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La Ventana
CONFIAR EN EL INTERIORISTA
Hay una cuestión frecuente que llega a nuestra redacción: ¿Debo confiar en un interiorista el proyecto de un espacio donde al final vamos a vivir o es más cómodo que lo hagamos nosotros? La respuesta adecuada recomienda acudir un profesional. Ante un dolor de muelas nadie se plantea si debe ir al dentista o solucionar el tema por su cuenta. El argumento es aplastante pero aun así queda la reticencia del coste de los servicios de un interiorista. Muchos lectores también expresan que es muy divertido decorar su propia casa. No están dispuestos a regalarle este pequeño placer a un interiorista que aplicará sus gustos y recursos habituales. El tema tiene muchas dimensiones además de una buena dosis de implicaciones emocionales en las que intervienen todos los que van a vivir en ese espacio. Y a pesar de todo, la respuesta es: nadie lo va a hacer mejor que un profesional. Obviamente, su trabajo tiene un precio, como lo tiene el de la peluquera, el del cocinero y el del taxista, actividades todas ellas que podemos ejercer como diletantes sin cometer ningún delito. No podemos, en cambio, operar del riñón o levantar una escuela sin la titulación, la experiencia y los permisos legales correspondientes, ya que son temas de una responsabilidad mayúscula. El servicio que cotiza un diseñador de interiores es lo que vale la rapidez y eficacia con que va a solventar el proyecto. Es el precio de su experiencia y conocimiento que van a redundar en espacios bien acondicionados desde algunos puntos de vista que a nosotros ni siquiera se nos ocurren –acústica, iluminación, seguridad, integración de ocio, ahorro de energía, salubridad de materiales... –, y suele ser un precio justo, cuando no por debajo de lo que realmente merece. Es el precio que supone ahorrarse los quebraderos de cabeza con los industriales, las elecciones acertadas y las compras bien hechas, de las fechas que se cumplen y los cambios que se improvisan. También del estudio previo de nuestras necesidades que requieren horas largas e intempestivas de charlas, discusiones y documentación. Todos los interioristas que hemos podido entrevistar en esta revista coinciden en que la fase más feliz de su trabajo es la de las conversaciones previas con sus clientes, cuando estos exponen sus necesidades e ilusiones. Sólo el momento de la entrega del proyecto acabado, con la felicidad de los propietarios paseando por el nuevo hogar, supera al del trabajo previo. Queda la cuestión puramente emocional. ¿Quién está dispuesto a sacrificar el pequeño placer que consiste en pasear por las tiendas especializadas, tomar medidas, preguntar precios, probar muebles, decidir, comprar y colocar? Sólo hay que atreverse a visitar una gran cadena de decoración el sábado por la tarde para saber que la casa sigue siendo el patio del recreo soñado de nuestra vida familiar. Los ojos brillan en las tiendas de muebles y no es por casualidad. No es necesario renunciar a ese placer legítimo ya que se puede trabajar codo con codo con el diseñador de interiores. Se pueden visitar proveedores, recabar muestras y decidir juntos. Se puede adquirir un mínimo lenguaje decorativo que nos permita hablar con conocimiento de causa de nuestros deseos y exigencias. Se debe participar de ese proceso con la convicción de que el interiorista agradecerá el compromiso y la ilusión como un instrumento afinado de su trabajo. Entrar en el universo del interiorista es relativamente fácil –nosotros los hacemos todos los meses y no somos diseñadores–, pero confiar en él siempre es la mejor opción.
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