El Rey de la Ciudad de Oro sample

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EL REY DE LA CIUDAD DE ORO Un relato fascinante que infunde en el corazón de los pequeños una comprensión profunda de la Sagrada Comunión y un afecto entrañable por Nuestro Señor en el Santísimo Sacramento.


“Tus ojos verán al rey en su belleza, y verán la tierra que se extiende hasta muy lejos.” Isaias 33,17.


EL REY ! DE LA #

CIUDAD DE ORO Una Alegoría para Niños por la

Madre Maria Loyola Traducido por

Enrique E. Treviño III

St. Augustine Academy Press Homer Glen, Illinois


Este libro ha sido traducido de la edición original publicada en 1921 por P. J. Kenedy & Sons. El texto original ha sido modificado en algunos lugares, para allanar partes incómodas en el diálogo.

Nihil Obstat: Arthurus J. Scanlan, S.T.D. Censor Librorum Imprimatur: Patritius J. Hayes, D.D. Archiepiscopus Neo-Eboracensis Neo-Eboraci die 25, Augusti 1921

Este libro fue publicado originalmente en 1921 por P. J. Kenedy & Sons. Esta edición © 2019 por St. Augustine Academy Press. Adaptación y edición por Lisa Bergman. Traducido por Enrique E. Treviño III.

ISBN: 978-1-64051-077-7

Todas las ilustraciones de este libro son las originales de Felix Jobbé-Duval que se encuentran en la edición francesa.


ÏNDICE I. El encuentro en el bosque . . . . . . . . . II. La pequeña descubre que debe contribuir a su

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propia enseñanza . . . . . . . . . 12 III. Las leyes del Rey . . . . . . . . . . . . 16 IV. La casa del Rey . . . . . . . . . . . . . 23 V. Una compañera dificil . . . . . . . . . . 26 VI. La mesa del Rey . . . . . . . . . . . . . 36 VII. Dilecta solicita un cambio . . . . . . . . . 40 VIII. La armería del Rey .   . . . . . . . . . . . 45 IX. El dispensario de Rey . . . . . . . . . . . 53 X. La pequeña en humor de ocio .  . . . . . . 56 XI. El camino amplio . . . . . . . . . . . . 61 XII. La feria   . . . . . . . . . . . . . . . . 71 XIII. La pequeña aprende algunas lecciones . . . 80 XIV. Lo que el Rey amaba de la pequeña . . . 85 XV. Cómo un día el rey encontró triste a la pequeña . . . . . . . . . . . . . . 88 XVI. La Ciudad de Oro  . . . . . . . . . . . . 93 XVII. La tierra de la espera agotadora . . . . . . 102 XVIII. El amor valeroso . . . . . . . . . . . . 107 XIX. El Rey en su belleza . . . . . . . . . . . 1 1 3


Hace muchos años, una pequeña le envió esta carta a la madre Mary Loyola: Querida Madre Loyola: Voy a hacer la Comunión pronto y le escribo para preguntarle que debo hacer para prepararme. Escríbame pequeñas instrucciones en sus cartas y cuentitos como los que me contó de Effie y yo le podría decir que significan en mi próxima carta. Por favor responda de inmediato ya que le estoy escribiendo demasiado tarde. Mucho amor y besos de su querida— Dyonis


EL REY DE LA CIUDAD DE ORO EL ENCUENTRO EN EL BOSQUE

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abía una vez un Rey que vivía en una tierra en la que siempre brotaban las más bellas flores. Su palacio de marfil se erguía en el centro de una ciudad por la cual fluía un río de aguas cristalinas. Las calles de la ciudad eran de oro puro, y cada una de las puertas de sus entradas estaba labrada de una sola perla. No existía ahí la muerte ni el dolor; tras sus puertas no había ni luto ni lágrimas, solo canciones de júbilo se escuchaban por doquier. Muy diferente a esta tierra era otra que también pertenecía al Rey. Era esta una tierra de peregrinos. Sus habitantes se dirigían a la Ciudad de Oro, mas había muchos obstáculos en el camino. El 1


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Rey amaba a aquellos pobres desterrados. Procuraba protegerlos, mantenerlos seguros y hacerlos tan felices como fuese posible. Mas, hacerlos muy felices, sin ningún peligro o dolor, eso no le era posible; ante todo, porque la tierra por la que transitaban no estaba destinada a ser su hogar, pero también debido a un cierto señor rebelde, llamado Malignus, que ahí vivía. En el pasado, este había sido siervo del Rey mas se había vuelto en su contra y, debido al odio que le guardaba, este intentaba hacerle daño al pobre pueblo que el Rey amaba. El hogar de los peregrinos era la Tierra Hermosa, donde el Rey mismo vivía con todos aquellos Dichosos que habían cumplido bien su tiempo en el exilio y habían amado y servido al Rey. Bien, sucedió que, mientras el Rey paseaba un día por un bosque en penumbra, en la Tierra de los Exiliados, se encontró con una pequeña de unos ocho o nueve años. La niña era muy pobre y sus ropas, aunque limpias, estaban raídas. Vivía en una choza cercana al lugar. Quizá fue simplemente el deseo del Rey y nada más, el caso es que se sentía atraído a la pequeña. Desde el primer momento que la vio la amó y anheló hacerla feliz, a cualquier costo a sí mismo. Le habló con ternura, le quitó el pesado bulto de leña


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El encuentro en el bosque

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que traía sobre sus hombros y la hizo sentarse a su lado en el tronco de un árbol derribado y contarle todo acerca de ella y sus dificultades. Cuando llegó la hora de retirarse, él le acomodo su fardo para que este fuese más fácil de cargar. Cuando ella se volvió para verlo una vez más, él aún la observaba con sus ojos bondadosos, como si se sintiese triste ante su partida. Tras esto, llegaba con frecuencia a verla en el bosque y, con cada visita, ella llegó a conocerlo mejor y a amarlo más. El Rey le dijo que, si lo deseaba, él la llevaría a su Tierra Hermosa donde ella podría estar con él siempre y tener cuanto su corazón anhelase. Aunque no podría ser de inmediato, pues ella debería ser entrenada para ser una compañera apta para los príncipes y las princesas de la Ciudad de Oro. Para consolarla, hasta que llegase aquel momento feliz, venía a verla con frecuencia y le enseñaba, él mismo, lo que necesitaba aprender. En la Ciudad todos eran como él y ella también debería ser como él para vivir entre ellos. El Rey le enseñaba durante sus visitas y la agasajaba con regalos opulentos para evitar que se avergonzara al ser presentada en su corte. En cierta ocasión le dio una gran sorpresa. Le dijo que vendría a visitarla, no en el bosque, pero en


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su pequeña choza, para poder ver por si mismo todo cuanto ella deseaba y darle cuanto fuese provechoso para ella tener. Hablaba con tanta dulzura, y la miraba con tanto cariño, que ella estaba segura que lo que decía era cierto, pero no podía evitar preguntar: —¿Cómo es, oh gran Rey, que con tantas personas y fieles amigos junto a ti, prefieres llegar a ver a una pobre niña como yo? —y él respondió: —Te he amado desde mucho antes que tú supieras de mí y, si tú me amas también, esta será recompensa suficiente por todo lo que he hecho y haré por ti. No posees nada costoso que me puedas dar, pero hay flores silvestres que puedes ofrecerme. Llévalas a tu choza y me complacerán. La pequeña quedó encantada y preparó el modesto lugar para su llegada. El piso era de tierra pero lo barrió con esmero. Pulió su única y diminuta ventana hasta dejarla cristalina y brillante, y dejó entrar un rosal trepador para que su fragancia reconfortara al Rey. En seguida, se dedicó en forma diligente a buscar las flores silvestres que a él le gustaban, la humilde violeta, las rosas de tallos espinosos y, ante todo, el grato nomeolvides. Regresó a casa con el delantal repleto. Estaba agotada, le había costado


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esfuerzo conseguir sus tesoros. Mas, sus esfuerzos no serían molestia alguna si tan sólo alagaran al Rey y pudiesen compensar por el largo viaje que este debía hacer para llegar a ella. Se había enterado de que los tesoros que él le traía no los había obtenido en forma gratuita, todo lo contrario, había trabajado muy duro y padecido suplicios terribles para conseguirlos. ¿Podría ella algún día hacer por él lo suficiente? Y llegó. No en toda su majestad, como se le conocía en la Ciudad de Oro —eso sólo la hubiese atemorizado—, sino en una simple túnica blanca; con tanto disimulo que algunos necios, que sabían cuán grande era el Rey de la Ciudad de Oro, se burlaban y afirmaban que este forastero modesto y humilde no podía ser aquel. Sí, llegó, y hubieras visto su sonrisa al ver la pequeña choza. El sendero por el bosque estaba regado de flores. Junto a la puerta la pequeña lo esperaba con los brazos abiertos, lo llevó al interior de la choza y cerró la puerta. No podemos saber lo que aconteció entre ellos durante el cuarto de hora que él estuvo dentro. Ese es un secreto entre ambos. Mas, cuando el Rey salió, el rostro radiante de la pequeña anunciaba la felicidad del


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momento que habían compartido. La túnica blanca que se había puesto con afán, brillaba ahora, rebosante de joyas, sin duda el regalo que le había obsequiado. Cualquiera pasando junto a su puerta la hubiera oído decir, —Señor, regresa pronto. Lo siguió con la vista mientras se alejaba por el sendero lleno de flores hasta que desapareció. Regresó entonces a su choza y cerró la puerta; si alguien hubiese llegado a visitarla la habría escuchado cantando, incluso días después, mientras hacia sus tareas. —Regresa, amado Rey, a mí, Cuanto, ¡oh cuanto! suspiro por ti. Y él regreso una y otra vez. Cada vez el sendero de flores estaba preparado; cada vez la rosa trepaba por el llano de la ventana; cada vez había nomeolvides a sus pies mientras él y la pequeña se sentaban juntos tomados de las manos. La quinta vez —¿o seria la sexta?— el Rey notó que el alegre sendero a la choza era ahora más corto y que las flores no eran tan lozanas como de costumbre. Quizá la pequeña se estaba cansando de preparativos que, seguramente, algo le estaban costando. De cualquier forma, la vista aguda del


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Rey advirtió el cambio y dejo un suspiro escapar de su labios. La siguiente vez extrañó las flores de la ventana. No se quejó, mas su sonrisa se volvió un poco triste. Después de eso, sus bienvenidas se volvieron menos afables con cada visita. Ya no recibía las invitaciones que antes eran tan insistentes, y en los días de visita la pequeña ya no llenaba el hogar con sus canciones. Ya casi no había preparación alguna para su llegada. A su llegada a la choza esta estaba, no sucia por supuesto, pero descuidada y desgarbada. Y en vano buscó las flores. Él no cambió. Continuó trayendo sus regalos como de costumbre, mas no había un lugar digno donde ponerlos. Así que se los llevó consigo, guardándolos para la pequeña, con la esperanza de mejores circunstancias. Y en efecto, las circunstancias mejoraron. El Rey llegó un día, por el sendero ahora ya sin flores, y la pequeña no estaba junto a la puerta sino que se encontraba ocupada en el interior. Se vio obligado a agacharse al entrar ya que había telarañas colgando por todas partes. Le dio la bienvenida, por supuesto, diciéndole que estaba contenta de volverlo a ver, pero pronto dejó su sitio junto a sus pies para salir fuera.


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En ese momento un reloj del pueblo sonó el cuarto. Esa era la hora en que sus visitas concluían y ella no se encontraba ahí. Había dejado sólo, al amigo que había venido desde tan lejos a visitarla. La idea de su indiferencia e ingratitud invadió la mente de la niña. ¡Ay, cómo pudo ser tan desatenta, tan descortés! Regresó de inmediato a la choza para comunicarle su pesar, mas la puerta estaba abierta; él ya se había marchado. ¡Se había marchado tras una visita como esta! ¿Qué podría hacer para desagraviarlo? ¡Cuán diferentes habían sido estas últimas visitas de aquellas primeras cuando lo había hecho sentirse tan bienvenido! ¿Podría pedirle que volviera a visitarla? Sí, ella lo conocía y no cedió a la desesperación. No sólo lo invitaría de nuevo, pero su bienvenida sería tan cordial que le haría recordar sus primeras visitas. Se puso, por tanto, a trabajar con entereza. Restregó toda la choza y limpió las paredes. Estaba cansada pero no importaba, era para el Rey. Y finalmente las flores, le sorprendió la facilidad con la que las recogía en sus manos. No fue necesario traerlas desde lejos ya que crecían en abundancia cerca de la choza, tan sólo esperaban ser recolectadas. En cuanto a las rosas, ¿qué importaba que las espinas la hirieran e hicieran


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sangrar? Eran para el Rey, no debería importarle el dolor. Y él sabría, cuando las viese, que ella había padecido ese dolor por él. La choza quedó, una vez terminada, realmente bien; humilde, por supuesto, pero bien cuidada y resplandeciente. El sendero florido era largo y alegre, como en aquel primer día. Añoraba tanto expresarle su tristeza y su amor que le parecía que la hora de su visita jamás llegaría. Cuando cruzó el pequeño umbral bajo las rosas, la niña se postro a sus pies y sus lágrimas cayeron entre las flores. ¡Con cuanta ternura la levantó y escuchó cuando le contaba su aflicción, y cuando la consoló y perdonó! Cuando esta le preguntó qué podía hacer para reparar su indiferencia pasada, él le respondió: —Dame tu corazón. El amor es compensación por todo. Ámame. Prepárate para recibirme de la manera que me satisface y que ya conoces. No te preocupes por las dificultades y el dolor. Yo he padecido suplicios y aflicciones por ti, y le mostró sus enormes llagas diciéndole que la causa de estas había sido su amor por ella. Lo escuchó, se comprometió y, porque ella reconocía su propia cobardía, le pidió que la ayudara. Fue así que regresaron los tiempos gratos.


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La bienvenida que recibió fue como antes, aunque no siempre era tan cuidadosa como podía haber sido. ¡Ah, no! Con frecuencia era desconsiderada y perezosa; mas, cuando herraba, se arrepentía y se lo decía al Rey de inmediato. Lo conocía ya tan bien, confiaba ya en él tan completamente y estaba ya tan segura de su amor por ella, que no temía contarle cuanto había hecho desde su última visita, incluso aquello que a él le desagradaba más. Era siempre muy paciente con ella. Jamás se cansaba de perdonarla tan pronto como ella se arrepentía. Él le enseñaba cuanto ella deseara saber para que, gradualmente, llegara a ser más como él y se preparara para tomar su sitio en la Ciudad de Oro.


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