SOR JUANA INÉS DE LA CRUZ: UN SACRIFICIO PERFECTO AL ESPÍRITU DE UNA ÉPOCA Linda Egan University of California-Davis Al pronunciar el primer Ofrecimiento “que se ha de rezar el día de los Dolores de Nuestra Señora la Virgen María,” Sor Juana avisa que sus monjas hermanas deben tener en mente el momento cuando después de llegar fatigada y llorosa, [la madre de Cristo] vio quitar por aquellos verdugos inhumanos la Cruz, al Señor,...y arrancarle...las vestiduras, llevando en ellas los pedazos doloridos de sus despedazadas carnes, volviendo a quedar desnudo aquel cuerpo virginal, a vista de aquella multitud.1 ( 4: 507) El retrato del sacrificio ejemplar no podría ser más humano—ni más cruento. La descripción figura entre un notable número de gráficas representaciones de la inmolación en Sor Juana, tanto en sus poemas como en sus autos sacramentales, comedias y escritos discursivos (que incluyen sus quince Ofrecimientos). Si en el primero de éstos la imagen es del cuerpo roto del Hijo, en el duodécimo debemos ver a la Madre Dolorosa como víctima de un sacrificio de corazón: “¿Tan pocos han sido los puñales que han herido y penetrado vuestro corazón?” (4: 513), pregunta Sor Juana, queriendo que veamos en María a un Cristo femenino.2 De semejante manera, Sor Juana identifica a Santa Catarina igualmente con la Madre y el Hijo. En otra evocación dramática del sacrificio humano, y mediante la apropiación de una imaginería tradicional, la “tierna Rosa” (2: 169), la “Rosa Alejandrina” (2: 165), Estrella, Lilio y Luna (2: 177),3 la “Catarina heroica / ...[su] ebúrnea entrega garganta / al filo” (2: 167) de la Rueda de Catarina, cuyas “girantes cuchillas / ...aseguran /... / a un solo corazón inmensas
———————————— 1 Cito en el texto por volumen y página de las Obras completas de Sor Juana Inés de la Cruz, ed. Alfonso Méndez Plancarte (1951-1955, vols. 1-3) y Alberto G. Salceda (1957, vol. 4). 2
A través de su obra, el lenguaje de la escritora borra distinciones entre Madre e Hijo. Insistentemente, Sor Juana presenta a la Virgen María como otro miembro más de la Trinidad, de igual estatura humano-divina con Jesucristo. Véase, para explicación e ilustraciones de esto, mi “Donde Dios todavía es mujer” (327-28). 3 Para una lista parcial de los epítetos que Sor Juana reconoce para aludir a la Virgen María, véase la enumeración que incluye en la “meditación” del tercer día de los Ejercicios de la encarnación (4: 482).
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puntas” (2: 170). En este celebrado juego de villancicos “de exaltado feminismo” (Paz 424) a Santa Catarina,4 Sor Juana nos informa que “Fue de Cruz” el martirio de la prodigiosa, docta mujer, “pues la Rueda / hace, con dos diámetros opuestos, / de la Cruz la figura soberana, / que en cuatro se divide ángulos rectos” (2: 169). En el cruce de tal trinidad de mártires intachables, Sor Juana se sitúa a sí misma, la sabia virgen madre condenada al dolor perpetuo del auto-renunciamiento, comparándose, con mayor o menor transparencia, a la Catarina sacrificada de los villancicos: “una Mujer [de quien] se convencen / todos los Sabios..., / para prueba de que el sexo / no es esencia en lo entendido” (2: 171); a la María sacrificial de los Ofrecimientos: “centro y blanco de todos los dolores...Madre angustiadísima, sumergida y anegada en el mar inmenso de los tormentos” (1957, 4: 508); al Cristo sacrificado de su Respuesta: objeto del “rabioso odio de los fariseos” (4: 453) quienes pusieron una “corona...de espinas” sobre “la sagrada cabeza...y aquel divino cerebro [que] eran depósito de la sabiduría” (4: 455): eso, declara una Sor Juana que se identifica con Cristo, “es el premio de quien se señala” (4: 454). Los ejemplos dramáticos del sacrificio con los que doy principio a este estudio participan plenamente en el culto al sufrimiento que es un producto de la Contrarreforma y del barroco. He enfatizado la índole gráficamente sangrienta y heterodoxa del holocausto en Sor Juana porque va en contra de la visión que otros tienen del sacrificio en la obra de la monja. Aunque Jean Wissmer ve un gran énfasis sobre el tropo sacrificial en Sor Juana, el crítico insiste precisamente en la naturaleza incruenta o, por así decir, desdentada, del acto; el de la jerónima es un sacrificio cortesano, según Wissmer. Por su parte, Carlos Jáuregui lee a la Sor Juana sacrificial como católica ortodoxa cuyo empleo del tropo apoya la ideología eclesiástica. Volveré sobre éstas y otras opiniones adelante al elaborar mi análisis de la imagen del sacrificio en la obra sorjuanina, que revela un intento religioso y personal en contra tanto de la Iglesia como de la sociedad machista de su momento, mientras refuerza la protección que merece, agradece y acrecienta a través de una elaboradísima retórica de sumisión a sus amigos virreinales. El culto sacrificial característico de la época barroca en general se ve con particular fuerza entre las mujeres, especialmente las monjas, que regían sus vidas según una teología del sacrificio predicada como dogma generalizado de la época (Bénassy-Berling 49-50; Tavard 107; Wissmer 17-18, 32). La ética y la estética del dolor se darían con gran intensidad en la Nueva España, región donde “el modelo del mundo y de la realidad que determinan el inconsciente colectivo del ser novohispano [es] la religiosidad y su omnipresencia en todos los resquicios del espíritu de la época” (Bravo 97), territorio, además, donde es ubicua la influencia de la sociedad prehispánica. El pueblo azteca, según David Carrasco, vivía en su “ciudad del sacrificio” con la obsesión de “la estructurada
———————————— 4 Con once canciones en el juego (en vez de las ocho usuales), los villancicos a Santa Catarina forman el nocturno más extenso entre todos los que compuso Sor Juana, fenóneno en sí que anuncia su importancia a la monja, quien escribió estas canciones, de un “feminismo `pre-feminista’” (Tenorio 498) “en un momento de amarga polémica” (Paz 424), el mismo año de 1691 en que se defiende en su Respuesta a sor Filotea de la Cruz como mujer, religiosa, intelectual y escritora y, en particular, contra acusaciones de herejía tras la publicación de la Carta Atenagórica (noviembre de 1690, sin su permiso, por el obispo de Puebla). En la Atenagórica, la monja refuta argumentos del jesuita portugués Antonio Vieyra sobre los actos amorosos de Cristo a la humanidad y agrega, al final, su propio parecer sobre la fineza mayor de Dios, que fue, según Sor Juana, no hacerle al humano favor alguno (4: 438), opinión sospechosamente parecida al pensamiento librepensador Protestante, tendencia espiritual e intelectual que, por otro lado, se alegaba vinculada con formas del gnosticismo cristiano (Lee 54-55).
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cercanía de la muerte” (190, traducción mía del inglés).5 Tal entorno sagrado-ritual explicaría en parte “esta obsesión de Sor Juana” (Glantz 181): el “obsesivo” tema del sacrificio en su obra (Wissmer 95). Sin intentar en este espacio una taxonomía exhaustiva del sacrificio en Sor Juana, quiero comentar una variedad de aproximaciones al tema en ella, a fin de asomarme a una visión global de su tendencia de ver actos de veneración, obediencia y amor como estrategias “económicas” para conseguir un equilibrio justo entre su autonomía como ser pensante y la vida ritualizada que sus circunstancias le imponían. Contadora del convento San Jerónimo, Sor Juana pensaba naturalmente en términos de cuentas y saldos (tropo e ideología que trataré en más detalle abajo); en términos de la metáfora del sacrificio “económico,” entran en juego elementos “sagrados” de la población indígena que ella conocía en su pasado laico como aspectos espirituales de sus estudios heterodoxos (neoplatónicos, herméticos, gnósticos, cabalísticos) que ponen en desequilibrio sus saldos con la religión católica y sus situación conventual. Creo que en este estudio saldrán a la vista huellas de la memoria popular de su infancia entre los mexicanos de Nepantla que, junto con la misma tendencia barroca (ésta ya cultivada conscientemente), dirigen su imaginación hacia un fuerte dualismo que tiende siempre a resolver contradicciones, fusionar contrarios, anular divisiones, o promover el mayor provecho común. La de Sor Juana resulta ser un cálculo “matemático” que los prelados siempre evalúan como incorrect, pero que para ella representan valores preciosos e indispensables: el pacifismo, la tranquilidad para estudiar y escribir, la androginia mental (es decir, ninguna diferencia perceptible entre la capacidad intelectual de hombre o de mujer), y otros conceptos afines. Para organizar estos múltiples usos “económicos” del sacrificio en la obra sorjuanina, tomo por un punto de partida el valioso libro de Jean-Michel Wissmer sobre “sacrificio y simulacro” en Sor Juana. Las categorías del sacrificio que Wissmer discute tocan en los mismos campos discursivos que suelen examinarse: autobiográfico, religioso, cortesano, literario. En sus análisis, Wissmer se esfuerza por incluir la amplia variedad sacrificial en lo que él llama una “estética del dolor” y “un simulacro de sacrificio” (170) por los que Sor Juana intenta crear: una nueva temática del sacrificio cuyos elementos dolorosos o sangrientos están totalmente omitidos, rechazados, proyectados en un mundo de puros juegos poéticos. Obsesión y horror del sacrificio al mismo tiempo. (95) Su estética, dice Wissmer, es del todo incruenta, sin efusión de sangre, porque la monja quiere evitar la violencia y “construir un mundo poético lejos del ambiente penitente de los conventos” (94). He estudiado el tratado de Wissmer con admiración por sus muchos aciertos; no obstante, no he podido coincidir completamente con la conclusión que saca de sus análisis. Creo que su teoría del sacrificio sorjuanino falla en parte porque no reconoce suficientemente la ambigüedad—la complejidad irreducible—del pensamiento de la poeta; por ejemplo, no toma en cuenta la extrema violencia—física y psíquica—de enunciados como los que he citado al principio de este estudio. Y por otra parte, ¿podremos decir que los cuadros gráficos del sacrificio azteca que encontramos en las loas a El divino Narciso y El cetro de José ejemplifican un deseo de construir un mundo anti-penitencial—es decir, libre de cualquier “ambiente penitente”?6 ¿Debemos esperar que ———————————— 5
La frase inglesa de Carrasco, en su City of Sacrifice, reza: “[The Aztecs] were a people obsessed with the structured nearness of death.” 6 La instrumentalidad del sacrificio humano es sumamente compleja, aunque podemos decir que en Mesoamérica servía principalmente como suplicio religioso para el mantenimiento del cosmos (Florescano 24), como fuente de poder militar y político (Alcina Franch 161, 166-67; Broda 106; Clavijero 170; Clendinnen 255-59; Solís 230-31; Townsend 44, 97-100), e incluso como castigo personal (Ingham 379); también se entendía como fuente de poderes espirituales: Laurette Séjourné (122-23, 138-41), por ejemplo, y Michel Graulich demuestran que para los aztecas el sacrificio
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la monja se horrorizara antes que permitiera que el personaje Idolatría, razonada, le diga a la Fe cristiana que, “aunque me ves postrada, / no es tanto que no te impida / el que demuelas las Aras / adonde los Sacrificios / son las Víctimas Humanas” (3: 193)? Al contrario. Estas loas presentan—ya teatral, ya metafísicamente—un debate honesto y sutil sobre la diferencia entre forma y fondo en cuestiones teológicas. Si bien Sor Juana aboga, a fin de cuentas, por el tipo de sacrificio humano que se inscribe en el dogma cristológico, no por eso bestializa ni minimiza el carácter sangriento de las ceremonias indígenas que escenifica en su teatro eucarístico. Sor Juana dramatiza una actitud universalista—diríamos clavijeriana avant la lettre7 —mediante personajes tan amables como lo son la América pagana, quien demanda a la Religión católica: “díme: ¿será tan propicia / esa Deidad [cristiana], que se deje / tocar de mis manos mismas, / como el Ídolo que aquí / mis propias manos fabrican / de semillas y de sangre / inocente, que vertida / es sólo para este efecto?”8 (3: 15), o bien la misma Idolatría, quien debate con la Ley de Gracia, diciendo “Pues mirad... / en mí mi Nación os dice / que mientras Víctima Humana / no permitáis ofrecer, / no viváis en confianza / de que es fija su obediencia” (3: 195). Como portavoz de la nación indígena, Idolatría plantea en esta loa a El cetro de José el núcleo de la cuestión teológico-metafísica que Sor Juana ilustra: la diferencia arriba aludida entre “forma y fondo,” e invita el razonamiento que subyace la mudanza histórica que hizo el pueblo hebreo al sustituir la forma literal—el equivalente de humano funcionaba como “expiation of sins or transgressions in order to deserve a worthy afterlife” (Graulich 355). De modo parecido, los guerreros que cautivaban en la “guerra florida” a otros guerreros para sacrificarlos en el Templo Mayor creían que obtendrían la fuerza vital del cautivo –su tonalli— a través de la excisión del corazón de la víctima (Furst 137). En Sor Juana, el sacrificio opera de igual manera compleja, tanto en cuanto a su significado metafórico como en cuanto a los beneficios pragmáticos que le presta a la monja. 7
Francisco Javier Clavijero incluye nueve disertaciones etnográficas al final de su Historia antigua de México [1780-1781]; la octava se dedica a la religión, la cual incluye sus comentarios sobre el sacrificio humano: observa que “no ha habido casi nación en el mundo que no haya sacrificado algunas veces víctimas humanas al Dios que adoraba” (575). Y no sólo es que literalmente todo el mundo lo ha practicado, sino que también lo ha hecho por razones de ganancia política, como demuestra al narrar el episodio de “la mujer de la discordia,” la princesa de Colhuacán que los mexicas sacrificaron para convertirla en la diosa Toci (Tonantizin, Cihuacóatl, et al) y amedrentar a sus vecinos en el Valle de Anáhuac durante el tiempo que iban consolidando su poder (73). Por otro lado, no sería “descabellado suponer,” como dice Carlos Jáuregui (225), que Sor Juana recibiera ideas sobre el universalismo del sacrificio humano y otras costumbres prehispánicas de fuentes que alcanzaran su celda, en forma impresa o manuscrita, fuera de la Monarquía indiana [1615] de fray Juan de Torquemada, a quien sabemos que leyó. En cualquier caso, éste “se había servido ampliamente de los trabajos…de muchos bien conocidos personajes como Hernán Cortés, López de Gómara, fray Bartolomé de las Casas, Motolinía, Mendieta y los otros franciscanos, del jesuita padre Acosta, así como entre otros más, … don Antonio de Herrera (León-Portilla 1: vii); entre éstos, Las Casas comparte un punto de vista universalista sobre el sacrificio humano. 8
Dentro de una sección sobre las imágenes que los aztecas tenían de sus dioses –estatuas, pinturas y varias otras representaciones, todas las que Torquemada coloca en el contexto de a) la etimología antigua de los simulacros (2:65), y b) la demonología, aseverando que las imágenes son lugares predilectos del diablo para esconderse— el autor de Monarquía indiana, fuente principal que consultaba Sor Juana sobre datos prehispánicos, incluye una descripción detalladísima de la estatua de semillas del dios Huitzilopochtli. La estatua está hecha de bledos y la sangre de niños sacrificados a propósito para la confección de esta imagen (2:71). La descripción en verso que se nos presenta en la loa a El divino Narciso sigue con precisión a Torquemada.
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“sacrílegas Aras, / … / manchadas de sangre humana” (3: 186)—por la forma simbólica sobre “purificadas / … Aras” (3: 188) donde el personaje conceptual Fe le promete a Idolatría poner otro tipo de “Sacrificio / … de Víctima Humana” (3: 197)9: un Holocausto tan puro, una Víctima tan rara, una Ofrenda tan suprema, que no solamente Humana, mas también Divina sea; … y no solamente larga vida dé, mas Vida Eterna. (3: 197-98) Entre el vaivén del dualismo característico de su discurso, Sor Juana explica cómo la forma del sacrificio humano literal puede convertirse en forma conceptual a través de “La Eucaristía Sagrada, / en que nos da el mismo Cristo / Su Cuerpo, en que transubstancia / el Pan y el Vino” (3: 198), y logra transmitir el mensaje obligatorio del teatro eucarístico al introducir el auto sacramental que sigue. Pero deja en boca de Idolatría un breve discurso que, si lo escuchara Sahagún, lo dejara refunfuñando, “¡Oh,…malditos y malaventurados aquellos que después de haber oído las palabras de Dios y la doctrina cristiana perseveran en la idolatría” (Sahagún 1: 69). Dice la Idolatría de Sor Juana, lista ya para presenciar el auto que ampliará su entendimiento del cristianismo (El cetro de José): Pues, ¿a qué aguardas? Vamos, que como yo vea que es una Víctima Humana; que Dios se aplaca con Ella; que La como, y que me causa Vida Eterna (como dices), la cuestión está acabada y yo quedo satisfecha! (3: 199) Carlos Jáuregui arguye que el uso de la analogía indígena en las dos loas que Sor Juana escribe sobre el sacrificio humano no es evidencia de un espíritu proto-nacionalista en la monja ni una defensa ideológica de la cultura nahua, sino la apropiación simbólica de la diferencia “y una defensa más bien ortodoxa del dogma de la transubstanciación” (214).10 El dogma que Sor Juana explica, tanto en las ———————————— 9 De acuerdo con la lectura de Hyam Maccoby, el libro de Génesis está lleno de códigos, desde la historia de Caín y Abel hasta Abraham e Isaac, para el sacrificio humano, que en aquel entonces ya tenía el carácter de un gran secreto que no se podía discutir abiertamente (8-9); es entonces cuando los hebreos iban sustituyendo a los humanos con animales y luego con actos simbólicos; más adelante en la era cristiana, los actos simbólicos incluían la salvación a través del conocimiento, por ejemplo (el gnosticismo) (112-13), y la veneración de la Virgen o el “sacrificio” de la eucaristía (158-59). 10
En cambio, Georgina Sabat de Rivers, Mabel Moraña y Yolanda Martínez –San Miguel –y coincido con ellas—ven en el discurso sorjuanino una actitud más que protocriollista. A la autora que denomino “la Sor Juana americana” Martínez-San Migual, siguiendo a Sabat de Rivers, le adscribe un “deseo de hacer `comprender’ a las autoridades españolas que existe otro espacio cultural legítimo en América que debe ser entendido en vez de ser únicamente dominado. Se borra así la supuesta transparencia del sujeto colonial frente al colonizador” (197). Sabat de Rivers, al escribir sobre las loas indígenas a dos de sus autos sacramentales, declara que Sor Juana “les da a sus protagonistas aztecas un sistema cognoscitivo racional parejo al de los europeos” 283) y que en conjunto, su presentación “de problemáticas coloniales del mundo americano..fue un intento no tan inocente de velar sus intenciones de mujer criolla que conocía y se enorgullecía del pasado histórico de tierra”
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loas como en los autos (no menos atrevidos) sí es más bien ortodoxo, pero su escritura no lo es. La comparación o simulacro que elige para revelar el misterio cristiano de la conversión de carne y sangre humanas en pan y vino sagrados es precisamente “lo más monstruoso de la religión azteca” (Bénassy-Berling 321); la inmolación de seres humanos—entre ellos infantes matados expresamente para consagrar su sangre para un rito al Dios tutelar del pueblo—y la antropofagia se transmutan, a través de la imaginación de Sor Juana, en símbolos más que adecuados de la eucaristía católica ofrecida de las manos de los eclesiásticos que dominaban su vida, que sacrificaban importantes aspectos de su vida en aras del conformismo patriarcal y dogmático. Como afirmé arriba, los enunciados de Sor Juana conllevan una complejidad irreducible tal, que en el caso de estas loas indígenas, se podría sugerir como conclusión mínima que: a) en el campo del discurso sagrado como en todas partes de su obra, la monja despliega una habilidad sabia de guardar necesarias apariencias de ortodoxia; b) su elección de una religión de “barbarismo” irreducible (basada en el asesinato ritual y el canibalismo) para representar las virtudes de la Única Verdadera Religión (también basada en el asesinato ritual y el canibalismo—aunque ya metafórico) satisface su hambre constante de simetría, de construir jeroglíficos perturbadores, y c) de crear personajes femeninos de voluntad indomable (como la disimulada Idolatría, quien niega al afirmar, como lo hace la Sor Juana acorralada y desdoblada de la Respuesta.11 Pese a quiénes no encuentren en estas loas evidencia de una naciente conciencia criollista, no debemos olvidar que ambas obras estaban dirigidas a la corte colonizadora (Sabat de Rivers 268). Son enunciados que deben efectuar “la recuperación tanto de una dimensión estrictamente teológica como...de una dimensión histórica de las culturas indígenas” (Zanelli 183), y si Sor Juana da fin al mitote en su loa a El divino Narciso con una referencia sincrética al Dios judeo-cristiano en guisa del “Verdadero / Dios de las Semillas” (3: 21), es para hallar acomodo intelectual e ideológico para la noción de cualquier autoridad sagrada—o política—que no deja de exigirles ofrendas de sangre a sus súbditos. 12 Claro, suprepticiamente, por medio de lo que Jáuregui explica como “un plagio (287). Esta postura proto-nacionalista es más evidente aún en la llamada “Carta de Monterrey,” escrita en 1682 por Sor Juana a su confesor, en la que ella abiertamente expresa su enojo con el Padre Núñez de Miranda por criticar en público su haber compuesto el arco de triunfo en la ocación de la llegada de los marqueses de la Laguna al virreinato en 1680. En esa carta, por la que la monja efectivamente despide al sacerdote, dispensando de sus servicios con un gesto bien luterano, observa Mabel Moraña que “Sor Juana habla no solamente [como] la mujer y el intelectual marginado de la colonia sino además el letrado criollo, que comenzaba a percibirse como parte de un sector social específico, dentro de una sociedad diferenciada de la europea en múltiples sentidos” (206). 11 Me refiero a su notoria autobiografía intelectual, la carta dirigida el 1 de marzo, 1691, al obispo de Puebla para defender su derecho a estudiar y escribir. 12
Carlos Jáuregui alega que el “gran Dios de las Semillas” a quien Sor Juana se refiere en la loa a El divino Narciso, ya que no le pone otro nombre más específico, aunque bien podría ser Huitzilopochtli, igual pudiera ser Tláloc, Quetzalcóatl, Saturno “(`Dios de las semillas’de la antigüedad europea)” o incluso Cristo, “(el `sembrador,’ que entrega su cuerpo a los hombres en el pan eucarístico)” (217). No creo que los “juegos conceptistas, paralelismos barrocos y apropiaciones simbólicas de lo precortesiano” que Jáuregui menciona respecto a la loa (217) tengan que irradiar tan lejos: en Monarquía Indiana, donde detalla la confección de la estatua de semillas y sangre “de inocentes” a que alude la monja en su loa, Torquemada explícitamente la identifica con el “abominable Dios Huitzilupuchtli” (2:71), y como Sor Juana da señas de seguir a Torquemada cercanamente en cuanto a los detalles del mitote que describe en la loa, creo verosímil suponer que su Dios de las Semillas se refiere a Huitzilopochtli, lo que, para propósitos de una comparación de simulacro, o “plagio” eucarístico, tendría mucho sentido, ya que tanto aquel dios azteca y el Cristo europeo son deidades identificadas con el sol.
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diabólico” (206), la monja iguala al Dios cristiano con Huitzilopochtli.13 Y no solamente aquí, en la loa a El divino Narciso, sino a través del propio auto y en otras partes de su obra, Sor Juana confecciona comparaciones y conceptos visuales que, mientras trazan paralelismos sincréticos entre contrarios exóticos, amenazan borrar la importante diferencia entre lo Otro y lo ortodoxamente católico; no es que Sor Juana viviera “no sólo sin Religión sino peor que pudiera un pagano” (4: 521),14 pero los hay que han visto en algunos de sus enunciados más, digamos, barroquizados, evidencia de herejía o una supuesta ignorancia poco perdonable en una religiosa del México contrarreformista.15 Respecto a la escandalosa equiparación del sacrificio humano de los aztecas y la eucaristía católica, sin embargo, aparte de su atractivo como curiosidad exótica y complejidad jeroglífica, Sor Juana en esto también sigue a su fuente histórica, el autor de Monarquía indiana. Con un oscilar discursivo que revela el tipo de contienda ideológico-semántica que siempre atrae a Sor Juana, Torquemada describe cómo los feligreses indígenas se acercaban al ídolo de semillas y sangre “à tocarle, con las manos, ojos, y boca, como quando se toca una Reliquia, ò Cuerpo santo (aunque aquel era retrato del Demonio)” (2: 72). Como si el fraile docto le hubiera presentado el argumento de un villancico que dramatizara, por ejemplo, concursos o conflictos entre Cuerpo y Alma (2: 149), entre Cielo y Tierra (2: 150), entre Catarina cristiana y emperador pagano (2: 171-72), Sor Juana aprende de Torquemada que se le quebraba la estatua de semillas ensangrentadas, “Reliquia, ò Cuerpo santo” y al mismo tiempo “retrato del Demonio,” diciendo “que era matar al Dios Hutizilopuchtli” (2: 73) y que los pedazos los comían “los Hombres, así grandes, como pequeños, y Niños de cuna.16 Y esta era su manera de comunión (como en otra parte decimos) y llamabase esta comida Teoqualo, que quiere decir, Dios es comido” [sic] (2: 73).17 La comparación no podría ser más directa entre la “misa” azteca y la católica, y así la traslada Sor Juana, versificada, a las páginas de su loa. Tampoco ha perdido el sentido simbólico que Torquemada ve en esta ceremonia de ———————————— 13
Esta sangrienta deidad del sol y de la guerra es objeto de un tocotín alegre que—en otra parte de la obra sorjuanina—figura entre los villancicos a San Pedro Nolasco (1677) (2: 28-42). 14 Frase de su “Petición, que en forma causídica,” presentó como uno de los votos de sangre que firmó hacia el final de su vida, cuando la Iglesia ya le había forzado regalar su biblioteca e instrumentos musicales y científicos y dejar de publicar: de vivir, por primera vez en sus años como monja enclaustrada, “muerta al mundo.” 15
Su editor, Méndez Plancarte, quien por la mayor parte se muestra enamorado de una Sor Juana santa, a veces se halla tan horrorizado por los descuidos dogmáticos que ve en sus escritos que incluso se toma la molestia de refundir la obra original de la monja. Ver, por ejemplo, cómo se extraña que en El cetro de José la serpiente-demonio de la Biblia “haya sido jeroglífico de la libertad, o de la victoria, o de la inocencia” (3: 612, nota), sin querer ver que con este jeroglífico Sor Juana ha querido resucitar el poder antiguo de la “Pitonisa doncella / de Delfos” (Isis), de la que habla en muchas otras partes de su obra, sobre todo en el Neptuno alegórico. Por otro ejemplo más radical, ver la nota larguísima (3: 593-96) en la que Méndez-Plancarte reprende a Sor Juana por una lectura de la teología ortodoxa en el auto El Mártir del Sacramento, San Hermenegildo que el editor jesuita considera profundamente errónea. Respecto al tópico escandaloso de El divino Narciso, Jean Krynen, por otro ejemplo, juzga que Sor Juana debió desistir del tema y pensar, como Calderón, que “la asimilación de Cristo y de Narciso resultaba nada menos que disparatada ideológica y sentimentalmente” (501); Krynen halla, en fin, que la premisa teológica de El divino Narciso es “absurda” (505). 16 17
A las mujeres no se les permitía tomar parte en esa comunión.
Siempre que cito a Torquemada, dejo sin corregirse los errores de puntuación y gramática, tales como han sido reproducidos en la edición de 1969 que manejo.
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comunión: “que hacían una mui gran servicio à su Dios, y que por èl les perdonaba sus pecados (que es lo que en Doctrina Católica, y sana, nos dice la Sagrada Escritura” (2: 72). 18 Entre esta interpretación del beneficio espiritual del rito y la representación dramática del mismo, Torquemada detalla los muchos sacrificios de sangre que se hacen antes del clímax (la comida de la estatua de semillas), “sacandoles los coraçones, y arrojandolos a los pies del Idolo” (2: 72). Al escribir la loa que sirviera de espejo—imagen previa—de las lecciones eucarísticas por presentarse en El divino Narciso, Sor Juana tendría muy en mente el vínculo entre el sacrificio sangriento—el corazón humano lanzado al pie de un ídolo pagano—y el sacrificio ya ético (cristiano) y estético (barroco). Al observar a Sor Juana “traducir” de esta forma a Torquemada, Wissmer viera la eliminación de las huellas sangrientas del sacrificio de a de veras; en cambio yo planteo que, en el proceso de apropiarse de símbolos sacrificiales—prehispánicos en su mayoría, pero de otra procedencia también—Sor Juana viera la perdurabilidad del impulso sacrificial (y en su caso personal, la imposición del acto) por otro nombre y en otras formas pero no por eso menos poderoso, ni en sus beneficios potenciales ni en sus posibles consecuencias cruentas. En un villancico sobre San Pedro Nolasco, vemos un ejemplo de cómo Sor Juana evoca, para fines algo distintos, todo un universo sacrificial—el mito fundacional del pueblo mexica imperial—con el uso de una frase náhuatl que en el contexto actual de la monja se había vuelto símbolo de la fe del indio converso, un tipo de keyword a lo Raymond Williams. Dentro del mundo novohispano ideado en verso por Sor Juana, un mexicano de habla machista se jacta de que “si allí / lo estoviera yo, / cen sontle matara / con un mojicón” (2: 42); en una nota de Méndez Plancarte en la que se traducen las “incrustaciones aztecas” (2: 375) en este tocotín de Sor Juana, aprendemos que los cen sontle a que el indio cantante mataría son cuatrocientos; en esta cifra leo yo, como bien podía Sor Juana, una alusión al sacrificio de los enemigos míticos de Huitzilopochtli, quien, no bien salta del vientre de su madre Coatlicue, decapita y despedaza a su hermana Coyolxauhqui con su espada de fuego y mata a sus hermanos, los “cuatrocientos del Sur” que se sentían avergonzados por la súbita preñez de su madre (se quedó embarazada de una bola de plumas que se le cayó del aire, casi así como el Espíritu Santo en forma de paloma que visitara a la doncella María). En su origen, la anécdota viene de Torquemada (2: 41-42)—sin duda por medio de una cadena de fuentes previas que incluían a Sahagún—, una versión bien elaborada ésta de la Monarquía, con aire de ficción. En manos de Sor Juana, el conocido mito del nacimiento de Huitzilopochtli encima de la montaña Coatepec pierde todo detalle salvo la alusión más simbólica para la ocasión del villancico19: el indio converso que jura que, de haber estado donde San Pedro Nolasco “se quedó / con los perros moros / en una ocasión” (2: 375, nota, versión de Garibay), habría matado a cuatrocientos de ellos con una bofetada, como una vez Huitzilopochtli lo hizo a los cuatrocientos (es decir: muchísimos, sin número) hermanos homicidas que quisieran asesinar a su madre Coatlicue mientras él todavía estaba en su vientre. Si en la loa a El divino Narciso, el dios azteca es simulacro de Cristo, en el tocotín se podría ver a Coatlicue como sustituta nahua de la Virgen María, y los cuatrocientos enemigos aludidos (los moros vienen, por feliz casualidad, desde el sur de España) como los matones de Herodes o algo parecido en contexto bíblico. Debemos tener en cuenta que los votos penitenciales tan comunes durante la Contrarreforma católica, cuatro de los que Sor Juana firma poco antes de su silencio final, no son más que sacrificios ———————————— 18
En realidad, los mesoamericanos no entendían los conceptos cristianos del mal, pecado, infierno, alma, moralidad, salvación y temas relacionados a éstos. Para una discusión fascinante de las diferencias entre los nahuas y cristianos de aquel entonces y cómo los misioneros intentaban convertir conceptos simbólicos del cristianismo en términos que la mentalidad indígena pudiera captar, véase Burkhart. 19
Ver Matos Moctezuma 48-55 para una buena versión moderna.
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de sangre. Como ha observado Frederick Luciani, si Sor Juana “was victimized by—and even sacrificed to—the power structures of seventeenth-century New Spain,...she was also...a part of and voice for these structures” (173). Sor Juana habla amargamente sobre la condena de Cristo—y de sí misma, comodín crístico—en su Respuesta a Sor Filotea en marzo de 1691. El obispo de Puebla (quien reprende a la monja bajo el seudónimo de Sor Filotea), en noviembre del año anterior, había provocado un escándalo peligroso para Sor Juana al publicar—a manera de obligar un “sacrificio total” (Volek 350)—un tratado teológico que él le había pedido que la monja escribiera; lo publicó en contra de su aviso explícito de que sólo él lo leyera y, ciertamente, a sabiendas de las consecuencias últimas que tendría su acto de traición, que mal encubrió al darle al tratado el título llamativo Carta Atenagórica (es decir: argumento digno de Atenas, diosa de la sabiduría) y al elogiar la “sutileza” de su “singular talento” e inteligencia tales que los sacerdotes cuyos sermones ella había analizado deben “gloriarse de verse impugnados de una mujer que es honra de su sexo” (4: 694). No quedó engañada Sor Juana, ya que acto seguido, Sor Filotea regaña a la monja por gastar su tiempo y talento en estudios y escritos no dignos de una religiosa. Margo Glantz traduce el discurso del obispo acertadamente: “A cambio de la transgresión cometida—escribir la Crisis de un sermón [el título más discreto que la monja le dio a su documento]—se le exige a Sor Juana el sacrificio de su entendimiento” (179). Ante el espectro de ese holocausto, la monja se quedó helada. Fue el sacrificio entre los muchos que ya había hecho que no estaba dispuesta a hacer. Al elegir la vida conventual, Sor Juana indica, en la indignada Respuesta que le espeta al obispo travestido de hermana, que meterse monja involucró una red compleja de pérdidas y ganancias—de sacrificios y beneficios: por un lado, evitaría el matrimonio, al que profesó una “total negación” que no explica;20 se colocaría donde posiblemente se le apagara “la luz de mi entendimiento dejando sólo lo que baste para guardar su Ley, pues lo demás sobra, según algunos, en una mujer,” y se hallaría en un sitio propicio para la salvación de su alma, meta que dice que anteponía a toda otra preocupación (4: 446). Por otro lado, y no sin contradecirse, sacrificaría su deseo de vivir sola para mejor entregarse completamente al estudio, ya que reconocía que vivir entre una muchedumbre de religiosas conllevaría un “rumor de comunidad” que impediría “el sosegado silencio de mis libros” (4: 444), cosa que le “hizo vacilar algo en la determinación” de tomar el velo (4: 446-47). En gran parte por el consejo de su entonces mentor espiritual, el Padre Antonio Núñez de Miranda, sacrificó el silencio y el sosiego por el espacio y el tiempo de alguna manera disponibles en el convento para satisfacer su inclinación a la escritura, ésta “tan vehemente y poderosa” que ni saber que desafiaba la regla de la obediencia monjil (Méndez 107-108) ni que se exponía al riesgo de un proceso inquisitorial (Camarena 300-303; Poot Herrera 100-101) la desviaba de su carrera literaria. ———————————— 20 No sería difícil imaginar, sin embargo, que, siendo hija natural y sin recursos monetarios, que el matrimonio significaría para Sor Juana una vida llena de hijos y exenta de espacio y tiempo para estudiar, deseo que quería satisfacer sobre cualquier otro, sin “ocupación obligatoria que embarazase la libertad de” perseguirlo (4: 446). Al mismo tiempo, el carácter gnóstico de la religión de Sor Juana (Egan, “Donde”) incluiría al matrimonio en su “más o menos radical rechazo del mundo, sus criaturas e instituciones” (Filoramo xv). Sor Juana estaría familiarizada con las características del gnosticismo a través de sus lecturas de Ireneo, Origen, Plotino y San Agustín, entre otros (Filomeno 2-7). Esta vertiente de la Iglesia primitiva tendría mucho atractivo para Sor Juana: en los primeros siglos después de Cristo, los gnósticos y místicos alejandrinos buscaban conexión con Dios sin la intervención de sacerdotes a través de trances ecstáticos (viajes incorpóreos del alma); las mujeres eran activas intelectual y artísticamente en público; profetas de cultos a Isis o Cibeles y, en general, tomaban parte en un movimiento de inquietud intelectual en un momento de crisis y cambio (32-37) “caracterizado por una necesidad profunda del conocimiento” (43). Parte de la búsqueda gnóstica incluía el encratismo (el rechazo del matrimonio y la procreación) (Couliano 30).
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Tiempo antes de haber provocado “ruido con el Santo Oficio” (4: 444), Sor Juana había lamentado en un romance sus tendencias autosacrificiales: “De mí mesma soy verdugo / y soy cárcel de mí mesma” (1: 168). En otro romance, reconoce que, por haberse destacado en las letras—oficio que los hombres se reservaban para sí mismos, y más si se trataba de una intrusa religiosa—, “mi tintero es la hoguera donde tengo que quemarme” (1: 146), instaurando así el espectro de un auto-de-fé no del todo metafórico: indignada, exclama en su Respuesta al obispo: “Rara especie de martirio donde yo era el mártir y me era el verdugo!” (4: 452) Hará oficial la declaración luego en una serie de textos penitenciales que firma en 1693 y 1694 al “derramar la sangre” (4: 517, 519).21 Como chivo expiatorio, reo monjil cuya vida el celoso Padre Núñez finalmente pudo convertir en holocausto ejemplar,22 Juana Inés se presenta en estas auto-acusaciones como “la más indigna e ingrata criatura,” una pecaminosa—precisamente “la peor del mundo” (4: 523)—que debe “ser condenada a muerte eterna,” aun cuando no basten “infinitos Infiernos para...[sus] innumerables crímenes y pecados” (4: 520). Los más escépticos entre sus lectores van a vislumbrar en el lenguaje hiper-hiperbólico de estos votos a una Juana que astutamente deconstruye la imagen de la monja ideal elaborada por confesores como Núñez de Miranda en sus manuales para religiosas (Méndez 102-107). Al mismo tiempo que ella firma los enunciados que parecen renegar las convicciones de una vida, los inquisidores en México comienzan un proceso contra el predicador quien, un mes antes que Sor Juana escriba su Respuesta, pronuncia un sermón en el convento San Jerónimo que elogia el razonamiento de la monja en su “`ingeniosa y docta’” Carta Atenagórica y a ella misma, “`[e]l más florido ingenio de este feliz siglo, la Minerva de la américa [sic], cuyas obras han conseguido generales acclamaciones y obseguiosas, si debidas estimaciones hasta de los mayores ingenios de Europa’” (citado en Camarena 294). Sor Juana se habrá muerto (1695) antes que el Santo Oficio finalmente prohíba el sermón de Francisco Xavier Palavicino en 1698, pero queda para nosotros saber que la censura vino dirigida tanto en contra de la monja como en contra del predicador, ya que al calificador principal lo más intolerable del sermón de Palavicino le pareció ser que el eclesiástico complaciera “`el genio de una muger introducida a theóloga, y scripturista, aplaudiendo sus subtilezas…, passando el insufrible desorden a citar en el púlpito públicam[en]te a una muger con aplausos de Maestra, y sobre puntos y discursos scripturales… ‘en su ingeniosa y docta Carta Athenagórica’” (Dorantes, citado en Camarena 300). Sor Juana no tuvo que oír la sentencia en su contra, pero ya había sufrido el castigo y aceptado el sacrificio: colocar biblioteca, mundo y razón de vivir en aras del celo patriarcal. Según Ricardo Camarena, debemos leer entre líneas de la Petición causídica, uno de los votos de sangre que Sor Juana firmó, ———————————— 21 Incluyo aquí una nota personal: he visto en los archivos de la Benson Latin American Collection de la Universidad de Texas en Austin el voto de sangre de Sor Juana al que Méndez Plancarte le da el número 412, el que comienza, “Yo, Juana Inés de la Cruz, religiosa profesa de este Convento, no sólo ratifico mi profesión y vuelvo a reiterar mis votos, sino que de nuevo hago voto de creer y defender que mi Señora la Virgen María fue concebida sin mancha de pecado original….” y que termina, “Yo, la peor del mundo. Juana Inés de la Cruz” (4: 522-23). Me conmovió sobremanera ver las letras de su nombre trazadas con una sangre ya desteñida, apenas mostrándose como un pálido anaranjado. 22
Sobre el empeño “drástico y terrible” del Padre Núñez por hacer que las monjas vivieran muertas al mundo, véase Bravo en “Signos religiosos,” especialmente páginas 127-28, y Bravo Arriaga en su “Erotismo y represión en un texto del Padre Antonio Núñez de Miranda.” Véase además Lavrín, en particular las páginas 69-70, y Wissmer, especialmente el capítulo sobre “El ‘padre lobo’” (37-52).
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el rendimiento de cuentas a un tribunal, si no divino, sí pendiente de los sesgos en los caminos de la tolerancia. Los elogios a Sor Juana no son un problema; el verdadero “ruido” reside en el uso del púlpito para ubicar sus proposiciones teológicas al mismo nivel de las de los grandes doctores de la Iglesia, aunado esto a la gravedad de su condición femenina: dos argumentos intolerables para un Santo Oficio. (304-05) Se expuso al riesgo de criminalizarse no bien se metió monja, casándose con Cristo y poniendo casa donde nunca le faltarían motivos sacrificiales, ya que el paradigma religioso es el que con más ahínco se relaciona con el concepto de la inmolación, tanto en cuanto a los asesinatos y tormentos humanos—los paganos y los cristianos—que hemos ya examinado, como en cuanto al ejercicio cotidiano de la fe. Sería natural que nuestra religiosa enclaustrada discurriera en cuestiones espirituales y dedicara una buena porción de su escritura a obras clasificadas como sacras. Paradójicamente, si descontamos los autos y el volumen dedicado a sus villancicos, la religiosa escribió un número insignificante de poemas sueltos clasificables como sagrados. (Y una parte de éstos puede leerse con sentido profano.23) No obstante su parquedad, en el género sacro se destaca el carácter desgarrado—atormentado, incluso—de su discurso. “La virtud y la costumbre / en el corazón pelean, / y el corazón agoniza / en tanto que lidian ellas” (1: 168), confiesa Sor Juana. “Amo a Dios y siento en Dios; y hace mi voluntad mesma de lo que es alivio, cruz, del mismo puerto, tormenta.” Padece, dice, porque el Dios sacrificador que ella conoce “lo manda” (1: 168). Hasta en una ocasión gozosa, como la dedicación del convento de monjas bernardas, la ambivalencia barroca—y/o mexicana—vuelve idénticas la alegría y la pena: “traigamos sacrificios de deseos” a la “Dedicación festiva del Templo” (2: 198), exhorta Sor Juana. E igual cuando canta alabanzas a la Asunción de la Virgen, la hipérbole cortesana le sirve para convertir su talento versificador en “ofrenda grosera” (2: 60). En otro momento dedicado a la Virgen—en los enredos metafísicos de su Loa de la Concepción—, Sor Juana juega con la imagen del sacrificio humano al dejar que el personaje Culto, caracterizado como el ritual “nacido / de las piadosas entrañas / de la Devoción” (3: 266), exija a su madre aceptar la disciplina de la razón: “Obedezco, aunque forzada,” dice Devoción, “y sacrifico mi gusto / por víctima a vuestras aras” (3: 268). En cambiar su ceguera por el raciocinio, la fe intelectualizada de esta loa fortalece al mismo tiempo la basa de la teología sorjuanina y un argumento para hacer de la concepción inmaculada de María un elemento del dogma católico. Si cabe, el imaginario sacrificial se intensifica en el campo secular, donde Sor Juana discurre sobre cuestiones de amor, filosofía u obediencia cortesana. Según la filosofía del amor de la monja, los celos son “uno de sus sacrificios” a la diosa del amor (1:15); el amante que sufre del amor no correspondido—“¿qué víctima sacrifica, / qué incienso en mis aras pone” para pagar el “precio de mis favores”? (1: 19-20) Valiéndose del lenguaje del amor cortés y de las finezas aprendidas durante sus años en la corte virreinal, al virrey que cumple años ella ofrece “sacrificios de deseos, / de víctimas holocaustos” (1: 86); al darle un regalo a su padrino, don Pedro Velázquez de la Cadena, le ruega: “recibid este corto / obsequio de mi cariño, / sin presunciones de ofrenda / ni altivez de sacrificio, pues en el ara inmortal / del afecto que os dedico, / arden mentales aromas / con inmateriales ritos” (1: 133). Sor Juana estableció y mantenía amistades acérrimas con tres parejas ———————————— 23
Examínese, por ejemplo, el romance calificado como sacro (#56 según la numeración de Méndez Plancarte) (1: 166-68), en el que Sor Juana juega con varias tradiciones (el amor místico, divino y cortés) para decir ocultamente lo que dice en su carta de 1682 (la llamada Autodefensa espiritual) al Padre Núñez, cuando lo regaña por haberla criticado públicamente por escribir obras profanas como el Neptuno alegórico, y al final de la que ella lo despide, diciéndole que ya no necesita de sus servicios como confesor. No volvió a ser su confesor hasta 1692, después de la crisis de la Carta Atenagórica y la Respuesta. Para una versión minuciosamente comentada de la carta a Núñez, véase Alatorre.
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virreinales y en particular con los marqueses de la Laguna; su entrañable relación con María Luisa Manrique de Lara y Gonzaga, condesa de Paredes y marquesa de la Laguna, ha sido objeto de abundante comentario crítico; inspiró el número mayor de composiciones que Sor Juana dedica a los distintos virreyes (Sabat de Rivers 114). En todas las que dirige en homenaje reverente a sus benefactores de la corte, prolifera el motivo sacrificial; la monja afirma en un romance al marqués de la Laguna, por ejemplo, que, “pues no hay ofrenda tan altiva / que, para su Deidad, digna parezca, / en el sagrado culto de sus aras / el temor mismo el sacrificio sea” (1: 181). Ejemplos como los arriba citados del lenguaje sacrificial en los textos seculares de la monja son casi sin número, siendo notable la frecuencia con que la imaginación ritual de los antiguos habitantes de Tenochtitlan-México ha invadido la expresión cortesana de la jerónima criolla. Al reiterar su posición subalterna en la jerarquía sociopolítica, Sor Juana una y otra vez se postra ante un Dios de las Semillas figurativa, invocando visiones sangrientas de sacrificios de corazón y decapitación. Libremente, salvo acaso en lo más recóndito de su inconsciente, la monja católica se inserta en la memoria colectiva de su pueblo natal.24 A la condesa de Galve le suplica que reciba de ella una perla “por ofrenda / de mi fineza amorosa, / pues para ser sacrificio / no en vano quiso ser hostia:/ mientras yo, para la prenda / de tu mano generosa, / como para mejor perla, / del corazón hago concha” (1: 119). Imagen a la vez exquisita y política, es también el retrato ingenioso del corazón de Sor Juana sirviendo—cual estómago de chac mool 25 —como receptáculo para la ofrenda. Sacerdotisa autosacrificial, la monja repetidamente se arranca el propio corazón para ofrendarlo con furia penitencial a las autoridades que dictan si brilla o no el sol en su vida: al arzobispo al que pide el sacramento de la confirmación, jura “que a tan divinos favores, / con mi propia sangre escritos, / les doy, grabados en él, / el corazón por archivo” (1: 38). El laberinto endecasílabo que escribe para que la condesa de Galve se lo regale a su esposo repite el tropo del sacrificio del corazón y del cuello en “fino holocausto” (1: 176), y en las Pascuas Floridas del Cristo ofrendado, Sor Juana reitera su vasallaje al equiparase con cierto cordero y las Deidades “sobre [cuyas]...aras se corta / a aquél el cuello” (1: 90). Para el cumpleaños del hijo infante de los virreyes, “Príncipe Cristiano,” Sor Juana ofrece el consejo y deseo de que las aras de su privilegio y poder no “queden manchadas... / ni...violado el templo” (1: 78). Cordero ella en las aras del templo regido por verdugos llamados Fernández de Santa Cruz y Núñez de Miranda, la retórica del dolor que describe “mi corazón ———————————— 24
Juana Ramírez de Asbaje nació en San Miguel Nepantla, un pueblo indígena al pie de los volcanes Popocatépetl e Iztaccíhuatl. Era criolla pero, como nos relata Anita Arroyo con afán cronístico, “la criollita Juana se paseaba entre los indios con gran regocijo; la carita, poco antes grave o soñadora, se le tornaba alegre, y las dos largas trenzas, tan negras como los ojos, le temblaban cual pupilas centelleantes” mientras la fiesta popular en Amecameca “le alegraba los ojillos” (12). Lamenta Georges Baudot que, “entre las frustraciones más nostálgicas que los textos de sor Juana nos han dejado, quizá está el no saber cuánto discurso amerindio, cuánta palabra vernácula de América han podido quedar sepultados en páginas desconocidas que no nos han llegado,” ya que se crió con “las sonoridades refinadas de la lengua náhuatl” llenándole los oídos (849). Sabat de Rivers nos advierte qué tan fundamental es “recordar que la monja conocía la lengua náhuatl [,]…lengua que manejaba `con notable gracia y fluidez’ según Garibay,” y que “Sor Juana trató muchas veces, de un modo más o menos abierto, cosas de su tierra, que son expresión de la identidad cultural a la que se adscribía” (“Apología” 279). 25 Literalmente significa pata de jaguar en el maya yucateco, pero se refiere comúnmente a la figura recostada sobre los codos cuyo rostro nos mira de frente y cuyo pecho en forma de cuenca se usaba como receptáculo para los corazones de víctimas del sacrificio desde la época clásica en adelante, a través de la conquista española, desde El Salvador hasta Michoacán (Miller y Taube 60).
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deshecho” (1: 287) entre las manos de un amante imaginario también sirve de emblema para la pasión funesta de una monja que en sí fue una idea fuera de lugar de la que nos habla Roberto Schwartz: víctima porque fue “otra” como lo eran las víctimas de los mexicas, “strangers from beyond the city, or social outcasts from within” (Clendinnen 1991, 110). La dinámica sacrificial mueve a Sor Juana entre posibilidades de sacrificar—de ser activa, de hacer ofrendas y así controlar su destino—o de ser sacrificada, hecha objeto pasivo del poder ajeno. Ser sacrificada implica un desequilibrio temible; sacrificar vuelve al universo hacia un balance deseable: como ha observado Wissmer, “el beneficio recibido supone un precio que pagar, una cuenta,” y Sor Juana, siempre consciente de sus pocos recursos económicos, físicos, sociales y políticos, dice una y otra vez que “mejor sería no recibir ningún beneficio para no tener que pagar esta cuenta” (Wissmer 131).26 Tan insistente es el afán de aquilatar valores que el enorme peso del lenguaje sacrificial—idioma de ofrendas hechas y recibidas—es equilibrado por otro lenguaje de igual peso semántico, el de la contabilidad, lengua que la monja maneja en su obra aún antes de desempeñar el cargo de contadora de su convento.27 Si la escritura de la jerónima es marcada por una visión catastrófica, también lo es, obsesivamente, por el concepto de las medidas justas: el trueque cumplido, la deuda liquidada, los libros saldados, las cuentas cuadradas, el equilibrio guardado, el balance hecho. En otro estudio, profundizo en la poética de la contabilidad de Sor Juana; ahora señalo brevemente que la mentalidad matemática de la monja cuadra perfectamente con los sacrificios que sopesa. Para ella, cualquier sacrificio—ofrenda o afrenta—tiene que ser entrado en un libro de cuentas o en una ecuación. Si en El divino Narciso Abraham “ ni dilata matar / al hijo” (3: 39) porque Dios se lo manda, Abraham, “aquel monstruo / de la fe y de la obediencia” se dispone a rendir cuentas rindiéndose. En cambio, “Dios benigno, / en justa correspondencia, / la víctima le perdona / y el sacrificio le acepta” (40). Con esta concesión, “ya a Abraham se ha cumplido la promesa / que Dios reiteró a Isaac” (50): saldo perfecto.28 Si en las Letras de San Bernardo el sacrificio previo de Cristo vale más que cualquier otro, entonces “¿qué debemos?” nosotros pobres humanos, pregunta Sor Juana, y contesta, retórica: “Debemos cuanto somos; / y pues que no podemos / pagar tanto, ofrezcamos / en recompensa el Beneficio mesmo” (2: 198); de alguna forma, el ser humano, para quedarse en paz con Cristo, debe negarse a aceptar la mayor fineza que nos ha hecho y contentarse con la negación de ———————————— 26
La afirmación más funesta de esta teoría de los beneficios negativos la vemos al final de la Carta Atenagórica—y al comienzo de la serie de fenómenos que finalizaron la carrera y sacrificaron la voz de Sor Juana. 27
Véase, ya en 1682 al entregar el Neptuno alegrórico, la conciencia que ajustaba cuentas: la pluma de Sor Juana, señalada para escribir el arco triunfal para la llegada del virrey Tomás de la Cerda, es “tan desigual a mi insuficiencia” (4: 357) que –luego dirá con unas décimas agradecidas— los doscientos pesos que le han pagado son “oro [que] me da por cobre, / pues por un Arco tan pobre / me dais una arca tan rica” (1: 251), y “con palabras desiguales, / con tantos sellos Reales / me habéis tapado la boca” (251). Y para darles las gracias a los que le han premiado, sugiere que está devolviéndoles sus “favores” mediante “estas Décimas” (252) (aunque no sin ironía, ya reconoce que ser pagada por su escritura sutilmente le resta valor a su arte: si sus versos son flojos pide ser excusada ya que “estar tan tibia la Musa / es efecto del dinero”). Para una meditación elaborada sobre la Sor Juana contadora, véase mi “Contabilidad poética de Sor Juana.” 28 Elabora este punto en la Carta Atenagórica y como prueba de la mayor fineza de Dios el que haya sido Isaac, el hijo que más amaba Abraham, al que debía el padre sacrificar para demostrar la perfección de su fe. “Es Dios tan celoso, que no sólo quiere ser amado y preferido a todas las cosas, pero quiere que esto conste y lo sepa todo el mundo; y para esto examina a Abraham” (4: 428).
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cualquier beneficio divino (postulación teológica, como ya he dicho, en que insiste Sor Juana en la Carta Atenagórica 29 ). El balance es desigual, lo cual en este caso equivale un saldo perfecto. También lo es el sacrificio de su propia muerte que le hace San Pedro a Cristo, a quien le debe la vida y “pagársele quiere” (2: 295); eso liquida la deuda ya que “de Cristo y Pedro finezas / se extremaron tan iguales, / que hasta en la muerte, a los Dos / hizo el amor semejantes” (2: 296). Parecido a Pedro, San José también figura en una ecuación divina, ya que José, “aunque es hombre, se pone / a cuentas con Él” (2: 135): Dios y José disputan “cuál ejecuta mayor fineza” y, tal como ha solido ocurrir entre los hombres desde que convirtieron en bien económico a la mujer (Engels 68, 74-75), José sacrifica su derecho a acostarse con María para pagar la deuda que tiene con Dios, quien “para compensar [...] ese servicio,” le permite casarse con una Reina y “tener... / a Dios por Hijo” (2: 136). “Yo a tu Madre Sagrada / guardé el decoro, / que es la mayor fineza / para un celoso” (2: 136), dice José, y “yo te hice el beneficio / de asegurarte, / que es, a quien tiene celos, el Bien más grande” (2: 136-37), reponde Dios. “Luego ninguno alcanza, / pues en la cuenta / tanto vale la paga / como la deuda” (2: 137), concluye satisfecha la contadora jerónima. Del lado secular de los libros entran semejantes equilibrios desiguales, saldos negativos que sin embargo resultan positivos. En un momento, Sor Juana se queja con la virreina, queriendo saber “¿por qué hacéis que el sacrificio / que debo a vuestra luz pura, / debiéndose a la hermosura, / se atribuya al beneficio?” (1: 224-25) Otra vez, Sor Juana finge negar el sacrificio tendido por la mano del poder—o lo juzga prudente guardar siempre una carta de pago para presentar en cualquier momento. Presenta una, por ejemplo, al pedir que la virreina acepte su auto-esclavización a cambio de la posible liberación del esclavo Samuel. Con maña verbal, Sor Juana aquí cuadra unas malas cuentas—son bien desiguales los beneficios ofrecidos como un buen negocio. Si la virreina acepta el saldo ilusorio, “Podrá, si los fines mide, / hacernos dichosos hoy, / con admitir lo que os doy / y conceder lo que él pide” (1: 259). Queda demostrado que, para Sor Juana, un acto de “sacrificio” amoroso, cortesano, político, religioso o incluso estético sirve en su concepto vital como apuesta, inversión, compra, venta o saldo en un libro de contaduría. No es precisamente una visión mercantilista pero sí participa en la imaginación de la Edad de la Reforma y la Contrarreforma—accesorios ideológicos del Descubrimiento, la Conquista, la Colonización…y la Explotación sistemática del Nuevo Mundo. Éste es un mercado de bienes y trueques que, lejos de formar parte de un sistema capitalista, en realidad reflejan dos sistemas tributarios: el prehispánico y el novohispano. En medio de la sociedad nueva creada sobre los valores parecidos de los imperios azteca y castellano, las mujeres en general y las monjas en particular sirven como monedas en los bolsillos masculinos. Sor Juana, por ejemplo, es un activo disponible al mismo tiempo de los virreyes y de los sacerdotes de la Iglesia. Su estética del sacrificio, entonces, no es tanto un empeño por restrañar los ríos de sangre que bautizaron el nacimiento de un Nuevo Mundo, como lo es un deseo—en realidad una compulsión insoslayable—de torcer la voluntad pública y privada hacia adentro, hacia una perspectiva autoliberadora y autónoma. De sus lecturas omnívoras, Juana Inés se daba cuenta de lo que hoy Andrew Welburn caracteriza como the “unexpected conversion, after only a few centuries, of primitive Christianity into an imperial cult,” que resultó en una historia perturbadora por “the enormity of the deviation from the primal Christian spirit… [T]he close interrelation of individual maturing and ———————————— 29
“La mayor fineza del Divino Amor, en mi sentir, son los beneficios que nos deja de hacer por nuestra ingratitud...Más le cuesta a Dios el no hacernos beneficios que no el hacérnoslos y, por consiguiente, mayor fineza es el suspenderlos que el ejecutarlos, pues deja Dios de ser liberal –que es propia condición suya—, porque nosotros no seamos ingratos –que es propio retorno nuestro—; y quiere más parecer escaso, porque los hombres no sean peores” (4: 436). La visión es de un mundo deísta, al que Dios creó y del que luego se retiró, visión escandalosamente anti-católica.
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cosmic vision disappeared” y en lugar de esa relación ideal entre el espíritu autónomo y lo sagrado se vio “a widespread return to feudal hierarchy, submission to an overlord, [and] a loss of the dynamic of the self” (297). Los sacrificios contados de Sor Juana quisieran ofrecer el beneficio que pudiera resultar si hombres y mujeres, virreyes y esclavos, criollos y negros por igual vivieran de acuerdo a un nuevo—o, más bien, renovado—código cultural, “feminizado” por compasivo y humilde, moral por justo y equilibrado, moderno por individual y ético. En su escritura, Sor Juana modela este punto de vista radical al declararse un sujeto libre y por convalidar su mérito como alma y cerebro autónomos. Reconocerá al sacrificio desde múltiples perspectivas—las finezas que Cristo les hace a los humanos, que Dios decide no hacerles, que los virreyes le harían a ella, que ella le hace a ellos y a las autoridades eclesiásticas—precisamente a fin de convertir la encarnación literal del sacrificio expiatorio en un rito intelectual y moral. Parecido al caso del neoplatónico hermético Giordano Bruno, quien terminó sacrificado en un auto-de-fé por insistir que la Iglesia se reformara (Yates 257, 287, 339), el destino de Sor Juana ejemplifica una inmolación trágica. Ofrece muchos sacrificios como una inversión que rescate su libertad—su escritura es quizá el más noble de todos. Pero, aunque éste le trajera cierta autonomía espiritual, termina por conducirla al Templo Mayor novohispano como ofrenda a la sagrada intransigencia.
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