de algún noble, o quizá de uno de mis antepasados. ¡Qué interesante! Estaba pasmado mirando la sorprendente construcción de piedra, cuando llegó a sus oídos el canto más delicioso que nadie pueda imaginar. Sin bajarse del caballo, empezó a mirar en todas las direcciones. No sé si estoy soñando o son alucinaciones, pero

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¡acabo de escuchar una voz angelical! El joven procuró no mover ni un pelo para concentrarse en el sonido. Parece una mujer… ¡y de fondo suena un arpa! Detectó que la tonada provenía de la única ventana que había en lo alto de la torre. Ahí arriba hay alguien, pero ¿cómo ha podido entrar si la única puerta que existe está tapiada? Intrigado, rodeó la torre varias veces. Todo esto es rarísimo… ¡Tiene que haber alguna manera de subir! Mientras husmeaba en busca de alguna pista, un ruido le sobresaltó. ¡Alguien se acerca! Escondámonos tras esos matorrales. ¡No te muevas, Donner, no quiero que nos descubran! Ocultos por la maleza fueron testigos de la llegada de una inquietante anciana que llevaba una canasta amarrada a la espalda. ¡No entiendo nada!… ¿Quién es esa señora y qué pinta en el corazón de este bosque solitario? ¡Todo esto me da muy mala espina!

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Gothel, sin saber que dos pares de ojos la vigilaban, se detuvo bajo la ventana y gritó: ¡Rapunzel, niña hechicera, lánzame tu cabellera! Una larga trenza dorada asomó por la ventana y la bruja, ni corta ni perezosa, empezó a escalar por ella. Cuando desapareció por el hueco, el príncipe sintió un escalofrío en el espinazo. ¡Si no lo veo, no lo creo! ¡¿Qué diablos está pasando aquí?! Me quedaré un rato a ver si consigo llegar al fondo de la cuestión. Aguardó impaciente unos minutos que se le hicieron eternos, hasta que la trenza reapareció y la bruja se descolgó por ella para después marcharse por donde había venido. Cuando el príncipe se giró hacia la fachada de la torre, la trenza de cabellos dorados ya no estaba. ¡Aquí hay gato encerrado y no pienso irme hasta que resuelva el misterio! Salió de su escondite, se acercó a los pies de la torre, e imitando a la bruja gritó: ¡Rapunzel, niña hechicera, lánzame tu cabellera! La kilométrica trenza cayó junto a él y casi le golpea en la nariz.

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Pero esto es… ¡esto es increíble! Me muero de ganas de saber quién diablos está ahí arriba. Escaló a pulso hasta la ventana, saltó al interior de la torre, y ¡oh, sorpresa!, encontró a una guapísima muchacha que casi se muere del susto al ver un intruso invadiendo su alcoba. ¡Socorro!… ¡Auxilio!… ¡¿Quién es usted?! Durante unos segundos el príncipe no pudo articular palabra, encandilado por la belleza de la joven. Cuando por fin reaccionó, dijo con voz suave: No temas, por favor, yo… ¡yo no voy a hacerte daño! Escuché tu maravillosa voz y decidí que tenía que conocerte. Lo que no imaginé es que serías tan hermosa. Rapunzel se ruborizó. Gracias por tus palabras, pero… ¡no sé quién eres! Tienes razón, perdona mi descortesía. El muchacho colocó su mano derecha sobre el corazón, y haciendo una elegante reverencia, afirmó: Soy Alexander, hijo mayor del rey. La pobre Rapunzel casi se cae redonda. ¡Estaba ante el mismísimo príncipe Alexander! Sin po-

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der articular palabra se fijó detenidamente en el atuendo del muchacho: zapatos de terciopelo negro con hebilla dorada, una capa roja prendida en los hombros con broches de zafiros, ¡y el emblema de la casa real bordado en los puños de su camisa! Sin duda, ese joven tan guapo decía la verdad. Es cierto… ¡eres el príncipe heredero al trono! Nada más decir estas palabras, Rapunzel se miró y se puso roja como un tomate: un vestido descolorido y unas zapatillas de arpillera no eran lo más adecuado para conversar con un príncipe de cuento. Y yo con este aspecto… ¡qué vergüenza! El gallardo príncipe se apresuró a cogerla de las manos. ¿Vergüenza por qué? Es cierto que por mi cargo tengo una vida privilegiada y me engalano con sedas y encajes, pero en el fondo soy como los demás chicos de mi edad: me gusta la buena música, montar a caballo, conversar con amigos… ¡Por favor, no te sientas mal ante mí, no hay razón para ello! La muchacha sonrió tímidamente, dejando a Alexander todavía más fascinado.

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Aún no sé tu nombre, ni de dónde eres, ni qué haces aquí tan sola. Me llamo Rapunzel, y una bruja me mantiene cautiva. Una… ¿bruja? Sí, la mezquina bruja Gothel. Me separó de mis padres al nacer y me obligó a vivir con ella hasta que, hace unos meses, presa de los celos y la envidia, decidió encerrarme en esta fortaleza en medio del bosque. El príncipe sintió una punzada en el alma ante semejante injusticia. ¿Cómo había podido soportar esa dulce joven tan largo tormento? Lo que me cuentas es terrible, pero tu sufrimiento ha terminado. Yo te ayudaré a escapar y vendrás conmigo a palacio. Bueno, si así lo deseas. Se quedaron mirando como dos tortolitos y ambos se dieron cuenta de que habían caído en las redes del amor. ¡Oh, sí, llévame contigo, por favor! Será un honor, mi preciosa Rapunzel. Durante unos segundos sintieron que el tiempo se detenía, pero la magia del momento desapareció cuando Alexander se vio obligado a volver a la cruda realidad. ¡Tenemos que irnos de este horrible lugar antes de que esa peligrosa bruja nos descubra! Veamos, yo

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puedo bajar por tu trenza, pero, ¿cómo saldrás tú de aquí? ¡La puerta de entrada está cerrada a cal y canto! A Rapunzel se le ocurrió una solución. Si me consigues un ovillo grande de lana y un par de agujas de tejer, fabricaré una escalera. Cuando esté lista, la ataré a la pata de la cama y podré bajar por ella. ¡Amor mío, es una idea brillante! Mañana traeré lo que me pides. Esperaré a que la bruja te visite y luego subiré yo. Y ahora, adiós. Pensaré en ti toda la noche. ¡Y yo en ti, amado príncipe! Antes de abandonar la torre, Alexander la besó en los labios con dulzura. Después, bajó apresuradamente por la trenza, montó en su caballo, y partió rumbo a palacio flotando en una nube de amor. Al día siguiente, cumpliendo su palabra, Alexander y Donner se agazaparon detrás de los matorrales próximos a la torre. La bruja, cargada con la cesta de comida, no tardó en aparecer. ¡Rapunzel, niña hechicera, lánzame tu cabellera! Rapunzel obedeció y Gothel trepó como un mono por una liana. Terminado el encuentro con la joven, bajó y se esfumó en la penumbra del bosque. Nada más perderla de vista, el príncipe sa-

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lió de su escondite y llamó a su enamorada: ¡Rapunzel, niña hechicera, lánzame tu cabellera! La muchacha lanzó su melena trenzada y recibió al príncipe rebosante de felicidad. ¡Te he echado tanto de menos! ¡Y yo a ti! Toma las agujas y el ovillo. En los sótanos de palacio hay un enorme taller de costura y el sastre me consiguió todo en un periquete. ¿Crees que tendrás bastante lana? ¡Sí, muchas gracias! Empezaré a tejer ya mismo para terminar lo más pronto posible. De acuerdo, amor mío, no te entretengo más. Se despidieron con un beso muy romántico, Alexander bajó por la trenza, y Rapunzel se puso a trabajar sin descanso. ¡Nada ansiaba más que recuperar su libertad y casarse con el hombre de sus sueños! Calculó unas dos semanas en terminar la labor, así que cada día se levantaba con los primeros rayos de sol y se ponía a tejer hasta que oía la voz ronca de Gothel llamándola para subir. Entonces, enrollaba la escalera y la escondía bajo la cama. La bruja nunca sospechó que Rapunzel había tramado un plan para escaparse con el príncipe, y gracias a eso la

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muchacha pudo terminar la escalera en el tiempo previsto. La mañana de la fecha elegida para fugarse con Alexander, Rapunzel se despertó plenamente dichosa. ¡Qué ilusión! Hoy dejaré atrás esta cárcel para comenzar una nueva vida con Alexander. Todo parecía ir sobre ruedas, pero lo que son las cosas, justo ese día ocurrió una fatalidad. Todo empezó cuando Gothel cambió el horario de visita y apareció por sorpresa cuando Rapunzel estaba terminando de desayunar. Te extrañará que venga a verte tan temprano. La verdad es que sí. Usted siempre viene por las tardes, antes de la puesta de sol. Ya, pero es que a las siete hay una asamblea de hechiceras y no quiero faltar a la cita. ¡Hace siglos que no veo a mis maléficas amigas y hemos organizado una merienda de esas que quitan el hipo! Me alegro por usted. ¡Espero que disfrute la velada! ¡Descuida que lo haré! Toma, aquí te dejo el pan, un trozo de jamón y varias piezas de fruta fresca. Gracias, señora. Venga, echa ya la trenza que tengo que amasar una torta de manteca para llevar a la convención. Rapunzel acató la orden y Gothel comenzó a bajar,

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pero por desgracia a Rapunzel se le escapó un suspiro de lo más inoportuno ¡Ay, esta mujer debe comer muchísimo porque pesa bastante más que mi príncipe! La bruja, que tenía un oído envidiable, escuchó estas palabras y con la misma echó marcha atrás. De un brinco, se plantó de nuevo en la alcoba. ¡¿Qué príncipe?!… ¡¿Me has estado ocultando que un príncipe viene a verte?! ¡Oh, no, señora! En realidad… ¡A callar, niñata! ¡¿Acaso piensas que soy estúpida?! Con todo lo que he hecho por ti… ¡Eres una desagradecida! Presa de la furia, la pérfida Gothel sacó unas tijeras de podar del bolsillo de su mandil, cogió la trenza de Rapunzel, y se la cortó sin piedad. ¡Te lo mereces por traidora y embustera! ¡Oh, no, mi trenza! ¡Así aprenderás a no morder la mano de quien te da de comer! Rapunzel comenzó a llorar amargamente mientras la bruja, como un sabueso, registraba la estancia hasta el último recodo. Mirar debajo de la cama y descubrir el pastel fue todo uno.

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¡Ajajá! Cogió la escalera de lana y la levantó como un trofeo. Atando cabos lo entiendo todo… ¡Teníais pensado escaparos juntos! Rapunzel no podía ni defenderse, solo lloraba sin parar. ¡No me van a conmover tus lagrimitas de cocodrilo! Pienso llevarte tan lejos que ese príncipe tuyo jamás te encontrará. ¡De eso puedes estar bien segura! Ató un extremo de la escalera a la pata de la cama, la lanzó por la ventana, y obligó a Rapunzel a bajar por ella. Ya abajo, le vendó los ojos y rodeó su cintura con un trozo de cuerda para llevarla como un perro con correa. La bruja Gothel tenía una fuerza extraordinaria, así que escapar de sus garras era imposible ¡Hala, a caminar se ha dicho! Nos queda un largo trecho hasta el destino final. Tardaron un par de horas en llegar al lugar más remoto y sombrío del bosque, un paraje que ningún ser humano se atrevía a pisar. Allí la desató y le retiró la venda. ¿Qué te parece tu nuevo hogar? No es lo más cómodo del mundo, pero algo es algo, ¿no crees? ¡Se lo suplico, no me deje aquí, por favor!

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La bruja siguió hablando como si nada. Cerca hay un riachuelo en el que podrás lavarte y beber. Comerás frutos silvestres, y para dormir, te servirá esa cueva. Tiene alguna que otra gotera y dentro los murciélagos campan a sus anchas, pero al menos pasarás las noches a cubierto. Rapunzel estaba horrorizada. ¡Se lo imploro, no lo haga, no me deje aquí solita! ¡Chitón! Teniendo en cuenta que me has traicionado, creo que estoy siendo bastante generosa contigo. Y, por cierto, un consejo te voy a dar: no intentes huir porque te desorientarías y no podrías salir sana y salva de este inmenso bosque. Lo mejor será que aprendas a buscarte la vida en este ‘paraíso’. Sabe que no podré sobrevivir en estas condiciones. ¡¿Qué va a ser de mí?! ¡Ay, pero qué pesada eres!… ¡Hala, ahí te quedas! Sin ningún tipo de remordimiento, Gothel dejó a Rapunzel desamparada en el rincón más tenebroso del reino. A continuación, regresó a toda velocidad al viejo torreón. Al llegar, trepó por la escalera de lana, la retiró, y esperó al príncipe. ¡Esa cucaracha con corona se va a enterar de quién soy yo!

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El bueno de Alexander, ajeno a todo, llegó puntual a su cita. A pesar de esperar un buen rato, la bruja no apareció como de costumbre. Se ve que hoy no va a venir. A lo mejor está enferma y se ha quedado en casa. Era el día clave, el día de le escapada, y ardía en deseos de encontrarse con su amada. Entusiasmado, se aproximó a la torre y la llamó: ¡Rapunzel, niña hechicera, lánzame tu cabellera! La bruja tuvo que contener la risa al escuchar la llamada del príncipe. ¡Este mentecato remilgado se va a enterar de quién soy yo! Agarró por un extremo la trenza que había cortado a Rapunzel y la dejó caer por la ventana. El inocente Alexander empezó a subir, y cuando estaba a punto de alcanzar el hueco, la malévola bruja gritó con áspera voz de grajo: No busques a tu amada porque no está aquí… ¡Tu osadía será tu ruina! Y en un terrible acto de maldad, soltó la trenza para que el príncipe cayera al vacío y se estampara contra

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el suelo como un muñeco de trapo. ¡Esto por querer arrebatarme lo que es mío, niñato engreído! Gothel había llevado a cabo su venganza, y como ya no le quedaba nada más que hacer en la torre, bajó por la escalera de lana y se fue dejando al príncipe inconsciente, completamente inmóvil sobre la hierba El hijo del rey tardó varias horas en recuperar el conocimiento. ¿Dónde… dónde estoy? Extendió la mano derecha y pudo tocar a su fiel compañero de aventuras. ¡Oh, gracias por no separarte de mi lado! Esa pérfida bruja me la ha jugado y casi consigue que… Donner, ¿qué me sucede? Algo va mal. Por más que abría los ojos, todo era negro como el carbón. No, no puede ser… ¡Auxilio, no veo nada! Donner le lamió la mano para demostrarle cariño, para que supiera que no le dejaría solo. ¡Mi bondadoso caballito, qué bien tenerte conmigo! A causa de la brutal caída me he quedado ciego, pero

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esto no me va a desanimar. Tú serás mi guía y juntos encontraremos a Rapunzel. Tenía moratones por todas partes y le dolía cada músculo del cuerpo, pero rendirse no iba con su personalidad valiente y luchadora. A tientas, se subió a la montura y se dejó llevar. ¡No perdamos tiempo, Donner, vamos a rescatarla! Durante semanas, amo y caballo deambularon por el bosque más grande del reino. Pasaron hambre, sed y toda suerte de penurias, pero sentían que todo eso merecía la pena si podían encontrar a Rapunzel. La esperanza era una llama siempre viva en el corazón de Alexander. Sé que tarde o temprano la encontraremos. Los días se fueron sucediendo sin novedad hasta que una calurosa mañana de verano, entre el trino de los pájaros y el rumor de las hojas sacudidas por el viento, el príncipe percibió una voz que le resultó familiar. Amigo… ¿estás escuchando lo mismo que yo? ¡Es una mujer, y está cantando! Búscala, Donner, confío en ti. Siguiendo el eco de la voz, el animal llegó a un riachuelo. En él, una muchacha vestida con harapos remojaba los pies mientras entonaba una preciosa

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melodía. Donner se acercó por detrás, y cuando se detuvo a pocos metros, Alexander se bajó y exclamó: Rapunzel… Rapunzel, ¿eres tú? La muchacha se giró sobresaltada. ¡Alexander!…No me lo puedo creer… ¡Alexander! Loca de alegría, corrió hacia él y le abrazó con tanta fuerza que a poco estuvo de derribarlo sobre la hierba. Rapunzel, mi vida… ¡dime que no estoy soñando! ¡Soy yo, Alexander, soy yo! Sabía que algún día me encontrarías, amor mío. ¡No he hecho otra cosa que buscarte! Alexander y Rapunzel se sintieron tan felices que empezaron a saltar, a bailar, a reír… ¡Hasta el caballo se puso a relinchar loco de contento! ¡Al fin juntos para siempre, Alexander! ¡Hasta el fin de nuestros días, Rapunzel! En plena explosión de alegría, la muchacha notó algo extraño en la mirada del hijo del rey. ¿Me ocultas algo, Alexander? Hay algo diferente en ti… ¿Qué sucede, cariño? El príncipe se sinceró:

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Rapunzel, debes saber que no puedo verte. Gothel me dejó caer desde lo alto de la torre y el golpe en la cabeza me dejó ciego. Rapunzel le abrazó aún más fuerte. ¡Oh, no te preocupes, corazón mío! Yo te quiero con toda mi alma y siempre cuidaré de ti. Conmigo a tu lado no tienes nada que temer. Aunque Rapunzel sentía un amor incondicional por Alexander, sintió mucha pena por él y no pudo evitar llorar. Cuando iba a rasgar un jirón de su viejo vestido para enjugar sus lágrimas, unas gotas salpicaron las pupilas sin vida del príncipe. Fue entonces cuando, como en todos los cuentos de hadas, ocurrió el milagro de amor. Rapunzel… ¡puedo verte! No entiendo… ¿Qué dices, Alexander? ¡Que he recuperado la visión! ¡Tus lágrimas me han curado! Rapunzel y Alexander se abrazaron emocionados. ¡Oh, Rapunzel, soy tan dichoso que nada más puedo pedir a la vida! Tenemos salud y amor. Ya nada nos falta, Alexander.

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¡Somos muy afortunados! Cogidos de la mano se acercaron al precioso caballo blanco y Alexander le dio unas palmaditas en el cuello. Sin tu ayuda y tus cuidados este sueño habría sido imposible de realizar. ¡Gracias, amigo Donner, siempre recordaré lo que has hecho por mí! Rapunzel acarició sus orejas respingonas y él se lo agradeció con un lametón sorpresa en la frente. ¡Ja, ja, ja! ¡Qué simpático eres, caballito! Tú yo vamos a llevarnos muy bien. La feliz pareja se subió al animal y Alexander dio la orden de partir. ¡Vamos, Donner, llévanos a palacio! El heredero al trono y su prometida fueron recibidos con enorme alegría por la familia real y todos los habitantes del reino. Cuenta la leyenda que esa misma semana comenzaron a organizar su gran boda, y que Alexander quiso que su futura esposa tuviera el mejor regalo al alcance de sus manos. Para ello, envió decenas de emisarios por todos los rincones del país, con un único objetivo: localizar a aquella pare-

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ja a la que, tantos años atrás, la malvada bruja Gothel había arrebatado a su bebé. El día que Anna y Robert se reencontraron en el salón del trono con su hija se convirtió en el más emocionante de sus vidas. En cuanto al enlace real entre el príncipe Alexander y la princesa Rapunzel, sobra decir que fue el más hermoso y romántico que en el reino se recuerda. -FIN-

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El gato con botas

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Érase una vez un molinero que tenía tres hijos. El hombre era muy pobre y casi no tenía bienes para dejarles en herencia. Al hijo mayor le legó su viejo molino, al mediano un asno y al pequeño, un gato. El menor de los chicos se lamentaba ante sus hermanos por lo poco que le había correspondido. – Vosotros habéis tenido más suerte que yo. El molino muele trigo para hacer panes y tortas y el asno ayuda en las faenas del campo, pero ¿qué puedo hacer yo con un simple gato? El gato escuchó las quejas de su nuevo amo y acercándose a él le dijo: – No te equivoques conmigo. Creo que puedo serte más útil de lo que piensas y muy pronto te lo demostraré. Dame una bolsa, un abrigo elegante y unas botas de mi talla, que yo me encargo de todo. El joven le regaló lo que le pedía porque al fin y al cabo no era mucho y el gato puso en marcha su plan. Como todo minino que se precie, era muy hábil cazando y no le costó mucho esfuerzo atrapar un par de conejos que metió en el saquito. El abrigo nuevo

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y las botas de terciopelo le proporcionaban un porte distinguido, así que muy seguro de sí mismo se dirigió al palacio real y consiguió ser recibido por el rey. – Majestad, mi amo el Marqués de Carabás le envía estos conejos – mintió el gato. – ¡Oh, muchas gracias! – respondió el monarca – Dile a tu dueño que le agradezco mucho este obsequio. El gato regresó a casa satisfecho y partir de entonces, cada semana acudió al palacio a entregarle presentes al rey de parte del supuesto Marqués de Carabás. Le llevaba un saco de patatas, unas suculentas perdices, flores para embellecer los lujosos salones reales… El rey se sentía halagado con tantas atenciones e intrigado por saber quién era ese Marqués de Carabás que tantos regalos le enviaba mediante su espabilado gato. Un día, estando el gato con su amo en el bosque, vio que la carroza real pasaba por el camino que bordeaba el río. – ¡Rápido, rápido! – le dijo el gato al joven – ¡Quítate la ropa, tírate al agua y finge que no sabes nadar y te estás ahogando! El hijo del molinero no entendía nada pero pensó

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que no tenía nada que perder y se lanzó al río ¡El agua estaba helada! Mientras tanto, el astuto gato escondió las prendas del chico y cuando la carroza estuvo lo suficientemente cerca, comenzó a gritar. – ¡Socorro! ¡Socorro! ¡Mi amo el Marqués de Carabás no sabe nadar! ¡Ayúdenme! El rey mandó parar al cochero y sus criados rescataron al muchacho ¡Era lo menos que podía hacer por ese hombre tan detallista que le había colmado de regalos! Cuando estuvo a salvo, el gato mintió de nuevo. – ¡Sus ropas no están! ¡Con toda esta confusión han debido de robarlas unos ladrones! – No te preocupes – dijo el rey al gato – Le cubriremos con una manta para que no pase frío y ahora mismo envío a mis criados a por ropa digna de un caballero como él. Dicho y hecho. Los criados le trajeron elegantes prendas de seda y unos cómodos zapatos de piel que al hijo del molinero le hicieron sentirse como un verdadero señor. El gato, con voz pomposa, habló con seguridad una vez más.

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– Mi amo y yo quisiéramos agradecerles todo lo que acaban de hacer por nosotros. Por favor, vengan a conocer nuestras tierras y nuestro hogar. – Será un placer. Mi hija nos acompañará – afirmó el rey señalando a una preciosa muchacha que asomaba su cabeza de rubia cabellera por la ventana de la carroza. El falso Marqués de Carabás se giró para mirarla. Como era de esperar, se quedó prendado de ella en cuanto la vio, clavando su mirada sobre sus bellos ojos verdes. La joven, ruborizada, le correspondió con una dulce sonrisa que mostraba unos dientes tan blancos como perlas marinas. – Si le parece bien, mi amo irá con ustedes en el carruaje. Mientras, yo me adelantaré para comprobar que todo esté en orden en nuestras propiedades. El amo subió a la carroza de manera obediente, dejándose llevar por la inventiva del gato. Mientras, éste echó a correr y llegó a unas ricas y extensas tierras que evidentemente no eran de su dueño, sino de un ogro que vivía en la comarca. Por allí se encontró a unos cuantos campesinos que labraban la

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tierra. Con cara seria y gesto autoritario les dijo: – Cuando veáis al rey tenéis que decirle que estos terrenos son del Marqués de Carabás ¿entendido? A cambio os daré una recompensa. Los campesinos aceptaron y cuando pasó el rey por allí y les preguntó a quién pertenecían esos campos tan bien cuidados, le dijeron que eran de su buen amo el Marqués de Carabás. El gato, mientras tanto, ya había llegado al castillo. Tenía que conseguir que el ogro desapareciera para que su amo pudiera quedarse como dueño y señor de todo. Llamó a la puerta y se presentó como un viajero de paso que venía a presentarle sus respetos. Se sorprendió de que, a pesar de ser un ogro, tuviera un castillo tan elegante. – Señor ogro – le dijo el gato – Es conocido en todo el reino que usted tiene poderes. Me han contado que posee la habilidad de convertirse en lo que quiera. – Has oído bien – contestó el gigante – Ahora verás de lo que soy capaz. Y como por arte de magia, el ogro se convirtió en un león.

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El gato se hizo el sorprendido y aplaudió para halagarle. – ¡Increíble! ¡Nunca había visto nada igual! Me pregunto si es capaz de convertirse usted en un animal pequeño, por ejemplo, un ratoncito. – ¿Acaso dudas de mis poderes? ¡Observa con atención! – Y el ogro, orgulloso de mostrarle todo lo que podía hacer, se transformó en un ratón. ¡Sí! ¡Lo había conseguido! El ogro ya era una presa fácil para él. De un salto se abalanzó sobre el animalillo y se lo zampó sin que al pobre le diera tiempo ni a pestañear. Como había planeado, ya no había ogro y el castillo se había quedado sin dueño, así que cuando llamaron a la puerta, el gato salió a recibir a su amo, al rey y a la princesa. – Sea bienvenido a su casa, señor Marqués de Carabás. Es un honor para nosotros tener aquí a su alteza y a su hermosa hija. Pasen al salón de invitados. La cena está servida – exclamó solemnemente el gato al tiempo que hacía una reverencia.

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Y así es como termina la historia del hijo del molinero, que alcanzó la dicha más completa gracias a un simple pero ingenioso gato que en herencia le dejó su padre.

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Pinocho

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Érase una vez un anciano carpintero llamado Gepeto que era muy feliz haciendo juguetes de madera para los niños de su pueblo. Un día, hizo una marioneta de una madera de pino muy especial y decidió llamarla Pinocho. En la noche, un hada azul llegó al taller del anciano carpintero: —Buen Gepeto —dijo mientras el anciano dormía—, has hecho a los demás tan felices, que mereces que tu deseo de ser padre se haga realidad. Sonriendo, el hada azul tocó la marioneta con su varita mágica: —¡Despierta, pequeña marioneta hecha de pino… despierta! ¡El regalo de la vida es tuyo! Y en un abrir y cerrar de ojos, el hada azul dio vida a Pinocho. —Pinocho, si eres valiente, sincero y desinteresado, algún día serás un niño de verdad —dijo el hada azul—. Luego se volvió hacia un grillo llamado Pepe Grillo, que vivía en la alacena de Gepeto. —Pepe Grillo — dijo el hada azul—, debes ayudar a

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Pinocho. Serás su conciencia y guardián del conocimiento del bien y del mal. Al llo la, su

día siguiente, Gepeto envió con orgua su pequeño niño de madera a la escuepero como era tan pobre, tuvo que vender abrigo para comprar los libros escolares:

—Pinocho, Pepe Grillo te mostrará el camino —dijo Gepeto—. Por favor, no te distraigas y llega a la escuela a tiempo. Pinocho salió de casa, pero nunca llegó a la escuela. En cambio, decidió ignorar los consejos de Pepe Grillo y vender los libros para comprar un tiquete para el teatro de marionetas. Cuando Pinocho comenzó a bailar con las marionetas, el titiritero sorprendido con las habilidades del niño de madera, le preguntó si quería unirse a su espectáculo de marionetas. Pinocho aceptó alegremente.

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ISBN: 527-25-57896-7754-7

9 879654125896

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