Revista literaria del Instituto Sinaloense de Cultura AĂąo 2 | NĂşmero 4 | Febrero de 2012
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Contenido 3 Editorial 4
Mis libros eróticos de cabecera —y otras partes de la cama | A na C lav e l
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Apuntes hacia una literatura erótica | H e rn á n L ara Z avala
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Los lenguajes de Afrodita | Dina G rijalva Mon t e v e r de
15 Todas las caras del amor literario | A l e y da Rojo 16
Gacelas de la gaviota | Ru bé n R i v e ra
17 Dos poemas | A na Be l é n L ópe z 18 Tres poemas / Three Poems | L angs ton H u ghe s ( Traducc ión de Óscar paú l cas t ro) 20 El mito de Adán y Eva | Ern e s t ina Y é piz 22
Humo en los ojos | M ar í a M u ñ iz
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Nocturno | Ro ssy PalÁu
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La travesía por la sed | F rancisc o M e za
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Amor y erotismo en las casidas del Nombre sin aire de Vicente Quirarte | Dan t e S alga d o
28 Estamos haciendo un carnaval | J uan J o s é Rodr íg u e z 29
La tinta del calamar. Con Gloria en la glorieta | J uan Esme rio
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La provocativa noche habanera de Guillermo Cabrera Infante |Danie l Sep ú lv e da
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Arrogancia | M A R Í A G A R C Í A VE L A S C O
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Memoria de cuerpos. Danza y literatura: una relación apasionada | H é ctor C h áv ez Fie rro
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Cuaderna vía. La lección de Sade | V íc tor Lu na
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Amstel | c e cilia pa b l o s
Las imágenes que ilustran el presente número son obra del artista A l ejandro Moj ica .
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E di torial
E
n un clima tan veraniego como el nuestro, donde —aun cuando estamos en invierno— no existen los vientos glaciares de febrero y no son comunes las chimeneas encendidas y la copa de vino tinto en las manos, pareciera imposible enfermarse de romanticismo y disertar sobre el amor (romanticismo puro), pero tal vez no nos resulte tan ajeno hablar de erotismo (algo tan de los sentidos, tan del cuerpo) cuando basta salir a la intemperie para que un sol abrazador nos caliente la piel. Sin embargo, disertar sobre temperaturas o superficies corporales no es nuestro objetivo, lo que abordamos en este cuarto número de Timonel (sin tener claro si lo hacemos motivados por o en contra de los mismos pronósticos climáticos) es el tema de la literatura erótica-amorosa. Y para abrir nuestras páginas e incitar a la lectura: Ana Clavel, quien, en un texto ameno y evocador que lleva por título «Mis libros eróticos de cabecera», comparte con nosotros su pasión por ciertos cuentos de Las mil y una noches y otras obras maestras. Hernán Lara Zavala, por su parte, en «Apuntes hacia una literatura erótica», deja constancia de su pasión por el tema y es explícito al señalar la diferencia entre erotismo y pornografía. Dina Grijalva, en «Los lenguajes de Afrodita», diserta sobre la literatura erótica escrita por mujeres. Aleyda Rojo, con la disciplina que la caracteriza, nos muestra su devoción literaria y nos ofrece un recuento puntual de los diferentes tipos de amores. Ernestina Yépiz va al «Génesis», retoma las figuras de Adán y Eva y ahonda en el mito de la pareja primera. Óscar Paúl Castro toma tres poemas de Langs-
M ario L ópe z Valde z
| Gobernador Constitucional del Estado de Sinaloa
F r ancis co F rí a s C a st ro
| Secretario de Educación Pública y Cultura
M arí a L uis a M ir anda M onrre al
| Directora general del isic
É lme r M end oza
| Director de Literatura y Publicaciones
E rne st ina Yépi z
| Jefa del Departamento Editorial
J uan E sme rio Navarro, M ari tza L ópe z Wendy F éli x
|Redacción Diseño
ton Hughes y nos hace ver su maestría en el arte de la traducción; Rubén Rivera hace del fragmento un poema y en unos cuantos versos canta a las ausencias y a las presencias; y Ana Belén López en las líneas de su poema nos hace escuchar el silencio. En contraparte, la poeta María García nos sitúa en un despertar que duele, donde la luz se confunde con las sombras que traen consigo las amenazas de la muerte. Rosy Paláu recurre al poder creador de la palabra y hace florecer a la noche. Cecilia Pablos, con la voz poética que la representa, en penumbras celebra el sueño de los que duermen. Y el turno es para María Muñiz, quien ha escrito un extraño cuento de un personaje que ve en los ojos de los otros y a veces se asusta de reconocerse en ellos. Melly Peraza se pregunta qué es el erotismo y busca las respuestas. Frank Meza escribe sobre el quehacer poético y la poesía de Francisco Segovia. Dante Salgado retoma el tema del amor y el erotismo y lo aplica a las casidas del Nombre sin aire de Vicente Quirarte. Juan José Rodríguez nos regala un fragmento de la novela que ahora escribe, y Juan Esmerio, la crónica de un paseo. Daniel Sepúlveda nos acerca a la narrativa erótica de Guillermo Cabrera Infante. El maestro Héctor Chávez dialoga en torno a la relación de la danza con la literatura y viceversa. Víctor Luna cierra nuestras páginas con su «Cuaderna vía» y la búsqueda del lenguaje erótico dentro de la poesía. Y no podemos dejar de mencionar y agradecer la generosidad de Alejandro Mojica, quien, con el fino trazo de sus figuras coloridas, misteriosas y festivas (las dualidades reconfortadas, la armonía dentro del caos), ilustra el presente número de Timonel.
| Coeditores
Timonel es una publicación trimestral del Instituto Sinaloense de Cultura y del Gobierno del Estado de Sinaloa. Es de distribución gratuita y los contenidos que aquí se publican son responsabilidad de sus autores. Todos los derechos reservados, ninguna parte de esta publicación deberá reproducirse total o parcialmente sin citar la fuente. Culiacán (Sinaloa), febrero de 2012. Correspondencia y colaboraciones dirigirlas a timonel.isic@hotmail.com
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Mis libros eróticos de cabecera
—y otras partes de la cama
A na C la v e l En e s e e n tonc e s m e da b a p or to carm e tod o e l t i e m p o. Van u s t e de s a pe nsar « q u é onanis ta » , pe ro n o : m e da b a p or to carm e l o s s e n t i d o s , e l alma , e l e s pí ri t u — au nq u e claro, e l c u e r p o, la pi e l , «n o hay na da m á s prof u n d o q u e la pi e l » , de c í a Val é ry, tamp o c o q u e da b an in tacto s .
Era tan fácil estimularme. Un libro, la portada de un disco, una mirada. Tendría trece años y visitaba a menudo la casa de mi tío Paco en la Condesa porque era una casa en una zona arbolada y a mí los árboles me dan la sensación del paraíso, con misterios como un jarrón hechizo que descansaba en el entrepiso de la escalera, con su dragón murciélago nadando en un mar rojo sangre de cerámica; con mis primas mayores que no tenían novio pero sí lista de pretendientes; con mi primo Tomás que estudiaba en
la Universidad, era guapo, escuchaba discos de Santana y tenía un perro al que había apodado misteriosamente «el Oso». Fue en una de esas visitas en las que yo aprovechaba para hurgar en el cuarto de mi primo, cuando hice dos descubrimientos trascendentales en mi educación sentimental erótica: el primero fue la portada de Electric Ladyland, de Jimmy Hendrix, con ese desnudo fotográfico en el que una veintena de muchachas de todos los colores posaban el esplendor de sus cuerpos rotundos sin ropas y sin pudor. El segundo descubrimiento fue una edición en doce tomos de Las mil y una noches. Como todo mundo, yo conocía desde niña los cuentos más tradicionales de esa colección de relatos orientales. «Aladino y la lámpara maravillosa», «Alí Babá y los cuarenta ladrones», relatos de aventuras fantásticas y exóticas, elegidos para estimular la imaginación infantil. Pero en los tomos que tenía mi primo se encontraban mil y un historias eróticas narradas por una Scherezade que no sólo entretenía con palabras al sultán, sino que tras cada cuento, se entregaba de cuerpo entero a su real y homicida esposo. Las descripciones de los actos amorosos de la propia Scherezade y el sultán, así como de los cuantiosos personajes que bendecían a Alá con la ceremonia de la carne deleitable, eran tan vívidas y detalladas que en más de una ocasión tuve que apartar la mirada del libro para tomar un respiro, tanta era la excitación que aquellas escenas me provocaban.
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Líneas territoriales Nº 120. 60x80. Mixta / papel, 2009.
Un día, leía yo emocionada sobre la cama de mi primo la historia de la princesa Budur y el príncipe Kamaralzamán, quienes eran transportados por los aires en brazos de unos efrits para tener su primer encuentro amoroso, cuando sentí que la cama se movía y una suerte de gemidos-quejidos surgían de la parte inferior. Creyendo que un efrit me levantaba en vuelo hasta la torre donde los príncipes dormidos se entregaban en un sueño vívido y que escuchaba yo las voces sonámbulas y apremiadas de los amantes, dejé la lectura en el acto. Seguía en la habitación de mi primo, pero era verdad que el colchón se movía y que los quejidos debajo de la cama iban en aumento. No sin temor me animé a descolgar la cabeza y atisbar en la parte inferior. Descubrí entonces al causante de esa versión estereofónica del cuento de la princesa Budur: «el Oso», el perro de mi primo, yacía dormido debajo de la cama pero jadeaba y se movía como si compartiera conmigo la excitación de la historia. No sé… tal vez habrá olido las no pocas feromonas provocadas por mi lectura. Ese cuento de la princesa Budur quedó en mi memoria no sólo por el episodio del «Oso», sino porque me reveló una historia singular: la de una mujer que, para encontrar al esposo amado y alejado de ella por un efrit maligno, debe travestirse de hombre a fin de viajar y salvarlo. Era la primera vez que me topaba con la idea de manera palpable —pero ya sospechaba— de que el disfraz de
hombre permitía libertad de movimiento y capacidad de mando y resolución sobre la propia vida y la de los otros (una de las premisas de mi novela Cuerpo náufrago, 2005, que llevan al personaje de Antonia a ambicionar conocer el deseo de los hombres y a despertarse una mañana —Gregorio Samsa y Orlando mediante— habitando el cuerpo de un hombre). Pero eso no fue todo. La princesa Budur no solo se hacía pasar por su esposo públicamente, sino que llevaba el disfraz a su límite extremo pues en la intimidad compartía el lecho con las bellas esposas que le eran ofrecidas en su calidad de príncipe soberano. He aquí una de esas noches: […] Budur aplicó sus labios a los de la otra, hasta que ambas quedaron sin aliento. Luego se puso en pie y exclamó: —¡Mírame, Hayat-Alfenus y sé mi hermana! Con presteza la princesa se entreabrió la ropa desde el cuello hasta la cintura e hizo salir dos pechos deslumbradores, que coronaban sus ropas. Luego agregó: —¡Ya ves que soy una mujer, igual que tú, mi muy amada! ¡Si me he disfrazado de hombre ha sido a causa de una singular aventura!... Luego se dieron largos besos y jugaron mil juegos, y Hayat-Alfenus se sorprendía ante la belleza que iba descubriendo en Sett-Budur. […] Y la registraba por todas partes, haciéndole mil preguntas acerca de sus descubrimientos. Y Budur, entre mil besos, le
Líneas territoriales Nº 121. 60x80. Mixta / papel, 2009.
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respondió instruyéndola con perfecta claridad. [Puntos suspensivos a la imaginación…] Set Budur continuó sentándose en el trono de la isla de Ébano, haciéndose amar de todos sus vasallos que la creían hombre y le deseaban muchos años de vida. Pero por la noche iba con gran satisfacción a buscar a su joven amiga Hayat-Alfenus, la tomaba en brazos y la tendía en el colchón. Y así, abrazadas hasta la mañana como esposo y esposa, se consolaban con toda clase de juegos y de delicadas expansiones…
Sin dudarlo, el episodio de la princesa Budur, «la luna más bella entre todas las lunas», fue toda una deleitable lección de bisexualismo con lujo de detalles para una adolescente de trece años. Se la recomiendo aunque ya no tengan trece años. Una educación erótica en materia literaria siempre es un camino personal. En primer lugar, porque hay libros que estimulan los sentidos sin que forzosamente pueda considerárselos «eróticos»: tal es el caso de Aprendizaje o El libro de los placeres (1969), una de esas rarezas-joya como son todas las obras de Clarice Lispector. Ahí, el lenguaje todo es una piel profunda (recuérdese «Tu más profunda piel», de Julio Cortázar), una boca, una herida que mana besos cárdenos, un torrente de sensaciones e intensidades que van de la excitación más sutil, casi táctil, hasta el desbordamiento de tumbos y oleadas inmensu-
rables. Y todo ello provocado más que por una historia, por la escritura convertida en misterio y posesión. Pero también es cierto que hay lecturas que se vuelven inevitables en esa formación de los sentidos encarnados. Tal es el caso del Divino Marqués. Los caminos de Eros son sinuosos. Yo llegué a Sade cuando tenía 17 años por las revistas Caballero —suerte de Playboy mexicano de los años setenta— que coleccionaba mi hermano mayor y que me prestaba porque ahí publicaban columnistas y escritores que disfrutábamos por su talento y las ideas que nos deslumbraban. Era el caso de la columna de Gustavo Sainz sobre literatura erótica. Fue ahí donde supe de Filosofía de la alcoba y de Justine o las desventuras de la virtud, libros que compré tan pronto di con ellos en la librería El Sótano de avenida Juárez. Fue toda una revelación enfrentarse a la gama de las variantes amatorias, anteriormente llamadas perversiones y hoy parafilias. Pero sobre todo, a la experiencia de los cuerpos llevados al extremo de una actitud racionalista, desencantada, y sin ningún freno religioso, político o moral. La visión vitalista del libertino en su grado límite. Creo recordar que fue en las páginas de Caballero donde leí incluso un cuento del Marqués, en el que la transgresión iba aparejada a un sacrílego sentido del humor, pues el relato contaba las lecciones de religión que un sacerdote prodigaba a un par de pequeños, a los que desnudaba y poseía en aras de revelarles en carne propia el misterio de la san-
7 tísima Trinidad, o en otras palabras, realizaba con ellos un abnegado «ménage à trois» con fines doctrinales. Yo solía esconder las revistas en préstamo bajo el colchón de mi cama. Mi madre las descubrió un día en que entró a hacer una inusual limpieza, y me reprendió aterrorizada de suponer que las coleccionaba yo por los muy frontales desnudos femeninos y que entonces había incubado una hija machorra, lesbiana para más señas. No puedo negar con esa flexibilidad que tenemos las mujeres para contemplar otros cuerpos semejantes, que muchas de las fotografías eran un tributo a la mirada y a la libido, pero de ahí a reconocer una vocación homosexual había una gran distancia. Tranquilicé a mi madre diciéndole que las revistas eran de mi hermano, que me las compartía por ciertos artículos ahí publicados y que a mí resueltamente eran los hombres los que me subyugaban. Por suerte a mi madre no le gustaba leer y no intentó revisar con detalle aquellas páginas libertinas, eróticas, o francamente sacrílegas, si no de seguro me hubiera acusado de blasfema, réproba o quién sabe qué cosa peor. Otro relato de obligada lectura en posición horizontal es, por supuesto, Lolita (1955) de Nabokov. Rodearse de almohadas y tirarse transversalmente de una esquina a otra es sólo una forma de atrincherarse, de decir, la vida que está más allá de los límites de esta cama y de este libro, no me interesan. Así de total es la pasión que reclama la entrega de tal libro sublime, tocado por un deseo bordeante e indefinido tan parecido a la pureza y al goce más absolutos precisamente por su contacto con la inocencia. Y tan transgresor, que resulta comprensible que ese deseo por las niñas púberes no haya encontrado antes de Lolita cauces literarios definidos, y que sea el propio autor quien se dé el lujo inaugural de asignarle un término específico a la fuente que, sin saberlo, se prodiga perturbadoramente: «ninfeta», «nínfula», «Lolita» —sustantivo genérico a partir del nombre propio del libro— para nombrar por fin a un objeto de deseo de fulgor tenue pero no menos poderoso que raya en el hechizo. Otro papel fundamental en una educación sentimental erótica es, sin duda, el de los amigos. Cofrades y cómplices de la primera juventud con los que se compartía la magia del cine y por supuesto, la de los libros. Cómo no recordar a mi amigo Max Gonsen con quien presencié la zaga de la película Emmanuelle en las funciones del Auditorio Che Guevara en la Facultad de Filosofía y Letras. O cómo olvidar el libro que, en préstamo y deuda eterna, me dejó un compañero del primer taller literario al que asistí de Promoción Nacional de Bellas Artes. El libro, Celebración: poesía erótica de lengua inglesa, lo conservo hoy en día en el buró que está al lado de mi cama porque para las noches de insomnio no hay nada mejor que un poema erótico en su lengua original. Es casi como un arrullo en la piel carnosa de los sentidos. De esa an-
Hombre en el horizonte Nº 5. 60x80. Mixta / cartón, 2011.
tología recopilada por Mauricio Schoijet para Juan Pablo Editores, dos poemas me abrieron las puertas de seducción de la desnudez. El primero de ellos es obra del poeta inglés John Donne (1572-1631) y se titula «Elegía: antes de acostarse». Los versos finales dicen en la traducción de Octavio Paz: Quiero saber quién eres tú: descúbrete, Sé natural como en el parto, Más allá de la pena y la inocencia Deja caer esa camisa blanca, Mírame, ven, ¿qué mejor manta Para tu desnudez, que yo, desnudo?
El 1 de junio del 2008 murió uno de los artífices de la moda: Yves Saint Laurent, quien revolucionó la alta costura con modelos de inspiración masculina. Entre sus hallazgos se encuentra la adaptación del esmoquin como prenda femenina. Hay una frase del modisto francés que dice: «La prenda más bella que puede vestir a una mujer son los brazos de su amante. Para las que no han encontrado esa felicidad, estoy yo». ¿Leyó alguna vez Saint Laurent al poeta John Donne o son los ecos de una tradición de poesía erótica que resuenan misteriosamente incluso en aquellos que creen no conocerla? El otro poema del que hablaba hace un momento pertenece al poeta norteamericano e e cummings (1894-
8 1962). Escrito en minúsculas y sin signos de puntuación, tal y como solía escribir su nombre el propio autor, el poema es una invitación sin cortapisas a la cercanía de los cuerpos y a la pasión desnuda e instintiva del deseo. El poema dice así: puedo tocar? —dijo él— voy a gritar —dijo ella— solo una vez —dijo él— oh, que delicia —dijo ella— puedo tocar? —dijo él— cuánto? —dijo ella— mucho —dijo él— por qué no? —dijo ella— (vamos —dijo él— no muy lejos —dijo ella— dónde es lejos? —dijo él— donde tú estás —dijo ella—) puedo quedarme? —dijo él (de qué modo? —dijo ella— así —dijo él— si me besas —dijo ella— puedo moverme? —dijo él— es amor? —dijo ella—) si tú quieres —dijo él— pero tú matas —dijo ella— así es la vida —dijo él— pero tu esposa —dijo ella— ahora —dijo él— ay —dijo ella— (tip top —dijo él— no te detengas —dijo ella oh, no —dijo él— despacio —dijo ella— (te viniste? —dijo él— ammm! —dijo ella—) eres divina! —dijo él— (eres Mío —dijo ella—)
Cuando leí este poema tendría yo 19 años e ignoraba que la poesía pudiera ser tan concreta y sugestiva, tan frontal y tan plena, tan… orgásmica. Por último, he de consignar el libro que hasta hace muy poco atesoraba bajo la almohada de mi cama: Las Hortensias (1949), misterioso y singular relato fetichista del uruguayo Felisberto Hernández. Ustedes no tienen por
qué saberlo pero a la hora de la creación de mis libros tengo mis rituales. Todo obedece a la creencia de que en los territorios del sueño se establecen alianzas, tributos, dádivas. Y yo trabajaba entonces en la novela Las Violetas son flores del deseo (2007), cuyo nombre buscaba establecer una filiación con esa familia de muñecas-flores del mal creadas por Felisberto Hernández, cuya extraordinaria belleza y genitalidad a toda prueba las convertía en peculiares especímenes de una subyugante fantasía fetichista. Seguramente fue una tarde de primavera del año 1946, cuando el escritor Felisberto Hernández, de viaje en París gracias a una beca del gobierno francés, conoció la historia de Oskar Kokoschka y su muñeca-simulacro de Alma Mahler. Caminaba con un amigo por el jardín de Luxemburgo cuando se detuvo frente a los macizos apretados de blancas hortensias en flor a escuchar sobre aquel artista de vanguardia que, tras su rompimiento amoroso con la viuda de Mahler y ante la imposibilidad de mantener su presencia en la vida diaria, decidió encargar a un fabricante de muñecas una copia en tamaño natural de su amada. Una vez que la tuvo en sus manos, Kokoschka cubrió la desnudez de la muñeca con ropas de la misma casa parisina donde se abastecía Alma, pidió a sus sirvientes que la trataran como a la señora de la casa y llegó a alquilar un palco de la ópera para compartirlo con esta mujer sustituta. Hasta aquí, la relación de la historia de la muñeca de Kokoschka con el relato de Las Hortensias (1949) de Felisberto Hernández solo nos ofrece un paralelo de recurrencias si recordamos que el protagonista de la historia, Horacio, manda fabricar una primera muñeca semejante a su esposa María Hortensia por temor a perderla. El hecho de que los sirvientes de la casa de Horacio tengan un trato deferente hacia la muñeca, considerada como una hermana gemelar de su patrona, bien podría interpretarse como un elemento de coherencia narrativa para dar credibilidad a la historia. Pero hay un dato de la vida de Kokoschka que permite trazar un entrecruzamiento mayor: la fiesta que el artista alemán ofrece a sus amigos para presentar en sociedad a su mujer-muñeca. En esa fiesta, al calor de las copas, un noble veneciano llega a preguntarle si duerme con la muñeca, y un poco más tarde se comete un crimen: la muñeca es decapitada y rociada de vino tinto como un simulacro sacrificial de su sangre derramada. En Las Hortensias, el protagonista también organiza una fiesta para presentar a la primera Hortensia (después mandará confeccionar otras variantes) ante sus amistades y en esa reunión alguien ataca en secreto a la muñeca con un cuchillo, pretexto narrativo para que sea llevada de nueva cuenta al taller adonde Facundo, el fabricante, la acondicionará para que pueda comportarse como una mujer en toda la extensión de la palabra. «Será
9 una locura; pero yo sé de escultores que se han enamorado de sus estatuas», argumenta Horacio a la hora de pedirle a Facundo que haga posible la genitalidad de la muñeca. La referencia al mito de Pigmalión y la manera en que el relato magistral y turbulento de Felisberto Hernández va encarnando la fantasía de estas muñecas sexuadas, conocidas por la crítica especializada como Gynoides, alejará de los lectores aquel relato de la vida de Oskar Kokoschka que le fue revelado al autor uruguayo una tarde de primavera en el Jardín de Luxemburgo, ante las jardineras desbordantes de hortensias en flor como imagen fulgurante de una pureza reconcentrada y en serie, capaz de despertar deseos innombrados y esa peculiar fantasía que se deriva de mancillar una inocencia lánguida y dispuesta. ¿Cómo recibir el legado de todas estas lecturas eróticas ejemplares? Dice el poeta William Butler Yeats que «en los sueños comienzan las responsabilidades». Yo dormía con las Hortensias y las acariciaba en la imaginación como unos juguetes codiciados, y entonces obró el misterio: se me ocurrió crear unas muñecas púberes, las Violetas, capaces de ser violadas y sangrar en su calidad de vírgenes en el sentido más literal de la palabra. Y surgió también aquella frase que dio inicio a mi relato: «La violación comienza con la mirada». Entonces me di cuenta de que toda mi educación sentimental en materia de erotismo no había sido en vano. Post-cama: Decía que mis Violetas se inspiraron en las Hortensias de Felisberto Hernández. Creí que como las mías eran púberes y virginales, había dado con algo nuevo, pero entonces mi buen amigo el escritor David Martín del Campo me recordó un cuento de Arreola: «Anuncio», incluido en su libro Confabulario (1952). Ahí se menciona un modelo de muñecas Plastisex®, cuyo himen plástico es un verdadero sello de garantía. «Tan fiel al original, que al ser destruido se contrae sobre sí mismo y reproduce las excrecencias coralinas llamadas carúnculas mirtiformes», escribió Arreola con imaginación perfecta e inigualable sentido del humor. Post-post-cama: Dicen que la realidad siempre supera a la fantasía. Meses después de concluir la escritura de Las Violetas son flores del deseo asistí a una Expo Erótica en la ciudad de Los Ángeles, California. Acompañaba al fotógrafo mexicano Rogelio Cuéllar a recibir un premio por sus series de fotografía erótica. Y claro, curiosa, merodeé entre los cientos de stands plagados de objetos, burdas muñecas inflables, disfraces, modelos porno, películas XXX, lencería, aparatos, alimentos, dulces… Toda esa variedad —en realidad, bastante reducida— de sucedáneos del placer. Y de pronto las vi: un stand con muñecas reales, sentaditas, muy vestidas, casi fingiendo el aburrimiento de mujeres en una sala de espera. Una de ellas estaba al al-
cance de la mano. La toqué. Su piel ofreció a la presión de mi dedo, una suave resistencia. Se acercó la encargada con un gesto amigable. Entonces pregunté: —¿Cuánto..? —Siete mil dólares, más gastos de envío. Me atreví por fin a mirar el rostro de la muñeca. Sin duda —y ese era en gran medida su encanto—, seguía siendo una muñeca pero también una muñeca tan perfecta que simulaba ser una hermosa mujer real. —Gracias —dije a la encargada en medio del pasmo y un suspiro. En respuesta ella me ofreció un catálogo. Once estilos de mujeres se mostraban en posturas diversas: desde la chica de minifalda y botas que se recarga en una columna hasta la joven de corsé y liguero con piernas abiertas y pubis descubierto. Entre otras opciones: siete tipos de cuerpo que incluyen la talla petite, el cuerpo voluptuoso o atlético y la supermodelo; cinco tonos de piel (claro, medio, bronceado, africano, asiático); siete tonos de color de cabello (la gama del rubio al negro, pasando por el castaño y el pelirrojo); diez estilos de cabellera, etc. También se puede escoger el color del iris, el delineado de los párpados, el color de las uñas y de los labios. Y por supuesto, al gusto del cliente, el pubis rasurado o al natural… Extrañamente ninguna de ellas tenía por nombre Hortensia, o el sello de la marca Plastisex®, pero bien podría haber sucedido. Menos probable sería que alguna de ellas se llamara Violeta, no porque no exista un modelo de una adolescente en traje escolar, sino porque la tecnología aún no ha hecho posible que las muñecas sean vírgenes en el sentido más literal de la palabra y que puedan sangrar. Desde que supe de su existencia en el mercado, he platicado de las muñecas reales con varios amigos y amigas. En general, las mujeres dicen que son siniestras, que qué grado de soledad y perversión debe de tener el hombre que se anima a comprar una. «Es como hacer el amor con un cadáver. Necrofilia pura. Pura masturbación.» Los hombres admiten que son hermosas y que el hecho de que sean calladas, los seduce aún más. Como me confesó un amigo escritor que había leído mi novela y revisado después el catálogo: «Me encantaron tus muñecas, sobre todo porque no hablan. Saben guardar en secreto tus perversiones. Puedes hacer con ellas lo que quieras». Y estoy segura que de tener siete mil dólares sobrantes no dudaría en encargar una muñeca a la medida de sus sueños. Sin embargo, no dejo de considerar que probablemente se aburriría muy pronto. Horacio, el protagonista de Las Hortensias, y Julián Mercader, el personaje de mis Violetas, le dirían: Una muñeca no basta: el deseo siempre quiere más. Yo creo que no les falta razón. Tal vez porque la fantasía exige no ser realizada para acrecentarse y jugar a ser plena.
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Apuntes hacia una literatura erótica H e rn á n L a r a Z ava l a L a prim e ra c on dición de u n b u e n t e x to e ró t ic o e s q ue e s t é bie n e scri to. Y cuan d o dig o b i e n e scri to n o s e t rata de q u e s e a s olam e n t e de mane ra c orr e cta .
La buena escritura está estrechamente relacionada con la percepción que un autor tiene de las situaciones y personajes que describe, de los detalles que observa y de lo que su imaginación logre captar para transformarlos en palabras e imágenes. Tal vez por eso la diferencia entre lo erótico y lo pornográfico no dependa tanto del tema o del asunto en sí mismo sino del tratamiento y del lenguaje que se elija para contar una historia. No es el tema, es la calidad con la que se trata dicho tema. Y esa calidad tiene que ver con una voluntad de estilo, con la agudeza en la apreciación, con la riqueza imaginativa y con la originalidad de la experiencia descrita. Un buen texto erótico debe jalar espontáneamente al lector hacia el campo del deseo para identificarlo con la situación descrita ya sea de manera espontánea o sorpresiva pero nunca forzada y mucho menos efectista. Una de mis novelas eróticas favoritas, Historia de O de Pauline Réage, se inicia a partir de la siguiente motivación de la autora: Cierto día, una muchacha enamorada dijo al hombre que amaba: yo también podría escribir una de esas historias que a ti tanto te gustan. ¿Tú crees?, respondió él… Y la historia que la mujer escribe para su amado para demostrarle de lo que es capaz resulta precisamente la de la historia de la joven protagonista O que por amor a Renné su amante y para someterse enteramente a su voluntad acepta ingresar al castillo de Roissy para seguir las reglas que allí se le impongan. Y aunque la autora firma con un seudónimo es una de las novelas más originales e interesantes de la literatura erótica pues así como un thriller debe poseer tensión dramática y suspenso, un buen texto erótico debe tener tensión sexual de tal manera que despierte simultáneamente el interés y el deseo del lector, pues el placer del texto debe ser equivalente al placer del sexo ya que la literatura es vida y la vida es literatura. He aquí uno de los comienzos de Historia de O: Un día, su amante lleva a O a dar un paseo por un lugar al que nunca van. Ella sube al taxi. Está anocheciendo y es otoño. Ella viste como siempre: zapatos de tacón alto, traje de chaqueta con falda plisada, blusa de seda, sombrero… El
taxi arranca suavemente sin que el hombre haya dicho una sola palabra al conductor. Pero baja las cortinillas a derecha e izquierda y también detrás; ella se quita los guantes pensando que él va a abrazarla o que quiere que le acaricie. Pero él le dice: —El bolso te estorba. Dámelo —ella se lo da. El hombre lo deja lejos de su alcance y añade: —Estás demasiado vestida. Desabróchate las ligas y bájate las medias hasta arriba de las rodillas. Ponte estas ligas. Ella siente cierto apuro, el taxi va más aprisa y teme que el conductor vuelva la cabeza. Por fin las medias quedan arrolladas. Le produce una sensación de incomodidad el sentir las piernas desnudas bajo la seda de la combinación. Además las ligas sueltas le resbalan. —Quítate el liguero y el slip. Eso es fácil. Basta pasar las manos por detrás de los riñones y levantarse un poco. Él guarda el liguero y el slip en el bolsillo y le dice: —No debes sentarte sobre la combinación y la falda. Levántala y siéntate con la carne al desnudo directamente sobre el asiento. Acerca la mano al cuello de la blusa, deshace el lazo y desabrocha los botones. Ella se inclina ligeramente hacia delante, pensando que desea acariciarle los senos. No. Él solo palpa el tirante, lo corta con una navajita y le saca el sostén. Ahora debajo de la blusa, que él vuelve a abrochar, ella tiene los senos libres y desnudos, como libres y desnudas tiene las caderas y el vientre desde la cintura a las rodillas.
Esta escena marca el tono, el suspenso y la carga erótica de la novela; pero lo mejor de todo es que pese a que se describen las situaciones más extremas del erotismo la Réage jamás utiliza un lenguaje obsceno o procaz sino que, con gran cuidado, es capaz de describir actos sadomasoquistas simultáneamente con crudeza y cierto recato: Entonces, levantaron a O e iban a desatarla, seguramente para atarla a algún poste o a la pared, cuando uno dijo que quería tomarla primero y en seguida. De modo que volvieron a ponerla de rodillas, pero esta vez con el busto descansando en un puf bajo, siempre con las manos a la
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Esta técnica de aludir a lo sexual sin aludir a las cosas explícitamente es una de las técnicas más convincentes de la literatura erótica, que no de la pornográfica. El recurso proviene de las fabliaux o cuentos obscenos de la edad media y se extiende a lo largo de toda la historia literaria de occidente. Y dado que la literatura erótica se basa en la recreación de las experiencias sexuales casi siempre hay que transitar ciertos caminos que incluyen el primer encuentro, la aproximación a la pareja, el galanteo, los obstáculos, los ambientes, la vestimenta, la descripción de la mujer (o en su caso del hombre), la seducción y la epifanía de la experiencia. Ilustremos esto con otra historia erótica de la literatura inglesa del siglo xviii titulada Fanny Hill de John Cleland en donde se narra la desfloración de una doncella en términos igualmente elusivos y hasta poéticos: Apenas había cerrado el pestillo de la puerta cuando Carlos, corriendo, me tomó en sus brazos, me levantó del suelo con sus labios pegados a los míos y me llevó a la cama, temblorosa, jadeante, llena de suaves temores y de tiernos deseos; pero allí su experiencia no le permitió desvestirme sino solamente desatar mi pañoleta y mi vestido y aflojar el justillo. Ahora mi pecho estaba al descubierto y, elevándose con los suspiros más cálidos, presentaba a su vista y a su tacto la protuberancia dura y firme de un par de senos jóvenes, tales como se los puede imaginar en una muchacha que no había cumplido los dieciséis, recién llegada del campo y que nunca había sido manoseada Demasiado excitado ya para soportar más dilación, se desabotonó y, sacando el aparato para asaltos amorosos, lo dirigió derechito como hacia una brecha abierta ya. ¡Entonces! Por primera vez entonces sentí aquel cartílago duro como un cuerno, apaleando la tierna región; pero imaginaos su sorpresa cuando descubrió, después de varias acometidas vigorosas, que no había logrado el menor avance. Y ahora desaforado y perdiendo el control de sí mismo, guiado de cabeza por la furia y el excesivo ardor de aquel miembro que se esforzaba con una especie de encarnizamiento primitivo, lo rompe todo, sigue adelante y una arremetida despiadada lo manda dentro de mí invicto y cubierto de sangre virgen, hasta la guarda.
Pero como sucede con la vida misma, la emoción y la excitación que suscita el placer sexual no es exclusivamente físico sino de carácter más bien imaginativo, emocional, subjetivo, personal. El amor erótico no se realiza exclusivamente con el cuerpo sino con la cabeza y con el alma y está relacionado con nuestras fantasías infantiles y juveniles, con nuestros deseos reprimidos, nuestros
temores y con nuestras más recónditas pasiones. Por eso hay otro tipo de escritores que prefieren utilizar un lenguaje descarnado y abierto, totalmente explícito en sus descripciones y que no se preocupa por herir o no la sensibilidad de los lectores. Y es que el lenguaje procaz tiene en sí mismo una carga sexual que estimula y seduce a la vez. Este es el caso de Georges Bataille, otro de los maestros del erotismo que, en su célebre novela Historia del ojo, se remite a las primeras experiencias que estructuraron su imaginario erótico: Crecí muy solo y desde que tengo memoria sentí angustia frente a todo lo sexual. Tenía cerca de 16 años cuando en la playa X encontré a una joven de mi edad. Simonne... Tres días después de conocernos Simonne y yo nos encontramos solos en su quinta. Vestía un delantal negro con cuello blanco almidonado. Comencé a sentir que compartía conmigo la ansiedad que me producía verla, ansiedad mucho mayor ese día porque intuía que se encontraba completamente desnuda bajo su delantal. Llevaba medias de seda negra que le subían por encima de las rodillas: pero aún no había podido verle el culo (ese nombre que Simonne y yo empleamos siempre, es para mí el más hermoso de los nombres del sexo). Tenía la impresión de que si apartaba ligeramente su delantal por atrás, vería sus partes impúdicas sin ningún reparo. En el rincón de un corredor había un plato de leche para el gato: «Los platos están hechos para sentarse», me dijo Simonne. «¿Apuestas a que me siento en el plato?». «Apuesto a que no te atreves», le respondí, casi sin aliento. Hacía muchísimo calor. Simonne colocó el plato sobre un pequeño bano, se instaló delante de mí y, sin separar sus ojos de los míos, se sentó sobre él sin que yo pudiera ver cómo empapaba sus nalgas ardientes en la leche fresca. Me quedé delante de ella inmóvil: la sangre subía a mi cabeza y mientras ella fijaba la vista en mi verga que, erecta, distendía mis pantalones, yo temblaba.
Como todos sabemos, las posibilidades del acto sexual son físicamente limitadas pero en la libido se multiplican al infinito por la carga erótica que alimenta la mente del ser humano. Tal vez por eso la descripción de un acto sexual en sí mismo descrito sin fuerza e imaginación nos puede dejar helados pues se convierte en una mera experiencia animal. Para lograr que un texto resulte excitante es necesario que esté bien fundamentado y que nos produzca una motivación psicológica y afectiva que le imprima tensión al asunto. Para coronar un buen texto erótico se requiere de una dosis de malicia literaria y hay que apelar a lo inusual, a lo insólito, a lo imprevisible e incluso a lo perverso porque entre dos seres que están de acuerdo no debe haber zonas oscuras. La literatura abunda en este tipo de descripciones en donde lo ritual, lo lúdico, la risa, la complicidad, el fetiche, la simultaneidad de sensaciones y la ternura desempeñan siempre un papel determinante en el texto erótico. Y hay un elemento más: el de la sacralización del sentimiento amoroso. Siempre debe existir algo más que lo meramente físico a riesgo de que nos quedemos con la sensación de banalidad, aburrimiento y hartazgo.
Líneas territoriales Nº 124. 60x80. Mixta / papel, 2009. (Fondo de la doble página).
espalda y los riñones más altos que el torso, y uno de los hombres, sujetándola por las caderas, se le hundió en el vientre. Después cedió el puesto a otro. El tercero quiso abrirse camino por la parte más estrecha y, forzándola bruscamente, la hizo gritar. Cuando la soltó, dolorida y llorando bajo la venda que le cubría los ojos, ella cayó al suelo. Entonces sintió unas rodillas junto a su cara y comprendió que tampoco su boca se salvaría.
Líneas territoriales Nº 131. 60x80. Mixta / papel, 2009.
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Los lenguajes de Afrodita
D i n a G ri ja lva Monteverde A frodi ta , la dio sa gri e ga de l amor , la l uj u ria y la be ll e za , ha inspira d o me mo ra bl e s páginas e n d on de e l e ro t ismo f e m e nin o r e splande c e ilu minand o e l de s eo y e l plac e r c on n u e vas ca de ncias de l l e ngua je , c on e n tonacione s e n d onde alg u nas v e c e s l o s u g e rid o e s m á s q u e l o e x pl íci to, y e s e n tonc e s cuan d o l o e sb o za d o p or la e scri tu ra g e n e ra u n sinf í n de e ns oñacione s y volu p t uo si da de s .
Es a partir de la séptima década del siglo pasado cuando algunas escritoras latinoamericanas emprenden la feliz tarea de dotar de lenguaje al eros femenino y a partir de esos años se empieza a desplegar en la narrativa escrita en nuestra lengua una escritura en donde con diversos
matices se expresa el sentir erótico de las modernas adoradoras de Afrodita. La irrupción de la pasión y el erotismo se manifiesta desde el alba del siglo xx con gran fuerza en poetas de nuestra América, entre quienes destacan Mercedes Ma-
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Seres débiles y encadenados, únicamente destinados a nuestros placeres […] Mil veces más sumisas que los esclavos, sólo debéis esperar humillación […].
Pensad que no os miramos como a criaturas humanas sino únicamente como a animales a los que se alimenta por el servicio que uno espera de ellos y a los que se machaca a golpes cuando rehúyen este servicio.1
Sade escribe Los ciento veinte días de Sodoma en 1785; antes y después de él la gran mayoría de lo escrito sobre el erotismo y el placer desde las más variadas disciplinas —antropología, filosofía, historia, medicina, derecho, psicoanálisis—, y en el universo de la creación literaria, había sido escrito por hombres; y esto implica que la visión patriarcal (con todos sus matices y variantes) gozaba de una hegemonía casi absoluta.2 Por ello es fundamental estudiar el surgimiento en el siglo xx de una nueva visión y ver cómo empieza a estructurarse un discurso femenino sobre el erotismo. Este proceso en el que algunas mujeres empiezan a reflexionar, estudiar y escribir sobre el deseo femenino, sin lugar a dudas, abre una nueva perspectiva de análisis que permanecía en la oscuridad. Empieza así a develarse un nuevo universo. En uno de sus textos, Inés Arredondo escribió: «La plenitud del deseo y del placer me han dado una realidad que no he tenido nunca, pero por eso precisamente soy dueña en este momento de toda mi historia». Estas palabras dichas por la narradora y protagonista del cuento «Atrapada», después del reencuentro erótico con su primer novio, tras muchos años de vivir casada y suplicando una mirada de su esposo, expresan literariamente el gran paso que representa para una mujer el ser dueña de su cuerpo, de su deseo y de su placer. En la narrativa erótica escrita por mujeres en Latinoamérica durante las tres primeras décadas desde su surgimiento —de 1960 a 1990— asistimos por primera vez en la historia, a una búsqueda por conocer, por sacar a la luz el deseo femenino, deseo expresado ahora desde la voz femenina, ya no interpretado, ni tamizado, ni deformado por la palabra patriarcal. Las autoras han empezado la ardua y feliz tarea de rescatar de la noche el erotismo femenino y empiezan a dibujar un nuevo canon, que pasa por la apropiación de los modelos de la novela erótica ya tradicional, para proceder a desviar el sentido ideológico de dicha novela. Se empieza a mostrar un saber femenino en relación con el cuerpo y sus placeres; la protagonista es ahora sujeto y no objeto de los encuentros; el cuerpo masculino es centro de intensas descripciones, enfocado 1 Sade, Las 120 jornadas de Sodoma. Akal, Madrid, 1978, pp. 57-60. 2 Una intensa excepción es la poesía de Safo, a propósito de ella, Lacarriere escribió: «¡Jamás olvidemos a Safo! Jamás olvidemos que ella fue la primera mujer que inscribió en el tiempo el efímero estremecimiento, la delicada emoción del amor». Jacques Lacarrière, Diccionario del amante de Grecia. Paidos, Barcelona, 2002, p. 472.
Líneas territoriales Nº 131 (Fragmento). 60x80. Mixta / papel, 2009.
tamoros, Gabriela Mistral, Juana de Ibarbourou, Delmira Agustini y Alfonsina Storni, autoras a quienes desde lejos, en tiempo y espacio, cobija una de las voces poéticas más altas del continente: Sor Juana. En la narrativa escrita por mujeres la presencia del deseo, el placer y el encuentro de los cuerpos se manifestará solo años después. En el marco del surgimiento de la narrativa erótica en nuestra América y a partir de la década de los setenta, emerge una zona considerable de la escritura de las autoras latinoamericanas, zona que se ampliará y enriquecerá en plurales despliegues de modalidades temáticas y discursivas en el siguiente decenio. Entre las narradoras que han incorporado entre los años 1960 y 1990 —de manera tangencial o total— el erotismo en alguna o varias de sus ficciones encontramos, entre otras, a Luisa Valenzuela, Alejandra Pizarnik, Tununa Mercado, Reina Roffé, Alicia Steimberg, Liliana Heer, Griselda Gambaro, Cecilia Absatz, argentinas; en las letras mexicanas: Inés Arredondo, Rosario Castellanos, Amparo Dávila y Margo Glantz; en Centroamérica: Gioconda Belli y Carmen Naranjo; las uruguayas Cristina Peri Rosi y Teresa Porzecanski; en Chile, Diamela Eltit; en Colombia, Fanny Buitrago y Olga Nolla, Rosario Ferré y Ana Lydia Vega, en Puerto Rico. Con su incursión en las muy diversas formas que adquiere el erotismo en la escritura femenina, en ocasiones por caminos imprevistos para ellas mismas, estas autoras han logrado develar ante los ojos de la lectora/el lector el mundo antes inexistente, no escrito, del deseo y placer de las mujeres. El camino de búsqueda del conocimiento y la escritura del erotismo femenino tiene un significado social y político. El reconocimiento del cuerpo propio por parte de la mujer y su expresión lingüística, su puesta en escena por medio de la palabra, representa un recurso vital para la afirmación de la mujer como sujeto. En su proceso de búsqueda y experimentación de su propio lenguaje erótico, la mujer empieza a trazar el mapa de su deseo. La sexualidad femenina había sido descrita —y proscrita— siempre desde el punto de vista del patriarca, con formas discursivas desde el poder que pretendían formular la verdad del sexo. La mujer y su cuerpo podían ser objeto de estudio, de manipulación médica o de placer, nunca sujeto con libertad y voz propia. En el delirante catálogo de perversiones que es —entre otras cosas— el libro escrito por Sade en pequeñas hojas unidas en un rollo, libro titulado Los ciento veinte días de Sodoma, el llamado «divino marqués» escribió sobre las mujeres, contra quienes se ejerce la mayor hostilidad en las fantasías perversas del universo creado por el autor:
14 desde la mirada de una mujer; se diseminan las zonas erógenas y se narran modos inéditos de goce femenino; el erotismo parece ser el camino elegido para la búsqueda de una posible identidad genérica. La ampliación es doble: se extienden los límites de un imaginario literario, muy cristalizado y cerrado, a la vez que se cuestiona un imaginario social que naturaliza las construcciones culturales. Se pone en escena el cuerpo femenino y se representa, ahora, desde la mirada de mujer. El cuerpo y sus placeres se instauran como eje de las libertades individuales, de las libertades íntimas. La escritura del erotismo en las narradoras latinoamericanas adquiere una pluralidad de matices. Algunas veces es un erotismo lúdico, festivo, alegre; otras, un complacerse en el goce por el goce mismo; otras más, con sugestivo pudor aluden, dejan vislumbrar. No siempre se perfila el puro placer. A veces, el objeto de deseo representa lo prohibido, el tabú; entonces, el deseo se convierte en fuente de culpa y angustia. La edad y etapa de vida de la mujer deseante oscila en un abanico que va desde la casi niña que descubre con asombro y fascinación su deseo, hasta ancianas que iluminan con su placer una etapa que la erótica patriarcal no contemplaba. En otras ocasiones, en varias de las autoras del cono sur que hacen un cruce entre erotismo, política y escritura, nos recuerdan que el cuerpo no sólo gime de placer, que puede convertirse en un espacio político, de dolor. En diversos relatos de las escritoras que han incursionado —o se han sumergido— en la narrativa erótica encontramos la transformación del canon del erotismo tradicional. Leemos en los textos de ellas la inclusión de un saber femenino en relación con la sensualidad; la inclusión de personajes femeninos que son madres o están embarazadas; la descentralización de las zonas erógenas y los supuestos modos del goce femenino; el ingreso a la literatura del erotismo de un conjunto de actividades vistas por la tradición como no eróticas; la focalización del cuerpo propio desde una mirada femenina; el erotismo como búsqueda de una posible identidad genérica y el peso de lo erótico a partir de la producción simbólica de relatos. Espacios, actos y objetos de la cotidianidad, saberes y prácticas como el cocinar, sacudir, mirar, bañarse, cabalgar, ponen en escena un goce no circunscrito a lo genital. El imaginario erótico que empiezan a escribir nuestras narradoras brinda la posibilidad de inaugurar en la escritura el punto de vista de las mujeres en relación con sus gustos, sus modos de sentir o fantasear el placer. El gusto por los perfumes, las telas, el agua, los olores de los condimentos, los jugos y sabores de las frutas, todo se incorpora como susceptible de gozo. Es fascinante comprender el largo y sinuoso camino recorrido por la mujeres para avanzar desde que en 1785 el marqués de Sade escribió (y describió) a las mujeres como seres débiles y encadenados, únicamente destinados a los placeres de los hombres; hasta el siglo xx en el que surge la escritura del goce femenino. Recordemos que quien abrió la caja de Pandora de la importancia central de la libido, Sigmund Freud, envejeció sin comprender el erotismo femenino y al final de su con-
ferencia «La feminidad», uno de sus últimos trabajos, planteó: Si queréis saber más sobre la feminidad interrogad a vuestra propia experiencia, dirigíos a los poetas o bien esperad a que la ciencia esté en condiciones de darnos enseñanzas más profundas y más coordinadas.
Y recordemos que en 1949, Simone de Beauvoir expresó: Las mujeres, que no se afirman como Sujeto, no han creado el mito viril en el que podrían reflejar sus proyectos; no tienen ni religión ni poesía que les pertenezcan auténticamente: sueñan a través de los sueños de los hombres.
Y aquí podríamos agregar que antes del surgimiento de la narrativa erótica escrita por mujeres, en donde las autoras despliegan un multicolor abanico de los deseos y placeres femeninos, las mujeres no solo habíamos soñado a través de los sueños de los hombres; también habíamos deseado a través del deseo de los hombres. Creo que las mujeres han empezado a responder a la pregunta de Freud, quien nunca se planteó la posibilidad —que parece tan elemental— de que fueran las mujeres (incluyendo a las poetas, las científicas, las psicoanalistas y las escritoras) quienes articularan su propia respuesta. Luisa Valenzuela, en una entrevista virtual, expresó que ella ha emprendido una búsqueda por tratar de limpiar el lenguaje de sumisión y sometimiento, «lenguaje que se da muchas veces entre hombre y mujer; y también entre patrón y empleado, entre gobernantes y gobernados. En todos los niveles hay una palabra que va a tratar de someter al otro». Y habla sobre su fascinación al explorar el lenguaje de las mujeres: Eso sí, me siento parte del mapa del lenguaje de la mujer. Hace tiempo señalaba que de un lado está el falo, ese lenguaje racional todo perfecto que es el del hombre; y del otro está la zona confusa del lenguaje de la mujer que no era comprendida, ¿qué quiere la mujer?, era la pregunta de Freud y él no logró responder; Lacan no logra responderla, entonces nosotras por medio de la escritura estamos tratando de hacerlo. Ahora lo sé, antes no lo sabía, tengo esta conciencia desde hace tres años, sin embargo, lo venimos haciendo desde que empezamos a escribir.3
Las autoras que han emprendido la escritura del eros femenino han explorado los lenguajes de Afrodita, la diosa que bailó extasiada en la boda de su hija Psique con Eros y celebró después el nacimiento del hijo de ambos, a quien llamaron Placer. Estas autoras expresan el lenguaje de la pasión femenina y descubren vibraciones inéditas de la piel, la imaginación y la sensibilidad.
3. Entrevista a Luisa Valenzuela, realizada por Héctor González Jordán, «No quiero escribir como hombre», etcéter@. Política y cultura en línea. Consultada en noviembre del 2003.
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Todas las caras del amor literario
Aleyda Rojo Amor práctico: el que Helena de Esparta profesaba: amó a Paris mientras estuvo en Troya y, una vez rescatada y llevada de vuelta a casa, restableció con Menelao un maridaje normal, como si nada hubiese pasado. De la Ilíada a la Odisea, se mantiene el perfil de este personaje: sigue bella y convenenciera como siempre. Amor enfermizo y criminal: hay dos que se llevan la medalla de oro: Medea, de Eurípides, y Otelo, de Shakespeare. La primera, asesina a sus hijos para castigar al marido infiel; el segundo, acaba con la esposa, arrebatado por los celos. Amor romántico: el de Amadís de Gaula y toda su descendencia caballeresca. Es de las pocas veces donde los personajes masculinos se lanzan a la lucha solo por demostrar a sus dueñas, doncellas, princesas y reinas que bien vale la pena morir por ellas. Cervantes caricaturizó el modelo, llevándolo a extremos ridículos que bien retratan la realidad de los enamorados: miran en el objeto amado aquellas cualidades de que carecen. Unos siglos después, llamarían románticas a las novelas de Jean Austen, aunque no le veo nada de especial buscar en los galanes la cantidad de rentas anuales o herencias prontas a recibir. Y es que no hay obra de Austen donde no se describa con obsesiva precisión cuánto vale en metálico, cada hombre o mujer. De todas formas es bueno regalarles a las chicas una obra de la autora inglesa ya que al menos aprenderán a elegir entre todos los pretendientes a aquel que pueda resultar un buen marido, en términos capitalistas. Amores sucios, torcidos, perversos, de sexo por sexo: literariamente es de los más atractivos, y sin duda, el Marqués de Sade les gana a todos: según mi humilde opinión se trata de uno de los autores más honestos y perturbadores de cuantos han existido, no creo que alguna vez se haya angustiado por el «qué pensarán de mí cuando lean esto». Su Filosofía de la alcoba es muy clara: si ya elegiste el camino de los deleites corporales, atente a ellos de la forma más libre posible. No los entorpezcas con lastres como el matrimonio, los hijos, la religión. Los cuatro personajes que pone en acción el Marqués de Sade son
muy sinceros: Saint Ange, Eugenia, Dolmancé y el Caballero. Además conocen su función: son el medio para lograr una didáctica de la cama que resulte clara y accesible a todos, de tal forma que puedas, tras leerla, pensar de una manera distinta. Leyendo a Sade y otros autores, se descubre que los seres humanos vuelven más sofisticadas o torcidas sus formas de lograr el placer cuanto más dominantes se sienten respecto al resto. Los trámites normales no les atraen: es necesario la intervención de otros recursos para ponerlos a tono. Es interesante. También los libros ilustran que la cuestión erótica se vuelve flexible, dura, ingenua o delicada de acuerdo a la época y a la cultura. Esas azotainas que gustan de propinar los personajes de Sade podemos encontrarlos en un texto breve, pero intenso, también de origen francés: Teresa filósofa, anónima, aunque atribuida a Diderot. Un librito flaco que, al abrirlo, te sumerge en el seno de una hoguera. Contiene varias escenas que pueden servir de preámbulo para un encuentro amoroso o charla de sobrecama. Esa Teresa, es una mentecata de vientre cálido que nos sirve de ojo para presenciar las perversiones de un abate gordiflón que muestra su cordón sagrado a una beata. Es la forma típica utilizada por los viejos autores para contarte un cuadro candente: en forma de voyeur, una manera hipócrita de entrar al círculo del placer, porque los mirones no exponen la pureza de sus cuerpos, como aquella joven, Fanny Hill, de quien se vale John Cleland para recrearnos la entrada de una chica al medio de la prostitución. Ah, ese elemento también es infaltable: en la literatura de los siglos xvii y xix sólo las putas eran capaces de sentir, si por error estabas casada y llevabas buena relación con tu marido jamás te habrían considerado candidata a protagonizar una novela erótica. Amor homosexual: la literatura hizo testimonio desde los griegos, con los famosos Diálogos, de Platón; sin embargo, me quedo hoy con los dos o tres casos que menciona Marcel Proust durante todo el recorrido de las siete partes de En busca del tiempo perdido. La primera de ellas Artista con paleta. [Obra dispuesta en tres secciones en esta doble página.] 21x28. Lápiz / papel, 2011.
16 es la que monsieur de Charlus mantiene con su muchachito Morel. También Albertine parece tener preferencias por su mismo sexo y durante La prisionera, Marcel se devana los sesos tratando de comprobar si hubo algo entre su amante y la chica Andrée. En Sodoma y Gomorra se ventilan las aventuras del propio Charlus, con el trabajador Jupien. La escena pasional, rápida y desesperada efectuada en un cuartito es vigilada por el narrador, quien es capaz de analizarla con frialdad. Amor infiel: Charles Fourier tiene en su Clasificación de los cornudos a la más extensa reunión de tipos de hombres que han visto adornada la frente con unos bellos ejemplares de calcio. Desde luego que dicha selección bien podría ser aplicada a las mujeres. No es esta la mejor forma de querer, pero Fourier, el mismo que propuso la creación de los falansterios, parecía muy empeñado en alejar la vida humana cualquier forma de egoísmo. Amor guerrero: el de Salambó y el mercenario Matho.
La hija de Amílcar Barca sabe que no debe quererlo, pero entonces, ¿por qué va a él? Y Matho ya capturado, torturado y listo para ser sacrificado ante todo Cártago, solo se mantiene vivo para verla por última vez. Una novela fabulosa que lleva el nombre de su protagonista, donde Gustav Flaubert vació todos los recursos que llevaba guardados en el costal. Amor filial: en todas las novelas de John Fante, hay referencias a la familia. Un autor muy carismático, capaz de hacernos llorar con simplezas, especialista en tratar la relación padres-hijos, de una forma tan natural y sencilla que sentimos estar leyendo la historia de nuestro propio clan. Me quedo con La hermandad de la uva y la versión del viejo bebedor que prefiere morir entre amigos que entre médicos. Amor totalitario, absoluto: el que desarrolla Fernando del Paso en Palinuro de México, una de las mejores novelas que leí el año pasado; una obra enorme, donde uno conoce con certeza cuál es el sentido de la palabra envidia.
Gacelas de la gaviota
rubén rivera 1 Nunca pensé Que a través del calor de su cuerpo Se me iluminaría el mundo.
2 Oigo caer su voz Entre las estrellas. 3 En el aire Destejo el amor Que me oscurece. 4 Te amo más Que el amor que tú amas Sin amarme Y nada de esto Me quita el sueño. 5 Ya te amo, Ya no te amo, Ya no sé si te amo, Ya necesito amarte. Hasta hoy esto es verdad. 6 Su amor me derrama Hasta inundar mi soledad. 7 El amor Es una luciérnaga Que se apaga De tanto iluminarse.
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Dos poemas
Ana Belén López 1 Como el que oye respirar con dificultad en la noche y sentir el recorrido de cada pliegue de sábana en un fragmento de tobillo. Más o menos igual. O el peso duro de una piedra sobre la nuca. O el momento en que dijo que sí con entusiasmo pensando en el pedazo de papaya que trituraba en el fregadero. Así, más o menos. Pero menos confuso. O todo al revés y la sábana en la cara y no en los tobillos y la papaya sobre el plato del mediodía. Porque al mediodía se acerca la media tarde y luego la medianoche para comenzar todo de nuevo. Entonces la respiración, antes perturbada, se acompasa. Y la noche se vuelca en un mar de calma negra y profundamente silencioso. O empezar de nuevo todo y estirar la sábana y cortar la papaya y acariciar la respiración quieta de la almohada de junto. Todo en su debido orden y momento. Porque no se puede tener todo al mismo tiempo: la respiración, la sábana y la papaya.
Cada pensamiento en su momento. Y comenzar de nuevo.
Mirar atrás. (Fragmento.) 21x28. Lápiz / papel, 2011.
2 De lo fácil. De todos los caminos: lo fácil. La facilidad, como la permeabilidad La maleabilidad. Lo fácil. La afluencia —influencia. El laberinto del recurso. Lo que fluye —influye. El curso del surco. El caudal: fácil. El torrente: fácil. La palabra: fácil, recorriendo cada milímetro del hemisferio. Izquierdo y derecho, sin importar, norte-sur. Proa-popa. Lo fácil: lo difícil. Las trampas de lo fácil. Atorado. Entrampado. El sentido sin sentido. La lengua entrecruzada. La mirada baja. Del hombro al pie. Meñique a pulgar. Tan fácil. Lejano se acerca. Alejándose una vez más, siempre alejándose. La distancia de lo fácil. De lo fácil. La arena fácil escurre fácil. Seca. El agua la atrapa. Retiene. La tiene fácil. Tan difícil: lo fácil.
Un nudo en la garganta. 21x28. Lápiz / papel, 2011.
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Tres poemas / Three Poems
Langston Hughes Traducción de Óscar Paúl Castro
Epílogo
Epilogue
Yo también canto, América.
I, too, sing, America.
Soy el más oscuro de tus hermanos. Cuando llegan visitas, Me mandan a comer en la cocina, Pero yo me río. Y me alimento bien, Y me torno fuerte.
I am the darker brother. They send me to eat in the kitchen When company comes, But I laugh. And I eat well, And grow strong.
Mañana, Cuando lleguen las visitas, He de sentarme a la mesa. Entonces Nadie se atreverá A decirme: «Come en la cocina».
Tomorrow, I’ll sit at the table When company comes. Nobody’ll dare Say to me, “Eat in the kitchen”, then.
Además, Se darán cuenta lo hermoso que soy Y se sentirán avergonzados,
Besides, They’ll see how beautiful I am And be ashamed,–
Yo —también— soy América.
I, too, am America.
El negro habla de ríos
The Negro Speaks of Rivers
He conocido ríos: he conocido ríos ancestrales como el mundo y antiguos como el fluir de la sangre humana en humanas venas.
I’ve known rivers: I’ve known rivers ancient as the world and older than the flow of human blood in human veins.
Mi alma se ha tornado profunda como los ríos.
My soul has grown deep like the rivers.
Me bañé en el Éufrates cuando los amaneceres eran jóvenes. Construí mi choza cerca del río Congo y su voz me arrulló en sueños. Miré las pirámides elevarse sobre el Nilo. Escuché el canto del Mississippi cuando Abe Lincoln fue a Nueva Orleans; miré su turbio pecho tornarse color oro en el atardecer.
I bathed in the Euphrates when dawns where young. I built my hut near the Congo and it lulled me to sleep. I look upon the Nile and raised the pyramids above it. I heard the singing of the Mississippi when Abe Lincoln went down to New Orleans, and I’ve seen its muddy bosom turn all golden in the sunset.
He conocido ríos: oscuros, ancestrales ríos.
I’ve known rivers: ancient, dusky rivers.
Mi alma se tornó profunda como los ríos.
My soul has grown deep like the rivers.
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Tarea para el segundo curso de inglés
Theme For English B
El profesor nos dijo: Pueden irse a casa. Redacten una página esta noche: que lo que escriban salga de ustedes, sólo así lograrán expresar algo auténtico.
The instructor said: Go home and write a page tonight. And let that page come out of you— Then, it will be true.
Me pregunto si es así de simple. Tengo veintidós años, soy de color, nací en Winston-Salem. Ahí asistí a la escuela, después en Durham, después aquí. La Universidad está sobre la colina, dominando Harlem. Soy el único estudiante de color en la clase. Las escaleras que descienden por la colina desembocan en Harlem: después de atravesar un parque, cruzar la calle san Nicolás, la Octava Avenida, la Séptima, llego hasta el edificio «Y» —la ymca de Harlem Branch— donde tomo el elevador, entro en mi cuarto, me siento y escribo esta página:
I wonder if it’s that simple? I am twenty-two, colored, born in Winston-Salem. I went to school there, then Durham, then here to this college on the hill above Harlem. I am the only colored student in my class. The steps from the hill lead down into Harlem, through a park, then I cross St. Nicholas, Eight Avenue, Seventh, and I come to the Y, the Harlem Branch Y, where I take the elevator up to my room, sit down, and write this page:
Para ti no debe ser fácil poder identificar lo que es auténtico, tampoco lo es para mí a esta edad: veintidós años. Supongo, sin embargo, que en todo lo que siento, veo y escucho, Harlem, te escucho a ti: te escucho, me escuchas; tú y yo —juntos— estamos en esta página. (También escucho a Nueva York) ¿Quién eres —Quién soy? Bien: me gusta comer, dormir, beber, estar enamorado. Me gusta trabajar, leer, me gusta aprender, e intentar comprender el sentido de la vida. Quisiera una pipa como regalo de Navidad, quizá unos discos: Bessie, bebop, Bach. Supongo que el hecho de ser negro no significa que me gusten cosas distintas a las que les gustan a personas de otras razas. ¿Se notará mi color en esta página que escribo? Ciertamente —siendo lo que soy— no será una página en blanco. Y sin embargo será parte de usted, maestro. Usted es blanco, y aun así es parte de mí, como yo soy parte de usted. Eso significa ser americano. Quizá usted no quiera ser parte de mí a veces. Y en ocasiones yo no quiero ser parte de usted. Pero, indudablemente, ambos somos parte del otro. Yo aprendo de usted, y supongo que usted aprende de mí: aun cuando usted es mayor —y blanco— y, de alguna forma, más libre.
It’s not easy to know what is true for you or me at twenty two, my age. But I guess what I feel and see and hear, Harlem, I hear you: hear you, hear me —we two— you, me, talk on this page. (I hear New York, too) Me —who? Well, I like to eat, sleep, drink, and be in love. I like to work, read, learn, and understand life. I like a pipe for a Christmas present, or records —Bessie, bop, or Bach. I guess being colored doesn’t make me not like the same things other folks like who are other races. So will my page be colored that I write? Being me, it will be not white. But it will be a part of you, instructor. You are white— yet a part of me, as I am a part of you. That’s American. Sometimes perhaps you don’t want to be a part of me. Nor do I often want to be a part of you. But we are, that’s true! As I learn from you, I guess you learn from me— although you’re older —and white— and somewhat more free.
Esta es mi tarea para segundo curso de inglés. 1951
This is my page for English B. 1951
La Harlem Branch de la ymca (Young Men’s Christian Association), constituida como tal en 1936, fue una institución heredera de la Colored Men´s Branch fundada a principios del siglo pasado. Considerada un
centro recreativo y cultural de primer orden, brindó asistencia y educación al sector afroamericano durante todo el siglo xx. [Nota del autor.]
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El mito de Adán y Eva Ernestina Yépiz Eva en el paraíso La serpiente aparece entre tinieblas Salta de rama en rama los árboles del Edén Dios le ha dado la palabra Balbucea al oído de Adán —Murmullos apenas perceptibles— Todo se oscurece todo se ilumina Velos caen velos se levantan Luz y Fer Ángel predilecto de Dios Recostado en el tronco del manzano Inventa palabras De su lengua emanan tempestades Eva desnuda Erguida al pie de un espejo de agua Adivina cada parte de su cuerpo Se mira las manos Se toca los senos El pubis Los labios cáscara de manzana Adán observa Le hormiguean las piernas Ignora que amar es disputar a Dios El poder de creador del paraíso.1
Dios creó el mundo, creó a Adán también y a Eva de una costilla de Adán y juntos habitaron el Jardín del Edén, donde podían comer de todos los frutos, menos de los del árbol del conocimiento del bien y el mal. Después supieron, por información de la serpiente, que habitaba ahí al igual que Lucifer, que de hacerlo podían ser como dioses. Eva, toda curiosidad, no pudo resistir la tentación y un día, mientras jugueteaba en medio del ramaje celes1 Ernestina Yépiz. Los delirios de Eva. Difocur/ Ediciones sin Nombre, México, 2003, p. 11.
tial, el fruto prohibido se ostentó ante su mirada y ella no quiso resistirse más, lo cortó y al probarlo lo encontró sabroso. «Manjue, Adám, come, no tengas miedo», dijo. Adán se dejó tentar por las palabras de Eva y cuando comió la manzana, «sus ojos fueron abiertos», y se descubrió desnudo y en el acto vio la desnudez de Eva. Ambos se vieron desnudos. Hombre y mujer, hechos a imagen y semejanza de su creador, después de probar el fruto fueron conscientes de la diferencia entre el bien y el mal, por lo que intuyeron que podían ser castigados, pues toda desobediencia lleva implícito su castigo.
21 Y aunque el relato bíblico no específica si al verse desnudos se encontraron hermosos y, ansiosos, se abrazaron el uno al otro, solo dice que sintieron vergüenza y vistieron sus «partes» con hojas de higuera (que era, seguramente, lo que estaba al alcance de sus manos) y al oír la voz de Dios, quien deambulaba por el huerto y los llamaba, corrieron a esconderse, pero más tardaron en hacerlo que en ser descubiertos por su creador. Dios al darse cuenta de la traición de sus criaturas los expulsó del Jardín del Edén. Desde entonces, Adán y Eva, amantes primigenios y representación mítica de todos los amantes del mundo, apuestan por la reconquista del paraíso perdido y, ciertamente, logran volver a él, tocarlo, así sea por un instante, cada vez que sus cuerpos se encuentran en el abrazo que representa la fusión erótica. Los cuerpos que siendo dos desean ser uno. Según nos dice Platón, a través de los comensales de El banquete (en donde Sócrates confiesa que todo lo que sabe sobre Eros y el amor, se lo enseñó la sacerdotisa Diótima), alguna vez hombre y mujer fueron un solo cuerpo, pero eran tan poderosos que se atrevieron a desafiar al gran Zeus, quien, como castigo, los dividió en dos y a partir de ahí, todo hombre y toda mujer son seres incompletos y es por esto que, enfermos de nostalgia, buscan su complemento, la parte que les fue escindida. Adán y Eva (que son la versión cristiana del hermafrodito de la mitología griega y del andrógino de Platón; es decir, son uno siendo dos y dos queriendo ser uno) buscan el retorno al «centro» del que un día fueron expulsados y a través del amor pretenden ser de nuevo la pareja primordial. Y toda pareja de amantes actúa a su imagen y semejanza. De acuerdo a la teoría de El mito del eterno retorno de Mircea Eliade, la creación del mundo responde a un modelo mítico y la creación del hombre, que es a su vez réplica de la cosmogonía, se da en el centro del universo: «el paraíso en el que Adán fue creado a partir del limo se halla naturalmente en el centro del cosmos»,2 que es el lugar del origen y el hombre, ser expulsado, añora el regreso al tiempo mítico de los orígenes. La pareja de amantes, doble de la naturaleza, metáfora del universo, en el abrazo erótico se propone encontrar lo desconocido, recobrar la unidad perdida, quiere tocar el «centro» y en ese intento, múltiples intentos, transita entre lo terrenal y lo divino, lo sagrado y lo profano, lo efímero y lo eterno, la vida y la muerte. Amor, punto de reconciliación de los contrarios, búsqueda de absoluto, anhelo de completud: encuentro de dos cuerpos que flotan y en medio del vértigo amoroso, en el «perder pie» o «zozobrar» a la manera de Santa Teresa, logran romper la linealidad del tiempo y en fusión 2 Mircea Eliade. El mito del eterno retorno, Alianza/ Emecé, Madrid, 1999, p. 24.
plena, en el encuentro erótico, encarnan de nuevo a los amantes primigenios. El acto de amor, idea romántica, esencialmente, ofrece a la pareja de amantes la posibilidad de ver «del otro lado». El chispazo del orgasmo representa en términos míticos la vuelta al principio, al lugar paradisiaco del que un día Adán y Eva fueron desterrados. Los amantes al fusionar sus cuerpos logran recobrar la unidad perdida y son de nuevo el andrógino de Platón. El momento del amor es el de la plena reconquista y si los amantes mueren es solo con el anhelo de vivir. Es el «muero porque no muero» al que se refirió Santa Teresa, y el amante, al igual que el místico, desea desfallecer pero lo que en realidad quiere es «zozobrar», «perder pie», caer al vacío, al punto ciego, donde vida y muerte se tocan. Anverso y reverso del ser. Eros, figura bipolar, caída y vuelo, elección y sumisión, suma de dos que desean ser uno. El amor del amante por su amada, o viceversa, se nos presenta, casi siempre —al menos dentro de la historia de la literatura—, como un acto de imaginación en el que se dan todos los obstáculos y todos son sorteados, porque el amor — como ya lo ha señalado De Rougemont—3 necesita de obstáculos para suscitarse o, mejor aún, se suscita a pesar de ellos, bien puede ser: la prohibición divina —el caso de Adán y Eva—; la posición social — Lanzarote y la reina—; la edad, la religión, la diferencia de razas, el estado civil —Tristán e Isolda—; enfrentamientos familiares —Romeo y Julieta—, la imposibilidad física —Abelardo y Eloísa—, entre otros. El amor asumido como el nombre del deseo y la búsqueda de plenitud que el amante encuentra en el cuerpo, en la mirada del otro —su alter ego— punto de abismo, principio y fin de su existencia. Es decir —de acuerdo con el mito del andrógino— la parte femenina o masculina que lo complementa, o esa alma gemela de la que hablaron los románticos y que definieron como el relámpago que incendia o derriba, que los surrealistas llamaron «azar objetivo», y los antiguos conocieron como hechizo o filtro mágico, como en la historia de Tristán e Isolda. De acuerdo a los preceptos del romanticismo, la relación erótica-amorosa —Eros y Psiquis—4 es trasgresión, pues traslada al cuerpo los atributos del alma y representa la comunión de dos seres posibilitados para trascender las fronteras al ir más allá de la pura relación sexual. Dos seres que se plantean la reconquista de su ser original, la revelación de su condición divina. En el cuerpo de la amada el amante busca lo desconocido de sí mismo. Fusionarse es soldar la herida y recobrar, así sea por un instante, el paraíso perdido. 3 Denis de Rougemont, El amor y occidente. Kairos, Barcelona, España, 1997. 4 Lucio Apuleyo, El asno de oro, Club Internacional del Libro, España, 1999.
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Humo en los ojos
María Muñiz Y vio al ciervo corriendo en busca de la fuente de aq uel aroma incitante y vital . Corr í a fren é tico entre los arboles a ñ osos . L o vio acercarse al abismo, sintió l á stima pero entendió q ue ante ese impulso é l nada podí a hacer .
Pantañjali, sentado sobre el tronco de un árbol contemplaba la misma escena: el rostro sereno, inmutable. Sumido en ascético silencio. Con el juego del lenguaje en desuso. Hacía mucho tiempo que vagaba por aquellos paisajes cambiantes; y cada vez se sentía más desesperado. Su ser vibraba constantemente con tonos nuevos, antes no conocidos. Muchas veces creyó que sus cuerdas estaban a punto de romperse. A veces se reconocía en las visiones de los otros y hasta le parecía que algunos de ellos se entretenían hurgando su ser y tratando de penetrar su mente: sentía que era como una especie de trasmutación ansiosamente buscada, encontrarse en ellos, con ellos y con él. Algunos creían haberlo logrado. Según ellos contaban, se lograba a base de mucho esfuerzo. Lo más importante era sentirse cebolla y dejarse ir en cada capa. Era como incursionar en su ser, donde podían ver hasta el más recóndito lugar de su inconsciente. Creía entonces que él también podía verse a sí mismo con los ojos de los otros; porque entonces esos ojos, los de los otros, eran como un lampadario para su conciencia. No siempre le gustaba lo que veía y no quería arriesgar a penetrar más en ese laberinto del que no tenía la clave de salida. Todo se confundía más, se sentía observado y no sabía por qué. No entendía ese andamiaje ilógico. Ya no quería entender nada, nada. Había acabado por creer que nunca había salido de Babel. Una cosa era clara: no le gustaban los laberintos; este parecía no tener salida, a veces era espuma y otras lluvia. Ya había visto antes otras vidas y todas eran un laberinto terrible. Vio también a aquel personaje melancólico y hermoso fabricando alas con plumas y cera. Lo había dejado a la orilla del marino acantilado en compañía de su padre.
Era una visión hermosa. Los dos hombres queriendo elevarse. Otro hombre trataba de seducir a una reina, a la madre de la Loca, para obtener una enorme cantidad de joyas, después vio ese mismo hombre comandando tres destartaladas naves que surcaban la mar océano. Esa visión había sido estremecedora. No supo si era la locura lo que hacía a esos hombres arriesgar sus vidas sobre el terrible mar de las tinieblas pero ahí había estado también él. Ahora estaba sentado en una habitación muy rara, la sensación de no saber cómo había llegado ahí ya le era familiar; su vida se había llenado de esas sensaciones y visiones después de aquel encuentro con la que creyó era el amor de su vida. En la habitación se veía a un hombre sentado frente a una mesa, en una actitud parecida al acuñamiento de letras. La visión era de lo más rara; el tipo aquel vestía ropajes severos y se iluminaba con una vela para realizar su entretenida labor. Absorto en su trabajo como estaba, parecía no darse cuenta de su llegada. Así que pudo verlo bien y pudo ver su rostro lleno de arrugas y preocupación; vio también su frenesí para escribir, porque las letras fluían saliendo de una cañuela. Sintió un calor semejante a un crisol. Parecía tener luz propia. Era muy impresionante. Pero él ya estaba cansado, atiborrado su cerebro de tantas imágenes. Añoraba los días en que su vida estaba regida por los veinticuatro gigantes. Aunque ahora no sabía si también eso había sido solo una visión más. Se acercó a la mesa, confiado en que no sería percibido, pero el escribano parecía verlo. La mirada fija, deslumbrante, profundamente deslumbrante, se clavó en la suya. Hasta entonces, desde que vagaba, jamás había hecho contacto tan íntimo con nadie. Y entonces no solo vio lo que veía, sino que también lo sintió. No había lenguaje, no había palabras, no había gestos, no había más que ojos en los ojos. Y ahí estaba, en la fuerza de esa comunión, no solo sus historias, sino toda la historia y pudo ver qué era aquello que lo impactaba tanto; entonces el hombre sintió, y no solo vio cada una de sus fibras mezclada desde siempre con las de la humanidad entera, vio la misma terrible historia repetida y potencializada en un número infinito de veces. Entonces las tensas cuerdas de su ser alcanzaron las más altas vibraciones del horror. Fue en ese preciso momento que, en un impulso desesperado para escapar de la locura del terror, del miedo de mil generaciones, prefirió arrancarse lo ojos antes que apagar el televisor. Fue entonces, y no después de Yocasta como todo el mundo cree.
Hombre en el horizonte Nº 4. 60x80. Mixta / cartón 2011.
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Nocturno
R o s s y Pa l á u La noche florece en el asombro de los astros que la espían. Por la calle un perro ladra a la voz indiferente del minuto. El tiempo vuelve, se derrama. El pasado existe en el hoy eterno. Arrastra un árbol el oleaje de las claridades. Cierro los ojos y es incendio desbocado, cielo de hojas ardiendo en la lumbre de los pájaros. De un silencio a otro las palabras hablan sus imágenes, el sueño se congrega para contarse a sí mismo. Hay un patio. Quietud errante, las piedras beben apiladas en los arroyos de yerba. Los muros se encienden, parpadean, cegados por el relámpago de las enredaderas. Lejano sol que se deshace dentro del día mientras el día hila las horas en el agua de una pila. El pensamiento construye verdades y deseos. No hay nadie. Los muertos están muertos. El instante es la lámpara que los revela atravesando los espacios todavía frescos de su misterio. Me despierto. La inmensidad se ahonda en la ventana como un Dios hecho de miradas inexplicables.
La ciudad se alza desde sus laberintos, un gallo canta a deshoras, una puerta se abre y otra se cierra. Correr de pasos anónimos, sílabas que se alejan solitarias como la oscuridad que apenas toca tu cuerpo manso de reflejos. Tierra dormida sobre el alma que respira goces y miedos infinitos. En qué pozo te abismas, qué aventura te arrastra como la tarde en rápidos de luz. La luna se asoma desde un acantilado de estrellas. Eres la playa que se extiende allá debajo. Columna de transparencia, el espejo que a la nada sostiene, en repentinas marejadas te refleja. La mirada va, vuelve, se regresa. El mundo conoce sus historias, se contempla como la flor en su tallo dichoso, como la nube que se abre en lo alto y se deja salir en formas vivas. Pasajeros de las horas, junto a la sombra que te escribe yo te leo y te repito. Diminuto torbellino zumba el aire en un insecto. El cuarto se aparece. Ya clarea.
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Francisco Meza La travesía por la sed
En Partidas una voz alertada va escriturando una travesía de matices diáfanos y, muchas veces, desérticos donde el polvo y la sed sirven para describir ciertos estados del alma. Mientras uno avanza en la lectura, va intuyendo que el viaje del poeta inicia en la sospecha, en el entretejo de la incertidumbre. Al igual que esos vigilantes que se imaginan criaturas en la oscuridad, Francisco Segovia avanza a tientas con sus palabras para delinear la memoria de un territorio salvaje. Quizá, para contar la historia de un pasado que al escribirse se inventa a sí mismo, y donde la voz continúa en su vigilia, estado que se conserva, incluso, en la alternancia de los sentidos: «el ojo duerme/ pero el oído está de guardia». En Partidas existe la sospecha de que algo acosa, de un período latente de peligro o precipitación, dice Francisco Segovia: «Nos miramos en silencio sin saber/ qué nos ha despertado. / Después llega el trueno…/». En este mismo sentido, hay poemas que hacen recuento de los abatimientos de dolor. ¿Cuáles son esos pueblos de adobe donde Segovia dice que la sed anda en la lluvia? No es necesario conocer una coordenada geográfica, sino poder, a través de la percepción de un lenguaje, recrearlos en tanto emoción de un viaje por las palabras del otro; las palabras de los otros serán el canto de la tribu, la voz de un hombre está sostenida por las voces de los demás hombres. Sin embargo, en un poema, el poeta cuestiona: «Qué patria defendemos/ qué patria es esta patria de sonámbulos». Allí el verbo poético nos azota, allí la coordenada de la imaginación se expande por la realidad, señala la realidad de una sociedad que a través de una muy cómoda e impúdica interpretación de esta época siniestra, ejerce el mayor de los ponciopilatismos en las heredades del siglo xxi. En gran parte del recorrido que supone Partidas hay una fenomenología de lo violento, de lo que acecha. En muchos de los poemas, sobre todo los de aliento lacónico, se presiente que existe un mar de fondo, una corriente subterránea que nos hace intuir que algo más está pasando por debajo de la superficie de la escritura. Pero en ese tono breve que motiva gran parte del libro, podemos observar una voluntad de expansión sobre lo que se reflexiona, es como si cada poema fuera una piedra que perturba la tranquilidad del agua estancada. En fin, con pocas palabras se logran plantear ideas panorámicas o
describir grandes espacios: «No son nuestros los recuerdos/ de lo que al cabo habremos hecho/ cuando alguien al fin lo recuerde…/.» En realidad, el libro tiende a un flujo, en cada poema el mundo cantado por Segovia se puebla más de matices, de aforismos que en más de una de sus características nos recuerdan a los dichos y las frases de los abuelos, la oralidad, aunque de manera muy bien manejada y filtrada, se encuentra presente. Es singular la manera en que Francisco Segovia logra incorporar una gran cantidad de referentes filosóficos y literarios en su libro. Es decir, la intertextualidad o la interdiscursividad es una constante. De tal manera, el poeta va tejiendo una compleja red de relaciones con otros discursos. Por ejemplo en el poema 181 donde se habla sobre un campo después de la batalla aparecen fragmentos de Cuco Sánchez y de Tu Fu en precisa armonía con la densidad y sentido del poema. Así, los clásicos: Platón o Lucrecio, las voces
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de la cultura popular, canciones y poemas anglosajones y la mística de oriente, se mezclan formando un amplio mosaico que sirve tanto en lo inmanente del texto así como para darnos una idea del dominio emocional e intelectual de la voz que canta en el libro. «Nunca hablamos solo con nosotros mismos.» Cuando leemos en la contraportada que Partidas es un libro singular, tal vez la apuesta más arriesgada de uno de los poetas mayores de la actual literatura mexicana, estamos leyendo un comentario congruente, una opinión precisa sobre este volumen. No estamos frente a un libro cuya recepción sea fácil, ya que por un lado su entramado obedece a una polifonía virtuosa y, por otro, su plástica tiene en sus entrañas cierta verticalidad, las imágenes aunque son abundantes están depuradas, conservan una mesura, tienden más al trazo certero que al retablo barroco.
Por otro lado, aun ante un mundo de voracidad absoluta, de parvadas de huérfanos, de manos de hierro ocultas tras el guante de seda, de los exilios de la edad y del silencio, hay ciertos apuntalamientos de fe que permiten que la travesía prosiga, incluso sin velas los barcos de Segovia buscan su mar: «Avanzamos sin vela a oscuras/ batiendo los remos/ hasta quedar exhaustos/ en el cuenco de una batea/ sacudida por las olas./ Pero quizá Dios puso los ojos/ sobre la hoja en blanco.» Uno puede percatarse de que dicha fe se encuentra en el oficio del decir y del convocar, convocar las palabras de los otros para decir las propias, o decir para que otros confluyan precisamente en lo dicho por nosotros. Partidas es la bitácora del Gaviero, el diario que se ha escrito desde la trinchera, sus temas son los paraísos destrozados, lo que se sueña, se imagina y se siente en los páramos de la existencia. Ante el derrumbe de las mitologías, Francisco Segovia ciñe su pulso para señalar el hueco que dicho derrumbe ha venido dejando en el hombre. Hacia dónde se zarpa cuando la esperanza ha muerto de hambre: «Nos dispersamos/ lentamente en la intemperie/ como las siete tribus./ Pero sin remembranza de un paraíso ni promesa de una tierra». Vale mencionar que el libro está integrado por cuatro apartados «De guardia», «De tan lejos», «Tierra roja» y «Postdata»; en «Tierra roja» Segovia proyecta la voz hacia los territorios de Marte, en la evocación de un mundo nuevo qué poblar, no el edén prometido sino una tierra hostil que no por ello pierde la belleza del asombro. Resulta importante resaltar, que el mundo de Homero permea este libro. Así, la idea de la travesía, es decir, de aquellos que parten, puede verse representada por dos grandes símbolos, el de Aquiles, quien zarpa rumbo a los derramamientos de la sangre para erigir sus templos en la inmortalidad; y el de Ulises, quien gana su inmortalidad cuando retorna e inicia su gran aventura a la tierra natal donde su amor y su estirpe lo esperan. A su vez, Segovia establece que otra de las formas de partir, es propiamente la indagación sobre uno mismo, sobre las regiones desconocidas de uno mismo. A través de Yorgos Seferis, el poeta dice: «al extranjero y al enemigo/ es en el espejo/ donde hay que buscarlos». Partidas es un libro que puede leerse como un coro de hombres que van en desbandada: guerreros, exploradores, ciudadanos comunes. Una suerte de crónicas sobre la travesía. De hecho, la voz de los poemas está enunciada en la primera persona del plural, es un nosotros el que canta los acontecimientos y accidentes del viaje. Finalmente, en Partidas, todos los territorios del polvo, así como las extensiones de la soledad, la llegada de la sed, la muerte del porvenir, pueden ser combatidos por el amor; por ese lenguaje que solo se silencia para que los cuerpos hablen. La presencia del amor como un cruce donde los combates del hombre y las palabras del hombre puedan poblar un mundo: «El amor no nos pide defender un territorio menos ancho/ que este cosmos donde hurgamos/ por saber si al cabo es reino suyo/ y tiene sede la justicia».
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Amor y erotismo en las casidas del Nombre sin aire de Vicente Quirarte
Dante Salgado De sde T eatro sobre el viento armado (1978) q ue con t ie ne lo s «Epigramas para la de sama da » has ta C iudad de seda (2009) y s u se cción «Una l e ngua llama da tu cin tura », un t e ma persis t e n t e e n la poe sí a de Vic e n t e Q uirart e e s el amor . L a insis t e ncia t ie ne vis o s de me tá f ora obse si va q ue alcanza mome nto s de cl ímax con F ra Filippo Lippi: C ancionero de Lucre zia Buti (1982) y Nombre sin aire(2004).
El joven Quirarte escribe sus primeros poemas de amor rindiendo homenaje a la tradición; hecho que se vuelve, con el paso de los años y de los libros, una marca inconfundible de su poética. Quirarte cumple un periplo emocional que se volverá recurrente en su escritura amorosa y que sigue y reactualiza un esquema clásico que consiste en transitar del deseo a la posesión y, finalmente, a la pérdida. De esta manera, los poemas van dando cuenta de la metamorfosis interior que se produce con cada nueva circunstancia: de la emocionante esperanza a la plenitud que significa un amor correspondido pero que, por razones diversas, termina en el desencuentro que deja a la voz lírica en la más atroz soledad, aunque retóricamente se diga lo contrario. Vicente Quirarte entrega en 2004 casidas del Nombre sin aire en donde utiliza el recurso de la retrospectiva, como en libros anteriores, para ubicarse en el mundo hispano-árabe del siglo xi y para dejar constancia en sus versos de una pasión avasalladora que son un homenaje a la erótica arábigo-andaluza y al gran Ibn Hazm de Córdoba de quien toma el nombre para firmar el último poema de este apartado que titula sin inocencia «Tratado andaluz» en una obvia referencia a El collar de la paloma, obra de juventud del cordobés escrita en Játiva en 1022. Si los epigramas de Teatro sobre el viento armado son lúdicos e irónicos, y los sonetos de Fra Filippo Lippi serios y deseosos, las casidas son profundamente sensuales, como si el poeta no supiera de la mujer y tuviera que ir aprendiendo a base de intuición y sospecha. ¿Quién canta en la voz de esa muchacha? Sus palabras reconstruyen la caligrafía de Dios, […] Es la voz que en el diván espera el espejo solar del otro cuerpo que acelera el instante y engatusa a la muerte. («Casida para una sola nota», p. 70.)
Hombre en el horizonte Nº 9. (Fragmento.) 60x80. Mixta / cartón, 2011.
27 La voz lírica festeja a la amada en cada ínfimo detalle cotidiano que se vuelve imprescindible y trascendente para el que mira enamorado: «El espejo de hoy se llama lunes y todo, al reflejarte, te celebra». Las primeras casidas son de un desbordado arrobo y en cada trazo se va tejiendo con delicadeza un erotismo al que le basta un fragmento del cuerpo para encender el canto: Tus pies como dos lámparas de aceite iluminan la pieza donde amas. […] Tus pies como dos lámparas de aceite hacen bajo la mesa otro banquete. […] Tus pies como dos lámparas de aceite arden toda la noche y se despiertan para pulir caminos, para fundar ciudades. («Casida con lámparas de aceite», p. 74.)
El poeta utiliza el recurso del acercamiento, que tiene mucho de cinematográfico, para provocar que un detalle se cargue de sugerencias, para que lo aparentemente insignificante detone el sentido profundo: «Que siempre existan tus tacones altos. Que te alejen del suelo y sean la última prenda que te quites. Que no te los quites para que tu desnudez parezca de este mundo»; en otra casida, se destaca sólo el pezón izquierdo que funciona como puente físico y metafórico hacia el corazón que al retumbar enardecido provoca que el pezón se tense y obedezca, como escribe el poeta, «al mandato sonoro de su sangre». El tono poético no deja ninguna duda de la plenitud de un amor que, como pedía Breton, se funde en la hoguera de su propia gloria. Y menciono al francés porque aunque Quirarte ha trabajado con esmero para que en sus versos prevalezca un halo árabe, sensual y misterioso, también subyace una sutil conexión con la idea de amor surrealista: El cielo tiene alas por la gran nave madre que trae, mi espejismo carnal, mi joya de agua. Una bala de plata, a ochocientos kilómetros por hora, diez mil metros encima de mis ojos, atraviesa el Océano en busca de mi pecho. («Casida con mujer a diez mil metros de altura», p. 73.)
La estrategia discursiva descansa en la idea de que poesía y amor son sinónimos ardientes y en el todo o nada, es decir, en la entrega total porque el amor no sólo es subversivo sino también intransigente: se ama o no se ama. Y esta postura surrealista y, por lo tanto, radical tie-
ne, curiosamente, una deuda con Ibn Hazm de Córdoba que, novecientos años antes escribió: «No hay sitio en el corazón para dos amados, ni lo que sigue a lo primero es siempre segundo / […]/ La religión no es más que una, la recta, / y el que tiene dos religiones es infiel». Pero de pronto, casi al vuelo, en medio de la dicha más intensa se filtra una breve línea como un aviso funesto, «Que enfermedad tan rápida esta fiebre», que concentra una idea que Ibn Hazm sostiene en El collar de la paloma: el amor es una enfermedad: Cuando el pensamiento está obseso, el humor melancólico se adueña del sujeto, sale del negocio de los límites del amor para caer en los del desvarío y de la locura. Y si se descuida al principio el tratamiento que ha de ayudar al paciente, hácese la dolencia tan recia que ya no queda otro remedio que la unión.1
San Juan de la Cruz volverá a repetir esta idea en su «Cántico»: «Descubre tu presencia,/ y mátenme tu vista y hermosura;/ mira que la dolencia/ de amor, que no se cura/ sino con la presencia y la figura». Y si la presencia y la figura se corresponden mutuamente entonces es pura dicha y felicidad, pero si la unión termina lo que sigue es un dolor indecible, apenas entrevisto por la poesía. De las veintiún casidas que componen el apartado, a partir de la número quince se va fraguando un final, que no por previsible es menos intenso. El desencuentro, como otros muchos detalles, está apenas sugerido por una ausencia que se refleja en un jabón olvidado, en una borrachera solitaria, en una llamada de larga distancia; la desgarradura interior es, por decir lo menos, elegante y, por ello, no hay culpas ni reclamos, como si la voz lírica temiera herir, incluso en medio de su debacle, a quien le hizo sentir por un segundo la vivacidad de la vida. La «Casida del que arde solo», con la que cierra este conjunto de poemas, confirma esta actitud de aceptación mas no de olvido y me atrevo a sugerir que los últimos versos del «Tratado andaluz» son un pacto de conciliación: He visto este cielo en otra parte. El camino que lleva a sus azules tiene distintas formas. Pero no hay otro camino que el camino. Casas blancas, almenas, plazas donde el verbo del hombre y el de Dios funden, confunden sus esencias.
1 Ibn Hazm de Córdoba, El collar de la paloma, versión de Emilio García Gómez, Alianza Editorial, Salamanca, 1998, p. 256.
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Estamos haciendo un carnaval
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J u an J o s é R o d r í g u e z Ahora se abre un mundo ante nosotros. Entramos a los astilleros del carnaval. Color local; luces parpadeantes al paso de las nubes. Sidi Vivace toma un pincel y en un rincón de la Aduana Marítima retoca un rincón del trono de Neptuno, riéndose por dentro al imitar una línea que, treinta años atrás, en las salas etruscas del Vaticano —menos jadeos, igual cantidad de canas, más vida por delante—, las cerámicas le enseñaron a repetir voces ocre, jaspeadas de cinabrio, regusto a verdín del bronce que dejó caer su huella en forma de metálicos líquenes… Habrá que darle un giro novedoso a ese paraván donde la real majestad tomará su sitial, pronto, muy pronto, en la gran noche de la fiesta. Yo, pintor nítido de este pueblo. Pintor de miniaturas, pintor de barcos minúsculos dentro de una botella; pintor de costillares de acero con minio para evitar el óxido salitre; trepado en zancos, andamiajes con agua del mar a la rodilla, arnés y cuerdas para evitar una caída tan veloz como de un ancla vieja; pintor de grecas minoicas, ahora preparo el escenario del Rey de la Alegría. Aquí estamos todos haciendo un carnaval, una catedral en movimiento donde los ángeles son arlequines y las gárgolas son las gárgolas. ¿Para donde va el pincel? Sube, baja, da una vuelta en un ojo de madera y ahora ya el entramado cobra consistencia, araña espectral, artesonado venido de bruces que él retoca bajo el sol de mediodía en una esquina fresca, alto laurel de la India, barbudas ramas que parecen cabellos de sirenas muertas. Oh, mediodía, buena hora para tomarse una cerveza bien helada. Así recuenta Sidi Vivace cómo llegó a Mazatlán y de ahí lo mandaron a Roma, luego a Siena y al fin, para siempre, a morirse como pobre diablo, de vuelta a ese Mazatlán de pacotilla, ciudad hedionda, casi tan hedionda como Venecia, misma cantidad de mosquitos, mismo rincón de la mentira, la máscara y el contrabando. El carnaval, la piratería y la fiesta son asunto veneciano. ¿Qué se creen estos miserables para hacer una Republicca Serena en esa miasma, esa marismas, esa marimonda donde él no pudo ser el gran pintor, no pudo zarpar para serlo y ahora morirá ahí, en los altos de la calle Ancla, acabado monstruo, acabada stampa perdida. No seré el Canaletto. Estamos haciendo un carnaval. Esta mañana volvió a repetirlo el idiota del contador, el contador, ¿por qué en este pueblo la gente le da tanta importancia y poder a un contador, un tipo cuya única función es sumar números y manejar dinero ajeno sin verlo nunca? ¿Cuál es el secreto para que él, vestido con su camisa albeante de un almidón que nunca conocerá el sudor, nos diga que debemos decir, siempre, siempre, a todo aquel que nos pregunte, la misma respuesta: estamos haciendo un car-
naval. Vaya. Oye, tú Negro, ¿qué haces? Estoy haciendo un carnaval. Vaya, yo pensé que estabas clavando esas tablas. ¿Entonces por qué me preguntas, si puedes ver que eso estoy haciendo, a ver dime? Muy sencillo: por que lo estás haciendo al revés, esas tablas van al otro lado del carro alegórico, son parte de la proa de Neptuno, ya están pintadas de azul por el lado contrario, te equivocaste al agarrarlas, le estás dando en la madre al trabajo de los pintores. ¿Y para decirme eso me hiciste la pregunta? Claro, es una forma de ser educado: preguntarle a la gente qué hace antes de revelarles que lo están haciendo mal. ¿Qué tal si tienen un motivo especial para obrar así o el patrón les dio la orden? Hasta con un negro ignorante como tú, un capataz debe saber ser amable, si no, la nave no sale al océano. Ah, qué la guayaba con usted, ahora me salió educado. No es que sea educado: tampoco es bueno darle la contra a quien tenga un martillo en la mano, ¿cómo la ves? Con este sol la gente enloquece... Señora, ¿qué está haciendo? Un carnaval, contesta Petra Mojaima muerta de la risa mientras recorta cartones de galletas para armar un turíbulo en la cima de la alegoría rodante, ayudada por dos de sus nietos que se llevó ese día, porque a la hija menor le salió un trabajo en una casa rica de criada... Ah, cómo se cree Petrita desde que trabaja ayudando a los cartoneros del carnaval. Mejor se hubiera quedado en el negocio de las empanadas de camarón y los tacos de tripa de vaca vieja. Al rato va a querer que sus nietos lleguen a pajes o reyecitos del carnaval. No lo dude, comadre. Si algo nos ha enseñado el carnaval, es que aquí la vida no deja de dar vueltas. Sidi lo sabe: en Venecia, aparte de la piratería o la prostitución refinada, el carnaval era la más rápida forma de movilidad social. En una sociedad que no se mueve no existe el individualismo. El carnaval es la fiesta coral donde alguien sobresale por desafinar o entornar un aria di bravura para luego volver a ser, aparentemente, la misma persona en el resto del año. ¿Seguro? ¿Cuántas mujeres han perdido su virginidad contra las puertas de doble hoja y batiente alto, sin quitarse el disfraz de colombina, que circundan la Plaza Machado? ¿Cuántos niños mazatlecos nacen en noviembre? ¿Cuántos jovencitos se meten con su primer joto a la hora del aquelarre lanzado en clave de son? Clave de sol. Algún día dejaré de pintar carnavales y me iré a trabajar en el cine, como lo hizo Pedro Gallo. ¿Tendrá gracia pintar escenarios para películas que solo se verán en blanco y negro? Al menos aquí en Mazatlán mi vida tiene color. Y qué calor. A fumar me iré un ratito. * Fragmento de novela.
la tinta del calamar
Con Gloria en la glorieta J u an Esm e ri o
No entiendo cómo es que a alguien le provocan miedo las alturas. Yo viví de niño en la ladera este del cerro de la Nevería y crecí en una franja costera donde estos menudean. Puedo decir que he subido todos los de mi ciudad (los que estan sin urbanizar, se entiende, incluidas dos de las islas de enfrente), salvo el de la Loma Atravesada, que es la fortaleza militar de la zona. Ayer por la tarde noche subí un picacho con una amiga. Muy disfrutable el ascenso: el viento nos daba en la espalda, oíamos retumbar las olas allá abajo y reíamos como la brisa al dejar atrás cada escalón. Nuestros pasos eran firmes sin ser elásticos. La glorieta es una escalera a la que le hacen falta pasamanos. Pero a nosotros qué nos importaba si hacíamos equilibrio al ir tomados de la mano. Si mi palma y la de Gloria sudaban era por otra emoción. Ya arriba pudimos ver al clavadista en la glorieta de enseguida; para iluminarse en la noche encendió una antorcha que mantuvo en alto. El chico parecía el boceto de un coloso, listo para irse a pique. —¿Se avienta con la antorcha encendida? —me preguntó Gloria. Yo no lo sabía pero le dije que sí. —No creo que le sirva para iluminarse en el camino. —Yo tampoco. Pero es un acto de fe. La glorieta —herencia de los comerciantes alemanes decimonónicos— está frente a la falda tasajeada del cerro de la Nevería. Desde ahí, hasta donde lo permite la bahía, se tiene una vista del malecón de punta a punta, con los edificios hoteleros que fosforecen del lado izquierdo y, a la derecha, la proximidad siempre cálida de Olas Altas, que hormiguea de gente los domingos. Estuvimos recargados en el barandal media hora. Ver la ciudad desde el frente era novedad para mí, acostumbrado como estaba a mirar el horizonte, al que ahora daba la espalda. Nosotros no estábamos ni en el malecón ni en el mar. Estábamos suspendidos de nuestras ilusiones. Apenas sobre un colmillo. Un gajo de roca. Yo en realidad a quien debía disfrutar era a esa muchacha más alta que yo, de piel blanca, ojos verdes y piernas de buen tranco que hasta hace un mes había vivido en un valle agrícola y que ahora estaba de visita en el puerto en casa de una amiga. Pero era tímido. Otras parejas convertían la glorieta en un lugar íntimo. Ah: besarse ahí era mandar una postal al futuro. Nosotros solo conversamos. Poco después de que el chico se arrojó, decidimos bajar. Ay. Mientras estuvimos en el pequeño torreón me sentía como en la canasta de una grúa. Pero todo fue diferente cuando nos encaminamos hacia el descanso. La perspectiva hizo que los veinte peldaños se desdibujaran y en su lugar apareciera una rampa que de solo verla daba miedo. El vacío que nos rodeaba se convirtió en abismo. De pronto me sentí como en esas escaleras sinuosas que salen en
las películas donde a cada paso que da el héroe hacia arriba un peldaño se desmorona. Esto se llama vértigo. —Vamos —le dije a Gloria sin moverme. Ella tampoco se movía. El truco de tomarse de las manos ya no funcionaba. Ahora cada quien pescaba para sí. Pasaron quince minutos. Se nos complicaba acomodar un solo pie en los escalones. Tanteábamos con la punta del tenis derecho sin avanzar un paso. Nos reímos nerviosos. La gravedad pesaba más al mirar hacia abajo. El nacimiento de la escalera estaba más lejano que los labios de Gloria. Ahora sí me sudaban las manos, ¿o era lo húmedo del piso? —¿Qué hacemos? ¿Gritamos para que nos ayuden? —me preguntó una Gloria despeinada mirando hacia la gente. Un viento ligero de pronto amenazaba con desequilibrarnos. —¿Qué te parece si nos quedamos a dormir aquí? —No seas simple. —Ojalá lo fuera: soy complejo. —No te rías. No estoy para bromas. —Perdóname. No sabía que los alemanes tuvieran sentido del humor —le dije sin saber que fue un italiano el donador de esa rampa de circo. Ah qué señor Cannobio, vaya su manera de celebrar los cien años de la Independencia de México. Su regalo es divertido. La sal que había en la brisa me resecó la garganta. Gloria también estaba asustada. —Sentémonos —dijo. En ese momento comprendí por qué los niños que empiezan a caminar se sientan cuando están en peligro: las nalgas son un imán poderoso —ni lo digas. —Bajémonos a rastras —le propuse a Gloria y comencé a reptar. Tomaba el filo de cada escalón, me impulsaba y hacía un gancho con los tobillos en el escalón siguiente. Gloria hizo lo mismo. Sus piernas largas le ayudaban más que a mí las mías cortas. El camino seguía estrecho. No volteábamos a vernos: solo teníamos ojos para mirar hacia adelante. Avanzamos. —Te llevaré a otro Mazatlán, me dijiste. Y mira a los lugares que me traes. Gloria se reencontró con su sonrisa al incorporarse y dar el primer paso en firme. —Es el Mazatlán que queda en la memoria. Me reí yo también. Apenas se me había sosegado el pecho y todavía me secaba el sudor de las manos en las perneras del pantalón. —¿Cuánto crees que haya ganado? —señalé hacia el clavadista, que luego de salir se apostó en la entrada para acercar su cachucha a los paseantes. —Más que nosotros. Llévame a mi casa. Allá no hay escaleras. —Tampoco amigos ocurrentes —concluí, y nos echamos a andar por el paseo Claussen.
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La provocativa noche habanera de Guillermo Cabrera Infante Dani e l S e p ú lv e da Desde su exilio en la atmósfera fría y brumosa de Londres , el novelista no dejar á de recordar jamá s a su querida Habana , que significa para él varios
como para prender todas las luces de alarma, pues es real la posibilidad de ser víctima de un crimen pasional. Otro elemento de la novelística de Cabrera Infante es su gusto por el bolero, aludiendo constantemente a autores y canciones de este género musical, tanto de México como de Cuba; en Tres tristes tigres hay un apartado que se titula «Ella cantaba boleros», especie de hilo conductor de la novela y que posteriormente por sugerencia de Mario Vargas Llosa y Javier Marías publicó, junto con el epílogo de La Habana para un Infante difunto; el personaje principal es Estrella Rodríguez, una negra enorme que canta angelicalmente boleros y además baila con una sensualidad monstruosa, como una Moby Dick negra en celo, moviendo esas sus caderas amplísimas y todo ese voluminoso cuerpo cargado de grasa y gracia;
mundos que al final se resumen en uno y en un sen t imien to: la felicidad. Felicidad que solo evocando incansablemente puede obtener como si consumiera una potente droga, recreando esos años en la isla cuando trabajó en la revista cinematográfica Carteles; sus paseos por El Vedado, el malecón, La Habana Vieja y sobre todo los recorridos nocturnos por los bares poblados de chicas increíblemente sensuales. Las más cautivadoras quizá las del Tropicana: «Showtime! Señoras y señores. Ladies and gentlemen. Muy buenas noches, damas y caballeros, tengan todos ustedes. Good-evening, ladies and gentlemen. Tropicana, el cabaret MÁS fabuloso del mundo… Tropicana, the most fabulous nigh-club in the world, presents». Incipit de Tres tristes tigres. El cabaret, territorio erótico donde se dan cita bailarinas de cuerpos lujuriantes en una piel que se matiza en tonos sepia, tabaco, miel, azúcar, canela, café con leche, muslos largos, redondos y elásticos, senos libres que se bambolean al compás de la rumba. Entre ellas descolla una jovencita provinciana llamada Gloria Pérez que llega a la capital isleña y encuentra que el único destino fulgurante es colocarse un día en el Tropicana, y para ello se convierte en la cantante Cuba Venegas, pues con un nombre tan común como el que tenía era imposible triunfar en un sitio de tanto caché noctámbulo. Pero para asumir este alegre y a la vez sufrido destino debió conocer antes al personaje narrador que se convertirá en su protector y amante. Amoríos no carentes de vicisitudes, ya que como todos los personajes femeninos cabrerainfantianos, esta chica también tiene un pasado misterioso, un mundo propio que para adentrarse en él deben afrontarse escollos peligrosos, en su caso un supuesto tío que en realidad parece ser alguien muy íntimamente cercano a ella, con todo el tufillo de un querido, y que es
Yo conocí a la Estrella cuando se llamaba Estrella Rodríguez y no era famosa y nadie pensaba que se iba a morir y ninguno de las que la conocían la iba a llorar si se moría. Yo soy fotógrafo y mi trabajo por esa época era la de tiraplanchas de los cantantes y la gente de la farándula y la vida nocturna, y yo andaba siempre por los cabarets y niteclubs y eso, haciendo fotografías.
Una noche la oye cantar algo de Agustín Lara, «Noche de ronda», con tan auténtico sentimiento que de hecho reinventa la canción. Luego interpretaría «Nosotros», también reinventando al bolerista Pedrito Junco, «convirtiendo su canción plañidera en una verdadera canción, en una canción vigorosa, llena de nostalgia poderosa y verdadera». El cine es infaltable en este narrador cubano tan ligado al llamado séptimo arte dado su trabajo de crítico en la citada revista Carteles. No faltan los personajes púberes y juveniles que se meten a un cine a dejar volar el deseo en la atmósfera oscura de la sala, con las luces intermitentes que les permiten ver por instantes la ansiedad del acompañante y si los demás siguen o no en las butacas vecinas o en qué posturas y actos, sin importar que estén dando una aburrida película de Jorge Negrete y Gardel; «Mi hermano y yo habíamos descubierto un método para ir al cine que debimos patentar. Ya no podíamos hacer lo que hacíamos cuando nos colábamos en el Esmeralda, porque éramos grandes para eso». Lo que hacían era organizar una falsa pelea, cuando esto se acabó probaron haciendo mandados a la más famosa prostituta del barrio, Lesbia Dumois, una putita de quince años, o a un crupié trasnochador y a la venerable dadivosa doña Lala. Ahora lo que se imponía era el gran filón de los libros, vendiendo en librerías de viejo el patrimonio literario familiar, trasmutando el plomo libresco en oro
todavía recuerdo sus zapatos de tacón mediano que parecía que llevaba por primera vez. Pero su sonrisa, de este lado del mar, era como una espuma rompiente de sus dientes, más allá de sus labios gordos. Esta visión primera fue realmente subyugante.
«Ella estaba ahí a la sombra, pero el pelo, el cutis y sus ojos brillaban como si les cayera un rayo de sol para ella sola.» Un encuentro diurno en las inmediaciones del malecón de La Habana, que empezará una historia que se volverá intensa en los vericuetos alucinantes de los bares y hotelitos nocturnos, en los largos paseos por la playa hasta la casita donde Estela vive con una arpía que no es su madre, sino su madrastra, y de la que advierte al enamorado que es una mujer terriblemente mala. De nueva cuenta las relaciones amorosas de los personajes cabrerainfantianos amenazados por fuerzas oscuras, de la que felizmente salen bien librados. En este caso, por suerte, la maligna madre postiza se encuentra siempre fuera de la casa, quizá solo sea una invención de la presunta hijastra, ardid con el que se da un halo de mujer interesante. Pero qué tal si es verdad que esa malévola existe y les cae una noche mientras fajan impúdicamente en la sala, mirados por la luna, un personaje que recorre todos los cielos de la novela. La luna es un afrodisiaco ambulante, cité al verla sobre las irreales torres del hotel convertidas por el pálido fuego de su luz, en las torres del Ilium. «O lente, lente currite noctis equi», casi declamé. —¿Qué cosa? —¿Qué qué? —¿Qué dijiste? —Lentos, lentos, corran oh caballos de la noche.
Como en Tres tristes tigres, y en general en toda su narrativa, Cabrera Infante en La ninfa inconstante hace acopio del lenguaje propio de la isla —cubanismos y los llamados habanerismos, ¡qué cosa más grande caballero!— sin faltar los anglicismos y latinismos, además del humor y el sarcasmo erudito, que vienen a dotar de un encanto muy especial a esta especie de dios Priapo caribeño, un dios toro capaz de saciar las ansias de la más plena y ardiente mujer; y del lector más experimentado.
Arrogancia
cinematográfico. Todo esto también en los Tres tristes tigres, en este capítulo en que cuenta también el emocionado viaje de los adolescentes para llegar a la sala del cine, pero antes al oscurecer atravesando parques para ver en el Centro Gallego las fotos de bailarinas españolas y con suerte la de alguna rumbera en braguitas. Suele en el trayecto ocurrir un crimen, que no impedirá que vean la película que querían ver, pero que a la distancia de los años el personaje no puede recordar el título. En La ninfa inconstante, una de sus últimas novelas, el personaje femenino principal es Stella Morris, en realidad Estela, una joven rubita, pequeña, que el personaje narrador encuentra en el barrio La Rampa buscando un empleo como recepcionista en un canal de televisión,
M A R Í A G A R C Í A VE L A S C O
31 Cuando el mar no sea más que memoria, y su color azul consecuencia del aguardiente. Cuando tocar ferro se transforme en extrañeza, tal como mis labios esbocen nuevos fonemas, grafías definiendo al amor, cruelmente incertidumbre. Cuando no exista más que nada —será mi ganancia. Tu nombre quedará oculto bajo otra osamenta, vestido, arropado, por viejas costumbres —movimientos armónicos, sin tregua ni consuelo. Sé que tú desdeñas el aguardiente, a la vida misma —alegoría crepitante. Pero lo beberás, para darte valor y pronunciar mi nombre, sin ninguna culpa de por medio. Para confirmar que estás aquí, allá o en cualquier parte. Como dios que desprecia a su obra maestra. Para confirmar que el amor es artimaña de poetas. Y yo que soy poeta, creí ver la luz, el verso perfecto. Sin embargo, tan sólo lo creí. Y es que la creencia es arma de dos filos: consuela y [atormenta. No es tiempo de lluvias, vil invierno en esta primaveral [urbe, pero la electricidad me cuece, como la propia certidumbre, como los infinitivos: ser y estar, hacer y deshacer: tu [nombre en la arena. Arena, durante milenios, en el mismo sitio. Antes que nosotros, después: por siempre. Por siempre, quedarán las palabras, estos mismos versos. Por siempre: El vuelo de algún ave, cualquiera que esta sea, dispersará tu vista, detendrá tu paso, entonces dispensa la arrogancia, pensarás en mí y llorarás. (Cuando el mar no sea más que memoria. Y su color azul, ¡ah, el azul!)
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MEMORIA DE CUERPOS A t rav é s de la his toria la r e lación e n t r e la li t e rat ura y la danza ha si d o u na r e lación a v e c e s de s u misión de la danza , e n o t ras o casione s de r e spe t uo sa c om plicida d y, e n alg u nas o t ras , de a pasiona d o amor , e n d onde amb o s e namo ra d o s s e han e n t r e ga d o u n o al o t ro. En el devenir de esta relación muchos coreógrafos han creado danzas a partir de obras literarias, pero también tenemos que grandes filósofos, pensadores y poetas han reflexionado y le han cantado a la danza. Como muestra veamos algunos casos en la historia: ni carne ni descarnado; ni desde ni hacia; en el punto inmóvil, ahí está la danza. Pero no cese ni movimiento. Y no lo llaméis permanencia. El sitio donde pasado y futuro se unen. Ni movimiento desde ni hacia. Ni ascenso ni caída. Salvo por el punto, el punto inmóvil. No habría danza, solo hay danza. Solo puedo decir, ahí hemos estado: mas no puedo decir dónde… Y no puedo decir qué tanto, pues eso es fijarlo en el tiempo.
Thomas Stearns Eliot. Premio Nobel de Literatura, poeta, dramaturgo y crítico literario anglo-estadounidense. El poeta y ensayista francés Paul Valéry, en su ensayo en forma de diálogo El alma y la danza pone en los labios de Sócrates estas palabras sobre la danza: En su tentativa suprema… Gira, y cuanto es visible de su alma se desprende… Vedlo… va girando… Un cuerpo tiene, por su simple fuerza y su acto, poder bastante para alterar más profundamente la naturaleza de las cosas de lo que jamás el espíritu en especulaciones o metido en sueños consiguiera.
Para hablar de cómo algunos coreógrafos han creado a partir de obras literarias, primero tenemos que trasladarnos a la Francia del siglo xvii cuando la danza académica o ballet se generó bajo la protección y las indicacionesdel rey Luis XIV, quien crea la Academia Real de Danza en 1661, y llama a su corte al gran coreógrafo Pierre Beauchamp, al dramaturgo y comediante Juan Bautista Poquelin también llamado Molière, y al músico Giovanni Battista Lulli (Jean Baptiste Lully), ellos fusionan y organizan de manera equilibrada el desarrollo escénico de la comedia con el ballet, creando el género teatral llamado ballet-comedie, fórmula que tiene como ejemplo la obra El burgués gentilhombre, considerada como la obra maestra de este género. En estos tiempos el coreógrafo se sometía a los dictados del libretista y del músico, y estos a los designios o sugerencias del rey o de quien pagara la obra. En el siglo xviii privan los ballets inspirados en la mitología griega y en leyendas asiáticas que para los coreógrafos europeos resultaban muy exóticas. En el xix las coreografías más exitosas se inspiraron en cuentos infantiles como Coppelia, La bella durmiente, Cenicienta, El cascanueces, y por supuesto se encarnó el romanticismo
Danza y literatura: una relación apasionada
Héctor C háv ez F i e rr o de la época en varios ballets entre las que destaca Giselle, historia ideada por el escritor y poeta francés Teófilo Gautier, que cuenta cómo una joven al verse engañada por su amado enloquece y se suicida, y después convertida en una willi (fantasma) salva de la muerte a su amado quien había sido condenado a danzar al extremo hasta morir, por la reina de las willis. Las willis eran blancos fantasmas de muchachas muertas danzando la víspera de su boda, y que vagaban por los bosques al claro de luna. Con la llegada del siglo xx la relación entre la literatura y la danza es de franca complicidad, y se inicia una nueva actitud ante la creación coreográfica basada en una obra literaria. En mayo de 1912, el bailarín y coreógrafo Vaslav Nijinski estrenó su excepcional coreografía La siesta de un fauno tomando como fuente literaria el célebre poema de Stéphane Mallarmé (Aquellas ninfas/ las quiero recordar). Con este inaugura otra manera de enfrentar un tema coreográfico, se aparta de manera evidente de la relación romántica bailarín-bailarina y rompe con los cánones del ballet. Al aludir a una sexualidad primordial inusual en su época, marca un punto y aparte en la historia de la danza. Por su parte, José Limón creó obras maestras a partir de obras literarias, nos ocuparemos de La pavana del moro y El emperador Jones. La pavana del moro fue estrenada en 1949 con música
MEMORIA DE CUERPOS
de Henry Purcell con arreglos de Simón Sadoff. Basada en «Otelo» de Shakespeare. A pesar del subtítulo de la obra coreográfica (Variaciones sobre el tema de Otelo), Limón señaló en 1959 que su intención había sido basar su danza en la vieja leyenda italiana Hecatommithi de Giambattista GiradiCinthio (1565), y no realizar una simple narración de Otelo. Limón reduce la trama de Otelo a cuatro personajes: el Moro (Otelo), el amigo del Moro (Yago), la esposa del Moro (Desdémona) y la esposa de su amigo (Emilia). Y a una sencilla narración: después de sugerir al Moro que Desdémona le es infiel, Yago logra que Emilia le entregue el pañuelo que el Moro obsequió a su esposa. Con él convence al Moro del engaño y este la asesina. En la obra se mezclan diversas danzas de corte de la época en que se sitúa la obra. Es como un gran minuetto de amor, traición, celos, muerte y castigo; es una espiral de pasiones que al final no permite vías de salida. El sentido de la obra es la destrucción de la vida y de la felicidad por parte de lo irracional y de los celos. La pavana del moro es considerada unánimemente como una auténtica obra maestra de la danza moderna. En su caso, El emperador Jones está basada en la obra de teatro del mismo nombre del dramaturgo Eugene O’Neill, quien fuera ganador del Premio Nobel y de cuatro premios Pulitzer. En la obra de teatro de Eugene O’Neill, Jones, un fugitivo de trabajos forzados, se proclama a sí mismo emperador de un dominio de la isla. Él se convierte en un tirano, y sus malos tratos a los súbditos provocan que estos se rebelen y lo persigan hasta llevarlo a un final vergonzoso. Limón con sus propias palabras explica la recreación de la obra: Esta versión bailada se desarrolla sobre el tema central, la del supersticioso terror del emperador atormentado. En el estilo de una fantasía libre, la danza crea, la danza no hace ningún intento de adherirse a la secuencia de la obra, sino más bien trata de darle otra dimensión. Hay una serie de episodios que se refieren a las visiones y las alucinaciones de Jones de su vida anterior. Hay una pandilla de prisioneros, un barco de esclavos, el primer asesinato de Jones, un ritual atávico africano, y su desesperado engaño de que solo su propia bala de plata puede matarlo. La reducción de un tirano fanfarrón a una figura servil lamentable es uno de los más penetrantes y terroríficos retratos humanos del gran dramaturgo estadounidense.
El emperador Jones se reestrenó en el pasado xxv Festival Internacional de Danza José Limón, después de 55 años de su premiere en Nueva York. En los últimos tiempos en Sinaloa, precisamente en el 2005, tres coreógrafos invitados al fidjl crearon un espectáculo que llamaron Animal de silencios, homónimo del libro de poemas de Jaime Labastida; y efectivamente sus tres obras tuvieron el impulso creativo de tres poemas de Labastida; así el culichi Álvaro Valdez partió del poema En la ciudad florece un ángel y la mazatleca Neisma Ávila creó un cuarteto femenino a partir de Luz detenida; por su lado, el coreógrafo alemán DominickBorucki rea-
lizó una obra airada y contundente a partir del poema Despierto animal. Los poemas de Gilberto Owen también han sido impulso para que Víctor Ruiz, de la compañía Delfos, creara en 2002 Náufrago, dueto de bailarines varones basado en el poema Sindbad el varado (Bitácora de febrero) precisamente en su primera parte: «Día primero, El naufragio» y tercera parte «Día tres, Al espejo», este dueto es parte del repertorio de la compañía Delfos. Por mi parte, en 1990 creé la obra Oweniana a partir de Sindbad el varado. Esta obra la hice cuando descubrí la relación de Owen y Clementina Otero, a quien conocí cuando yo era estudiante de danza. En la coreografía ubiqué a Owen en una silla de ruedas en un hospital de Filadelfia, y a un niño Owen rodeado de varias islas-sirenas y de varias clementinas oteros, y en medio de este universo de elementos creado por él mismo, y que lo acompañan en sus últimos momentos. En 2011, Talya Sato, coreógrafa originaria de Culiacán, estrenó Subterráneo al hablar en el xxv Festival Internacional de Danza José Limón, obra creada a partir de la vida y obra de la artista sinaloense Inés Arredondo. Para cerrar, agrego algunas reflexiones sobre la danza de la filósofa estadounidense Susan Langer: ¿Qué es pues, la danza? La danza es una apariencia; o si ustedes prefieren, una aparición. Surge de lo que hacen los bailarines, pero es, sin embargo, otra cosa. Al contemplar una danza, no se ve lo que está físicamente ante uno, esto es, las personas que corretean o contorsionan sus cuerpos. Lo que se ve es un despliegue de fuerzas en interacción, en virtud del cual la danza puede ser elevada, impulsada, atraída, cerrada o atenuada, ya sea un solo o un coral, girando como el final de una danza derviche o bien, lenta, centrada y única en su movimiento. Un solo cuerpo humano puede presentar a nuestros ojos toda la acción de poderes misteriosos… La danza crea un mundo de poderes que hace visible el íntegro lienzo del gesto. Esto es lo que hace que la danza sea un arte diferente de todos los otros.
¡¡¡Viva la danza!!!
Hombre en el horizonte Nº 3. 60x80. Mixta / cartón, 2011.
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CuadernA Vía
La lección de Sade V í c t o r L u na Uno de los géneros más difíciles de escribir para un poeta es el erótico. Desde el siglo xix los poetas percibieron el agotamiento del lenguaje erótico en la poesía e intentaron renovarlo poniendo en ello todo su talento; genios como Baudelaire intentaron —lográndolo, desde luego— renovar el lenguaje erótico en la poesía y rescatar al amor como uno de los grandes temas. Baudelaire es el primer poeta moderno porque se da cuenta de que el gran tema de la poesía en occidente necesitaba de un nuevo lenguaje con mayor efectividad expresiva que el utilizado por los románticos; incorpora el lado enfermo del amor a la tradición poética occidental tan castigada por la moral cristiana a pesar de haber contado con poetas de la talla y la lengua ceráunea de Aretino, cito: Fottiamci, anima mia, fottiamci presto,/ poi che tutti per fotter nati siamo;/ e se tu il cazzo adori, io la potta amo:/ e saria il mondo un cazzo senza questo./ E se post mortem fotter fuss’onesto,/ direi: —Tanto fottiam, che ci moriamo per/ fotter poi de là Eva et Adamo,/ che trovaro il morir sí disonesto./ — Veramente gli è ver, che s’i furfanti/ non mangiavan quel pomo traditore,/ io so che si sfoiavano gli amanti./ Ma lasciamo ir le ciancie, e in sino/ al core ficcami il cazzo, e fà ch’ivi/ si schianti l’anima che’n su ‘l cazzo/ or nasce or more. E s’è possibil, fore non mi tener la potta i coglioni, d’ogni piacer fottuto testimoni.
Además y en nuestra lengua a Quevedo, entre otros. Si bien los poemas de Aretino y Quevedo son casi pornográficos, se inscriben en una erótica cuyo único fin era satirizar e injuriar, y no maximizan las posibilidades expresivas de un lenguaje degradado a la taberna y al prostíbulo, reconocen tácitamente que la poesía es el arte del bien y buen decir, y que en el terreno del amor no se puede aceptar el reverso de la lengua para hacer poesía. Este lado oscuro del lenguaje tan caro a los griegos, y posteriormente a los grandes poetas latinos, fue desperdiciado por occidente debido antes que nada a la preponderancia del trovar clus por sobre el trovar leu. Esta lírica erótica es el origen de la idealización de la mujer en occidente y su hegemonía aún dura entre los poetas del siglo xxi; pocos poetas encuentran la forma de referirse al cuerpo como fuente de placer con un lenguaje fuerte, vivo, sensual, convirtiendo el aspecto vulgar del tema en poesía; allí reside, creo, la tarea del poeta en nuestro tiempo, ese «reinventemos el amor» al que nos invita Rimbaud a finales del siglo xix, solo podía iniciarse reinventando el lenguaje del amor y Rimbaud lo sabía, no en vano era un atento lector de Baudelaire, quien ya había intentado comunicar un nuevo estremecimiento a los lectores de poesía erótica de su tiempo:
¿Vienes del cielo profundo o surges del abismo, Oh, Belleza? Tu mirada infernal y divina, Vuelca confusamente el beneficio y el crimen, Y se puede, por eso, compararte con el vino. Te adoro igual que a la bóveda nocturna...
Es, sin duda, Baudelaire quien acepta la lección de Sade por primera vez entre los poetas y le confiere una fuerza nunca antes vista al lenguaje de la lírica erótica, incorporando elementos de realidades jamás pensadas en el espacio del poema erótico, cito: Avanzo en los ataques y trepo en los asaltos como junto a un cadáver un coro de gusanos, y amo tiernamente, bestia implacable y cruel, incluso tu frialdad, que aumenta tu belleza.
Nunca un poeta había escrito un poema de amor con elementos tan bizarros contenidos en su espacio: L a metamorfosis del vampiro La mujer, entre tanto, de su boca de fresa Retorciéndose como una sierpe entre brasas Y amasando sus senos sobre el duro corsé, Decía estas palabras impregnadas de almizcle: «Son húmedos mis labios y la ciencia conozco De perder en el fondo de un lecho la conciencia, Seco todas las lágrimas en mis senos triunfales. Y hago reír a los viejos con infantiles risas. Para quien me contempla desvelada y desnuda Reemplazo al sol, la luna, al cielo y las estrellas. Yo soy, mi caro sabio, tan docta en los deleites, Cuando sofoco a un hombre en mis brazos temidos O cuando a los mordiscos abandono mi busto, Tímida y libertina y frágil y robusta, Que en esos cobertores que de emoción se rinden, Impotentes los ángeles se perdieran por mí.» Cuando hubo succionado de mis huesos la médula y muy lánguidamente me volvía hacia ella A fin de devolverle un beso, solo vi Rebosante de pus, un odre pegajoso. Yo cerré los dos ojos con helado terror y cuando quise abrirlos a aquella claridad, A mi lado, en lugar del fuerte maniquí Que parecía haber hecho provisión de mi sangre, En confusión chocaban pedazos de esqueleto De los cuales se alzaban chirridos de veleta O de cartel, al cabo de un vástago de hierro, Que balancea el viento en las noches de invierno.
Hombre en el horizonte Nº 1. (Fragmento). 60x80. Mixta / cartón 2011.
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Sin que lo pidiera me hiciste la gracia Sin que lo pidiera me hiciste la gracia de magnificar mi miembro. Sin que lo esperara, caíste de rodillas en posición devota. Lo que pasó no es pasado muerto. Para siempre y un día el pene recoge la piedad osculadora de tu boca. Hoy no estás ni sé donde estarás, en la total imposibilidad de gesto o comunicación. No te veo no te escucho no te estrecho pero tu boca está presente, adorando. Adorando. Nunca pensé tener entre los muslos un dios.
Este es uno de los caminos de la lírica erótica moderna que pueden seguir los poetas en nuestro siglo; no es un camino fácil. Es quizá mucho más difícil que el del trovar clus que ofrece la ventaja al poeta del ocultamiento entre metáforas e imágenes oscuras que solo sugieren el objeto o el acto que es fuente de placer, sobre el que se canta; digo que es un camino difícil, pero cuando se busca la belleza en la expresión poética y se logra, como en el caso de la poesía erótica de Luis Feria, cito: III Qué trasvase en tu boca yugular, gozne mío, Tenaza de mis noches, penúltima ocasión Al sentir tu saliva las sábanas se anudan Cuando amo no amo nada más que tu amor. Si me quitas los ojos miraré con los tuyos, Solo soy lo que eres, si tú no estás no estoy. No aprendas a olvidarme, no hay verdad sin tu cuerpo. Mayo lleva tu lámpara, todo olor es tu olor.
Todo ha valido la pena con tal de prolongar un poco más el acto erótico y el placer que nos produce, animándonos, como poetas, a buscar la forma mejor y más bella de decirlo sin temor a las palabras.
Nadie tuvo en la luz tanta penumbra ni tanto frío en la ciudad de alcobas ni fue hacia el mar en el resumen álgido de sus días de arena. Vi a los príncipes solos vi el amor confundido en los umbrales donde los besos sientan su fatiga. Ninguna duda del lugar que exhibe los camaleones lánguidos los cuerpos de cristal para correr la historia sin la niñez del mar ni de los pájaros.
Amstel c e cilia
Después de Baudelaire la lírica es liberada y el subgénero pornográfico en literatura sale de las cloacas para adquirir carta de naturalidad; no olvidemos que posterior a Baudelaire hubo grandes escritores que cultivaron la novela pornográfica situándola en el nivel de una nueva erótica, desde Musset, Apollinaire, hasta llegar a Bataille y Klossowsky. En el siglo xx la lírica erótica iba a pasar por la poderosa fragua del surrealismo que abriría más posibilidades de expresión a los poetas que cultivaban el tema, sin embargo, nunca dejó de oscilar entre lo que al principio dio origen a la lírica erótica occidental: el trovar clus y el trovar leu. Pocos poetas aprendieron bien la lección de Sade en el siglo xx, lección que al final de cuentas proviene de los griegos y de su amoralidad con respecto al cuerpo; quizá el poeta que más se acerca a Sade y que mejor entendió la naturaleza del cuerpo como fuente de arte erótico en poesía fue Carlos Drumond de Andrade, quien escribe en El amor natural:
pa b l o s
CUADERNA VÍA
He visto que las cosas cuando no buscan rumbo encuentran su vacío y esa mujer tatuada con esa herida honda de los paraísos perdidos sonríe de vana ligerezas con su garganta de agua pero tiene los pechos nublados diríase arrojada de su gracia como las perlas a los cerdos. Ningún amor se necesita tanto que no pueda echarse hasta el umbral de otro. ¿En qué noche se ensaya un apartado de conciencia para subir contigo hasta ese atrio de prisioneros dulces? Pliégame la cintura el amor ese cuento en desamparo tengo cita contigo en otro puente al final del deshielo. ¿Dónde está la mujer enunciada feliz por cada hombre para llevar el mundo en una flauta? ¿Cómo es que estoy en pie para seguir tus albedríos tus canales de espuma Viejo Amsterdam? San Nicolás me ve el destierro la edad de una tristeza donde el ojo se parecía —auriga— a tus caballos desbocados «Ayunemos» —dijo— y acomodó su boca de templanza en su urna de lirios sólidos y pájaros. Nada se necesita para seguir de pie en Amsterdam la Babel habla a Dios en otra lengua el frío en que te hui coge mi falda 42 campanas enmudecen en Utretch. Amstel… Amstel ¿Ningún amor se necesita tanto?
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A na Clav e l He rn á n L ara Zavala Dina G rijalva Mon t ev e r de A l eyda Rojo Rubé n R i v e ra A na Be l é n L ópez Óscar paúl cas t ro Erne s t ina Yépiz M ar í a Muñiz Ro ssy PalÁu F rancisc o Meza Dan t e S alga d o Juan Jo sé Rodr íguez Juan Esme rio Danie l Sepúlv e da M A R Í A G A RC Í A VE L A S C O Hé ctor C h áv ez Fie rro Víctor Luna c e cilia pabl o s