Postales
Gabriel Muelle 2013 *
N
o hay un solo inicio: Hay varios puntos en el pasado, distintos y aparentemente no relacionados entre sí, de los que parten finos hilos que crecen y se engrosan y se retuercen y que convertidos en tentáculos babosos se entrometen en medio de momentos aleatorios y que hace unos meses empiezan a juntarse rápida e inesperadamente y terminan conformando un solo tallo vigoroso que me arrastra y me trae al instante presente en el que es noche en Berlín y afuera cae la nieve. Cuando la idea de venir a Berlín abandona el estado de imaginación y se convierte transitoriamente en promesa, cedo lentamente el control al deseo y a las expectativas –es inevitable- y le permito a mi mente preconfigurar las imágenes, situaciones, lugares y personas cuya existencia debo buscar. Para cuando la metamorfosis narrativa hace de la promesa un hecho en progresión, en trayectoria aparentemente inmutable, ya he perdido la batalla ante el apetito y la pretensión de devorarme una ciudad cuyas dimensiones aún no conozco pero ya sospecho inabarcables. Y aunque la idea es a todas luces absurda y la experiencia pasada me brinda todo tipo de confirmaciones -ya antes he llegado a otros sitios con una serie de expectativas, de ideas preconcebidas y de recorridos diseñados desde el anhelo y la imaginación que hacen aguas ante las eventualidades del viaje y me obligan a crear sus remplazos gustoso, a medida que experimento cada lugar, decidiendo el rumbo tras cada nuevo paso-, no logro sacarme las aspiraciones de encima: Quiero ir a cada fiesta, conocer cada escena, visitar cada tienda, leer a cada autor, recorrer cada museo, asistir a cada concierto, caminar cada barrio; Andar incansablemente, saltar como camaleón de un evento a su opuesto y conocer todos los tipos de habitantes, todas las costumbres, todos los gustos; Escuchar todas las músicas,
la mayor cantidad de “Berlín” que me sea posible en poco tiempo para luego tal vez decantar y especializarme en aquello que más me haga desear el retorno y la profundidad. Pero cuando llego a Berlín descubro –o confirmo- lo obvio: Que tiene las cosas que siempre me ha gustado -en cantidades mayúsculas, además- y que tiene muchas otras cosas -algunas que no me interesan, otras que no sabía que me interesaran y unas que aún me permanecen ocultas e inaccesibles, para las que tengo que buscar las claves, los lugares, las formas-. Pronto he empezado a introducirme en la gran densidad de la ciudad y la lista de actividades genéricas que suelo usar para explorar nuevos territorios es remplazada por una lista de acciones concretas que no para de crecer y de acumular nuevas entradas precisas con nombres, direcciones, rutas y horarios. Berlín deviene entonces en una entidad polimorfa con pelo de medusa en la que cada nueva cabeza cortada representa una variación atractiva sobre las artes, las ciencias, la historia y cualquier aspecto de la cultura, reproduciéndose a modo de fractal, eternamente. Así una noche a las pocas semanas de estar en Berlín, tras haber caminado Mitte por un día entero por enésima vez, tratando de escapar de lo obvio, rehuyendo del turismo tradicional y resignado a que aún queden sitios por explorar en ese distrito aparentemente pequeño, encuentro que estoy desgastado. Estoy cansado de intentar devorarme una ciudad que parece inagotable, de tratar de verlo todo en una ciudad en la que Todo está pasando, al tiempo y en distintas partes. Fatiga mucho el maravillarse honestamente con tanta frecuencia. Abruma el intentar abarcar tanto en tan poco tiempo, el que tantas cosas pasen, hayan pasado y vayan a pasar, girando alrededor de uno mientras uno a su vez gira en torno a otras cuestiones en una danza equiparable a la que realizan el sistema solar y sus planetas en su deambular cuasiespirálico por el espacio. Y así, a pesar de la voz en la cabeza que insiste en gritar que esto es Berlín, que el tiempo es escaso y el estado transitorio, decido parar por un momento, hacer una retrospectiva que resulta satisfactoria y ver la nieve por la ventana mientras me decido entre una cerveza y una taza de café.
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on los tiempos que corren: De los ideales románticos del viaje y la aventura, del descubrimiento del otro y de las grandes hazañas en tierras distantes, sólo quedan hoy paquetes turísticos a crédito: Ochodíassietenoches, todoincluido, ustednosepreocupepornadasólopagueydisfrute. La historia y la cultura de un lugar son debidamente lavadas, simplificadas y procesadas para poder ser cubiertas en una tarde de afanes por los rebaños de turistas que siguen juiciosamente a sus guías; higienizadas, sazonadas, coloreadas y empacadas para poder ser vendidas como llamativas camisetas y magnetos hechos en China que serán luego adheridos a la puerta del refrigerador una vez se regrese a casa; reducidas a fondos para las fotos de quienes posan sonrientes para la cámara digital –que a su vez toma miles de fotos sin mayor valor que nunca serán vistas de nuevo- y apenas si respiran antes de salir corriendo al siguiente monumento icónico, al próximo sitio histórico imperdible para seguir fotografiándose con la finalidad casi exclusiva de acumular señales de aprobación en su red social de confianza, comentarios zalameros de las visitas a la casa, alabanzas desprevenidas de los conocidos con quienes por casualidad se encuentren tras el regreso. Así, ciudades y países se convierten en simples marcas listas para ser consumidas y exhibidas como lo hace quien gusta de dejarse ver en los bares y restaurantes de moda o quien usa prendas de vestir con logos –grandes y vistosos o pequeños y apenas perceptibles por los iniciados, de todo hay- y espera que alguien se sorprenda al verle y le pregunte con admiración por el costo y las coordenadas de ubicación de prendas tan exclusivas. Mientras tanto, las hordas de pensionados aburridos que no saben qué hacer con su tiempo y su dinero y los jóvenes yuppies que sacrifican su vida en trabajos indeseados que les den el dinero suficiente para adquirir y
experimentar lujos y glamour muy bien publicitados que no terminan nunca de llenarlos y los llevan a andar siempre en busca de esa experiencia definitiva que por fin va a separarlos de los demás mortales, pagan lo que sea que les pidan por lo que sea que les ofrezcan y terminan por influir negativamente en los costos de vida de los nativos y por forzar la llegada de agentes comerciales foráneos a la comunidad, alejando y desplazando a los locales al tiempo en que ayudan a que los sitios visitados pierdan su verdadero carácter y “autenticidad” y el mundo entero se acerque cada vez más a ser por fin un parque temático en el que cada nación y cada ciudad es sólo una atracción que representa el papel de lo que los demás esperan que sea, una caricatura de sí misma, otro de tantos productos en una inagotable estantería llena de muchas marcas que ofrecen esencialmente lo mismo pero en distintos empaques y con algunos giros de “sabor local”. Y finalmente resulta que este turismo reduccionista, lejos de ser un fenómeno aislado, funciona como un buen indicador del carácter de la sociedad en que vivimos: De la falta de sustancia, la superficialidad y la facilidad a la que el llamado consumismo y su constante búsqueda de indicadores de estatus y de entretenimiento superfluo disminuyen cada aspecto de lo humano. No se visita y se conoce un sitio, sus tradiciones y su gente: se les consume y se les desecha, se les posee, usa y descarta.
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amino. Camino para conocer las ciudades que habito o visito. Camino sin conocer necesariamente el destino o sin un objetivo claro. Camino hasta perderme y luego reencontrarme o hasta hallar algo que capture mi atención y me obligue a desviarme, a detenerme. Camino y entro en librerías, discotiendas, supermercados o almacenes y husmeo entre estantes por horas. Camino y entro en restaurantes, en bares y cafés. Camino solo o acompañado. Camino por horas y a veces me siento en alguna banca a ver gente pasar un rato, a dibujar o a tomar notas. Luego me levanto o salgo de donde esté y sigo caminando. Camino por Kreuzberg, por Neuköln, por Mitte, por Charlottenburg, por Wilmersdorf, por Lichtenberg, por Wedding, por Prenzlauer Berg, por Friedrichshain, por Tiergarten (Tomo esos nombres al principio impronunciables y los delineo, les doy color, les otorgo algún carácter y me invento cualidades secretas para mi disfrute exclusivo; me los apropio y me los aprendo para luego pronunciarlos por fin y entenderlos de a pocos). Camino y doy vueltas en círculos, hago eses, giro por esquinas al azar, cruzo aceras, me vuelvo, tomo atajos, salto rejas, ignoro letreros de prohibido, subo escaleras, atravieso puentes y túneles, zigzagueo y finalmente llego a ninguna parte. Camino en las tardes, en las madrugadas, en las noches o, cuando las malas costumbres me lo permiten, en las mañanas. Camino para apropiarme de los lugares, para darle forma a la ciudad, para habitarla y reconocerla. Camino, busco y encuentro. Observo. Escucho. A veces converso.
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tros días –y para otras distancias, para otros recorridosuso el transporte público. Los buses, los metros y los tranvías son otros de mis sitios-actividades predilectos para hacerme ideas sobre la idiosincrasia del lugar que estoy visitando. En particular, me gusta caminar, usar el transporte público y las bicicletas y en Berlín todo esto funciona bien. También me gustan las librerías, las tiendas de cómics, las discotiendas independientes, las aceras espaciosas y los bares tranquilos con cómodos sillones para sentarse a hablar basura sin música estruendosa y en Berlín estos espacios abundan. Atravieso la ciudad de un extremo a otro combinando los trenes, buses y tranvías. Al principio vivo en Kreuzberg y frente al hostal hay una estación con dos líneas de U-bahn. Una va elevada por el medio de Kreuzberg y termina en la Warschauer Straße. Es tal vez mi preferida porque está llena de estudiantes, de punks, hipsters, junkies, ancianos dementes, dealers, niños de colegio, mujeres muy de mi gusto y gente de fiesta toda la semana. Después vivo en Lichtenberg y me toca andar en tranvías llenos de viejos y de gente que trabaja y luego hacer uno o dos intercambios en el metro. Pero es rápido y cómodo: las únicas multitudes que me encuentro ocurren los viernes y sábados durante la noche y la madrugada pero me divierten porque suelen ser de gente alegre, alicorada, con la complicidad de los grupos grandes de desconocidos que tienen que esperar juntos pero igual la están pasando bien y tienen expectativas de pasarla mejor pronto (como en las filas de los conciertos multitudinarios, horas antes de que permitan el ingreso cuando la gente se sienta y cuida su puesto cantando y tomando cerveza). Antes de que empiece el invierno, es usual encontrar músicos tocando por monedas en estaciones y trenes. La calidad de lo que hacen me sorprende positivamente. La variedad de sus orígenes me agrada. En Möchern-Brücke suele hacerse
un viejo a tocar swing y bossa nova en un teclado mediano conectado a un amplificador; su música lo recibe a uno al entrar en la estación y lo despide al abandonar el andén y viceversa. En Potsdamer Platz siempre hay alguien tocando música académica en violín (y hay alguno que intercala canciones de los Beatles entre un Vivaldi y otro). En Wittenbergplatz vi un día a un viejo con pinta de hippie tocando Hendrix en una guitarra eléctrica con la madera llena de raspones y un amplificador tapizado en calcomanías. En la U1 es común encontrar grupos grandes que van de vagón en vagón tocando música de los Balcanes y que o la pasan muy bien haciéndolo o son unos grandes simuladores. Una tarde tuve que escuchar “Ai se eu te pego” en acordeón, voz con fuerte acento turco y trompeta (Es la mejor versión que he escuchado hasta el momento y la única ocasión en que he disfrutado su omnipresencia). Una noche entramos a Görlitzer Bahnhof y encontramos a un tipo dirigiendo un cuarteto de cuerdas compuesto por sus hijas de entre cinco y doce años (sonaban horrible y dos policías estaban tratando de sacarlos de la estación, pero una decena de espectadores no lo permitía y les arengaba a continuar tocando). Berlín suena a todos. Algún día estoy aburrido en una fiesta en lo que yo considero la periferia de la ciudad, muy lejos del hostal en el que estoy viviendo, y decido salir a caminar y eventualmente dar vueltas por el S-Bahn y el U-bahn. Van a ser las cinco de la mañana y aún hay gente en las calles, yendo y viniendo, alegres. En la estación de Westend hay tres señoras de edad hablando en español con acento peruano, sentadas en el suelo y tomando vino a la intemperie. En otra estación tengo que esperar quince minutos por el siguiente tren y mientras tanto comparto banca con un anciano demente que grita y escupe babaza mientras se acomoda para dormir y se alimenta usando las migas que cuelgan de su barba a modo de bocadillos. Cuando voy en el tren se sube una pareja a la que de inmediato reconozco como colombianos; “En Bogotá no nos creerían, amor”, dice él. Como esa madrugada no quiero hablar, no intento conversar ni con las peruanas ni con el demente ni con los colombianos y sólo los miro en silencio y de reojo. En el último tren que tomo, el que por fin me dejará frente al hostal, encuentro en medio de un vagón vacío una bolsa de tela; al revisarla hallo un paquete de gomas con forma de osos y una lata de cerveza danesa e imagino que Berlín me quiere.
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e supone que los guerreros deben exhibir orgullosos las cicatrices obtenidas en batalla porque son evidencia concreta de haber participado en el combate y, más importante aún, de haber sobrevivido. En Berlín ocurre algo que en cierto modo se relaciona con esto: es una ciudad que ha resistido una lucha tras otra, que ha sido “víctima” y “victimario”, que ha estado en la cima y ha caído con estrépito y mucho dolor, que ha sido construida, derribada y reconstruida, que lleva mucho tiempo en el centro de los acontecimientos o por lo menos muy cerca de éste y que es consciente de su importancia simbólica y de la magnitud de los hechos de los que sus calles, sus plazas, gentes y edificios han sido testigos. Por lo tanto, en Berlín la historia tiene un papel predominante y la ciudad no le teme a mostrar sus cicatrices (que no son pocas). Pero estas marcas no son exhibidas con el orgullo del guerrero –aunque tampoco con vergüenza- sino con una intención aparentemente pedagógica: la de quien ha aprendido de la experiencia y quiere ahora enseñar y alertar sobre los horrores que ya han ocurrido y que en cualquier momento y con una facilidad sorprendente pueden ocurrir de nuevo –si no es que están ocurriendo ya en algún lugar inesperado, lejos de nuestros ojos y de nuestros oídos- . Pero, y esto parece inevitable, esta intención pedagógica termina por convertir la historia vivida en placas, carteles y monumentos que irónicamente conforman algo similar a un aséptico museo de historia natural en el que podemos ver de frente y muy cerca los cadáveres disecados y los esqueletos de las grandes bestias que el espectador de inmediato ubica en el pasado, extintas y casi salidas de una imaginación febril. Podemos ver sus dimensiones y compararlas con la nuestra, aliviados por no tener que salir a enfrentar semejantes monstruos cada día; leer y aterrarnos
por su cantidad de dientes, por el filo de sus garras, por la fuerza de sus piernas, por su gusto por la destrucción y las varias toneladas diarias de carne que conformaban su dieta. Luego sonreír, mirar al lente y tomar otra autofoto con la recreación del horror como fondo. Vemos el horror y podemos reconocerlo, pero no somos capaces de entenderlo como una posibilidad nuestra sino que preferimos archivarlo como una amenaza superada, como barbaridades sólo posibles en tiempos distintos, como pruebas superadas. Hay que recorrer Berlín con ojos atentos para encontrar un poco más de luces sobre las heridas que siguen abiertas en el mundo, sobre las costras frescas que pueden caerse con facilidad, sobre los hematomas que aún duelen y los golpes que definitivamente han curado. Para acercarse a la relación entre los habitantes de Berlín y el pasado de su nación hay que mirar por encima de los dioramas e ir directamente a la gente. Hay que hablar y preguntar e intentar comprender las dinámicas de los ciudadanos entre sí y con sus instituciones, sus acuerdos y desacuerdos, sus diferencias y la forma de sobrellevarlas. Y aunque estas observaciones y los tamaños de las muestras empleadas se queden cortos ante la complejidad de la realidad, haciendo de cualquier conclusión una ligereza desinformada, resulta difícil no admirarse de la capacidad de recuperación de la nación alemana, de su capacidad de trabajo, del empeño puesto en superar las dificultades del pasado y reparar algunos daños ocasionados y recordar finalmente que los discursos del odio no son exclusivos de ningún pueblo –que ningún pueblo es homogéneo- y que dadas las condiciones necesarias pueden aflorar en cualquier lugar y en cualquier momento.
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sualmente viajo con poco equipaje pero esta vez es distinto y no me refiero exclusivamente a las decenas de kilogramos que cargo en el pecho y la espalda sino a la cantidad de asuntos inconclusos que dejo en Bogotá y que van a seguirme durante mi estancia por fuera, recordándome con frecuencia lo difícil que es perderse en el mundo globalizado, lo viejo que estoy y la compleja maraña que he armado a mi alrededor en medio de distintas búsquedas. Usualmente viajo sin tener una fecha de regreso, sin un itinerario fijo, sin una ruta específica, pero esta vez el tiquete es de ida y vuelta y hay un cronograma lleno de actividades que debo seguir, de citas por cumplir, de reuniones y gente por conocer: una muestra más del paso del tiempo y de las responsabilidades y compromisos que se van acumulando a medida que se avanza por el camino poco definido y lleno de sorpresas de la llamada vida.
Nota: En noviembre de 2012 viajé a Berlín en el marco de una residencia creativa que obtuve como ganador del concurso Stadt: Historias de la gran ciudad (honor que compartí con mi ahora amigo Giovanni Gómez) organizado por el Goethe Institut Kolumbien e IDARTES y que contó con el apoyo de Radiónica y Hoja Blanca. Estas son algunas de las observaciones e impresiones que recolecté durante ese mes.
Autoeditado y publicado en forma impresa en Abril de 2013 como reacción casi alérgica al inmediatismo de la avalancha de contenidos e información de la internet hoy por hoy. Algunos ejemplares de “Postales” cuentan con una portada serigrafiada en el taller El Primitivo gracias a la atenta colaboración del centro cultural La Redada.
Postales también cuenta con una versión digital: http://bit.ly/Pertenencias Este obra está bajo una Licencia Creative Commons Atribución-NoComercialCompartirIgual 3.0 Unported.
Gabriel Muelle - 2013 http://gabrielmuelle.info