La ciudad de los culpable

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LA CIUDAD D L CULPABLES E

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LA CIUDAD D L CULPABLES E

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Rafael Inocente


LA CIUDAD DE LOS CULPABLES © Rafael Inocente © De esta edición: Editorial Zignos, 2007 Calle Talara 512, Of. 409; Jesús María Teléfono: (511) 4667949 editorialzignos@yahoo.es editorialzignos@hotmail.com www.editorialzignos.blogspot.com

Cuidado de edición: Harold Alva Viale Presentación gráfica: Flor Béjar Bustamante

Hecho el Depósito Legal, Nº 2007-11951 Ley 26905 - Biblioteca Nacional del Perú. Impreso en el Perú


Para ti, que naciste en tiempos asesinos



«En una guerra los tres enemigos del soldado son el frío, los piojos y el enemigo. Por este orden» G. Orwell


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I PARTE

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Una luz brilla en lo alto del cerro Cuando nací, mi padre se encontraba lejos de casa. No creo que el mío sea el único caso, pero al ser yo la segunda de las hermanas, tal vez mi padre no tenía la ilusión de la primogenitura masculina: mi hermana mayor contrajo en la posta médica una meningitis que le hizo hervir el cerebro y falleció y cuando mi padre se enteró del sexo de la que sería la mayor de sus hijos, se quedó en un bar con amigos y no apareció hasta dos días después, cuando mi madre había sido echada de la posta. Félix Goicoechea tenía veinte años, muchos sueños y una espalda curtida por el trabajo cuando se vino a Lima desde Huamachuco. Provenía de una familia de carpinteros-ebanistas desde hacía por lo menos tres generaciones y él era el primero que se aventuraba a salir fuera de la comarca norteña. Hacía trabajos para los pocos que en el pueblo no fabricaban sus propios utensilios y de cuando en vez un ataúd, si es que moría un mandón de esos que desaparecen a la muerte de un obispo, de cuando en vez un jueguito de muebles o un comedor en caoba repujada para algún paisano que volvía después de muchos años de vivir en la capital y quería reflejar el triunfo, pero lo que más trabajaba eran puertas, ventanas, muebles de cocina y, cómo no, lampas, picos, camas, libreros, hasta balsas para los pocos pescadores que se aventuraban en la laguna de Condebamba en donde se criaban gigantescos bagres. Pero el destino o los genes familiares de María Flores determinaron que la segunda fuese también hembra y en Huamachuco, hasta los abuelos maternos manifestaron su desazón a través de una carta dirigida a Félix: el tercero sería varón sin lugar a dudas y de todas formas, la mujercita podía ayudar en las labores de carpintería, ya lo había demostrado la abuela Rudecinda cuando a los quince años construyó sola los apriscos para treinta ovejas que daban de lactar a otros tantos corderillos. —Prepara tus cosas. Nos cambiamos de casa —le dijo a mi madre, apenas apareció. Dicen que apartó el mosquitero y husmeó muy serio en el moisés de carrizo desde donde yo lo contemplaba en absoluto silencio. 13


—Pero... ¿Y el negocio de comida? —respondió mi madre, que había conseguido un puesto en el mercado de la tercera etapa de Collique y en donde ya había logrado obtener buena clientela: la sazón norteña de mi madre era insuperable. —Huáscar es más grande. Tendrás más clientes —sentenció mi padre, hosco. Mi madre, en silencio, escuchaba la escueta argumentación. Tal vez porque se encontraba demasiado ocupada lavando la ropa de trabajo de mi padre o porque quizá no deseaba contradecirle, mi madre no opuso resistencia. Mientras los acordes de Caminito Serrano de Los Destellos alegraban en una radio a transistores, mi padre llenó un lavatorio de plástico con agua de cilindro almacenada hacía varios días. Decenas de mosquitos salieron espantados del cilindro y por una pequeña rendija del mosquitero que cubría el moisés en el que yo dormitaba, penetraron varios dañinos; ni mi padre ni mi madre repararon en la atroz tortura que significaron el zumbido y las picaduras de aquellos insectos que harían inolvidable el último día en el barrio de Collique. —Los primeros meses serán duros, pero es posible que hasta nos den título —completó mi padre y volvió a echar una mirada que, ahora sí, sentí de simpatía, hacia el moisés en donde yacía. Mi madre no puso objeciones y al día siguiente partíamos hacia lo que sería nuestro hogar definitivo. Atrás quedaba el cerro Collique y el terreno en donde esteras y calaminas albergaron mis primeros días.

Una niña problema Mi nombre es Julia Tudela Schrader. Tengo 21 años y dicen que ostento un buen cuerpo. Yo no lo creo así, pero cuando voy por la calle los hombres voltean y algunos me dicen cosas feas. Mido un metro sesenta y ocho y, aunque no me considero alta, si me pongo tacos lo parezco. Mi cabello es largo y lacio y de un color extraño, marrón oscuro con 14


destellos rojizos, pero las peluqueras me dicen que es castaño oscuro a secas. Mis ojos son rasgados y del color de la miel y mis cejas, del mismo tono que mi cabello, son arqueadas. Mi boca es pequeña y mis labios carnosos no hacen juego con mi nariz que es estrecha y diminuta, lo que me quita personalidad y, según algunas amigas, me da un aire infantil que a mí me disgusta. El color de mi piel es lo que más me agrada de mí misma. No es el blanco sonrosado, común en las chicas que estudiaron conmigo en el Sophianum, ni tampoco el trigueño cholo, abundante en esa pátina cobriza y brillante de las hijas de los inmigrantes de la sierra. El color de mi piel es un blanco mate, ligeramente atenuado por la herencia de mis ancestros paternos, aunque mis amigas dicen que es «trigueño claro». De mi padre sé muy poco, pero lo que sé me basta y hablaré de eso más adelante. Mi primer enamorado lo tuve a los once años. Era el hijo de una pareja amiga de mis padres y tenía quince. Jugábamos a las escondidas y a la casita y él siempre era el papá y yo la mamá y como tal, debíamos dormir juntos. Una noche de fiesta en mi casa se frotó salvajemente conmigo y aunque no logró quitarme la ropa interior, fue el primer intento por acceder a esa parte mía que nunca más hallaría sosiego. Mi padre nunca fue severo y los acercamientos temerarios de los muchachos del barrio y de los amigos de mis hermanos menores fueron comunes desde que pasé los diez años. Esa actitud suya me resultaba incomprensible, pues con mi madre, desde que tengo noción del recuerdo, fue siempre posesivo, aún cuando ella jamás dio motivos para los celos enfermizos con que la atormentaba. Francisco Tudela von Heineken, a quien llamaré solamente como Tudela, es mi padrastro. Es un hombre que para el promedio peruano puede ser considerado alto (mide un metro setenta y cinco) y su elegancia y modales públicos, propios de un gentleman británico, contrastan crudamente con su chusquedad y su medianía privadas. Es un chancho comiendo, le encantan los talk-shows y el programa de Raúl Romero, lee diarios deportivos y babea cuando contempla los potos de las 15


vedettes en los diarios chicha, que almacena a montones en la cajuela de su inseparable BMW serie 7. Casi todas mis amigas piensan que es un hombre atractivo y no tienen reparos en coquetear con él, incluso delante de mi madre. Mi relación con Tudela fue neutral. Pero esa neutralidad la logré a partir de un hecho decisivo en mi vida. A partir de aquella ocasión, mi madre aprendió a ser madre por lo menos en algo. Era ella quien me corregía de las travesuras infantiles, era ella quien sugería qué ropa me iba mejor y, más adelante, era ella a quien solicitaba permisos para las salidas con las chicas del barrio. Tudela tenía, tiene hasta hoy, dos grandes pasiones: los BMW último modelo y Álvaro, su primogénito. Y él manifiesta sin reparos las razones de esa preferencia sobre mis otros hermanos: Álvaro es el que mejor encarna al fenotipo teutón, heredado de mi madre y de los abuelos alemanes de Tudela. Así es que en él invierte todos sus recursos y afanes. Cuanto más se parezca a él en don de mando y alarde de elegancia y altanería, tanto mejor. Desde niño lo lleva siempre a la fábrica de colchones, pese a que a mi hermano le disgusta todo este trajín y la falsedad de engolar la voz para que piensen que impone mayor autoridad. Mis otros dos hermanos son bastante callados y casi no cuentan para mi padre. Es más, creo que él piensa que son afeminados: una tarde mis hermanos insultaron a los hijos del jardinero —unos cholitos chiquitos, flaquitos y peleadores— porque no querían prestarles la podadora eléctrica de su padre. Mis hermanos ni se imaginaron la reacción de los cholitos, que los hicieron correr y esconderse tras las verjas del jardín exterior de la casa. Para su mala suerte mi padre los pescó en plena huida y desde aquél día su encono contra ellos fue en aumento. Recuerdo que renegó como Judas, dijo que no era posible que los Tudela-Schrader fuesen corridos por un par de cholitos hijos de un jardinero, mientras Álvaro, el mayor, se reía a mandíbula batiente de mis hermanos menores. Así he ido creciendo, en medio de la incertidumbre, aceptando hipócritamente las normas que me imponían en una casa que en realidad detesto. La normalidad de una vida que para todos es la correcta tenía que acabar algún día y de 16


alguna manera. Pero no me hubiese imaginado jamás que por medio de un emisario tan despiadado como Orlando. Los años perdidos de Orlando Zapata La historia de mi niñez tal vez poco interese. Sin embargo, para gusto de los cándidos que creen que sólo en la sexualidad infantil y en el amor maternal se determina la personalidad futura, diré que cuando niño no sufrí conflictos de ese tipo. Mi madre me mimó el tiempo suficiente, nunca me rompí la cabeza y me desenamoré de ella en el momento más adecuado, es decir a los seis años, cuando logré besar y sentir erecciones con la más bonita de mis primas. En suma, mi madre me cuidó muy bien y fui un niño bastante sano. Mi padre fue obrero. Trabajó en una metalmecánica, pero cuando llegó a los cincuenta lo echaron por viejo. Hasta que cumplí los diez años no existieron en casa ni un televisor ni un equipo estereofónico. Nunca pisamos Scala, Sears ni Hogar. No existía en mis padres esa ansiedad por comprar todo lo que ofrecían las propagandas: años después comprendería que la vida sexual de mis viejos fue satisfactoria. Dicen que la infancia es la verdadera patria del hombre y mi padre, sin tal vez saberlo, se ocupó de que este aserto se cumpliese con sus hijos. Por aquellos años, cuando entre todos los niños del barrio no se hablaba de otra cosa que de las historietas de Walt Disney y de Ultramán o Ultrasiete, mi padre llegó un día con un paquete de revistas y libros, ni muy gruesos ni serios. Yo tenía cinco años y leía ya, con facilidad. Nos acercamos con mis hermanos, curiosos, mientras que mi padre, sin ninguna prevención, dejaba los regalos a nuestra completa disposición. Desde aquella vez, fueron comunes en casa los libros de cuentos rusos y las historietas chinas y, más adelante, aquellas famosas ediciones populares de cuentos peruanos. La única vez en que recuerdo haber visto muy enfadado a mi padre, fue aquella ocasión en que con mis hermanos cometimos la que sería la travesura más memorable de nuestra niñez. 17


Había en casa un libro de una famosa leyenda del medioevo chino, llamada El Rey Mono contra el Demonio del Hueso Blanco. En la tapa del libro, el Rey Mono perseguía por los aires al Demonio blandiendo su vara de bambú, en un fondo azul marino bellísimo. Las hojas satinadas estaban magníficamente ilustradas con dibujos tradicionales en tinta china del Rey Mono, el Cerdo de las Ocho Abstinencias, el Monje Tang, el Demonio de Hueso Blanco y su cruel madre y su siniestro padre y los cientos de monitos partidarios del Rey Mono y el tigre y el león y el oso y el lobo y todos los animales, corte del malvado Demonio de Hueso Blanco. Los dibujos habían sido realizados con tal gracia y arte que capturaron de inmediato nuestra febril imaginación. No sé a quién se le ocurrió entonces, poner colores al cuerpo del Rey Mono y a la pancita del Cerdo de las Ocho Abstinencias y al faldón taoísta del Monje Tang y a los cuernos caprinos del Demonio y a los leales monitos y al resto de animales. Nos esforzamos en hacerlo de la mejor manera. Pero la tinta china no admite colores Patita. Menos aún, de las manitos temblorosas de niños de tres y cuatro años, que eran las edades de mis hermanos menores. Aquella edición de la vieja leyenda china, desapareció para siempre. Tal vez la regalaron a otros niños o tal vez, simplemente, se extravió en el tráfago de la vida diaria. Años después, he intentado en vano volver a conseguirla; pero esa edición pekinesa de la fabulosa historia iniciático–taoísta, al parecer, no existió jamás por estos lares. Ya en la adolescencia, mi padre compró un televisor usado, mas nunca nos prohibieron encenderlo. Mis padres no sentían esa necesidad compulsiva de informarse de todo o divertirse contemplando basura. A pesar de la pobreza, jamás les apestó la vida. Lo que sí recuerdo es que cuando niño veía muy poco a mi padre. A esa edad yo no entendía todavía por qué debía salir cuando aún estaba oscuro, tan apurado siempre y regresar cuando ya había oscurecido, cansado, renegón y hambriento. Cuando echaron al viejo del trabajo en el 18


setenta y ocho, todos nos alegramos. En la metalmecánica no le pagaron un miserable centavo de beneficios sociales, pero ahora estaría más tiempo con nosotros, aunque eso sólo duraría unos meses. Mi madre, por otro lado, no sería un buen ejemplo para las mujeres actuales. Menos para aquellas que estudian y trabajan y desean realizarse en la vida. Mi madre parió cinco hijos, dio de lactar a todos, siempre atendió a mi padre sin maldecir por su suerte ni renegar sobre su condición de explotada, como pensarán, horrorizadas, las floras y las manuelas. Nacido en provincia, mi padre se vino a Lima cuando aún no había cumplido cinco años. Los motivos que llevaron a los Zapata de Tarma a mudarse a la Ciudad Enferma, fueron completamente políticos: el abuelo Ramón Zapata, aprista de los viejos, confió en el cobarde Víctor Raúl y en las asonadas que cada cierto tiempo propiciaba. Al falso grito de ¡revolución! azuzaba a las masas, mientras que él se salvaba providencialmente en alguna embajada que le daba cobijo. De la casa de mi abuelo en Tarma, gracias al soplo de un compañero, las fuerzas represivas sacaron dos camionadas de fusiles destinadas a apoyar el levantamiento de Trujillo en 1931. Mi abuelo fue enviado al Panóptico de Lima, pero sospechando tal vez la traición, dispuso antes que toda la familia emigrase a Lima. Aseguró a la abuela Juana que una surtida tienda de abarrotes aguardaba por ellos en el Rímac, gracias a las gestiones de un leal compañero del partido y a los escasos ahorros que con tanto esfuerzo había logrado durante su corta vida. El abuelo terminó sus días en la famosa Lobera de la isla El Frontón. Tenía apenas treinta y tres años, un cráneo hermoso y reluciente, ojos lánguidos y soñadores, y nunca llegó a saber que su mujer y sus siete hijos habían sido vilmente estafados por el compañero. La tienda del Rímac fue embargada. Un juicio pendiente por título de propiedad, el compañero tragado por la tierra, el padre prisionero y la desesperación de no tener un centavo en los bolsillos ni a quién recurrir en una ciudad extraña. Toda la familia fue echada a la calle con lo que tenían puesto. 19


La abuela Juana —veinticinco años, menuda y bonita— se dedicó a lavar ropa en las casonas del Rímac y Barrios Altos, mientras el callejón de Tatán veía crecer a mi padre y a sus hermanos. Pero esa es otra historia. Mis padres, pues, no fueron profesionales, ni mucho menos intelectuales. En la casa familiar, un ambiente de armonía —asquerosamente machista, exclamarán otra vez horrorizadas, las manuelas— se respiraba a toda hora. Mi viejo no quiso que mi madre trabajase fuera del hogar (para explotados basta con uno solo, decía) y aunque no se quejó jamás del intenso trabajo ni del magro salario, el día en que lo echaron de la fábrica llegó muy borracho y, en medio de un llanto entrecortado, le confesó a mi madre estar hastiado de la vida que llevábamos. La primaria y la secundaria las hice en colegios fiscales al igual que todos mis hermanos, sin mayores contratiempos. Mis padres no acostumbraban a revisarnos los cuadernos, nunca nos exigieron veintes y jamás sacamos un rojo ni en exámenes. Y lo digo ahora: salvo las operaciones aritméticas básicas y la enseñanza del idioma —por lo demás aprendí a leer en casa—, la escuela no me sirvió de nada. De esos once años de mi vida perdidos para siempre, envenenados por la morbosidad competitiva de la nota y los complejos del peruano, sólo dos recuerdos retornan siempre a mi mente.

La breve infancia de Sebastián Estoico Yo era muy niño aún, pero lo recuerdo bien. Hay días hasta ahora en los que las lágrimas se me salen; no de pena, sino de un sentimiento extraño y desgarrador cuando lo evoco. Es éste, un hombre joven todavía. Un mestizo bien plantado, de espaldas curtidas y caderas estrechas, y una mujer de contextura muy delgada. Suben y bajan de los micros y parecen no tener un rumbo fijo. No venden nada 20


y en sus ojos no se refleja ni la violencia habitual de los citadinos ni su ansiedad enfermiza. Tampoco el discurso es aprendido ni la voz impostada. Él sólo anuncia, con su permiso señores, voy a entonar algunas melodías, unas son de mi tierra, otras de allende, y sin más empieza: Estás arando, arando, arando En la chacra ajena Con tus yuntas, mi hermano, mi hermanito. De ese mismo modo araremos Una vida grande Juntándonos todos por nuestra tierra. Con una guitarra entre las manos, una armónica viejísima y una zampoña en los labios, salen huaynos, valses y hasta marineras, y ella, con un percal rayado, largo, gastado, frondoso y un oxidado run-run, acompaña feliz la melodía, acomodándose de rato en rato al bebé que lleva en la espalda. De la mano, un niño, como de cuatro años, golpea un tamborcito de piel de oveja con tan buen ritmo que bajan siempre con hartas monedas. No me lo dijo nunca mi padre, pues era bastante parco; pero sí mi madre. Cuando llegaron a Lima en el sesenta y tantos las barriadas empezaban a formarse y ellos, despojados de lo poco que tenían por el gamonal Mendiburu que a su vez había sido afectado por la Reforma Agraria, no tuvieron otra alternativa que subir a los ómnibus a entonar las canciones que mi padre tan bien conocía. En vano la gente, En vano los mistis Mi Sebastianita Me encargan y dicen Haz llorar a los extraños Haz sufrir a los extraños Cómo podría yo Hacer llorar Mi Sebastianita, A los hijos que no tienen familia, 21


A los hijos de los que no Tienen ni medio, Mi Sebastianita? En esos días, nada sabía mejor que lo sancochado, con su pizca de ají, contra las lombrices, como insistía mi madre: papas amarillas, choclo, habas, huevo duro y cebollita china. Creo que hasta hoy es mi plato favorito. No podían ni debían seguir en San Fernando. La denuncia contra Mario Estoico Martínez, mi padre, por sacarle su mierda al abusivo Mendiburu debía estar ya en el Cusco y el viejo cabrón se las tenía juradas. Así es que, sin más pensarlo, agarraron apenas unas cuantas ropas, encargaron la pequeña chacra a Domingo Taipe, nos despedimos de la pobre Generosa que ya ni leche daba, de los pocos animalitos que sobrevivían y enrumbamos hacia Lima. El abuelo Hernán, pastor y campesino, fue obligado por mi padre a hacer sus maletas, pues no quería por nada venirse a Lima y Mendiburu podía vengarse en su persona. El día anterior a nuestra partida, el abuelo, que se negó hasta el último momento a abandonar sus chacras, se levantó muy temprano, cuando aún las luces del alba no alumbraban el camino. Sin que se diera cuenta, lo seguí hasta la zona de los barranquitos por donde discurría el puquio ancestral de aguas trinas y en donde el padre de su padre había sembrado los viejos eucaliptos que impregnaban de un aroma sanador toda aquella comarca. Uno a uno fue abrazando a cada arbolito y enterrando no sé qué cosa a su costado; yo lo miraba perplejo y un nudo en la garganta me impedía la respiración, hasta que, de un momento a otro, el crujido de las hojas secas del suelo traicionó mi silencio. El abuelo se puso de pie con rapidez y volteó hacia la mata de queñoales en donde me ocultaba. Sus viejos ojos, dulces y cansados, estaban anegados en lágrimas. No pronunció una palabra, sólo vino hacia mí y me abrazó fuerte, muy fuerte, y así abrazados nos dirigimos hacia la casa. Yo, con el nudo en la garganta, lloraba sin lágrimas. Miraba por momentos sus pies grandes y terrosos, repletos de nudillos y las uñas gruesas que sobresalían entre las tiras de los yanques y sentía firmes las pisadas que en 22


innumerables ocasiones seguramente recorrieron aquellos senderos. Nunca se lo dije a mi madre, pues voces absurdas me gritaban que era desleal contar que el abuelo Hernán, fuerte y bronco hasta muy viejo, había llorado como un niño, despidiéndose de su bosque porque sabía que no volvería a verlo. El abuelo murió en el primer invierno que pasamos en Lima, de bronquitis asmatiforme según diagnosticaron en la posta médica, pero sé que murió de pena. La imagen de un hombre viejo y analfabeto abrazando a los añosos eucaliptos, el eco de su llanto silencioso y la paz extraordinaria que sentí cuando caminamos entrelazados por aquellos senderos sombreados de eucaliptos, me acompañarán siempre. Cuenta mi madre que lloró mucho para convencer a mi padre, pues no quería por nada abandonar su tierra, si yo no he cometido ningún delito argumentaba, ha sido todo en defensa propia. Además, la gente ha visto que ese abusivo se acercó borracho a molestarte... Son cinco carneritos que ha matado... Si estaba endemoniado el desgraciado ese, por suerte ni un tiro me ha dado de lo borracho que estaba y si no me agarraban, el cráneo se lo destrozaba a pedradas. Finalmente, mi madre logró convencerlo con la promesa de regresar a la tierra apenas nosotros fuésemos algo mayores.

La niña del diablo fuerte

¿Por qué habría yo de contar mi historia? Para un sociólogo o psicólogo cualquiera, una chica que a mi edad opte por una posición manifiestamente radical, es un caso digno de estudio. Comenzarán a hurgar entonces en los ancestros, en la genealogía, en la dureza de la vida infantil, en el tipo de maltrato a que fue sometida la niña, quizá alguna violación, un padre alcohólico y maltratador, una madre casquivana y descuidada con sus hijos y su marido, es decir, un resentimiento tan profundo que, llegada la adolescencia, esta niña se vio obligada a desatar de alguna manera su odio contra la sociedad que la condenó a la exclusión y al fracaso. 23


¿Por qué entonces habría yo de contar mi historia si sé que me van a condenar de antemano? Según Sebastián, mi historia sería digna de una novela. No creo que esto sea cierto, pero el motivo por el cual he empezado a narrarla es poco serio: jugar con la razón de los bienpensantes. Así es que mejor voy directamente a lo mío. Soy la segunda de tres hermanos. La primera falleció a los pocos meses de nacida. Paula es la tercera y los malos observadores dicen que no parecemos hermanas: el tipo físico de Paula es el de mi madre. Ella era natural de Santiago de Chuco y tenía los ojos zarcos, la piel de un extraño color blanco dorado y largos cabellos negros que enmarcaban un perfil hermoso e inclasificable. Aunque todos hemos heredado el cabello lacio y fuerte de mi madre, Carlitos y yo nos parecemos más a mi padre: somos de piel trigueña, huesos largos y contextura atlética. Nuestra madre murió cuando éramos muy niños. Una combi la arrolló a las seis de la mañana en el cruce de las avenidas Wiese con Santa María, cuando ella se dirigía a Caquetá a realizar las compras semanales. Yo tenía seis, Paula cuatro y Carlitos, un año. Carlitos habla muy poco de mi madre. En realidad tiene mucha razón, pues casi ni la conoció, además a esa edad la conciencia de la muerte no existe todavía. Pero con Paula sucedió algo muy distinto. Yo fui amamantada hasta el año y medio y Carlitos apenas llegó a los diez meses y no porque mi madre fuese una mujer que deseaba mantener la belleza de los senos limitando la lactación de sus hijos al mínimo recomendado por los médicos (afirmación que además tampoco es cierta, ahora se sabe que la succión continua de los pechos, además de placentera y erógena, no sólo no deforma, sino que hermosea y hace más hembra a la madre lactante). Paula fue la más apegada a mi madre y fue destetada a los tres años, no sin poco esfuerzo. En fin, tal vez porque ella era la más parecida a nuestra madre o porque Paula nació pesando apenas un kilo o porque mi madre pensaba que dilatando el período de lactación suplía de alguna manera su prolongada ausencia 24


en casa debido al trabajo, cualquiera haya sido el motivo, Paula fue la única a la que mi madre amamantó hasta los tres años, con resultados más que satisfactorios: a los quince, Paula medía un metro setenta y nadie creería la edad que en realidad tenía. Mi padre jamás se resignó a la pérdida de mamá, a pesar que aún no cumplía los cuarenta cuando ella falleció y si es que tenía sus cosas por la calle, pues ese era asunto suyo y nosotros en la vida nos enteramos ni él nos quiso contar nada. De esa manera, a los seis años me convertí en una especie de madre sustituta de mis dos hermanos menores, pues mi padre salía muy temprano a trabajar. Imposibilitado de proseguir con el taller que había implementado en casa debido a la falta de la gran colaboración que daba mi madre, sin el aporte económico que significaba el puesto de comida que ella conducía en el mercado más grande de Collique, mi padre debió emplearse en una fábrica de puertas, ventanas y muebles en madera fina que exportaban al extranjero, pero no aguantó ni tres meses: el dueño cobraba cien y a él le tocaba diez. Una noche papá retornó a casa muy extraño. Traía en su mochila el primer regalo del que guardo memoria: un barquito de vela que él tallaba por las noches mientras yo lo observaba detenidamente, pero nunca mencionó que esa miniatura de juguete sería para mí. Tal vez contemplando cómo trabajaba mi padre aquél barquito de rasgos elementales en un fragante trozo de cedro nació en mí el cariño por la madera y el presagio de mi auténtica vocación. Aquella noche, luego de brindarme el barquito —un retazo de lino fungía de vela—, me reveló que había renunciado al trabajo y que mañana mismo iniciaríamos lo que mi padre había aprendido de su padre y éste a la vez del suyo: el tallado en madera de todo tipo de efigies de cristos, rosas de lima y martines de porras. Hasta que una tarde, un cura italiano nos vio ofreciendo nuestra mercadería en un bulevar de Miraflores, compró todo lo que teníamos en ese momento y además, ofreció adquirir cuanto producto saliese de nuestras manos. Así, empezamos a trabajar para el clero italiano, con lo cual mejoró nuestra condición económica. 25


Yo, por ser la mayor, debía ayudarle en todo a mi padre. Poco a poco me fui familiarizando con las cuchillas de pulir, las azuelas, garlopines y escofinas, las lijas, limas y escoplos y adquirí la suficiente destreza como para lograr tallar a punta de cuchillas y gubias los cristos yacentes que tanto emocionaban a los curas. Pero vaya que me costó trabajo aprenderlo. Los primeros años mis manos aparecían ornadas por tajos y cicatrices y fueron por lo menos seis meses los que demoré en aprender el arte de afilar las gubias. A los diez años era capaz de tallar, labrar y laquear siete cristos crucificados al mes en tacos de diablo fuerte, madera que mi padre escogía por su gran resistencia a la picadura, pero que a la vez era la más dura para trabajar y además la única que podía comprar mi padre, debido a su bajo costo. Por esos años, empecé a modelar en troncos de diablo fuerte rostros de la gente de mi barrio, escenas de familias saliendo temprano a trabajar, locos o mendigos deambulando en basurales, vendedores ambulantes, albañiles levantando paredes, madres amamantando a sus niños, obreros desayunando apurados en una carretilla cualquiera. Un día, llegó el hermano Arcangelo, que era quien adquiría todo lo que mi padre fabricaba, contempló las escenas de gente anónima que yo tenía talladas, las tomó entre sus manos. Después de observarlas minuciosamente, preguntó a mi padre si era él quien labraba aquellas figuras y mi padre me señaló a mí como la responsable. Yo iba ya por los doce años y a pesar que no tenía grandes lecturas ni la casa se distinguía precisamente por poseer una biblioteca envidiable, había logrado leer «Corazón» de Edmundo de Amicis, y sabía de la pobreza de la Italia en épocas pasadas. Por eso me sorprendió grandemente la reacción del hermano Arcangelo, eh, esto no es arte, papá... esto es proselitismo político...neorrealismo italiano en Huáscar. Rossellini en un asentamiento humano de Lima... Y después de estallar en una carcajada contagiosa y sincera, nos abrazó y dijo, pero está bonito, muy bonito. Te conseguiré mercado en Europa... Así empecé a vender, sin siquiera pensarlo, las primeras obras que salieron de mis manos. Pero eso duró poco tiempo: al cabo de un par de 26


años, el hermano Arcangelo nos dijo que el mercado pedía nuevamente sólo efigies de santos y vírgenes, ya estaban hartos de la violencia y la guerra y la pobreza y la miseria, así es que opté por reducir la producción de las figuras que tallaba, que por otro lado no las hacía sino para mi propio regocijo o tortura. Tenía 15 años y con el dinero que había ganado logré armar una pequeña biblioteca en donde junto a un pequeño grupo de obras literarias, se encontraban libros de tallado, ebanistería, carpintería y algunos tratados sobre xilografía. Todas las semanas me iba por lo menos un día a recorrer las cinco cuadras de la avenida Grau en donde ofrecían libros de todo tipo, a precios accesibles para mis jóvenes bolsillos. Al principio mi padre desconfiaba, con ese celo que supongo es natural en todos los padres al ver a la hija adolescente realizando sus primeras incursiones, sola por la gran ciudad. Luego se fue acostumbrando. Incluso un par de veces me acompañó a recorrer las largas cuadras en donde los libros se amontonaban en el suelo y en donde había que andar con ojo atento para descubrir entre tantos volúmenes alguno importante o de una edición antigua o particularmente valiosa. Así, en ese ir y venir constante a lo que fue la gran feria de libros usados de la avenida Grau, fui conociendo a varios muchachos interesantes. Muchos de los que vendían los libros desconocían títulos, autores e incluso desconocían el libro que tenían en sus narices, es decir no sabían que contaban con tal o cual ejemplar, incluso si este se encontraba al alcance de sus ojos. Pero no todos. No todos.

Génesis de Julia Mi madre y yo somos oriundas de la selva central del Perú. Ella es de Oxapampa, exactamente del Codo del Pozuzo y sus ancestros tiroleses llegaron al Perú a mediados del siglo pasado. Luego de cruzar mares, 27


atravesar la Cordillera de los Andes y sufrir mil penurias, se establecieron finalmente en esa zona, en convivencia con campas y amueshas. Olga Schrader, mi madre, era la última de una familia numerosa y era la única mujer. Sus hermanos mayores tuvieron destinos muy diversos. Algunos vinieron a la capital, estudiaron algo, se hicieron de una profesión, echaron raíces en Lima; como mi tío Guillermo, que hasta hace unos años enseñaba Química en la Universidad Agraria y siempre andaba con problemas económicos. Otros, más favorecidos por la suerte, se hicieron pronto de mujer adinerada y, nada tontos, procrearon de inmediato y unieron sus apellidos con los rimbombantes patronímicos de los que tienen mucho dinero; como el tío Enrique, que se inició en la compra-venta de pescado en el Terminal Marítimo del Callao y, por esos requiebros del destino, conoció a fulanita del Bosque, que veraneaba en La Punta y en un santiamén, terminaron emparentándose. Y así por el estilo. Pero de quien más me hablaba mi madre era de un tío misterioso, el mayor de sus hermanos, de quien sólo sabía que después de muchos años de rodar por el mundo había retornado y se había refugiado en lo más profundo de la selva. Respecto a mi padre, mi madre siempre refirió que había sido un huancaíno aventurero, uno de esos mestizos palanganas que se arriesgaban por Pozuzo, negociando géneros y baratijas, aunque con el fin verdadero de conseguir una gringa oxapampina, tal como hacían los hijos de los pudientes de Lima. Alguna curiosidad pude sentir en la adolescencia sobre lo que había sucedido después entre ellos, pero mi madre, como justificando este desliz hormonal en su juventud pozucina, alegaba que había sido mejor meterse con un serrano mestizo que con un gringo oxapampino taradizado por la endogamia. Durante mi infancia, no dejé de escuchar en casa alguna alusión a sus ancestros, sea para ensalzarla o para injuriarla. Yo no tuve una idea cabal de toda esta cantaleta hasta una noche en que Tudela llegó cayéndose de borracho. Yo tenía seis años y hacía cuatro que vivíamos en aquella casona de La Molina Vieja, herencia de los abuelos de 28


Tudela. Luego de todo lo que escuché esa noche, hay un antes y un después en mi vida.

Un baile para el recuerdo Al final de la primaria tenía yo once años y era un muchacho muy delgado y bastante tímido. En el verano del sexto año, se mudaron al barrio unos muchachos rubicundos con rostro de conejo. Decían ser vascos y se integraron de inmediato al grupo de palomillas que peloteábamos por las pistas o manejábamos bicicleta. Los Belaochaga no eran pretenciosos y cayeron muy bien de inmediato. En marzo, se matricularon en el colegio junto con sus hermanas, Imelda y Arancha, nombres rarísimos que nunca habíamos escuchado. Una de ellas, bastante pecosa y alta, me miraba siempre a los ojos. Nunca una chica me había mirado de esa manera y ésta era además requerida siempre por varios muchachos, pues algo mayor, tenía ya las caderas ampulosas y el talle llamativo. La tarde de un viernes pidió hablar conmigo a través de Nacho, su hermano, pero me negué rotundamente, abochornado y con las manos sudorosas. Al viernes siguiente, en una fiesta organizada para recaudar fondos para el viaje promocional, Imelda se apareció con un vestido floreado y muy vueludo. Demasiado vueludo. Todos los patas se quedaron boquiabiertos, pues aunque no era bonita, era ojiverde y rosada y eso bastaba. Esa tarde ella vino hacia mí, endemoniada, y me arrancó hacia el salón de baile. No miento si digo que me aferré con todas mis fuerzas a una columna de concreto para no bailar con ella. A pesar de que tres malvados amigos trataron de desprenderme a toda costa y empujarme hacia la humillación, no pudieron lograrlo. Fue su noche. Bailó endiablada a Travolta coqueteando, glamorosa, con todos. Y hasta ahora no comprendo bien dos cosas: cómo diablos hacía ella para frotar su vientre contra el de su ocasional pareja y casi no perderme de vista y tampoco en qué momento dio instrucciones a la gorda 29


Ana para que se encargara de hostilizarme durante lo que quedaba de tiempo. Hasta hoy retornan en mis pesadillas los muslos rollizos y el culo bamboleante de la gordita acercándose para forzarme a bailar con ella o alejándose frustrada, con una sonrisa burlona, mientras que Imelda, putísima, se frotaba con su ocasional acompañante sin perderme nunca de vista. Teníamos once años y odié desde entonces el baile y a las mujeres que bailan.

Fiesta El viaje hacia Lima fue muy largo y aún oigo a mi padre cantar este huayno, casi en los oídos, a mi madre: Ya cuando vuelva, Mi Sebastianita Te llevaré conmigo En mi brazo derecho Mi Sebastianita. Tomaremos esta cervecita, Este aguardiente Mi Sebastianita. Hicimos tres escalas durante el trayecto. La primera fue en el mismo Cusco, luego nos detuvimos en Ayacucho y finalmente en Nasca. En cada lugar, subía más y más gente, todos con sus paquetes y algunos hasta con animalitos a los que encerraban en la maletera del desvencijado ómnibus. Yo miraba confuso a toda esta gente que subía y subía, algunos como acostumbrados y otros asustados, como nosotros. Un cholo colorado, gordo y lustroso, subió en Arequipa y con él empacaron decenas de cajas hasta en el pasadizo del ómnibus. Este sujeto nos miraba feo y cuando quiso arrimar unas cajas a mi lado, arrinconándome más hacia la ventana, mi padre le reclamó y como éste se reía, taimado, mi padre le 30


zampó un puñetazo en la cara y le despeinó su pelo aceitoso y vino el cobrador y se metió la gente y como todos vieron que él había querido arrimar sus cajas a la fuerza, salieron en defensa de nosotros y el abusivo se quedó callado con su cara de muca mientras el ómnibus, traca, traca, traca, proseguía avanzando hacia Lima. A partir de Nasca ya se divisaban los pueblos iluminados. Después de pasar por San Clemente ingresamos a la Panamericana Sur y yo sólo me fijaba en las luces de los postes de alumbrado público de los pueblos de Chincha y Cañete. Ingresamos a Lima a las cuatro de la madrugada. Hacía un frío tremendo, no como el sanador hielo de la sierra, franco y sin trampas, sino un frío húmedo, melancólico, que calaba hasta el alma. Unos gigantescos arenales, en donde se elevaban miles de chozas de esteras y cartones y que dijeron que se llamaba Villa María del Triunfo, nos dieron el recibimiento a la gran Lima. No había luces en esta zona y sólo unos cuantos señores madrugadores y bien enchalinados caminaban con prisa. Conforme avanzaba el carro, las sombras que cubrían Lima se retiraban y los postes de alumbrado público aumentaban y se hacían más y más densos, tanto que ya no podía contarlos. Cerca de un mercado inmenso, La Parada dijeron, los cocobolos iluminantes ya no podían contarse. Eran demasiados y estaban muy juntos y sus luces eran cegadoras. Simultáneamente, un penetrante olor a caca aturdía mi olfato. Esa sería la primera impresión que me llevaría de Lima: los ojos embotados por millones de lucecitas, prendidas hasta en la madrugada, y la nariz resentida por un ofensivo olor a mierda, gasolina y basura reconcentrada que aumentaba conforme el vehículo se adentraba en el centro de Lima. ¿Es que esta gente había perdido la capacidad de oler? ¿Es que esta gente no dormía nunca? ¿Qué es lo que hacían a las cuatro de la mañana con las luces de sus casas encendidas? Ciertamente, no conocí mucho a mi padre. A los pocos meses de instalarnos en los extramuros de Lima, entró a trabajar en una ladrillera de Huachipa; luego, se hizo peón de construcción civil; después, 31


albañil; más tarde, maestro de obras y finalmente, dirigente del gremio. Feliz e inolvidable fue la época cuando llegaban con tres amigos, también albañiles, cargando esta vez no sólo escuadras, cinceles, lampas y tarrajas, sino también guitarras, charangos, quenas, sikus, bombo y zampoñas. Y empezaban: Tengo una chocita Con su cuestecita de ichu Tengo también una casita Con su techito de tejas Con una ventana de espejos Para ver a las mozas Y un ponchito de cuero Para esconder a las mozas.

Alegraban así los domingos lóbregos de la barriada; además, se danzaba, se comía y se bebía y entre trago y canción, se comentaba lo ficticio del carácter proletario del mal llamado gobierno revolucionario de las fuerzas armadas. —A ver, dime, ¿cuándo han sido revolucionarios los cachacos, compadre Filope? —, preguntaba provocativo y a voz en cuello, el gordo Gabriel Aragón, percusionista y uno de los letristas del conjunto musical que empezaba a formarse. —Sí, pues, allá en Andahuaylas, esos desgraciados defienden solamente a los notables, a los jueces, a los gamonales. Nunca he visto que un cachaco o tombo respete al pueblo —denunciaba por ahí otra voz anónima. Pero mi abuelo contaba que antes sí, antes sí hubo soldadesca valiente que hacía respetar al pueblo, pero eran indios o cholos como nosotros. Por ejemplo, el taita Cáceres y las guerrillas breñeras que expulsaron a los chilenos cuando todos los blancos traidores ya habían regalado hasta a sus mujeres, o el gran Mariscal Santa Cruz Jalahumana que formó la Confederación Perú-Boliviana... ¡Esos sí que eran soldados del pueblo, carajo! 32


—De esa estirpe ya no hay compañero... pero tras Cáceres estaba un gran guerrillero indio, Jacinto Layme, el verdadero estratega de la resistencia breñera… que después fue asesinado por Cáceres… pasará mucho tiempo para que surjan hombres de ese temple... ¡o quién sabe!... Mire, compadre, mi hermano menor ha renunciado hace un año a la policía. El comandante de la comisaría donde trabajaba, no contento con torturar a unos estudiantes de la Universidad de Ingeniería que apresaron ese día del paro, porque dice que comunistas eran, le ha ordenado abusarlos. Como él no ha querido, otros, después de borrachera han ido y a él también le han querido, pero el Lencho no se ha dejado y ha puesto denuncia, pero ni caso le han hecho. Hasta calumnioso le han dicho —completaba el viejo Pascual, un fornido cajamarquino, bien sabido y guitarrista diestro. Entonces, desde atrás, una voz delgada, diáfana y bien entonada, seguía: Si viniera su mamá y su papá Si viniera el guardia civil, Ordenan que maten mis cuyes y mis gallinas Ordenan que degüellen mis patos y mis cerdos. Ya ni siquiera tengo un burro Tampoco tengo cabras ni llamas La reforma agraria se los llevó todos Los ingenieros se los tragaron todos. ¿Qué me dará la reforma agraria? ¿Cuánto me darán los ingenieros? Dirán «Asamblea todos los sábados» Dirán «Asamblea todos los domingos» Dirán «en cada fiesta, pachamanca» Dirán «en cada asamblea, pachamanca» Y por cada conversación y por cada grupo de conspiradores, era mayor el número de conversos. Eran más los que se animaban a completar con su copla esperanzada la canción que iba gestándose. Yo, por esos días, no reparaba en lo que todo ello significaría más adelante, pero gozaba 33


con la hermosa música que brotaba de los labios, de las manos, de las gargantas y de los valientes zapateos de los concurrentes: En Lima el gobierno tiene su aeroplano En Lima el ministro tiene su automóvil ¡Y yo carajo! Tengo que trabajar la chacra Sin camisa, con el traserito desnudo. El de las últimas coplas era Ramón Cóndor Tello, un joven zapatero ayacuchano, conocedor de los secretos del ajedrez y el mejor narrador de cuentos que he conocido. Contaba con todo el cuerpo: ojos, manos, piernas, dedos y sus muecas eran de una representatividad increíble. Como la vez en que imitó al cóndor y al zorro para hacernos más creíble ese hermoso cuento, «El compadre zorro». Empezó primero a planear cual cóndor y luego, a desplazarse con ese trotecillo peculiar de los zorros. Lo increíble era que para ambos personajes tenía voces completamente diferentes y las inflexiones y quiebres de voz que utilizaba nos dejaban a todos quietos y absortos en su narración. Ayudado apenas por una máscara fabricada con plumas de pollo —para ser cóndor— y por un trozo de estola sintética —para ser zorro— lograba cautivar nuestra imaginación infantil. Y de pronto, otra voz, de tono y acento distinto, proseguía para el contento y la algarabía totales: El cura de mi pueblo tiene un calicito de oro Hasta el viejo sacristán tiene su jarrita de plata ¡Y yo carajo! Tengo que trabajar la chacra. Con mi jarrito de arcilla y mi platito de lata. Que sea lo que sea, Que el mismo diablo sea Lo importante es que la hija del cura Dé a luz para mí. Este último cantor era el joven obrero textil cerreño Benjamín Alcántara, conocido por sus epígrafes y sus poemas 34


anticlericales y amorosos, cargados de ironía y desvergüenza a favor del amor libre y la libertad de pensamiento. Era la primera vez que se le escuchaba una tonada andina y resultaba además curioso oír a Benjamín entonando un huayno. Su aspecto físico era más bien el de un compadrito bonaerense, trasnochador, bohemio y mujeriego. Bajo de estatura, blanco de tez y de cabellos negros, abundantes y acerados, que acostumbraba engominar y peinar totalmente hacia atrás, cultivaba con pasión los tangos, de ahí su sobrenombre, Carlitos Gardel. Gracias a él, aprendimos el famoso Cambalache de Discépolo y varios otros que él llamaba arrabaleros y que eran los que más gustaban a la concurrencia. Las alusiones finales a los ensotanados y a la iglesia provocaron la risa general y los aplausos de la mayoría, jolgorio que fue en aumento cuando al rato reapareció Carlitos Gardel, ataviado con un sabanón negro y una capucha más negra todavía. Muy borracho y ocurrente, con las manos cruzadas a la altura del pecho, mascullaba no sé qué bascosidades en un raro idioma que después me enteraría era el latín, Pater noster no sé qué diablos, causando la risotada de los adultos y la estampida general de los niños que asustados contemplábamos al chaparro Benjamín hacer de las suyas y despotricar de las jerarquías eclesiásticas y decía más, de todas las iglesias. Por ahí, contó en una ocasión que él mismo era un lejano descendiente de cura y que jamás debíamos confiarnos de hombres que comen bien, chupan bien, duermen bien y no trabajan. Y encima son admirados y reverenciados y les dicen padrecito o madrecita. —¡Carajo!, ¿A dónde se va toda esa energía entonces? ¡Hipócritas pajerazos! Y ya para el final, cuando las glándulas salivales secretaban a borbotones, estimuladas al máximo por el trago, la música y la conversación, el humito delicioso anunciaba que la telúrica pachamanca era el merecido premio para todos. —¡Para los cantores doble porción! —gritaban a todo pulmón los más atrevidos. 35


Así transcurriría parte de lo que sería mi primera infancia, pero la Ciudad Enferma tenía para mí otro camino.

Un mecánico en la literatura Un domingo por la mañana, aprovechando que no me tocaba cocinar, me dirigí a la avenida Grau, llevando un ejemplar del «Ulises» de Joyce, que nunca logré leer más allá de la primera hoja, para cambiarlo por alguno otro que me interesase. Pero al llegar al puesto en donde realizaba estos trueques, una noticia me dejó paralizada. Don Teodoro, el viejo librero que siempre me atendía, ya no estaba. Hacía quince días que no me acercaba por Grau y no había tenido manera de enterarme: Don Teodoro había sido detenido y acusado de terrorista por vender libros de Mao Tse Tung y otras obras más que la policía consideró «literatura subversiva». En su lugar se encontraba un muchacho muy moreno, de cabellos negros y mirada nerviosa y que fue quien me puso al tanto de lo ocurrido. David, fornido como su padre, era mecánico automotriz y trabajaba en una factoría en Miraflores. Él se haría cargo del puesto de libros el tiempo que el papá estuviese ausente: estaba harto de cumplir un horario fabril y de soportar a los jefes. Apenas le expuse mi intención de cambiar el «Ulises» por algún otro de mi preferencia, muy solícito, me ofreció un abanico de autores que yo, en su mayoría, desconocía. Quedé sorprendida por el gran conocimiento literario de David, pues de cada autor y obra que me sugería, realizaba una breve reseña, dejándome siempre el final inconcluso, para así, decía, animarme a leerla. Recuerdo que me sugirió «Moby Dick» (le contesté que ya la había leído), «La Llamada de la Selva», «Colmillo Blanco», «Alicia en el País de las Maravillas», «Los Viajes de Gulliver» y varias otras novelas que yo en realidad consideraba obras para niños, pero no le dije nada por, no lo sé bien, vergüenza, miedo, no lo sé, y creo que él se dio cuenta de mi incomodidad, pues me dijo, ah, ya sé 36


que es lo que tú quieres, y entró a una pequeña buhardilla que tenían atrás del kiosko y después de casi cinco minutos, surgió blandiendo un ejemplar chiquito y delgado que dijo era lo mejor que había leído, la novela perfecta, más valiosa todavía que «Moby Dick».

La autista se orina en la cama Dos cosas recuerdo con claridad de aquella noche: a mi madre enfundada en su bata de seda traslúcida, poseída, dando miles de vueltas en la cama, enterrada en humo y cigarrillos, y a un pequeño oso de peluche desgastado al que yo me aferraba helada de frío, con la ropa interior humedecida de orines. Si Tudela percibía (tenía un olfato de sabueso) el olor del producto de mis asustados esfínteres, mi madre se ganaría problemas. Ella, aturdida por los lexotanes y el humo de los cigarrillos, no se dio cuenta de que me había orinado y yo estaba advertida. Una niña de seis años no debía ya mojar la cama. Fue en cuestión de minutos. Minutos que fueron horas interminables para mi corazón asustado. Todo ese tiempo yo me las pasé inmóvil bajo la frazada, abrazando con fuerza al oso de peluche, como si éste tuviese vida y pudiese comprender y ayudarme a superar el miedo a Tudela. Entró como un demonio al cuarto que compartíamos con mi madre (nunca pude acostumbrarme a dormir sola en una habitación) y sin más, empezó a insultarla con las palabras más horribles que pueden salir de la boca de un hombre. Ella permanecía echada en la cama como si las groserías no le hiciesen daño y como si aquel hombre que estaba allí tambaleándose, balbuceando y a punto de empezar a golpearla, no fuese su marido, sino un demonio surgido de una herida maligna y putrefacta. Con el tiempo he llegado a comprender que todo ese esfuerzo que hacen los que tienen dinero para dotar a las habitaciones de sus hijos de un aire disney, pegando figuras de bambis, miqueis y gatitos, recreando un mundo 37


de fantasía, son sólo un triste intento por encubrir la verdad del mundo real en donde viven, ahí nada más, al costado, en la habitación de sus padres o en el baño, repleto de pastillas para dormir, para reír o para soñar. Desde una de las paredes forrada en papel floreado celeste cielo, el Ratón Mickey me sonríe y sus orejas crecen cada vez más hasta semejar las de un elefante africano conforme los insultos de Tudela aumentan de calibre y sus gritos son más desaforados. En ese instante lo único que deseo es morirme y me aferro con pies y manos al oso de peluche. Un hilillo de líquido caliente me recorre la entrepierna y no cesa de brotar de mis entrañas hasta dejar al peluche totalmente mojado. Sigo inmóvil, guarecida bajo la frazada, creyendo ingenuamente que esto va a protegerme de la batería de improperios que implacable, Tudela lanza hacia mi madre. De pronto el mundo se me viene encima. De un solo tirón Tudela jala la frazada y me insulta, cerda, puerca, sucia, india, lárgate donde tu padre y yo ya soy sorda y ciega y muda y mi madre grita y se esconde en sí misma y esto excita más a Tudela que empieza a patearla y el tiempo ya no existe y el miedo tampoco. Me abalanzo sobre Tudela y soy una pequeña fiera enardecida y le muerdo y pateo y araño pero no puedo llorar ni gritar ni hay lágrimas en mis ojos. Nunca más volvió a insultarla, al menos delante de mí. Le perdí el miedo a su voz tonante, a su altanería y prepotencia y no volví a mojar la cama. Desde aquella noche, empecé a hablar menos aún que antes. Me comunicaba sólo para lo necesario (contestaba con monosílabos, no preguntaba nunca nada, aceptaba sin reclamos las ropas que mi madre escogía para que yo luzca en fiestas) y como casi no hablaba con mis hermanos, tampoco había juegos ni menos rencillas y Tudela evitaba siempre mirarme de frente las pocas veces que coincidíamos en la mesa. Fue también por esos días cuando empecé a incubar la idea de ir a conocer a ese misterioso tío de quien mi madre me hablaba siempre. Tal vez sería el único que podría darme 38


pistas reales sobre la razón por la que Tudela insultaba tanto a mi madre, la razón por la cual la tildaba de mañosa, salvaje y fornicadora de indios.

Un colegio modelo Otro recuerdo que retorna siempre es de la época secundaria. El colegio Guadalupe tenía fama —esa fama embustera que se perpetúa gracias a la ceguera de la tradición— de ser un buen colegio. Al menos entre las gentes de los conos de la capital o entre gamonalillos provincianos empobrecidos. Todo el mundo en mi barrio moría por estudiar en este colegio sin saber bien por qué motivo. Cuando finalicé —sin alegría— la primaria, mi madre consiguió gracias a una vecina entrometida una vacante en el Guadalupe a pesar de que por el distrito en que vivíamos, a mí me hubiese correspondido el San Martín o el Simón Bolívar. Yo tomé el asunto con total indiferencia. Así es que después de los tres meses de vacaciones, me incorporé al reputado Guadalupe, mientras que la mayoría de mis compañeros de primaria se integraban a las grandes unidades escolares del cono norte. Hoy, sé que instinto gregario es lo que me hizo falta. Si no fui lorna en el colegio fue debido a que no me dejé nunca. A la primera que te intentasen tocar el culo, tenías que reventar hocicos. Si no, te jodías. ¿Hembritas? Ahí estaban las del Rosa, las del Fanning, las del Patrocinio. Pero no me atraían los enfrentamientos por ellas. Ni ellas. Sin embargo, alguna extraña cualidad para lograr chicas sin desearlo había nacido conmigo. Ya en tercero de media tenía el bien ganado apodo de El Espermón Asesino, debido a la precoz eficiencia demostrada con una jovenzuela que resultó preñada a la primera, ignoro si porque se enamoró o por la extraordinaria motilidad de mis espermatozoides juveniles. Digo se enamoró, pues esta era la increíble teoría que sostenía el chato Fiorentini, quince años y todo un 39


doctor en el asunto. Fiorentini era el típico galán de Breña, autodidacto y pendejerete que caía bien a todo el mundo por su bonhomía y su extraña forma de saludar a los conocidos. Si eras su pata, no sólo te estrechaba la mano con fuerza, sino que además te estampaba, italiano, un beso en cada mejilla. Los que no le conocían, dudaban entonces de su hombría. Descendiente mestizado de bachiches en tercera o cuarta generación, sobrepasaba a duras penas el metro sesenta y cinco. Su piel trigueña, su cabello negro y rizado y unos ojos lánguidos, sombreados por gruesas pestañas —que él denominaba, vanidoso, mi vuelo de golondrinas—, le dotaban de un aspecto llamativo, para muchas chicas, irresistible. El caso es que Fiorentini sostenía muy serio entre los iniciados una tesis doctoral, que contradecía de forma escandalosa las enseñanzas de la profesora de biología acerca del funcionamiento del sistema endocrino. Decía Fiorentini que si una costilla se te templaba, pero así, se te templaba feamente, como para estar imbécil pensando en ti todo el día, no resultaba conveniente tirársela: si lo hacías, afirmaba, fijo que salía en bola. No sé a qué se deba, proseguía, pero no falla. Y lo peor es que las que se enamoran son las más corchas. El chato Fiorentini hablaba con conocimiento de causa y con la autoridad que le daban tres abortos clandestinos. Pocas veces hubo contratiempos entre ambos. Existía más bien un respeto lejano, pero mutuo. Tal vez le impresionaban ese silencio y esa cualidad mías para lograr sin quererlo lo que él lograba sin esfuerzo. Y fue tal vez esa mutua simpatía lo que determinó su eficaz ayuda aquella vez en que nació mi apodo, es decir, cuando embaracé a una mocosa de quince años que me perseguía de manera despiadada y me esperaba, incluso, a la salida del colegio. En tercer año de secundaria, ya éramos conocidos como Los Llenadores, y aunque este último apodo en mi caso no era del todo cierto, me encubría de una sintomatología que empezaba a manifestarse en mi sexualidad precoz e inocente: si la chica en cuestión resultaba cretina o de ideas retorcidas o acomplejadas, penélope no alzaba vuelo. Por suerte, ninguna de estas damitas, que no fueron pocas, reveló mi secreto, pues hubiera sido ridículo pasar de El Llenador a El Impotente. 40


Fue además en este año cuando llegó una nueva profesora de literatura. La llamábamos La Biónica, pues no sólo era hiperquinética e hipertiroidea, sino que además, pestañeaba a una velocidad asombrosa. Fue ella quien, sabiamente y sin sanciones, nos capturó con las lecturas que hacíamos de «Los Hermanos Karamazov» y de «Ana Karenina» y de «La Guerra y La Paz». Apasionada por la literatura rusa, nos hizo conocer a Tolstoi, Chejov, Babel, Dostoievsky, Maiakovsky. Pero su huella imborrable se imprimió en la orientación política que, sin miedo, nos llegó a manifestar. Comenzó declamando a Vallejo, prosiguió con «Paco Yunque» y «El Tungsteno» y en quinto año ya leíamos las obras de Mariátegui. Por aquellos años, la insurrección llegaba a la Ciudad Enferma, y el término terrorista acuñado por Reagan para demonizar a los movimientos de liberación de los países oprimidos, empezaba a ser introducido en las mentes juveniles, junto con los de dos epidemias sexuales que azotarían a la humanidad: Sida y Papova. La primera es ya legendaria y de la segunda, casi nadie tiene memoria, salvo tal vez en Europa del Este. Hoy, son pocos los que al finalizar la secundaria han leído y entendido en toda su terrible lucidez los Siete Ensayos. Incluso, el chato Fiorentini, al final del quinto año de media, se declaraba mariateguista, renunciaba a su ética de pendejo y estaba presto a alistarse en las filas de la insurrección. Corría, por ese entonces, el año ochenta y cinco. Pero no son las mujeres, ni tampoco la política, lo que me parece determinante en la vida secundaria. Al fin y al cabo, en un país violado, conseguir chiquillas descocadas para satisfacer necesidades perentorias no es ningún obstáculo para cualquier sujeto de medianos recursos. Además, muchos de los que en esa época se autoetiquetaban marxistas, leninistas, maoístas o el ista que fuese, años después, hambrientos de piel y cariño, olvidaban toda la fraseología revulsiva, la dictadura del proletariado y la lucha de clases. Apenas vislumbraban un ascenso social en el calor de una chucha de clase se olvidaban de todo. En el Guadalupe, se encasillaba a todo aquel que fuese distinto en algo al concurso de borregos que allí malvivían. 41


Una historia colegial a lo vargas-llosa, sobre el aniñado que es matriculado por el padre siciliano en un colegio de militares para que se haga hombrecito cuando en el mejor de los casos acaba como marica, si es que no se vuelve un infeliz autoritario, que todas las escuelas son siempre más o menos fascistas, una historia así, ya no resultaba común entre la gente de mi generación. Existían, más bien, unos cuestionarios elaborados por los más cínicos e ingeniosos —recuerdo haber contribuido en su elaboración alguna vez— que te obligaban a llenar, so pena de ser arrojado y revolcado en una pileta repleta de orín y caca. Al final del examen, de acuerdo al puntaje logrado, te colocaban la etiqueta infamante. Hoy, a la distancia y con imparcialidad, creo que la ironía de estos escrutinios reflejaba de alguna forma la idiosincrasia del peruano, cínica y perversa; pero a esa edad, tan maleable y gelatinosa, nos lo creíamos todo. Sin duda, de todos estos índices, el que se consideraba más injurioso y mortal, era el Cholómetro. Por el contrario, lograr puntajes altos en el Pitucómetro, el Rucómetro, el Borrachómetro o el Mañosómetro, eran tenidos como indicadores de cierto prestigio y altura. Pero eran pocos los que con honestidad y por voluntad propia se prestaban a responder el temible Cholómetro. En segundo de media, llegó un muchacho serrano que fue inmolado sin piedad por todos nosotros. En realidad, casi no se diferenciaba de la mayoría, sólo que se apellidaba Ninavilca Huamantalla. Fue sometido al Cholómetro a traición, pues no se le dijo nunca de qué se trataba. Su puntaje alcanzó una categoría extraordinaria, superlativa, una categoría a la que antes nadie había llegado: Llama. Hasta hoy recuerdo cómo respondió con toda naturalidad e inocencia a preguntas tan aleves como: ¿En tus reuniones familiares hacen arroz con pollo? ¿Llevas un peinecito negro en el bolsillo trasero del pantalón? ¿Tienes un primo que se llama Wilmer? ¿Tú te llamas Wilmer? ¿Organizas o asistes a polladas? ¿Tienes un buzo Adidas con cierres marca Rey? ¿Orinas en la ducha? Y ante cada respuesta afirmativa, las estruendosas carcajadas, reflejo 42


evidente del temor cerval a ser considerados iguales o similares a Ninavilca. Hasta hoy no comprendo cómo logró pasar los cuatro años de secundaria que restaban, hecho un frasco de farmacia. Así terminaban con nuestra adolescencia, campeones en formular preguntas capciosas y expertos en distinguir tonalidades, brillos y gradaciones de colores de piel. Terrorismo, Sida y muchachos desandinizados de quince años sin norte ni horizonte. Perdida la inocencia y pervertida la ilusión, salíamos a enfrentarnos a la vida. Pero se vislumbraba ya otro camino.

Si una noche de invierno un cadáver Una noche de invierno de 1979, en la neblinosa humedad de la avenida Brasil, un cuerpo desnudo y lacerado yace inerte. Tiene la boca repleta de piedras y un hilo de sangre coagulada forma un pequeño charco al lado del cráneo. Algunos curiosos compasivos tienden periódicos para cubrir la desnudez cadavérica. Es un hombre todavía joven, de complexión fuerte y rasgos mestizos. Pese al rigor mortis o quizá debido a ello, empuña un mango de guitarra, astillado, rajado en dos mitades. A un costado del muerto, desoladas contemplan la escena, una desgastada casaca de drill, una pequeña arpa andina, un par de charanguitos, baleados también a escasa distancia. Una madrugada de invierno de 1979, golpearon desesperadamente la rústica puerta de madera de una casa a medio construir en Canto Grande. Accionada por un resorte saltó mi madre, presintiendo tal vez la fatalidad de la noticia. La noche anterior a su desaparición, Mario Estoico, charango y arpa de la agrupación musical Cuerdas del Lago, ha tocado en un local cercano a la primera cuadra de la Brasil, a pedido del SUTEP que celebraba un aniversario más del Día del Maestro. 43


Dos semanas lo hemos buscado sin ningún tipo de ayuda ni esperanza. Primero fuimos a la Morgue Central de Lima; luego, a todos los hospitales posibles. Nada. Después, cuarteles y comisarías. Nada, tampoco. Ya cansada, mi madre ha pedido ayuda a la parroquia. Ha sido inútil, pues el párroco poco podía hacer en un caso como este. Esa madrugada en que golpearon la puerta fue decisiva en nuestras vidas. El cadáver de mi padre, ya en completa descomposición, ha permanecido todo el tiempo amontonado en la Morgue de Lima, dicen que por órdenes superiores. Y no figuraba ni siquiera como N.N. Una gran cicatriz en la pierna izquierda como resultado de una cornada de toro en el Cusco, fue lo que sirvió para que mi madre reconociera en la gélida losa un cadáver amarillento y pestilente. Yo tenía apenas ocho años y no comprendí cabalmente la muerte de mi padre. El trabajo diario, el colegio, los apremios de mi madre y de todos nosotros diluyeron poco a poco el recuerdo de su voz, de su risa sonora y abierta, de sus lecciones y sus abrazos. Más tarde, enterado de las circunstancias reales de su muerte, comprendí que si cantas del pueblo y para el pueblo vivirás siempre al filo de la navaja, tu vida siempre penderá de un hilo. Hoy no siento pena, mi padre murió en su ley y eso es lo más valioso. Los otros integrantes prosiguieron en Cuerdas del Lago con similar suerte. A los dos meses, Elmer Gárate, el percusionista del grupo, apareció baleado en pleno centro de Arequipa. El gordo Aragón debió escapar a Ecuador, pues también lo seguían. ¿Cuál fue su delito? Hacer música, formar sindicatos, no frenar su lengua, no bajarse los pantalones por un plato de lentejas.

La Novela Perfecta —¡»Benito Cereno»! —gritó entusiasmado David— Una historia del mar, del hundimiento de la esclavitud y el surgimiento de un mundo nuevo. 44


—Te gustará mucho —aseveró, y me la puso entre las manos. Tanta fue su vehemencia, su entusiasmo y su insistencia que terminé aceptando leer el «Benito Cereno». Ese fue el primer regalo de David. No quiso aceptar el «Ulises», ya lo leerás más adelante, y será una experiencia increíble, te lo aseguro, a cada libro le corresponde una época de nuestra vida, dijo al momento de despedirnos y así nos fuimos haciendo amigos. Después de «Benito Cereno», me regaló, pese a que yo siempre insistía en pagarle, «Jacques el Fatalista», y luego una extraña y triste historia llamada «La Insoportable Levedad del Ser», hasta que una tarde se apareció a la salida del colegio con dos volúmenes bajo el brazo, «El Proceso» y «Memorias del Subsuelo». Compró maní confitado, me cogió una mano y subimos a un micro cualquiera sin rumbo ni destino. En el camino charlamos sobre miles de cosas, me contó sobre los ideales de su padre, me enteré que dos de sus hermanos menores, sanmarquinos de Derecho, también estaban presos, recordó que en la factoría le debían tres meses y que no había esperanzas de pago, comentó que apenas se solucionase el problema del padre conseguiría un tallercito y volvería a lo que nunca debió haber dejado, se dedicaría nuevamente a arreglar escarabajos por su cuenta, aunque ahora Lima está inundada de ticos y carros asiáticos, siempre hay quien maneja su volskwagen, me dijo como para darse esperanzas él mismo, renegó cuando vio las inmensas pintas naranjas de un desconocido candidato llamado Fujimori en miserables aglomeraciones de chozas clavadas en medio de los arenales de Villa, me contó que le fascinaban las rosas rojas, dijo que había soñado con mis ojos y recitó unos versos misteriosos y hermosos que llamó poesía en forma de rosa. Cuando llegamos al último paradero (un arenal en La Tablada de Lurín, lo recuerdo bien, pues yo estaba muy asustada, nunca me había alejado tanto de casa), «de un de repente» como decía mamá, me encontraba entre sus brazos con los ojos cerrados y mis labios adolescentes se estremecían con los suyos. 45


Sexo: refugio seguro Según mis amigas, fui siempre una niña demasiado seria para la edad que tenía. No lo creo; pero después de muchos años he llegado a pensar que eran ellas las que exhibían una alegría tan retadora, tan televisiva y falsa, que algo en mí me obligaba a rechazar sus bromas y pendencias y no era yo el problema; así, de forma sincera y abierta me fueron excluyendo del grupo de pequeñas perversas que empezaban a dejar las muñecas. Cuando cumplí los doce, el muchacho con el que nos frotábamos en casa abrió mi carne sin caricias. Un hincón caliente y apresurado, dos o tres convulsiones y un moco blanquecino y pegajoso que se deslizó baboso de mis entrañas hacia mi entrepierna. ¿Sentí placer? No lo recuerdo. Pero sí recuerdo el miedo y mi llanto entrecortado pidiéndole que me abrace. Él no dijo nada, me estrechó unos minutos y luego, en silencio, se subió los pantalones y se dirigió al baño. En la sábana, unas manchitas rojas insignificantes me indicaban que yo había perdido algo que muchas de las chicas del colegio consideraban su mayor tesoro. Mi madre, dopada en la habitación de al lado, ni se enteró de lo que sucedió aquella tarde. Cuando él regresó, recogió su mochila, se cercioró de que mi madre siguiera dormida, dijo que nunca me olvidaría y así estuvimos casi un año. Muchas tardes yo me escapaba del colegio o simplemente no iba y nos encontrábamos en algún paradero o parque. La compulsión con la que juntábamos nuestros cuerpos, era por aquellos días la sensación más maravillosa que yo pudiese haber experimentado. Aunque el placer era fugaz e instantáneo, bastaba para resarcir con creces el silencio de la casa y mi necesidad de comunicar todo lo que yo llevaba dentro. Él no demoraba ni cinco minutos. Después le retenía, le pedía que me abrazara y se quedaba pegado a mi cuerpo como un muñeco de trapo. Dormía casi siempre una hora, sin remordimientos, sin sobresaltos, puro y simple como un niño. Luego nos despedíamos sin prisa y cada cual reanudaba su marcha. Muchas veces yo caminaba sin rumbo después de estos encuentros o subía a 46


algún microbús (de esos que van a las zonas periféricas de Lima) y me iba, con la mirada vacía, hasta el último paradero, que casi siempre eran arenales o faldas de cerros en donde la gente me miraba extrañada como si yo fuese una aparición celeste. Al término de un año de esta relación clandestina (si puede hablarse de clandestinidad a los trece años), él dejó de visitarme en casa y nuestros encuentros fueron cada vez más esporádicos. No eché ni una lágrima. No sentí pena ni nostalgia. Al principio extrañaba esa sensación de calor de su piel y lo furtivo de nuestros encuentros, pero poco a poco la extrañeza cedió el paso a una desesperación que me atacaba con la misma compulsión con que uníamos nuestros cuerpos. Recordé entonces la habilidad de sus dedos deslizándose por mi entrepierna y recordé también el paraíso que experimentaba durante ese cosquilleo interminable en mis entrañas y no lo pensé dos veces. Sí, él ya no regresó más a visitarme, pero lo que había aprendido de él me serviría para calmar no sólo esa desesperación por sentir el calor de su piel, sino como paliativo de un dolor mucho más profundo e inexpresable. Así, empecé a refugiarme en la destreza de mis dedos.

Trilce y la Pachamama Cuando niño, visitaba siempre a ciertos primos, cuyos padres se preciaban de su formación marxista y de demostrar siempre actitudes progresistas. Era común encontrar en su biblioteca —por lo demás, una biblioteca que a mí me parecía fabulosa— los afamados manuales de marxismo de la Harnecker o casi todos los textos de Editorial Progreso. Renato y Pino eran hijos de una hermana de mi padre, que por esos azares del destino y por esos deslices genéticos que se producen siempre en las familias linajudas, se emparientó con un Diez Canseco cuando cursaban Sociología en La Católica. Renato y Pino, sin duda un par de díscolos, estudiaron la primaria en la Inmaculada, por aquellos días, 47


uno de los colegios pitucos más desprestigiados debido a la aparente decisión democratizadora de los jesuitas de aceptar entre sus pupilos a muchachos de apellidos cerriles y colores modestos. Ambos fueron expulsados por introducir putas al salón en segundo de media, disfrazadas de monjas benedictinas, y en pleno agosto, mes del aniversario de la Virgen Inmaculada. Bueno, un episodio de estas visitas que llegaron a ser periódicas, quedó impregnado en mi retina. Una soledosa tarde de diciembre, salí del colegio y de inmediato me dirigí hacia la casa de estos primos. La casa era grande con un techo a dos aguas de tejas rojas, rojísimas. Combinaba ladrillos caravista con discretos tonos pastel y ocres precolombinos en pisos y paredes. Era además muy alternativa, muy llena de motivos preincaicos adquiridos en el Mercado Indio de la Marina. Por todo lado se veían mascaritas prehispánicas y huacos auténticos y de los otros. Muy de izquierda, en una palabra. Me dirigí sin más a la biblioteca, luego de rechazar las invitaciones para jugar a la Guerra de los Mundos en el ATARI de Pino. Sin darme cuenta, había ya oscurecido cuando Josefa, la empleada, me pidió que por favor me acercara a tomar el lonche. Hasta allí todo muy bien, todo muy bonito y encantador. Josefa era vieja, era muy flaca, era cobriza y en sus manos y brazos las arrugas se apergaminaban dando la impresión de poseer una segunda piel. Josefa, además, era piurana y cocinaba muy rico. Tenían también un cocker extraordinariamente gordo llamado Trilce y una gata persa azul, majestuosa y rechoncha, que llamaban Pachamama, aunque de cariño le decían Pacha. Yo había seleccionado varios volúmenes de la biblioteca, pues la bondad de los tíos era tan grande que me permitían llevar los libros el tiempo que quisiese. Me había tomado entonces la libertad de escoger uno de Historia Natural con exuberantes fotografías de animales salvajes y también El Príncipe de la Malasia y El Maravilloso Viaje del Pequeño Nils. No sé si mi tía revisó los libros en los minutos en que fui hacia el baño —usaban papel higiénico gofrado importado— o si es que los miró cuando me agaché un momento para tironear una de las gigantescas orejas péndulas del Trilce. El caso 48


es que, con los mejores modales del mundo, me hizo ver mi queridísima tía, que un niño de mi edad, que un niño que se acercaba ya a los diez años, que un niño pobre, de padre obrero y de recursos limitados y que vivía en Comas, no debería perder el tiempo en lecturas infantiles que en nada le favorecían en el papel que iría a desempeñar en las futuras luchas que, por las reivindicaciones de la clase obrera y por la liberación de los pueblos oprimidos del mundo, le esperaban. De inmediato, se deslizó velozmente hacia la biblioteca —calzaba unas hermosas sandalias forradas en fibra de vicuña por donde sobresalían sus dedos juanecos de yuca pelada y a la altura de los talones tenía unas alitas de cuero con inscripciones en quechua— y regresó al instante, como si ya los hubiese tenido separados, con un cerro de volúmenes, que gentilmente me ofreció diciéndome: —Toma Orlandito, esto es para que aprendas que no sólo de diversión vive el hombre— y sin más me zampó el suplicio de leerme El Capital —me dio uno de Editorial Ateneo en tres tomos gruesísimos, amarillentos y muy viejos—, La Fenomenología del Espíritu y uno más de Martha Harnecker, cuyo título no recuerdo. Acto seguido, procedimos a servirnos el suculento lonche. La boca en realidad se me hacía agua, pues no había probado nada desde la mañana y ya eran casi las siete de la noche. Las paltitas y el pan y el café y la mermelada y los bollitos de jamón se veían deliciosos, a pesar de la nube de humo del sexto Lucky Strike Light que se fumaba la vieja. Pero no veía la sal por ningún lado. Mi queridísima tía, flaca, larguirucha, cuatrojos y pinta de reprimida, husmeó con sus negros ojos clasistas la gran mesa y lo volvió a hacer dos veces más. La sal brillaba por su ausencia y Josefa no aparecía por ningún lado. Quizás para calmar sus nervios, acariciaba a contrapelo a la Pachamama, que con una agilidad felina —impropia de ella— ya había brincado al regazo de mi marxista pariente. De pronto exclamó sin miramientos: —¡Oye Renatito, dile a la chola que me pase la sal! —con una voz tan chillona y horrísona que Trilce y la Pachamama salieron como balas de sus sitios. 49


Creo que a partir de entonces la periodicidad de mis visitas a la fabulosa biblioteca de mis tíos, disminuyó. Y fue sólo años después cuando les dí la razón a mi padre y a Pepe acerca de lo que decían sobre la izquierda peruana, mi padre, que eran unos rabanitos, rojos por fuera y blancos por dentro, y Pepe, que eran unos miserables revisionistas.

Ni serena ni triste ni dulce Mi infancia no fue entonces ni serena ni triste ni dulce ni transcurrió en la paz de una aldea lejana, ni mi padre era callado ni mi madre era triste, y la alegría, a pesar de los problemas y del asesinato del viejo, siempre estuvo presente en casa y sí me la supieron enseñar. A los pocos meses de la muerte de mi padre, mi mamá consiguió un puesto en un pequeño mercadillo que se formaba por ese entonces en el paradero veinte de Próceres de la Independencia. Fue una suerte, pues el terreno en donde vivíamos, en Mariátegui (durante la asamblea en la que se decidió el nombre del asentamiento humano, mi padre propuso bautizar a la invasión con el nombre del gran Amauta; recuerdo que fue enfático cuando dijo que José Carlos había sido como nosotros, un mestizo pobre y no reconocido por su padre, y que se había formado él solo, sin universidad ni nada parecido, sólo disciplina y energía), quedaba solamente a un cuarto de hora en bicicleta, así es que ni siquiera gastaríamos en pasajes para ir a ayudar a mi madre antes de asistir al colegio. Madrugábamos todos los días a La Parada para traer las verduras y los tubérculos y fue este trabajo el que permitió a la familia no sólo alimentarse bien, sino que también permitió hacer crecer el pequeño puesto del mercado. Dos de mis hermanos, menores todavía, abrieron un puesto de menestras y abarrotes, mientras que yo empezaba a incursionar en la venta de carnes. Además fue este trajín el que me permitió mantener una condición física envidiable 50


y no caer en la poltronería de otros muchachos de la zona. Incluso algunos, señoritas, se cuidaban el cuerpo con cremas y gimnasio. A veces, cuando escaseaban manos para la chamba, contrataba a alguno de estos forzudos de gimnasio, pero apenas si podían con un saco de papas o de cebollas. Cuando cumplí los quince años, éramos ya expertos en el negocio de verduras y tubérculos con mi madre y en el de menestras y abarrotes con mis hermanos. La venta de carnes debía esperar un tiempo. Mi idea no era vender carne de pollo, que dejaba un escaso margen de ganancia y que era, además, una porquería que sabía a harina de pescado, sino que yo deseaba comprar ganado en la sierra, engordarlo unos cuantos meses, luego camalearlo y después, yo mismo, venderlo. Mientras tanto, lo que hacía era comprar los cuyes que las paisanas de mi madre traían religiosamente todos los domingos a una feria en Pocitos. Los llevaba al mercado de Próceres y los vendía ya beneficiados. Pobres cuyes. En un tiempo, degollaba, desollaba y sangraba 30 roedores por hora, así es que el real beneficiado era yo. Diez soles el kilo resultaba caro, pero salía como pan caliente, y ya que la demanda era creciente, pues a todos les gustaba el cuy, me decidí a criarlos yo mismo. Pero necesitaría más dinero. Y un terreno más grande. Y más manos. Estábamos en pleno gobierno aprista y las cosas subían todos los días, mas no los sueldos; así es que las ventas del negocio no iban del todo bien. Entonces, empecé a trabajar en Textiles Unidos, en la Carretera Central, una de las fábricas que empleaba mayor número de obreros. Este contacto directo con la gente de las fábricas me permitiría también saciar mis inquietudes políticas y conocer algo más de los compañeros que nos visitaban en el mercado los fines de semana, para impartir formación política y para recolectar las colaboraciones (menestras, frutas, verduras, carne, lo que fuese) que por voluntad propia realizábamos todos los del mercado. En la fábrica, nos echaban cada tres meses. No pagaban beneficios sociales ni liquidación alguna. Cuando los pedidos de polos y blusas disminuían en el extranjero, nos daban de baja inmediatamente. Los menores de edad no 51


disponíamos de guantes y de trajes especiales para cuando trabajábamos con ácidos; ni de mascarillas, para los vapores tóxicos que emanaban de la sala de tintes. En este trajín, transcurrieron tres años. Durante ese tiempo, aprendí dos cosas: una, que el propietario no suelta jamás beneficios a favor del obrero si no se le arrancan a viva fuerza y a través de una lucha organizada, y la otra, no trabajar jamás si no te dan las mínimas condiciones de seguridad para operar máquinas peligrosas aunque te estés muriendo de hambre. Recuerdo de aquellos años es la ausencia definitiva de un dedo de la mano izquierda. El costo del tratamiento no me fue reconocido, pues alegaron que yo figuraba como eventual y no tenía contrato y que además había actuado con descuido y negligencia al manipular el viejo telar búlgaro que cascabeleaba de forma escandalosa. Algunos paisanos de mi madre que se dedicaban al comercio mayorista en La Parada le llamaron la atención. Le dijeron que estaba yo enrumbando por el mal camino, y mi pobre madre, en una de las pocas ocasiones en que me levantó la mano, amenazó con echarme de casa si seguía en correteos políticos, ¡Acabarás como tu padre!, gritó y luego estalló en llanto. No nos hablamos casi una semana, al cabo de la cual, creo que comprendió la inutilidad de imponer su voluntad y sus cuidados maternales. Nunca más volvió a mencionar los consejos de sus paisanos de La Parada y cada que yo salía de casa o regresaba pasada la medianoche dibujaba con sus dedos la señal de la Cruz en mi frente y agradecía temblorosa a Dios el haberme traído sano y salvo. La fábrica era mixta y aunque hombres y mujeres trabajábamos en secciones diferentes, coincidíamos siempre en el almuerzo. Para muchos esta coincidencia durante la hora de la comida era un acicate y un estímulo que servía para soportar con un poquito más de estoicismo la explotación y la rutina. Pero el sexo era algo para lo cual yo me sentía negado. Y no precisamente por ausencia o escasez de atributos o cualidades viriles, que no me sentiría mal en decirlo. Si no que, como repetía siempre con Zapata, la 52


pasión política es la más fuerte de las pasiones que puede experimentar el ser humano, más fuerte incluso que la pasión amorosa. Y tanto peor si esta situación se agrava por la falta del necesario estímulo femenino. Una de las mayores tragedias que pueden ocurrirle al pobre es enorgullecerse de sus propias cadenas, volverse cínico y retorcido y hacer suyas las actitudes de sus patrones y me atrevería a decirlo, so pena de despertar la ira de las feministas, quienes son presa más fácil de este sistema de dominación que se retroalimenta son las mujeres. Conocer a Lucía fue por eso una de las mayores alegrías que he tenido. Toda la monotonía de la vida emocional que había llevado hasta ese entonces, fue echada por la borda como un pesado lastre, que me impedía además una actitud más abierta y optimista hacia la vida; no el optimismo oligofrénico de los burgueses inútiles que creen en los intereses bancarios, sino el optimismo del que sabe que el mañana es sólo eso y es el hoy el que cuenta.

Miseria del propio cuerpo desnudo Pero el ejercicio masturbatorio (en el que llegaría a adquirir una habilidad asombrosa) no duraría mucho tiempo. No solamente por mi tendencia a la depresión y al colapso, sino por la urgente necesidad que tenía de comunicarme, de sentir, de vivir a través de otra persona. Así es que a los quince años empecé a frecuentar nuevamente al grupo de chicas que me había descalificado por parecer demasiado seria para la edad que tenía. Como en el colegio no me iba mal (y ésta, sabemos, es la razón principal por la cual la mayoría de padres, empiezan a sospechar de la conducta sexual de sus hijos), mi madre no puso reparos a las salidas nocturnas a fiestas o cuando algún muchacho espabilado me invitaba al cine, a comer, a comprar, a pasear, siempre más lejos de casa. Tudela también cambió su actitud conmigo. Empezó a tratarme con cortesía y cada que podía y creía que yo no me daba cuenta de ello, me deslizaba miradas enfermizas. 53


Luego de un par de salidas al cine, accedí sin recelos a los requerimientos del primer muchacho que conocía después de dos años. Todo fue rápido y sin complicaciones. Las discotecas de la Marina son un auténtico lupanar musicalizado y nadie reparó en el alivio de las ganas de dos mocosos. Era universitario, tenía auto propio y era fanático de la Guerra de las Galaxias. Intentó introducirme un par de veces al mundo de Dark Vader y de R2D2, pero de las ficciones sólo me interesaron las peripecias sexuales de la protagonista de «Memorias de una Pulga» (que leí a iniciativa de una de las pocas amigas que hice por esos años). Le escuché algunas veces sin decir palabra, pero su interés por las naves interestelares era tal que sentí pena de desconcentrarlo de su afición principal. Un par de meses bastaron para dar curso al nuevo amigo. Mi cuerpo ya más sabio pedía cada vez más y sin tapujos. Me hice asidua a las discotecas de la Marina y aprendí a bailar los ritmos más variados y disímiles. El baile era uno de los pocos refugios, aparte del sexo, que me gratificaba con creces y sin exigirme nada. Me dejaba llevar por el ritmo sin pensar, sólo dejaba a mi cuerpo moverse al compás de la música y las luces y artificios de los salones de baile. La mayoría de mis amigas detestaban profundamente la salsa y se alocaban con cualquier cosa de Bruce Springsteen que por esos días sonaba muy fuerte. Yo, sin embargo, disfrutaba tanto o más con el ritmo clave de la salsa (así fuera la más pegajosa y putañera, como la calificaban ellas) pues te permitía mil maromas con el cuerpo, los pies y las manos, pero sobre todo facilitaba ese acercamiento tan íntimo con la pareja, esa indagación erótica y sensual que ha hecho de la salsa un ritmo exitoso. A los pocos meses conocí a otro muchacho, esta vez en una custer en la que me dirigía de La Molina hacia las primeras cuadras de la avenida Arequipa. Tenía veintiocho años y lo sentía bastante mayor para los dieciséis que yo acababa de cumplir. El tráfico era infernal y el carro avanzaba lentamente al ritmo de cualquier canción tropical en una radio cualquiera de FM. Era verano y el calor de las dos de la tarde ardía en las mejillas. Yo iba sentada y él 54


se paró a mi costado, con las piernas muy abiertas. A través del jean gastado se traslucían los músculos de las piernas, largos y laxos, y el miembro masculino, sin huellas todavía de violencia. Me clavó una mirada extraña y directa y sin disimular se acercó tanto a mis hombros desnudos (yo tenía puesto sólo un polo manga cero, que no era ceñido, pero que, a pesar de ello, revelaba) que pude sentir con nitidez el nacimiento de su miembro excitado. Llevaba una mochila de drill al hombro, despreocupado y libre. Su cabello era cortísimo, pero no tenía aire de ser militar ni policía. Le pedí su mochila y emprendimos una conversación insulsa, de esas que se entablan entre dos desconocidos que simplemente se desean. Ya cómplices, nos bajamos juntos, a la altura del cine Roma. No recuerdo su nombre, pero como autómatas nos dirigimos hacia el Campo de Marte. En el camino, me dijo dos o tres cosas referentes a su trabajo y el intenso intercambio de salivas era el húmedo anticipo de lo que sucedería en pocos minutos. Esa tarde tuvimos sexo como locos debajo de un gran árbol en alguno de los matorrales del Campo de Marte. Ni él me preguntó nada ni yo quise saber nada de su vida. Ahora, después de tantos años, he llegado a comprender que la entrega sexual absoluta sólo es posible en el silencio y la ignorancia de dos personas absolutamente anónimas. El beso impersonal de despedida me dejó una sensación de levedad que me paralizó por un instante. Me sentía etérea y fortalecida, pero algo inexpresable me obligó a seguir deambulando por las inmediaciones del gigantesco parque. Impregnada como estaba todavía de los fluidos vitales del extraño, caminé cerca de dos horas. Conforme avanzaba la tarde y el parque se oscurecía, llegaban, como poseídas, decenas de parejas y se cobijaban bajo los árboles o entre los arbustos y así, ocultos tras la vegetación celestina, eran felices unos instantes. En estas me encontraba cuando de pronto, las contorsiones alucinadas de dos cuerpos desnudos me dejaron pasmada. Ella, arrodillada y vestida sólo por piel, apenas guarecida por unos matorrales resecos y él, semidesnudo sobre ella, la penetraba como hacen los perros. Un top negro que adiviné corto, una blusa fucsia 55


escotada y unos zapatos negros de taco se enfriaban del calor de los cuerpos que los habían caldeado. No hacía ni un par de horas que yo había estado en la misma posición en un matorral parecido, con los ojos volteados y echando saliva como epiléptica. Sentí una mezcla de excitación y asco. Fuera de sí, la chica emitía unos chillidos agudos y convulsionaba al ritmo de las penetraciones del macho, enloquecida. A unos metros, en la Concha Acústica del Campo de Marte, las voces de los Gaitán Castro y William Luna se sucedían en lamentos y requiebros arañados por charangos. Era las seis de la tarde. Algunos de los que pasaron vieron la desnudez extática de los amantes y siguieron de largo. Contemplé a la ardiente pareja casi media hora. Durante este tiempo, pese a la crudeza de la escena y a la desbordante carnalidad que emanaban, él no dejó de acariciarla un minuto. Con sus manos trenzaba los cabellos, dibujaba la espalda, seducía la entrepierna. Nunca me habían acariciado de esa manera y sin darme cuenta, unos lagrimones rodaron por mi mejilla. Vi mi cuerpo desnudo, poseído a la vez por varios hombres y una mezcla de lubricidad y repugnancia me provocó arcadas, mientras que mis dedos autómatas se deslizaban hacia el bajo vientre. El paladeo de la masturbación, única gratificación que yo conocía desde niña, contuvo mi llanto. Era ya noche plena cuando me retiré del Campo de Marte con la mirada fija en la nada. En el corazón de la noche, volví a vislumbrar mi cuerpo poseído en una orgía. Desperté sollozante. La percepción de la miseria de mi propio cuerpo desnudo me perseguiría durante mucho tiempo todavía. Ese fue el punto de partida para una serie de aventuras, caracterizadas por el anonimato, la audacia y el mutuo deseo de devorarse en el silencio absoluto de la carne, sólo el reino de la piel, el roce y las succiones. Pero aquella imagen mía, insaciable y frenética, copulando a la vez con varios hombres, no me abandonaba. De alguna manera, esta visión que para muchas puede significar un sueño anhelado, iría a redimirme en algo del rumbo que estaba tomando mi vida sexual. El potencial erótico que yo sentía en mis entrañas debía conducir a algo más que a encuentros 56


furtivos (misteriosos, apasionados, placenteros, sí, pero el vacío y la pena que experimentaba luego se hacían cada vez más insoportables) con amantes ocasionales en hostales al paso, tan huérfanos de cariño como yo y urgidos siempre por terminar pronto y marcharse. A mis dieciséis años tenía una experiencia sexual que podría calificarse como amplia, pero no era capaz de competir con la presunción de mis amigas acerca de las decenas de peluches que les regalaban los enamoraditos de turno o sobre lo lindas que eran las flores que les hacían llegar los catorce de febrero o por los sabrosos chocolates que periódicamente endulzaban sus boquitas glotonas (ignorantes todavía de otras delicias) y cuando celebraban fiestas o cumpleaños, yo iba siempre sola, sin el respectivo guardaespaldas que desde los trece o catorce años, era habitual en chicas de mi colegio. Sospechaba la hipocresía en la ternura y la delicadeza de estas niñas y sus amigos-guardaespaldas. Lo mío era algo espontáneo, franco, sin intermedios innecesarios. Pero eran mis amigas, las quería a pesar de su blandura y engreimiento y con ellas iba creciendo, con sus gustos, sueños y canciones. Me empecé a aficionar más a los ritmos y al baile, sobre todo a los que facilitaban el acercamiento total de los cuerpos y el roce, pero la sabiduría de mi entrepierna me volvió más selectiva al momento de escoger a mis ocasionales amantes. Lima, cada vez más sucia, fea y peligrosa, abría sus fauces a la pequeña ninfa que libre, correteaba por sus prados de cemento y basura. Presentía, sin embargo, que el fin de esta vida era inminente. Me equivocaba.

Un hombre solo David vivía solo. Tenía dos hermanos menores estudiando y tú sabes cómo es la represión, me dijo, por eso preferí salir de mi casa y alquilar un cuarto aparte. Sin embargo, fue en vano. Sus hermanos fueron acusados de subversión meses antes que su padre y por el mismo 57


motivo: vender literatura —que el Estado considerada subversiva— en San Marcos, cuando lo único que hacían era ofrecer todo género de libros en un carromato en las afueras de la Ciudad Universitaria. David fue quien me condujo por los caminos de la gran literatura, fue quien me enseñó a disfrutar y apreciar el buen rock en inglés, que yo casi detestaba porque no lo comprendía, fue el primero a quien escuché hablar de proletariado, lucha de clases y subproletariado y fue él además quien sin palabras y con una gran sabiduría me inició en el sexo. El tiempo que pasamos juntos es inolvidable. Yo le enseñé a labrar el diablo fuerte, con paciencia y tesón hasta que después de varios meses logró por fin tallar una réplica exacta de un volkswagen y él me enseñó a afinarle el motor a su auto, un escarabajo alemán del 1951, esos que tienen la ventanita trasera dividida en dos (el split le llamaba con economía) y que David cuidaba con mucho cariño, una maravilla de la ingeniería alemana me decía, imagínate, este auto ha sido diseñado el año 30 y casi no ha cambiado, el motor sigue siendo el mismo boxer de cuatro cilindros enfriado por aire y esta carcochita pasa los cien kilómetros por hora, encuentras repuestos en donde sea y te puede llevar al fin del mundo si así lo deseas, afirmaba entusiasmado mientras desarmábamos el carburador, limpiábamos las bujías, regulábamos las válvulas, cambiábamos el filtro de gasolina, purgábamos los frenos y al final del día me decía, vámonos a Chosica, llenábamos el tanque de gasolina y escapábamos de la bulla ensordecedora de Lima y sin darnos cuenta ya habíamos pasado el Control de Corcona y Ticlio no era tan frío si tenías amor y un par de manzanas y Ian Curtis con su voz de barítono cantando Love will tear us apart (David era integrante de ese secta de místicos adoradores de Joy Division) en medio del hielo de la puna altoandina y subíamos nuevamente al auto y la calefacción producida por el motor del Volksvy, que así lo llamaba, calentaba nuestras piernas entumecidas y ni sentías el hielo en el aire y nos encontrábamos descendiendo a ochenta kilómetros por hora en plena noche, rumbo a Huancayo 58


y yo asustadísima y además preocupada pues había faltado al colegio y mi padre no sabía nada y la que me esperaría al día siguiente, pero David volvía a recitar otra poesía en forma de rosa y a olvidarnos del mundo y sus problemas aunque sólo fuese por un fin de semana, mientras el split se desplazaba como flotando por las sobrecogedoras estribaciones de los andes. David era un caso muy raro. La mayoría de muchachos que conocí posteriormente bailaban como es común responder cuando son interrogados sobre sus preferencias musicales: es decir, bailaban de todo. Pero, ¿qué quiere decir una respuesta de este tipo? ¿Qué quiere decir un muchacho a quien se pregunta acerca de sus preferencias musicales, cuando responde que le gusta de todo? Pues simplemente que no les gusta nada la música. Es imposible creer que alguien valore realmente la música de, digamos, Pachelbel, por citar al diestro barroco alemán, si a la vez disfruta escuchando a Jennifer López o Ricky Martin. A David le gustaba mucho la música. Una de las primeras cosas que de él recuerdo es que siempre tarareaba una canción que luego me haría escuchar en su pequeña radiocasetera, un huayno que yo jamás había oído: Dos palomitas que alegres vuelan al palomar y que hablaba de dos cazadores que daban muerte a una paloma, su pareja quedaba sola y entristecida y los cazadores iban por el mundo dando muerte a las aves indefensas. A David le gustaba bailar. Pero no era de los que bailaban de todo. Sólo en dos ocasiones acudimos a fiestas. La que más recuerdo por ser la primera vez que vi a David bailando un huayno fue el Año Nuevo del 90, en San Juan de Miraflores. Los compañeros celebrarán como se debe la venida de este año que será definitivo para nuestro pueblo, me dijo a manera de invitación y yo me las ingenié para que en casa me diesen permiso. Entrábamos a la década del noventa y el odio hacia los blancos y la pituquería conducía al pueblo al abismo que significaría el japonés Fujimori y los militares corruptos. Desde el primer momento, sendas tropas de sikuris animaban el ambiente. Seguidamente 59


grupos de danzaqs escenificaron danzas de tijeras y tropillas de parejas bailaban diferentes tonadas de la sierra. David bailó con una compañera un huaylas tradicional y la fuerza y compás de su zapateo hacían chisporrotear el piso. Fue la fiesta más hermosa de la que guardo memoria, entre otras cosas porque en aquella ocasión se presentó un grupo musical extraordinario. Cantaban solamente en runa simi, danzaban como pieles rojas en estado de catarsis y la destreza con la que ejecutaban las melodías en los instrumentos nativos resultan inolvidables. Recuerdo particularmente una bellísima canción, Ananau. Ananau ananau nispa niwaskanki noqallapiña chay ñawiyki ananau ananau nispa niwaskanki wyñaypaqchu noqa qawaskayki may runallan kakuskanki kaykunallapi waqanaypa wañoctiyqa ñakawanki manan munanichu chay pasayta. Lindo, bonito me estás diciendo, esos tus ojos sólo me miran a mí, lindo, bonito me estás diciendo, toda la vida no te miraré, qué persona serás tú, para que llore aquí, cuando muera tú sufrirás, yo ya no quiero verte sufrir, yo ya no quiero verte sufrir, podría ser un intento de traducción del Ananau, aquél cántico terapéutico que fue coreado febrilmente por todos los compañeros, aún cuando muchos de ellos —pero debería más bien decir nosotros— no entendían el idioma de nuestros ancestros, mas tanta era la fuerza interpretativa del conjunto que sólo siendo de palo podías quedar indiferente a su canto y al baile, sobre todo al baile, una estremecedora mezcla de candomblé andino, danza guerrera y taki oncoy, himnos curativos que te decían que nadie deja jamás a sus 60


antepasados y los antepasados no dejan jamás a nadie. El grupo se llamaba Amanecer, estaba dirigido por muchachos andahuaylinos de larga y renegrida cabellera y nunca más volví a escucharlo. Fue condenado a la eutanasia social y según sé, tuvo que salir del país y emigrar a Alemania en donde sumó integrantes de diversas partes del mundo. Nunca hubiera imaginado que un pueblo tan grande como San Juan de Miraflores amase tanto a sus mejores hijos: en varias cuadras a la redonda la vigilancia para prevenir actos de sabotaje y soplonería era estricta, incluso recuerdo que cuando le tocó a David rodear la manzana, a eso de las tres de la mañana, cuando ya el Año Viejo había sido despedido, me cogió de la mano y salimos y a la segunda ronda quedé paralizada al ver una camioneta de la policía, pero él, muy tranquilo se acercó, no te preocupes, son amigos, me dijo, estos también son explotados y brindó con la botella de chicha de jora que guardaba entre sus ropas y los guardias, gracias compañero, gracias, respondieron cordiales y permanecieron allí hasta las cinco de la mañana y hasta hoy tengo la sensación de que no sólo nos temían, además nos respetaban. La última noche que pasé con David fue extraña. No hicimos el amor como siempre. Se notaba muy tenso y distraído y él se disculpó diciendo que era porque había tenido una pelea en la factoría, con otro de los mecánicos. Estuvimos juntos toda la tarde. Yo había faltado al colegio y él había traído varias docenas de libros viejos, dos rollos de lija fina, un pote con cola y una cortadora de hojas. Casi dos horas la pasamos lijando cuidadosamente las hojas amarillentas, encolando y empastando los volúmenes más maltratados y cuando nos cansábamos, nos tendíamos en una manta en el piso y mirábamos el cielorraso en silencio. Eran las diez y media de la noche cuando él se ofreció a llevarme a casa. El fiel split esperaba por nosotros pero en sus ojos tristes podía adivinarse lo que sucedería en pocos instantes. Ya me había lavado la cara y me alistaba para salir, cuando golpearon la puerta de una forma brutal, de la manera que sólo pueden hacerlo los que están seguros 61


de la impunidad de sus acciones. David no demostró una pizca de temor. Me obligó a escapar por las azoteas de las casas vecinas, mientras que él se alistaba para enfrentar a quienes ya antes habían cargado con sus hermanos. A lo lejos, desde uno de los techos, pude ver la camioneta que se iba con David dentro y él como si supiese que yo estaba allí, viéndole alejarse, sacó una mano y se despidió y yo imaginé su sonrisa y su mirada esperanzada y una sensación extraña que ascendía del estómago hacia mi cerebro, me decía que ya no volvería a verle nunca más a David y no había podido decirle que desde aquella vez que viajamos a Huancayo no menstruaba y de eso hacía ya dos meses. En la puerta el split solitario también se despedía de tan fiel compañero.

El Zapata preuniversitario Dicen que lo que no nos cuesta no es valorado y quizás sea cierto. A los dieciséis años ingresé sin mucho esfuerzo y a la primera ocasión a tres universidades — Católica, San Marcos y Agraria— luego de seis meses de preparación, más política que académica, en la ADUNI. No me hice nunca problemas con los huevonazos esos que repetían nerviositos: Puta, cuñau, si no tienes por lo menos tres ciclos preparándote no la agarras; puta, la Agraria es difícil, ¿A qué te mandas, loco?¿Qué, a Biología? No la haces, cuñau, ¿Cuántos ciclos tienes preparándote? Mira, mira a ese ueón de lentes, ese del fondo, el uón alto, el blancón, tiene ya tres ciclos y no la agarra y se prepara en la Pre-Agraria; Biología es el programa más jodido, cuñau. También, para joderlos más a estos imberbes, postulé a Derecho a la Católica y a Antropología en San Marcos. No sé hasta hoy por qué me quedé con Biología. Mejor dicho sí lo sé, porque de una u otra forma, mi vida estuvo muy ligada a los animales. En casa, a pesar de la pobreza, permitieron siempre la presencia de perros, gatos, conejos, loritos, peces 62


de colores, pacazos, tortuguitas, hamsters; incluso, tuve un monito de niño. Y tenían sus crías los engreídos y nunca nos inculcaron el asco a los animales como hacen hoy tantos ignorantes con sus hijos. De esa época preuniversitaria, en la cual ya era un cuestionador en ciernes, recuerdo, sobre todo, a aquellos muchachos que enseñaban en la ADUNI, muchos todavía alumnos de San Marcos o la UNI. Pantaloncito de tela y zapatos media suela, me dejaron asombrado por su conocimiento y la pasión que le ponían a la enseñanza. Hace unos momentos dije que no era sólo académica la preparación que impartían, sino también política. Es aquí donde deseo detenerme y contar algo que me parece decisivo en la vida de muchos de los que pasamos aunque sea unos meses por las aulas de la ADUNI o la Vallejo. No era una, sino varias las chicas que, apenas entraba Benedicta, la joven que enseñaba Trigonometría, se persignaban. Sí, aunque parezca increíble, se persignaban, y las más forajidas se retiraban del salón pues ella, Benedicta, no permitía que se pusieran los audífonos del walkman para evitar escucharla. De los noventa minutos de clases, treinta los ocupaba en conversar sobre la realidad que vivíamos, decía que para despertar conciencias dormidas. Recuerdo la primera clase como si fuese ayer. Ningún profesor que tuve después volvió a iniciar una clase de matemáticas de la manera en que lo hizo ella aquella mañana. Entró decidida, batió las palmas a la altura de sus ojos, dio un par de vueltas al tabladillo y habló con voz nítida, «Muchachos, yo no he venido a enseñarles sólo matemáticas. He venido sobre todo a cumplir con una obligación moral, con mi verdadera obligación moral. ¿Y saben cuál es? ¿Quieren saberlo? Es la de corromperlos; sí, he venido a corromperlos, porque esa debería ser la verdadera labor de un profesor: co-rrom-per, han escuchado bien, co-rrom-per especialmente a la niñez y a la juventud. Corromperlos para salvarles de la obra nefasta de la educación que han recibido en los doce años de colegio y otros tantos que vienen idiotizándose con la televisión y la radio, abrirles los ojos frente al oscurantismo y vileza de este 63


sistema podrido». La convicción de sus palabras y la limpieza de su mirada nos dejaron atónitos, incluso a los pendejitos que usualmente se burlaban cuando algún profesor intentaba ensayar el discurso e incluso también a aquellos chanconazos pobretones que creían que quemándose las pestañas iban a cambiar su situación y la de los suyos y a quienes su mamá les había advertido muy bien acerca de no juntarse con «los politiqueros», con «los terrucos». Luego tomó unas tizas y se acercó al pizarrón, lentamente. No escribió ni un solo número en la pizarra, sino que escribió nombres de filósofos griegos desconocidos para la mayoría de nosotros: en la pizarra aparecieron Tales, Anaximandro, Anaxímenes y Demócrito y fechas que decían todas A.C y luego un lugar, Mileto. Contó la historia de Pitágoras y de cómo pudo haber surgido el desarrollo matemático en Grecia, gracias al contacto con los sabios árabes y de las necesarias condiciones históricas y económicas que dieron lugar a tal o cual teoría matemática. Y luego, recién se animó a dibujar algunas figuras geométricas con los diez colores de tizas que extraía no sé de dónde. Otro era Jorge Güere, apodado El Che, no por su parecido físico, sino porque la gente decía que era un Con...che. Enseñaba Historia. Aunque este sí era de verbo panfletario y no se cohibía para hablarnos sin eufemismos de la lucha de clases y del carácter farsesco de las elecciones burguesas y repetía incansable: la rebelión se justifica. «A las cosas hay que llamarlas por su nombre, muchachos. ¿O es que ustedes se han creído el cuento ese de que San Martín proclamó la independencia porque quiso? No, hombre. Lo hizo porque Lima estaba rodeada por grupos de negros, mestizos e indios fieros y armados que amenazaban quemarla y asaltar las propiedades de todos los criollos y españoles y no le quedó otro camino que montar el teatro después de reunirse con La Serna. ¿Alguien de ustedes ha leído acaso el texto de la capitulación de Ayacucho? ¡Vil traición al combatiente desconocido! La historia oficial, la historia de los libros de texto, la historia que nos contaron en el colegio es una gran mentira, la historia no la hacen los generales asesinos, sino los soldados anónimos cuyos 64


nombres no figuran jamás en los libros. La historia la hace el pueblo, muchachos». A los pocos días nos enteramos que al Che lo habían matado a balazos cuando hacía pintas en unas paredes de El Agustino.

Jipis, trova y una masacre impune A los quince años dejé definitivamente el colegio. Colegio significaba para mí aburrimiento, mentira, represión, tiempo perdido. Sobre todo en los inviernos. Inviernos limeños, falsos, hipócritas y vidriosos, pero cómo llegan al alma, la calan, desaniman y estropean. No comprendía cómo se podía ir al colegio tan temprano, con esa nieblecita amodorrante, con ese frío en los pies, con esa pelota en el estómago, con esos deseos de asesinar al profesor de aritmética y esas ganas incontenibles de quedarse en la cama todo el santo día. Luego de un tiempo de deambular por las playas de Barranco, de afanar mocosas atrevidas por los malecones de Chorrillos, de cuadrar incautos en el Parque Matamulas, de trompearnos con chalaquitos pezuñentos en La Punta, me cansé del olor putrefacto de las playas de Lima: dediqué mis esfuerzos a ayudar a mi madre en el mercado (por suerte, ella comprendió y aceptó mi decisión de dejar la escuela) y cuando el trabajo lo permitía, me dedicaba a mi pasatiempo favorito: la lectura. Tercero de secundaria y seguíamos repitiendo la misma cantaleta de una historia falsificada y traumática y la misma geografía paporretera y una biología anticientífica y unas matemáticas modernas que sentíamos no servirían para nada y los participios, subjuntivos y pluscuamperfectos que nunca aprendí a conjugar correctamente y cada año cambiaban al babosón que enseñaba catolicismo. Porque el curso de religión en el Perú se reduce a introducir machaconamente en el cerebro de los pobres niños esa mierda mezclada de judería, tomismo e hipocresía: la religión caótica. Toda la primaria y toda la secundaria nos trituraron sin misericordia 65


con los doce españoles de la Isla del Gallo y sus caballos que infundieron miedo a las indiadas y las tres regiones naturales y las doscientas millas marinas y sus ingentes riquezas y el fabuloso legado cultural de nuestros antepasados, pero, carajo, salíamos a la calle y sólo veíamos pobreza, basura y miseria y entonces de qué nos servía todo esa herencia y todo ese patrimonio arqueológico y los huacos retrato si el peor insulto era gritarle a alguien, care’huaco. Sólo un niño con arginemia severa podría haberse sentido conforme con tales disparates. Al año siguiente, me matriculé en un colegio no escolarizado y a los dieciséis ya me había liberado de este despiadado castigo. Esos tres años en que me exoneré de la tortura escolar fueron los más hermosos de mi vida. No sólo porque ayudaba a mi madre en el trabajo, sino porque fue la época en que pude leer y disfrutar más y con menos presiones. A los diecisiete ingresé a Letras en San Marcos. ¿Por qué a Letras? ¿Es que alguien sabe a ciencia cierta, a los diecisiete, la profesión que le acompañará durante el resto de la vida? A mí siempre me gustó la lectura, así es que no lo pensé dos veces y decidí obedecer a mis inclinaciones. Craso error el mío. Dos ciclos fueron suficientes para darme cuenta a tiempo que eso de permanecer más de siete horas en un solo lugar, escuchando muchas veces leseras, no era para mí. La vida universitaria y mi paso por San Marcos, sólo acuden a mi memoria cuando recuerdo los salones atestados en época de matrícula, las marchas políticas, los discursos encendidos de los cumpitas y luego, los salones vacíos cuando convocaban a paros armados o movilizaciones. Con dos amigos que también se matricularon en literatura y que también abandonaron la universidad —la universidad se fue de nosotros y no al revés, comentábamos nostálgicos en cada borrachera—, convinimos en que la literatura, aquella que te azota, subvierte, pervierte y divierte, no la aprenderíamos nunca en las aulas universitarias de un país en ruinas gobernado por asesinos corruptos. Menos todavía compartiendo veladas y fogatitas con guitarra y nueva trova con asnos pretenciosos ensoberbecidos de su 66


background literario, hispanófilos, argentinófilos y pedófilos, dueños de un reaccionarismo fabuloso y buenos sólo para postular a becas en cualquier antro académico de Yankilandia y luego pegarla de doctos con tesis sobre la literatura colonial de Concolorcorvo. Vaya huevones, me dije, y resolví que lo mejor era hacerse humo de Sanmarquitos. Durante la segunda semana de abril de 1986, se celebró en Lima la Semana de Integración Cultural Latinoamericana, la inolvidable SICLA para los nostálgicos izquierdosos. Lo más graneado de la pituquería progre aplaudió euforizada a escritores y músicos de lo que llamaron la nueva canción latinoamericana, esos que nunca quedan mal con nadie y que sólo cantaron protesta hasta que cayó el muro y que en aquella ocasión rindieron tributo y pleitesía al asesino Caballo Loco y a sus esbirros. Yo era aún huambrillo, como dirían en la selva, pero ya lograba distinguir la paja del grano. Fiorentini, que había asumido en serio su incorporación a las filas de los insurrectos, trajo una invitación de los horazerianos, en esa época asiduos colaboradores de Alan Babá, y con dos granujas más del colegio nos fuimos al Teatro Segura. La cola para escuchar a los troveros era interminable, por tramos engordaba, por tramos llenaba todo el jirón Torrico y, según informaban los que iban llegando, ya había rebasado la Plaza Francia. Nosotros íbamos de un extremo a otro del gusano intentando zamparnos al menor descuido, cuando en una de esas contemplamos algo sorprendente. Tres jipilones de trenzas, vestidos con chaquetita incaica y bluyines desteñidos, cayeron de pronto al suelo, como fulminados por la cólera divina. De un Oldsmobile negro polarizado, un gracioso cuerpo de marsopa emergió bamboleante. Toda de negro, tenía la gracia y parsimonia de una foca vieja. Uno de los brazuelos de la marsopa se aferró con firmeza de un bracito flaco, blanco y peludo de un pelucón crespo con lentes Lennon y aires de secretaria rancia. La dulce marsopa introdujo sus dedos en la mata de pelos de uno de los jipilones, le acarició la barba rubiona y lo elevó del piso en el cual permanecía arrodillado. La secretaria vieja extrajo 67


un lapicero de un bolsito polícromo de paño cusqueño y se inició un ritual que contemplamos boquiabiertos: con solemnidad anonadante firmaron autógrafos a dos manos con la marsopa, repartiendo sonrisas y bendiciones a decenas de jipis reciclados que se alejaban con una risita gloriosa en sus rostros. Los jipilones que se hincaron inicialmente estaban radiantes de felicidad, brincaban como cabras locas, la gente aplaudía a rabiar, gruñían y convulsionaban cual epilépticos y algunas hembritas echaban lágrimas y alaridos y nosotros, tristes muchachos expectorados de secundaria estatal, aprovechamos el intersticio que dejaron los jipilones emotivos en la serpenteante fila de troveros y horazerianos y nos zampamos con la mayor concha del mundo. Esa noche nos enteraríamos que la dulce marsopa equilibrista y la secretaria añeja habían sido nada menos que la tía Mercedes Sosa y el inefable Fito Páez. Meses más tarde y en plena celebración de la Conferencia Mundial de la Internacional Socialista, los cachacos de la Marina masacraron a cientos de presos políticos indefensos en los penales del Frontón, Lurigancho y Santa Mónica por órdenes de Caballo Loco. Como acto simbólico de abandono de las aulas, acudimos con otros sanmarquinos (ninguno llegaba a los diecisiete), premunidos no sólo de nuestras ideas, a los diferentes escenarios en donde se montó esa farsa llamada SICLA para expresar nuestra voz de protesta. Y fue en el campus de la UNI y en la aridez de los arenales de Villa en donde sucedió algo que no olvidaré nunca: pese a nuestra beligerancia, pese a la violencia de nuestros lemas, pese al miedo impuesto por el soplonaje, el apoyo masivo del pueblo. En la Universidad de Ingeniería, el rechazo hacia estos impostores fue inmediato. El comité de lucha de comensales convocó a todos los estudiantes a la misma hora y en el mismo lugar en donde se presentarían los troveros. Así es que aquella noche irrumpimos los sanmarquinos, los cantuteños y los cientos de compañeros de la UNI, al son de bombos y de tropas de sikuris. Los pelucones taimados, 68


en pleno hervor socialistón, tarareaban con Mercedes Sosa, gracias a la vida que me ha dado tanto, y se tomaban de las manos y las alzaban al cielo y las movían con un compás cadencioso propio de fanática adolescente enamorada de su ídolo sexual. Jamás olvidaré esa escena tan vergonzante de los jipilones sensibilizados por la pobreza de los universitarios ni tampoco la expresión demudada en sus rostros cuando irrumpimos guerreros para aguarles la fiesta. Asustados, ante las consignas y el aislamiento que les hacía la gente, muchos de estos jipis reciclados de barriga llena y corazón contento se replegaban, mientras que otros, sin ninguna vergüenza, sacaban modernas cámaras para filmarnos, mientras susurraban a mediavoz, terrucos, son terrucos. Un par de cámaras fotográficas destrozadas a pedradas bastaron para que la pituquería se amilanase y optase por la retirada, mientras que nosotros tomábamos el control de los equipos de sonido. Después de desenmascarar a los temblorosos troveros, colocamos un casete de sikuris y fue fiesta del pueblo en la UNI.

Las paradojas «henormes» de un Don Juan pituco Sucedió el último año de secundaria, hace ya más de diez años. Me aparecí cerca de la medianoche, ligeramente ebria y me encontré frente a frente con Tudela. Era viernes y como yo bien sabía, él traía los fines de semana una chica diferente a su cuarto de estudio, que en realidad era una habitación bastante grande (medía unos sesenta metros cuadrados y tenía allí todas las comodidades imaginables) que utilizaba convenientemente. Se avergonzó un poco, pero de inmediato recobró el aplomo y después de presentarme como hija suya a la chica que palideció en ese instante, subieron al auto. La chica era trigueña y bonita, no tenía más de dieciséis años y, aunque se esforzaba por no aparentarlo, era de condición económica modesta. Cuando 69


subieron al carro, noté que tenía la minifalda rasgada por un costado y las piernas arañadas. Sin dudar, intenté forzar la puerta del cuarto de estudio, pero no fue necesario, ya que en su prisa y sobresalto, Tudela no había presionado el seguro de la chapa, así es que ingresé sin problemas. El monitor de la computadora todavía estaba encendido y encima del escritorio, decenas de revistas pornográficas entreabiertas mostraban a viejos con niñas. Al revisar el ordenador, saltaron a mis ojos varios vídeos web-cam en donde Tudela era el protagonista, pero siempre con diferentes muchachas, todas núbiles, trigueñas y de una candidez arrobadora. En los tres últimos pude reconocer a la chiquilla que acababa de salir turbada de la habitación en la que yo husmeaba en esos instantes. Sentí una profunda pena por la joven, que en algo —imaginé— debía parecerse a mí misma. El donjuanismo (o debería decir más bien, viejoverdismo) de Tudela no era el característico de los muchachos que iba conociendo en la agitada prospección sexual en que se estaba convirtiendo mi vida. Tudela se pasaba literalmente todas sus horas de libertad (es decir, cuando no estaba en la fábrica o con sus autos) coleccionando amantes, en general todas fáciles como la joven que acababa de ver. Por lo demás, no era la primera vez que yo lo pescaba. Hacía menos de un año llegó para el servicio doméstico una hermosa huanuqueña, muy joven y despistada. La destinaron de manera exclusiva para la atención personal de Tudela. Lupita, que así se llamaba, cursaba tercero de media en una nocturna en Surquillo. Rápidamente, Tudela se puso en alerta y en menos de una semana y después de poner en práctica toda su artillería de recursos, logró conseguir sus favores. En seis meses Lupita adelgazó como si estuviese enferma y cada día amanecía más ojerosa. Una mañana de esas en que no había nadie en casa la encontré llorando en la cocina y de inmediato entablé una conversación con ella. Mis sospechas habían sido ciertas: tartamudeando de miedo, suplicando mi comprensión y perdón, me confesó tener un embarazo de varios meses. No era necesario que me dijera quién era el responsable. 70


Fuimos a su pequeña habitación y me enseñó docenas de cartas en donde Tudela le juraba que era ella el gran amor de su vida, que dejaría todo por seguir a su lado, que había comprado un terrenito y que pronto iría a separarse de mi madre. Pero esto no era lo sorprendente, que cualquier enamorado arrecho dice esto y más hasta conseguir lo que desea. Lo que me dejó boquiabierta fue descubrir que entre la batería de argumentos que desarrollaba el tunante para cazar a sus desprevenidas víctimas, estaba el desarrollo de increíbles y «henormes» paradojas literarias con las que atarantaba a sus presas. Es probable que ella ni siquiera entendiese este despliegue de artilugios huachafos o que lo escuchase distraídamente, pero la efectividad del recurso era innegable. Tan cierto era esto, que ella confesó creer en el contenido de las cartas y, lo más increíble, confesó su afición a estas paradojas y a la verborragia que destilaba Tudela en ellas. Tudela hablaba de la necesidad de la compenetración total entre los amantes, de la calidad mística del amor adúltero, del valor terapéutico del sexo en grupo, de la necesidad de que una pareja realizase en común actos extraordinarios para crearse un vínculo indisoluble: actos extraordinarios como matar a un taxista, desollar gatos vivos, entrar al mar de Chorrillos a la medianoche o asesinar un niño, para probarse la capacidad de decisión. Por estos días, Tudela viajó a Alemania por negocios y a Lupita la despidió mi madre de la noche a la mañana. Nunca supe nada más de ella y la joven que acababa de salir asustada de la habitación, me la trajo a la memoria de forma automática: joven, bonita y desahuciada. Abrí el primer cajón del escritorio: borradores de otras tantas cartas con el mismo contenido que las que he descrito: promesas eternas de amor sublime, poemas mal copiados y peor caligrafiados, paradojas «henormes» y delirantes para impresionar a las futuras víctimas, el juego perverso de un Don Juan pituco con jovenzuelas semianalfabetas que en su miseria e ignorancia lo situaban a él en un plano intelectual superior e inalcanzable. Tenía diecisiete años. Estaba vacía de sueños y sentía que alguien sacudiría pronto la escoria en la que se encontraba inmersa mi vida. Pero me equivocaba. 71


Como el vientecito te has ido Aquella noche no regresé a casa. No sólo por precaución, sino porque la captura de David era un baldazo de agua helada para el calor de mis dieciséis años. Tal vez hasta ese momento yo no tenía una idea cabal del camino que había empezado a recorrer de su mano. Compré una botella de vino tinto, me armé de valor y me refugié en una hostal del paradero siete de Las Flores. Tenía que tomar una decisión cuanto antes: debía ir a la casa de David para poner sobre aviso a su madre, pero no, lo más probable era que su casa también estuviese siendo vigilada, de manera que esa alternativa no era recomendable. ¿Y el pobre split? Debía hacer algo cuanto antes. No tenían teléfono, así es que esa vía también era inútil. Recordé que hacía varios meses David me había presentado un chico que trabajaba con él. Un mecánico que vivía por la avenida Grau, en una habitación cercana al puesto de libros, así es que me decidí por esto último. Alguna forma encontrarían de avisarle a su madre. Sola en el cuarto de hotel, con la cama fría, las paredes vacías y el silencio absoluto: yo quería gritar, avisar, contar a alguien lo que había sucedido hacía menos de dos horas. Pero, ¿a quién?¿a quién? Yo no estaba «organizada», como él lo llamaba. Era apenas una tímida simpatizante, sin embargo el peligro que corría era el mismo. Por momentos intentaba calmarme diciéndome que tal vez mañana mismo volvería a verle a David en su puesto de libros o que quizá, transcurrida una semana, iría como siempre, a buscarme a la salida del colegio. Avisaría a mi padre. Papá conocía a David y aunque no era de natural cordial con mis amigos, con David había observado una empatía, una corriente de sentimiento cuando conversaban, que tal vez, tal vez mi padre… Pero no, tampoco eso era lo correcto. Para qué involucrar a mi familia. Éramos pobres. No teníamos parientes en la policía ni el ejército. Yo tenía dos hermanos menores. La justicia jamás creería en algún tipo de coartada de mi padre para interceder por David. Cuando miré el reloj de la pared, daban 72


las tres de la mañana. Yacía en la cama, ni siquiera me había quitado la ropa, no había abierto tampoco la botella de vino, sentía una soledad tan agobiante que estaba paralizada por completo. Hacia las tres de la madrugada, alguien encendió una radio. Una hora a tu lado qué de prisa se va/una hora a tu lado no parece verdad/un minuto sin tu amor/es un signo que no tiene color/luna triste/sol sin luz/no sé nada si no sé que estás tú/solo vivo por ti y para ti/por una hora a tu lado soy bienaventurado/desde siempre pienso en ti/los recuerdos no me dejan vivir/te has marchado como un ave hacia el sur/solo vivo por ti y para ti cantaban las voces por la radio y mi rostro se llenó de lágrimas. ¿Cuánto tiempo hacía que conocía a David? Después de la alegría viene la soledad, después de la plenitud viene la soledad, después del amor viene la soledad, me había leído él alguna vez. Seis meses de felicidad plena había vivido con David. ¿Qué me quedaba de él ahora que ya no estaba? Sus dones, la música que me enseñó a apreciar, varias decenas de libros que atesoraría como lo más valioso en mi corta vida. Una foto de él con ropa de mecánico, bajando el motor de un escarabajo. Un par de casetes de Joy Division, un demo del grupo Amanecer. La transformación de la niña Lucía Goicoechea en la mujer que ahora anhelaba sus brazos. Tal vez, una preñez de dos meses. ¿Qué me quedaba de él ahora que ya no estaba? Vino a mi mente aquel huayno, Ay Jovaldo, Jovaldito, como la pajita te has ido, como el vientecito te has ido y un mar de tristeza acalló mi llanto. Pero, ¿David se había ido realmente así, como el vientecito, como la inútil pajita mecida por el aire? No, me respondí. David sí estaba y estaría siempre conmigo. Imaginé la soledad de él en la sucia mazmorra, imaginé el frío, el hambre, el dolor de la tortura. Más allá de mi soledad y de la suya, más allá de las preguntas que estaría él haciéndose en este instante, más allá de la incertidumbre humana, estaríamos otra vez los dos, caminando juntos nuevamente y ya no me sentiría sola. Aunque no volviese a verle, David no se iría de mi vida.

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¡Ingresé, ingresé! El examen de ingreso a La Agraria fue un domingo. Un domingo húmedo y triste como cualquier domingo sin propósitos nobles. No recuerdo cuánto tiempo nos dieron para rendir los exámenes, pero todavía me veo saliendo del salón de la Pre-Agraria, cuando nadie aún había finalizado la prueba. Por la noche acudí solo y sin un gramo de ansiedad al local de Jesús María para ver los resultados. La alegría oligofrénica de los que retozaban aquella noche, festejando su ingreso a La Agraria, hasta hoy me parece ofensiva. Como la muralla oprobiosa en donde figuraban los papelotes con los nombres impresos de los postulantes estaba copada por la multitud ansiosa y desesperada de hijos, padres y demás familiares, decidí esperar a que cesara el tumulto. Además, como no soy alto, de nada me servía empinarme para intentar ver si mi nombre figuraba entre los de los nuevos universitarios. Me paré a un lado, y conchudo, me puse a contemplar la escena. Es entonces cuando veo a Xiomara Romano abalanzarse sobre mi persona. Fuera de sí y con los ojos desorbitados, me grita, ¡ingresaste Zapata, ingresaste!, mientras dos manecitas de biscuit me zamaqueaban del hombro. Yo seguí quieto y silencioso, observando lo que sucedía a mi alrededor; ella, melcocha, se derretía a mi lado. Sí, resulta inolvidable. La mayoría llegaban sumamente nerviosos, acompañados del papito o de la mamita. Muchos en auto propio. Permanecían patidifusos y culiparados por un tiempo que se hacía infinito. Cuando al fin, entre gritos, llantos y aullidos se enteraban o leían ellos mismos su nombre dentro de la lista que te eximía del fracaso y la desgracia en la vida, todo cambiaba y los rostros se deformaban en una alegría ofensiva hasta el paroxismo. O se desencajaban en una mueca de tortícolis, por todo lo que significa para cualquier muchacho peruano normal el no ingresar a la universidad. Tal vez uno de los pocos beneficios que logré aquella noche fue el revolcón con Xiomara Romano, la melcocha de 74


manecitas de biscuit. Xiomara llevaba siempre los cabellos alborotados y sus invitadores labios sanguíneos resaltaban en la palidez del rostro, con un misterioso aire de ramera antigua, lo que la hizo merecedora del apodo del flaco Godos, la Puta de la Antigüedad. Pero además ella, y fue tal vez esto último lo que determinó su sobrenombre, era una apasionada de la Historia Universal, sobre todo de la griega y romana. Pensativa, pasaba horas de horas en el salón de clases reconcentrada en sus libros de Historia Universal y jamás logró aprender integrales, derivadas ni raíces cuadradas. Y es en estos momentos de éxtasis intelectual, en los cuales Xiomara volaba quién sabe por qué lugares, cuando nos provocaba más con esa expresión suya de generosidad y convite, tanto así que con Godos coincidimos en que alguna profunda conexión debía existir entre la esencia del placer y la actitud abstraída y reconcentrada. Xiomara no logró ingresar, pero si se mostró dispuesta en todo momento a festejar con los oligofrénicos y por supuesto, conmigo, pues era yo en quien había depositado su mayor confianza. Compartíamos amenas charlas sobre los motivos de la decadencia del Imperio Romano y aunque ella afirmaba que Roma nunca muere o algo así y se preciaba siempre de apellidarse Romano, no aceptaba jamás la premisa aquella de que todo imperio lleva dentro de sí la semilla de su propia destrucción. El caso es que su aspecto de actriz de teatro de época y aquella sensualidad añeja la hicieron una de las peritas más apetecibles de aquel salón de la ADUNI, deseo que se incrementó cuando una tarde ya a finales del ciclo sucedió algo inesperado. Nos tiramos la pera con uno de los pocos amigos que hice en esa época, el flaco Godos, un tío de una efectividad increíble en cuanto a mujeres se refiere, pese al aspecto desaliñado y patanesco de su metro ochenta y pico. Estábamos parados en las Nazarenas esperando la setenta y tres, pues iríamos a un concierto en la Jato Hardcore, cuando de repente se aparece la de la Antigüedad, y hola chicos, qué hacen, con una sonrisa bailarina que te decía todo y nosotros, a punto ya de eyacular, la miramos con malicia y de inmediato la invitamos al concierto. En el trayecto, 75


extrajo de su mochila unos volúmenes de Historia Universal empastados y con los títulos grabados en pan de oro y dijo que eran de su abuelo, y con una sonrisa aún más bailarina, advirtió, prepárense para lo que voy a enseñarles, muchachos. Y zas, abrió los libros como si de cofres se tratase y ambos nos quedamos boquiabiertos y el aceite del deseo lubricó más nuestras miradas. Se trataba de grabados y dibujos sobre la vida sexual de los habitantes de la Grecia antigua y ella nos mostraba con una pasmosidad increíble desde parejas en poses acrobáticas hasta jarrones con orgías polícromas en donde hasta el perro tenía cabida. En el concierto, ella se aburrió más de lo que hubiésemos imaginado. No sólo le disgustaba la música, sino que ninguno de los dos le prestó mayor atención. Las erecciones desaparecieron apenas escuchamos los alaridos de Sociedad de Mierda entonando Qué Patria es ésta, así es que desde aquella noche Xiomara se convirtió en el objeto más preciado de nuestros sueños eróticos. De esta manera, el día del ingreso, la única disputa fue con el flaco Godos quien, caballero medieval, me reconoció el derecho de pernada. Era evidente a quién demostraba mayor simpatía nuestra amiga. Pero fue una total decepción. Xiomara resultó ser una tremenda embustera. Después de aislarnos del grupo de oligofrénicos festejantes, nos dirigimos hacia un bar caleta que ella dijo conocer. Aunque yo propuse un parque cualquiera para tirar un roncito y me opuse tenazmente a ir a su famoso bar, más fuerte resultó el deseo de carne que incluso pagué un taxi para llegar más rápido, al Queirolo de Pueblo Libre. Apenas habíamos entrado y ya sentía el hedor que despiden los oficinistas y no precisamente el que emana de los caros perfumes y desodorantes. Las camisas celeste yuppie o blanco inmaculado de los parroquianos decían por ellos. La embustera Xiomara pidió un par de tintos franceses con un acento tan franchute que sentí vergüenza ajena. Y ahora, brindemos por tu futuro, me dijo después de llenar un par de copas con una rapidez asombrosa. Enmudecido, 76


trataba de alargarle las manos, pero ya eran agudos los síntomas de la patología de mi época secundaria. Si es que la hembra era cretina, aunque fuese la más furcia del mundo, la erección me abandonaba como por ensalmo. Y eso es lo que me sucedió aquella noche. Diecisiete años y hablando de mi futuro en el Queirolo de Pueblo Libre rodeado de una fauna pestífera celeste yuppie intentando meterle mano a una impostora con aires de mujer pública antigua. Eché de menos al flaco Godos. Xiomara alzó otra vez las copas y brindó otra vez por mí y comenzó a hablar de la nueva vida que me esperaba ahora en la universidad, sobre todo en la carrera de Biología, con tanto futuro por delante, Zapata, me decía cogiéndome cariñosamente del brazo y apoyando su helenizada carita de puta en mi hombro. Mi padre dice que la ingeniería genética será la profesión más rentable en el futuro y ni hablar de la biotecnología o de los cultivos transgénicos y tu futuro tu futuro tu futuro y cuando intenté mencionarle las orgías romanas o la veneración que demostraban las griegas al pene cuando celebraban la Procesión del Gran Falo o lo seductoras que me resultaban las cultísimas hetairas atenienses, ella parecía haber sido la que había ingresado y no yo, pues seguía con su insoportable discurso sobre la ingeniería genética y el genoma humano y las modificaciones transgénicas y sus beneficios económicos y tu futuro tu futuro tu futuro hasta que en la segunda botella de tinto afloró mi alter ego. Me bebí medio frasco a pico, olvidé mi precoz impotencia, casi a empujones la saqué de aquel antro y la derribé en el parque más cercano. Desde entonces me atraen las mujeres que tienen ese aire público que las hace sabias. El flaco Godos, sonriente, me aplaudía a lo lejos con sus ojuelos maliciosos.

El hallazgo de Lucía Si he contado todo esto ha sido porque de alguna manera deseo graficar lo que me tocó vivir los años previos 77


al hallazgo de Lucía. Años previos, en los que eso que algunos llaman enamoramiento y que Ortega y Gasset define con certeza como imbecilidad transitoria, estuvo ausente de mi vida. Es sábado y la semana ha sido muy dura. El recuerdo ahora acude solito, mientras torneo el centésimoquinto piñón para un sistema de transmisión de una cadena de montaje de cuellos de polos de algodón pima extrasuave que lucirán tal vez en Europa o en Japón y de cuyas multimillonarias ganancias jamás me tocará una pizca. Falta menos de una hora para la salida. La puerta entreabierta de la sección de hilados es lanzada de un fuerte puntapié contra la pared lateral de la fábrica, adornada con innumerables almanaques de calatas. Un gordo colorado, pescuezo de cerdo, entra con violencia. Su rostro se contrae en una risa grotesca, fronteriza. Proclama a voz en cuello el triunfo de la U sobre Alianza Lima «por la mínima diferencia». En una sucia libreta que lleva entre sus manos sebosas, verifica nombres y se acerca, riendo (con esa risa fronteriza que tienen los hinchas del fútbol), a cobrar las apuestas pactadas. Reparte golpes, patadas e insultos a los del equipo perdedor. Estos, iracundos, le insultan también, pero en voz baja, tan tenue, que las mentadas de madre desaparecen entre el ruido de las máquinas. Es el jefe de personal y no deben, pues, ser sinceros. Más allá, otro grupo hace planes sobre el salsódromo a donde irán a matar la noche del sábado. Los menos, los más viejos, callados y discretos prosiguen su labor como autómatas (diríase que con cierta resignación sub-humana), esperando, sin convicción, la hora de salida para ir a sus casas a gritar a su mujer y a sus críos. Los apostadores alistan sus gargantas para ingerir con avidez litros de litros de cerveza, jugando cachito o cartas, discutiendo sobre Alianza o la U o las ya cercanas elecciones presidenciales. La apatía, el pesimismo y la desesperanza amenazan con abatirse como fieras salvajes sobre mi vida incierta. 78


Durante ese larguísimo sábado, el tedio no ha querido largarse, haciéndome tambalear, oscilando entre la lujuria y la sensualidad o esa pasión redentora por la espiritualidad y el silencio. Conocedor ya de la tristeza que se esconde tras los velos del placer, salgo solo de la fábrica, dejando atrás la tentación que significaban los carnosos muslos de Itamar, una espléndida mulata de la sección contigua a la mía. ¡Oye, eres un sobrado!, ha dicho al oír mis negativas para ir a una discoteca con los demás muchachos. Cruzo la Carretera Central, saltando entre las combis y esquivando los micros, con una habilidad que me asombra a mí mismo. Insatisfecho conmigo, descontento de todos, con mi vieja mochila al hombro, penetro en los oscuros dominios de la nostalgia y el silencio, sintiéndome cada vez más lejos de todos los que me rodean, más lejos de la mentira. No recuerdo cuánto tiempo caminé. Sólo recuerdo calles, plazas, avenidas, todas iguales, todas grises, todas llenas de una luz ofensiva e hiriente. Todas repletas de gente apurada. Por momentos, me siento un santo agonizante y cuando el orgullo que me produce esta sensación se vuelve insoportable, me arrastro y pido perdón a imaginarios dioses, confesándome el más vil de los hombres, el peor individuo del género humano. Y aparece entonces el rostro de Lucía. El triste rostro de Lucía, tan falto de cordura y tan lleno de ese extraño orgullo que hace resplandecer el rostro de los condenados. Libre y solitario, sigo vagabundeando por las calles, por las cantinas y a lo largo de los negocios tan iluminados, tan desgraciadamente iluminados, escondiéndome entre las escasas sombras que pueden hallarse en las noches de los sábados en cualquier Ciudad Enferma. Al fin, olvidado del tiempo, me veo sentado en la fría banca de un parque algo oscuro, ideal para las caricias furtivas de las parejas de amantes. Rescatado así en la soledad, veo dibujarse mis rasgos en la botella que contiene el líquido que tanto estoy deseando. Hasta mis oídos llegan los enervantes ritmos bailables y veo a las gentes pasar, riendo, siempre muy apuradas. Una 79


hembra felina de mirada invitadora me contempla con descaro, asustada o tal vez sorprendida al verme solo con el vino. Zafa sin ningún disimulo de los brazos del amante y vuelve a mirarme con insistencia. ¿Espero acaso encontrar en las profundidades de la botella a los genios bienhechores que me liberen de esta tortura? Los primeros sorbos arden la garganta y me calientan cariñosamente el pecho. Nunca en mi vida he sentido tanta calidez en un trago de licor. Los siguientes sorbos del bálsamo penetran hasta lo más profundo de la memoria y el recuerdo es inevitable. Había una máquina tejedora, la más grande y vieja, detrás de la cual se ocultaba un grupo de muchachas de la sección de envasados para conversar lo que para mí en ese entonces significaba misterio. Dentro de ese grupo de muchachas, una: la más exacta y apasionada.

Fruto seco a los veintinueve años Hoy me siento un f ruto seco. Tengo apenas veintinueve años y me siento un fruto seco, con todo lo que esto significa. Vivo con un hombre a quien no amo, tengo dos hijos a quienes les brindo toda la paciencia y sacrificio del mundo, pero —ojalá me perdonen esto los bienpensantes— tampoco amo, y mi vida es una rutina de obligaciones y compromisos sin sentido. Dicen que la experiencia del amor es una experiencia mística. Dicen, incluso, que el amor es una fuente de conocimiento. Los más optimistas afirman sin vergüenza que el amor torna generosas a las personas. Lo ignoro; pero cuando conocí a Orlando, al gozo inicial de conocerle, sucedió un sentimiento de desconfianza y miedo que yo misma no podía explicármelo. Hermético en casi todo, explosivo y temerario, capaz de prodigar una dulzura infinita si era necesario, nunca iría a imaginarme que aquel muchacho silencioso y tímido que me miraba desde sus ojos 80


profundos y feroces en aquella discoteca de Barranco, iría a marcarme de forma tan indeleble. Es probable, pienso, que esta sensación de inseguridad y egoísmo haya nacido de la conciencia del bien que poseía, pero de todas formas estas reflexiones son ahora inútiles. Es cierto, Orlando no era un efebo griego como comentaban ciertas amigas que nos vieron alguna vez juntos, pero su belleza no residía exactamente en la apostura ni en la perfección de las líneas del rostro, tampoco en la calidad apolínea de su cuerpo. Menos aún deseo deslizarme por el terrible lugar común de la belleza interior de quien me marcó para siempre, pues Orlando fue tal vez la persona más dura que haya conocido. Si se enfurecía, y vaya que se enfurecía, era capaz de hacerme soltar lágrimas, sólo con susurrar dos o tres frases. Cuando esto sucedía, su piel broncínea cobraba un tono rojizo, las aletas de su nariz se desplegaban como en los primates y sus ojos de natural profundos y lánguidos, parecían dos abismos negros e infranqueables. La firmeza de sus palabras y de sus convicciones, que para mí resultaban inaceptables, y el ardor con que defendía sus ideas, le otorgaban un atractivo del que, ahora estoy segura, ni él mismo era consciente. No es que yo fuese como él me achacaba siempre, una cabrona reaccionaria, acomodada en el sistema, no. Ya lo dije hace unos momentos, yo había vivido en la normalidad y en medio de una hipocresía que detestaba desde lo más profundo de mi alma. Pero es que él no era sólo de palabras. Ah, aceptas lo que digo, lo entiendes, pues entonces, encárnalo. Creo que podría dar una idea más cabal de todo esto contando un hecho episódico de la época en que éramos él y yo por la calle. Fue una tórrida tarde de verano. Lo recuerdo con claridad porque mi madre se alteraba más cuando hacía calor y el día anterior había tenido una pelea espantosa con Tudela, al enterarse de sus andanzas pederastas en la misma casa. Así es que yo preferí hacerme humo varios días hasta que las aguas calmasen. Se celebraba una marcha de mineros del cobre, despedidos intempestivamente por la Newmont sin reconocerles beneficios sociales y no había visos de solución 81


a este problema. Hasta ahora ignoro el papel verdadero de Orlando en esta movilización, ya que él no era minero. Yo conocía bien de sus aficiones políticas y de sus inclinaciones extremistas, mas nunca imaginé que estuviera metido hasta el cuello en organizaciones clandestinas. Aquel día conocí al verdadero Orlando. Varios de los marchantes le decían en su mediocastellano, compañero por aquí, compañero por allá, compañero más allá y él corría de un lado a otro haciendo coordinaciones, gritando consignas, elevando banderolas, repartiendo volantes con otros dos, que tampoco tenían pinta de mineros (uno de ellos era Sebastián, a quien luego conocería). La marcha se alargaba tanto que llenaba casi toda la avenida Abancay y el atolladero de ómnibus, micros y combis convertía todo en un loquerío infernal. Cuando llegamos a la altura de la Plaza Manco Cápac, los cánticos y consignas se hacían más estentóreos y parecía que los vidrios de los ventanales de los edificios públicos y la indiferencia de los comerciantes de los alrededores iban a caer en cualquier momento como las murallas de Jericó ante el embate de las trompetas de los sacerdotes. Yo iba a la vera de la pista, confundiéndome entre las docenas de putas que también se plegaban a la marcha y que a esa hora ya habían invadido la Plaza, intentando siempre estar pendiente de Orlando, pero como él se movía tanto me resultaba imposible mantenerme a su lado. Ocurrió todo en un par de segundos. Orlando estaba a dos metros delante de mí, cuando de pronto, dos de los que habían estado con él alzando las banderolas y entonando las consignas, extrajeron pistolas y mientras uno le disparaba, el otro apuntaba a la multitud y todo en un santiamén eran gritos y balazos. Paralizada por el miedo, no pude ni siquiera gritar para alertar a Orlando y no sé si fue su reacción instintiva o la mano divina, pero en el momento en que uno de los asesinos iba a descargar la segunda bala, Orlando se agachó sorpresivamente, sacó también una pistola y logró darle en el estómago. El tipo cayó de bruces en plena Plaza Manco Cápac, mientras que la manifestación se disgregaba ante el ataque de los policías uniformados que 82


empezaban a bajar de las decenas de tanquetas que rodeaban la plaza en medio de un caos interminable. Orlando persiguió unos metros al segundo sicario, pero rápidamente desistió en su intento. El que agonizaba en el pavimento, nos miraba con ojos aviesos y yo helada de miedo sentía que un chorrito caliente me recorría las piernas. Orlando no dudó un instante, me tiró con violencia del brazo, colocó la pistola entre mis manos y en medio de toda la confusión reinante, me dijo sin exaltarse, «dispara en la cabeza a este miserable». La bala, por suerte, sólo había rozado su hombro izquierdo. Sus ojos, ferozmente tristes, resaltaban en la dureza del rostro broncíneo y una barba de tres días sombreaba sus mejillas angulosas. Sus facciones me parecieron más bellas e incomprensibles que nunca. Parecía que el tiempo se hubiese detenido y que sólo estuviéramos allí los dos solos. En esa hora de la tarde yo tal vez hubiese estado en mi casa, descansando, mirando televisión o tal vez en algún parque con algún muchacho de tantos. En menos de cinco meses mi vida se había trastocado de una forma incomprensible. Ignoro cuántos segundos transcurrieron, pero un fuerte jalón de Orlando me remeció hasta la médula. Recobré el sentido y el griterío y desesperación de aquel momento, me hicieron tomar conciencia de lo que realmente sucedía. Cosa extraña, el sujeto agonizante permanecía con los ojos abiertos, pero su mirada ya no me decía nada, no había odio ni pena ni dolor en esa mirada, parecía más bien la de un animal salvaje e inexpresivo que cumplía con el mandato ancestral de inmolarse para que vivan los más poderosos de la manada. Repito, todo sucedió en un par de segundos: Orlando me arrancó la pistola de las manos, volteó de una patada al sicario y le descerrajó dos tiros en la sien. Me miró con sus ojos feroces y tristes, susurró con pena, «eres cobarde» y después de indicarme hacia qué lado escapar, se escabulló entre la muchedumbre. Luego de este episodio viajamos a la selva. Estuvimos disgustados todo el tiempo, él entablaba conversaciones larguísimas con mi tío, como si yo no existiese, y no logré 83


arrancarle una palabra sobre lo sucedido en la Plaza Manco Cápac. Al retornar a Lima, desapareció del mapa más de tres meses. Yo no lograba encontrarlo por ningún lado, su familia no sabía nada, sus pocos amigos tampoco sabían donde estaba o quizá no querían decírmelo. Cuando era casi sólo un recuerdo, reapareció con la mayor desfachatez del mundo. Me rogó el perdón como un niño y con una dulzura increíble me pidió que hiciéramos el amor esa noche. Tal vez debí ser un poco más dura. Tal vez debí haberle demostrado cierta indiferencia, pero es que no nacía de mí portarme de esa manera. Nos quedamos juntos tres días. Tres días que me hicieron olvidar la dureza de su comportamiento las semanas que pasamos en la selva con Matías, mi tío misterioso que se había internado en el monte. Tres días que son el mejor recuerdo que de alguien tengo. Ahora estoy segura que él ya lo tenía decidido. Los dos últimos días los pasamos en la casa de unos amigos israelitas del Pacto Universal en Cieneguilla, en medio de las túnicas y cánticos de alabanza a Jehová, ayudando en el cultivo de hortalizas del dueño de casa, un simpático huancavelicano de unos cincuenta años, cinco hijas, una hermosa chacra de dos hectáreas en medio de la aridez de Cieneguilla, una pequeña granja de patos, cuyes y gallinas, una mujer diligente y silenciosa y una sonrisa de felicidad que daba envidia. La última tarde, mientras comíamos manzanas Santa Rosa (me contó casi media hora la historia de las manzanas Santa Rosa, de cómo han ido desapareciendo de los mercados ante la hegemonía de las manzanas chilenas importadas y las nuevas variedades que requieren todo tipo de insecticidas) sentí miedo. Lo de las manzanas fue lo único que conversamos esa tarde. Permanecimos silenciosos y el misterio que embargaba el ambiente era anonadante. Al atardecer me pidió que le sirviera un mate de coca. Se sentó en una escalera de piedra que nos dijeron era precolombina, y empezó a beber el mate con calma. Yo me eché a sus pies, un escalón abajo suyo. Intentaba mirarle, pero no podía soportar el dolor que esto me causaba. Me daba miedo y pena contemplarle. Sus hermosos ojos profundos permanecieron perdidos en 84


el horizonte rojizo del valle de Cieneguilla, un horizonte que bebió con la coca en medio de una paz infantil que yo nunca más sentiría.

La vida continúa Transcurrió un año. Nació la pequeña Silvia. Mi padre, al enterarse de lo que había pasado con David fue más comprensivo de lo que me había imaginado. Pero cuando le confié que yo llevaba un embarazo de casi tres meses y que tal vez no volveríamos a ver al padre, mi padre se sintió abatido. Sin embargo, él fue el único apoyo durante todo el embarazo. Moral, emocional, económicamente, mi padre fue el bastión incondicional sin el cual tal vez hubiese perdido a mi bebé. Pero además, David siempre estaba a mi lado. Su voz, su calidez, su infinita comprensión y sus brazos fuertes, estaban siempre allí conmigo. Un día, después de varios meses, una señora bajita de cabellos blancos vino a buscarme a casa: era la madre de David. Habían encontrado varios cadáveres con huellas de tortura en una playa de Ventanilla y al tomar huellas digitales a uno de los cuerpos, éstas coincidieron con las del hijo desaparecido. Silvia tenía apenas seis meses y aunque no era de natural llorona al ver sollozar a su abuela, empezó con un llanto tan sentido que me costó calmarla. Desde aquél día, una vez al mes nos visitaba la madre de David y siempre venía con frutas, paquetes de pañales, algún jabón para bebés o tal vez una colonia y cuando podía, me ponía entre las manos un billete de veinte, cincuenta o cien soles y evitaba mirar a mi pequeña hija. Para no encariñarme, decía, si es igualita a mi David, y la pequeña Silvia, confundida, se deshacía en lágrimas. Por suerte, mi hermana Paula se aficionó a mi hija y su ayuda fue invalorable cuando empecé a salir nuevamente fuera de casa. Así, la vida se reinició alumbrada por los ojitos rasgados y la sonrisa cantarina de la pequeña Silvia que ya empezaba a balbucear sus primeras palabras, hasta que yo empecé 85


a trabajar en una fábrica textil en la Carretera Central para ayudarme en los gastos. Allí conocería a un extraño muchacho que al principio preguntaba demasiado.

Macroeconomía y sexo clasista Mis primeros meses en la Agraria los consideré de aprendizaje y reconocimiento del terreno. Si una virtud tiene aquella Universidad que nació a principios de siglo como Escuela de Agronomía para que los hijos de los terratenientes y hacendados tuvieran criterios técnicos para esquilmar a sus cholos y justificar así la explotación, si una virtud tiene la Agraria, es que al menos en los ochenta confluían en el amplio recinto de La Molina, muchachos de las extracciones sociales más encontradas. Contrastes tan folclóricos, como el ocurrido en la ya tan lejana clase de Economía I, donde los más notorios eran Víctor Cajahuaringa Saldaña y Edgardo Romero Lister. El primero, hijo de campesinos huarochiranos paupérrimos, y el segundo, heredero de una de las mayores fortunas del Perú. El profesor Herbert Chávez era un cholo huancaíno villarrealino, que presumía de ser un gran matemático y pensaba que todos los aspectos de la economía y de la vida humana podían reducirse y simplificarse en una sola gran ecuación económica. Todo el problema, sostenía, consiste en la correcta ponderación de cada una de las variables y en la estimación exacta del papel que juega cada uno de los actores económicos, de allí solo restaba escoger con precisión el programa informático y la máquina adecuada para realizar los cálculos y adiós a los antagonismos y a la lucha de clases. Esos conceptos decimonónicos sólo habían sido útiles para que los resentidos incentivasen el odio y la envidia entre los seres humanos. La monografía final del curso era sobre una pregunta que debíamos responder con los criterios adquiridos de las 86


eruditas enseñanzas de Chávez. Era la siguiente: ¿Por qué hay países pobres y países ricos? La disertación de Romero no causó sorpresas. Los pocos seres pensantes de aquél salón no esperábamos otra cosa. Habló con voz docta sobre el papel rector de las instituciones en los países desarrollados, del rol fundamental de la clase media en el surgimiento de los Estados modernos, del papel imprescindible de los empresarios y del mercado en el despegue económico de las naciones. Por último, hizo hincapié en la educación del pueblo, tan necesaria, dijo, para que pueda entender y ser ente activo en el proceso de modernización que necesitaba nuestro país. Cuando casi todos roncaban, dio por finalizada su disertación instándonos a ser buenos profesionales, ¡los mejores!, y a poner todo el empeño posible en culminar cuanto antes nuestras carreras para participar directamente en el desarrollo de la patria. Chávez aplaudió emocionado al muchachón de casi dos metros de altura, en cuyo rostro argentado una risa sospechosa revelaba la estirpe del cretino. De inmediato, trepó al inestable altillo el pequeño Víctor Cajahuaringa. Hoy, después de tantos años, he llegado a concluir que Jaime tomó clases de oratoria. Despertó a la mayoría indolente de aquél salón molinero con una vocecilla impostada, convencida de sí misma, alharacosa, aprista. Su disertación fue corta, no más de un cuarto de hora. Comenzó agradeciendo a Chávez y a los alumnos por escucharle a pesar de la modorra natural de las horas vespertinas y, autómata, desplegó tres papelógrafos con sendos cuadros sinópticos en donde explicó, con palabras que no eran suyas y ademanes aprendidos, conceptos como la plusvalía, la estatización de las riquezas nacionales, la necesaria formación de frentes de lucha, y conminó a la unidad latinoamericana en un grande y fuerte Estado que llamó Indoamérica. —Sólo uniéndonos todos —dijo con su vocecilla engolada—, ricos y pobres, militares y civiles, saldremos de la pobreza y nos enfrentaremos con éxito a los gringos. En su disertación, y me tomé el trabajo de contarlas, mencionó cincuenta y tres veces a Estados Unidos y 87


veintisiete veces la palabra explotación. En suspenso, la gente esperaba la reacción del profesor Chávez. Teníamos diecisiete años en promedio y fuimos pocos los que reparamos en la filiación aprista de Víctor. Cuando ya todos nos aprestábamos a aplaudir, Chávez, con una solemnidad de santuario incaico, alzó la diestra, cual Atahualpa redivivo, y preguntó a boca de jarro al pobre Víctor que temblaba como atacado por tercianas: —Bueno, señor Cajahuaringa, ¿en qué quedamos, Estados Unidos explota o no explota a los países pobres? —Eh, si, profesor... siii... pero un poquito... un poquito no más... —Fuimos más de treinta en un salón de cuarenta los que reventamos de risa esa tarde. Por un momento, metimos tanto chongo que zapateábamos en los asientos, desternillándonos de la risa por la tibia y generosa afirmación del hacía unos minutos euforizado y apristón Víctor Cajahuaringa. Chávez lo marcó desde aquel día y no lo volvió a dejar tranquilo. El ignorante profesor de economía lo confundió con senderista o martaquito. Era el año ochenta y siete y cualquiera no podía hablar de lucha de clases o explotación o reivindicaciones. Desde entonces decidí tener más cuidado con lo que decía en público, pero sólo en público, aunque confieso que más podía mi temperamento. El primer ciclo transcurrió sin contratiempos. De los siete cursos no me jalaron en ninguno: pero las álgebras, químicas, biologías y recursos naturales me interesaban mucho menos que el hediondo ambiente que se respiraba en la Agraria. Hasta en los corrales, un tufillo apitucado y de farmer yanki hedía, y diluía las pestilencias de las excretas de las vacas y borregos. Allí me convencí de que hay gente que no tiene conciencia del aire que respira. Con tres amigos, con quienes coincidimos en ideas y otras cosas, parimos un periódico mural fugaz, pero que causó revuelo entre la población molinera. La Protesta, lo llamamos a sugerencia del Erótico Fuentes y lo colocábamos todos los días a la salida del comedor de estudiantes, minutos antes de las doce, cuando la gente empezaba a llegar. Uno 88


de los primeros artículos lo titulamos Eres blanquito igual que tu padre, púdrete pituco reconcha tu madre y fustigaba la pedantería y estupidez de los pitucos. Fue arrancado quince veces del franelógrafo. Nosotros, que sacábamos el periódico a las puertas del comedor, fuimos agredidos en tres oportunidades. Felizmente, Godos, Fuentes y el Italiota también tiraban su bronca, así es que salíamos siempre bien librados. El Chato Retículo era el principal articulista y el que más bilis destilaba en sus panfletos; otra era Hortensia, hija de campesinos puneños, conocedora y orgullosa de su pasado campesino y de sus raíces aimaras. Además contábamos con los atrevidos dibujos erótico-clasistas de Fuentes y con la participación de los voluntariosos que dejaban sus artículos, poemas y epígrafes en un pequeño cofrecito que colocábamos para colaboraciones anónimas. El Erótico Fuentes era un caso peculiar por la singularidad de su propuesta, desconocida hasta entonces por la mayoría de los cumpitas. Discípulo de Reich y militante acérrimo del sexo político, graficaba en carboncillo espléndidas copias del Kamasutra y sanadoras poses taoístas que dejaban boquiabiertas a más de una molinera reprimida. Fuentes era uno de esos raros sujetos que aparecen a la muerte de un obispo y que dicen siempre lo que piensan, es decir, honesto hasta la náusea. Esa honestidad genital, orgánica, esquizoide, lo hacían insoportable para muchos, incluidos los cumpitas. Y de los esquizoides también poseía la tendencia a sumergirse en largos silencios y en desapariciones sorpresivas. Una vez se perdió como dos meses. Ni su familia sabía en dónde se encontraba. Se barajaron todas las posibilidades. Visitamos comisarías, cuarteles, hospitales y la Morgue de Lima. Solicitamos incluso los servicios de un curioso, quien con acierto nos dijo que no había de qué preocuparse: el zamarro se encontraba bien, aunque bastante lejos. Al cabo del segundo mes, reapareció como si nada hubiese ocurrido. Confió al Italiota que, harto de la presión familiar, una buena tarde había cogido su mochila y con sólo unas cuantas ropas se había dirigido a Fiori, en 89


la Panamericana Norte. Desde allí no paró hasta llegar a Tumbes. Y de allí a Ecuador y a Colombia. A puro dedo. ¿Qué ocurrió durante el viaje? ¿Qué sucedió por esos lugares? No se lo contó jamás a nadie. Pero desde aquella fuga abandonó a la familia y su discurso sexual–político se radicalizó al punto de dejar de asistir a las veladas y tertulias que organizábamos con la gente de La Protesta, en donde El Erótico daba rienda suelta a sus peroratas y elucubraciones. El Italiota era, también, todo un caso. Él mismo se puso aquel sobrenombre, Italiota, mezcla de italiano e idiota, y era un tránsfuga de su propia familia. Su padre era un italiano del sur que había caído en las redes de una pituca hipocondríaca y neurasténica, mayor que él por más de veinte años. La tía, que rayaba ya los cincuenta, se hizo preñar por el italiano, tras lo cual el apuesto genitor desapareció, previa gratificación por los eficientes servicios de monta e inseminación; yo soy el producto de este cruce contra­natura, contaba nuestro amigo cuando se emborrachaba. La última aparición pública de El Erótico Fuentes ocurrió en un acto cultural en el Paraninfo de la Universidad. El Comité de Lucha de Comensales de la Agraria celebraría el Primero de Mayo, y ya se habían cursado las invitaciones. Ese día, llegaron sendas tropas de sikuris de San Marcos, de La Cantuta y de la UNI. Al grito ancestral de ¡Cha’mampi, cha’mampi compañeros!, se inició la fiesta colectiva. La pituquería de la Agraria, temerosa de lo que ellos llamaban la «terrucada», sólo contemplaba, impávida, la fuerza del ritual preínca, la danza de los sikuris. Como una ola gigantesca, cientos de compañeros tomados de las manos íbamos formando una serpiente que se enroscaba al ritmo de la telúrica música de los sikus, de los pututos y del bombo guerrero y cadencioso que exhortaba a los tímidos a integrarse a los ruedos de danzantes que parecía no dejar de crecer nunca. El baile circular en donde se anulaban las diferencias y en donde todas nuestras aspiraciones se fundían en una sola gran danza hacía que 90


cada uno de nosotros se sintiera parte igual de un todo y resulta algo inolvidable. El mágico tañido de los sikus, que inspiraba pavor en la pituquería, encendía una pasión por nuestros ancestros y nuestra lucha que nos sentíamos capaces de enfrentarnos a quien sea y a lo que sea. Desde la primera canción, El Erótico cantó y danzó alegremente. Se animó incluso a lanzar dos o tres arengas en su peculiar estilo. —¡Abajo la represión sexual! ¡Compañeros, hay que preñar a todo el mundo! Los sanmarquinos, los cantuteños y más aún, los de la UNI, no salían de su asombro. Boquiabiertos, se preguntaban de seguro, ¿pero quién es este huevón? El acto cultural ya estaba por acabar con las presentaciones del Teatro de la UNI y el Teatro de la Cantuta, que escenificaron fielmente un decomiso a especuladores de abarrotes. El famoso grupo Del Pueblo, liderado por Piero Bustos, alias «Mercedes Sosa», había tocado ya Coche Bomba y La Rebelión se justifica y se preparaba para animar un baile general, mientras las tropas de sikuris tomaban un descanso. Chicha de jora, macerada durante dos años y mandada traer especialmente desde Huancayo para la ocasión, animaba más el ambiente. Era el año noventa y tres y el reptil Fujimori había logrado cautivar a gran parte del cholerío que, acemilado, no se daba cuenta del abismo al que nos conducía el japonés y los militares. Serían las seis de la tarde cuando ocurrió algo inesperado por todos. Justo en el momento en que «Mercedes Sosa» anuncia la chonguera Yo no quiero estudiar, el Erótico Fuentes se encaramó en el tabladillo de madera y tomó el micrófono. Sin ningún preámbulo, espetó a los concurrentes: —Compañeros, ¿por qué las masas permitieron que se les defraude de esta manera? ¿Por qué no se dieron cuenta que al mismo tiempo que prometía no realizar paquetazos, la rata japonesa le ratificaba a los capitalistas que sus derechos serían respetados? ¿Qué ha sucedido en el corazón del 91


pueblo para que acepten y apoyen a un tirano cuyo liderazgo es totalmente opuesto a sus intereses? ¡Pendejada!¡País de siervos! Un silencio postcoito paralizó a los que allí estábamos. Nadie osó responder una palabra. Dos de la UNI se me acercaron y preguntaron con los ojos muy abiertos, compañero, ¿quién es ese anarquista? El Erótico, así como se apareció en el escenario, desapareció. Asistió una semana más a la universidad y charlamos bastante sobre lo de aquella tarde. Quedamos en organizar un grupo de estudio para conversar sobre las preguntas formuladas en esa ocasión. La última vez que lo vi, fue lacónico. Sin embargo, recuerdo que me dijo, entre otras cosas: —Cuñao, ¿qué putas coincidencias, qué complicidad subliminal existe entre el carácter de nuestro pueblo y los fascistas que están hoy en el poder? Fíjate bien, compadre, fíjate bien, antes de hacer cualquier huevada arriesgada. No dejes que te suiciden, ueón, vivo es como te necesitamos. No vale la pena morir por esta mierda. Cualquier fascista que propague una idea en el Perú puede ser exitoso, porque los que manejan este país son mierda y entre mierdas coinciden; el japonés tiene apoyo porque su punto de vista de las cosas, su ideología y su programa son similares a la estructura mental de la mayoría de individuos que componen este rebaño llamado pueblo peruano. ¡Son todos unos pendejos! ¡Ten cuidao, ueón! No permitió que le contestara. Me dio una palmada en el hombro, cogió su mochila y, despacio, se marchó. No volvimos a verlo, no se despidió de nadie, no dijo hacia dónde iba, sólo se esfumó como si la tierra se lo hubiera tragado. La Agraria nunca contempló a gente como nosotros. A excepción de dos o tres profesores de letras, el cusqueño Ramírez de Mendoza y el jipi reciclado Ramiro Germany, herederos del finadito Arguedas, la mayoría eran asnos con títulos de nobleza, huelepedo de las autoridades universitarias, técnicos eficientes en el mejor de los casos, y un técnico siempre es un sujeto mediano y un técnico 92


siempre está disponible y se vende, hasta por horas, como una puta, con todo el respeto que se merecen estas encantadoras damas, sal de la vida. Muchos creen que uno toma de manera unilateral la decisión de largarse de la Universidad y no es así siempre. En el mejor de los casos, uno se está retirando a medias, pero no se toma la decisión categórica y se dice: ya, me quito, me largo de esta mierda y se sacude. Pienso que la desilusión es gradual como cuando te enamoras de un bomboncito con carita de ensueño y te das cuenta con el paso de los días que es lerda, cretina, ignorante, soberbia y, para colmo, frígida, pero aprisionado por el yuyo te ciegas y te deleitan los cantos de sirena de los patas que te dicen que es linda la hembra y tu ego se fortalece cuando vas por la calle con ella y otros machos la miran con envidia y las viejas se santiguan. El último ciclo que cursé en la Agraria me matriculé en ocho cursos y los aprobé todos con promedios muy altos. Excepto Estadística, pues como decía el viejo Borges, si de algo sirve esta tirana rama de la matemática es para demostrar que si mi vecino tiene cuatro autos y yo ninguno, pues todos creerán que cada uno tiene dos autos. En las aburridísimas clases, prefería leer cuentos de Maupassant o Ribeyro o Chéjov. En esos cinco meses me leí completos La Guerra y La Paz y El Hombre sin atributos y cuando me disponía a comenzar Los Cónsules de Sodoma, una zorra de esas que usan lentes y anotan hasta el pedo que se tira el profesor y con la cual debíamos hacer un trabajo grupal, graficando en torta los regímenes de tenencia de tierras en el Perú, me denunció por falta de espíritu de colaboración. En realidad, yo me retiraba a la parte más alta de aquel tétrico salón diseñado con el mejor espíritu de panóptico, me tendía en tres bancas y me echaba a leer tranquilamente. Allá los huevones. Pero como el tema me pareció interesante, creí conveniente sazonar y condimentar aquella desabrida sesión comentando los resultados que emanaban de la fuente de datos gubernamental del profesor —un agrónomo viejo y barbudo que había participado en la Reforma Agraria y en Sinamos— y aunque me mordí la lengua tres veces, 93


un atinado comentario que deslizó sobre las ventajas que traería la nueva ley de tierras al otorgar títulos de propiedad al campesinado y de cómo se incentivaría así el esfuerzo individual al saber el campesino que aunque fuese un pedacito de tierra era ya algo propio, era tu propiedad privada y no sé qué otras sandeces, pues ese fue el aguijonazo de sierpe que me hizo reaccionar y alzar mi voz desde el fondo del salón. —¡Disculpe, señor, pero discrepo completamente de esa posición! El problema agrario en nuestro país sigue atado al problema de la tierra y este es indesligable del problema del indio. No es nada nuevo y tal vez suene romántico, pero esto que dijo Mariátegui hace varias décadas es cierto hasta hoy día. Pero quiero aclarar algo profesor: no es el problema del indio, es más bien, el problema del blanco. —¡Ah, con que un rojo! Muy bien alumno. Futuro ingeniero, ¿es usted agrónomo o agrícola... o tal vez zootecnista? ¿Sabe usted, señor, que la población rural en el Perú viene disminuyendo desde hace por lo menos cuarenta años y que la mayoría de nuestros peruanitos viven en la franja costera? ¿Ha ingresado usted, señor, a la web del INEI?¿Sabe usted, señor, que el feudalismo terminó en nuestra patria cuando llegaron los tractores y el ganado y las semillas mejoradas y por supuesto ustedes, futuros ingenieros, responsables de realizar la transferencia tecnológica y la extensión rural hacia nuestras sierras y selvas? —No es sólo asunto de colores, señor. El feudalismo no consiste solamente en regímenes de tenencia de tierras, las relaciones de clase feudales que subsisten incluso en la costa entre el patrón y la empleada doméstica transplantadas desde la sierra, por ejemplo, no figurarán jamás en sus estadísticas, ni los pensamientos que emanan de estas relaciones de producción. Y la extensión rural me la paso por... —¿Cuál es su nombre, alumno? Me gusta su franqueza. Sería excelente que todos tuvieran ese atrevimiento... —Y le digo algo más, profesor. La famosa extensión rural para la cual nos preparan se reduce a lo siguiente 94


que extraigo de un diálogo infame que escuché ayer en el Gustavo’s —entonces, aflautando mi voz y gesticulando como molinera arribista, reproduje lo más fielmente que pude la conversación entre dos pitucas y una trepona, en la cual una de ellas le increpaba a la otra su excesiva dedicación a los cursos de agronomía: —Si yo he ingresado por presión de mis viejos —decía—, lo que en realidad deseo es estudiar secretariado. Imagínate, qué voy a hacer yo metiendo mis dedos en la tierra, se me destrozarían las uñas. Y la otra, la trepona: —Pero flaca, ¿quién te ha dicho que tú vas a hundir tus manos en la tierra? Para eso están los cholos, nosotras vamos a dirigir, a dirigir, para eso nos forman. Tú vas a estar cómoda, en tu oficina, con tu computadora, tu teléfono, tu secretaria privada y tu todoterreno para ir a supervisar, supervisar, lo que hagan los técnicos, o... no sé. ¿No te parece? Y continué: —Así es que, estimado profesor, con todo respeto, me cago en su discurso sobre el fin del feudalismo y la utilidad de la extensión rural y sus conceptos extraídos de la sociología de mierda. Y sin más decir, me retiré tranquilamente ante la mirada atónita y el estupor catatónico de toda la borregada. No volví a entrar a aquella clase y cuando recibí mi consolidado de notas quedé sorprendido. Yo esperaba un cinco cuando menos; pero el vejete agrónomo me había puesto diez. Tal vez le recordé tiempos pasados y sueños traicionados, tal vez tuvo miedo, tal vez era algo masoquista o tal vez fue sincero cuando alabó mi franqueza. El caso es que me puso un diez, pero ese fue uno de los episodios decisivos para largarme para siempre de la Agraria.

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II PARTE

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Jeanet y los subterráneos Es invierno. Está muriendo la tarde y la brisa y el frío de las últimas cuadras de la avenida Brasil calan los huesos. Chompas, casacas, abrigos, todos negros, se agolpan a la entrada del local de Magia. Por los alrededores, punks, darks, waves y otros, sentados en las veredas esperan el concierto, circulando de mano en mano botellas de ron con coca cola o tang o algo que se parezca. Son de Comas, Los Olivos, San Juan de Miraflores, Canto Grande. En su mayoría vienen solos; pocos en parejas o en grupo. Son muy jóvenes y parecen asustados. La gente que pasa los observa, perpleja: ellos son conscientes de que sus pelos, sus ropas y sus actitudes atraen la atención de los que pasan. Parecen más asustados y remojan más las gargantas como tomando valor. Es invierno. Y en la Ciudad Enferma hay quienes saben explotar el miedo de ciertas gentes. De pronto, aparece una camioneta cuatro por cuatro a gran velocidad, manchada de barro y prisa. Frena con violencia. Los neumáticos rechinan, marcando de caucho el pavimento. La imponente camioneta se estaciona al lado de los subterráneos. Felinos, saltan de atrás tres muchachos con bolsones de cuero negro bajo los brazos. Cinco de ellos bajan una batería TAMA, mientras que dos blondas chicas se ocupan de echar las llaves y asegurar el interior del vehículo. Los subterráneos les abren paso con reverencia. Ya adentro, instalan los instrumentos y con aires de incomprendidos, se dedican a afinar. En torno de ellos se forma un corro que los saluda y los admira. Muy similares, se decantan rápidamente de la muchedumbre en la que al principio estaban mezclados. Son ahora dos grupos nítidos, diferenciables, sólo emparentados por el miedo. El que canta se arregla las ondas rubias que le caen sobre la frente y con voz tiple empieza. Sus similares, extáticos, parecen transplantados de cualquier concierto de 99


rock anglosajón, pero hay en ellos algo sospechoso, parecen muy convencidos del papel que desempeñan. A un costado y casi al fondo, pegados a las esquinas de las paredes, hay otro grupo al que se ha sumado la mancha de subterráneos que esperaba afuera. Se apretujan en masa compacta y sudorosa de cabellos lacios negros y pieles trigueñas brillantes, totalmente peruanas. —¡Yo soy rebelde porque el mundo me hizo asiiií! —grita una voz burlona al finalizar la primera canción, un cover de The Cure. Todos voltean para avistar al pendejo. —¡Porque nadie me ha tratado con amooooor! No se sabe de dónde surge la voz aguardientosa, ubicua. Al silencio y sorpresa iniciales, le suceden las carcajadas insolentes de los subterráneos. La tensión ha sido desflorada aquella noche. —¡Porque nadie me ha querido nunca oír...! ¡Conchatumadre! El tipo parece borracho y con una botella en la mano sigue vociferando, haciendo mímicas afeminadas. El cabello lacio, largo, negro, cae sobre sus hombros y se lo ha abierto en dos mitades, de forma tal que recuerda a la baladista inglesa de los setentas, Jeanet. —¡Métete tu rebeldía al culo, pitupunk conchatumadre! Y bajan dos y corren hacia el muchacho que los espera botella en mano. Al parecer, viene solo y ha logrado subirse a una escalera cercana a la puerta, lo que le da cierto dominio del ambiente. Los dos que han bajado son grandazos, llevan garrotes y van a cogerlo. —¡Oe, agarren a ese huevón! ¡Está cagando el concierto! Al escuchar la reacción de la gente, de casi toda la gente, el muchacho grita: —¡Cagados de mierda!¡Arrastrados! Una botella vuela y le rompe la boca, pero el muchacho logra ganar la puerta de un salto acrobático. Cuando está a punto de escapar, uno de los pitucos lo retiene por la chompa. Varios se arrojan sobre él y una 100


lluvia de golpes estalla en su cuerpo y su cabeza. Dos se ensañan contra el caído y puñetes y patadas están a punto de derrumbar al muchacho que no sucumbe todavía, hasta que un tercero, un Pequeño Juan sonrosado, corpulento y durazo, lo alza como un muñeco de trapo y lo zamaquea y retuerce. Sin embargo, el muchacho no deja de defenderse, introduce un dedo en el ojo del Pequeño Juan que aúlla de dolor y lo deja caer al piso. Un golpe seco de poto de botella que revienta cráneo, hace que todos se queden estupefactos. El Pequeño Juan se desploma con la testa sangrando y un zamacón devuelve al escenario al revoltoso. —¡Corre huevón, corre que nos cagan! —grito, después de derrumbar al Pequeño Juan, al tiempo que los dos arrancamos como poseídos. Antes de escapar del local, el revoltoso prende un fósforo, lo mete dentro de la botella de ron que lleva entre las manos y la arroja al escenario. Ambos corremos como locos hacia una de las callejuelas de Magdalena y nos escabullimos rápidamente. —¡Gracias, compadre, me salvaste! —dice, sorprendido por lo que acaba de suceder. —¡Nos salvamos huevón! Mejor subimos a cualquier micro, deben de estar buscándonos... puta madre, creo que lo enfrié a ese gil... —¿Has venido solo? —pregunto, todavía jadeante. El extraño revoltoso tiene los cabellos muy largos, hasta los hombros, lo que le otorga cierto aire subterráneo y descuidado. Una chompa negra de lana de oveja, raída y jetona, lo abriga hasta el cuello. Sus ojos negros tienen una mirada intensa que inquieta y apacigua y hurga, nerviosa, por todas las esquinas. —Siempre voy solo. Es mejor. Cada año que pasa, salen bandas peores, compadre. ¿Viste a esos huevones, deslumbrantes de brutalidad y pedantería? ¡Pitucos de mierda! ¡Y el resto peor!, ¡Sarta de lerdos, sumisos de porquería! Si no te bajabas al gilazo que me agarró de la chompa, ahí no más me sacaban la mierda; apenas si me han roto el labio... 101


—¿Te conocen ahí? —interrogo acezante y el Pequeño Juan desangrándose viene a mi memoria. —Algunos tal vez, cabrones, ninguno de ellos saltó a la hora de la bronca, ¡conchasumadre! El extraño revoltoso no es muy alto (apenas sobrepasa el metro setenta) pero es de contextura atlética y proporcionada lo que le hace parecer de mayor estatura. —¿De qué barrio eres, loco? —pregunto, todavía husmeando hacia atrás para ver si es que nos siguen los tucos en su camioneta. —Yo camino por todo Lima, causa, pero mi familia vive en Comas. —y extendiendo la mano enrojecida por la sangre, me presento: —Orlando Zapata, hermano. Pero me llaman Zapata, a secas. ¿Tu gracia cuál es? —Sebastián Estoico, cuñao, y gracias por tu ayuda; puta, que si no intervenías, fijo que me sacaban la mierda. —y trepamos a la volada a un microbús que desde la Brasil se dirige a Comas. —¡Compadre, los dos a luca hasta Bolognesi! ¡Apura, sufrido, digo, estoico! —grita el extraño, antes de trepar al vehículo. Es una custer viejísima, que casi vacía se desplaza al ritmo de La Sonora Matancera y después de pactar con el cobrador, un tío cincuentón y somnoliento, trepamos de un salto. Es domingo. Es invierno. Es de noche. La Ciudad Enferma de cielo ciego se ve más desierta que nunca. El acojudante colchón de nubes que la cubre la vuelve aún más tétrica. —¿Hacemos un trago? —pregunto con decisión. —Está bien. ¿Qué se hace? —¿Un ron puede ser? Una rara simpatía me emparentaba con el nuevo amigo, pero en mi cabeza, la imagen del Pequeño Juan derrumbándose como un costal de papas me produce una excitación desconocida hasta entonces. —Bien, que sea. Este carro me deja por mi casa, pero, ¡qué chucha!, vamos no más. Vale la pena. Conozco en Arica 102


un hueco donde van solo viejos y te venden cortina, barato no más... y pasan puros boleros cantineros... —Vamos, pues. —Pero, ¿boleros cantineros? —pienso, asombrado.

La extraña preferida de Sebastián Una tarde de fin de semana, decidí quedarme a espiar la conversación del extraño grupo, con el pretexto de las horas extras. Me las ingenié para desplazarme hasta la sección de mujeres y me las arreglé para que no se dieran cuenta de mi presencia. Bastó una simple peluca adquirida en La Cachina, ya que el mameluco ocultaba muy bien mi cuerpo flaco. Durante las dos semanas anteriores, a la hora de la salida, veía a la extraña joven retirarse sola hasta el óvalo de Santa Anita. Subía siempre a diferentes líneas de micros, pero todas iban en dirección hacia la Carretera Central. Al parecer, en esas ocasiones ella no se daba cuenta de mi presencia o, si se percató, no quiso hacerlo notar. Cada día me intrigaba más su comportamiento, pues dentro de la fábrica, desarrollando su labor o a la hora del refrigerio, era una joven cualquiera, dueña de una alegría muy particular —incluso, tarareaba canciones de moda— que bromeaba con las demás compañeras o colocaba apodos a los ingenieros más mandones y abusivos. Conforme la fui observando, me di cuenta de que esta muchacha no era del común de jóvenes obreras, atarantadas por un trabajo rutinario e idiotizante. Muchas de ellas gastaban el poco dinero que ganaban en comprarse pintura para la cara, perfumes o ropas, descuidando hasta la más elemental alimentación. Al fin y al cabo, me decía, tan jóvenes y cojudas, acostumbradas desde niñas a aceptar que la mujer está destinada para divertir al hombre, no veían, no querían, no podían ver otra alternativa que el ajustarse el trasero y empinar los senos, aunque los tuviesen ridículos, para iniciarse en una vida sexual que para muchas sería nefasta. 103


Así es que aquella tarde, la peluca cachinera, una buena afeitada, un viejo mameluco de mecánico y un lápiz labial rojo pasión, sirvieron para camuflarme en la reunión de las secciones de mujeres que ella, mi extraña preferida, convocaba. Un cuarto para las cinco empezaron a aparecer varias muchachas. Algunas, tímidas y desconfiadas, eran tranquilizadas por las más serenas, que con sus uniformes de trabajo y toallas y trapos, tomaban asiento en el piso, guarecidas por la inmensa máquina tejedora. Otras, recién bañaditas, frescas y olorosas, hacían muecas con los labios pintados. Rápidamente, me camuflé entre estas últimas. La mole de fierros, cómplice del ágape, me causó pena. Vieja y oxidada, ya había dado todo de sí y ahora era arrumada en el rincón más tétrico de aquella fábrica, junto con otras más pequeñas, pero también inservibles para los propósitos de los empresarios. El canchón en donde almacenaban las máquinas tejedoras antiguas, era un buen sitio. Nadie visitaba nunca este lugar, pero había que estar al tanto. Los soplones dentro de la fábrica abundaban. A las cinco en punto apareció ella. Un bluyín despintado y una chompa de lana azul, vieja y muy holgada, no lograron ocultar su esbelta silueta. Su cabello, liso y negrísimo, iba recogido en un moño recio, que dejaba al descubierto una frente generosa y amplia. A las cinco y diez empezó la reunión. No me había equivocado. Era una escuela de formación política para las obreras. Se acercaban ya las fiestas pútreas y había que desenmascarar la patraña de la república criolla. Una a una las obreras fueron relevándose en la lectura de un valioso libro que ella trajo y que yo no desconocía: «Perú, Mito y Realidad» de Julio Roldán, el polémico historiador peruano exiliado en Alemania. No habían transcurrido ni diez minutos, cuando apareció el guachimán del turno noche, al que todos creíamos soplón. Se le acercó y le habló al oído. Pero ella, sin inmutarse, prosiguió con la lectura, pues era su turno. El resto de chicas la escuchaban muy atentas. Después de un cuarto de hora, terminó la extraña reunión. Por suerte, ninguna de ellas 104


reparó en mi ocasional travestismo; hubiese sido difícil escapar de un trance como ese. Un mediodía de entresemana a la hora del almuerzo, coincidimos en uno de los kioskos de venta de comida con tres o cuatro muchachas entre las que se encontraba ella. Yo llegué con tres compañeros. Uno de estos, apodado Gato, demostraba clara inclinación por una de las chicas que acompañaban a mi extraña preferida, preferencia que yo mantenía en silencio. Al acercarse a la desvencijada banca de madera, dos de las mujeres nos miraron despectivamente. Apenas si contestaron nuestro saludo. Continuaron masticando con modales afectados. El Gato era tímido y bastante ingenuo. Esa ingenuidad de muchacho de provincia que cree que en la urbe el enamoramiento mantiene el candor romántico de las baladas de Leo Dan. Era natural de Cutervo y la claridad de su piel y de sus ojos hacían que las obreras lo confundieran con algún jefe de personal o con alguno de los ingenieros, sobre todo los lunes, cuando el uniforme estaba todavía limpio. Al tomar asiento en la destartalada banca, entre bromas lo hicieron acercarse a la muchacha que le gustaba. Ella, una obrera muy sencilla, pero nada humildona, le hizo un espacio y el Gato terminó sentado a su costado. Al instante, las dos que los recibieron con mala cara iniciaron un diálogo con el propósito de agredir la procedencia y el origen del recién llegado y, de paso, manifestar su envidia, porque prefería a la más delgada y bajita y no a cualquiera de ellas, criollitas potoapretado. —¿Oye, Giovana, no sientes olor a llama­? — preguntó sonriendo la de mirada más avisada. Sus pestañas encorvadas subían y bajaban con vulgar coquetería. —Claro pues, flaca, ¿acaso no te das cuenta de quién ha llegado? —respondió sonriendo la otra, una retaca culiparada de cabellos quebradizos ondulados a la fuerza, mientras masticaba con desdén y amaneramiento los frijoles con arroz y jurel frito, el menú de ese día. Era tan risueña, tan ligera, la forma en que entonaban sus palabras ponzoñosas las súcubos, que todos fingieron 105


no escuchar o pasaron por alto los comentarios que se diluyeron entre las estridencias del rock pacharaco de Panamericana. Los dos muchachos —El Gato y la muchacha delgada y bajita— empezaron a conversar tímidamente. Por unos minutos todos permanecimos callados, devorando hambrientos la sopa de casa (agua con fideos y menudencias de pollo), los frijoles con arroz y pescado frito y el refresco helado (cualquier colorante con sabor a naranja). La media hora destinada para el almuerzo era el lapso de tiempo que más rápido transcurría en aquella fábrica. En todas las fábricas. De pronto, las arpías atacaron sin piedad: —¡Oye flaca! ¿Y esta qué cree, que su serrano es gringo? —espetó con una mueca desdeñosa la de piel más clara, ahora dirigiéndose a la muchacha delgada y bajita. —¡Qué va a ser gringo, hija, tremendo serranazo! Al cholo, mamita, se le conoce por las manos; mírale los dedos rechonchos, parecen ollucos, gruesos, ¡Todos llenos de callos! —respondió al instante la retaca culiparada. Pelaba los dientes nerviosamente y miraba sin disimular al Gato, que no salía de su asombro. Su rostro adquirió el color del tomate de la ensalada, ya sin poder ocultar su vergüenza e indignación ante la risotada de casi todo el auditorio ocasional. Y fue en este instante en que mi extraña preferida se puso de pie y con un gesto decidido fue hacia la más altanera, que era quien, al parecer, llevaba la batuta y sin más preámbulos, la gritó: —¡Óyeme, imbécil! ¿Tú qué te has creído? Al rebajar a los amigos, estás ofendiendo a todos, te estás rebajando a ti misma. —¡Tú no te metas mamita, no es contigo la cosa! —terció la retaca potoapretado, alargando la mano para empujarla. —¡Yo me meto donde me da la gana y no me empujes! —gritó irreconocible la muchacha. —¡Ay, por qué te duele tanto! ¡Chocan con la familia seguro! 106


al lío.

Ya las voces se confundían y todos querían meterse

—¡Sí pues y a ti qué diablos! —respondió ella, mientras la petisa culiparada se acercaba amenazante: —¡Oe, qué te pasa a ti, ah! ¡Qué te pasa! L os ánimos estaban caldeados. Entonces, intervinieron todos los muchachos y las otras chicas; salió hasta la señora que cocinaba y sus dos niñas, uno que vendía periódicos y otro que pasaba por la calle. Los ¡cálmate, amiga; cálmate! eran en realidad insoportables.

SINA y rock subterráneo —¡Media res, compadre! —pidió Sebastián después de emitir un sonoro silbido. En las descascaradas paredes del bar, amarilleaban cientos de propagandas antiguas de gaseosas y pastas dentales que ya no existen, tapiadas por partes con fotografías en blanco y negro de Jorge Negrete, Bienvenido Granda, Daniel Santos y un par de fotografías de la Tongolele en su mayor esplendor bailando con Cara de Foca. En la rockola, la melosidad de Los Panchos amenazaba con matar de un choque anafiláctico a algún parroquiano diabético. Un chino viejo y ajado contemplaba con exultación a los recién llegados y respondió sin mucho interés a mi saludo. —¡Ponte Iván Cruz, compadre! ¡Y un par de limones! —exigí después de emitir otro ensordecedor silbido. Los mozos, criollos cincuentones, nos miraban con desconfianza y preferían atender a los viejos. —Este mozo es un huevón, compadre. No ha venido mi causa. Ese sí conoce mis gustos —denunció Sebastián y de inmediato preparó el menjunje con una habilidad que me dejó estupefacto: era increíble lo que se podía hacer mezclando media botella de ron y dos buenos limones norteños. —¿Coca-cola? —preguntó el mozo, solícito. Ya tenía la botella en la mano, a punto de destaparla. 107


—No, no, no, no, uón, no la cagues. Ahí no más. Si puedes, consíguenos un poco de azúcar rubia. Mientras Sebastián extraía las blanquísimas pepas del corazón de los limones, tomé un par entre las manos y empecé a acariciarlos con fruición. Los limones eran gordos y oleosos y la cáscara se adivinaba delgadísima. La redondez verdeamarilla y el aceite que recubría el fruto eran excitantes. —¡Así deben ser los limones, carajo! ¿No te recuerdan los pechitos de quinceañeras? ¡Estos son limones de Tambogrande! —Puta, uón, bien por lo que hiciste en el concierto, pero debiste ser más mosca. Si no le reventaba la botella al huevonazo ese, fijo que te sacaban la mierda. —Sí pues, hermano, pero es que hay momentos en que uno no calibra el peligro de lo que va a hacer. Las cosas suceden y se acabó —respondió mirando al vacío, mientras mezclaba el azúcar con los limones y el ron. —A mí también me llegan al pincho la mayoría de los que van a esos conciertos. Pero así están las cosas. De ahí ha salido lo mejor del rock que se ha hecho en el país. Sociedad de Mierda, Zcuela Cerrada, Voz Propia, Autopsia, Leuzemia, Narcosis, Héroe Inocente y tantos otros que se me van de la memoria... pellejos de todos los colores… Y no sólo eso. Se rompió con la tara de cantar solamente de amor y enamoramiento, no me jodas... como si la vida tuviese únicamente ese lado. —¡Salud! —y de un solo trago, el líquido desapareció en sus entrañas—. Oe, ¿crees que esos huevones nos hayan seguido? ‘Ta que, te lo bajaste bien, a ese conchesumare. Capaz hasta lo has enfriado. Ojalá no nos tiren dedo, cuñao. —De inmediato llama al mozo y le dice: —Causa, ponte este casete, por favor... —extrae de su mochila una cinta gastada por el uso y deja en la mesa la cajita. La tomo y leo con detenimiento, La Polla Records, Eskorbuto, Sor Obscena, Prisioneros, Kortatu, Los Estómagos, Autopsia, Semilla Nociva, La Tabaré River Rock... —Olvídate, huevón, esos tucos son rosquetazos. Ya no pasa nada —y prosigue recordando a los grupos 108


subterráneos antiguos. Al instante, la voz rugiente de Evaristo entonando Come mierda retumba en los parlantes acostumbrados a la salsa y la criollada y la furia incontenible y el ritmo visceral del rock radical vasco hacen brincar de susto a los viejos que todavía quedaban en aquel bar de Arica.

Este es un producto natural, colorante autorizado, azúcar refinado. Esto está envasado al vacío, y tiene la fecha de caducidad. Ya lo ves. Ya lo ves. Controlamos tu seguridad (...) Ya lo ves. Ya lo ves. Controlamos tu seguridad (...) Come mierda vitaminada. Come mierda concentrada. Come mierda deliciosa. Come mierda y págala (...) Come mierda con proteínas, es el papeo del futuro. Come mierda. ¡Ooohhh!

—¡De Canto Grande a la ciudad!, ¿Te acuerdas de esa de Héroe Inocente? La degeneración de la vida de los que viajamos en el transporte público. —Y Malditas fuerzas armadas, Púdrete pituco, Sucio policía, Al colegio no voy más... ¡Puta madre! —¡Salud, uón! —Ahora es un montón de mierda la que pulula en los conciertos. Hijitos de papá, alternativos cagados. Escoge compadre, morir de SINA o TBC. Si el mal gusto y los prefabricados de MTV son los paradigmas, ¿qué chucha se puede esperar de los rockeros nativos? —larga Sebastián, sin ira, pero enérgico. —¿SINA? ¿Qué es eso? —pregunto extrañado. —Síndrome de Inmunodeficiencia Nutricional Adquirida, compadrito. No SIDA, ese invento de las 109


transnacionales para envenenarnos y de paso robarnos, vendiéndonos los venenos–medicamentos carísimos, ¿O te crees acaso el cuentazo del Sida? Sin tregua, La Polla Records prosigue con Delincuencia. —No del todo, pero es que la información disponible es la que filtran los medios. Pero no cambies de tema, pues compadrito —espeto, algo ansioso, pero Sebastián ya no hace caso y canta y se agita repitiendo con Evaristo: ... la delincuencia es una plaga social, Una raza despreciable, una plaga a exterminar Banqueros unos ladrones, sin palancas y de día Políticos estafadores juegan a vivir de ti, Fabricantes de armamento eso es jeta de cemento, Las religiones calmantes Y las bandas de uniforme La droga publicitaria Delito premeditado y la estafa inmobiliaria Delincuencia, delincuencia, es la vuestra ¡Asquerosos! Delincuencia, vosotros hacéis la ley. —La epidemia del Sida es una gran pendejada. Ahora, a los cientos de enfermedades que padecen los pobres en África, se les llama Sida. A las diarreas crónicas, la pulmonía, fiebres y tos seca, a toda esa sintomatología de la pobreza extrema, ahora se le llama Sida. Además, que meter el miedo al sexo es meter miedo a la piel y si temes a la piel, ya estás muerto en vida. Es control mental. Y el miedo es la forma más fácil de neutralizarnos. Es la forma más fácil de neurotizar una sociedad y de levantar más muros. —su forma de hablar, sentenciosa y sabihonda, empezaba a incomodarme, aunque negar que su conversación resultaba interesante sería mezquino. —¡Puta madre! Si antes me bastaba una sola pasada por Colmena y Wilson para levantarme una hembra, ahora, son por lo menos tres vueltas. Incluso con condón se niegan 110


las raposas, barajándose en el Sida y eso que están con la entrepierna babeante. Safe sex, loco, safe sex, me dijo una loca de la Garcilaso hace unos días y, como yo no tenía condón, sólo se la embocó la muy rufla y todo el rato decía safe sex, safe sex como si fuese una muñeca con pilas. Igualito se tomó el néctar. —Bueno, bueno, qué Sida ni safe sex ni huevadas; estamos hablando de rock, compadrito. Lo que a mí me gusta es la mezcla; la facilidad del rock para mestizarse con la música propia de cada pueblo que le acoja y dejarse seducir para producir algo nuevo, pero conservando siempre esa esencia de rebeldía y ritmo liberadores. —Claro, uón, pero soy más purista; no me disgusta la mezcla bien lograda. Detesto la mezcla bastarda que te exige ahora el mercado. —Y para acabar con la cojudes esta del Sida —insiste Sebastián—, hace unos años, los dedos de esta mano sobraban para contar los hoteles en Alfonso Ugarte. Hoy, por Wilson, Tacna y todas las callejuelas aledañas puedes tirarte un polvo por diez lucas, huevón; claro que en un bulín pestífero y pulguiento, previo meneo en la Calle Ocho, en donde el día se hace noche y en donde levantas chibolas en carretilla con sólo un par de chelas. Entonces, ¿de qué retorno a la moralidad y a las buenas costumbres y a la decencia y a la castidad me hablan los curas bellacos y los medicastros y su ética de la salud y el safe sex y paz y amor y todo ese discurso de los puritanos reprimidos? ¿Por qué, entonces, reparten condones por camionadas y se alocan, enseñando métodos anticonceptivos a jovenzuelas idiotizadas en los colegios fiscales? No, compadrito, el Sida es un cuentazo del sistema para vender sus drogas, para fomentar más todavía la insolidaridad, para crear nuevos esclavos y atizar la neurosis colectiva con el miedo al sexo y promover, ahí sí, la verdadera promiscuidad sexual en el contacto en pachatecas, puto y cobrador, amparado en un condón chino de pésima factura. ¡He dicho! —¡Me cago en el Sida! ¡Salud! —exclamo eufórico y prosigo cantando, mientras Sebastián vuelve a llenar los vasos. 111


La voz grave y los acordes monorrítmicos de Los Estómagos uruguayos entonando Gritar encendieron más nuestros ánimos. —Puta madre, si lográsemos un mestizaje musical agradable a los oídos, pero además con letras que apuesten por el pueblo y canten del pueblo, de la forma en que siente, ama, odia, trabaja y lucha, te aseguro que aun cuando los circuitos radiales nos ignorasen por completo, un río subterráneo de agua hirviente terminaría arrasando el agua podrida en la que se encharcan los grupos apoyados por el mercado. —Bueno, creo que es lo que quisieron hacer Los Mojarras, ¿no? —Sí, pero... Cachuca terminó bailando al lado del reptil Fujimori... en fin, algo hicieron. Tienes razón, sobre todo en su primera época. ¿Lo conociste al Piri, el que vendía casetes en la Nave de los Prófugos? —Claro, es mi pata. —¿Sabes que está en Toronto hace un año? —Toronto… Era recio el Piri. Ojalá salga pronto... Compadre, y, ¿qué me dices de la música vernacular? Hay pocos grupos que hacen buena música, no como el Chato Grados y toda esa mierda folclórica de los canales de televisión. —Sí, es cierto. Me gusta mucho El Dúo Arguedas y Margot Palomino, por ejemplo. Y Martina Portocarrero, voz terapéutica la de la tía. Y también los tonos andinos, pero con banda de música. Yo soy del Cusco, aunque vivo en Lima desde los cuatro años. Mi padre era músico. Tocaba en un conjunto folclórico, Cuerdas del Lago, pero durante el gobierno del cachacabros Morales Bermúdez le dieron vuelta. Por cantar para el pueblo... Puta, la verdad, uón, la música folclórica de ahora, me parece una verdadera cagada. Así, te digo, una ca-ga-da. No te vayas a ofender ni me vayas a tomar por racista, pero para mí todos esos cholos taimados cantando nostalgias serranas, son cholos funcionales al sistema. Las sonias, las dinas, las princesitas y todos esos infelices que lloran a su puta madre mientras 112


se embolsican los dólares de los paisas que van a chupar, a llorar y a acuchillarse en sus tonos. —Bazofia, compadre, me parecen bazofia. Sebastián estaba emocionado y sus ojos, desorbitados. Dos o tres parroquianos, nos miraban con desconfianza. En los parlantes, unos Prisioneros todavía adolescentes clamaban por Independencia Cultural: El momento ha llegado De hacernos a un lado Jugando juegos de otros Nunca vamos a campeonar Siempre ocultando el acento No hemos sido escuchados Ni un momento En el colegio se enseña Que cultura es Cualquier cosa rara Menos lo que haces tú No te disfraces, no te acomplejes Eres precioso Porque eres diferente Grita fuerte Vamos a declarar Independencia cultural —Penas de amor, fiestas de vírgenes culeadas, santos patronos cacheros y cientos de cajones de chelas y los cholos viviendo hasta las huevas en los pampones de Lima. No me jodas… Por eso es que las cortesanas de la televisión fujimorista tienen éxito, pues cuñao. Las rucas del mediodía y las cholas y las paisanas fabricadas por los servicios de inteligencia; puta madre, es sintomático, huevón, un país de indígenas identificado con homosexuales corruptos que se disfrazan de serranas marrulleras, que podrían ser sus abuelas. ¡País de culeados! —Puta, cuñao… Por donde vivo, trabajan como burros un año entero para regresar a su tierra y malversar 113


toda la plata en una descomunal borrachera de varios días. Por el patrón de su pueblo y para beneplácito de los curas bellacos que aprovechan para tirarse a las paisanas, ¡Reconchasumadre!, si es realmente siniestro. Ya habíamos bebido la media res y empezamos a cantar con Narcosis, Represión, represión, la puta represión, corroe tu mente, ante el descalabro del cerebro de los viejos borrachos que aún quedaban. Apenas Iván Cruz dejó de lloriquear e injuriar a las mujeres, los parroquianos empezaron a mirarnos con gestos asesinos. Algunos nos observaban con cólera, otros extrañados, pero todos lejanos y ausentes en su soledad cantinera. —¡Salud, Zapata! —¡El que la seca la llena! Rápido, pedí media res más, un cuarto de azúcar rubia y los limones necesarios. Mientras Sebastián preparaba el trago, con rapidez asombrosa, sus ojos escrutaban a todos lados. Su mirada era inteligente, pero había algo triste en el fondo de sus ojos. —Como escribió González Prada, compadrito, si al indio en vez de coca y catecismos le diesen balas y fusiles, otra sería la historia de nuestro país. Pero ya basta de amargarnos, ueón, ¡Salud! Los parroquianos podían escuchar la conversación con nitidez. Viejos criollos de Breña, de Lince, del centro de Lima. Jubilados, cesantes, hartos de su vida y de todos, se olvidaban con el trago que ya eran pocos los días que les quedaban de vida y que quizás sus existencias habían sido inútiles. —Oe, pero no metas la coca, uón —cachaciento, pulseaba al nuevo amigo. —¿Ah, chucha, pastrulo? —retrucó Sebastián, mientras yo le palmeaba en la espalda. —No seas huevón… —replicó enfático— el uso de la coca es cultural, es ancestral. Que haya sido desvirtuado y utilizado por los invasores es otra cosa. En eso sí, González Prada, estaba equivocado. —Oye cojudo, ¿y quién te ha dicho que es literal lo que acabo de decirte? —apurando el trago, prosiguió: 114


—Coca, ahora, es todo lo que adormece al pueblo. El fútbol, las telenovelas, la música estúpida… el trabajo alienante… no seas cojudo, pues compadrito… A propósito, sírvete… —y extrajo de un bolsillo un par de tronchos. —Moño. Y rojo. Del firme. Del mismo Piñonate. —¡Salud! ¡Por la bronca! Y nuevamente a voz en cuello empezamos a entonar terrorista, terrorista, terrorista, quién es terrorista, quién me pone contra la pared, quién me golpea y me pide un carné, quién me obliga a estar parado, a vivir automarginado, quién me ha puesto estas cadenas, quién me obliga a alzar mi mano, y disfrutamos los bates hasta la última pitada. Media res se convirtió en una res completa y luego vino otra. Y después otra. Muy borrachos, nos retiramos del barcito de Arica, cantando, déjenme vivir mi vida, yo no soy malo con nadie. La complicidad nacida aquella violenta noche frente a la borregada rockera, fue suficiente para iniciar una amistad que acabaría también, violentamente.

Chicas en technicolor Decía, no recuerdo quién, que las almas que buscan caminan siempre solas. Solas, rodeadas de miles de rostros enmascarados. Era una noche más en el fatuo Barranco. Una arrechante noche de verano, peor para quien espera solo, luego de meses sin tocar mujer ni siquiera para encender un cigarrillo. Esperar a una mujer, cualquier mujer, más de media hora es un sacrificio inútil. Empiezo entonces a caminar sin rumbo por las calles y avenidas del emético y tradicional barrio limeño. Siento otra vez esa especie de miedo ante la gente arrebañada que va y viene sonriente. Por momentos, ese miedo transforma mi mirada en una mezcla de desprecio y lástima, sobre todo cuando las monas lascivas y crueles de mis pesadillas, abrazadas a efebos–monos petulantes, concentrados sólo en su forma de caminar y de 115


lucir —su belleza si es que la poseen, sus ropas de marca, su conducta impostada, sus peinados de moda o simplemente lucir él a ella o ella a él—, no reparan en los demás caminantes, haciéndose los incómodos al rozarse con otros, que tampoco quieren desinflar los pectorales y ceder paso, tratando de mostrar así su fuerza y prevalencia. Las calles de Barranco son un gigantesco escenario mal montado, repleto de actores mediocres que creen ser los mejores, pienso, y sonrío con ironía. Pero no puedo evitar volver la vista al ver pasar a un grupo de muchachas en technicolor, que enrumban hacia el bulevar Grau. Todas son llamativas: piernas torneadas enfundadas en ajustados jeans celestes, muslos trabajados ventilados en minifaldas de cuero negro; brazos desnudos en suéteres multicolores; vientres planos y trigueños, coronados por ombligos achinados; labios rojos y brillantes, que humedecen lascivas con sus lenguas, para terminar de asemejarlos a vulvas tumefactas listas para la penetración y el goce; ojos delineados de violeta y pestañas espesadas con rimel ocultan miradas como antifaces; cabelleras nocturnas, castañas, rubias —¿rubias?— despiden destellos cegadores, ocultan sonrisas anfitrionas, disimulan los polvos que barnizan los poros más abiertos de la cara. Sólo una me llama la atención y sin pensarlo, cambio de escenario, olvidando todas mis prevenciones. Mi cuerpo, repleto con todo el buen semen de un macho joven y sano después de una noche de sueño reparador, sólo actúa. En la discoteca Los Hombres G chillan Sufre Mamón, los que rayan los treinta se loquean bailando y yo recuerdo G de gilipollas de Farmacia de Guardia y siento un poco de vergüenza de mí mismo y me digo, a lo que obliga el poder del calzón, sin perder de vista a las ninfas. Las luces multicolores de las cortadoras giran con rapidez y magnifican los cuerpos adolescentes. El brillante tintinear de los platillos anuncia la siguiente canción. La sonoridad del bajo y la contundencia de las baquetas al estallar en los parches de la batería, anuncian lo que todos esperaban. Todos menos él: ojos profundos, libres de la ansiedad que se refleja en los de la mayoría, no miran hacia ningún lado en 116


especial. Mienten. Los que ya las tenían seguras las toman de la mano y con ademán galano las conducen hacia la pista. Ellas no oponen resistencia. Se entregan con torpeza. Sólo algunas se niegan siempre. Sus bellos cuerpos adolescentes se contonean frente a los grandes espejos que vigilan hasta en el techo. Las chicas en technicolor bailan frenéticas. Se contemplan en los cristales y sus movimientos convulsivos semejan orgasmos colectivos. Los brazos, pulpos erotizados, describen estudiadas figuras en el aire y las piernas torneadas y las cinturas estrechas y el trasero hemisférico revelan el sometimiento al sadismo aeróbico. Mejor todavía: a las dietas, las cremas, las fajas, los aparatos reductores de grasa y peso. Los cabellos encarrujados ocultan bien el vaivén de sus hombros y de sus talles ceñidos por provocadores suéteres. Como las víboras que florecían en el cráneo de Medusa, los cabellos les otorgan esa atracción mágica y perversa y ocultan el temblor de los senos turgentes y los ojos que son violetas y azules y amarillos y rojos, se pierden temibles tras los antifaces. El humo que asciende desde el suelo y las oscilaciones de las luces distorsionan el ambiente por completo. Ellas son hermosas. Efímera y bárbaramente hermosas. Orgullosas de sus traseros hemisféricos, no reparan en nada. Sigo sin mirar hacia ningún lado. Miento. Malgastando violencia ellas mueven la cabeza a la derecha, a la izquierda, hacia arriba, hacia abajo y las víboras con que tocan sus cráneos, las vuelven impresionantes. El baile circular de las medusas es violento pero de una violencia gratuita, insana y provocadora. Y ellas lo saben. Padre, perdónalas porque ellas saben lo que hacen... y lo hacen. ¿Qué más da después de todo? A la mierda la filosofía, me digo y actúo. Hacia un costado del salón y alejada del grupo de las medusas en technicolor que bailan frente al espejo, otra menos glamorosa, se contorsiona solitaria. Sus cabellos de color indefinible —no son negros ni castaños— caen con lacia suavidad sobre los hombros que siguen bien la oscuridad del Black planet de Sisters of Mercy. La voz de ultratumba del cantante parece anunciar la entrada de Drácula a la discoteca en cualquier momento. Ella lleva un 117


polo cortísimo que permite contemplar una zona umbilical deliciosa. Con acompasada violencia mueve su vientre liso hacia los costados, hacia adelante, hacia atrás, como en un perfecto, lento y placentero movimiento coital. Su cuerpo no es exuberante, pero sus formas son llamativas. Nunca he contemplado una mujer que aparentase tal inconciencia de la carga sensual de sus líneas. Su manera de bailar es una invitación al desequilibrio absoluto y al olvido. Hasta esos momentos no sé aún bien lo que haré. He aprendido en pocos años a apartar a la bestia que surge ante el instinto en beneficio de cierto nivel en las relaciones. Reconozco, no obstante, ser un mal alumno y me cuesta muchísimo vencer el deseo de transgredir y evitar el trabajo del cortejo. ¡Quizá hubiese sido lo mejor!, pensaría mucho después sin arrepentimiento. La represión de la joven es evidente y su forma de sacarla a flote denota de inmediato que disfruta con la televisión y las canciones de moda de la radio. Él se acerca un poco más, pues las luces y las gentes que se entrometen no permiten una vista adecuada. Aun así, apenas distingo sus facciones. Los movimientos convulsivos con que sacude su larga cabellera al ritmo de Bizarre Triangle Love de New Order ocultan sus ojos y la cara. Me acerco más todavía hasta tenerla casi enfrente y apenas distingo la ovalación del rostro. En este instante, el ángulo de giro de las luces cambia repentinamente y es cuando me miro por primera vez en aquellos ojos sumisos de animal doméstico. La mirada mansa, exenta de lujuria, trasluce resistencia. ¿A qué, a quién? No lo sabría hasta mucho tiempo después. Y es esa mirada implorante, la que logra matar al prejuicio. Atenuado también el instinto, me dedico sólo a observarla. Cuando ella baila, cierra los ojos por largos minutos y parece como si viajase por el espacio y estuviese recordando algo bello y lejano, muy lejano. Sus labios cerrados apenas esbozan una sonrisa, una sonrisa que es triste. Permanezco contemplándola casi media hora. Durante ese tiempo, seis tipos se acercan para intentar bailar con ella. Ella se niega siempre. Al fin se dirige sola hacia 118


la barra. Pide cerveza y se sienta. La sigo no solo con la mirada. Dos sujetos altos, vestidos con delgados pantalones de tela estival, se acercan también a la barra y se sientan a su costado. Le hablan y sonríen con amabilidad. Ella les señala a las medusas en technicolor que bailan mirándose al espejo y ellos, fingiendo sonreír, se dirigen a sacarlas. Ahora ella está mirándome, al menos eso parece. Se acerca y se sienta a mi lado. Puedo percibir fácilmente la fragancia sutil del perfume que lleva. —¿Tienes encendedor? —pregunta mirándome a los ojos. —No,no fumo —respondo con torpeza.Permanecemos en silencio y ella bebe a largos sorbos la cerveza. Sus manos pequeñas y delgadas llevan varios anillos en unos dedos que, nerviosos, tamborilean sobre las nervaduras de la madera laqueada del mostrador. Tiene las uñas largas y pintadas con esmalte incoloro. Trato de imaginarla pelando papas o cebollas pero se me hace imposible. Enmudecido, intento dominar a la bestia que nuevamente amenaza. Ella pide fuego al mozo y enciende un cigarrillo. Un Winston. Light. El humo y el olor del cigarro tan cerca de mí me ofuscan y me levanto para retirarme. Pero ella hace lo mismo, tira el cigarrillo al piso y lo destroza rápido con el pie. Me toma del hombro sin miedo: —¿Te molesta que fume? —No te preocupes, igual ya me iba, pensé que la cerveza era menos cara —respondo fríamente. Ella me mira, sonríe, arquea sus cejas con un gesto dulce, pide otra jarra de cerveza. —Hay gente imbécil que si te ve bailando sola, cree que eres una fácil. —Yo, trago saliva. —Esos dos que se me acercaron, me quisieron invitar marihuana para escuchar música en su auto y… pasarla mejor... ¡Idiotas! Sus ojos mansos apenas reflejan la cólera. —¿Has venido sola? —pregunta estúpida. Ahora es Cindy Lauper quien estimula a la concurrencia y Las chicas sólo quieren divertirse no deja a nadie en las mesas. 119


—No, estoy con unas amigas. —y señala a alguna de las medusas en tecnicolor que se dirige a la barra con un sujeto corpulento de cabello muy corto. Sus gestos y vestimentas los delatan como integrantes de una misma clase social, miembros del clan se reencuentran: bien nutridos, blancuzcos, petulantes, de seguro burgueses aniñados. Nuevamente el silencio. Mientras bebo la cerveza, muy despacio, ella tararea en inglés Killing an arab que ha empezado a sonar en el equipo de sonido y mis ojos, que parecen no mirar a ningún lado en especial, comienzan a enrojecerse. No miento ahora. Hace buen rato un loquito drogado recorre la discoteca, saltando entre las mesas. —Es el hijo del dueño —dice ella, tratando así de romper el hielo. —¿Has leído El Extranjero? —pregunto, tontamente, mientras Robert Smith sigue matando al árabe en la consola de la discoteca. —Llega así siempre después de la medianoche. Durazo. Y se pone a saltar sobre las mesas, enloquecido. —Un francés medio loco mata un árabe en un confuso incidente en Argelia y... —Detesto las drogas, son lo peor para el ser humano... No sé por qué la gente tiene que consumir esas sustancias para disfrutar de la música y la diversión. Si es tan fácil dejarse llevar por el ritmo y las luces... Son unos... tarados. —... El francés vive solo y... bueno... —la miro, asiento con la cabeza, la mirada se me pierde nuevamente. No le dije nada más sobre El Extranjero ni sobre Camus ni sobre los árabes ni sobre Cure ni sobre los camellos ni sobre la soledad despiadada del tumulto que puede llevarte a cometer un asesinato y no sentir el menor remordimiento. Ella se va poniendo nerviosa. Después de muchos años, tal vez siglos, se levanta y va hacia el que pone la música. Regresa y me toma de la mano. Los acordes tristes de Demon lover marcan la señal para todas las parejas. Ella me abraza de la cintura. Yo ciño su cuerpo. La tomo de los hombros, retiro los cabellos lacios. Puedo sentir el calor de su vientre húmedo 120


y el palpitar de su corazón dentro de sus senos de niña. Me mira, ahora sí, a los ojos, sólo un segundo. Luego baja la mirada y apoya el rostro encendido en mi hombro, cerca al cuello. Las manos acarician las tibias mejillas y cogiéndole el rostro me miro en los ojos mansos, resistentes. Ella baja otra vez la mirada y la cercanía de las bocas transmite el aliento cargado. La piel ardiente de su cara al rozar contra la mía no logra ya despertarlo y ella sólo se acurruca con el temor y extraño cariño que tienen las perras hacia sus amos. Sin pensarlo dos veces, nos inclinamos ligeramente y tomados de los labios nos confunde el silencio. Sólo sé que se llamaba Julia.

Dirigentes funcionarios Y fue ese miércoles al mediodía cuando quedé irremediablemente encantado por esa extraña niña —no llegaba todavía a los diecisiete años, después me lo diría— que le robaba horas a la patronal para organizar unos misteriosos ágapes y que había actuado con valentía en una situación injusta en la cual ninguno de los otros había dicho esta boca es mía. De regreso a la fábrica, sin saber cómo, pero ya me hallaba en un pequeño grupo con el Gato, la muchacha delgada y bajita y ella, mi extraña preferida, de quien ni siquiera sabía el nombre. La conversación breve giró en torno al incidente. El Gato confió que la de mirada ladina y pestañas retorcidas, se le ponía en bandeja al principio, pero que al notar su indiferencia empezó a molestarlo por ser provinciano y fue peor todavía cuando se dio cuenta de su afición por Lidia, la muchacha delgada y bajita. —¡Nunca debes dejar que esa gente te abuse! —le dijo resueltamente ella al Gato. Él, callado, escuchaba asintiendo con la cabeza. —¡Con una vez que les hagas el pare y listo! ¡Ni más se meten contigo, acuérdate! ¡Se bajan! No te dejes. Como 121


eres nuevo van a querer agarrarte de lorna —entonces, miró su reloj y dijo: —¿Por qué corren? Son cinco minutos de tolerancia. Que se esperen. —Es que la rusa esa, la gerenta administrativa, ¡es una fregada! —habló por primera vez en voz alta, Lidia. —Sí, tienes razón —respondió ella sin rectificar sus palabras—, al que lo ve dócil lo quiere agarrar de chulillo. Es una abusiva, y seguro que en su país ha sido una muerta de hambre y viene acá en busca del zonzo que la saque de pobre. —Y el gordo colorado, el jefe de personal, no se queda atrás. El desgraciado ése, robó la semana pasada un sol del sobre de cada uno de los de mi sección. Somos como ciento cincuenta, imagínense; cuando fuimos a reclamarle dijo que él no sabía nada, que él había pagado el sueldo completo y que si queríamos, fuésemos a reclamar a la gerencia, donde la rusa. —¡Total, afuera hay un montón de gente que quiere trabajar! ¡Y por la mitad de lo que se les paga a ustedes! — contó a su turno El Gato. Sus palabras traslucían esperanzas de que alguien solucionase aquellos problemas sin tener que rendir cuentas a nadie más que a los agraviados. —Pero, ¿qué hace el sindicato? —intervine entonces. —¡Ja…! ¡El sindicato! —se burló ella— ¡Esos dirigentes son unos vendidos! A algunos los sobornan con un plato de lentejas y a otros con unos cuantos soles. Si no, mira al Chuquín ése; sale cuando le da la gana, falta cuando quiere, ¿Y? ¿Pasa algo acaso? ¡Nada! ¡Simplemente nada! Y tiene años de dirigente... —Una tarde de la semana pasada, una chica de mi sección empezó a toser muy fuerte. Una tos fuerte y seca que le reventaba los pulmones. Llegó a escupir dos flemones con sangre. ¿Tú crees que le dieron permiso para ir a atenderse a la posta? Le dijeron que se espere hasta las seis, que es la hora de salida —aportó a su turno Lidia. —¿Y el seguro? —interrumpí nuevamente. 122


—¿Cuánto tiempo tienes trabajando en esta fábrica? —me preguntó a boca de jarro. Y como arrepintiéndose, después de mover la cabeza negativamente, prosiguió. —Aquí sólo tienen seguro los más antiguos, o sea casi nadie; a los que llevamos uno o dos años trabajando nos dicen que aguantemos, que ya vendrá, que ya llegará…— hablaba muy calmada pero con energía. Y en sus palabras, un apasionamiento y una fuerza interior encandilaban sin quererlo. Pese a sus modales nada afectados ni afeminados, irradiaba una atracción poco común en la mayoría de mujeres. La fábrica, mole monstruosa y amenazadora, nos engullía nuevamente y ni siquiera sabía cómo se llamaba. Aunque estuve atento el corto trecho que caminamos desde el quiosco de comida hasta la fábrica, no escuché a nadie nombrarla. Creo recordar que una de las chicas le dijo flaca, o algo parecido. Los libres perros callejeros correteando entre la fetidez irrespirable de los montones de basura, las tropas de vagos arrebañados en torno a un equipo de sonido chino, las sucias covachas del barrio industrial de Vitarte, las decenas de obreros corriendo con el estómago lleno para marcar tarjeta y en fin, toda la vida que rebosa en las calles de cualquier zona obrera al mediodía, pasaron totalmente desapercibidos. Cuando estaba a punto de preguntarle el nombre, pide disculpas y se despide, metros antes de llegar a la fábrica. Lidia y otras dos chicas se quedaron con ella.

Fue domingo Aquella madrugada, apenas despuntaron los rayos solares, me deslicé suavemente por un costado de la cama. En silencio me dirigí al baño. El agua fría del caño lavando mi cara me devolvió a la realidad de la madrugada. 123


Ella sigue dormida. Los largos cabellos revientan sobre las sábanas maculadas y cubren, con su desorden, su rostro pálido. Un aire de orfandad y desamparo dimana del sueño de la joven. No intento despertarla. Contemplo los ojos que aún cerrados, transmiten sumisión. Sus ropas en technicolor, tiradas al pie de la cama, han perdido todo el encanto provocativo de la noche. Yacen desparramadas y pienso con tristeza en que son quizás el único vestigio de alguien que ha pasado raudamente para desaparecer diluido en el viento como un perfume barato. Pero no, ella permanece allí dormida. Duerme de costado, igual que los fetos, escondiendo los brazos entre las piernas, en el sexo, como si tuviese miedo y necesitase protección. La tristeza y desamparo del cuerpo contrastan hasta el absurdo con la alegría de los colores de las ropas de marca que compran las muchachas que disponen de dinero y que ahora yacen allí tiradas como los restos de un animal incauto que cayó en la trampa. No intenté despertarla, sólo arranqué la hoja de una libreta en donde anoté mi nombre y un verso que recordaba siempre: Tras el vivir y el soñar, está lo que más importa: despertar. Y me alejé con cierta nostalgia, pensando en lo que sentiría ella ante el calor de los primeros rayos solares en la ventana de la habitación. Antes de dirigirme al cuartucho me detengo en el mercado para comer algo. Van a dar las ocho de la mañana. Las calles amplias de tierra y piedras son recorridas por unos cuantos perros que corretean tras decenas de palomillas en pantalón corto. Sin zapatos, juegan alegres alrededor de un charco muy grande con barquitos de papel, los cuales se hunden rápidamente al humedecerse. Los niños inventan la forma de hacer que la flotación dure más, fabricando los barquitos con restos de papel plastificado recogido en algún basural cercano o con lo que hallasen regado por las calles vecinas. En otras cuadras, los cajones de cerveza empiezan a amontonarse en casas modestísimas. Los dueños abren de 124


par en par las puertas de sus casas para hacer ver la marca de los equipos de sonido, que a todo volumen anuncian de forma inconfundible la celebración de alguna actividad dominical. En una esquina me detengo a observar los titulares de periódicos a sabiendas de que publicarán las mismas porquerías de todos los días. Un par de mujeres —madre e hija sin duda alguna—, después de repasar con avidez los titulares, compran dos pasquines: uno de fútbol para el marido y otro que luce en la portada el cuerpo desnudo de una pobre vedette de sonrisa vaginal y culo esteatopígico. También para el marido. Al costado de la foto del elefantiásico trasero femenino y en un formato más pequeño, la ilustración de la víctima de un asalto, con el cuerpo cosido a puñaladas y las vísceras a flor de piel, contrastan brutalmente y a todo color. Antes de alejarme del quiosco, alcanzo a leer un pequeño titular: En sorpresivo rastrillaje en Huaycán desactivan tres escuelas populares Y en letras más pequeñas: Terrucos bravos lograron escapar del cerco policial en la Carretera Central. Se cree que fungen de obreros en las fábricas textiles de la zona

Para un solitario los domingos son los días más tristes de la semana. Los habitantes de la Ciudad Enferma se encierran en sus casas a descansar de la resaca del sábado o se repantigan como cerdos frente al televisor. Pero, ¿todos? No todos. Ya desde la adolescencia —desde aquellos años decisivos en los que me exoneré definitivamente de la televisión—, acostumbraba a salir de casa muy temprano, compraba algo de frutas en el mercado y luego de tomar un litro de emoliente, deambulaba con mi pequeño morral entre el gentío. Me sumergía así en el fragor de sus trajines y en las notas alegres de un huaylas tradicional, en las melodías contagiosas de una de Los Invasores de Progreso, en las notas vocingleras de Los Ecos, Celeste, Maravilla y cómo no, Los Diablos Rojos de Paramonga. Y en los mercados más 125


grandes, estridencias del más deleznable adult orient rock y salsas puertorriqueñas tarareadas por cholos tropicalizados que exhibían en sus cabezas el corte glamour popularizado por Bowie en los setenta y ensayaban atrevidos pasitos, imaginando lo que sería pasar un verano en Nueva York. Allí deambulaba una o dos horas, alumbrado por un fuego interior que me impulsaba a reencontrar un equilibrio perdido. Luego, con el pretexto de vender caramelos, viajaba en cuantos micros se me ocurría. De esta manera logré conocer los lugares más recónditos de la Ciudad Enferma, que sin embargo, eran los menos idiotizados, no obstante la pobreza. Por esos días, ni siquiera sospechaba que todo este conocimiento geográfico iba a servirme mucho más adelante. La mañana dominical, nublada y gris —única testigo de mi pensamiento— se ilumina de improviso. Sola, tal vez desolada, Sofía espera algún vehículo. Desde que vivo en el cuartucho sólo algunas pocas veces he vuelto a ver a Sofía, la muchacha–vicuña que trabaja en casa de la vieja Felícita Andrade. Salgo muy temprano, casi de madrugada a trabajar, y aunque siento el ruido que hace Sofía al iniciar la limpieza de las habitaciones, ni una vez he vuelto a contemplar su mirada frente a frente. Por las noches es también imposible. Llego casi todos los días a las once cuando ya están acostados o viendo televisión. Aunque recuerdo que hace unos meses, también un domingo, apenas pude reconocer sus rasgos y la silueta delgada, que antes de las siete abordaba un microbús para perderse quién sabe hacia qué mundos. Ahora la tengo frente a mis ojos. Excluida del mundo. Sola. No me mira directamente. La obediencia inculcada en su alma desde los primeros años otorga a sus gestos ese aire de sumisión y respeto que guardan las mascotas bien educadas con sus dueños y que de golpe me recuerdan a la joven de la discoteca al entregarse y buscar cobijo entre mis brazos. —Hola, ¿por qué tan tarde? —pregunto, intentando con el tono de voz darle algo de confianza. Sé bien que las 126


empleadas domésticas salen los domingos más temprano que otros días. —Es que la señora me mandó al mercado. La señorita quiere comer pescado y por aquí no venden fresco —responde con evidente temor, disimulando mal una vergüenza que no logro comprender. Otea la avenida abarcando todo lo que iluminan sus hermosos ojos de vicuña y a lo lejos reconoce el microbús al que deberá subir. En los instantes que quedan, me debato entre el deseo irresistible de acompañarla a donde fuese y el pensamiento suscitado por el titular que he leído: Terrucos bravos lograron escapar del cerco policial en la Carretera Central. El micro sofrena y el cobrador —de la misma condición social, del mismo color de piel—, mirándola con una mueca insolente de desprecio y deseo, la tira del brazo para que suba más rápido, mientras el chofer arranca en tercera. Apenas si nos despedimos. No me queda más que lanzar un salivazo a la tierra muerta, mirando con rabia el gesto artero del cobrador que grita, ¡Habla jugador, vas, vas! En ese instante detesto profundamente a las combis, a los choferes de combis, a los cobradores de combis, a la música que pasan en las combis, al rebaño servil que permite el abuso en las combis, a la cultura fujimontecínica de las combis.

Triste en La Colmena Un paradero de microbuses en La Colmena. Una pareja de enamorados se ovilla en el abrazo tortuoso de la inseguridad. En ella sólo resaltan la esbeltez del cuerpo bajo las ropas de marca y la expresión ida de su rostro. Los ojos entornados y una sonrisa, apenas dibujada, revelan que tendrá tranquilidad en el sueño. La contemplo, por momentos, con el rostro hundido entre mis brazos. Unos ojos profundos, enrojecidos por el viento, se pierden en el gris horizonte de edificios, de 127


vehículos, de avisos luminosos, de sangucheros. Dime algo bonito, pide ya consumada, abrazándome fuertemente, aunque sabe que no oirá nada. ¿Se resigna? ¿Por qué la tristeza se revela siempre tras la lujuria y el uso y luego el sueño y la soledad de la ligereza? Mis ojos enrojecidos permanecen perdidos en el horizonte y los de ella, en la oscuridad del abrazo. Frágil como un conejillo entre mis brazos, no puedo dejar de contemplarla. Es hermosa, sin duda. Sus rasgados ojos marrones delatan la extraña mezcla de sangres que circula por sus venas. ¿Aprender a dominar este asco? ¿Adquirir destreza en el arte de sobrevivir con la melancolía y la soledad? ¿Ser algo yogui, algo místico, algo asceta? Es eso o el resultado puede ser más espantoso todavía: el cinismo filudo y desesperante y el utilitarismo, ingredientes necesarios para eliminar estos sentimientos escalofriantes y convertirse a la felicidad. Pero, ¿cómo? —me pregunto. ¿Por qué, por qué siento ese rechazo tan inmediato hacia su cuerpo después del sexo? ¿Por qué una vez saciado el apetito y la sensualidad, siento asco o esa tranquilidad narcótica del cocainómano y en el mejor de los casos, compasión? Narcotizado por la adrenalina, todos los pensamientos que bullían en mi cerebro me han abandonado. Ideas lacerantes que no desconozco y que me impiden despedirme de Julia como se estila ahora: obligatorio beso en los labios, o malagracia en la mejilla. El chofer, con el vehículo aún en movimiento, espera a que Julia suba. Cuando Julia intenta subir, un borrachín aparece de improviso y la coge por detrás. Después de algunos forcejeos y empujones, tumbo al borracho y golpeo, enloquecido, su cráneo contra el pavimento con una violencia inusual, catártica, liberadora. Nunca antes me he comportado de esa manera. Aquella noche de entresemana, el microbús ha demorado mucho más de lo acostumbrado y los interminables y torturantes minutos, durante los cuales soporto las frases y palabras tiernas de Julia, me traen a la memoria los días de 128


escuela, cuando descontaba los segundos que faltaban para escuchar el timbre salvador que indicaba la fuga. Lejos estaba de imaginar por aquellos días que gran parte de mi existencia estaría pendiente de un timbre salvador o su equivalente, seguro anuncio de la hora de salida: en los trabajos, que se suceden uno tras otro sin dejar más huella que una expresión de hastío, en la universidad —cuna de arribistas, pensaba—, en las relaciones de pareja. Veo mi chompa tironeada y rota y siento lástima por el borracho que yace sangrante al filo de la pista. Con gran esfuerzo lo llevo hacia la vereda, cogiéndole de los brazos y escupo algunos restos de sangre que han salpicado a mis labios. Julia ya ha logrado subir al vehículo que se pierde por Wilson. Apenas distingo la palidez de su rostro diciéndome adiós con un gesto de asombro. Varios curiosos se arremolinan alrededor mío: —¿Choro, choro? Autómata, saco un pañuelo y limpio el sudor y la sangre que resbalan por mi cara. Aún estoy temblando y las voces de los impertinentes me incomodan. Miro otra vez al borracho babeante e inconsciente, con la cabeza destrozada y siento algo de temor. —¿Qué pasó, flaco? ¿Choro, choro? Levanto al fin la vista y observo miles de rostros acezantes que pugnan por acercarse y verme, tocarme. —¡Está muerto! ¡No huevón, aún respira! ¿Qué pasó, chino? Las combis se estacionan para esperar pasajeros. Los microbuses, improvisados iluministas, disparan sus reflectores sobre el escenario, resaltando con las luces altas el brillo de las pieles y los rasgos mestizos del borracho desplomado, de los curiosos, de los míos. De un solo vistazo contemplo las expresiones grotescas de los ocasionales espectadores y un escalofrío de asco recorre mis intestinos: unos miles, cigarro en mano, sonríen perversamente; otros cientos, con los carrillos inflados, repletos de la hamburguesa de carne de burro con cartón, me acusan con las miradas inflamadas; otros tantos, 129


borrachos como el que reposa en la vereda, se tambalean, apoyándose unos en otros. El temor me sube nuevamente por las piernas y quiero correr; pero no. Sin pensarlo, empiezo a caminar, despacio, hacia la avenida Tacna. Aturdido, vuelvo el rostro y miro por última vez al borracho. Nadie me sigue. Sigo entonces caminando despacio hacia la avenida Tacna, repleta de basura. Lima apesta. Lima en las noches se convierte en feliz territorio de rateros, policías también rateros, putas concesivas, maricones al acecho y por supuesto, noctámbulos, sobrios y ebrios, todos sumergidos en la triste ansiedad del borracho razonante. Es ya más de la medianoche. En este paraje, recostado a un meado poste de luz, esperando lo que venga, ensayo mi mejor cara de misio para que el cobrador acepte los ripios como pasaje. Mis sentidos, aguzados al máximo para evitar nuevos contratiempos, hacen que olvide lo que retumba en mi cerebro después de estar con Julia. Veo los ojos acuosos y los gestos taimados del borracho del incidente en cada peatón que se me cruza. Subo a una combi con la esperanza de que acepten mi sencillo, sin suerte. Terco y sin dinero, no me doy por vencido. ¡Arre, concha tu perra! —le grito al cobrador ladino ante su negativa de llevarme por una china. Por fin, al tercer intento trepo a la volada a una combi repleta de pasajeros. A pesar de que he aprendido a obturar mis oídos y a ser indiferente a la música de las emisoras de los microbuseros, el reducido espacio de la combi hace insoportable la voz del locutor de Panamericana anunciando la más más de la semana. Al parecer, la chillona voz es también insoportable para el chofer, quien luego de suspirar con Hotel California, aprovechando el primer cambio de luces del semáforo, gira el dial hacia Radio Inca. Las airadas protestas de algunos por el abrupto viraje en el estilo de la música, no se hacen esperar. Dos muchachas, que viajan al fondo y que por lo que hablan entiendo que son obreras del turno noche, gritan iracundas ante el cambio de emisora: 130


—¡Oye, cámbiame esa música de serranos! ¡Cambia esa porquería! —gritan histéricas. El cobrador, impasible, sentencia: —¡Ya pues, cachuda, vas para Canto Grande y vienes con huevadas! Pasando Acho, por la avenida Próceres, el volumen de la radio se eleva casi al máximo y chofer y cobrador haciendo coro con el grupo Guinda: Ya no tengo pena, ya la olvidé, Se acabó mi llanto, también mi dolor, Hoy vivo contento, con mi nuevo amor, Seguiré tomando, pero no de dolor Quiero que se enteren, que no me interesa, Que el mundo sepa, olvidarla no me pesa. Las tres muchachas se bajan mortificadas por la música en la entrada hacia Mangomarca. —¡Cuidado con los choros, mamita! —grita el cobrador, tratando de palpar las prominencias de la más generosa. —¡Suelta, serrano idiota! —responde la joven, mientras las otras dos intentan arañar al muchacho. —¡Pisa, pisa! —vocifera el cobrador, indiferente a los insultos de las mujeres. Hasta ese momento, he olvidado los pensamientos de culpabilidad y esa sensación de vacío que me asalta después de cada cita con Julia. Pero es inútil: como agujillas finísimas retornan a mi cerebro las palabras y la voz, el lastimero timbre de voz en los instantes más densos: te amo, Orlando. No me dejes nunca, te quiero. Mi cerebro aturdido se recobra al escuchar los gritos del chofer y del cobrador y los coritos que le hacen al cantante chichero. Desde que me mudé por Canto Grande he podido oír chicha y la temática y el ritmo me son ya familiares. A fuerza de escucharla en micros o locales cercanos al cuarto que alquilo en una casa en Bayóvar, he acostumbrado mis oídos a las guitarras y voces tristonas, a la percusión que 131


trata de dar alegría y, en algunos grupos, teclados muy modernos. Las letras alcohólicas, una invitación descarada a libar; el ritmo tristón, una inyección de llanto y euforia en las fibras más sensibles de gente que vive paladeando la frustración, el terruño abandonado, la marginación, pero sobre todo decepciones amorosas, engaño, rechazo, soledad, todo hábilmente explotado, todo lavado en Pilsen o Cristal, en ron o con guinda. Pero no olvidemos que varios de ellos tienen dinero y mucho y a pesar de eso. Y otra vez la chillona voz de los locutores, promocionando la marca de cerveza auspiciadora de tal o cual fiesta o grupo chichero y el emputecimiento colectivo del cholerío. ¡Malditos locutores!, pienso.

Los asaltantes El recorrido de Acho hasta Wiese pasa primero por otra larga avenida, la Próceres de la Independencia, que inicia la penetración hacia los cerros de Canto Grande: Huáscar, Motupe, Montenegro, Casablanca, Bayóvar, Mariátegui y tantos otros. Hermosos asentamientos humanos, llenos de fuerza y rebeldía, que se resisten al embate asesino de la pobreza y la injusticia. En uno de estos asentamientos vivo ya más un año y el camino desde Acho es accidentado y tedioso. Los pasajeros dormitan y en los ojos heridos de los obreros se adivina el embrutecimiento a que están sometidos. Dos o tres enternaditos, perritos amaestrados del sistema, con portafolios sobre las rodillas los miran con desdén y su incomodidad es evidente. La velocidad del vehículo y el cansancio del chofer hacen del viaje una aventura mortal. —¡Ahí están los asaltantes! —exclama de pronto el chofer, tratando de alarmar inútilmente a los pasajeros que ya saben de quiénes se trata: varias patrullas policiales están estacionadas al pie de dos inmensos cerros de basura, en el cruce que conduce a Santa María, y los tombos, apostados 132


en diferentes puntos, piden las libretas electoral y militar a los noctámbulos y la coima de ley a los choferes y a los indocumentados. En países como el Perú, donde la policía es una institución corrupta, poco o nada respetada por el pueblo — mas, ¿en qué lugar del mundo el pueblo respeta a las fuerzas represivas?— y en donde el policía es reclutado de entre las gentes del más bajo nivel intelectual —casi fronterizos, la mayoría, canallas—, en países como el nuestro, el policía siente una aversión innata por el estudiante universitario, en quien ve a un posible candidato a subversivo, ganador seguro si tiene rasgos acusados —¿acusados de qué, me pregunto, acaso de un nórdico caucasoide se dice que tiene rasgos acusados?— y si su pobreza es notoria. De la combi en que viajo, bajan a tres muchachos. Tienen sus documentos en regla, pero son cantuteños: hace unos minutos han estallado petardos de dinamita en diversos bancos de la Urbanización Las Flores. —¡Hijos de puta! —pienso con rabia. —¡Hijos de mil putas! —escapan las palabras de mis labios, tan fuerte, que un policía se me acerca y mirándome con odio, me amenaza: —¡Bájame la mirada conchatumadre, que ahorita te quito lo guapo!¡Tienes suerte que el capitán ha pedido sólo tres puntas! —y golpeando la puerta larga a la combi. Sus amarillentos ojos aindiados destilan miedo. Y odio. El conductor vuelve a encender la radio, un murmullo leve termina de desvanecerse al interior del vehículo y todo vuelve a la normalidad. La imagen de los tres muchachos detenidos e introducidos a fuerza de patadas e insultos al patrullero no abandona mi mente y aumenta el desprecio que siento por los tombos. Desde el fondo del vehículo, una voz de acento serrano denuncia: —¡A uno de mis hijos se lo cargaron igualito! ¡Hace más de dos meses no sabemos nada de él, señor! La indolencia más brutal es la única respuesta que recibe el que ha hablado. La combi prosigue su veloz recorrido adentrándose en la noche. Y en Canto Grande. 133


Efebos-monos y simias glotonas Al llegar al cuartucho que he logrado alquilar desde que abandoné la casa familiar, percibo un ruido conocido y veo apagarse sigilosamente las luces de la habitación contigua. No es nada agradable vivir en una azotea en cuartos de triplay y mapresa. A los diez minutos, la luz vuelve a encenderse y los rojos murmullos que se filtran en las pensiones de alquiler más allá de la medianoche aumentan mi precoz insomnio. Los tortuosos pensamientos ocasionados por Julia retornan lacerantes al escuchar cómo se acelera la cadencia del ruidito, de ese sonido rítmico y vital que invita a la fantasía. Cómo ha logrado hacerla pasar, cómo ha logrado que se quede y no se dé cuenta la hipócrita vieja dueña de casa. Es un dilema. El contrato es claro y la vieja estricta: cuartos sólo para estudiantes. ¡Total, qué importa! —me digo— lo que en estos momentos más deseo es librarme del ruido que luego es un jadeo prolongado y más tarde grititos ahogados y gemidos de hembra satisfecha. Como los de Julia. ¡Mierda, mañana mismo le digo a ese torpe que tire el colchón al piso o le presto mi catre! —pienso en voz alta, al tiempo que me llevo las manos a la cabeza, tratando de taparme los oídos. Conciliar el sueño es inútil, y empiezo a hojear los restos de un viejo periódico dominical que tengo a mi alcance. Fútbol, calatas, horóscopos, salud. El techo común de los cuartuchos permite que la luz de las habitaciones contiguas se filtre fácilmente y estos del costado prefieren hacerlo con la luz encendida. Lo peor ahora no es el insomnio, sino que la preocupación y el remordimiento que me asaltan van siendo desplazados por la fantasía inspirada en el lúbrico ruido y por la luz prendida ( Julia se negaba siempre a desnudarse si la luz no era tenue o no estaba apagada, como si sintiese vergüenza de su desnudez, pero sin embargo, usaba faldas tan cortas y pantalones tan ceñidos que las curvas sexuales se metían a tus ojos mejor que si estuviese sin ropas). La asociación del ruidito con Julia y de ella a sus palabras y a sus besos y a esos ojos ­­—a esa mirada de animal doméstico, 134


implorante y huérfana de afecto— que centellean ciegos al frotar los vientres no me permite tregua. Recuerdo que Julia iría por la mañana a presentarse para un trabajo como auxiliar de contabilidad o secretaria o algo parecido al estudio de un amigo de su padre. —Bueno, ya estás grandecita para mantenerte y si quieres seguir con tus correteos, pues trabaja y pobre que traigas problemas. Ya hablé con Rodrigo para que te dé un puesto en el estudio y mañana a primera hora quiero que estés ahí —había dicho el padre, sospechoso ya de las andanzas de la muchacha. Aquella madrugada del nuevo día, acabo dormido con la luz prendida y el periódico sobre el pecho. A menos de dos horas de haber logrado cerrar los ojos, despierto sudoroso y sobresaltado; gruesas y brillantes lágrimas corren lentamente por mi cara, hasta llegar a la comisura de los labios. Las imágenes estrambóticas que poblaron la pesadilla no me permiten abrir por completo los ojos y sujetan todavía mis brazos, tirándolos hacia atrás, jalándolos hacia un abismo horroroso e infranqueable. Los párpados son de plomo y por más que hago lo imposible no logro abrirlos. Las monas lascivas y despiadadas que me sujetan, intentan ahora ayuntarse, abrazarme, besarme. Asustado todavía, un temblor de labios y brazos me impide moverme y discernir. Ojos asustados se arremolinan en el bajo techo de triplay, pateo con fuerza al aire y me levanto de golpe. Me reviso la cabeza, el cuello, los brazos; palpo el rostro, el vientre, las piernas, el pene aún erecto. Ya calmado, me siento al borde de la pequeña cama y permanezco con la mente en blanco y la mirada fija, divagando. Una horrible picazón en los entrededos del pie derecho —los hongos contagiados en los baños de la fábrica donde trabajo— me obligan a agacharme y terminan por devolverme a la fría realidad de aquella noche. Preso ahora de una profunda melancolía trato de recordar certeramente los episodios del sueño. Estoy caminando por una calle repleta de gente apurada y de pronto observo a una niña pidiendo limosnas; una niña muy pobre, que con sus hermanos pequeños canta en la calle y extiende la mano. Al fijarme más en el rostro de la pequeña reconozco a Julia, 135


la misma mirada sin esperanzas, sensual y desgarradora al mismo tiempo y esos labios que darán cien mil placeres. Al tratar de hablarle, la pequeña desaparece con sus hermanitos entre una pandilla de monos glotones y fieros que bailan extasiados, emitiendo agudos y ensordecedores chillidos. Sus piernas y vientres entremezclados y sudorosos, disimulan sus sexos lúbricos y erectos y las babas que resbalan de sus labios forman con sus líquidos seminales y sus excretas un riachuelo dorado y espumoso —del color de la cerveza— que circula cansino y del cual emana un vaho que en esos momentos me recuerda el olor de los desodorantes y de los jabones, de los perfumes y de las colonias, pero también de la mierda y del orín, de los sobacos y el mal aliento, de los cigarrillos light. Desconcertado, sigo caminando por la misma calle repleta de rostros y de manos, de piernas, de olores y de cuerpos que se frotan, desesperados, unos contra otros, en una horrenda danza epileptoide. Por instantes, son hermosas mujeres de rasgos exóticos y amplias y prometedoras caderas, mas al ver de cerca y tocarlas, tornan como por encanto en simias glotonas, petulantes y crueles, que escapan riendo hacia los brazos de apolíneos efebos, quienes también al instante se transforman. Enloquecido al perder de vista a la niña, corro a buscarla y al doblar por una esquina, contemplo los largos cabellos de una joven vestida con una túnica larga y ancha, ritual. La joven va delante de mí y me parece conocida, tan conocida que creo haberla amado antes, no sé dónde ni cuándo, sólo antes. Al avanzar hacia ella, abriéndome paso a golpes por entre los babeantes simios, tomo en cuenta que está embarazada. Al avanzar un poco más, evitando resbalarme en el riachuelo dorado y espumoso que hiede a mierda y perfume, reconozco en la joven a Julia. En ese instante, la realidad invade el sueño y recuerdo que estoy con ella, que ya la conozco, que la he tenido cientos, miles de veces. Al acercarme y hablarle, ella me elude y ante la insistencia exige que me largue, que por mi culpa está así, por haberla abandonado, por haberla tratado tan torpemente, por haberla dejado a merced de los monos despiadados; que sí, que el niño —o el mono— por nacer era mío, pero 136


jamás lo conocería, ni el niño se enteraría que soy yo el padre, todo por mi necedad, por mi inconstancia para con ella, por haberme portado como un mierda. Cuando trato de justificarme, incluso de rogar, Julia corre hacia los brazos de un efebo-mono, que la levanta en vilo y escapa. Cuando intento impedirlo, soy derribado por un golpe sobrehumano y al instante veo a Julia desaparecer convertida en una lujuriosa mona maquillada que se aleja riendo, mientras otras tres me sujetan con fuerza, tratando de besarme y copular. Ya entre el sueño y la realidad, despierto sollozante. Cuanto más intento conciliar el sueño nuevamente, más difícil me resulta. Me volteo a la izquierda, a la derecha, y nada. Cambio de posición, los pies en la cabecera y mi cabeza hacia el otro lado de la cama. Es inútil. Por fin, bajo del catre y me tiro al suelo con la frazada. Dejo entonces discurrir libres, las ideas. Explicarme el sueño, eso trataría. Siento afecto por Julia y soy también sincero, nada más. ¡Cómo me hubiese gustado poseer ese cinismo de algunos conocidos para con las mujeres! ¿Para qué hacerlas sufrir? Dile que la quieres y punto, ya cuando se vuelva un estorbo se lo dices y se acabó. ¿Para qué te haces problemas, huevonazo? ¿Y si en realidad la preñase? El trabajo apenas si alcanza para mis gastos. Después de todo eso sería lo de menos. Lo principal es que no... y cometer el error que muchos otros han lamentado. ¡No, no puede ser, es imposible! ¡La combinación de estrógenos y progesterona es infalible! ¡Es sólo un sueño! Recuerdo otra vez su mirada ingenua y animal y su silencio al aferrarse a mi cuerpo después del placer carnal como una niña al padre en busca de protección, y pienso si no soy yo quizás quien más necesite esa protección que ella pide. La mujer es siempre madre y el hombre siempre es hijo, repito en voz alta; pero, ¿siempre es así acaso?, me pregunto, recordando las palabras del abuelo. Muchas veces, Julia lloró al no tener respuesta a sus palabras, a sus insoportables te amo. Yo tan sólo atinaba a acariciarle los cabellos y a tocar con miedo su tibia y sonrosada mejilla, mirándola sin compasión a los ojos, a los labios, al delgado 137


cuello. Una ocasión en que no puedo soportar más su mirada, le lanzo: —¿Qué tenemos en común aparte de disfrutar de nuestros cuerpos y el servirnos de consuelo, Julia? —Pues nos queremos, nos gustamos, nos deseamos. —respondió ella, valientemente. —Sabes que te amo, siento que ya no podría vivir sin ti. ¿Acaso no es eso suficiente? Ya jamás podría entregarme a otro hombre, Orlando. Te amo y quiero estar contigo siempre. ¿Por qué insistes en negar y romper esto que es tan hermoso? —Es que yo no sé si pueda amarte algún día. Ahora no me siento seguro de nada, a veces ni de mí mismo. Entiende, por favor, ¡entiende!—respondo gesticulando rudamente, haciéndola desistir en su intento de abrazarme. De inmediato, como dándome cuenta de la torpeza, trato de tomarle las manos. En silencio, no puede evitar dejar caer las lágrimas por el rostro entristecido y se aparta hacia el otro costado de la cama. Al observar su hermosa silueta y la curva de sus muslos a través de la sábana, retorna el deseo. Es invierno y el frío de la madrugada, intenso. Me acerco a ella y la abrazo por debajo de las sábanas. El contacto con su cuerpo y el calor de su piel, me transportaba a la primera infancia. De pronto llegaba el recuerdo del protector vientre materno y postergaba el deseo por algunos segundos. Luego era imposible. Al final, evoco unos versos de Machado y se los digo: Los ojos porque suspiras Sabelo bien Los ojos en que te miras Son ojos porque te ven Los ojos en que te miras. Eso es, pienso como si encontrase la clave perdida de un misterio. Eso es: los ojos en que te miras. ¿Por qué se me hacen tan insoportables esos ojos, más todavía esa mirada, tan plegaria y tan atrapada por sus miedos y traumas, por ese sensualismo que siempre 138


consideré un obstáculo para avanzar en el camino, un camino del cual me estaba desviando y quedando a la vera? ¿O es que yo también he perdido la fe y me ahogo en el calmo y traicionero mar de lo rutinario, en el éxtasis y el goce exclusivo de los sentidos? Hacemos el amor dos o tres veces al mes y sólo los viernes o sábados me quedo más tiempo con ella. Después de un buen desayuno en algún mercado —a donde acude a regañadientes— la acompaño casi hasta su casa. Cada vez se hace más difícil inventar excusas para sus continuas salidas y llegadas al día siguiente, y lo que menos deseo en esos momentos es —como pide ella— formalizar una relación bastante incierta. Por otro lado, siempre me pareció necia esa denominación —hacer el amor— al vulgar encuentro de dos seres que sólo están unidos por la pasión más instintiva. Cuando hablamos de política, le comento algún libro o trato de dirigir la conversación hacia ciertas reflexiones, incluso de la manera más general posible termino monologando, en un soliloquio decepcionante, interrumpido a veces por complacientes monosílabos, y en otras ocasiones, por opiniones torcidas y preformadas por las máquinas de lavar cerebros, que resulta imposible cualquier entendimiento. ¡Pero habla, di algo, que ese silencio es homicida!, le grité con cólera cierta madrugada en que le comentaba acerca de los crímenes cometidos por los militares en Chile. Ella sólo me abrazaba y me miraba como un niño. Cierta dureza y frialdad y una firme actitud de creer haber aprendido a vivir sin ilusiones constituían la coraza invisible con que me protegía desde mi temprana adolescencia, de lo que con placer y verdadero desprecio denominaba, toda esta mierda. Así, aquella larga noche de pesadilla, reflexión e insomnio, ya muy de madrugada, me quedé profundamente dormido, recordando el generoso y tibio cuerpo de Julia, su cálido y amable vientre que tarde o temprano dejaría de recibirme.

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PARTE III

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Canto Grande y el fútbol Mi deserción de la Agraria significó también el alejamiento de la casa familiar. Pero no porque mi padre o mi madre se hubiesen opuesto al abandono de las aulas universitarias. Mi padre, desde el principio quiso que aprendiese el noble oficio de la carpintería o algún otro que me permitiese valerme literalmente por mis propias manos. Así es que aquella tradición anarquista de mi familia (mi abuelo, fundador de Estrella Obrera en sus años juveniles, fue ganado por desgracia al aprismo como tantos otros obreros crédulos) se puso de manifiesto en aquella ocasión. Cuando le comuniqué a mi padre la decisión de abandonar la carrera, él, lejos de incomodarse, me felicitó y me deseó suerte en el camino que emprendiese. Fue lo mejor dejar la casa paterna. Desde que la represión se infiltró en la Agraria, aun cuando no existiese ningún vínculo con los cumpas, bastaba que te viesen hablando con alguno de ellos para ser candidato seguro a desaparecido. Lo más conveniente, por tanto, era salir de la casa. No debía comprometer más a mi familia. Vivo pues, en Bayóvar, quizás el más inmenso y más poblado de los asentamientos humanos que rodean a la Ciudad Enferma (estrangulándola, aprisionándola, cual gigantescas boas chavinoides, tragándose su ridículo orgullo de Ciudad de los Reyes). Los hijos de estos asentamientos humanos simularon integrarse en forma vertiginosa a la cultura que les proponía la Lima del sueño de sus padres. Pero las gigantescas boas chavinoides no sólo acabaron con la altanería de la ciudad que despreció sin piedad a sus ancestros. Además, las boas engulleron sus miserias: la Ciudad Enferma de cielo ciego y corazón marchito, que ya antes había acabado con las perturbadas almas de los padres, falsificaba ahora a la descendencia y rebajaba sus ilusiones. La habitación que he alquilado es una de las veinte que ha construido Felícita Andrade en su casa de tres pisos. Es ésta una mujer de unos sesenta y cinco años bien 143


llevados, dueña de un floreciente negocio de distribución de abarrotes y artículos para bodegas en el tumultuoso mercado de Caquetá. Felícita ha parido cinco hijos: los dos mayores estudian hace muchos años en la que fuera la Unión Soviética y al parecer han logrado afincarse por aquellos lares. Felícita es felíz cuando comenta a sus conocidas que ya debe tener algunos nietos gringuitos. Yo llegaba al cuartucho sólo por las noches, agotado del trabajo en la fábrica. Las primeras semanas acudía a diario a una carpa-kiosko en donde vendían pollos fritos, salchipapas, salchicancha y, ya de madrugada, caldo de gallina. Este negocio era un punto de encuentro para la mayoría de pobladores en la zona, paso obligado de quienes subían a las laderas y aún más arriba, a quienes llamaban terrucos. Como cara nueva por aquellos sitios, fui al principio bien atendido en la carpa. Recibía numerosas invitaciones y era bombardeado por las preguntas de los más habladores. De las discretas averiguaciones personales, fueron pasando poco a poco a las preguntas más íntimas. Pero, de todas estas, la que se repitió con mayor frecuencia —y la que yo más detestaba— fue la relativa a mis preferencias futbolísticas. Finalmente, uno de los más acriollados, me dijo: ¡Tú debes ser de la «U», compadre! ¡Acá, los pobres somos de Alianza!, y no me quedó otro camino que desmentir al hincha, de la única forma que sabía hacerlo: ¡No me gusta el fútbol, causa! ¡Todos esos peloteros son un montón de mierda, vendiéndose al mejor postor! Los concurrentes a la carpa me miraron con ojos perplejos y sólo algunas mujeres me dieron la razón tímidamente. Los más cretinos murmuraron: ¡A este le suda la espalda! En otra oportunidad, aparecí un viernes y, como era mi costumbre, pedí un par de papas amarillas sancochadas, choclos, ají y huevos duros. Apenas había empezado a pelar las papas, cuando un tipo retaco, ataviado con gorrita de logo Nike, un BVD fosforescente anchísimo con el número diez grabado en la espalda, un pantalón a la cadera que arrastraba al caminar y unas gigantescas zapatillas Adidas, se acerca a la 144


radio en donde la voz del Jilguero del Huascarán entonaba un conocido huayno. Coloca al instante un casete de salsa de moda, a un volumen insoportable. Algunos de los más viejos protestaron tímidamente. Lo miré directamente y el sujeto, amparándose en su grupo, pero sobre todo en el silencio de la mayoría, se apartó del ruedo donde se encontraba libando cerveza y alzó más el volumen. La reyerta fue entonces inevitable y aunque pude haber terminado cortado en la pelea de aquella noche —de no haber sido por la mediación de un grupo de los que vivían en las laderas— este incidente sirvió para que mereciese el respeto del lumpen del barrio. Una de las pocas muchachas blancas de la zona —dueña de un jardín de infancia en las faldas del cerro y egresada de la Normal de Monterrico— me invitó a un grupo carismático católico organizado por la gente más creyente de Bayóvar, con la finalidad de recolectar ropas, víveres y libros destinados a la gente de las laderas, para evitar que caigan en manos de esos fanáticos israelitas o de tantos terrucos que viven por ahí, afirmó coqueta y convencida. Los labios corazón y la brillante mirada de la joven no pudieron con el rechazo que sentía por los católicos. Una noche en que el sueño no llegaba, escribí la siguiente especie de misiva, pensando fotocopiarla y arrojarla casa por casa: Pobladores de Bayóvar: Ustedes creen ser nuevos ciudadanos. Ustedes creen ser limeños. ¡Qué necedad! La fantasía del limeñismo es garantía segura para preservar su salud y su estabilidad psicológica. Véanse tan sólo en sus fiestas: basta un poco de alcohol y los más audaces sacan a relucir un cuchillo afilado, destellante y vengativo. La nostalgia por un huayno que les recuerda su estirpe serrana desbarranca en necias broncas estimuladas por la cerveza más cara del mundo. ¡Qué lástima que no se den cuenta que el resentimiento está en sus tétricas escuelas y en sus jardines de infancia! ¡Qué lástima que no se den cuenta de la perversidad que brota de sus televisores! 145


Absorto, leí la misiva tres veces. ¿Alguien ahí entendería aquellos párrafos pretenciosos? Luego, como volviendo en mí, abrí la puerta del cuartucho y trepé a la azotea. Miré las calles y reparé en que era fin de semana al escuchar por los parlantes las estridencias de los ritmos de moda animando polladas y otras actividades. Mi vida desfiló en pocos segundos ante mis ojos y me sentí fuerte. Estaba solo.

Varias mentiras Me propuse hablarle ese mismo día a la hora de salida. Lo que quedaba de la tarde me las pasé ocupado, pensando en la forma en que la abordaría, en las palabras y frases que iría a decirle. Ya casi al anochecer, la esperé en el paradero del Óvalo de Santa Anita. Una ansiedad que me hizo recordar aquella que sintiese la primera vez que esperé a una muchacha, me ponía nervioso. Preguntaba al ambulante de casetes si tenía de Los Destellos o de Hugo Blanco y su Arpa Viajera. El vendedor, un hombre de edad mediana y procedencia serrana, me contestaba con indiferencia. Los rítmicos saxos y las chillonas guitarras eléctricas de una orquesta huarochirana lograron irritarme por momentos, hasta que el vendedor, en una lamentable decisión, cambió la cinta por una de Las Chicas del Can en Radio Mar Plus. —¡Qué torpeza, carajo! —pensé y me alejé hacia un poste de luz, escupiendo mi desprecio por el vendedor de cintas que se contoneaba, feliz, con Juana la Cubana o algo así. —¡Salserito saliste, huevonazo! —grité, mientras el vendedor me miraba desconcertado. Los minutos transcurrían en cámara lenta. Yo sentía clavarse los ojos de todos en mi espalda, en mi rostro nervioso, y ella no aparecía. El fuerte olor a tabaco de la fábrica de enfrente empezaba a perfumar el ambiente. 146


Al fin, la vi surgir de entre un grupo de obreras de gestos apurados y rostro fresco, mojados los cabellos por el rápido baño después de la jornada de trabajo. El sano orgullo que irradiaban sus ojos, se hacía por momentos insoportable, como el penetrante olor del tabaco que enrarecía cada vez más el aire. La vi tan linda, mucho más que otras veces. Desde entonces, el olor picante del tabaco me recordaría la terquedad de sus ojos que aquella vez se clavaron tercos en los míos, como radiografiándome el alma, en un duelo de miradas en el que me di por vencido. Al reconocerme, sonrió, y me hizo un ademán amistoso. Me acerqué y todo lo planeado se esfumó por completo de mi mente. No fue necesario fingir ni emplear artimañas para entablar una conversación al instante. Ella vivía con sus hermanos en Vitarte y posiblemente postularía a alguna universidad.Mentí,ahora sí,para acompañarla, diciéndole que yo también vivía en el distrito. —¿Y cómo te llamas? —preguntó haciendo una breve pausa— Ya venimos conversando desde el mediodía y ni sé tu nombre. —Sebastián —respondí, impulsado por un resorte y extendí la mano. Otro resorte me impulsó a repreguntar de inmediato: —¿Y el tuyo cuál es? —Lucía —respondió ella muy serena. Al tocar sus manos pequeñas y trigueñas pude ver que tenía las uñas muy cortas y sin pintura. Sentí ásperas las yemas de los dedos y la palma algo encallecida. —Lucía. Luz del día. Bonito nombre —dije y me sentí un tonto. Preferí callar. Me salvó el tintineo de las monedas saltando en manos del cobrador que pasaba. Resulta perverso recordarlo, pero Mocedades tarareaba secretaria, secretaria, la que mira, escucha y calla. —Yo pago, por favor —le ofrecí todavía confuso. —Bueno, gracias... Sebastián. —respondió, muy seria. Su timbre de voz, delgado y diáfano me recordó la voz de un niño de primaria y disipó la confusión de mi mente. Como atraído por una fuerza magnética, no podía dejar de mirarla, 147


aun cuando hacíamos paréntesis en el diálogo. Sus ojos negros, orgullosamente sanos, refulgían. Parecía no reparar en que yo la estaba contemplando. —¿Dónde bajas? —preguntó de un momento a otro, haciendo el ademán de ir a bajar del ómnibus. —Eh... pasando Puruchuco, ¿Y tú? —repregunté, temiendo que descubriese mi mentira. —Pues en Puruchuco —dijo sonriendo— ¿Y cómo nunca antes te había visto subir a esta línea? —preguntó con curiosidad y una sonrisa pícara. —Bueno es que... ya te lo explicaré. Falta poco para bajar, si gustas puedo acompañarte, luego no camino ni una cuadra, no tengo apuro —sugerí, nervioso. —No, no hace falta. —Anda, en serio, no tengo apuro. —Bueno, pero sólo hasta la esquina de mi casa —aceptó ella al fin, sin perder la sonrisa ni un momento. Hasta este instante yo había olvidado lo que más me intrigaba, por supuesto después de ella. Entonces traté de buscarle el tema del sindicato. Me impresionaba la resolución y el coraje de la joven, que de ahora en adelante llamaré por su nombre, Lucía.

Hogar postmoderno

La fría mañana de agosto en que llegué a casa de Felícita Andrade a solicitar la habitación fui atendido por una muchacha muy joven de ojos asustados que me abrió la puerta y me invitó a pasar a la sala. Respondió a mi saludo haciendo una venia y con la misma timidez se retiró en silencio. Un degradante uniforme gris rata, largo y muy ancho, ocultaba el encanto del delgado cuerpo de la adolescente que desapareció tras una fina puerta de madera laqueada: sus torneadas pantorrillas, apenas visibles, no podían mentir. Solo en la habitación, iba y venía lentamente, daba unos pasos y luego regresaba al punto de partida. Mis 148


ojos escrutadores no tenían descanso: el brillo del parqué del piso era impecable y los muebles, de fino acabado, sin una pizca de polvo o suciedad, pese a la zona polvorienta. Un escritorio de pino chileno y multitud de cuadritos de esos que se compran en Ripley o Saga Falabella, dotaban de una elegancia impostada a aquel lugar. Me iba poniendo nervioso. Un gigantesco cuadro de La Última Cena presidía un comedor no muy amplio y otro del Sagrado Corazón de Jesús hacía lo mismo en la sala, donde, como dije, además refulgían artesanías de tipo chino y figurillas de yeso y porcelana representando elefantes, caballos y hombrecitos raros. Debajo del cuadro del Corazón de Jesús se hallaba un imponente equipo Sony de cuatro discos compactos con una potencia de salida que calculé en por lo menos tres mil vatios. Este hogar está consagrado, me dije: la teología y la tecnología se enfrentaban en aquél rincón del mundo. Al costado del asombroso equipo de sonido, una especie de gaveta albergaba una colección de seguro invalorable para sus poseedores: de entrada impactaba el glicolizado rostro de Eva Ayllón gesticulando en una estudiada pose que adornaba la portada de su CD, más allá los mejicanos Thalía y Luis Miguel en poses similares. También pude ver discos originales de Rolling Stones, Air Supply, Aerosmith, Oscar de León, Celia Cruz, Wilfrido Vargas, y otro de García Zárate. Alguien además en esta casa debía ser fanático de lo que en los ochenta denominaron rock en español, pues un cajoncito aparte contenía casetes de Los Hombres G, Charly García, El Tri, y otros más que no recuerdo. Solitario, un CD de Nirvana con el rostro desencajado de Cobain, le daba el toque noventero a la mazamorresca muestra discográfica. Pero mi sorpresa fue mayúscula al atisbar tres compactos de cantos gregorianos al lado de otro, donde Richard Clayderman luce un terno blanco y una cara de cojudo espantosa. Un escalofrío electrizó mi cerebro. Aturdido por la muestra, trataba de explicarme por qué aquella casa me resultaba, a pesar de las evidentes comodidades, tan fría y poco hospitalaria, cuando entró la joven de ojos asustados. Un tenue olor parecido al incienso 149


perfumaba el ambiente y lo diferenciaba por completo de las otras casas de la zona que había visitado, cuyo cálido olor a guiso en curso, a fritura, a verduras, a ropa sucia amontonada, a sudor de niños que juegan, revelaba la presencia de seres humanos. En cambio en ésta, el ritual y amodorrante aroma del incienso de las Nazarenas me recordaba las pocas veces que en la infancia visité un cementerio o una parroquia de cristianos. El olor de muertos era tan parecido. Ensimismado no prestaba atención a la joven que recién había entrado y que miraba perpleja y desconcertada. —Ahorita baja la señorita, joven. La señora se ha ido a misa y ya no tarda en llegar, ¿viene por lo del aviso, no? —preguntó la muchacha mirándome a los ojos, sólo por un instante. Era obvio que venía por lo del aviso, ya se lo había dicho al entrar. Ella seguía mirándome y bajaba con ingenuidad el rostro como esperando que le dijese que se retirara. En la mansedumbre y modestia del tono de su voz se intuía fácilmente que era de las que nunca tuvo la oportunidad de escoger. Yo sólo la miraba y un deseo irrefrenable empezó a recorrer mis entrañas. El deseo se incrementaba conforme transcurrían los segundos y ella permanecía allí estática. Fueron martillazos en el cerebro los que me impulsaron a cometer tal estupidez esa mañana. —¿Cuánto te pagan? —pregunté a boca de jarro. La joven salió pero volvió al instante con un vaso de limonada en un platillo de loza. No supe si escuchó lo que dije y me parecía rara la atención tan esmerada. Empezaba a incomodarme más todavía el que demorase tanto la señorita. Al recibir el vaso de limonada rocé a propósito la mano de la joven y la sentí helada y húmeda. Varias de sus uñas estaban carcomidas y deformadas por una avanzada onicomicosis y la piel curtida de sus largos y delgados dedos, veía cortes y cicatrices. Mientras bebía, ella permanecía parada a mi costado, con la vista perdida en la pared del frente como si esta fuese un cielo vasto y maravilloso y por un instante creí percibir cierta simpatía hacia mi persona. No era alta y tenía los ojos negros, grandes y redondos y pestañas lacias, largas y espesas, como de vicuña. Tienes ojos de vicuña, 150


hermosos ojos de vicuña, pensé agitado en ese momento. Ella pestañeaba con calma y parecía que iba adquiriendo serenidad al estar parada a mi lado. Al terminar la bebida, devolví el vaso y otra vez contemplé los guiñapos de uñas destrozados por los hongos y los fríos dedos de piel curtida poseían la sombría belleza de los cadáveres de los que mueren despedazados sin saber por qué motivo. La muchacha– vicuña jaló rápidamente el plato con el vaso y, avergonzada, hizo puño con la mano asesinada, asintiendo apenas con la cabeza. Antes de desaparecer con su degradante uniforme gris rata tras la puerta laqueada, volteó la cabeza y me miró a los ojos. Parecía querer decirme algo, pero no lo sabía en realidad. No lo dudé más y la llamé: —¡Espera! ¡Espera! ¡Espera un momento! Ella se detuvo y la habitación se inundó de un perfume embriagador y penetrante. El ruido que se hace al bajar corriendo las escaleras, anunció la aparición de la señorita. La joven se retiró sin volver el rostro, mientras yo volteaba para contemplar a la recién llegada. —¡Hola, cómo estás! —saludó ella con un tono obsequioso, cumplidor, amigable. Su voz escuálida tenía todo el eco que dejan las pacharacas que parlotean en las telenovelas nacionales. —Buenas tardes, vengo por la habitación —respondí fríamente —La niña me dijo que tu mamá no tarda en llegar, pero quiero saber el precio y las condiciones del contrato. —¿Qué niña? —preguntó ella sorprendida. Reaccionó luego, y: —¡Ah, la Sofía! Sí, sí, mi mami ha ido a la misa y quizá demore porque en la Legión de María están organizando un bingo, no sé. Pero mira, la mensualidad es de ciento cincuenta; das tres meses de adelanto y eso sí, nada de pasarse. O sea, nada de música a todo volumen, ni tragos, ni chicas; tú me entiendes. Ya verás mejor el contrato cuando llegue mi mami... ¿OK?... Ahora si estás de acuerdo, podemos... —¿Puedo ver la habitación? —Claro, claro, a eso iba, ven please, yo te guiaré... ¡Ay sorry! ¿Te pisé? 151


Haciendo gala de agilidad felina, la chica trepó de tres en tres los escalones y de un solo tirón hasta la azotea. Al llegar al techo, comprobé todas mis sospechas. Por ciento cincuenta no podía esperar más que eso: cuartos de triplay con mapresa, como conejeras, alineados uno tras otro. Eran seis y los otros cinco también eran ocupados por estudiantes. La señorita —la seguiré llamando así por comodidad—, al no encontrar la llave en el cajón de un reseco armario, llamó a gritos a la vicuñita, que acudió al momento. —¿Sí, señorita, qué desea? —pronunció una voz temerosa hasta el llanto. Al entrar al cuartito, volvió a gritarla a su antojo, pues bellas telarañas adornaban los vértices del cuadrilátero de no más de dos metros. Me puse colorado y traté de atenuar la falta diciendo que no se preocuparan, no era nada aquello. Pero mi indiferencia parecía aumentar más la ira de la prepotente muchacha. Altiva, largó a la asustada joven y luego de una perorata justificadora de la servidumbre y de lo inútiles que resultan algunos empleados, exagerando la sonrisa, me invitó a instalarme esa misma tarde. Al bajar al primer piso, ahora sí, muy despacio, va preguntándome dónde estudio; yo estudio en la San Martín, Turismo y Hotelería, dice ella risueña; en dónde trabajo, porque yo además trabajo ah, en estos tiempos tan duros, soy secretaria en AFP Integra; y, mi nombre, llámame Karim no más, dice, y exclama, afectadísima, ¡ups!, excuse me si es que he sido impertinente, tú me entiendes, es que es bueno saber algo sobre los inquilinos, ¿no te parece? No lo pensaría más, tomaría el cuartucho. El precio me convenía. Volvería en la tarde con mi pequeño catre, el colchón de espuma y las dos mochilas de drill, con los libros y algunas ropas. Sospechaba sin embargo que no sería buena la relación con la soberbia muchacha. Lo sabía no sólo por la prepotencia con que humilló a la joven empleada, sino por la mirada desafiante de sus ojos verduzcos. Al despedirme de ella, me besa muy cerca a los labios con una naturalidad increíble. Yo nunca acostumbraba a despedirme ni a saludar a las mujeres besándolas en el rostro. 152


Sofía y la memoria ¿En qué secretos rincones de nuestros cerebros se halla localizada la conciencia? ¿Qué oscuros y complejos mecanismos son los que intervienen para que esta funcione y para que a veces recordemos vivamente episodios intrascendentes y otros, tal vez decisivos, se pierdan en un torbellino de historias, de ideas, de palabras, de rostros? ¿A partir de qué edad podemos decir con certeza que recordamos? Hace muchos años —aún cursaba el colegio—, conocí a una admirable mujer de edad indefinible, tan libre y culta como melancólica. Ella afirmaba, rescatando su belleza del cansancio, que podía clausurar su memoria, apenas un recuerdo negativo —una traición, un desengaño— amenazaba confundirla y empujarla al precipicio de la depresión y la tristeza. Igualmente decía que cuando deseaba revivir momentos de felicidad —de auténtica e instantánea felicidad, recalcaba— no hacía más que poner en blanco su mente y ante ella aparecían como secuencias de una vieja y añorada película, fragmentos felices de su vida pasada. Me parecía increíble y siempre quedé con la curiosidad de saber si este extraordinario mecanismo podía extenderse hacia recuerdos que no fuesen sólo los del amor de pareja, sino hacia aquellos sucesos que en estados normales de conciencia son imposibles de evocar, hacia los recuerdos de los sucesos determinantes durante la infancia, más aún si esta fue carente de afecto y estima, sumida en la miseria o en el laberinto. Sofía —al igual que Julia— recordaba muy poco de su infancia. Apenas chispazos, instantáneas muy débiles, casi siempre sugeridas por otras personas. Sabía que había existido, sabía que había vivido, pero no sabía cómo. No lo recordaba. Para Sofía, la vida se inició cuando el padre alcohólico asesinó a la madre de varias puñaladas, enloquecido por celos infundados. Toda la barriada se enteró de la desgracia y el padre huyó antes que los vecinos más cercanos le echasen 153


guante. Nunca más se supo de él. Cuando esto ocurrió ella tenía cinco años y fue recogida por una tía, hermana del padre, que recién invadía por los cerros de Bayóvar. Sus hermanas menores fueron enviadas a un orfelinato y luego, tal vez, las adoptaron. Ricardina Gonzales parió cuatro hijas y en el último alumbramiento nacieron gemelas. Ella trabajaba en las mansiones de La Molina y vivía en Picapiedra, asentamiento humano que por aquellos años empezaba a formarse en los extramuros de las casonas molineras. A veces, cuando ya era muy tarde, se quedaba a dormir con las niñas en el cuarto de servicio de alguna otra doméstica. Movilizarse a esas horas con dos pequeñas a cuestas era muy difícil: no existían micros por aquella zona. Por eso, cuando nacieron las gemelas le fue imposible seguir lavando ropa. El marido alcohólico se negó rotundamente a firmar a las niñas, aduciendo que la mujer había sido infiel. ¡Serrana puta!, era el insulto preferido. ¡Con cuántos te acostarás cuando no vienes a dormir! ¡Esas no son mis hijas!, gritaba y maldecía, preso de los diablos azules. Luego, la golpeaba sin piedad hasta hincharle el rostro, los brazos, las piernas. Una noche, ella llegó muy tarde a casa. Llevaba unos pantalones que los patrones le habían regalado para el marido. Pero este, ebrio y encolerizado, pensando que se trataba de la ropa del amante fantasmal de su imaginación patológica, golpeó con tal brutalidad a Ricardina y a Sofía, que la madre estuvo en cama una semana, con el cuerpo cubierto de hematomas y heridas. Algunas veces el padre no aparecía durante dos o tres días y Sofía y la otra pequeña salían al mercado a recolectar verduras desechadas o bien a recibir lo que les regalaban las señoras que conocían a su madre. Con lo que lograban juntar, cocinaban una sopa con papas, menudencias de pollo y todas las verduras que encontraban. Así alimentaron a la madre durante la semana que permaneció en cama. Muchas vecinas, enteradas de los abusos del marido alcohólico, la instaban a denunciarle, pero ella temblaba de miedo y lloraba. Dicen que el recuerdo es la felicidad —sobre todo la felicidad— y debe de haber algo de cierto en ello. Los 154


años infantiles de Sofía transcurrieron en la más absoluta infelicidad y el laberinto. Leonardo Palomino era un agente viajero envejecido prematuramente por la afición al licor y a la vida muelle y libertina. En un viaje a la sierra de Piura conoce a Ricardina Gonzales y la hace suya. Destacado a la zona norte por sus cualidades como representante de ventas, la visita ahora con mayor frecuencia. Ella confía en el vendedor que va hasta el recóndito Paltashaco, su pueblo natal, ella cree en el atento y educado muchacho que habla tan bien con sus padres y hermanos. No puede engañarla, no va a engañarla. Palomino era un limeño de piel cobriza y andar afectado. Negro le decían sus hermanos mayores de piel más clara que la suya. Y Tostao, le pusieron en el Bentín durante la secundaria. ¡Si al menos hubieses sacado el pelo crespito de tu padre! se lamentaba la madre, alisando compasivamente los lacios y cortísimos cabellos del enclenque mataperro de seis años. Y Palomino creció y empezó a mirar a las chicas y a sentir los primeros cuchillazos del rechazo. El rechazo de lo que más anhelaba en la vida: el rechazo de la carne blanca. Al cumplir los trece años, inició amistad con una joven del barrio, pobre y de piel canela —cobriza— como la suya. Dos o tres ocasiones caminaron después del colegio; hasta que una buena tarde, los mozos mayores los vieron. Esa misma noche, Palomino fue objeto de las burlas despiadadas de toda la patota: el feo con la fea; el cholo con la chola; ¡trepacholas de mierda! Aquella noche, no pegó las pestañas. Odió y maldijo su color cobrizo y escupió, llorando, sobre la foto de Marilú Albújar. Nunca volvió a salir con una muchacha cobriza y se convirtió en el más feroz racista del grupo. Rechazado en dos ocasiones por criollitas cabezahueca debido a su pobreza y a la oscuridad de su piel trigueña, el prometedor vendedor viajero no desfallecía. Por ello cuando se enteró que Ricardina tenía tres meses de embarazo, su única alegría fue imaginar que el fruto que ella alojaba en el todavía poco abultado vientre, sería de piel tal vez blanca o al menos más clara que la suya. Simultáneamente, un instinto asesino encendió su mirada y abofeteó a la mujer. 155


¡No, no es mío, eso no es mío!, le dijo señalando su barriga y amenazándola con el puño. ¡Tú no eras virgen, puta, tú no eras virgen! Esa fue la primera vez que la golpeó en el rostro y con fuerza. El amargo llanto de la muchacha, sus ruegos y sobre todo la frustración omnipresente de Palomino —pasaba noches enteras, imaginando el rostro y los rasgos y sobre todo el color del hijo que nacería, ¡porque tiene que ser hombre, carajo!, vociferaba en euforias de borrachera— pudieron más que el saber que una chica pobre de aldea serrana, por más blanca que fuese, no sería bien recibida por su familia. ¡Tú no eras virgen, puta, no lo eras!, gritaba su orgullo, mientras regresaba a Lima, ya con Ricardina gestando a Sofía, luego de haber anunciado a su familia que se casaba en provincias.

Blancos, con barba y sin culo Caminábamos muy despacio, haciendo comentarios sueltos sobre el clima, los cerros de basura —una cordillera de inmundicia que vertebraba toda la Carretera Central— y la congestión vehicular en el mercado de Ceres. —¿Así es que los del sindicato no hacen nada? —comenté tratando de buscar el tema de la fábrica. Por suerte la custer era poco ruidosa y cosa rara, en la radio del vehículo apenas se percibía la voz aflautada de Ricardo Montaner entonando alguno de sus éxitos. —No lo digo sólo yo —me respondió y sentí otra vez la escrutadora mirada–radiografía de hacía unos instantes. —Observa en tu sección —prosiguió mirándome a los ojos. Los vehículos avanzaban violentamente, después de esperar tres semáforos verdes sin moverse, mientras decenas de paisanos intrépidos intentaban cruzar la Carretera Central toreando los carros. —No sólo estamos mal pagados, sino que además no se respetan nuestros derechos. Los que trabajan con 156


ácidos no tienen ni siquiera máscaras que les protejan de las emanaciones. Pobres pulmones, pobres ojos. Con el seguro nos mecen, y para colmo, el jefe de personal nos roba dinero del mismo sobre y, como está tan seguro de su puesto, amenaza con echarnos si protestamos. —¡Sí, es increíble! —le di la razón, y me animé a contarle lo que había sucedido hacía unos días en la sección de hombres. —En tintorería había un obrero, un señor de edad, que no se dejaba e incitaba a los demás a reclamar. Decía que él había trabajado con el padre del dueño y que con su sangre y sudor ahora el desgraciado ese, tiene lo que tiene. La rusa se las tenía juradas. Hace unos quince días el señor Huarcaya llegó cinco minutos tarde y a pesar de estar dentro de la tolerancia, no le dejó entrar. Después de una hora los guachimanes le permitieron ingresar y la rusa lo mandó a limpiar los baños de todas las secciones de hombres con ácido muriático y ni siquiera le quiso dar guantes ni mascarilla. Nosotros veíamos pasar al señor con sus baldes de agua y los ojos completamente irritados por los vapores del ácido. Callado no más, se tragaba su cólera. De un momento a otro, lo vimos tambalearse al pie del lavadero grande que está por el patio de almacenamiento y luego se derrumbó como fulminado al concreto. Corrimos para ayudarlo y Bustes, el jefe de personal, vino a ordenar a gritos que regresáramos a nuestras máquinas. Le dijimos que el señor se había desmayado y no nos hizo caso. Debe de ser el calor, dijo el infeliz. Con su cuerpo de gelatina se dirigió hacia el señor Huarcaya, que ni siquiera se movía. Agarró una jarra, la llenó de agua y se la tiró en la cara. Luego lo cacheteó y ahí, recién, al ver que no reaccionaba, vino asustado hacia nosotros y me dijo que fuese a avisar a la rusa que el ocioso de mierda del Huarcaya se había desmayado. —¡Viejo’e mierda! —masculló el cobarde— ¡Yo no sé por qué permiten que estos viejos flojos sigan trabajando!¡Si ya no tienen ni fuerzas, carajo! El señor Huarcaya había sufrido un paro cardíaco fulminante por el colerón que le 157


había causado la rusa. A sus familiares ni siquiera quieren pagarles la indemnización. Dicen que él ya se había acogido a la renuncia voluntaria y figuraba con un contrato en un service. Cuando terminé de hablar, Lucía se notaba transformada. Las pasiones redentoras que reivindican los rebeldes, ennoblecían su rostro. —Sí, nos enteramos de eso. Pero no hay que preocuparse. Las pagarán. Y pronto —dijo con una seguridad que me dejó pasmado. —¿Tú crees que el sindicato hizo algo? —proseguí—, el sobón de Chuquín dijo que un paro cardíaco no se presenta nunca de un momento a otro y que seguro Huarcaya ya tenía antecedentes, pero como era tan terco no quería tratarse. Además, era conocida su aversión hacia los médicos y los hospitales. —Y en tu sección, ¿no se organizan, no conversan sobre estas cosas que suceden en la fábrica? —preguntó acercando mucho el rostro, demasiado. —No. En realidad hablamos generalidades con el Gato y otros dos más que son muy conscientes, pero todo queda en palabras y al día siguiente a seguir trabajando como robots y a agachar sumisamente la cabeza cuando te gritan y pisotean tus derechos. No sólo es el miedo a que nos boten: lo peor es el adormecimiento. En las secciones de hombres, el que no habla de fútbol, de la U o de Alianza, es peor que un tuberculoso. Hasta maricón te dicen. O sino las fiestas y... Bueno, tú también lo sabes, no creo que en las secciones de mujeres sea muy distinto. —¿Estudias algo? —preguntó Lucía. El chofer había elevado un poco más el volumen de la radio y la voz de Montaner resultaba más ofensiva ahora. —Llegué al segundo ciclo de Letras en San Marcos, pero la carrera no me convencía. No se aprende a escribir en una universidad dirigida por delincuentes y regentada por profesores que se alquilan como prostitutas. Hasta las putas son más dignas, porque si no les gusta el cliente no tiran y se acabó. Quizás en ese instante no quise o no pude 158


decirle que la causa real del abandono no era sólo el dinero, ni la formación técnica, sino la falta de un por qué para tanto sacrificio. —¡Qué radical! —Tal vez más adelante vuelva —proseguí, ignorando su ironía— pero por ahora no me queda otra que trabajar, si no es aquí, en otro lugar en donde no me exploten tanto. —Pero si no es aquí, en otro lado igual te van a explotar, Sebastián. Y si es fábrica y con service, peor todavía. Es que no es sólo el mal pago, Sebastián, tú dejas tu vida en la fábrica, ¿y crees que eso se compensa con la miseria que nos pagan? El tiempo que dejas de estar con los que quieres o de hacer las cosas que en verdad te gustan —Lucía gesticulaba con las manos y todo su rostro era una flor encendida por la emoción y el apasionamiento de sus palabras. Cuando me llamó por mi nombre creí sentir un tono especial, cariñoso. Ya estaba lisiado. —Si, tienes razón. Por eso detesto las famosas horas extras. En mi sección hay un sobonazo que hace horas extrañas hasta las once, doce de la noche y quiere trabajar doble turno. Es un cajamarquino pretencioso que dice que él no se cansa y quiere ver progresar a su familia. Progresar es su palabra preferida. Pasa más de quince horas encerrado en la fábrica. ¿Te imaginas? Siempre llega con folletos de las grandes tiendas: Saga, Santa Isabel, Ripley. Y el patita vive en San Juan de Miraflores. Y tiene como tres tarjetas de crédito. La semana pasada llegó comentando que ya estaba terminando de pagar las últimas letras de su televisor Sony de 29 pulgadas a colores y con control remoto. Extasiado, contaba las funciones especiales que realizaba el aparato y que hasta le iban a poner Cable Mágico, clandestino no más. Ya sólo me falta el dividí, que lo saco el próximo mes, contaba emocionado. Después, a la hora del almuerzo y eso sí fue ya insoportable, cuando otro de los señores de su misma sección de tintorería contó que dos de sus hijos se habían contagiado con piojos, él, escandalizado como pituca, dijo que eso sólo ocurría en colegios pichiruchis, y esa fue su palabra, colegios pichiruchis, que sus hijos estudiaban en 159


buenos colegios particulares y que para eso él se rompía los lomos, para que ellos no estudien en cualquier colegio de mala muerte. Lo más indignante es que la gente en casos así permanece en silencio; no son capaces de poner en su sitio al petulante. Si fuera un ricachón el que se expresa de esa forma, pase y adelante, pero un pobretón de mierda. No me jodas, pues… —Lucía sonreía de una manera extraña. Por momentos abría tanto sus ojos y se acercaba tanto a mí que podía sentir su respiración en mi rostro. —¡Anda, so cojudo, no hables huevadas! —le dije y me paré bruscamente. Pensé que me iba a buscar la bronca, pero el infeliz se chupó. Lucía me miraba sorprendida, pero sus ojos sonreían. Olvidé por completo que estaba con ella y mi natural torpeza y mi predisposición al lenguaje coprolálico pudieron más que mi vergüenza. Incapaz de soportar los grititos de placer de Montaner en la radio del vehículo le exigí al chofer que bajara el volumen. Por suerte me hizo caso: estaba dispuesto a acariciarle el hocico si me respondía de mala forma. —Disculpa por las lisuras, pero es que me indignan esas actitudes. —¡Ah, creo que sé quién es! —dijo ella, con un brillo extraño en los ojos y una sonrisa perdonadora—. ¿No es uno flaco, alto, blanquecino, que siempre usa pantalones de tela y zapatos de punta, Verástegui creo que se apellida? —Sí, ese es, y tiene ojos de pericote asustado. —Ése… Es un presumido. Un tiempo perseguía a Celia, una chica de mi área; si hasta le dijo que no era casado. Y que vivía en Matellini y no en San Juan de Miraflores. Y que en su tierra todos eran blancos y altos; ese ya no tiene nombre. Celia dice que se divertía escuchando las idioteces que le contaba. —Un día el Gato, harto ya del petulante, le dijo con esa picardía innata de los cutervinos, si pues cholo, en tu tierra todos son altos, blancos, con barba, sin culo y con un tremendo aire de estreñidos, porque todos descienden de tres o cuatro españoles que se tiraron a todas las indias y todos son más o menos primos o medios hermanos. Al 160


cholo casi se le sale el calzoncillo y nunca más volvió a dirigirle la palabra. Nuevamente no pude con mi genio y aunque no me dijo nada, noté el rubor en la carita de Lucía y una hermosa sonrisa que poco a poco se transformó en una risa franca y terapéutica me dejaron hipnotizado. Luego, ella prosiguió. —Sí, pues, eso pasa por trabajar como borrico. Las horas extras, las famosas horas extras. En otros sitios ni siquiera te las pagan. Mi hermana menor trabajó un tiempo en una de esas fabriquitas, pequeñas empresas se llaman ahora. Elaboraban bluyines y sólo trabajaban chicas. La mayoría, menores de edad. El dueño era un tal Chiroque Taco, que ahora es alcalde. Traían a sus paisanas pobres de Huancayo y las hacían trabajar hasta las diez, las doce de la noche. Comían en el mismo sitio en donde trabajaban y el menú era una porquería, que la misma dueña se encargaba de descontar del jornal diario. Anda ahí a reclamar que te paguen las horas extras. Mi hermana llevaba su lonchera y no duró ni quince días. La botaron por ineficiente. La cólera y la vehemencia hacían resplandecer su rostro y los ojos ardían. Bellísima, pensé, y sentí ganas incontenibles de abrazarla y besarla sin límites. Un viejo huayno de mi infancia y que creía olvidado, brotó a mis labios sin darme cuenta: Pártete conmigo Un cuartito de silencio Préstame esta noche Tu maleta de los sueños Frótate conmigo Hasta que me salga el brillo. Llévame esta noche A San Fernando Iremos un ratito a pie Y otro caminando. Súbeme al monte de las siete verdades Y enséñame a besar como sólo tú lo sabes. Vamos a robar naranjas 161


Y en cuanto amanezca Nos subimos a la parra Para hacer el amor Sobre el lucero del alba Caminamos unos cuantos pasos más en perfecto silencio. Yo no podía evitar mostrar mi contento y mi alegría al escuchar aquellas palabras de los labios de una mujer tan joven. Las chicas que pude conocer el poco tiempo que estuve en San Marcos, competían en estupidez y pedantería y, si bien es cierto, tenían sus redondeces, apenas abrían el hocico, escapaban ideas alimañas y reaccionarias, cantadas en el tono pacharaco de mononeuronal de telenovela nacional, que perdía rápidamente todo interés en ellas. —¿Y tú estudias algo? —pregunté por cortar el silencio. Me miró fijamente a los ojos. Respondió sonriendo: —Por ahora no. Tengo una hija de un año y no me alcanzaría el tiempo. —¡! —me mostré totalmente sorprendido. Si no pasaba los dieciocho años. Estaba seguro. —¿Por qué? ¿Acaso hay un estereotipo de las mujeres que han parido? —¿Eres……entonces? —Oye... ¿También existe un estereotipo de las mujeres casadas?... No, no lo soy. Al mencionar esto último, se turbó tanto que me sentí un entrometido. Su carita se desencajó, pero en un par de segundos, luego de respirar profundamente, recuperó la compostura. Me arrepentí de haber preguntado tanto. Al llegar a la esquina más próxima, Lucía se detuvo y se despidió. Volví a tocar sus manos pequeñas, trigueñas y curtidas. Volví a sentir ganas de abrazarla y besarla sin límites. —Espero que seamos amigos —me dijo para despedirse al tiempo que me extendía la mano. —Sí, seguro, hubiera querido conversar un rato más, pero no tengo documentos y estas batidas que hacen a los carros. 162


—¿Pero, cómo? ¿No dijiste que vivías a sólo unas cuadras? —preguntó con una sonrisa pícara que dejaba entrever una dentadura sana y fuerte. Avergonzado, me había sonrojado como un niño que es descubierto en plena travesura. —Eh... no, claro, yo vivo por acá, mejor dicho —me ataranté con muletillas. —Bueno, te entiendo, mejor mañana hablaremos, ¡chao! —Sí, nos vemos, ¡chao! Antes de doblar la esquina, me grita: —¡Oye Sebastián, qué bonito el huayno! En ese momento me porté nuevamente como un tonto. Si nada hubiese costado contarle la verdad. Sí, seguro, hablaremos mañana, pensaba mientras regresaba a casa, sonriendo aún por largo rato.

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PARTE IV

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Dos perros se aman Queda aún algo de vino en el fondo de la pequeña damajuana. Los vidrios que aprisionan al líquido reflejan una sonrisa nostálgica en mi rostro. Miro lentamente alrededor mío. Las bancas con las parejas de amantes —ahora entrecruzados como acróbatas— , la vegetación oscurecida por las sombras de la noche, algún noctámbulo solitario y a lo lejos las estridencias de los ritmos macabros. Dos perros callejeros están yogando más de media hora, impasibles ante la gente que transita. Se encuentran ahora en la fase en que no pueden separarse y el macho mira a la izquierda con los ojos babeantes y la hembra mira hacia la derecha con expresión moribunda. En su paroxismo se han metido al jardín de una gran casa que colinda con el parque. Una casa cómoda, colorida, colonial, triste. Los perros son felices. Varias parejitas, escandalizadas, los espantan. Otras, se paran y se retiran estupefactas. Las mujeres, sobre todo, son las más horrorizadas. Me dan pena y pienso que éstas jamás se entregarían de aquella forma tan total y desinteresada. Bebo los últimos sorbos del tinto barato y al levantar los ojos veo venir a la hembra que hacía unos minutos me miraba con insistencia. Un ajustado pantalón de tela roja, un breve top azul eléctrico, en una mano un carterón de cuero negro y en la otra, el enamorado. Vuelan dos autos muy modernos. Ella gira el cuello para contemplarlos, extasiada. Al pasar por mi lado, arrojo la botella hacia un costado; me roza con sus tetas y cruzamos miradas. Me levanto, siento un ligero mareo, tiro mi mochila al hombro y camino. Adelanto a la pareja y escucho que murmuran algo. Son los perros, le dice ella, esos perros sinvergüenzas me han dado asco. Vuelvo el rostro rápidamente: el tipo trata de besarla pero ella se le escurre y sigue caminando. Su excitante mirada es elocuente y siento una inmensa lástima por ellos. Ni bien terminan de pasar los infelices, cuando una vieja como de setenta años, resinosa hasta los ovarios, sale a 167


toda prisa de su casa, alborotada, vociferante, extrañamente erecta. En las manos lleva una olla grande y humeante. Adivino la maldad que va a cometer la vieja erecta. Unos aullidos estremecedores y el perro sale disparado con la verga sancochada por el agua hirviendo. ¡Vieja imbécil!, pienso con rabia. Y creo que la vieja escuchó mi pensamiento. Al instante, salió con un escobón y un perrillo relamido y agresivo que no cesaba de ladrarme. La malvada me miró de pies a cabeza, miró también la botella vacía de vino y me echó al atrevido chucho. No pensé hacerlo, lo juro, pero tampoco iba a dejar que el monstruoso pekinés me destrozase el pantalón por capricho. Veloz, agarré la botella vacía y en un descuido de la vieja se la reventé en el pequeño cráneo. En el microbús, sentado en la última fila de asientos, pienso que todo lo sucedido en estos meses es un sueño. Rebusco en los bolsillos de la mochila como para convencerme y extraigo de entre las hojas de una vieja edición de «El Mundo es Ancho y Ajeno», la carta de Lucía, sus hermosos poemas. Quiero volver a leerlos, pero no puedo. La mala conciencia me lo impide. Los guardo y contemplo la rauda sucesión de casuchas. Me acerco a mi destino y ya no dudo. La decisión está tomada, pienso, y avanzo para bajar. No hay marcha atrás.

El tío israelita Cuando Julia hablaba de sí misma no había quien la pare. Me cuenta de su vida, me dice que no es de Lima aunque no parezca, que vive en un hogar que ya no soporta, que el padrastro es un ricachón enfermizo que seduce chibolas pobres y bonitas, que sus hermanos son nerds sin ilusiones, que su mamá bebe tres cocktails diarios de champán con xanax para poder seguir viviendo, que en su casa hay siete televisores y tres schnauzer sal y pimienta que lloran todo el santo día porque la casa siempre está sola, que las empleadas 168


les duran un par de semanas por las mañoserías del padre y, lo peor de todo, que tiene miedo de que yo desaparezca de un momento a otro. Sabe de su origen incierto, la madre borracha le ha revelado que fue alumbrada en algún lugar escondido entre las selvas de Mazamari y Pichanaqui y que por culpa de ella la vida de la madre ha sido un rosario de desventuras y mala suerte. Al principio no le presto mayor atención, total, me decía en los momentos de mayor cinismo, es una rufla loca que levanté en Barranco, en la medida en que me alivie la soporto, cuando ya no la aguante, la mando al carajo. Probablemente ella también pensase de esa manera. Aunque por momentos su expresión desolada hace que me arrepienta de mis pensamientos, no puedo permitirme confiar plenamente en Julia. Así pasaron tres meses. Pero ella siempre insistía con el tema del misterioso tío internado en la Amazonía. Hasta que llegó el esperado día. —Iremos a visitar a Matías, el mayor de los hermanos de mi madre que tiene chacras en territorio compartido con los campas. Sólo se llega navegando por río varios días. Si quieres, mañana mismo nos vamos. Tengo la plata para los pasajes. Tudela, así le llamó a su padrastro, estará fuera de Lima un par de meses y no creo que mamá repare en mi ausencia —dijo intentando mostrar alegría, intentando mostrar seguridad, intentando demostrar que era dueña de su vida y así sin más, al día siguiente enrumbamos hacia Chanchamayo en Perla del Oriente. Fueron apenas veinte días en la selva, pero esos veinte días bastaron para conocer sobradamente a Julia. Al volver del viaje dejé de verla varias semanas. Tal vez por miedo a mi conciencia o porque deseaba estar solo, ni siquiera la llamaba por teléfono. Transcurrió un mes y seguía encerrado en mis cosas, en un mutismo incomprensible para ella. Sumido en mis pensamientos, buscaba la mejor manera de ayudarla, causándole el menor daño posible. Me quedaba en la fábrica hasta tarde, haciendo horas extras, para que ella no me encontrase en el cuarto. Por fin, un viernes, ella me esperó a la salida del trabajo. Aparenté que no sucedía nada, diciendo que había querido estar solo y terminamos, 169


como siempre, en la cama después de un par de tragos. Ella quería irse de su casa. La crisis familiar se había ahondado al retornar del viaje y amenazaba con hacerse permanente. Una semana después, me llamó Sebastián preocupado: Julia había telefoneado y muy triste, dijo, le había pedido que hable conmigo. Las críticas de Sebastián hacia nuestra relación eran duras y frecuentes, así es que no eran siempre bienvenidas. Es increíble, uno con los amigos puede tomarse tantas libertades, incluso herirlos, pero si las ideas y la empatía sobre las que se ha construido la amistad son verdaderas, ésta persiste, el grado de complicidad es cada vez mayor y la amistad se fortalece. Caso extraño en Sebastián, llegó puntual a la cita. Su noción de tiempo nada tenía que ver con la que tiene la mayoría de gente doméstica. Nunca cargaba reloj; decía que lo más horrible era sentirse presionado por unos malditos dígitos, que alternaban cada segundo, alertándote sobre la obligación. Al verlo cruzar la avenida, con su andar lento y seguro, acudieron a mi mente los recuerdos de otros amigos, ahora ausentes. Alguien que no lo conociese, no creería que Sebastián tenía veintiún años. De complexión delgada pero fuerte, representaba con facilidad unos dieciséis o diecisiete. —Hola —saludó al llegar. —¿Qué pasa que no podías decirlo por teléfono? —Es que preferí hablar personalmente contigo, no creí justo incomodar a tu madre dejándole el mensaje —respondió algo irritado. —Tienes razón, ¿pero de qué se trata? —volví a interrogarle con vehemencia. Nuestros pasos nos dirigían hacia el cruce de las avenidas Arequipa con Javier Prado, que a esa hora bullía de gente. Aspirantes a yuppies salían apresurados hacia los bares, chicas de academias apretaditas y olorosas se dirigían en manada hacia las discotecas de Barranco y Miraflores. Tropillas de vendedores ambulantes correteaban tras los modernos autos que cruzaban la Javier Prado. Núbiles y hambrientas putas iluminaban la noche. 170


—Me visitó Julia, estaba muy preocupada, pues pensaba que tú... —Sí, sí... Entiendo ahora... —Quiere que la busques, dice que ya está trabajando donde tú sabes. De todas maneras, me dejó la dirección en este papel; pero como no lograba comunicarme… —dijo Sebastián al tiempo que me entregaba un sobre de un papel impecable. —¿Sucede algo más entre ustedes, pendejo? — interrogó con su conocida sonrisa malévola y me dio un par de golpecitos en la cabeza. Eso era lo que más me encantaba de él, el gran respeto hacia mí que nunca demostraba. Experimenté un gran alivio. —No, nada de eso, uón. Es que me desaparecí por unos días –afirmé dudando. —Eso es lo que me dio a entender ella. Sólo dijo que no se veían varios días y que ni siquiera la llamabas. —No sé, hermano; estoy cagado. Quiero pensar bien qué es lo que estoy haciendo, sobre todo el fondo de nuestra relación; a dónde nos conduce; no es justo que siga ilusionándose de esa manera. —¿Qué, otra vez con que no entiende? ¿O eres tú el que no logra hacerse comprender? Ese cantar es conocido compadrito, no lo olvides. Que su forma de comportarse, que sus esquemas, que sus aspiraciones... —Sebastián hablaba algo sarcástico y no sabía ni siquiera bien sobre el asunto. Su optimismo a veces era irritante. Estuve a punto de mandarle al carajo, pero me contuve. —Si tanto te jode, déjala pues huevón. ¿Qué, acaso no cumpliste tu objetivo? ¿No la disfrutaste bien? —Me miraba fijamente a los ojos para provocarme. Seguimos caminando en silencio. —Mira compadrito, no te sulfures, pero recuerdo a propósito unas frases de Cortázar, que decían más o menos así: luchar por un ideal es tan cercano y hermoso como el gesto de acariciar un seno o jugar con un niño. Y yo creo, compadre, que por ahí vamos. —Pero entre acariciar un seno y acariciar un seno puede haber una distancia abismal, vertiginosa... Incluso 171


una oposición total —respondí rápidamente recordando a Cortázar. —Y yo no sé en qué momento acariciar los senos de Julia se conviertan, si es que no lo son ya, en un obstáculo para seguir avanzando. —le contesté, seguro de que iría a retrucarme. Sentí náuseas. —¿O es que ella te va a servir de pretexto para zafar de la vaina, compadrito? —dijo en su jodido tono sentencioso. Estuve a punto de mandarlo al carajo. Hicimos de nuevo un largo silencio, durante el cual la caminata se volvió más lenta. El acarneramiento de los habitantes de la Ciudad Enferma los sábados por la noche era algo que siempre habíamos detestado. Hacía unos años —todavía no nos conocíamos y los caminos recorridos eran diferentes— el desprecio que profesábamos por las aficiones y gustos de la normalidad limeña, hubiese impresionado a cualquier psicólogo o humanista. Incluso, Sebastián refirió haber mandado al diablo en una ocasión a una chica lista con quien salía, pues al negarse él a ir al cine El Pacífico y exponer sus razones, ella le dijo que uno detesta más lo que lleva por dentro y que ese era todo el motivo de su resentimiento. Así de simplón y metafísico. Mira las cosas con otros ojos y verás como todo cambia, le dijo tomándole las manos cariñosamente. —Esa noche la sodomicé sin clemencia para amortizar su misticismo y nunca más la volví a ver, compadre —me contó sin pizca de arrepentimiento. Era una repugnancia patológica y visceral, que fue atenuándose por fuera, conforme integramos nuestras existencias a un contexto nuevo. Las gentes permanecían como autómatas a lo largo de la semana. Idiotizados en sus trabajos, en sus centros de estudio o en sus casas. Sin atreverse a pensar o reflexionar, apenas llegaba el viernes, corrían desesperados a refugiarse en sus fiestas totémicas. Siempre en mancha. Siempre con ropitas nuevas o bien lavadas. Siempre con perfume hasta en la sortija del culo. Siempre en constante acecho por ligar un vacilón que les sacudiese de lo rutinario, de sus hipócritas 172


formas de relacionarse entre ellos. ¡Quién sabe! Después de todo tenían derecho a interactuar, aún con su falsedad. Muchas veces me imaginaba una Lima sin corriente eléctrica durante meses: la producción y la economía serían lo menos importante (en un país sostenido por el narcotráfico); lo trágico, sería la desesperación que reinaría ante la ausencia de la auténtica cocaína del pueblo: la música enajenante y las fiestas de fin de semana, la puta diversión. Sin radio, sin televisión, sin trago, sin cine, sin periódicos que dirigiesen y manipulasen las emociones y sentimientos de esta mayoría de mierda, ansiosa de información. Seguro morirían, pensaba. Toda esta gente idiota que viaja apurada en las malditas combis, custer, micros o los tucos, en sus autos nuevos. Sí, de seguro morirían, pensaba, asintiendo con la cabeza y sonriendo irónicamente. Y si tan sólo dirigiesen esas energías hacia algo nuevo y diferente. Sentí ganas de comentárselo al silencioso Sebastián, pero tantas habían sido las ocasiones en que habíamos hablado y fantaseado sobre esa posibilidad, que preferí seguir callado. Caminar en silencio con el amigo por las calles vacías, repletas de gente y no sentirme incómodo me causaba un placer fortalecedor y extraño. —¿Unas cervezas, cumpa? —propuse con cierta timidez. Temía que Sebastián se negase. —Está bien, tú dirás dónde —respondió, acariciándose el rostro erizado de una barba rubicunda que asomaba recia y mestiza. Hacía unos años nunca bebíamos cerveza. Sobre todo él. Se negaba a contribuir aunque fuese sólo con una, al mantenimiento de lo que llamaba la asquerosa propaganda de este licor y al infamante y autorizado negocio de la alcoholización masiva. Este apasionado gesto adolescente fue dejado a un lado cuando Sebastián se hizo menos virulento. Pero sólo en parte, porque cuando la ocasión lo merecía, no perdía la oportunidad para tomar un vino o un pisco con los amigos. Negarse a hacer un brindis con cerveza, por ejemplo, a los obreros de la fábrica, hubiese sido no sólo una descortesía, sino que podría haberse interpretado como 173


un signo de engreimiento. Enrumbamos entonces hacia uno de los tantos bares que hay por la avenida Arenales. Por allí no servían ni pisco ni vino ni ron. Durante el trayecto —unas cinco cuadras todavía—, permanecimos silenciosos. Apenas unas frases que prevenían antes de cruzar tal o cual bocacalle o un insulto a algún tuco que, imprudente, conducía el carro del padre. Cuando alguien camina con una persona, sea cual fuere el sexo de ésta, llega un momento en el que la incomodidad se hace evidente, sin importar el motivo por el cual ambos estén juntos. Serán las energías de uno y otro que se repelen o la ausencia de una amistad real la causante de esta situación antipática, pero me ha sucedido muchas veces. Casi siempre con los compañeros de universidad, los diálogos giraban en torno a los cursos, las notas y promedios, las futuras opciones de trabajo, la maestría o el doctorado para los que tenían plata o no conseguían trabajo. El arribismo más vil y rastrero teñía estas conversaciones. Al quedar en silencio, un carraspeo delatador, una sonrisa forzada para reiniciar comentando sobre el clima reinante y terminar con los diálogos más afectados y tontos, salpicados de obscenidades y jerigonza. Incluso con mis hermanos y parientes sucedía tal cosa. Al llegar al local, un viejo bar de descuidadas paredes que debieron haber sido celestes hacía mucho tiempo, nos sentamos en una posición bastante estratégica: cercana al baño para evitar dar largos rodeos a los parroquianos —el bar estaba repleto de pequeñas mesas de madera apolillada— y alejados del viejo equipo estereofónico para oír menos cerca los estridentes merengues dominicanos. Por suerte, el baño estaba limpio y después de todo, no apestaba menos que el tufo que quedaba al día siguiente de una borrachera. Ni bien terminamos de sentarnos y ya un par de piernas cocottas se nos acercaban para atendernos. Ambos nos miramos a los ojos y sin cruzar palabra, Sebastián pidió dos sin helar, de cualquier marca. La chica tenía puesta una minifalda que apenas le cubría las nalgas y se preocupaba cada momento por tirarla hacia abajo, haciéndose la 174


perturbada. Los borrachos entusiasmados, la preñaban con la mirada. Ella se sorprendió cuando Sebastián le repitió «de cualquier marca, da lo mismo» y se inclinó casi hasta tocar sus mejillas para que se lo repitiese, causando tremendo alboroto entre los borrachines que incluso se levantaron de sus asientos, entusiasmados. Al instante, nos dimos cuenta que la chica no llevaba sujetadores. Un halo de piel marrón aureolaba los mórbidos pezones que se distinguían nítidamente. Los dos nos miramos otra vez a los ojos y con una sonrisa cómplice, seguimos el bambolear de las piernas de la muchacha alejándose por las cervezas. Desde el fondo, un zambo de un metro ochenta con los brazos cruzados a la altura del pecho, dominaba todo el escenario. Pese a todo, si algo de bueno tienen estas cantinas comunes y corrientes, es que no poseen esa atmósfera cargada de altivez y soberbia, esa podre que hace irrespirables aquellos bares a los que acude cierta intelectualidad que se jacta de formar parte de una élite y en cuyas conversaciones sólo vale pintura, cine y literatura. Un viejo texto, que leí hace mucho tiempo, acude a mi memoria, sí en verdad, ¿qué hacen los jóvenes inteligentes de las familias acomodadas, si no hablar de literatura y pintura? Quizá con amigos de más baja extracción, algo rudos, pero también más atormentados por la ambición, ¿Qué hacen, si no hablar de literatura y de pintura, desaliñados, subversivos, dispuestos a hacerlo saltar todo por el aire, empezando ya a calentar con sus jóvenes traseros las sillas del café ya calentadas por traseros de los herméticos. Sigo con la mirada perdida por unos minutos. Sebastián permanece también inmutable. Cantinas como las del Rímac, Barrios Altos, el centro de Lima o, para ir más lejos, las chinganas de cualquier barrio periférico, son preferibles con tal de evitar a estos rebeldes enfermos de esnobismo burgués. —Hay algo que quería contarte hace varias semanas acerca de Julia. —comencé, mientras Sebastián llenaba su vaso con la cerveza recién puesta en mesa. —Habla, ueón, te escucho. —respondió, luego de pasarme la botella. 175


—¿Recuerdas que hace mes y medio viajé con ella a Chanchamayo y Satipo? —Claro, recuerdo incluso que ella te pagó el pasaje. No entiendo, no me irás a contar cómo trepabas al níspero en el borde del río. —sentenció Sebastián con su conocida sonrisa malévola. —No hermano, eso es i-ne-na-rra-ble —yo también sonreía ahora y por un instante se me fue la preocupación. —No, no es ese el asunto. Al llegar a Chanchamayo visitamos primero a unos primos suyos en una casa hacienda medio abandonada. Nos trataron con indiferencia y casi diría, desprecio. Ese mismo día viajamos hacia Satipo y allí tomamos un cuarto en una hostal barata. Al día siguiente, muy temprano, abordamos una barcaza que transportaba de todo y nos dirigimos a través del río Tambo hacia la comunidad ashaninka de Cheni, cerca a la localidad de Betania. Según nos informaron los primos de Chanchamayo, allí vivía el tío a quien Julia deseaba ver, no sé bien por qué motivos. El Tambo es una de las últimas zonas donde los ashaninkas han podido refugiarse de la explotación a que los someten los colonos. Colindante con la comunidad de Cheni existe otra, del grupo religioso de los israelitas, que proceden en su mayoría de las serranías de Ayacucho. Y casi en medio de estos dos grupos, Matías Schrader, el tío de Julia, había establecido sus dominios: un tambo de regular tamaño construido con horcones de chonta y hojas secas de un material parecido a la totora. La cabaña estaba ubicada dentro de una de las dos chacras que cultivaba con su familia —sediento, apuré el primer trago. Proseguí: durante la travesía fluvial que duró casi dos días, no hubo contratiempos, salvo tal vez el sol inclemente. Llegamos un sábado al atardecer. Al entrar a la comunidad nos sorprendió el absoluto silencio reinante. No había a quién preguntar nada. El sol abrasador y la gran humedad del ambiente eran terriblemente sofocantes; los mosquitos se clavaban sin piedad en los brazos, el cuello, las manos. De pronto, los ladridos de un perro enjuto asustaron a Julia que husmeaba a la entrada del tambo más pequeño y desolado. 176


Tras el perro llegaron corriendo cuatro muchachitos. Dos más grandes —calculo que tendrían doce o trece años— llevaban yucas recién cosechadas, ventrudas y terrosas. No se asustaron ante nuestra presencia y se aproximaron amistosos. Uno de los más pequeños se acercó, luego de coger un par de yuquitas y nos la ofreció sonriente, balbuceando algo así como ¡caniri, caniri! Antes de que pudiésemos preguntar por Matías, los dos más pequeños escaparon corriendo y riendo hacia la espesura por un sendero abierto con machete. Los otros dos quedaron estáticos contemplándonos. Después de unos segundos, uno de ellos empezó a amontonar las yucas en un cesto y el otro nos preguntó en un castellano muy aceptable que a quién buscábamos. Desconcertados, no respondíamos y el niño nos contemplaba desde la inocencia de sus ojos rasgados y con el ceño levemente fruncido. Era el único que llevaba un pantalón de tela sintética. Los otros llevaban un faldón muy basto de algodón silvestre. Todos iban descalzos y el cabello amarillento del que nos interrogaba indujo a Julia a abrir grandemente los ojos. Pude adivinar lo que pensaba. —Matías es mi padre —respondió el niño muy sereno. Julia intentó acariciarlo y regalarle caramelos, pero él los rechazó firmemente. De nuevo se escucharon los agudos ladridos del perro, seguido de los muchachitos que corrían gritando ¡Viracochas, viracochas!, dando saltos alrededor del padre. Matías apareció con un cincho atado a la cabeza y a la cintura. Sostenía así una gigantesca cabeza de plátanos verdes. Unos papagayos posados en el borde de unas ramas peladas y que hasta entonces habían permanecido como perfectas esculturas multicolores, empezaron a graznar aunando sus voces al ladrido del perro y al griterío de los niños, quienes ante sólo una severa mirada del padre, callaron y con ellos, los animales. La expresión hosca y lejana de Matías al vernos, cambió bruscamente cuando Julia empezó a hablar: —Hola... tío... soy hija de Olga… Olga, tu hermana menor... Soy Julia. —Perplejo, Matías la contempló unos 177


segundos que fueron interminables. Luego con expresión de verdadero júbilo, la abrazó muy fuerte y largo rato. Los pequeños y yo no salíamos del asombro. Ya iba anocheciendo, así es que nos dirigimos todos hacia la seguridad del tambo, a una hora de camino desde el pueblo. Después de las obligadas presentaciones, Matías —me miró directamente a los ojos, me estrechó fuertemente la mano y sus ojos seguros y sus manos duras eran los de un hombre sano—, nos contó que la comunidad estaba vacía, pues todos habían ido a unas charlas que dictaban los misioneros norteamericanos adventistas. —Desde que el ejército expulsó a los subversivos, estos evangelistas se han adueñado de la zona —refirió y su voz fue interrumpida por el ladrido de uno de los chuchos que se había adelantado demasiado. Cheni era una las tantas comunidades que había caído en manos de estos traficantes de la fe, a pesar de la férrea oposición de Matías y otros más que fueron acusados de terrucos y pese también a la cercanía de grupos de religiosos israelitas y de ashaninkas senderistas. —Los atraen con regalitos y promesas. Hasta les dan medicina, tan necesaria para defenderse de las enfermedades que ellos mismos traen, y ropas, incluso dinero he visto. Luego, poco a poco, les hacen renegar hasta de sus costumbres, llenándoles la vida de prohibiciones: sábado no trabajar porque es día de descanso, no comer pescado pelado, o sea sin escamas, que son casi todos los que existen en las cochas y ríos selváticos, no comer carne de sachavaca ni venado, ¡Absurdo, carajo!, ¡absurdo!, contó indignado, mientras aceleraba el paso. Ya estaba oscuro, Julia empezaba a quejarse, Matías y sus hijos se desplazaban con seguridad felina y a mí me resultaba sorprendente la franqueza de Matías para manifestar de manera tan abierta sus opiniones. En la ciudad, la gente se cuida mucho, tiene prevenciones: la desconfianza y el miedo que genera una ciudad enferma te impide la sinceridad hasta contigo mismo. Pero Matías no reparaba en que hacía menos de una hora éramos unos extraños, apenas emparentados por Julia, una sobrina a 178


quien él no veía más de quince años. Me arrancó de mis reflexiones uno de los chicos que repetía ¡absurdo, carajo, absurdo!, mientras apuntaba a la copa de un árbol con un pequeño arco, gritando ¡tunchi tunchi! Al llegar al tambo fuimos recibidos por una mujer muy joven que se encontraba asando carne y plátanos verdes en una especie de parrilla construida con barro. Era carne del famoso venado rojo que Matías y uno de sus hijos habían cazado días antes. —Dos días perseguimos al escurridizo maniro, hasta que por fin una noche sin estrellas, kashiri nos favoreció con su luz y pudimos darle alcance con nuestras flechas —refirió Matías, acariciando con la mirada al niño que portaba el pequeño arco. Los ashaninka siempre dicen, cuando hay, hay que comer, si no hay, no se puede comer. Cuando logran cazar huanganas, añujes, pavas de monte o cualquier pájaro, comen hasta el hartazgo. Pero si se trata de pesca comunal, la mitad de lo recolectado es salado y secado por las mujeres, que almacenan este valioso producto. Sin embargo Matías era bastante parco y la carne del maniro les duraría pues unas dos semanas. Al rato presentó a Clementina, su mujer, luego de habilitarnos un lugar para sentarnos en el tambo. Uno de los niños jaló unos gruesos troncos de árbol cortados por la base y pulidos, que resultaron ser perfectos asientos. Luego penetró a otro ambiente del tambo, separado por un denso cortinaje de hojas secas muy grandes, entretejidas con una fibra elástica y resistente. La mujer, muy reservada, nos miraba de cuando en cuando con desconfianza comprensible. Llevaba atada a la cushma de tocuyo, una faja ancha teñida con achiote y adornada primorosamente con huesos de añuje, sobre el cual se dibujaban extrañas geometrías que imaginé sagradas. En la faja que colgaba a la altura de la cintura transportaba a una niña como de dos años. La criatura tenía un gran parecido físico con Julia y creo que disfrutaba del delicioso olor que despedía la carne conforme el fuego la abrasaba. Con su rostro pálido, encendidas las mejillas por 179


el calor de las llamas, contemplaba a Julia, ensimismada, sonriendo de cuando en cuando. Los ojitos rasgados, de un marrón muy claro, no osaban pestañear, fijas las niñas en el rostro de la extraña. El más pequeño de los muchachitos me jalaba de las manos y me mostraba, alegre, su chacopi, el arco y flechas ya mencionados, muy diminutos y adecuados para sus fuerzas. Fabricados con la durísima madera de la chonta y con lianas especiales, el chacopi no era un juguete: funcionaba. De un momento a otro, la pequeña rompió a llorar. La madre giró el tsopirontzi —la faja teñida y adornada con huesos de añuje—, verificó si la pequeña había ensuciado y volvió a ponerla en su sitio habitual. Empezó entonces a entonar un cántico monorrítmico. La misteriosa melodía transmitía una estremecedora carga narcótica y la niña no tardó en quedarse dormida. La noche se abatió más pronto de lo imaginado sobre la rústica vivienda. El bramido del viento y la omnipotente voz del río Tambo se sentían muy cercanos, doblegando la imaginación. Julia sintió miedo y deseos de irse a dormir, pero el tío la detuvo diciendo que iba a contar su historia.

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Los poemas de Lucía Hombre fuerte que expone la espalda Al sol, Ese sol que lo abrasa Dándole a su piel el más hermoso Color, olor y sabor Del trabajo Qué largo es el camino para los dos ¡Y no sabes cuánto alegra! Sí, nos entregamos Por placer, No como seres inmundos Más allá siempre del famoso Orgasmo Para nosotros no existen solo nuestros Cuerpos, No existe solamente Sexo, Sólo nuestros ojos donde nos amamos tanto Uno al otro La cúspide para nosotros no sólo es corporal Es el desborde y es La elevación Es protegerte, porque eres Tan pequeño Es admirarte por ser Tan puro Es amar tu ser Es amar tu existencia. ¡Por qué la gente no entiende! Por qué no se detienen para reflexionar Por qué somos seres indiferentes ¡Qué especie somos con un sinnúmero de aberraciones! Tanto los malditos dominantes Como los malditos dominados ¡Qué especie somos! ¡Miseria no! 181


Soncco warmi Coraz贸n de mujer luchadora Que deja al macho necio Para enrolarse con la gente Que es su gente, gente de pueblo. Verdaderamente. Coraz贸n que no busca su felicidad, Que no busca su satisfacci贸n Sin sentido. Mujer que quiere engendrar hijos Con olor a pueblo, Con sabor a lucha Y justicia Y conciencia de clase Soncco warmi luchadora que deja al macho necio Macho con ideas revolucionarias Y actitudes burguesas.

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Busco Busco firmeza Busco constancia Busco rebeldía Busco justicia Busco alegría Busco lucha Busco pueblo Busco sonrisa Busco guitarra Busco fuerza Busco tierra Busco andes Busco ríos Busco cerros Busco lluvia Busco hermanos Busco caminantes Busco libertad Busco puños en alto Busco ponchos Busco verdad Busco pureza

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Lucía y los espejos La relación de Lucía con el espejo siempre fue ambivalente. A diferencia de muchas jóvenes que al ingresar a la edad de la adolescencia empezaban a incomodarse por un mestizaje demasiado evidente, revelado en los pómulos del rostro o en el matiz y color de la piel, Lucía rara vez pasaba largo rato frente a un espejo. Las pocas amigas que logró hacer en el colegio en el cual cursó la secundaria, la tenían a este respecto, sin cuidado. Cuando una niña que pasa de la pubertad a la adolescencia, me dijo una noche, sucumbe ante los cosméticos (y por tanto, al espejo) es muy difícil que alguna vez en su vida deje de usarlos (y por tanto, deje de mirarse obsesiva, al espejo). Su indiferencia hacia las cremas y afeites no se debía a una autosuficiencia intelectual ni a tempranas inclinaciones lésbicas. Alguna vez llegó a confiarme que para ella la mujer que no se pintaba la cara poseía un atractivo especial, misterioso, incluso para otras mujeres. La primera vez que la vi, parada en el Óvalo de Santa Anita, tenía el rostro rutilante, pero sin un ápice de pintura. Sólo la cara lavada y los cabellos recogidos en un moño recio y serpenteante, que cierto, la dotaban de un halo misterioso, no de femme fatal ni de intelectual renegada de izquierda, revuelta contra todo lo que signifique exaltación de la forma y goce de los sentidos. Conforme la fui conociendo, durante los ocho meses que compartimos nuestros días, llegué a amarla con tal intensidad que incluso, ella llegó a sentir miedo. No me tomes cariño que estoy de paso, me dijo una ocasión fatal, mientras leía unos textos de un hindú de luenga barba llamado Osho. Yo sentí que el mundo se me venía encima y no reparé en ese instante en que lo que ella me quería hacer notar era lo nefasto del apego. En San Fernando, cuando trasladan ganado adulto de un lado a otro, hay veces en que los animales, incapaces de adaptarse al nuevo hogar, enferman y se dejan morir de hambre. No hay veterinario ni ciencia que logre curarlos. A este sentimiento, nosotros le llamamos la querencia y, en ese momento, con el pulso 184


acelerado, sentí que las palabras que ella decía, anunciaban de alguna manera la despedida. Pero no se crea que Lucía no se miraba jamás al espejo. Los primeros tres meses —lo reconozco avergonzado— la espié, para determinar si en realidad ella se contemplaba o no a espaldas mías, pero sólo logré dos cosas. Confirmar que realmente pasaba pocos minutos frente al espejo y descubrir que en un baúl de esos de antaño, grande y ventrudo, guardaba una escultura aún a medias. Las largas horas que pasaba supuestamente leyendo, las ocupaba en dar forma a aquella misteriosa alegoría. ¿Qué era o qué representaban aquellas formas producto de una imaginación como la suya? Eran dos o tres grupos de figuras, de los cuales uno me llamó fuertemente la atención por la fuerte carga erótica y sensual que emanaba de la maestría con que habían sido cinceladas las figuras. Esto fue un enigma que logré desentrañar al final y que me inquietó durante varios meses. He de reconocer, de otro lado, una inquietud morbosa de mi parte por escudriñar en el tipo de relación que establecen los seres humanos con el espejo, pues creo que el hecho de contemplar la reproducción invertida de nuestras caras y nuestros cuerpos en un plano de dos dimensiones puede conducirnos a la reflexión o al engaño. Ella nunca comentaba sobre su contextura física, con esas características frases de la mayoría de jóvenes, como, ay, estoy engordando o, ay, estoy recontraflaca, o ay, estoy aumentando acá o estoy bajando más allá. No; cuando llegaba de la calle, juntaba un balde de agua, siempre fría, y se iba directo a la ducha. En el baño de cemento bruñido colgaba un espejo pequeño, oxidado por la humedad y enmarcado en un listón de cedro labrado, regalo de su padre. En este espejuelo apenas si podía contemplarme el rostro cuando me afeitaba. Sin embargo, ella no se quejó jamás por esto. No sé si era consciente de la sensualidad de su delgado cuerpo, pero el caso es que no tenía necesidad de contemplar una reproducción en dos dimensiones de sí misma. Una noche, después de varios vinos, me atreví a preguntarle acerca del escaso interés que ella demostraba hacia la contemplación de su propia imagen en un espejo. 185


Ella, sorprendida, me miró a los ojos, me tomó de la mano y me guió hacia el fondo del corralón en donde estaba el baño. Allí teníamos una gran tina de plástico, vieja y descolorida. Lucía encendió una vela, la colocó bajo el caño que fungía de lavadero y empezó a llenar la tina con agua. Cuando estuvo llena, esperó a que se desaparecieran las burbujas que había dejado el fuerte chorro del grifo. En ese lapso de tiempo, dos o tres minutos, estuvimos en total silencio. Cuando las reverberaciones de las últimas gotas de agua desaparecieron, se acercó a la superficie inmóvil, mientras yo permanecía unos pasos atrás de ella. La tenue luz de la vela titilaba sobre la imagen de Lucía reflejada en el agua. Sus cabellos sueltos escapaban suavemente hacia los hombros desnudos. Ella se contempló sólo unos segundos en el espejo líquido. La serenidad que transmitía su imagen era sorprendente. De inmediato, me cogió otra vez la mano y sin decir nada, me atrajo hacia ella. Mi imagen reflejada en el agua a su lado era otra; era un rostro triste y desencantado el que me miraba sin tregua. ¿Quién era ese sujeto pelucón, de barba desordenada y ojos asustados que se exhibía, impúdico? ¿Era yo acaso? Sentí una sensación de malestar ante el desconocido que nos contemplaba desde el agua, pero ella permanecía silenciosa y quieta. ¿Quién era el culpable de esa sensación de incomodidad, era el espejo o era mi propia mirada? Muy despacio, me alejé de su lado. Ella miraba hacia la única luz de la habitación, la llama titilante de la vela, absorta en la frágil luminosidad que permitía contemplarnos. De repente empezó a hablar, sin quitar la vista del fuego redentor de la cera. —Mirarse al espejo no es siempre vanidad, Sebastián. Antes, cuando era niña, me gustaba mucho hurgar en las facciones de mi rostro, en cada pliegue y forma de mis extremidades y de mi cuerpo. Quería así entender el significado de mi propia imagen y del mundo que me rodeaba. Me parecía que así encontraría el camino para conocerme, para entender mejor mi naturaleza y la de todos nosotros. No me explicaba por qué tantas chicas se 186


torturaban día y noche ante la ambigüedad de estos trocitos de magia. Luego, más adelante, comprendí que no se trataba de los espejos, sino que eran nuestras propias miradas las culpables del rechazo que sentíamos hacia nosotros mismos. Nuestras propias miradas, Sebastián, cargadas de complejos y de traumas, son las que nos impiden traspasar los límites del espejo. Narciso no estaba enamorado de sí mismo. Él quiso solamente conocerse y en este intento perdió la vida, no reparó en lo iluso de pretender sólo conocerte y dejar de lado todo lo que te rodea. Ya hace varios años que no tengo esa pulsión de acudir al espejo para intentar conocerme. Sé que puedo morir en el intento y todo seguirá igual afuera. Permanecimos quietos unos minutos más. El llanto de la pequeña Silvia avisaba que era ya la hora de la teta. Una brizna de aire entró en la habitación y movió el agua, desdibujando nuestras imágenes: el agua era un espejo que debía siempre romperse. La penumbra del ambiente y la luz ya mortecina de la vela invitaban a la reflexión y al silencio. Esa sería una de las últimas conversaciones con Lucía. La historia de Matías Después de la frugal cena, en la que ofrecieron la carne del venado y yucas sancochadas, Matías nos obsequió con una botella del licor llamado chuchuhuasi, mientras que afuera se desencadenaba una torrencial lluvia. Entonces comenzó a contar su historia. Natural del codo del Pozuzo, en la selva de Cerro de Pasco y descendiente de los tenaces colonos austríacos que engañados por el gobierno de Castilla fueron a poblar los ferales montes de la selva central, Matías era un singular agricultor curtido por el sol y el trabajo en las chacras. Era el mayor de siete hermanos y Olga, la madre de Julia, era la penúltima y la única hembra. Casi todos los varones se casaron muy jóvenes con las hijas de hacendados o burgueses de la costa en matrimonios ventajosos para 187


ambos. En palabras de Matías, ellos salieron de la pobreza y el anonimato y ellas mejoraron la raza de sus acomplejados padres. —Sebastián me interrumpe. Gesticula con los brazos, llamando a la mesera que al momento trae dos cervezas más y él de inmediato quita las etiquetas. Siento mi rostro y mis ojos ya serenos y la tensión que de seguro reflejaba en los músculos faciales ha disminuido con el poder relajante de la evocación y cómo no, con el poder desinhibidor del alcohol. Sebastián me mira más sorprendido y creo advertir una señal de comprensión en su mirada. Luego de beber, prosigo: —Pero Matías había sido siempre medio loco y bastante rebelde. Se largó a Iquitos, en donde encontró un panorama todavía peor al de la joven Oxapampa. De allí partió a Manaos, sin un centavo, sólo sus pocas ropas, su valor y sus lomos, ya recios y fuertes, entrenados en las chacras y el diario recorrido por el monte. Muy diferente al resto de inmigrantes, desde niño prefirió la compañía de nativos campas a la de sus hermanos de raza. Quizás debido al bisabuelo, un bronco y viejísimo campesino tirolés, quien durante su larga convivencia con campas y amueshas llevaba siempre al pequeño Matías a las excursiones que realizaba; a veces permanecían semanas enteras en el bosque, monteando, tras algún maniro o rastreando huanganas, atentos y fieles a las enseñanzas de los campas. Es con ellos y con su entrañable amigo Nicolás Quinticuari, con quienes aprende todos los secretos del monte. Observa entonces cómo va siendo marginado gradualmente por los colonos debido a su cercana amistad con los nativos. Se vuelve un ávido lector de las pocas revistas y libros que caen en sus manos. Detesta la formación hipócrita de los religiosos católicos de la escuela, que son mandados desde la vieja Europa para la colonia. Incluso recuerdo, refirió, haber visto desfilar muchos paisanos, al ritmo de marchas militares fascistas dando vivas al Führer en vísperas de la Segunda Gran Guerra, aplaudidos por los curas. Me parece un sueño. Es así que mientras los músculos del cuerpo se tensan en el monte, cultiva su mente de forma autodidacta. Por estos 188


días muere el padre, único apoyo real con el que contaba, no sin antes dejarle una vieja Biblia en un alemán que apenas entendía y dos o tres volúmenes más, entre ellos el Fausto y la Ilíada. Nunca se esclareció el extraño accidente en que muere el padre, pero dos días antes ha golpeado al jefe policial de Pozuzo, por haber abusado de una campa adolescente que servía en casa de la amante del cachaco. Lo ha golpeado hasta dejarlo casi muerto en medio de la plaza principal y delante de todos. La muchacha violada es hija de un jefe campa finado, que ha sido amigo del bisabuelo de Matías. A los dos meses de la muerte del padre, incomprendido por la madre y los hermanos, abandona el colegio y se vuelve más arisco y montaraz. Es por esta época —cuenta— en que aprendí a consumir lo que ahora tanto propagandizan, el samento curativo, pero el uso que le dan ahora no tiene nada que ver con el que le dábamos nosotros. Te contaré —prosigue—, es Nicolás Quinticuari quien me enseña a reconocerlo con destreza, por sus hojas y por sus espinas que le dan nombre y sobre todo por sus flores pequeñas y sus semillas. En los trabajos cotidianos los hombres descüelgan los bejucos del samento, lo cortan y beben con avidez el agua. Trabajarás mejor, se dicen. Los campas respetan mucho al otorongo pues cuenta la leyenda que conocieron el samento gracias a él. Una noche, un cazador campa se internó por los montes con el fin de procurar carne para su hambrienta familia. Tras varias horas de exploración, ya cansado después de inútil busca, escucha un murmullo en pleno bosque: un gigantesco otorongo rasguñaba las cortezas de una liana muy gruesa, bebiendo con avidez el agua que caía del corazón del bejuco. Asombrado, vio después al felino lanzarse con gran agilidad sobre un venado. El cazador, ya recuperado de la impresión, bebió también del agua de la liana. Lleno de vigor, llevó trozos de la corteza del bejuco que curiosamente tenía las uñas del otorongo. Ya muy reconfortado, al amanecer logró abatir de un certero flechazo una enorme sachavaca. Es por ello que los ashaninkas nunca dan caza al otorongo, finalizó emocionado Matías. Al poco tiempo viajó al Brasil llevando mariposas exóticas de la selva alta para un reconocido coleccionista 189


alemán y sin proponérselo se quedó por varios años. Al igual que en muchas haciendas de la costa norte, existían lugares en los cuales recolectaban a las más hermosas muchachas de las razas de piel canela, las cuidaban y alimentaban y a la par que explotaban sus cuerpos, el sitio funcionaba como un centro de reproducción de mezclas curiosas. Las cruzaban con hombres blancos y los mejores frutos eran destinados a los mercados de Bahía y Río, cuyos comerciantes, ávidos de carne de muchachita virgen, pagaban cualquier precio con tal de obtenerlas. Fue testigo de las incursiones de colonos y soldados brasileños para expulsar, perseguir y exterminar a los aguerridos e indómitos xavantes, legendaria etnia indígena del Matto Grosso, ya casi diezmada por ese entonces. Era indispensable —contó— la eliminación total de estos pueblos para lograr la instalación y buen funcionamiento de las empresas del papel y la madera, de las grandes crianzas de cebúes y de los lavaderos de oro de los mafiosos, como años antes lo fue con el caucho y la balata. Todo esto y la propia explotación de que era objeto fue formando en el joven Matías una conciencia que sin haberse deformado con burrerías librescas, era una conciencia aliada y solidaria con el pobre, más auténtica que la de aquellos que sólo pregonan y tienen limpias manos de oficinista. En aquellos tiempos nunca dejé de recordar con dolor y nostalgia mi querida selva, mis amigos campas y las penurias e injusticias que padecían por parte de los militares y los colonos, prosiguió emocionado. Años después trabajó en la madera. Una calurosa tarde se encontraba descansando en el campamento, después de haber tumbado dos caobas gigantescas. De pronto escuchó un ensordecedor griterío y desgarradores lamentos. Al correr hacia el lugar de donde provenían los gritos, apartando la maleza a machetazos, contempló un espectáculo macabro: una patrulla de soldados brasileños han capturado a un grupo de niños indígenas, entre ellos un par de púberes de grandes ojos rasgados, piel broncínea y cabellos negros muy largos. Están desnudas y sólo llevan un collar de cuentas de color rojo ocre, que pende hasta el nacimiento de los tiernos senos. El sepulcral silencio 190


de la selva virgen es interrumpido apenas por los ocasionales cantos de algunos pájaros solitarios. Los soldados ebrios, violan repetidas veces a las adolescentes. Matías fuera de sí, coge entonces el machete y degüella a dos miserables, pero la superioridad numérica puede más que su valor e indignación. Aún consciente y rodeado por los compañeros del campamento maderero que han acudido alarmados por los gritos, puede ver cómo los soldados consuman el estupro ante la atónita mirada de los pequeños indiecitos. En un momento de descuido, el mayor de los niños, mozuelo de unos doce años, se escabulle de sus captores, agarra el machete y le vuela la pierna al más feroz de los agresores. Pagaría muy caro su atrevimiento. De inmediato fue maniatado, amarrado a un tronco y con un cuchillo curvo le abrieron el cuerpo desde la boca hasta el nacimiento del pene. Luego le cercenaron la cabeza. Los demás niños fueron degollados con igual brutalidad y desprecio. ¿Pero por qué hace tanto escándalo éste, si no es indio?, dijeron los miserables en un portugués ininteligible, señalando a Matías quien hacía esfuerzos inútiles por liberarse. Quisieron llevárselo al campamento, pero un poco de aguardiente y otro poco de cigarros recolectados por sus compañeros pudieron salvarle. Al contemplar impotente la forma en que se llevaban a las hermosas púberes no pudo evitar recordar a su pequeña hermana Olga y a Héctor Maranquiari, el pequeñín descendiente de ashaninkas, inseparable compañero de los juegos infantiles de Olga. Por esa época ya vivían en un caserío cercano a Satipo, en la región de Maveni. No pudo entonces contener las lágrimas de impotencia, de odio y de solidaridad, ese dolor que solamente pueden sentir aquellos que se identifican verdaderamente con una raza pisoteada hasta el cansancio. Tenía apenas dieciocho años. Tiempo después y ya con más experiencia, cruzó la frontera del Brasil, luego de sortear el peligroso cerco verde del Matto Grosso, y se dirigió hacia la amazonía boliviana. Y es en la cálida Santa Cruz, en donde traba amistad con un grupo de guerrilleros comunistas. Ellos querían liberar a toda América del imperio de los gringos, contó emocionado aquella noche. Aún no 191


conseguía un trabajo y de acuerdo a su costumbre, se había internado en una región de comunidades indígenas. Una mañana en que buscaba emplearse de lo que fuese en una feria dominical, quedó deslumbrado al escuchar las palabras inflamadas de unos barbudos de piel oscura, curtida a la intemperie, que abogaban por la reivindicación del indio y por los derechos del pueblo, y lo que más le asombraría, no sólo por ser la primera vez que lo oía, sino también por lo bello y justo que resultaría aquella predicción que salía de los labios de una recia joven negra, de ojos aún más negros, muy grandes y luminosos: el comunismo, la tierra sin fronteras ni banderas, sin gobiernos ni nacionalidades, sin ricos y sin pobres. Sobre todo sin injusticia ni explotación, como leería posteriormente, el paso del reino de la necesidad al reino de la libertad. ¿Fantasías de alucinados? No lo sabía en ese momento, pero a sus veinte años, ávido de cambiar el mundo y la vida, asume un papel activo en las guerrillas marxistas en la selva boliviana. Nunca olvidaré —refirió emocionado aquella noche— la vez en que vi al Che, en toda su integridad de ser humano, en toda su debilidad. Recostado en una vieja tarima, solo y frágil, con una primitiva bomba de oxígeno en la nariz, reponiéndose de un insoportable ataque de asma. A un lado de la cama, abierto por la mitad, un raído ejemplar de Fausto y él, sereno a pesar de estar asfixiándose. Dos veces salvó de morir en incursiones y emboscadas contra la soldadesca, que refirió, al igual que en las llamadas guerras de la independencia, estaba conformada abrumadoramente por indios. En la mano izquierda apenas le quedaban tres dedos, el resto volaron con una granada y dos cicatrices de bala en el hombro y el pecho testificaban sus palabras. Decepcionado al fin de lo que denominó el inútil foquismo y ganado por el pesimismo, volvió a la selva peruana. Volvió a Junín, donde logró unas hectáreas en lo más intrincado del monte. Trabajó duramente para hacer una chacra donde cultivar aunque fuese tan sólo hortalizas para su sustento. Los primeros días sólo me alimentaba con ortigas y gusanos de mil tipos... con guía de palma y otras hierbas... hacer chacra en el monte es una labor titánica, muchachos, 192


los que nunca han vivido en la selva pueden llenarse la boca diciendo que la tumba desertificará los bosques, imposible. Las purmas y los torourcales son retos para la familia selvícola. Deshierbas y al tercer día ya hay otra vez vigorosos retoños de maleza y a las dos semanas el matorral ha crecido con más ganas... Los hongos y otros venenos que arrojan los gringos, los pesticidas, los insecticidas que usan los colonos, eso es lo que jode la selva, muchachos, no se dejen engañar... —refería Matías señalando al monte aledaño y a los terrenos de cultivo, expresión serena y gratificante de su trabajo y el de su familia. Es así que trabajó y solo; por varios meses las lluvias le ganaban y podrían la yuca y los camotes. Los pocos nativos con que tenía contacto le miraban todavía con desconfianza, incapaces de comprender el motivo por el cual un viracocha se internaba por aquellos lugares, aislándose del mundo, de su mundo. Desilusionado del género humano se dedica a trabajar incansablemente, haciendo una vida de eremita, acompañado por el bullicioso silencio de la selva, por el incandescente sol y la lluvia, benefactora a veces, malhechora otras, pero siempre cíclica, igual que la vida, como bien conocían los viejos sabios ashaninkas. Una madrugada se disponía a emprender el camino de regreso al tambo, luego de interminables horas de espera. Desde un escondrijo ha acechado pacientemente a la orilla de un camino de sachavacas, pero al parecer aquella noche el ungulado no tenía deseos de ir al abrevadero. Al apearse del maspute de hojas y cañas, escucha un ligero graznido y queda petrificado. Sólo sus ojos escudriñan en todas direcciones y su oído permanece alerta. Sin hacer el menor ruido, extrae una flecha a la espera de la aparición de la víctima. Un desprevenido paujil se mimetiza entre las ramas de algunos árboles, pero él no duda. Dispara y observa asombrado que otra flecha parte de un punto distinto en la misma dirección que la suya. Aún no se ha recuperado de la sorpresa cuando ve atravesar, veloz, una delgada figura de largos cabellos negros hacia donde tal vez ha caído la presa. La fragilidad de sus movimientos y sus larguísimos cabellos no le permiten dudas. Es probable que ella no se haya percatado todavía 193


de su presencia o tal vez sí y quizás hasta esté acompañada por otros más. Titubeando, se dirige hacia donde vio caer el paujil. Al encontrarlo, se acerca y ve que dos flechas han acertado exactamente en el pecho del ave. En ese momento se da cuenta de su falta de precaución, pero ya es muy tarde: una muchacha lánguida, no mayor de trece años le apunta con el chacopi; es mi flecha la que ha matado a la presa, parece decir ella con la mirada. Él no atina a decir nada, mientras que la adolescente lo observa asustada. Rápidamente se da cuenta que pese a vestir la cushma tradicional, los rasgos no corresponden al tipo clásico del campa. Sus tercos ojos negros, algo achinados, su nariz aguileña y su estatura misma, superior al de las mujeres campas, delatan una filiación diferente. La chica no parece tener deseos de dejarse quitar la presa y enmudecida, sigue apuntándole. Nunca antes ha sabido y menos aún contemplado que las mujeres campas se dediquen a la caza. Sabe que ellas participan en el trabajo agrícola, en la recolección, en la elaboración de artesanías, hasta en la pesca. Pero, ¿una cazadora? ¿Y tan joven y certera? El paujil yace en medio de un charquito de sangre coagulada, sobre restos de hojas y una alfombra de musgo. Por suerte, sabe algo del dialecto campa y de forma entrecortada le explica a la joven que si desea, puede llevarse la presa, que él buscará otra. Pero ella parece no entender razones y sigue apuntándole, ahora más asustada todavía. El paujil es hermoso. Se le ocurre entonces que ella es una paujil hembra. La languidez del rostro rojizo del paujil al desangrarse, sus ojos redondos indescifrables y el pico breve, ligeramente arqueado, le asemejan a la muchacha que en esos momentos está apuntándole amenazante.

Una escultura alucinante

El día que cumplí catorce años el obsequio más hermoso fue el que recibí de manos de mi padre. Una troza cilíndrica de diablo fuerte de por lo menos un metro de 194


diámetro, casi sin grietas y de un brillo, tono y fineza poco comunes para la especie. Mi padre sólo mencionó que la había encargado hacía mucho tiempo a viejos amigos pucallpinos y que recién hacía dos días le habían dado la sorpresa: un extraordinario tronco de diablo fuerte de la rarísima variedad conocida como ulcumano bermejo. Aunque en esa época ya cincelaba imágenes religiosas que vendíamos al hermano Arcangelo y en mis ratos libres daba forma a las más caprichosas ideas que se me ocurrían, el regalo de mi padre me pareció insólito. Dos años de espera, en la soledad de un cuarto que fungía de almacén, soportó el tronco de diablo fuerte. Una tarde, después de terminar mis labores escolares, después de acabar de lavar los platos y cubiertos, después de barrer y trapear la casa, me acerqué inconscientemente al oscuro almacén en donde el tronco reposaba sereno. Eran dos los años que mis manos no acariciaban el metálico fulgor de las gubias y azuelas y el cincelado se alejaba cada vez más de mi vida. La semana anterior había contemplado a la salida del mercado de mi barrio una escena sobrecogedora: un grupo de niños jugaba alegremente a la vera de la pista, a orillas de una oscura zanja que corría por un costado de la calle. Yo no había reparado en que la acequia llevaba una fuerte corriente de agua negra como tampoco me había dado cuenta que los niños se asustaron mucho al verme pasar a su lado. Uno de ellos, un zambito larguirucho y amoscado, tenía cogidos de la piel del lomo a un par de gatitos entecos y legañosos a los que balanceaba en el aire, describiendo círculos concéntricos, antes de lanzarlos a la correntada. Otro, un chiquitín prieto y trinchudo, extraía a los gatitos de un saco de arroz en donde los tenían prisioneros y se los entregaba al zambito. Dos niñas de cuatro o cinco años de edad aparecieron de pronto e increparon a los varones por la maldad que cometían. En los altoparlantes del mercado Sonia Morales invitaba a hombres y mujeres a beber y beber hasta perder el sentido, las señoras corrían apresuradas a preparar el almuerzo y los pocos que reparaban en la mataperrada de los muchachos, sólo atinaban a reír socarronamente. Los 195


chiquillos al principio no hicieron caso a los reclamos de las pequeñas, pero luego, ante la arremetida de las niñas y la mía, empujaron a la acequia a la más resuelta de ellas, dejaron a los gatitos y corrieron tan desesperados que uno de ellos resbaló y cayó al canalillo. No miento si afirmo que no tuve la más mínima intención de salvar al rapaz de la corriente de agua sucia. Luego de rescatar a la niña, la otra, una mocosa de carita muy limpia y ojos achinados, empezó a pedir ayuda para recuperar al muchacho, ante lo cual debí proceder y alargarle la mano al arrapiezo quien con uñas y dientes se aferraba a las paredes de la zanja, como un gato. Después de todo, la cuneta no era tan profunda y sólo un gran susto era el que se llevaban como lección aquellos pequeños malvados. En el camino fui pensando en la actitud de las niñas frente a los niños. Inicialmente ellas les decían, niño, niño, no seas malo, deja a los gatitos, ¡suéltenlos!; luego, como éstos respondían preguntando, ¿acaso son tus gatos?, ¿acaso son tus gatos?, ¡son gatos de la calle!, ellas adoptaron una actitud beligerante, primero con palabras, increpándoles por su proceder y luego actuando, arremetiendo contra ellos a empujones, pese a su desventaja en fuerza física y número, pues los niños eran cuatro y ellas dos y más pequeñas y débiles. Cuando llegué a casa fui sin dudarlo hacia el cuarto en donde reposaba el taco de diablo fuerte, desempolvé mis herramientas de trabajo y empecé a darle forma a la pieza de madera virgen.

La mala conciencia Han pasado apenas seis meses desde la última vez que me miré en los ojos de Lucía. Y recién hoy, después de seis meses, me he atrevido a releer sus apuntes, me he atrevido a contemplar las formas que cinceló con tanta devoción y cariño. Ella nunca quiso aceptar que sus escritos eran poemas. Es lo que yo siento —me dijo— y es tan privado y tan íntimo que no me atrevería nunca a mostrarlos 196


a nadie más. No, ni siquiera vislumbré una lágrima, menos una pizca de odio o resentimiento hacia lo que yo había hecho. Tal vez si estuviese viva se hubiera desarrollado en su alma algún rencor o intento de revancha, pero... No puedo todavía dejar de soñar con sus palabras finales, que no eran en realidad una despedida. Alguien como ella, después de enterarse de mi procedimiento, sólo pudo haber dicho eso. Es increíble cómo el tiempo termina cambiando el sabor y la textura de los recuerdos. Es increíble cómo cambia la percepción, que hasta a palabras muy duras le encuentras otro sentido y la significación que de alguna forma te libere de culpa o te justifique en tu miseria y felonía. Fueron apenas ocho meses los que vivimos juntos y siento como que aquel tiempo fuera parte de una vida anterior ignota y tan lejana, tanta es la necesidad de resguardar esos días que prefiero pensar que fue en otra vida, pero es tan sólo el deseo de que aquella época permanezca incontaminada con todo lo demás, incluso lo político y los conceptos que creíamos manejar tan bien, tan acertadamente, pero, carajo ¡qué práctica la que tienen ustedes!, solía decirme ella, cuando en tragos le contaba las hazañas de los amigos. Vuela esta canción para ti Lucía/la más bella historia de amor que tuve y tendré/Si alguna vez fui bello y fui bueno/fue enredado en tu cuello y tus senos/si alguna vez fui sabio en amores/lo aprendí de tus labios cantores. La noche en que le fueron con el cuento se encontraba sola en el cuarto. Mientras daba de lactar a Silvia redactaba el manifiesto que iba a volantearse por el Día del Trabajo. A mí me habían asignado la tarea de contener en la zona de Collique pues tres amigos vivían en la segunda etapa y facilitarían las cosas con papeles y la impresión de los volantes. Lucía y Leonor los repartirían en el mercado de la primera zona y luego partiríamos con diferentes rumbos como si nada. Sólo yo portaría el revólver. Las dos noches anteriores no pude conciliar el sueño hasta muy tarde. Ella se daba cuenta de esto y aunque llegaba rendida por el trabajo en el terreno y en las escuelas 197


de pioneritos, no sé de dónde sacaba fuerzas para jugar con la pequeña Silvia, para conversarle horas de horas y siempre servirme aunque sea un té caliente. Por esos días parieron ocho cuyes y el agua escaseaba, así es que debíamos levantarnos muy temprano para aprovechar la presión de las primeras horas y así poder regar todo el alfalfar o sino ir hasta La Ensenada del río Chillón a conseguirla, de manera que terminábamos el día extenuados. Desde que Orlando correteaba con Julia, su trabajo en la granja era cada vez más negligente. Fue la penúltima noche en que decidí responder a la llamada de Laura. No tengo reparos en confesar que fue no sólo por miedo a morir al día siguiente, primero de mayo, sino porque en realidad deseaba verla y sentirla de nuevo. Era el tercer paro armado del año y sin temor a que me tilden de miserable, lo digo sin vergüenza, yo también hasta hoy paro armado al pensar en ella. Fue quizás la única chica en San Marcos que me conmovió un poquito. Sucedió un año antes de conocer a Lucía. Pero era para mí imposible estar con una persona que se pasaba todo el día hablando de conciertos de rock y de Los Beatles y de Paul McCartney, metiéndose marimba como descosida. Además, era evidente que su adhesión a mis ideas y mis actitudes eran por el complejo de hincha, es decir, esa adhesión ciega que profesan muchas chicas hacia todo lo que piense o realice el enamorado, sin importar si lo entienden o no. Laura era un clavo que no había terminado de sacarme por completo y estaba ahí nuevamente. Así es que al día siguiente, luego de realizar el trabajo cotidiano en la pequeña granja, me dirigí por la tarde donde Laura. Hacía un mes que no la veía ni hablábamos. Ella sabía que tenía mi compañera, sabía que iba bien con ella, sabía que no pensaba separarme de Lucía por nada del mundo, pero sabía también que aquel reencuentro no era necesariamente una casualidad aceptada. Si tú mismo lo repetías siempre, me dijo una ocasión, no es la casualidad, sino la causalidad lo que más importa. ¿Qué podía decirle sobre eso? Sólo tragarme mis palabras y callar. Y lo más hermoso era que la aceptaba 198


también a ella, la admiraba por sus ideas, por su práctica, por su resolución, por su coraje. La última ocasión que nos vimos terminamos algo desencantados pues mi judía conciencia de culpa era tan evidente que terminé incomodándola. Además sentí cierta frialdad en sus gestos y un silencioso resentimiento que terminé creyendo que iría a exigirme algo. No fuimos sinceros y los minutos se fueron haciendo insoportables hasta la despedida más ingrata que he tenido nunca. Aquel silencio último fue determinante, no imaginé nunca un silencio tan denso, capaz de anular todo, hasta la voluntad de volver a encontrarse. Decidí no volver a verla, pero su llamada la sentía de auxilio y la necesidad de seguir cuidándola y de alguna forma enseñándola, como antes, sumada a la posibilidad de perder la vida al día siguiente. Muchos me han dicho luego que en realidad yo no quería a Lucía. Otros, más conservadores, que no amaba a ninguna. Pero es que hay mentes tan estrechas y reprimidas que no pueden aceptar que no es cierto que un hombre deba amar siempre a una sola mujer. Incluso Leonor me reclamó por mi irresponsabilidad ante Silvia y quiso culparme por lo de Lucía cuando fue ella misma quien decidió actuar ese día. Es cierto que le hice ver que si algo sucedía con nosotros, Silvia quedaría en el desamparo, pero también es cierto que no le insistí más, pues de sobra la conocía y sabía que haría lo que ya tenía decidido. Aquella conversación en la víspera del paro armado terminó en un abrazo eterno y las palabras premonitorias de ella, puede ser cualquiera de nosotros mañana, Sebastián, pero nuestro amor y nuestra fe no morirán nunca. Si alguna vez amé/si algún día después de amar amé/fue por tu amor Lucía/Tus recuerdos son cada día más dulces/el olvido sólo se llevó la mitad/y tu sombra aún se acuesta en mi cama/con la oscuridad entre mi almohada y mi soledad. Al siguiente día de su captura voltearon su casa. La voltearon de arriba abajo. Ni la tierra del jardín se salvó del terrorismo de la cachaquería. No importaba que ella no estuviese ya, ni que don Félix fuese un viejo de más de sesenta años. Carlitos, el hermano menor de Lucía, después de dos 199


semanas del atropello me trajo dos cosas: la escultura que tanto me inquietaba y un pequeño texto más literario que político, que ella había redactado para leerlo en la Asamblea de Comedores Populares.

Lamistas, Julia y evangélicos Cuando trata de coger el ave para ofrecérsela, la joven, sin miramientos, dispara. Matías logra esquivar la flecha, pero esta roza el hombro izquierdo para ir a clavarse profundamente en el corazón de un viejo tronco derrumbado. Matías aprovecha su desconcierto para desarmarla de inmediato, pero ella se resiste con furia a ser dominada. Al cabo de unos minutos logra vencerla y la obliga a ayudarle a encender una fogata para asar parte de la presa. Está hambriento y ella también. Sin embargo, se niega a probar siquiera un pedazo. Él engulle en silencio la carne, después de haber agotado todas las posibilidades de comunicación o entendimiento con la joven, quien permanece con los ojos tercos y ausentes. Al fin, cuando Matías confundido, se dispone a marcharse, la joven le explica en un regular castellano que desea llevar su parte para su familia. Se lo admite y al ir entrando en confianza, le pregunta dónde aprendió a hablar español y ella le cuenta que su madre, una lamista, le enseñó, pues había vivido en diferentes caseríos aledaños a pueblos de mestizos en la selva norte. —¿Quiénes son lamistas, compadre? —pregunta extrañado Sebastián, que hasta el momento ha seguido con total atención mi relato. —Los lamistas son una especie de trashumantes que recorren los montes selváticos en busca de mejores suelos y ambientes para la sobrevivencia de sus familias. La mayoría de ellos vive en la provincia tarapotina de Lamas, llamada La Ciudad de los Tres Pisos, el último de los cuales sirve de refugio para los lamistas. Despreciados y folclorizados por los grupos de mestizos de las ciudades mantienen un orgullo 200


y una gracia muy peculiares; en Tarapoto, Lamas, Morales, Moyobamba y aledaños, uno de los peores insultos es tildarte de lamisto, y equivale no sólo a identificarte físicamente con ellos, sino también al calificativo de tonto, ocioso, haragán. Por supuesto que lo dicen siempre en medio del típico carácter cachaciento y burlón del selvícola. —¿Y cuál es el gentilicio para los mestizos de Lamas? No creo que sea lamisto entonces —replica Sebastián con curiosidad. —Claro que no, les dicen lameños. Hay una canción, linda lameñita o algo parecido. En fin... La madre de la joven pertenecía a esta etnia y su padre era un ashaninka, ya finado. Huérfanos, no recibían casi ayuda del resto de la comunidad, pues la madre no quería someterse a las influencias y prohibiciones que los adventistas gringos imponían entre los campas de Cheni. Así es que la muchacha debía salir a conseguir sola el sustento para sus hermanos, ya que la chacra de yucas y camotes iba de mal en peor debido a la falta de brazos para el trabajo. Las cosas empeoraron más desde que ella hirió mortalmente a un misionero norteamericano que intentó violarla cuando tenía diez años. El gringo tuvo que ser evacuado de urgencia a Chanchamayo y de allí a Lima, pues Clementina le había perforado el hígado con la punta de una flecha remojada en las raíces de la venenosa y temible huaca. En esa ocasión sólo algunos hombres de la comunidad se opusieron a que se llevasen a Clementina para ser juzgada por asesinato, pese a no ser pocos los testigos del acoso de Peter desde que viera a la joven. Otras chicas cedían ante la ternura y buen trato del extranjero, quien con dulces palabras las aleccionaba sobre la Biblia y les mostraba folletos y libros ilustrados con imágenes del paraíso en las que se veían hombres blancos y rubios —como Peter— vestidos con saco y corbata, abrazando afectuosos a mujeres africanas o tailandesas con sus trajes típicos —tan parecidas a las campas—, todos confundidos en una vegetación lujurienta y árboles cargados de manzanas rojísimas y naranjas turgentes, mientras que entre los adultos alborotaban niños de facciones perfectas y cabellos de todos 201


los colores y texturas, abrazando a leones corpulentos, a tigres gigantescos, a lobos y jirafas extrañamente mansos, sospechosamente buenos, debajo de un cielo límpido de nubes de ensueño, entre cuyos copos sobresale el rostro majestuoso de un anciano blanco con una barba también muy blanca que sonríe con dulzura contemplando la magnificencia de su obra. Pero Clementina no cedió y en toda la comunidad difundieron la noticia de que había sido ella quien había intentado seducir al noble y casto Peter, que desde tan lejos había venido a la remota comunidad campa, dejando atrás familia y amigos, para difundir la palabra del Señor. Dijeron incluso que la sangre que corría por las venas de Clementina era la causante de su innoble actitud. Sacha-antropólogos echaron la culpa a los genes chancas de la muchacha, pues se dice que los lamistas no son propiamente amazónicos. Se cree que son descendientes de los bravos guerreros chancas de Andahuaylas que huyendo de la persecución de los incas cusqueños se internaron en las selvas, hace ya más de cinco siglos. Desde aquella madrugada de cacería, Matías no dejó de frecuentar a la joven, todavía desconfiada y ante el recelo de la madre. Fue rechazado muchas veces por la familia de Clementina —pese a su necesidad, pese a su pobreza— no sólo por ser blanco, sino por sus costumbres, que ellos sentían ajena. Hasta que Matías empezó a vivir como ellos, a comer, a trabajar y a sentir con ellos. Al cabo de un tiempo es aceptado y se une a la joven. —Bien, bonita historia... ¿Pero qué tiene que ver todo esto con Julia? —preguntó Sebastián, bastante cachaciento. Y confundido. Hasta ese momento no he vuelto a levantar el vaso, que todavía lleno se calentaba entre mis manos. —Paciencia compadre —dije, al tiempo que bebía la cerveza—. Paciencia. Ya por estos años Matías sabía que su hermana Olga vivía en Lima, casada con un tal Tudela, un burgués de mierda, dijo Matías. Contó que un domingo fue a Chanchamayo para comprar un manual de apicultura y se acercó a la Plaza de Armas a contemplar por unos momentos la fiesta de la patrona de la ciudad. Al instante 202


repara en que una mujer de mediana edad le observa, muda y asombrada, y se le acerca luego con actitud perpleja. Al tenerla más próxima, la contempla; confusos recuerdos dan vueltas por su mente. Se da cuenta que ella va algo ebria y que lleva a un famélico mocoso de la mano. Viste con ropas citadinas y el niño, de mirada hundida y vientre prominente, está casi desnudo. La banda de músicos hace retumbar los instrumentos al ritmo de eres muy bonita, pero mentirosa, mentirosa, mentirosa y la gente va de un lado a otro, comiendo, tomando, bailando. Algunos que le reconocen quedan pasmados, mirándole como quien descubre un fantasma. Su larga melena, recogida en un burdo moño, y su barba enmarañada, le otorgan un aspecto impresionante. A su lado, el último de sus hijos, ataviado a la usanza campa, lleva también el cabello largo, amarrado, formando una cola. Los achinados y penetrantes ojos del niño escudriñan todo el paisaje y eleva a cada momento el rostro para interrogar al padre con la mirada. Este, concentrado en la mujer perpleja, no le hace caso. —¡Natividad, Natividad Maranquiari! Está casi seguro, pero. Al parecer la mujer también le ha reconocido e inexplicablemente trata de esquivar su mirada y de escapar. Ella sigue tan pobre como siempre, aunque viste con ropas occidentales. El hijo famélico sostiene entre sus dedos una botella plástica de coca-cola y de cuando en cuando la hace resbalar por la curvatura de la panza parasitada para cogerla antes de que caiga al suelo. Es cuestión de segundos, ella ya se está yendo, él se decide y la llama fuerte por su nombre. Ahora la mujer está también segura, pero persiste en su intento de escapar. —¡Natividad, soy yo, Matías! —la grita, tomándola del hombro. La saluda entonces efusivamente, sin vergüenza y los recuerdos pasan por su mente como en una película. Un grupo de gente curiosa ha formado un círculo alrededor de ellos y las murmuraciones no tardan en escucharse. El pequeño Héctor, su hermana Olga, los demás niños jugando en los charcos que se forman luego de las lluvias o al borde de los riachuelos y Natividad, algo mayorcita, ya apetecible 203


y quebrada como todas las indias de esa región de la selva. Miles de pensamientos se suceden instantáneamente en su cerebro contemplando el rostro ahora demacrado de Natividad Maranquiari, los carnosos labios todavía bellos, que hace tantos años pronunciaron repetidas negativas a las insistencias del tímido —pero una timidez sana, aclaró, no esa timidez morbosa del niñato engreído— y fuerte mozo de dieciséis años, desertor de una familia de colonos alemanes. Nunca quiso forzarla, nunca quiso tumbarla, como hacían la mayoría de mestizos con las campas jóvenes y alegres o con las sirvientas serranas de las casas y haciendas. ¿Por qué tuvo que negarse, si ya había accedido a sus besos, a sus caricias? ¿Por qué esa maldita coquetería de india aculturada que sabe que tan sólo la desean? ¿Y por qué se sintió tan ligado él a su piel, a su calor, a su sonrisa? Jamás pudo explicarse este sentimiento, ni esa desesperación que sentía cuando estaba lejos de ella. Y su puerca y maldita coquetería... Se largó, se fue lejos. Muerto el padre, ridiculizado por sus hermanos de raza y rechazado por una mujer de la etnia a la que él debía todo su conocimiento y formas de sobrevivencia. Y ahora, después de tantos años, volver a encontrarla famélica e indefensa, con un hijo entre los brazos,. ¿Cómo está Héctor, hermanita? Silencio. ¿Qué sucede, Natividad? Abrazo. ¿Por qué no respondes? Vergüenza. ¿Héctor, cómo está? Entonces la mujer triste, estalló en llanto ante la sorpresa de Matías. Él comprendió en ese momento que algo malo había sucedido con quien dejó muy tierno. Consoló a la mujer y logró extraerle poco a poco algunas palabras, algunas frases, luego toda una confesión. Por su lado, los críos han iniciado una extraña amistad, unidos contra el resto de muchachos citadinos que les hostigaban debido a su indumentaria y pobreza. El rostro frío de Matías, inicialmente sorprendido, fue adquiriendo las facciones características del odio y la rabia. No podía creer lo que oía. Atento, trató de disimular su cólera para no asustar a la hermana del finado Héctor, impidiendo así que contase todo lo que sabía. —Pero, no entiendo —preguntó Sebastián— ¿Qué es lo que había sucedido? 204


—Aquí viene lo bueno —continué y apuré el trago—. Héctor y Olga habían crecido juntos. Los juegos, las cacerías, las aproximaciones y esa ingenua cercanía y amistad infantiles, dieron lugar a un apasionado amor de adolescentes, libre de toda influencia. Recuerdo claramente cuando siendo aún huambrillos, se internaban en los bosques para recoger aguaje y pan del árbol en los territorios más fangosos. Héctor era un excelente guía y se movía en la selva como un otorongo joven. Gracias a él, Olga aprendió también a usar las cerbatanas y a preparar el paralizante curare con diferentes lianas del monte que contienen el veneno, contó Matías, mirando a Julia a los ojos. Y prosiguió: tu madre resultó embarazada a los trece años y tu abuela y tus tíos al enterarse que el culpable era Héctor, un descendiente de campas, más indio que mestizo y para peor, pobre, no encuentran mejor solución que mandar matarle por el Ejército que siempre se ha prestado a este tipo de trabajos. Hicieron lo posible para que tu madre abortase, pero era ya el sexto mes de gestación y hubiese sido muy riesgoso para su vida. Y te dejaron nacer... Julia miraba a su tío ensimismada y apretaba muy fuerte mi mano... —Sebastián sorprendido, comprendió al instante el origen de Julia. —Pero hay algo que no acabo de entender —objetó Sebastián sin salir de su asombro—, cuando asesinaron a Héctor, ella... —le interrumpí entonces: —Ella tenía dos meses apenas y había sido llevada por Natividad a las zonas más intrincadas del valle del río Ene, a unos trescientos kilómetros adentro de Satipo. La escondieron en comunidades de sus hermanos de sangre, pues temían que a la niña también la mandasen asesinar. Para la familia de Julia fue un alivio. Les ahorraron el trabajo de regalarla, o darla en adopción. O tal vez, desaparecerla. Ni se preocuparon por el destino de la pequeña. —¿Y Olga, su madre? —preguntó Sebastián con el ceño fruncido. Había tomado casi sin darse cuenta dos vasos de cerveza de un solo trago y sin respirar. —A ella la mandaron primero a Tarma. Era casi una niña. En menos de dos años volvió a casarse con el tal Tudela. 205


Más que de su belleza y juventud, quedó impresionado por la claridad de su piel y de sus cabellos. La clase dominante peruana, compadre, descendiente directa del encomendero español, es mucho más traumada y acomplejada que las clases bajas, integradas por mestizos pobres e indios, ocupados sólo en sobrevivir. Estos mestizos blancuzcos que conforman la burguesía nativa, viven con la obsesión enfermiza de disminuir al máximo la cantidad de melanina de sus pellejos, estilizando en lo posible sus rasgos para parecerse en todo a los gringos y a los europeos con quienes comercian y ante quienes se bajan los pantalones. Es conocido que a principios de siglo, en Oxapampa, Pozuzo y Villa Rica, los pequeños núcleos en donde se asentaron los pobrísimos inmigrantes europeos, los hijos de las buenas familias realizaban batidas periódicas para hacerse de las más bellas hijas de estos inmigrantes. Los descendientes de los terratenientes y de los burgueses nativos, no se resignaron nunca a permanecer con los apellidos hispanos, tan comunes y horrísonos a sus oídos, frente a la inmensa proliferación de la sangre alemana, inglesa o italiana en Argentina, Uruguay y Chile, en donde sí lograron ocultar o aniquilar a su población indígena; no se resignaron nunca a vivir rodeados de indios y prefirieron importar europeos pobres (traer negros o chinos ya no era bien visto; además, los primeros resultaron sandungueros y los segundos, bodegueros) y así llegaron al país, para mejorar la raza y acabar con la influencia perniciosa, con la ociosidad y brutalidad del triste indio peruano. Atraídos por la fama de la nórdica belleza de las hijas de estos tenaces extranjeros, cuya endogamia por otro lado era ya peligrosa, fueron limpiando lentamente la sangre de sus acomplejados padres. Un día, el Italiota —¿te acuerdas de ese huevón de la Agraria que te presenté una vez, al que le decíamos el Italiota, mezcla de italiano e idiota?—, me trajo el Vademécum Bursátil y me dijo, fíjate uón, fíjate en los apellidos de los gerentes, de los directores, de los dueños: uno español nativo y otro alemán, inglés o italiano, si es que no los dos patronímicos ya limpiados. Esta taimada burguesía, ansiosa de enjuagar su sangre, es la que perdió la manipulada guerra del guano y el salitre y luego entregó cobardemente a sus hijas y a sus 206


mujeres al ejército chileno para salvaguardar sus riquezas del saqueo y el incendio. Y es esta misma gente la que ahora remata el Perú a japoneses, españoles, chinos y gringos y se masturba, santificando a la diosa libremercado, rindiendo culto a la calidad total, a la reingeniería y a sus sacerdotisas, Fukuyama, McLuhan, Huntington y la chucha-su-mare. La relación de Héctor y Olga fue tan pura, tan instintiva y libre, sin barreras mentales que generasen discriminaciones, que no podía proseguir en ese medio. Aun si todo hubiese ido bien, aquella relación estaba condenada, era demasiado ingenua y pura de toda bazofia para sobrevivir. Los separaron, como a dos perros que se juntan sin pedir permiso a nadie. A Matías le dijeron que Héctor había sido levado por el ejército. Los años pasaron y crearon el cuento de que vivía en Iquitos con otra mujer con quien ya tenía familia. Y como de la niña —es decir Julia— no sabían nada, pensaron que había muerto o desaparecido, adoptada por sus abuelos y familiares paternos. —Es increíble —dijo Sebastián ya mareado. Sus ojos denotaban el efecto del alcohol y la indignación. Yo tampoco nunca antes me había mareado tan rápido. —¡Eres la cagada, cabrón! —me dijo luego, dándome fuerte la mano. Involucrar hasta a Fukuyama para contar tu historia y graficar tu asco por la pituquería. ¡’Tá bien carajo! Mira cumpa, si fuera un normalón, un establecido de esos, me cagaría de la risa. Pero tienes razón, carajo, ¡Visceral o renegado, pero nunca lameculos! —Así es pues, compadre, así es —le dije turbado y continué—. Matías prosiguió con su narración en esa noche selvática, apenas interrumpido por el ruido de los insectos y aves y una que otra pregunta impertinente. Se venía ya la cuarta ronda del premonitorio chuchuhuasi y Julia, la pobre Julia. Era como si volviese a vivir algo que había querido sepultar y borrar por completo de su memoria. Clementina y los muchachos se habían retirado a dormir cuando recién Matías comenzaba su narración. El tío le contó —pues en ese instante se dirigió nuevamente sólo a ella— que él mismo viajó a Unine, enterado de la existencia de una chunchita gringa, a quien llamaban Nitá ini. Cuando la halló, estuvo 207


seguro que era ella la hija de Olga. Sus abuelos paternos murieron víctimas de la temible fiebre amarilla, vomitando sangre, los ojos inyectados y la piel ictérica. Natividad fugó a la costa con un policía de la zona. Matías, luego de superar muchos obstáculos, logró que la pequeña Nitá ini viajase con él. En Cheni vivió unos dos años, hasta que un día se apareció Olga, su madre, reclamando la potestad de la niña. Matías había ido a Leticia llevando madera y no pudo hacer nada. Fue arrancada de los brazos de la selva y traída a Lima. —¿Y ella sabía todo esto? —preguntó Sebastián—. Me refiero a si lo sabía antes de viajar, si se lo había contado tal vez su madre... —completó. —No lo sé —respondí—. Y en verdad que ni se me ocurrió preguntárselo. Cuando se retiró su tío, bastante ebrio, todavía quedaba media botella de la segunda de chuchuhuasi. Ella había permanecido hasta entonces en completo silencio. Parecía haberse transformado en otra. Cogió la botella de licor y bebió dos tragos largos. No era necesario ser adivino para saber que eran quizás los sorbos más amargos de su corta existencia. Yo la abracé y la atraje hacia mí, pero ella se apartó con violencia, se puso de pie y salió de la cabaña. La lluvia afuera era inclemente y el silencio y la oscuridad sólo eran interrumpidos por el estruendo que acompaña al relámpago. No sabía si ir por ella o dejarla que medite sola. Cuando estaba a punto de salir a buscarla, ingresó torpemente. Estaba muy mojada. Bebió otro largo sorbo de licor y volvió a salir. Quise detenerla pero no pude. No pude. Una voz muy profunda me lo impedía. Me tendí sobre las mantas esperando a que volviese a entrar. Afuera, la lluvia torrencial no cesaba y el fuerte ventarrón metía agua por el cortinaje de paja de la cabaña. Al cabo de unos diez minutos, regresó. Me sentía una mierda por no poder hacer nada y más todavía por no ser capaz de entender su sufrimiento y no poder aceptarla tal como era, con sus traumas y complejos. Pero volvía rápidamente a mi implacable razonamiento y a las ideas que explicaban los motivos de esos malditos complejos. Lo racial entra a un segundo plano, me decía, aunque acá este sea en apariencia el problema fundamental. 208


Como un estúpido, me hundía en estas reflexiones y no reparé en que ella estaba sollozando. Lloraba en silencio, casi sin lágrimas, con ese miedo de las niñas rebeldes que se han taimado por el golpe y el maltrato adultos y lloran cuando nadie las ve. La sentía tan cerca pero al mismo tiempo tan distante que no me atrevía a hablarle. —¿Y qué hiciste? —pregunto Sebastián pidiendo dos cervezas más a la atenta mesera de pezones liberados. Inmediatamente arrancó las etiquetas de las botellas. Proseguí implacable: —Entonces ella me suelta una pregunta a boca de jarro: ahora que sabes la verdad —dijo con un desolado tono de resignación—, ¿me vas a dejar, no? Yo enmudecí y tragando mi saliva la abracé con fuerza. ¡Qué profundo puede ser el sufrimiento de una persona en una sociedad violada, hermano! Y peor si esta es débil y maleable, ¿Cómo podías ser tan estúpida, Julia?, me preguntaba al momento de abrazarla toda mojada como estaba. Seguí silencioso, pensando en la mejor forma de decirle que si en algún momento yo zafaba, por lo último que sucedería sería por lo que ella llamaba, la verdad. ¡Qué triste, carajo! —Sebastián estaba con la mirada perdida. Yo bebí de un sorbo el vaso, me paré y me dirigí al baño. En un espejo oxidado que colgaba en la pared del baño no supe reconocer mi rostro. Era uno desconcertado y con los ojos turbados el que se bajaba el cierre del pantalón y extraía la tripa subempleada para vaciar la vejiga repleta de cerveza. Contemplé a Sebastián de lejos: tarareaba déjenme vivir mi vida, yo no soy malo con nadie… y la belleza agreste, caótica y mestiza de tan caro amigo resplandecía en medio de la vulgaridad de los demás borrachos.

La deslumbrante anatomía del cerebro Cuando inicié la narración de mi vida, formulé una pregunta, ¿Por qué habría yo de contar mi historia si se que me van a condenar de antemano? Hasta esta noche —víspera 209


del Día Internacional del Trabajo, 1º de mayo de 1992, primer paro armado del año—, dudo que algún bien pensante llegue a comprender la decisión que he tomado respecto a mi vida. Hace años leí Los Justos. En esta obra un grupo de socialistas planea asesinar un noble, el gran duque Sergei, considerado una pieza clave para la liberación del pueblo ruso. El encargado de arrojar la bomba a su paso es Kaliayev, pero en el momento de lanzarla su mirada se cruza con la mirada de un niño. Los sobrinos del gran duque acompañan la comitiva. El rebelde duda, sus brazos se agarrotan y la mano se paraliza. El coche pasa de largo. Kaliayev es detenido pero no pide perdón: es un revolucionario y arrepentirse significaría degradarse a ser como un vulgar asesino. El verdadero revolucionario está condenado al sacrificio, si yo no muriese, entonces sí sería un asesino, parlamenta Kaliayev frente a la mujer del gran duque. Cuando una revolución es verdadera, o se triunfa o se muere, sentenció Ernesto Guevara antes de inmolarse en el Alto Perú. ¿Es lícito entonces, construir una sociedad mejor sobre sangre inocente? ¿Es legítimo salvar al pueblo asesinando previamente a parte de ese mismo pueblo? Recuerdo un espectáculo terrible que vi en mi pubertad: un grupo de mocosos perversos arrojaron gatitos huérfanos sobre una acequia y luego empujaron al agua a una niña que intentó salvar a los felinos. Recuerdo la mirada triste y furiosa con la que uno de los niños fulminó mi rostro y siento vergüenza de mí misma, de mi intolerancia, de mi falta de comprensión, pero si sólo eran unos niños, unos pobres niños, claro que sí y sólo unos pobres niños pudieron haber matado a la pequeña que osó defender a los desvalidos gatitos, y esos niños cuando crezcan, ¿qué serán esos niños cuando crezcan?¿serán acaso estúpidos espectadores del mortal combate de los gladiadores para entretener a la masa y complacer a sus amos? En la Roma Imperial los gladiadores antes de iniciar el combate en el Anfiteatro saludaban al Imperator, Ave Caesar morituri te salutant, jurando honestidad y bravura en la justa. Quienes triunfaban lograban a veces su libertad, los que caían heridos eran asesinados en la arena. 210


Para un combatiente, tantas veces me lo mencionó David, la máxima autoridad es el pueblo, el único ante quien debemos justificarnos es el pueblo y el único a quien debemos rendir pleitesía es al pueblo. Muchas veces repetía eso, creo que más que para convencerme, como queriendo convencerse él mismo de la justicia de lo que hacíamos. Hace ya un buen rato, tendida en mi cama, escucho el «No Angel» de Dido. Sebastián y mi hija duermen, al menos eso creo. Los cuyes están tranquilos en sus pozas y yo intento no pensar en lo de mañana pero resulta imposible. Sebastián duerme, ahora estoy segura de eso. Me he acercado y he podido percibir su respiración tranquila en la piel de mi rostro. Evoco el sueño sereno de David, cuando aquella vez en que viajamos a Huancayo en el volkswagen, ya cansado de manejar, se tendió en el asiento posterior y en menos de un par de minutos cayó rendido como un niño pequeño. David me regaló el disco que escucho ahora, el «No Angel», de Dido. Aunque mi inglés es el inglés balbuceante de colegio estatal, las canciones son tan bellas que me esfuerzo en traducir las letras, en comprenderlas y cantarlas. Ofrendar la vida por una idea, ¿es legítimo? Y, sobre todo, ¿es justificado sacrificar la vida de otros? ¿Y mi pequeña hija? ¿Y mi viejo y mis hermanos? ¿Y el sol y el mar y los bosques y las sierras? ¿Vale la pena dejar todo esto? La pequeña dicha, esa felicidad instantánea que significa estar con quienes amas. ¿Vale la pena arriesgarte a perder todo y dejar la vida, la única que tenemos, por quiénes quizá no lo reconozcan nunca y lo que es peor, tal vez te condenen? Por un instante deseo volver a ser la misma niña inocente que tallaba imágenes religiosas. Un hombre que cultiva un jardín, como quería Voltaire/El que agradece que en la tierra haya música/El que descubre con placer una etimología. La rebelión y la felicidad, dos caminos que no tendrían por qué ser opuestos. La rebelión sólo se da contra alguien, contra algo. La felicidad debería ser la comunión con todos y entre todos. A los doce años, cuando contemplé esa triste escena de los niños arrojando a los gatitos a la corriente de agua negra, dejé de creer en dios. Si dios no evita el sufrimiento, sobre 211


todo el de los niños y los animales —cuánto maltrato debieron haber sufrido aquellos chiquillos antes de decidirse a torturar y matar a los gatos desvalidos—, entonces dios mismo también es culpable. Me convencí de que si me rebelaba contra ese dios personal, creador y responsable de todas las cosas, también debía rebelarme contra toda forma del mal y esto suponía una moral de lucha, una moral de combatiente, pero, ¿dónde quedaba la moral de la dicha, la participación intensa de la vida misma? Dos empleados que en un café del Sur juegan un silencioso ajedrez/El ceramista que premedita un color y una forma/Un tipógrafo que compone bien esta página, que tal vez no le agrada. Contemplo a Sebastián nuevamente, mientras Dido entona Thankyou, And even if my house falls down now, I wouldn’t have a clue/Because you’re near me and/I want to thank you for giving me the best day of my life/Oh just to be with you is having the best day of my life. Me duele el no haber podido terminar la escultura que he denominado «La deslumbrante anatomía del cerebro», me falta sólo un poco, tal vez debí aplicarme más al estudio de la fisiología del cerebro, pero en fin, se distinguen el cerebelo, la corteza cerebral y el hipotálamo, que según he leído, regula los latidos cardíacos. La madera es un material con vida propia, tiene su propia voz, su propio lenguaje, hasta llegar a fundirse con la textura, la densidad y la forma del tallado. A primera vista la imagen puede parecer pornográfica. Una pareja de amantes copula apasionadamente tendida en un lecho imaginario. Entrelazados frente a frente se miran tiernamente a los ojos, pero sus cráneos son enormes, desproporcionados para el tamaño de los cuerpos y si nos acercamos un poco más veremos que la mujer moldea la cabeza del hombre con un cincel mientras hacen el amor, a tal punto que el cráneo está abierto por el costado derecho. Pero falta algo, algo que se qué es pero que ya no podré terminar, al menos no como desearía, tranquila y sin prisas. Al menos logré acabar la escultura que representa a aquellos niños feroces ahogando a los gatitos huérfanos. No sé si logré captar lo siniestro de aquella escena, pero examino por última vez, con deleite y horror, el tronco de diablo fuerte 212


en donde repujé sus gestos grotescos, sus pérfidas risotadas, sus ojos hundidos, sus ojeras de viejos y las niñas, tan puras, tan lindas, tan aguerridas en su justicia infantil. Una mujer y un hombre que leen los tercetos finales de cierto canto/El que acaricia a un animal dormido/El que justifica o quiere justificar un mal que le han hecho. Sé que tal vez mañana Sebastián me odie por esto, pero hace unos días le dije mirándole fijamente a los ojos, no me tomes cariño que estoy de paso y no permití que me abrace y me alejé de él fríamente. Miro a Sebastián por última vez y siento que tal vez mañana él se vaya como se fue David o como se fueron tantos otros compañeros anónimos o tal vez sea a mí a quien le toque dar la cuota correspondiente y cuánto desearía que Sebastián no fuese tan esquemático y por lo menos escuchase la melodía de esta canción tan linda y le agradezco en silencio por haberme brindado los mejores días de mi vida, el mejor día de mi vida y de mis ojos cansados brotan algunas lágrimas que no intento secar como tampoco contener mi llanto entrecortado. El que agradece que en la tierra haya Stevenson/El que prefiere que los otros tengan razón/Esas personas, que se ignoran, están salvando el mundo. Yo no espero otra vida. Tampoco deseo liberarme a la despiadada grandeza de la que me ha tocado vivir. La decisión está tomada. Mañana será otro día.

Allanamiento Fue la madrugada del jueves 4 de mayo cuando las fuerzas represivas allanaron la casa de Lucía en Vitarte. Los soldados eran dirigidos por un suboficial corpulento y de gran estatura. No emitía palabras, apenas oscuros sonidos guturales con los que ordenaba el registro de las pocas comodidades de la humilde vivienda. El Rambo prehispánico iba armado hasta los dientes y sus gestos y miradas, ebrios de cocaína y de odio, delataban la cobardía de su alma. Lucía ya no estaba y no estaría más en su casa, 213


pero estos no la querían sólo a ella. Rebuscaron en los rústicos reposteros, levantaron los tablones del piso de la salita, destrozaron el rosal primoroso y voltearon la tierra del jardín encantado de don Félix, el padre de Lucía; no dejaron habitación, mueble ni vericueto sin rebuscar. Los colchones de las camas, las almohadas y los viejos cofres en donde guardaban los recuerdos de la madre fueron pasados a cuchillo en su delirante búsqueda de pruebas. No hallaron nada y la inutilidad de la intervención agotaba la paciencia del que dirigía al pelotón de autómatas. Los ojos del suboficial, teñidos de sangre, parecían reventarse. No estaba Lucía y no había una sola prueba. Aunque lo segundo era lo menos importante pues sabido es que los cachacabros, en donde no hallan pruebas, las siembran. El jefe clavó sus ojuelos achinados en Paula, la hermana menor de Lucía. Cuando llegaron los soldados, ella se preparaba para alimentar a los grupos de cuyes que, distribuidos en pozas de adobe, ya empezaban a chillar por el alboroto. Paula intentó escapar como presintiendo lo que se venía. Los cachacos, comprendieron inmediatamente el gesto torvo de su jefe y la cogieron por la fuerza. Don Félix fue baleado a quemarropa, cuando intentó defender a la niña. Carlitos, once años, carita de conejo y voz ronca, el último de los hermanos, golpeó al jefe de los desalmados y aunque cuenta que se prendió con los dientes al brazo del miserable, no pudo evitar el daño. Un brutal culatazo de FAL lo envió hacia una esquina de la granja. El viejo Félix, agonizante, al menos ya no pudo tener conciencia de nada. Paula fue violada primero por el suboficial, con toda la saña y despotismo de los que puede hacer gala un soldado envilecido. Adivinaba tal vez por la dureza de los ojos de la niña que jamás delataría a su hermana. A ver si así se te quita lo terruca, chola de mierda, mascullaba el cachaco mientras otros tres sujetaban a Paula. Ella no emitió quejido alguno. Tampoco delató a la hermana, que hacía tres días no aparecía por casa. Mientras otros miembros de la soldadesca destrozaban los sencillos anaqueles y estantes y hacían añicos las tacitas y platos desportillados, otros terminaban con el huerto campesino, que ni el rosal ni la niña bastaban 214


para saciar la sed de los chacales. Destrozaron un rústico librero de tornillo, fabricado por el padre y que acogía una colección de libros de segunda comprados en Grau, en Killka, en plaza Francia y de la que Lucía me comentaba siempre con tanto cariño, tanto cariño. ¡Hijos de puta! Sus asquerosas manos violaron uno a uno los viejos ejemplares; serviles, hurgaron en cada lomo, en cada tapa, entre las hojas, cotejando el nombre del autor con una lista que uno de los soldados llevaba consigo: Marx, Lenin, Mao, Stalin, Trotsky, Mariátegui. Y nada. No figuraba uno solo de ellos entre los libros vejados. Amada Lucía, nunca sabrás lo que pasó con Paula ni con tu viejo ni con Carlitos ni tampoco lo que hicieron con tus queridos libros. El último mes de convivencia no fue el mejor de nuestras vidas y en una de esas estúpidas discusiones, recuerdo bien lo que dijiste, Sebastián, a veces, cuando gritas de esa manera, tan incomprensiva y prepotente, echo tanto de menos la casa, echo tanto de menos mis libros, ellos me hablaban cuando nadie lo hacía. Me hacían reír, llorar, amar, escapar, mis pobres libros viejos... Tengo mis libros y mi poesía para protegerme; resguardada en mi armadura, escondida en mi cuarto, segura en mi interior, no toco a nadie y nadie me toca a mí. Soy una roca, soy una isla. Y una roca no siente dolor. Y una isla nunca llora... I am a rock… ¿Te acuerdas Sebastián de aquella canción? —Sólo hay obras, mi teniente —dijo uno de los cachacos. —¿Obras? ¡A ver, sal de ahí, sal de ahí! ¡Déjame ver! —vociferó el oficial. Cetrino y trinchudo, el ceño fruncido tal vez desde la infancia, le proveía un aspecto de inusual fiereza. —¿Los Ríos Profundos? ¿El Mundo es Ancho y Ajeno? ¿La Violencia del Tiempo? ¿En Octubre no hay Milagros? ¿Conversación en La Catedral? ¿La Casa de Cartón? ¿Lima en Rock? ¿Los Perros Hambrientos? ¿Redoble por Rancas? ¿Patíbulo para un Caballo?... Pero, ¿Qué es esto, carajo! ¡Nos están tomando el pelo o qué chucha pasa! —¡Mi teniente, aquí hay un libro de un tal Gonzalo! 215


—¡Trae mierda, trae pa’cá! Gonzalo... Juan Gonzalo Rose, Las Cartas secuestradas. No sé, desconozco mayormente, pero no creo que sea el Presidente Gonzalo, ah... A ver, qué más hay por acá... Mmm... Hernández, Mu… sil, Salg...ari... Bla…ke... No, no, no es lo que buscamos. —Mi teniente, acá hay uno sospechoso, ¡Mire! —y le alcanzan uno pequeño, gordito, ajado, las puntas dobladas por el uso y el lomo desgastado. En la tapa, un dibujo sospechoso: una mujer de facciones recias ataviada a la usanza eslava, con un pañolón en la cabeza, reparte a dos manos unos papelitos a grupos de obreros, que como palomos sedientos se acercan tímidos a su benefactora. En el lomo apenas se distingue, borroso, el nombre del autor: Gorky. Y a un costado, La Madre. El capitán hojeó con poco interés el libro y constató en la lista el nombre del autor. —No cholo, no figura Gorky, pero llévalo, igual acá dice impreso en la URSS. Uno de los soldados objeta de un momento a otro. —Mi teniente, pero este libro yo lo he leído en el colegio, es una obra que se utiliza en el curso de literatura. —¿Qué dices tú? He dicho que lo lleves, mierda, ¡No seas impertinente! Dice URSS. Es literatura subversiva. —y le zampó al soldado un fuerte culatazo en el abdomen. —¡Y tú mismo me siembras las pruebas fuertes! —gritó, alcanzándole banderas rojas con la hoz y el martillo, volantes y un par de quesos rusos. El muchacho cayó malherido pero se incorporó de inmediato. Era fuerte y también de espíritu. —Mi teniente, yo no puedo hacer eso. No es justo ni es cierto. Me niego a cumplir sus órdenes. El miserable no podía creer lo que oía. El soldado era joven. Muy joven y valiente. Diecisiete o dieciocho años. No parecía ser de la sierra y seguro tenía familiares en Lima, así es que si daba rienda suelta a su prepotencia podía tener problemas. Pero más pudo el instinto asesino del cobarde. Los demás soldados contemplaban la escena, estupefactos. No, este Mechato sí que era valiente. Ya lo había demostrado al sacarle su mierda a dos que le metieron la mano el último domingo de salida. Y aquella vez en la Rivahuayro, en un 216


tono con Chacalón, cuando se agarró a trompadas con los que le quisieron birlar la hembrita. Era valiente Mechato, pero de ésta sí no se libraba. —¡Tú, tú, tú! —gritó, señalando a los tres soldados que con más ahínco han trabajado en el allanamiento. Llévense a este impertinente afuera. Se le acusará de traidor a la patria y de colaboración con el terrorismo. Acá no queremos cobardes ni impertinentes. Iban a retirarse. Uno de los cachacos coge un cuy gordo de la poza más cercana. Lo levanta, se lo ofrece al jefe. El cuy es muy gordo, es un oso de peluche con intestinos. Mas el jefe reacciona de forma inesperada. Totalmente turbado, grita: —¡Baja, baja esa mierda, imbécil! ¡Quítalo de mi vista! Entonces, histérico, arranca la bayoneta a un soldado y despanzurra al pobre roedor. Un chisguete de carne salpica sangre a todo el mundo y cinco fetos peluditos ruedan por la tierra apisonada. Los agudos chillidos de la hembra, ensartada en la bayoneta, son ensordecedores. Los demás animales, nerviosos por naturaleza, empiezan a chillar de forma endemoniada. En ese momento, el capitán ordena degollar a todos los animales. Carlitos, el hermano de Lucía, yace sangrante en el piso, todavía inconsciente. Ante la inminencia de la masacre de sus pequeños roedores, Paula, que había permanecido hasta ese momento fuera de sí, traumatizada, se pone de pie y con sus pequeñas uñas como única arma se encarama en el rostro torvo del capitán, clavándoselas profundamente en los ojos. Tres hombres no bastaron para desprenderla del cuerpo del violador, quien en su resentimiento, sólo atinó a descerrajar dos tiros en el pecho de Paula. Antes de escapar, el suboficial husmea entre las ropas de la joven que se desangra, coloca dos cartuchos de dinamita y extrae de uno de los bolsillos de la casaca desteñida, una hoja manuscrita. El ignorante no le da importancia. Arroja el papel hacia un lado del cadáver de Paula y ordena a sus lacayos la retirada. 217


Esta hoja manuscrita llega hoy a mis manos gracias a Carlitos.

Lumpen y misógino —¡Iván Cruz! ¡Lumpen misógino! ¡De la puta madre! Al menos mejor que las baladitas fresa fabricadas en serie. No interrumpas, mierda —me dice turbado. Comprendo y espero que termine de cantar. Luego prosigo. —Cuando se inicia una relación como la que tenía con Julia es difícil y confuso tomar conciencia del momento en que ya no razonas. No sé si me entiendes, dije mirándole a los ojos. Pienso que es sólo la necesidad impostergable, apremiante, de sentir la tibieza de un cuerpo desnudo al penetrarlo, tocarlo, lamerlo y explorar extasiado sus cuevas y turgencias y luego el paroxismo. Y ahí se fue todo a la mierda: vaciar tus energías en un tubo parlante. Ya lo dijo el Italiota: ¡Las mujeres son receptáculos de semen, huevonazo! ¡No te hagas ilusiones! Porque, ¿qué otra cosa sentía al estar con ella? Esa tierna cojudes que te hace levitar hacia estratos desconocidos y de la que tanto hablan los poetisos y hace que recuerdes hasta la velocidad del viento que corría la tarde en que salieron a caminar juntos por vez primera. Pero sin embargo... Las palabras y el candor de Julia al imaginarnos como una futura familia feliz me causaban un asco y una repugnancia totales. Me figuraba como un alegre instalado, ya consciente y seguro de lo que quería en la vida, con un par de estúpidos niños —la parejita como recalcaba ella siempre, la parejita—, saltando entre un mar de comodidades y aparatos eléctricos y moviéndose como títeres apenas escuchasen una puta canción de moda y la veía algo gorda y renegona, la veía llegando a casa del trabajo aburrida y apurada, la veía colocándose el body para practicar los aeróbicos en el gimnasio al ritmo del más abyecto tecno y yo me veía con el abdomen voluminoso y los músculos fláccidos y débiles que harían juego con una calvicie galopante y veía a los engendros en un colegio de 218


nivel con ropa de nivel divirtiéndose siempre en sitios de nivel y con sueños y metas de la gente de nivel y recordaba sus ruegos e insistencias para ir a pasear por las zonas bonitas y por el admirado y santificado Miraflores y por El Trigal de Chacarilla. ¡Ah, Miraflores! Ciudad Heroica, meca e ilusión de todos los arribistas mediopelo de barrios desplazados paulatinamente al refugiarse la pituquería verdadera y la gran burguesía tras los inaccesibles cerros de La Molina y Las Casuarinas y al verla indefensa y sollozante y tirada en un rincón y con miedo de mantenerme la mirada —como la primera vez que la vi en una discoteca dark de Barranco— escudándose tras su étnico y carísimo polón Bennetton sentí lástima y aversión por ella y en ese instante la voz chillona y afectada de Jenny Maurer arañó mi memoria diciendo tú no la quieres Orlando si la quisieras de verdad la llevarías por buenos sitios o saldrías con nosotros... Jenny la raposa y su enamorado un abogadillo ignorante de la Católica que siempre estaba postulando a la Academia Diplomática o en busca de mejores horizontes en las grandes empresas eran la pareja ideal para Julia que admiraba profundamente a la Jenny el prototipo de la limeña trepona que jamás se atrevió a pasear su manoseado poto de ruca de Beverlylince ante la cholada que pululaba por la avenida Abancay o la avenida Tacna o más al norte o al este ni soñando pues ella sólo iba a cines y tiendas y otros antros de la Arenales para arriba hacia San Isidro Miraflores La Molina Chacarilla y a veces cuando —feminista raposa–—peleaba con el Wilo su raja ardiente la encaminaba hacia las pachatecas de La Marina o si la picazón era insoportable El Retablo. ¡Miraflores, ciudad mártir!, la más hermosa y limpia y ordenada de Lima y del Perú —hoy, el jirón de La Unión está lleno de cholos, petimetre Conde de Lemos— repleta de vitrinas relucientes de belleza mortuoria amontonadas de finas ropas y más finos licores paraíso soñado de cualquier limeño civilizado y demócrata ¡Ah, Miraflores! Avenida Larco ellas suben al coche los viernes sangrientos avenida Larco del Frágil que a tanto periférico hizo soñar en los ochenta con los mejores culos del Perú pero en los más caros autos también ¡huevonazo! rosaditas y esbeltas impúberes 219


impúdicas deleitando siempre a Lucho a Pepe al Alex que voltean embelesados para no perderse el espectáculo no la pases tan rápido y esperando su micro bajo el sobaco la bolsa con el logotipo de una tienda de nivel llevando flamantes tabas importadas para el tono de la cuñada del Alex en el Rímac y nuevamente otra vocecilla arañaba mi memoria ¿Pero por qué tienes que ser tan resentido Orlando?¿Qué te ha hecho esa gente? Let it be-let it be deja que vivan su vida y tú vive tranquilo la tuya... Total, si tienen plata es porque han trabajado duro ¿no?, se han sacrificado... y cientos de veces tuve que soportar estas sentencias de labios de Julia que parecía una de esas putonas viejas católicas, que en pandilla asuelan los alrededores de las iglesias cada domingo a las doce después de la misa, con perdón por parafrasear a ese zambo despreciable, y cientos de veces traté de explicarle y traté que sintiese esa llama de odio noble que ardía dentro mío al contemplar el derroche, la vanidad y el boato de unos cuantos, producto final de la injusticia y el robo, pero ella impasible y muy tranquila me llamó envidioso y respiré profundo y estuve a punto de soltarle un merecido ¡mira, triple hija de puta!, pero me contuve aunque al rato me agarró un grosero ataque de eructos que alivié muy cerca a su rostro... Hay en todos creo una mínima noción de justicia, sólo las gentes aturdidas que no se estiman ni saben el valor de sus vidas son las que sucumben a esta bajeza y al complejo de inferioridad que les obliga a falsificarse. La única vez en que accedí a ir con ella a uno de esos espantosos sitios, repletos de espejos y luces y música a todo volumen, para que comprase ropa o alguna chuchería de esas, terminé tan iracundo y vociferante que ni siquiera mi sangre rebalsaba hacia los cuerpos cavernosos de mi socio y mi deseo inicial, deseo vehemente de penetrar su carne, dio lugar a un desencanto y a una depresión por su cretinismo que el venablo nervioso permaneció inerme, pese a que ella me arrimaba el culo a cada momento. La altanería y la dudosa amabilidad de los vendedores resultaban insoportables. La forma en que evaluaban tu procedencia, mirándote de pies a cabeza, mejor dicho desde 220


la marca de zapatos o zapatillas hasta el color y textura de tu piel y tus cabellos, pasando por la marca del pantalón y la camisa, era propia de gentes acomplejadas. Estoy seguro de que si pudiesen verte el calzoncillo y tasarlo para situarte, lo hacen. Y son pobres los infelices, son pobres, lo más triste. Infame era ver como los fines de semana desfilaban hordas completas de gente proleta, desnutridos y cobrizos, escuálidos y amarillentos y husmeaban, ratas nerviosas y asustadas, y asomaban sus narices, unos temerosos otros más audaces, pero todos avergonzados del color de su piel y de su condición y lo acusador de sus facciones precolombinas ante la mirada severa de sus similares, los vendedores embrutecidos, para quienes estos miserables representaban sólo mirones que no compraban nunca nada, frente a los pitucos que alegremente irrumpían en hordas celestiales de arcángeles bíblicos, hermosos y sonrosados, altos y atléticos, gritando a voz en cuello al divisar a alguna proleta hembra de rasgos exóticos y buenas ancas, ¡Oye Tato, mira esa chola! ¡Puchas, que tá buenaza, pa´reventarla cuñau! y ella feliz y realizada pues había sido capaz de inspirar aunque sea el morbo de dos tipos de esos con los que cualquier jovenzuela de callejón se masturba a dos manos en sus noches de calor y fantasía. ¿Por qué maldita razón tenías que ser tan tibia, Julia? ¿Por qué aparentabas solidaridad por lo que llamabas con ternura, los cholitos, cuando en realidad lo que sentías no era más que una falsificación hipócrita de la justicia? ¿Por qué tenías que mirarme de esa manera tan huérfana, tan sensual e implorante? ¿Es que tanto te costaba ser como cualquier perra burguesa, excluyente y lapidaria? Así, ni siquiera sentiría culpa por mandarte a la mierda después de habernos usado o por largarme sin decirte nada. Siempre dejabas un hilo suelto y la tentación de cogerlo y confiar otra vez en ti y esperanzarme y al final con dos o tres frases despiadadas y una actitud miserable me hacías volver a contemplarte tal como eras, sin fingimientos ni hipocresías, solamente para agradarme. —Fueron instantes interminables; sentirla a mi lado, esperando una respuesta a su tonta pregunta, sollozante. 221


Todas estas reflexiones me asaltaban como pirañitas en la avenida Tacna, tratando de arrancharme el afecto y la costumbre que pese a todo me unían a ella todavía... —hice una pausa. Sebastián no me miraba, pero se veía triste. Destrozaba en silencio las etiquetas de la cerveza. Parecíamos estar aislados por completo de las necias risotadas de los borrachos, de la voz insufrible del salsero de moda, del ruido del cubileteo de los dados. —Qué no hubiese dado por mostrarme cínico en ese momento y mentirte y mentirte y mentirte y volver a poseerte ahí mismo. Y así, dejarme vencer y colonizar por tu ternura, por tus besos, por la presión y el calor de tus cavidades. Por esa maldita costumbre de oír tu voz y saborear tus labios y mirar tus ojos cerrados y la expresión moribunda de tu cara cuando la tenías dentro por un tiempo que se hacía infinito, mientras en mi cerebro revuelto, resonaban a lo lejos, ecos lastimeros y dulces de palabras de hembra enamorada. ¿Es necesario primero conquistar y después colonizar? ¿O la segunda fase puede obviar a la primera? ¿Qué sutil influencia ejercías sobre mí que casi sin reparar me estabas incluyendo como una parte tuya? Contemplar tu desnudez, apenas cubierta por las sábanas, sumida en el profundo sueño del que sólo se disfruta después de haber gozado plenamente del placer carnal, era apenas un consuelo. Me sentía extraño, como un borracho que de pronto recobra el sentido y toma conciencia de que está tirado y calato en un parque de madrugada. Y entonces, me invadían unas terribles ganas de largarme, de desaparecer, de escapar de allí, de salir corriendo desnudo y no volver nunca más. No era un lastre de la influencia judío-cristiana lo que sentía, no era esa aborrecible conciencia de culpa, inoculada por los curas y que asalta a tanto incauto por disfrutar del sexo; no era eso en absoluto. Era una sensación inefable. Ver, tocar, sentir, oler un cuerpo desnudo, por muy bello, sólo un cuerpo desnudo; millones de células en tejidos, órganos y aparatos, recubiertos por una capita de grasa y la débil carne y la insobornable piel... Sólo un cuerpo desnudo después de sacudirse ante el instinto vital, placentero y necesario. Y el 222


cansancio. Y la temible sensación de que te han robado el alma a mordiscones, con esos dientecitos filudos que tienen las chuchas de las mujeres ardientes. En ocasiones, con crueldad inaudita, pensaba, ¿Y si fueras muda? ¿Si gozases plenamente sin abrir la boca ni antes ni durante ni después, sin pronunciar palabra, sólo tus jadeos y gemidos o ni siquiera eso? Tú eres un mudo cuando estás conmigo, Orlando, apenas si hablas... decías siempre con un ligero aire de tristeza y abandono. Y recuerdo con placer el goce indescriptible que me dabas cuando cual niña golosa que saborea, absorta, una roja manzana acaramelada y todavía tibia succionabas la palpitante mitra hasta lograr orgasmos simultáneos y en la cumbre del éxtasis, bebías el néctar blanquecino y entonces era imposible que articulases palabra. Sólo tus ojos almendrados, miel de abeja caramelo, centelleaban ciegos, tratando de expresar con su fulgor la mística de esa oración sagrada. Placer-necesidad, placer–consuelo, placer–dolor, placer–placer, placer–Julia. Y el amor. ¿Acaso alguna vez habías cedido Zapata a abandonarte al ensueño, habías tenido la valentía de aceptar a una mujer con toda su hez, con toda su podre, tan tuya, tan nuestra? Lo más cercano y que casi te llevó a besar el aire, fueron esos tres meses últimos de tercero de media, cuando llegabas puntualmente al paradero a las seis y media para contemplar a aquella adolescente tan solitaria como tú, de senos todavía infantiles y ojos diáfanos. Todo afán, todo tensión. Pararte a su costado en el micro y cederle el asiento, tú que detestabas la caballerosidad, y luego mirarla disimulando y el temblor de piernas y el sudor de manos al escuchar su voz de niña, diciendo ¿Te llevo tus cuadernos? Y tu cabronada de no decirle nada, apenas unas ásperas gracias, con tu recién estrenada voz de hombre. ¡Cuánto te costó ofrecerle tu amistad!, ¡Cuánto te costó preguntarle su nombre y darle el tuyo! Nudo en la garganta, voz entrecortada y las manos ahora secas al escuchar el no, no puedo, es que yo... pero un no finalmente. Y a refugiarse en las ruquitas y a seguirle los pasos al chato Fiorentini y el llanto contenido que te impedía pronunciar palabra. Ahora media vuelta y después, espera Orlando, pero es que regreso con 223


mis padres... Y ese beso de ingenuidad en sus labios lozanos, sin morbo ni lujuria a pesar que tu sangre hervía al fluir rauda hacia el juvenil mástil. ¡Chao, te quiero mucho, cuídate! ¡Hasta algún día! Y las inevitables lágrimas, concreto en la garganta. Recuerdos tan lejanos y secretamente anhelados, sepultados por la vida, por el trabajo, por las frustraciones, por una existencia sin sentido. ¡Pero qué cursi y romántico resultaste Zapata!, chilló burlona, una voz interior que me arrancó de mis reflexiones y mi silencio. Con la mirada todavía ensimismada, proseguí contándole a Sebastián: —Ahí seguía Julia, callada y esperando, ahora más resignada ante mi silencio. Las reflexiones y recuerdos en los que me había sumergido, estimulado por el poder nostálgico del alcohol, lograron tranquilizarme. Instintivamente la abracé muy despacio, casi con miedo, con ese miedo y esa delicadeza con que besé por primera vez, aún sin costumbre, los labios niños de esa muchacha trigueña de la secundaria. Lejos estaba en esos instantes de saber que a partir de aquella noche selvática, Julia pasaría a ser parte de mi pasado. Un pasado llamado Julia, llamado deseo, llamado instinto, pero también soledad, frustración, angustia y desarmonía. Pero todavía, y eso lo sabía bien, faltaba mucho pan por rebanar. La fuerza de la costumbre y el impostergable deseo que me provocaba su cuerpo sugestivo y su mirada implorante, eran los principales escollos para alejarme de ella. Y, lo reconocía, lo que me causaba cierto miedo, era el darme cuenta que por momentos me sentía como encantado por su entrega simple y absoluta, desprovista por completo de mecanismos de defensa. Habíamos bebido ya más de la mitad de la última cerveza que quedaba y Sebastián casi no había abierto la boca para hablar acerca de lo contado. Así es que me propuse respetar su silencio y proseguí con lo mío: —Tú no me amas Orlando —me dijo Julia, sacudiéndose de su letargo—, cuando se ama como yo a ti, no se reflexiona, no se tiene voluntad ni se ponen tantas condiciones. No puedes salir de ti, no puedes fundirte conmigo. Estás enfermo del alma y ahora me doy cuenta y 224


quiero ayudarte; por favor, déjame hacerlo. Olvida lo que te dije hace un rato, yo he crecido en medio de la incertidumbre, yo he vivido en la normalidad, como tú la llamas y me cuesta adaptarme a tu forma de ver y vivir la vida... Y tú eres tan duro y exigente. A veces, siento que me empujas nuevamente al vacío del cual me estás rescatando, siento que tus caricias no son sólo de consuelo, sino anuncio de una despedida inminente, lo siento... Mientras me decía estas palabras, su mirada fija y la fuerza con que apretaba mis manos, transmitían un miedo terrible. Aquella lucidez que reflejaba y su percepción me dejaron asombrado. Tal vez, en esa más de media hora de silencio total entre ambos, se estableció cierto tipo de nexo desconocido, inmaterial, que le dio la valentía necesaria para reconocer en voz alta mi ausencia de entrega absoluta hacia ella. —Es que en el fondo —dijo Sebastián rompiendo su silencio— toda mujer engañada percibe que lo es. La relación puede ser física, espiritual, intelectual o todas a la vez, pero cuando no hay entrega, no es en esencia, y creo que eso se percibe. Julia percibió eso en ti y recién esa noche tuvo la valentía necesaria para decírtelo. —Es probable —respondí titubeando—, pero termino de contarte para quitarnos. Ya somos los últimos de la cantina y nos están mirando feo. —Sólo me dejé llevar por lo que irradiaba en esos instantes, estática y difusa a la vez. Quizás por el alcohol que recorría mi sangre, pero no quise hilvanar otra conversación con ella. Me abrazó y se quedó rápidamente dormida. La lluvia afuera ya había cesado y los mosquitos atacaban implacables a pesar del protector. El profundo agujero negro persistía en mi cerebro y sentí desprecio por mí mismo, por mi falta de valor para decirle que apenas volviésemos a Lima, yo me alejaría de ella por un tiempo. Y tú sabes lo que significa para nosotros, por un tiempo. Ya de madrugada soñé con una Julia extraña, gigantesca y bondadosa, nada puta, que me escondía entre sus senos maternales y me llevaba dondequiera. La sentía superior a mí, omnímoda y absoluta. No recuerdo más de aquel sueño. 225


Muy temprano, vino a despertarnos el tío Matías. Machetes en mano, venía preparado para adentrarnos por los senderos que nos conducirían a las chacras de amapolas que había prometido mostrarnos. No obstante ser un hombre parco, se portó muy amable y cada cierto trecho abría sus cantimploras para invitarnos el refrescante chapo, elaborado con plátanos verdes. No volvió a mencionar las revelaciones que hizo durante la noche y caminaba lento y seguro, como un muchacho que sin conocer bien el camino sabe con certeza a dónde llegará. En cada tramo que avanzábamos, debíamos cortar o esquivar ramas y lianas. Llevábamos ya una hora caminando, cuando Julia empezó a jadear y retrasarse. Por momentos, Matías se detenía y luego de hacernos un imperativo gesto de silencio, llevándose el índice a los labios, aguzaba las finas y entrenadas orejas. Sigiloso, husmeaba por un tenue senderillo que sólo él podía distinguir entre la enmarañada vegetación y ¡Ssshhhh! —nos acallaba, emocionado— ¡Esta es huella de carachupa, carajo! Luego, como comprendiendo la inutilidad de esperar al armadillo a esas horas, reiniciábamos la marcha. Al cabo de unas dos horas de caminata, Matías voltea y ve a Julia exhausta. Le dice sin rodeos: —¡Qué pasa sobrina, la vida vegetativa de la ciudad te ha enfriado los músculos! —Julia, finge sonreír y masculla entre dientes: —¡Idiota! Yo no he venido al monte para caminar como una tonta con un machete en la mano tras un supuesto animalejo... Yo quiero descansar a pierna suelta en la casa de campo, leyendo algo o durmiendo... Y sigue retrasada, caminando sin voluntad. Quizás pensaría que su tío no iba a escucharla, pero no fue así. Con los ojos zarcos siempre atentos, Matías habló con sorna: —¡Pobre muchacha!, así lo único que lograría es trasladar un cochino trozo de ciudad a la selva!, ¿Para qué, pues, venir entonces? Cuando decidí internarme acá en el monte, cuando decidí hacer mi hogar con este pueblo, lo hice para terminar con la influencia de las costumbres e ideas 226


de la ciudad, para olvidar las discusiones de reaccionarios y revolucionarios, para beber de la tierra y sin nada que perturbe mi mente, contemplar el cielo, los ríos, los animales y volver a ser como ellos, como los niños, para amar nuevamente las cosas sencillas y que casi nunca percibimos, para aprender de la silenciosa sabiduría de las selvas. Si vieras cómo se está llenando ahora esta zona de todos esos estafadores que se llevan la uña de gato y que dicen practicar turismo ecológico... Si sólo basta verles los cuerpos embotados y leer sus manuales y propagandas para darse cuenta de la falsedad y la gran pesadez de sus vidas. ¿Y piensas tú, que tomando ciertos remedios mal preparados y peor utilizados o pasando unos días encerrados en bungalows selváticos van a fortalecer su sangre y sus músculos, menos aún sus atrofiados espíritus? Hay gente que jamás de los jamases ha reparado en el árbol que languidece frente a sus casas; en que el sol sale mañana tras mañana y hace florecer hierbas y arbustos, hace brotar estas infinitas alfombras de musgos y permite reproducirse a miles de animales, que ni siquiera conocemos. En alguien que no siente el verdadero valor de la rama de un árbol o de la flor más rústica, ¡Qué falsa y hueca suena la tan mentada ecología! Bueno, todo esto que te digo es lírico sin duda; uno no puede evadirse de la realidad así de fácil. Cuando hace unos quince años llegaron los primeros israelitas, toda esta tranquilidad fue alterándose. Pero no para mal, como pueden creer muchos. Serranos en su mayoría, la sencillez de su estilo de vida, su agrocomunismo como ellos le denominan y su apreciación y entrega por lo colectivo, me impactaron desde un primer momento. Glicerio Marquina, el primero de los que conocí, fue uno de los más honestos dirigentes y creía haber encontrado la fórmula, al igual que muchos de ellos, sintetizando las enseñanzas del Antiguo Testamento, con los también radicales preceptos incaicos, que no sólo son los tan difundidos no mentir, no robar, no ociosear. Glicerio era un hombre joven todavía, pero ya con familia numerosa. Natural de la sierra ayacuchana, nos caímos en gracia desde el principio. No poseía una gran cultura intelectual, pero tenía una inteligencia vivaz e innata y mucha energía, aunque 227


lo que más me impresionaba era su fanatismo salvaje: una ingenua y orgullosa creencia en la liberación y el promisorio futuro de las masas esclavizadas. Desgraciadamente, años después se pervirtió cuando organizados ya en un partido político empezaron a ganar adeptos entre la burguesía y los gamonalillos y a tratar de lograr escaños en el parlamento. Pero al conocernos, ganó todo mi aprecio; yo me encontraba asqueado hasta la náusea de todos esos comunistas de cantina, de esos intelectualoides trotskistas y estalinistas, pro-rusos o pro-chinos y toda esa laya de sinvergüenzas que tanto daño han causado a nuestro pueblo. El sencillo amor de estos nuevos pobladores por lo colectivo, el estudio casi político que hacían de la Biblia y el concepto y la práctica de su vida diaria me conmovieron. Para ellos, la religión no debía ser destruida, sino orientada como instrumento de liberación de la humanidad. No olvides, muchacho, que Cristo fue un revolucionario, su vida y su agonía y luego su muerte, fueron las de un auténtico revolucionario, un guerrillero, un profeta de la libertad. Y te aseguro que no falta mucho para que surjan escándalos en torno a ellos: la naturaleza explosiva de los Evangelios, la actualización que hacen del cristianismo más primigenio y de los preceptos incaicos ya están alertando a los bienpensantes que ven en esta secta el germen de un problema social quizás incontrolable... ¡Ojo que no justifico la charlatanería! Tampoco el interés de muchos de sus líderes, ni menos la propensión de la religión hacia la pasividad y el esoterismo; sólo reconozco el valor que tienen como expresión de la religiosidad de un pueblo vejado que tiene necesidad de recurrir a los mitos... —Matías no paraba de hablar, no dejaba siquiera que le refutara y con el ritmo de la conversación, habíamos perdido de vista a Julia. —¿Tú crees en un dios? —le pregunté sin remilgos, aprovechando una breve pausa. —Yo busco un Absoluto, no creo en dios y menos aún en el perverso dios de los cristianos. Pero ese no es el asunto de mayor importancia; la gente está tan ocupada en sobrevivir que ni siquiera se detienen a pensar en ello y por eso mismo los aprovechan los traficantes de la fe. 228


—Tú lo has dicho —contesté rápidamente—. Y de ahí la necesidad de destruir la autoridad de los jerarcas de la iglesia católica y de todas las iglesias. También de los nuevos conquistadores, los protestantes. —Poseído, proseguí con mi discurso: —Yo entiendo que el cristianismo representa para los pueblos oprimidos una poderosa estructura ideológica y que por eso mismo no puede ser atacado de una manera frontal y sin estrategia. Pero si no nos atrevemos a desenmascarar a sus jerarcas y a escupir sobre sus dogmas, pues entonces caemos en la dialéctica del diablo que utilizan ellos con su promocionada teología de la liberación y le terminamos besando las patas al carcamán Juan Pablo II, como el pobre Gustavo Gutiérrez. —Totalmente de acuerdo muchacho, totalmente de acuerdo —me dijo Matías con una amplia sonrisa y estrechándome la mano—. Ya nos vamos entendiendo. No olvides que la única iglesia que alumbra es la iglesia que arde, como bien decían los anarquistas españoles. Revolucionario instintivo, Matías se ganaba duramente la vida, trabajando la chacra con sus manos y su saber autodidacto ponía en clara evidencia el abismo existente entre un socialismo vivido y asumido en carne propia y la retórica ociosa de quienes nunca se han ensuciado las manos y pregonan, histéricos, un cambio social, cuando en su casa ni siquiera lavan los platos. Tan concentrados estuvimos en la conversación, que no reparamos en que Julia no venía atrás nuestro. En silencio, volvimos por el sendero abierto a machetazos, sin encontrarnos a Julia. Ya empezaba a inquietarme, cuando escuchamos unos lastimeros quejidos que provenían de unos matorrales situados a varios metros de donde habíamos pasado: por una pendiente muy difícil Julia había caído, luego de perder el equilibrio y resbalar por la hierba mojada y el barro formado por la lluvia de la noche anterior. Al parecer se había dislocado el tobillo y no podía caminar. Apenas si se movía. Muy fastidiada y llorosa, nos recriminó el no haberla esperado y lo poco cortés de mi actitud al dejarla que avanzase sola, entre los matorrales. Matías, después de examinarla, pidió que aguardemos y se 229


internó en la espesura de la selva, mirando a Julia con una sonrisa sarcástica. Nuestra sed era terrible, la bebida de plátanos se había agotado y algo cerca se oía el agradable rumor del agua que caía entre peñones. Después de convencer a Julia, que el lugar no estaría muy lejos, la cargué a mis espaldas y nos dirigimos al lugar de donde provenía el sonido del agua corriente. Cada metro que avanzábamos, se escuchaba más cercano el ruido del líquido deslizándose sobre las piedras, pero al llegar a donde creíamos que estaría, no había más que árboles gigantescos de hojas muy anchas, decoradas por lianas rojizas y turgentes que llegaban hasta las copas. Nunca he vuelto a apreciar tantas tonalidades del verde en un lugar tan reducido. La sensación que te invade en el monte es a la vez tenebrosa y bella. Hay zonas en las que el viento bate con tanta furia los gigantescos árboles, que se oyen como lamentos y voces semejando burlas, risas o llanto y silbidos misteriosos. Seguí, pues, caminando con Julia a cuestas, hasta que empezó a recriminarme, asustada por las extrañas voces que como quejidos llegaban a nuestros oídos. Los árboles, cada vez más altos y densos, creaban una perfecta oscuridad en pleno día. Me abrí paso con el machete y de pronto un haz de intensa luz me cegó y me obligó a cubrirme el rostro con los brazos. Gradualmente la vegetación fue cambiando: ahora predominaban arbustillos y herbáceas y musgos diminutos, que como alfombra natural, tapizaban todo el bosque. Cuando ya nos pensábamos perdidos, pues ni siquiera se oía la caída del agua, opacada por el ulular del viento al batir el denso follaje de los árboles, encontramos una hermosa cascada. El agua saltaba abundante entre piedras blanquecinas con incrustaciones negruzcas, recubiertas de un musgo finísimo color verde olivo. Quedamos extasiados al ver caer tan libre y pura la vital mezcla de hidrógeno y oxígeno, unidos en la proporción exacta para hacer posible la vida en todas sus formas. Rodeaban al manantial de ensueño, arbustos medianos de hojas compuestas y lanceoladas de un verde intenso y brillante. Un viejo tronco grueso, derribado tal vez por los años o algún rayo, atravesaba la cascada en la 230


parte más alta y de este pendían delgadas lianas violáceas que luego ascendían, traviesas, por otros árboles imponentes, cuyas copas ni se divisaban. Sus raíces añosas, gruesísimas, se prolongaban decenas de metros y sobresalían del suelo como retorcidos tentáculos. El salto de agua formaba un riachuelo que serpenteaba hacia una quebrada muy peligrosa. De allí quién sabe a qué daría origen. Superada la primera impresión, decidimos ascender hacia donde cruzaba el viejo tronco, pues por capricho de Julia, el agua allí, era más limpia. Los más de quince metros que tuve que cargarla ascendiendo y por momentos descendiendo por el resbaloso senderillo de musgos y piedras, fueron una real tortura. En dos pendientes rodamos juntos, y en la segunda ocasión fue tal el susto de ella que me vi forzado a abofetearla para que calmase su nerviosismo: si no la hubiese sujetado de los cabellos y yo, al mismo tiempo no me hubiese agarrado de unas raíces providenciales, que como mano de muerto emergían del suelo, su cuerpo habría desbarrancado hacia la peligrosa quebrada por donde descendía el riachuelo originado por la cascada. Ya calmada, nos arrastramos hasta superar las partes más abruptas del caminillo que conducía a la parte alta del manantial. La cantidad de mosquitos conforme nos acercábamos al lugar escogido, aumentaba terriblemente. Picaban sin piedad en todas las partes del cuerpo que quedaban desnudas: las ronchas calientes y palpitantes deformaban mis codos, mi nuca, parte del torso y el mentón y la picazón parecía volverme loco. Por no sé qué motivos, a Julia los moscos casi no la picaban. En un momento creí perder el juicio por la insoportable picazón bajo la barbilla, que para peor goteaba ríos de sudor desde mis sienes hacia la espalda y los hombros. Al fin llegamos al sitio, llenos de lodo y empapados en sudor; bebimos como locos de aquella agua tan pura que nos pareció en ese instante, lo más delicioso del mundo. Pese al tobillo adolorido, Julia permaneció largos minutos en completo silencio. La paz que transmitía el ambiente, era de una belleza absoluta. El desinterés con que sentíamos lo que nos rodeaba, el aire fresco, el agua que 231


caía y la tierra donde crecían las plantas, nos alejaban por completo de cualquier otra preocupación que no fuese la de estar allí, presentes en ese momento y nada más. La vida en la ciudad te enseña a tener siempre prevenciones y a ver en las cosas siempre la utilidad o el perjuicio y olvidamos en absoluto la entrega a la belleza por sí misma; vemos siempre la utilidad práctica. Fueron largos minutos de relajación total, de sosiego para la mente y para el corazón. Julia, con los ojos fijos en el cielo, yacía como un animal tierno e indefenso sobre el musgo húmedo. Parecía una muerta. Inmóvil por completo. —Sabes que a veces se me ocurre que el agua, sólo el agua dulce es de una naturaleza especial, que es eterna y que es infinita. El mar no, el mar siempre me produjo un miedo muy grande. Me parece tan negro, tan muerto y todopoderoso. Pero el agua de los ríos, de las lagunas, de los manantiales como este, es tan diferente, tan libre en su fluir constante... Cuando era niña, me llevaron un verano a una playa del sur y mis hermanos, —mis medios hermanos— me metieron a la fuerza dentro del mar; yo no sabía nadar y ellos sólo se reían y se reían; me entró tanta agua a las orejas, que varias noches no pude dormir por el dolor y la inflamación. En mis pesadillas gemía y sentía que el mar entraba por mis oídos y sancochaba mis huesos y mi carne. Julia, aún inmóvil, con los ojos perdidos, hablaba sin mirarme y el recuerdo de la mala experiencia de la infancia, la había vuelto melancólica. El breve momento de tregua y reposo había sido roto. —Y pensar que el agua dulce no es ni el uno por ciento de toda el agua de la tierra —le dije, y mi maldito didactismo nunca fue más evidente. Seguí sin embargo: —Peor aún, no es eterna ni es infinita, algún día quizás no muy lejano ha de morir y tal vez entonces deba usarse toda esa agua salada que te parece negra y muerta. Ella me miró, perpleja. En la mansa liquidez de sus ojos marrones, se diluyó la tristeza. Densos y oscuros nubarrones, se aproximaban amenazantes. Se podía predecir, sin duda, una lluvia tan 232


fuerte como la de la noche anterior y me apresuré entonces a armar un refugio precario con ramas y troncos caídos y otros que corté a la mala para guarecernos del chubasco. Casi sin darnos cuenta, habían transcurrido dos horas. Después de un rápido chapuzón en el torrente cristalino, penetramos al improvisado refugio y en menos de diez minutos, la amenazadora nube negra estuvo sobre nosotros exprimiendo su acuosa furia. Serían las tres de la tarde y relámpagos y truenos y fuertísimos ventarrones azotaban la selva. Lo bueno era que los mosquitos, como por arte de magia, habían desaparecido totalmente, pero no su recuerdo, la horrible picazón en las zonas más sensibles del pellejo que quedaron expuestas a sus ataques. La pobre Julia, asustada, quería llorar, ¿Cuánto durará esta lluvia, Orlando? ¿Y mi tío por qué no llega? ¿Y si dura varios días? ¿Y si nos perdemos? Felizmente que no recordó a las serpientes, pues yo sabía que esa era zona donde vivían las mortales shushupes y tal vez hasta la loromachaco. No pude evitar que un sudor frío resbalara por mi rostro. La curarina que llevaba en la mochila, sólo servía para contrarrestar la acción tóxica del veneno apenas por unas horas; de allí en adelante, si no se aplicaba el antídoto... El pueblo debía estar a más de ocho horas de camino, pero si no dabas con el sendero correcto, podías demorarte días e internarte aún más en la selva virgen. Traté pues de tranquilizarme, observando cómo discurría rápidamente el agua del manantial; cómo se incrementaba y enturbiaba el caudal debido a la torrencial lluvia; la forma en que saltaba, rayo plateando de una piedra a otra y cómo, no creo haberlo imaginado, tomaba diferentes coloraciones, ora celeste, ora rojo, ora azul intenso, de acuerdo a la tenue iluminación que recibía de los rayos solares. Imaginé en ese momento a las columnas de gentes que se adentran en la espesura y como fantasmas redentores recorren la selva, luchando por la utopía, quizás algo musulmanes como decía el Italiota, pero capaces de entregarse por la Idea. Como el agua virgen, que corría furiosa y creadora, calmada y destructora, sin nada que la detenga, capaz de horadar montañas y erosionar, formar cauces y lechos y recodos, 233


desviarse, pero volver nuevamente a madre y jamás dejar de crear, de dar vida o de arrasar y destruir totalmente. Totalmente. Tan absorto me encontraría en esos instantes que Julia tuvo que darme un tirón para que le hiciera caso: —¡Mira, mira Orlando!

El manifiesto de Lucía El papel es amarillento, es de pésima calidad y está escrito por ambos lados con una letra azul, cursiva, menuda, llena de fe y esperanza. Lucía lo ha redactado la noche anterior para leerlo en la Asamblea de los Comedores Populares. Su idea era difundir entre las madres la crianza técnica de los roedores nativos. Con una prosa simple, que refleja la investigación y la pasión adolescente, libre aún de prejuicios, luego de criticar el consumo de la carne de pollo —que sabe a pura harina de pescado, a hormonas y antibióticos y con cuya crianza no podemos competir, ya que la realizan grandes mafias y a gran escala—, de las carnes rojas y ante el saqueo y encarecimiento del pescado de nuestros mares, tenemos la carne de cuy como una alternativa en nuestras mesas. Su alto contenido de proteínas, la facilidad para su digestión y la sencillez de su mantenimiento, son razones suficientes para criarlo. Hacía además hincapié en una crianza orientada, con el fin de superar los siglos de retroceso genético experimentado por esta especie —decía y era aquí en donde más trascendía su apasionamiento y la ingenuidad de su corazón, incontaminado todavía de desconfianza y miedo—, debido a la marginación que sufrió todo lo oriundo después de la invasión europea, para desarraigar en lo posible al indio de sus costumbres, de su forma de ser, de sus animales y de sus plantas, que no bastaba con quitarles la tierra. La gente, incluso en la sierra, cree que el cuy come humo, que no toma agua, que puede cruzarse con la rata. Los crían en grandes grupos, en los cuales la promiscuidad sexual y la alta consanguinidad conducen sin remedio al deterioro 234


de la especie. Las pésimas condiciones de crianza, la pobre alimentación, los alojamientos en donde se crían revueltos, cuyes, gallinas, patos, perros, hasta cerdos, empeoran aún más la situación. Y por si todo esto fuera poco, al momento de sacrificar los animales, se escoge los más grandes, gordos y bonitos, es decir los mejores. ¿Quiénes quedan entonces como padrillos? Pues los enanos y raquíticos, los revejidos o viejos y serán éstos los que transmitan sus genes a la descendencia, serán los que se reproduzcan. Pero como todo en la vida y en la naturaleza tiene dos polos —proseguía—, dos caras que se complementan, esta desventaja que es la retroselección, tiene pues un lado positivo; la tenacidad y persistencia de un animal tan maltratado durante siglos es para tomarse en cuenta y presenta las mejores ventajas que podamos imaginar: la rusticidad y la resistencia. Es increíble —finalizaba ya, emocionada— oír en sitios tan pobres como este, que el cuy es una rata con cola o barbaridades de ese calibre. ¿No hemos sido nosotras mismas compañeras, no hemos sido como estos roedores, hasta hoy? Peor en estos lugares en donde jóvenes aún hijas tienen que hacer de madres de sus hermanos menores porque la madre trabaja dieciséis horas al día. ¿No hemos sido como cuyes acaso viviendo en grandes colonias —asentamientos humanos les llaman ahora— en donde el morbo es exacerbado a cada instante por la televisión y los diarios, incitando abiertamente a la promiscuidad sexual y en donde como solución nos reparten condones por camionadas y nos enseñan en los colegios y clubes parroquiales a tener sexo y no quedar preñadas? ¿No hemos sido como cuyes acaso, cuando soportamos con resignación, decir hasta hoy que el indio es bruto, y nos dejamos bestializar por el fútbol y los programas familiares, los talk-shows y las telenovelas? ¿No hemos sido como cuyes acaso viviendo en chozas tan pobres, ni agua ni luz ni desagüe ni servicios higiénicos, desnutridos y rebajados a la condición de cosas? ¿No hemos sido como cuyes acaso al aceptar que los más infames y serviles asuman liderazgos que nunca tuvieron? Sí, compañeras, aunque nos duela, porque aquí hay muchos a quienes les duele que 235


les recuerden su estirpe indígena. Pero al igual que el cuy tenemos esa gran ventaja que no la tienen otros animales delicados y engreídos: la rusticidad y la resistencia. Y esa habilidad y fuerza para resistir, sobrevivir y lograr conquistas en situaciones adversas es lo que nos da el coraje y la fe para seguir adelante, compañeras... Aquí se corta abruptamente el texto del pregón y aparecen sólo un par de líneas más, rayadas y con borrones.

Y encima, maricas

Como un espectro surgió entre los árboles, mojado de pies a cabeza, pero con esa expresión de alegría que te da el saberte fuerte y doblegador de la naturaleza, Matías. Rápidamente le hicimos un sitio en donde cobijarse, se quitó las botas y la ropa para escurrirse, desenvolvió y enjugó con cariño la vieja Browning y luego abrió su morral. Sacó inmediatamente unas raras hierbas que había mezclado en una especie de compota color ocre y se las untó a Julia en el tobillo resentido. —Quédate quieta —le dijo, severo—. La lluvia durará por lo menos diez horas. Así es que mejor tratemos de descansar porque el camino de regreso es más pesado y largo que el camino por el que hemos venido. Con tu pierna en ese estado sería inútil que prosigamos. —y se tendió de inmediato a dormir bajo el toldo de hojas que habíamos levantado. Yo me incomodé, pues ya no veríamos las plantaciones de coca y plátanos que nos había prometido y que tanto me intrigaban. Era asombrosa la serenidad de este hombre de unos cincuenta y tantos años. Y más asombrosa era aún su capacidad para reconocer los caminos de los animales en terrenos donde cualquier mortal no hubiese visto más que hierbas, tronquitos y piedrecillas. Cualquier mortal digo, 236


a excepción de los propios selvícolas, de quienes había aprendido Matías esa increíble capacidad de rastreo y de mimetismo. —¡Ssssshhhh! ¡Camino de añuje! ¡Este es abrevadero de sachavacas! ¡Por acá pasa armadillo! Y así por el estilo. Iban a dar las dos de la madrugada y el bar casi vacío parecía una iglesia después que acaba la misa. Un mozo gritón —reemplazo de la joven de pezones liberados— se acercó con intención amenazadora, pues ya no consumíamos cerveza y a cambio Sebastián extraía de tanto en tanto el trago corto de su casaca. Ante lo explícito de sus gestos y rendidos por el cansancio, optamos por retirarnos. —Oe, compadre, a esta hora no me dejan entrar al cuartucho —le dije, al tiempo que rebuscaba en mis bolsillos. No llegaba ni a cinco lucas. —¿Quieres divertirte ? —preguntó con cacha e insistió para ir a joder a un motelito. Al preguntar el precio y al notar los dependientes el estado de ligera embriaguez que llevábamos nos miraban con suspicacia y doblaban la tarifa. En los dos primeros hostales no reparé en lo que sucedía. Pero en el tercero, el cuartelero —un cholo remolón y rechoncho— y otros dos, con cara de salseros, nos empezaron a joder como si fuésemos cabros. Había tenido razón el muy puta de Sebastián. Al principio, hicimos oídos sordos a los aflautamientos de voz y a los silbiditos que lanzaban los provocadores. Pero después —como si hubiese sido premeditado— le cogí, tierna, la mano a Sebastián y él, macho, rodeó con su brazo izquierdo mi cadera y simultáneamente con la mano libre le hice pichulas a los huevonazos que no salían de su asombro. Casi no podía contener la risa, cuando de un momento a otro, uno de ellos intentó una caricia en zonas interdictas. Un fuerte patadón en los testículos del pendejito desencadenó una bronca de tres contra dos que finalizó cuando logramos trepar a toda carrera a una combi cerca al Seguro Social de Grau, después de reventar hocicos. No quedaba otra. Y nos dirigimos hacia el centro de la ciudad, tal vez quedaría un bar abierto y si no qué chucha, dormiríamos en la plaza San Martín o en la Francia. 237


—¡Qué duro resultaba amar a un hombre en el Perú compadrito!¡Casi nos rompen la cara por tu payasada, huevón de mierda! En el camino fui contándole el resto de la historia. —Así es que vencidos por el cansancio y por la malanoche anterior, nos quedamos dormidos, arrullados por el ensordecedor sonido de una lluvia que parecía iba a ser eterna. No supe cuántas horas transcurrieron, pero cuando abrí los ojos ya estaba oscureciendo y la lluvia ni siquiera escampaba. Iba a despertar a Julia, cuando me di cuenta que Matías ya no estaba y sólo rogaba que Julia siguiese durmiendo tranquilamente. Su nerviosismo podía arruinar por completo una situación que se presentaba de por sí difícil. ¿A dónde habría ido Matías con esta lluvia infernal? ¿Nos habría abandonado? No hallaba motivo para responder positivamente a esta pregunta que, de manera obsesiva, retumbaba en mi cabeza. Después de casi una hora de haber despertado noté que Julia se movía. No estábamos empapados, pero las ropas húmedas se adherían molestamente a la piel. De prolongarse por unas horas más la lluvia, estaba seguro que el frágil escondrijo no aguantaría. Levantado al pie de un gigantesco árbol de casi dos metros de diámetro, con ramas de palmeras y algunos plásticos de la vieja carpa, me daba la sensación de orfandad que debieron sentir los primeros neandertales ante la furia desatada de la Naturaleza. Lo terrible era que empezaba a oscurecer y el tío no regresaba. Sabía de casos de varios días de lluvia en la selva y al ver cómo el plástico formaba bolsones bamboleantes bajo nuestras cabezas, cómo caían cada vez con más rapidez los goterones que se filtraban por el denso ramaje y cómo rebasaba el agua por los bordes del precario techado me invadió un temor pánico y una sensación de total invalidez ante los dioses de la lluvia. Por los senderillos del suelo empezaba a correr con violencia el agua que se acumulaba en las partes altas del terreno, formando veloces y caudalosos riachuelos. En ese instante Julia despertó bruscamente, al sentir un baldazo de agua en pleno rostro. Un pedazo de plástico había cedido ante el peso 238


del líquido acumulado en su superficie, rompiéndose. Contra mi pronóstico, no se asustó al notar la ausencia de su tío, más bien sugirió que habría ido a traer —no sé a dónde— leños secos para encender una fogata, pues ya estaba oscureciendo. Decidí salir a buscar entonces, alguna palmera para cortar ramas con las que reparar el agujero por donde filtraba agua que estaba inundando el refugio. Todos los leños y maderos a varios metros a la redonda estaban empapados, de forma tal que hubiese sido imposible encenderlos en caso de querer hacer fuego. Machete en mano, fui abriendo trocha y marcando el camino para poder volver. La lluvia caía torrencialmente y los árboles más frondosos, eran coladera ante ella. La situación era desesperante. Saber que te encuentras entre serpientes y fieras, insectos peligrosos —aunque no los viese sabía que allí vivían— y bajo una lluvia torrencial que para mí ya era crónica. Pero nada, nada es tan tenebroso como la selva misma, ese conglomerado lujurioso de vegetación en sí mismo. Hacia donde mires, hacia donde vayas, siempre los troncos ventrudos, las ramas fieras que chicotean el rostro y el torso, lianas viscosas que sujetan tus brazos como culebras, hierbas resbalosas que te hacen patinar y al tratar de agarrarse para no caer, asir un bejuco erizado de agujillas microscópicas. Todo en un laberíntico infierno, una confusión torturante y enmarañada poniéndote zancadillas para que resbales o tirándote del cuello o de los brazos, deteniéndote, aprisionándote. Pero todo a la vez en un orden tan perfecto y natural, impidiendo al intruso ultrajar sus entrañas. Cuando por fin hallé unos arbustos que me parecieron lo bastante frondosos como para guarecernos, alisté el machete. Antes, debía desalojar unas enredaderas y las ramas menos cargadas que no me servirían. Al cuarto o quinto golpe, quedé paralizado por el terror. Un fuerte latigazo castigó el aire y todo el arbusto se sacudió ante el paso violento de una serpiente. Ni siquiera distinguí su coloración; apenas la estela solitaria que deja al huir y una cabeza triangular, como las que aparecen en algunos grabados egipcios. Quizás si dejaba el brazo más tiempo del necesario, o si mis reflejos no hubiesen 239


funcionado rápidamente, no te estaría contando esta historia. Todavía temblando, llegué al refugio con sólo unas pequeñas ramas que encontré en el camino. El tío Matías ya había regresado y, cierto, llevó maderos secos para encender la fogata. Le ofrecí mi encendedor. Pero él lo rechazó y sacó dos pedernales de su morral. A los quince minutos de acezar el fuego con nuestros soplidos, nos encontrábamos alrededor de una cálida hoguera, anudándonos en una conversación que habría de durar varias horas. Ya menos desatentos, tío y sobrina repararon en mi mutismo y mi palidez. —¿Q ué sucede Orlando? —preguntó Julia preocupada—. Parece que hubieras visto al chullachaqui. —O a una víbora —completó Matías con una sonrisa cachosa. Al terminar de hablar, sacó de otra mochila, dos tazones. Uno grande, repleto de yucas sancochadas y maduros y otro, más pequeño, que despedía un olor delicioso. Era una crema olivácea, mezcla de ají de monte molido más sachaculantro, una verdadera exquisitez. Tanta había sido la preocupación de las últimas horas que hasta el hambre se nos había olvidado. Julia limpió la cáscara de los maduros y los puso a asar al fuego, mientras que con el tío dábamos cuenta rápidamente de las deliciosas yucas con el raro y delicioso preparado picante de color verdoso. Hacía ya media hora que la lluvia estaba amainando. Después de comer, el tío ofreció el masato que llevaba oculto en uno de los bolsillos de su morral. —Este masato lleva fermentando tres meses. Mi suegra y sus nietas lo han preparado. ¡Beban muchachos!, no se van a ir a Lima sin haber probado masato. Yo no me hice de rogar —necesitaba con urgencia un buen par de tragos para el susto— e imaginé además a aquellas núbiles de dulces labios y aspecto tahitiano, masticando la yuca que sería luego fermentada en las tinajas de madera de chonta, cimbreando sus gráciles cuerpos al son de tambores rituales dirigidas por la sabia anciana, poseedora de miles de embrujos y conocimiento. Julia ni siquiera quiso probar el masato. Más todavía cuando se enteró de la forma en que lo preparaban. 240


—¡Igual que tu madre, carajo! —gritó Matías— cuando era niña, solamente quería tomar del masato que vendían en las juguerías de La Merced, ese que preparan en licuadora. Julia se incomodó por el comentario de su tío y yo podía leer su pensamiento ¡Cómo se te ocurre que voy a tomar esa porquería masticada por una india vieja y apestosa y por esas mocositas cochinas! —¡Imagínate! —gritó histérica—. Sus caries y la cantidad de bacterias que habrá en sus bocas como para bebernos esa cochinada—. No dije nada, solamente la miré con rabia. —Cojuda —pensaba—. ¿Acaso no sabes que el fermento anula esas bacterias? Y si no, después de todo, a lo mucho te dará una diarrea y listo. Nunca he sentido asco de los olores y emanaciones del cuerpo humano, de sus efluvios y colores, de sus marcas, huellas o deformaciones. Por ello en ese instante Julia me causó una gran rabia. Conociéndola como la conocía, sabía bien lo que estaba pensando. ¡Agggg...! Esa india vieja y fea, flaca como un zancudo y toda desmuelada, ¡Qué cara tan horrible! y esos ojos achinados, llenos de nubosidades. Y mira sus brazos, repletos de escamas, y sus manos, y sus uñas mugrientas y cuarteadas, llenas de cicatrices y arrugas... Pensar que con esas manos ha removido el masato del fondo del perol para mezclarlo. Pero, tío, ¿Cómo has podido mezclarte con esta gente? No quise imaginar más, pero las muecas con que deformaba inconscientemente su rostro —los mismos gestos que realizaba cuando en asaltos de audacia la llevaba a entretenidos recorridos turísticos por los asentamientos humanos de Lima— eran explícitas y hablaban por sí solas de los pensamientos que aturdían su cerebro en esos instantes. ¡Ah, si no te conociese tan bien Julia! Serían las tres de la mañana y yo proseguía incansable con mi relato. —No me digas que volviste a emborracharte, huevón —dijo de pronto Sebastián en una de las pocas intervenciones que tuvo aquella noche. 241


—No. Nos trenzamos con Matías en un diálogo tan ameno que Julia poco a poco fue cambiando su rostro adusto. Le conté al tío de la serpiente que se me cruzó y se quedó pasmado. —¿Cómo era su apariencia? —me preguntó. Un gesto de sorpresa deformaba su rostro. —La verdad es que apenas pude distinguir su lomo oscuro y su cabeza triangular. —Tienes suerte Orlando —me dijo muy serio—. Lo más probable, es que haya sido una loromachaco que vio agredido su escondite por tu machete. Y tu brazo. No entiendo por qué no te mordió. —Tal vez por la lluvia —atiné a decir autómata. —No lo sé, no lo sé. Has tenido mucha suerte —sentenció preocupado. Luego, sacó una bolsa plástica negra y al abrirla un fuerte olor a tabaco puro invadió el ambiente. No era muy tarde, pero se sentía regular frío. Nos invitó unos cigarros muy simples, que él mismo armó en ese momento, sin filtro ni nada. Apenas envuelto el tabaco en papel blanco. Los famosos mapachos, que según cuentan, ahuyentan a las serpientes. —Hace muchos años, catorce o quince —empezó a contar—, el hijo de Inoach, uno de los pobladores de este lugar, se dirigió a la zona más alejada de su chacra, un apartado que colindaba con terrenos vírgenes en donde se estaban trabajando unas purmas. Iba por unas cuantas cabezas de plátanos, que la familia consumiría durante dos semanas. El niño no tenía botas y llevaba sólo el machete para cortar los frutos. Dos cabezas de plátanos fueron suficientes para la fortaleza infantil y el pequeño emprendió el regreso hacia el tambo. Casi tres horas de camino, le esperaban a él y al perrito flaco y ladrador que lo seguía a todos lados. En algún momento, se desvía del sendero para coger unos frutos de cacao, que tentadores, colgaban a menos de dos metros de altura. Se apeó de la pesada carga, y ágil, trepó al árbol más cercano. Y es en este instante cuando queda deslumbrado por la brillantez de una mariposa azul gigantesca que, impávida, reposaba en la rama más frondosa de un árbol del pan. Con 242


esa astucia y sigilo propio de los niños de estas regiones logra dar caza a la mariposa usando una improvisada redecilla. Es probable que en este momento el niño haya sido mordido por la temible shushupe. El inteligente perro, al notar la desesperación del muchacho, comprende la desgracia y va a dar aviso hacia el tambo. Para suerte del niño, estaba su padre, quien al ver al perro regresar solo y gimiente, intuye con rapidez que algo malo ha pasado. Velozmente se dirige hacia donde lo guía el animalito. En su desesperación, ha olvidado llevar el curare. El aspecto de su hijo es terrible. Se ha cortado con el machete parte de la herida ocasionada por la mordedura en el antebrazo y ha improvisado una venda rudimentaria con parte de sus ropas. En sus ojos, se reflejan el pánico y el deseo instintivo de aferrarse a la vida con todas las fuerzas de su frágil cuerpo. El padre quita la venda y los efectos inmediatos de la acción tóxica del veneno son impresionantes: el enrojecimiento y la hinchazón en toda la zona afectada, y el dolor insoportable en el brazo que late y quema como brasa. El abundante sangrado ocasionado por el corte ya ha disminuido debido a la coagulación que provoca el veneno. El niño transpira mucho y presenta signos de confusión mental. Entonces el padre recuerda algo que siempre escuchó de los más viejos como remedio infalible contra la mordedura de serpientes, a pesar de que él mismo nunca llegó a usarlo: hervir excremento humano y luego, hacerlo ingerir a la víctima. Era eso o era contemplar cruzado de brazos cómo agonizaba el pequeño. Si lo llevaba en hombros hasta la posta médica más cercana seguro se le moriría. Tardaría por lo menos cuatro horas en llegar y quién sabe si lo atenderían. El suero antiofídico escaseaba y las pocas dosis que estaban de reserva, eran compradas de antemano por los pudientes. Sin pensarlo más, prepara rápidamente una fogata. Después recoge agua de un riachuelo y la pone a hervir en una piedra ahuecada, mientras hace lo imposible por forzar a los intestinos a evacuar el producto de la digestión. El pequeño se queja lastimosamente de dolores terribles en las piernas, en los brazos y la sangre empieza a brotar por su nariz y su boca. Han transcurrido 243


casi dos horas desde que fue mordido por la serpiente. Una vez logrado su cometido, el hombre obliga a su hijo a beber la extraña mezcla con la esperanza de salvarle la vida. Pasan las horas y el muchacho sigue muy pálido, pero la sangre ya dejó de salir por la nariz y las encías. Los signos de la inflamación empiezan a disminuir; el padre recupera poco a poco la confianza en que su hijo se salvará pero el niño sigue transpirando a raudales y todavía se queja de dolores en los músculos de las piernas, de los brazos. —¿Y el niño, llegó a salvarse? —preguntó Julia sorprendida y con los ojos muy abiertos. —Aunque no lo crean —respondió Matías—- el muchacho tiene hoy veinte años y se interna en los parajes más inhóspitos en busca de orquídeas y otras flores exóticas. La gente lo considera un iluminado, igual que a los pocos que han logrado salvarse de la picadura de la temible shushupe. Y así transcurrió aquella noche, entre anécdotas, los clásicos cuentos de brujerías, chullachaquis, tunches y demás diablillos, hasta que caímos en un sueño profundo y apacible, sugestionados por la magia y el animismo de los relatos del tío Matías. —Y así quiero quedarme yo también ahora compadre, porque los ojos se me cierran del sueño. Hasta mañana. Mejor dicho, hasta más tarde, ya son las cuatro de la madrugada, ueón —y dicho esto, Sebastián se acurrucó bajo la banca del jardincillo de la plaza Francia en donde estábamos sentados. Pero yo proseguí, malcriado. —Antes de despedirme de Matías, tuvimos una larga conversación política. Mis sospechas habían sido ciertas: Matías nunca había abjurado del credo comunista. Aunque para él lo fundamental no era la clase, sino lo que él denominaba originalmente etnoclase. —Pero eso se demuestra con los hechos, Orlando —me dijo—. No como esos sacha-comunistas que anhelan hembra de pellejo blanco y traicionan todo hasta conseguirlo: sólo las masas cobrizas conscientes liberarán al Perú, no ningún calco de Marx o Mariátegui. Quise discutirle, pero creo que en el fondo sentía que tenía razón y en mi cerebro resonaban las palabras 244


apodícticas de los compañeros que decían, el que habla de clases es clasista, el que habla de raza es racista. Aquella última mañana en el monte, deshierbamos casi media hectárea repleta de caxuxa, una liana filuda y cortante, para sembrar allí coca. Terminé con las manos desolladas pero tenía el corazón rebosante. Clementina, su mujer, nos tomó confianza, los niños me trataban de tío y todas las noches les leía un volumen de cuentos peruanos que había llevado y que dejé como recuerdo. Matías nos invitó a quedarnos el tiempo que quisiéramos a lo que yo no me hice rogar, pero Julia, siempre Julia, ya no soportaba un minuto más del calor, ni los mosquitos ni nuestras conversaciones ni cagar con el culo al aire libre hasta que finalmente, Matías manifestó que no podía obligar a nadie a quedarse contra su voluntad y después de prometer que nos visitaría en Lima, un martes por la tarde abordamos la barcaza que nos llevaría hasta Satipo. Durante el viaje de regreso a Lima me sentía bien. El viento que penetraba por la ventanilla entreabierta del ómnibus, la noche iluminada por innumerables estrellas —terrible el lugar común compadre, pero así era la noche— y yo abrazando a Julia recostada en mi hombro. Me sentía aletargado. Sus cabellos lacios se batían al viento y se enredaban en mi rostro, en mi cuello y ella no retiraba esos tentáculos, sino que los enroscaba más, estrangulándome, en un juego improvisado que empezaba a gustarme. Sus ojos suplicantes —se había acomodado en mis piernas— y sus dedos acariciaban mi cuello y mis hombros, sin decirnos nada, sólo las miradas perdidas en el oscuro horizonte de la noche selvática. Volví a sentirme pequeño y ridículo ante ella, como si estuviera ante un ser superior, oscuro e incomprensible. Y pensar que era mía. Y ese sucio pronombre posesivo, mía, retumbaba en mi cerebro seguido de imbécil, y otra vez la vocecilla sarcástica atacaba, ¿Tuya?, y una vulgar risotada estallaba sonora: ¡Ja, ja, ja! Cómo anhelé en ese instante no haberme complicado nunca la vida —¿O ese anhelo fue más bien una reafirmación?— y poderla amar tal como era, con toda su podre, pero no me resignaba, tiene que haber algo más, me decía para animarme 245


y al sentirla palpitar a mi lado, si sólo cambiases en algo Julia, si tan sólo. El gesto ensimismado revelaba su fragilidad y sentí lástima. Ahora no veía más horizonte que aquél que se adivinaba de su mirada plena, no muy en el fondo, triste. Otra vez me sentí avergonzado por no poder entregarme tal como lo hacía ella. Hipnotizada. Si solamente cambiases en algo. Pero no. Y a seguir mintiendo en silencio. Sentí sus dedos largos entrelazarse con los míos. Sentí que se erguía como una gata y me besaba en la frente. —Ven, recuéstate en mis piernas y duérmete. Un pedo sonoro, breve y diligente, interrumpió mis recuerdos. —Cumpa, ¿estás escuchando?¿Oye, me escuchas?— pregunté insistentemente. Sebastián dormía como un tronco. Intenté despertarlo. Él me miró y sin hablar me mandó al diablo. Era comprensible. Sin saber que no volvería a verlo, me acurruqué a su lado para entregarme al sueño. Serían las seis de la mañana.

El placer de hacerse violar por miradas extrañas Desde las escaleras del Museo de Arte, ella contempla, impaciente, el ir y venir de las desenfrenadas combis, envueltas en densos nubarrones de monóxido. Las miradas penetrantes de los cobradores la incomodan, pero es algo que ella ya no puede evitar. No, no debió ponerse aquellos vaqueros tan ceñidos. La reventaban las miradas lacerantes de los hombres, pero era algo superior a sus fuerzas. Mirarse al espejo, sentir cómo la tela se estrechaba fielmente a sus caderas, a sus piernas, a los glúteos lisos y hemisféricos, cómo dibujaba la silueta de pera que tanto le gustaba y luego, al caminar, el bamboleo. Las jóvenes que salen de las academias de secretariado y computación se ofrecen en multicolor ensalada de cortísimas minifaldas y 246


pantalones tan ajustados como los de ella. Recuerda entonces las palabras de Zapata: carne barata de chola alienada. ¿O es que la consideraba también a ella como carne barata de chola alienada? Sabía bien que Orlando usaba adjetivos no por desprecio, sino por neurasténico. Así es que cuando veía lo que él denominaba toda esta gente de mierda alienada y pasiva, ¡puta madre!, se me sale la podre burguesa y hasta el vocabulario me cambia y no me queda otra que llamarles de esa manera; discúlpame, es que el tumulto y las ropas multicolores de todo este rebaño me enferman. Mira atenta, con curiosidad y placer de voyeurista, a las innumerables parejas que se arrullan en las bancas y en los jardines del museo. Van a dar las siete y él no aparece. Tiene ya más de media hora de retraso y son cuatro, las semanas que no conversan. Cree ver el rostro huesudo en cada tipo de barba que se aproxima y empieza a sentir pavor al pensar que él ya no llegará. Mira nuevamente, con extraña atención, a las parejas que se arrullan, ahora con más ganas y se imbrican en el abrazo total y ciego de los que se aman. Cree sentir envidia. Zapata jamás la abraza de esa manera. Jamás pierde el sentido. Mientras se retira, desolada, un hormigueo sospechoso asciende desde sus pies hasta la zona genital de su cuerpo. Los cobradores de combis y los transeúntes voltean sin vergüenza para contemplarla. Los más impetuosos la silban. El placer de hacerse violar por miradas extrañas estremece a Julia. Zapata no volvería nunca más a hacerla esperar.

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PARTE V

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Veinte años de vida en diez minutos A los tres meses del asesinato de Lucía y de la desaparición de Sebastián, sucedió lo que temía. Una nublada mañana de invierno, cuando me dirigía de Canto Grande hacia la fábrica y en la misma esquina de mi casa, en un Toyota blanco de lunas oscurecidas, contemplé a la muerte. Decidí enfrentarla, pues de todas formas ya lo tenían decidido los cachacabros. De nada me hubiese valido intentar escapar. Porque yo ya era considerado un terruco y porque a los terrucos hay que perseguirlos, encarcelarlos, exterminarlos, hasta que sus huesos se pudran en las mazmorras y hasta que nadie en el Perú se acuerde de ellos. Porque en el Perú, es delito saludar y estrechar la mano a un amigo; porque en el Perú es delito andar y mantener una conversación cordial; porque en el Perú es delito leer libros que los inquisidores consideran subversivos; porque en el Perú, es delito no frenar tu lengua ante la injusticia. Porque en el Perú, todavía es peligroso andar a solas, porque en segundos la soledad puede ser también una lápida. Un cholón cuadrado con cara de chancho y a quien llamaban Comandante Anchor, me retorció el brazo y a punta de patadas me subió al carro, delante de muchos vecinos, que a esa hora salían a barrer sus puertas. El trayecto hasta la DINCOTE duró media hora, durante la cual Anchor amenazó más de diez veces con cacharse a este cabrito, si es que no hablaba. Felizmente que no tocaron a mi familia, tal vez les parecieron suficientes los veinticinco días que pasé en las mazmorras de la avenida España, sometido a las más atroces torturas que puedan imaginar mentes enfermas. No deseo crear una leyenda en torno mío ni sobre lo que pasé en las mazmorras del fascismo fujimontesinista. Hoy todavía escucho los alaridos estremecedores de otros torturados pero extrañamente, no puedo escuchar los míos; hoy todavía despierto sobresaltado cuando el genocida Anchor, drogado, se acerca con la picana eléctrica y los baldes repletos de caca que me obligan a tragar, si es que me atrevo a pestañar 251


después de varios días de permanecer en una pequeña celda alumbrada por un foco de incandescente luz blanca que no se apaga nunca y que te hace confundir el día con la noche y Radio Mar plus y su salsa pacharaca a todo volumen, con la voz de Coco Giles que no cesa de chillar como un poseso. Me acusaron de colaboración y apoyo a la subversión ante un Tribunal Militar de encapuchados, sin ninguna prueba, y en un juicio que duró diez minutos, me condenaron a veinte años de prisión. A los pocos meses capturaron a Gonzalo y apareció en televisión enjaulado como un animal, alzando la mano izquierda. Al poco tiempo, Gonzalo volvió a salir por las pantallas, demacrado y obsequioso, capitulando con el reptil Fujimori. Algunos compañeros creyeron enloquecer. Muchos abjuraron de su posición política y otros, unos pocos, siguieron fieles al Cachetón Gonzalo. Yo ingresé en un largo proceso de letargia que duró ocho años. Palmiro del Campo, el Coca-cola Vecchio y Tres Patines Espejo —médicos de profesión, chamanes por vocación y amigos de los hombres— unieron esfuerzos y lograron sacarme de la letargia con una liturgia asentada en jaculatorias, hierbas, fumadas y otros aderezos. Dijeron que la catatonia había sido una maravillosa reacción de mi organismo para preservarme de las condiciones infrahumanas en las cárceles de Fujimori y que si no hubiese sido por esa disminución en mis funciones vitales, tal vez hubiese muerto o enloquecido, como muchos otros. Hoy sueño, pero despierto, con una iconografía nueva e iconoclasta que derrumbe todos aquellos mitos y arquetipos con los que nos embaucaron desde niños. Si estuviese en mis manos arrasaría con toda esa imaginería empezando por la instrucción primaria, el Día de la Madre, las Fiestas Patrias, Navidad y Año Nuevo. Sé que sería inútil, pero por lo menos me daría el gusto. Instauraría el Gran Día de Lo que Te de la Gana cuya celebración sería cuando a uno se le ocurra y le entren deseos de celebrarlo y no cuando ellos, los que dominan, te lo impongan. Hoy sólo se que no quiero ser feliz con permiso de la policía y aunque ando en busca del tiempo perdido, no estoy muy convencido de mi humanidad; no quiero ser como los otros. 252


Prófugo de la ciencia y su método Hoy que piso las calles nuevamente y camino como un zombi sin rumbo ni destino, pienso que de todas formas hice bien al permitir que la Universidad se aleje de mi vida. Mi salida de la Agraria, al revés de lo que pueda creerse, no me causó un ápice de amargura o resentimiento. Por el contrario, recuperé esa capacidad de conexión entre el cerebro límbico y la corteza cerebral, es decir, esa vital complicidad entre las emociones y la razón y sobre todo recobré el perdido equilibrio biológico-emocional que me impedía respirar adecuadamente. Recuerdo que hace muchos años, en una de esas incómodas reuniones familiares a donde acuden las tías y tíos que ves a la muerte de un obispo y que sin embargo te preguntan de todo, mi vieja tía marxista me preguntó a boca de jarro, y Orli, ¿En qué ciclo vas? Yo, con la mala memoria que me caracteriza para estos casos, le respondí que en el segundo, sin recordar que lo mismo le venía diciendo hacía cerca de dos años, pero la vieja tía reparó en mi involuntaria mentira y me espetó en la cara, oye hijito, lo mismo me vienes diciendo hace tiempo. Entonces decidí decirle de una vez por todas a la entrometida geronta, que sí, que en realidad yo era un prófugo de la ciencia, un prófugo de la ciencia y su método y que en todo caso prefería el conocimiento directo de la intuición y el latido a ser un asalariado de las grandes empresas, autodenominado científico. Además no me imagino apostrofado de ingeniero, licenciado, maestro o doctor Estos pensamientos me ocupan en pleno centro de Lima. De repente, una monumental camioneta sofrena cuando el semáforo está aún en verde y en plena maraña de combis. Avanza hacia mí. Un vértigo me recorre todo el cuerpo. Trato de escabullirme entre el gentío, pero un tipo baja del vehículo y me sigue. Corro, para intentar perderme por las callejuelas que conectan Tacna con Plaza Unión. 253


Pero el sujeto corre tras de mí, hasta que una voz chillona, grita: —¡Zapata, Zapata! ¡Hombre, no me reconoces!, ¡Víctor Cajahuaringa! ¡Economía I, con Chávez! No puedo creerlo. Dudando todavía, me acerco, pero ya una macetita enternada agita sus brazuelos regordetes de lechón huancaíno y viene hacia mí para abrazarme. No supe qué decirle, enmudecí por completo. Su sonrisa, sincera al principio, se transformó en una mueca de estupor y luego, al sentir mi frialdad y extrañeza, un gesto de incomodidad desdibujó más el rostro con papada del bonachón Cajahuaringa. Ante mis silencios y mis respuestas monosilábicas a sus preguntas bienintencionadas pero que a mí me importaban un comino, optó por retirarse. Además, una mujer blanquecina de pelo oxigenado estiraba el cuello y agitaba las manos repletas de anillos para recordarle así, que se apure, que ella estaba ahí, todavía. Al despedirnos, lo abracé sin convicción y también le deseé suerte. La camioneta se alejó velozmente, pero alcancé a divisar que la de pelo oxigenado se prendía como garrapata del cuello ausente de Víctor, quien orgulloso, apoyó el brazuelo izquierdo en la parte exterior del carro. Dijo haber cursado una maestría en Ecología Aplicada en una universidad chilena y dijo además ocupar un cargo destacado en el Instituto de Recursos Naturales y cualquier cosa que necesitase no dudase en llamarle. En la tarjeta personal que me dio antes de irse, figuraba su nombre, Víctor Cajahuaringa Saldaña, en caracteres góticos dorados y abajo, los títulos de nobleza, Ing. Agrónomo, Mg. Sc., y alguno otro que ya no recuerdo. No lo apreciaba ni lo despreciaba, pero cómo decirle a un perfecto desconocido que te saluda con cariño después de tantos años, que acabas de salir de cana y que en realidad estás perdido en el mundo y el mismo sentimiento de aquella noche en la barriada de Canto Grande en que salí a la azotea decidido a revolotear el pequeño manifiesto, me electrizó los intestinos: me sentí fuerte, estaba solo, más solo que nunca. 254


Nuevamente me rodean cientos de combis miserables y cobradores adolescentes de ojos torvos y bocas repletas de mierda que gritan, ¡habla, habla, vas, vas!, me invitan a convertirme en asesino de juventudes–subproletarias– envejecidas–neofujimoristas–toledanas–degradadas. Cientos de ideas rondan mi cerebro, recordando al pequeño Víctor y por primera vez me atrevo a escribirlas con la seguridad de que alguien, tal vez, contribuya a enriquecerlas o refutarlas, según sea el caso. Cajahuaringa, en la época universitaria, fue un destacado copista y repetidor de ideas de otros. No fue nunca un cuestionador ni mucho menos. Sin embargo, ahora como agrónomo y master en no se qué diablos (pues sus títulos así lo decían) realizaba un trabajo que se suponía científico y de investigación y, además, muy bien pagado, para los esbirros de la mafia fujimontesinista que dirigen aún todas las instituciones estatales. El Erótico Fuentes realizó en una ocasión una curiosa caricatura. En esta aparecía la Máscara Edwards, calato y con el pene encogido, cargando a un Fujimori disfrazado de indio, triunfante y sonriente, rodeado de una corte de profesores de la Agraria, cada cual más obsequioso y adulón. Edwards era profesor principal del Departamento de Suelos. Su especialidad era la Edafología y aunque nunca se le vio meter la mano a la tierra ni cavar una calicata, presumía siempre de ser un experto en la materia. Tenía una sola mueca en su rostro acartonado, caminaba como cachaco y su tórax era una auténtica armadura medieval. Su cabeza se insertaba directamente en ese tórax acorazado y su gesto adusto inspiraba temor hasta en los más pintados. La Máscara gustaba de promocionarse como hombre recto, de convicciones firmes y grandes conocimientos, lo cual, según propalaba, le había servido para ser contratado por diferentes empresas e instituciones como asesor científico. El Erótico Fuentes decía entonces que no era posible que un tipo de caminar rígido, tórax acorazado y hombros caídos, tirano con sus subalternos y dúctil como la mantequilla con los poderosos, llegase a un buen resultado en sus 255


investigaciones. Es decir, afirmaba, la estructura biológica de este sujeto, o sea, del observador, no puede ser excluida de la investigación científica ni de la valoración crítica del resultado de esa investigación. Ese tipo no es capaz ni de romper con sus propios miedos, dijo aquella vez El Erótico, y menos resolverá los problemas de otros. Viendo a Cajahuaringa alejarse, torpón, sin cuello y fiscalizado por una mujer, trepado como chanchito de tierra en la aparatosa off road, acuden a mi mente las palabras del Erótico Fuentes y me digo que la rigidez de la estructura física de mi antiguo conocido, se trasladan a su propia estructura de pensamiento y, por tanto, se proyectan al interior del objeto de estudio (a propósito, ¿estudiará el frijol ñuña o el yacón, Cajahuaringa? ¿O habrá tenido algo que ver en el robo y la patentación de estos productos nativos por parte de japoneses y de gringos?). Se produce entonces algo así como una resonancia entre el objeto investigado y la rigidez del organismo del investigador. Y el movimiento es la categoría que define el cosmos, la dinámica fundamental de la vida sin la cual nada es posible. La realidad es a veces más simple de lo que uno cree y en este caso es rotunda: la inmensa mayoría de los científicos, acorazados sin remedio en su vida personal, están negados para ver lo que miran y mirar lo que ven. Burócratas obedientes y excelentes servidores de quienes les dan de comer, no cultivarán nunca la creación y la ruptura, cualidades esenciales de un verdadero investigador. Cuando finalicé la primaria, el profesor Robles, un puneño recio y sutepista, me auguró, con sorna, buena suerte para el futuro, pero sólo si dejaba a un lado mi carácter insurrecto y rupturista. En la Agraria, sólo dos ventajas tiene la pituquería educada en los más caros colegios del Perú: el conocimiento del inglés y algunas nociones del manejo de los programas informáticos. Y ni por esas supuestas ventajas figuraron alguna vez entre los alumnos con mejor rendimiento, por decir lo menos. No creo que hubiese sido un buen científico. No sólo por mi incorrecto manejo del idioma del imperio —fue un capricho mío el no aprenderlo, 256


reconozco sin embargo, la utilidad del anglosajón, pues como decía Lenin, el idioma es una herramienta de lucha—, sino porque la lógica mecanicista que reina hoy en la ciencia de las grandes corporaciones tecnológicas e incluso en la que se hace en los países pobres, atosigada por cerros de información inútil, estéril y manchada de las ideas de los dominadores, no es aquella con la que soñé de niño.

La tía clasista en la Marcha de los Cuatro Suyos Hace unos meses vi a mi tía, después de muchos años. La vi más vieja y cansada, enfundada en un pantalón sietecolores de bayeta incaica con su bolsón de manto cusqueño y cuero repujado, cruzado a la altura del pecho. Siempre aguerrida la vieja. Cuando Renato y Pino no llegaban aún a los diez años, una calurosa mañana de enero, la tía regresó a casa por sorpresa. Puta fue su suerte aquella mañana. La tía descubrió a Felipito Diez Canseco, arrodillado, orándosela al negro Fermín, su nuevo chofer personal y desde entonces, machucante privado. Se divorció a los dos años, ya que la intensa terapia psicoanalítica a la que se sometió con el Dr. Majluff, para superar el trauma ocasionado aquella mañana canicular, fue un rotundo fracaso. Se dedicó entonces de lleno a la lucha social. Integrante del bloque Izquierda Unida durante muchos años y directora de la ONG Manos Humanas, apoyó al reptil Fujimori en la primera etapa de la dictadura, argumentando que había que cerrar el paso a la derecha explotadora encarnada en Varguitas. Decepcionada y arrepentida, la encontré hace unos meses, vociferando lemas toledanos, tomada de las manos con otras tantas viejas blancuzcas y castañonas, futuras ministras de Estado del futuro gobierno, no tirando su piedra esperanzada como muchas otras mujeres del pueblo en lo que llamaron la Marcha de los Cuatro Suyos. Pobre tía, alucinaba que estaba en La Gran Marcha. No me vio. En buena hora: tampoco le hubiese pasado la voz. 257


No hubiese soportado sus lágrimas ni su dulzor hipócrita, más ahora que Renato y Pino la habían abandonado. Renato, ejecutivo de Pro Futuro y Pino, agente de aduanas, ambos fujimoristas confesos, la llamaban sin cariño «la loca marxista» y casi nunca la visitaban. Sólo cuando murió Trilce, la única compañía que le quedaba a la vieja, le regalaron un cocker americano que bautizaron como Huáscar y que apestaba como un zorrillo.

Las cartas secuestradas

Apenas salí del presidio, mi madre me entregó unas cartas, todas selladas, pulcramente guardadas en un cofrecillo de madera. No llevaban remitente y aunque mi nombre si estaba claramente escrito, mi madre creyó conveniente conservarlas hasta que yo regresase. Las fechas eran muy recientes; la más antigua era de julio del 2000 y la última era de hacía pocos días. Habían sido impresas desde una computadora y aunque en un primer momento ni siquiera sospeché quién sería el autor de esas misteriosas cartas, no tardé ni dos minutos en averiguarlo. Sólo con una persona había mantenido yo cierto intercambio, sobre todo el primer año que me encarcelaron. Transcribo esta breve correspondencia de uno de los pocos amigos de la Universidad que sobrevivió a la época y uno de los pocos a quien confié unos cuantos capítulos de una novela que empecé a escribir tras las rejas y que fue destruida sucesivas veces por la represión. Aquí, unas cuantas de las cartas de El Erótico Fuentes, con quien hemos reiniciado un intercambio epistolar travestido y descarnado, pero a la vez sanador por la risa y la ironía.

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CARTA JULIO 2000 Hola Troglo: Interesante tu proyecto... leí lo de Diego, ¡jajajaja!, la historia de Florilegia... puta, que no sé si tendrá algún asidero real en tu vida o en la de «Cara de luna» pero, veo que tu relato es una suerte de fusión entre su vida y la tuya, ¿no? De todas formas lo considero un recurso literario interesante, está bien, uón... sigue así nomás, entre suave y «clasista», jajaja... es bueno que la gente lea algo novedoso porque de todas formas es basura lo que circula en nuestro medio tan «civilizado» y carente de todo referente real. Las huevadas que tú cuentas, aparentemente sarcásticas y de contenido «revicho» como lo calificarían los iluminados cagones, con los cuales conviví durante años (me metí al monte durante siete años, con la Boa Vecchio); tienen el mérito de ser francas y descarnadas. Si algún infeliz decadente te imputara estar agregando «terrucadas» a tu relato, pues caería inmediatamente en descrédito absoluto pues esta sociedad es hija y consecuencia de un movimiento político y social, actualmente empantanado y reprimido, pero que no está muerto. Sabes que el mérito del «bailarín» de Cachete es precisamente haber ingresado nuevamente a la política criolla. Un nuevo discurso, una propuesta más coherente, un perfil muy bajo... así, suavecito nomás está ganando un espacio y permite que sus «huestes» generen una imagen de «equivocados, pero seres humanos al fin». Te das cuenta de lo importante que es eso, en estos tiempos, y cuando hace unos años el Chino Rata y las Naciones Unidas proclamaban que la iglesia era sólo un grupo de tucos asesinos y no les reconocían derecho alguno. Le digo el «bailarín»... porque lo es... es un viejito astuto pero humano y vicioso como cualquiera de nosotros. Nunca he tenido el honor de conocerlo, pero me hubiera gustado... en su personalidad hay de todo... prima su conciencia que lo hace un hombre que activa lo nuevo en este mundo... pero es simultáneamente 259


un señorón feudal con sus aires de grandeza y petulancias de tayta... y es el burgués calculista y ambicioso... precisamente en este vicio es que hallo una de las causas ocultas para estar viviendo esta cagada de tiempo. ¿No se suponía que esta era la década del...? ¿No que se daría el gran salto? y toda esa fraseología más... muy delirantes sus huestes, muy presuntuosos sus gerentes, sus ejecutivos y sus jefes de sección. Esta es la más dura cachetada a su estúpido orgullo... y las consecuencias las hemos pagado y seguimos pagando todos por igual. Sin embargo... no está muerto el ideal... ni muertas nuestras manos. Imagino que nuevas historias se escribirán... nuevos proyectos, nuevas luchas. Pero al menos tú has encontrado una forma de descargar tu inconformidad y lo que te queda de «posición». A mi modo de ver, es no sólo un buen proyecto sino una forma de acicate y de avivamiento de dormidas conciencias... así, «avivamiento» como dicen los evangélicos, ¡Jajajajaja! porque la gente sólo reacciona cuando acudes a su memoria, a su sentido crítico y a su concepto de equidad. Aún sigo confiando que puede predominar el lado humano y evolutivo de la humanidad... negarlo, solo me hubiera conducido a posiciones existencialistas o peor aún: a ese trascendentalismo místico oriental de generaciones X o de krishna babys... se repleta la desesperanza juvenil... el llanto humano se traduce en alternativas de pensamiento de paz interior, ¿Paz interior? ¡Pendejos! Cuando la política mundial prosigue y a cada segundo el dólar y el euro siguen luchando tenazmente por el control monetario y financiero del comercio mundial... mientras los tigres asiáticos unidos (China «comunista» incluída) se aprestan a tomar finalmente el control del mercado mundial de productos y arrebatárselo de un zarpazo al águila imperial. Están cagados los gringos... el euro ya entró con fuerza a América Latina... ya entró a Brasil, ingresa a Venezuela y a Chile... y será sostenido por las FARC en Colombia. Pronto Brasil tomará posesión de capitales argentinos... la peor mierda del FMI y la OMC y el BM... ¿Qué les quedará entonces?... La política prosigue... a nuestras espaldas, a nuestro alrededor, con nosotros mismos, 260


con nuestros futuros incluidos... somos parte de ella y ella es parte nuestra. Una unidad indisoluble mientras nuestra materia, carne y hueso sigan en pie. Por eso me gusta tu proyecto... porque a su modo despierta y de manera jocosa alumbra sentimientos de humanidad. Fuerza Troglo... y prosigue. El Erótico Fuentes

PD: Ojalá puedan hacerte llegar esto allá a Toronto, saludos para tu viejita y SALUD Y LIBERTAD. Oe, uón, ¿no te jode que te llame por tu chaplín, no?

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CARTA DICIEMBRE 2000 Troglo. ‘Ta que es el colmo webooon... te repito mis números para que no se te vuelvan a olvidar. Ahí te van... 4956647 el fono fijo y 8752564 el celular. Oe, qué abuso, aparte de tus signos de calvicie prematura, disturbios hepáticos, cálculos en la vesícula, colon irritable y…complaciente... y demás achaques que acompañan la tercera edad, pues veo que te acompaña una pérdida lamentable de la memoria y un progresivo Mal de Alzhaimer. ‘Ta que no sé qué será de ti dentro de un par de años; te recomiendo vayas pronto a una consulta con el dislálico Pérez Albela. Te cuento que hoy sábado es un día que provoca ir a tirar un par de vinocos... seguro cuando leas esto, estaré en estado semi-inconsciente. Será para la próxima, el lunes comienzo clases (oe, ingresé a la San Marquitos, puta, el examen una pichanga y eso que no estudio hace como mil años, desde que dejé la Agraria) y aparte me está resultando un gol de media cancha esto de dar clases particulares... ’ta que es risible ver a las tías de mi barrio, todas ladinas, perfumadas y reputonas, regateando el precio al profe de inglés y matemáticas de su adorado hijito... quince lucas.... jajaja... peor es nada. Lo bacán es verlas venir en cantidad, y como ahora la mayoría de colegios es muy exigente con el bolsillo de los viejos y el cerebro MTVzado de los chiquillos, puta, es una bendición del «cielo», jajaja... ya parezco bailarín, clamando a Cristo y tragando hostia, ¡jajajajajajaja! Troglo, puta, la gente quiere reunirse. Están preguntando por ti y quieren hacer algo para darte la bienvenida, pero estos cobardes no se atreven; es el miedo y «la vida disoluta» a la que se han acostumbrado la que los tiene cagados a estos ueones. Hace dos semanas le sacaron su mierda a la bestia del Italiota y al huevonazo de Godos; puta, estos giles se metieron a un tono chicha saliendo de la Helden, recontra borrachos, estaban con la flaca de Godos y como cada vez que la bestia esa del Italiota se emborracha, primero empezó a joder a la hembra de Godos y puta, como 262


este uón le metió un tacle para que no joda, entonces se puso a afanar costillas y a presumir de su ascendencia italiana y puta, trató mal a un par de foranchos y pues, lo llenaron en seco y le hubiesen sacado el hígado al imbécil de no haber sido por Godos que tuvo que defenderlo y al final salieron corriendo como ratas. Ese dúo de lerdas son parte del folclor vernacular y neurótico de Beverlylince, pues Troglo. Oe, ¿has sabido algo de Estoico, compadrito? Pasa la voz para encontrarnos... nos vemos desmemoriadaaaaaa El Erótico Fuentes

PD: Ayer me encontré con tres molineros de nuestra época. Ni siquiera vale la pena recordar sus nombres, pero eran de la Federación de Estudiantes. Están de personeros en Perú Posible y se ven gordos y bien comidos.

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CARTA JULIO 2001 Oe huevón: El viernes me encontré con la rata gorda Piero, en la Facultad de Letras de la cuatricentenaria... ‘ta que eres alharaco, Piero se alucinaba que me habían caneado y toda esa nota. Me comentó que le dijiste que me estabas buscando por todas partes, puta, que eres más falso huevón, si bien sabes que mis correos están ahí, mi fono de jato está vigente... el cabro que se ha alejado eres tú, cagón. Si te quedabas unos minutos más seguro nos encontrábamos y fijo era a su traguito porque hace tiempo que tengo ganas de tirar unas chelas contigo, mami... aquí en la San Marquitos me va bien, buenas notas, harta chamba, exámenes parciales, una flaca que se ha vuelto mi hincha, otra que me odia, hasta un cabro me hace quecos, jajajaja... puta, que esta universidad es una huevada, está llena de gente con el cráneo vacío o más bien lleno de arribismo, pose e imitación alienada. La juventud que hay aquí es sólo de apariencia, pues son abuelos mentales y espirituales... y como no puedo con mi genio, aquí pues movilizando aunque sea culturalmente a estos restos fosilizados de juventud peruana, sin embargo tengo la fortuna de haber podido nuclear un buen grupo en una escuelita. Me gustaría presentártelos; oe... te olvidaste de mi diablo... basuuura, fue el 23 de mayo... pensé que te ibas a recordar, pero ni mierda. Ahora con estos chibolos es full chupeta y también actividad política y social... tenemos un conflicto con un grupo de nuestra misma Escuela, un culo de dañados que quieren trasladarse a Derecho y están que suplican al Decano para que se dé un traslado excepcional. Ya lo consiguieron. Pero sin embargo siguen jodiendo, queriendo batutear al interior de la Escuela, amparándose en su mayoría en número... así que básicamente en eso ha girado toda mi preocupación en estos meses. O sea asegurar la Constitución y la cada vez más cercana inauguración de la Escuela de Ciencias Políticas, ya tenemos fecha, será el 23 de octubre. Cae viernes, espero que estés presente. Después 264


te cuento más, espero que leas ésta y me respondas pues, no sea que de nuevo desaparezcas, cabrito... y después le cuentes a otro de los borrachines de Killka que estoy caneado (yo no fui fuga huevón, entiéndelo bien, me largué a la selva para escapar de la mierda de la ciudad y no me canearon porque fui mosca y me ayudó la suerte, ya hablaremos de eso)... huevónnnnnnnnnn. Avisa cuando es tu diablo pues, ya me he olvidado... yo si estaré ahí cagonazo... presente aunque sea después de diez años. Saludos a tu viejita, a tus hermanos y a todos por ahí. No sé nada de La Bestia, ni de Virginia... la última vez te pedí su mail de la flaca y no me dijiste nada. Puta, mejor váyanse al carajo y me regreso solo al monte... hasta pronto. El Erótico Fuentes

PD: Apunta bien... nuevo cholular 7382567 y mi correo eroticlasista@hotmail.com. Chauuu… Ah, me olvidaba, hace un par de meses vi a tu querida hembrita, Julia. Yo estaba comprando pan por Risso y puta que veo a una tía que me parecía conocida bajando de un Audi rojo, con dos chibolitos de la mano como de cinco y seis años, que gritaban, mami, mami, mami, y puta, la tía, que estaba muy bien, me miró y se hizo a la cojuda. Era ella, compadrito y bajó la mirada, avergonzada; al segundo bajó un viejo pitucón y ahorcado con pilcha azul acero, bacán se creía el puta, y se fueron todos abrazados. Así acabó tu culito hincha, compadre.

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CARTA NOVIEMBRE 2001 Trogla: Si no es por la fecha, puta que te olvidas un día mas de tu marido, ja,ja,ja... habla más pues, mujerzuela. Oe, de veras, y cómo te fue esa noche con la forancha, ja,ja,ja... ‘ta que ese mismo rato me quité a su jato de Pasandro y conversé con sus viejos una nota que no podía seguir postergando más. Pasandro está que se congela allá en Challapalca, y ahora está que mueve su caso a través de sus viejos y unos bogas evangélicos. Se ha puesto en contacto con el Padre Lanssiers (un sacerdote valiente) y si lo que me ha contado su vieja es cierto, parece que hay una posibilidad de que Pasandro baje su condena y le den un trato humano. Por lo pronto quiere salir de allí... está muy decepcionado de su propia gente y realmente quiere romper con su actitud de «duro», bueno duro de matar.... porque ya sabemos que ese ueón siempre andaba duro, jajaja... bueno cambiando de tema, aquí pues, cagón, jodiendo como siempre a mi particular manera y con el optimismo en alto. Oe... voy a ir a Saint Monique cualquiera de estos domingos porque conseguí una chambilla ad honorem en una ONG, ya te cuento después... entro como asesor académico y voy a enseñar matemáticas, química y otras cosillas a la gente. En la San Marquitos bacán, ya sale lo de la inauguración de la Escuela con el tío Valentín de invitado principal ja,ja,ja... van a ser tres días con brindis el 25 de octubre, ponencia y debate sobre realidad nacional el 16 de octubre y un acto artístico cultural el 28. Por lo pronto, mami, tu maridito piensa garantizar para el 18 a Voz Propia, a Héroe Inocente, a Del Pueblo del Barrio y obvio... a la tía Vir, jajajajajaa... y si te animas, te pongo en lista para que hagas un strip con portaligas y tu babydoll negro, rosquetón, ja,ja,ja,ja... así redondeas una anarkonoche totalmente contracultural, aunque no creo que tenga nada de progresista ver tu show, ja,ja,ja... puta, que más bien sería decadente, oye Trogla, ya contacté con Virginia, gracias mami, por lo pronto virtualmente, espero que nos 266


demos un gran abrazo con la tía dentro de poco. Lo del acto artístico va en serio y confío en que será un golazo. Hace tres semanas conversé con Sanguinetti y la pasamos de puta madre... un rockero hasta la muerte, Lucho fui a un concierto detrás de la Villarreal, un antro asqueroso, pero encontré gente de los viejos tiempos, hasta con Roberto Barba, el hermano del Jetón ja,ja,ja, oe, nos dimos un gran abrazo con el bagre pues, ja,ja,ja, del Arturillo El Inmortal, puta madre... borrachazo y droga como siempre, comenzó bien el animal y siguió chupando y chupando un veneno de mierda que habían preparado los trashers....’ta qué basura sería eso... de a luca... bueno, y las consecuencias fueron obvias... y el buen Arturillo terminó botado en el piso, buitreando y hecho un fardo descuajeringado... pobre... lo ayudé a quitarse y se fue con unos giles, que seguro lo rebuscaron por ahí. Oe, ya pues huevonazo, ¿cuando nos vemos? Todos hemos cobrado gil, unos más que otros, pero todos la hemos pasado negras... te extraño amorcito... y ya es hora de tirarnos unas aguas pues... cuídate Orlando y saluda a tu viejita de mi parte.

El Erótico Fuentes

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CARTA DICIEMBRE 2001 Hola, Mami: Aquí de nuevo pues, te prometí no olvidarte, mujerzuela ... avisa pues desgraciada, en diez años uno puede olvidarse de la fecha, ¿no? me permites esa impertinencia, ¿no mami?... oye basura, cambiando de tema... me vi con Virginia, ya conocí su jato, y queda en un sitio bien popular y ella le da mucho calor de hogar a su sitio. Bacán la flaca, me invitó un almuerzo, su vinito, su ensaladita de fruta, ñam, ñam, ñam.... Lindo su hijito Alvar, muy alegre y espontáneo... puta madre, quería que me quede a dormir con su mama ja,ja,ja… y la Virgi que se cagaba de risa y toda ruborizada ella, la pasamos muy bien esa tarde. Y tú, ¿cómo estas?... escríbete un «mail» siquiera pues desconsiderada ... así pagas los años de afecto que te ha brindado tu maridito... o sea yo ... espero que la hayas pasado bien, Troglo... voy de visita uno de estos días. Saludos a tu viejita y a tu familia en general. Oye lo de la inauguración de la Escuela en San Marquitos corre el 25 de este mes. No faltes, cariño ... tal vez tengas la oportunidad de tirarte un par de cocktails con el tío Paniagua... o tal vez con el choro de García... van a ir todas esas ratas en mancha así que aprovecha pues. Espero que esté también nuestra querida Rata Gorda Piero Bustos y obvio, Virginia nos leerá un poema. Después te paso la voz. Cambio y fuera. El Erótico Fuentes

PD: No estés triste, huevón, diez años no son nada para la vida. La juventud envejecida de la cuatricentenaria entre la que me muevo ahora, esa es la que realmente pierde el tiempo. ¿Cuándo pues compañero, nos abrazaremos nuevamente? 268


Si llegas a esta tierra Hoy que cuento todo esto, han pasado ya más de quince años desde que ingresé a la Agraria. Muchas cosas han ocurrido desde entonces. A Sebastián no lo volví a ver más, aunque su madre confía, con esa esperanza ciega que sólo tienen las madres, en que él pueda estar vivo todavía, pese a que fue testigo de que lo subieron a una camioneta, también con lunas polarizadas, en la esquina de su casa y delante de todos los vecinos. Ahora su madre es integrante activa del Comité de Familiares de Detenidos Desaparecidos y se consuela ayudando a otras señoras que viven el mismo calvario; me enteré que Sofía estudió para profesora en un pedagógico y viajó al Alto Piura —la tierra de su madre— y que ahora trabaja en una pequeña escuela rural en el lejano pueblo de Santo Domingo; Matías, el tío de Julia, no volvió a conversar conmigo: fue acusado de narcoterrorista por los evangélicos gringos, pero logró escapar hacia Colombia con su familia y según me he enterado, sigue cultivando coca por aquellos rumbos; supe hace poco que Julia había casado con un empresario pesquero, descendiente de chimbotanos enriquecidos en los setenta con la anchoveta y, para rematar con la temática bolerística, no era feliz y aún me quería; otros, murieron o siguen presos y algunos, son ingenieros o tienen profesiones rentables; los peores han sacado carné del partido político que está en el poder, tal vez no han renegado de lo que hicieron y pensaron o tal vez sí, pero en todo caso, han madurado. Hoy que piso las calles nuevamente, hoy siento que a pesar de todo, he perdido el miedo después de tantos años de encierro injusto. No lo siento ya, aflojándome las vísceras, pero una sensación extraña desde lo más profundo de mi ser todavía me electriza. Unos versos lejanos que alguna vez regalé a Sofía, acuden a mis labios y no puedo contener las lágrimas. Si llegas a esta tierra, viajero, De iglesias y de amores tempestuosos, 269


Frente a un sauce que llora, Rodeado de pájaros repletos de plumas encendidas, Me hallarás. Hoy que salgo a las calles nuevamente y camino perdido por la Babilonia andina en que se ha convertido Lima, me pregunto si todo lo que hicimos o dejamos de hacer valió o no la pena. Me respondo que sí, que a pesar del pesimismo y el desaliento, nunca está más oscuro que cuando va a amanecer. La misma sensación de hace unos instantes recorre mis intestinos y me siento fuerte. Más fuerte que nunca.

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Enero, 2007


INDICE

I PARTE Una luz brilla en lo alto del cerro / 13 Una niña problema / 14 Los años perdidos de Orlando Zapata / 17 La breve infancia de Sebastián Estoico / 20 La niña del diablo fuerte / 23 Génesis de Julia / 27 Un baile para el recuerdo / 29 Fiesta / 30 Un mecánico en la literatura / 36 La autista se orina en la cama / 37 Un colegio modelo / 39 Si una noche de invierno un cadáver / 43 La Novela Perfecta / 44 Sexo: refugio seguro / 46 Trilce y la Pachamama / 47 Ni serena ni triste ni dulce /50 Miseria del propio cuerpo desnudo / 53 Un hombre solo / 57 El Zapata preuniversitario / 62 Jipis, trova y una masacre impune / 65 Las paradojas «henormes» de un Don Juan pituco / 69 Como el vientecito te has ido / 72 ¡Ingresé, ingresé! / 74 El hallazgo de Lucía / 77 Fruto seco a los veintinueve años / 80 La vida continúa / 85 Macroeconomía y sexo clasista / 86

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II PARTE Jeanet y los subterráneos / 99 La extraña preferida de Sebastián / 103 SINA y rock subterráneo / 107 Chicas en technicolor / 115 Dirigentes funcionarios / 121 Fue domingo / 123 Triste en La Colmena / 127 Los asaltantes / 132 Efebos-monos y simias glotonas / 134 III PARTE Canto Grande y el fútbol / 143 Varias mentiras / 146 Hogar postmoderno / 148 Sofía y la memoria / 153 Blancos, con barba y sin culo / 156 IV PARTE Dos perros se aman / 167 El tío israelita / 168 Los poemas de Lucía / 181 Soncco warmi / 182 Busco / 183 Lucía y los espejos / 184 La historia de Matías / 187 Una escultura alucinante / 194 La mala conciencia / 196 Lamistas, Julia y evangélicos / 200 La deslumbrante anatomía del cerebro / 209 Allanamiento / 213 Lumpen y misógino / 218 El manifiesto de Lucía / 234 Y encima, maricas / 236 El placer de hacerse violar por miradas extrañas / 246 272


V PARTE Veinte años de vida en diez minutos / 251 Prófugo de la ciencia y su método / 253 La tía clasista en la Marcha de los Cuatro Suyos / 257 Las cartas secuestradas / 258 Si llegas a esta tierra / 269

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